CAPÍTULO XLI
EN este estado de cosas, por lo que se refiere a proyectos, esperanzas y
relaciones mutuas, empezó el mes de junio en Hartfield. En Highbury en general
no hubo ningún cambio concreto. Los Elton seguían hablando de la visita que
iban a hacerles los Suckling,
y del uso que
harían de su landó, y Jane Fairfax se hallaba aún en casa
de su abuela; y como el regreso de Irlanda de los Campbell volvió a aplazarse, y se fijó la fecha de su
vuelta, en vez de para mediados de verano para el mes de agosto, era probable
que Jane se quedase en el pueblo dos
meses más, con tal de que pudiera contrarrestar la actividad que la señora
Elton estaba desarrollando para ayudarla, y salvarse de verse obligada a
aceptar a toda prisa un magnífico empleo contra su voluntad.
El
señor Knightley que, por algún motivo que sólo él conocía, desde el primer
momento había demostrado sentir una profunda aversión por Frank Churchill, cada vez la sentía mayor. Empezó a sospechar
que el joven, al cortejar a Emma
hacía un doble
juego. Que cortejaba a Emma era algo indiscutible. Todo lo
demostraba; las atenciones que le dedicaba, las insinuaciones de su padre, la
significativa reserva de su madrasta; todo coincidía; palabras, conducta,
discreción e indiscreción, todo apuntaba hacia lo mismo. Pero mientras tantas
personas le consideraban interesado por Emma, y la
propia Emma le creía interesado por Harriet, el señor Knightley empezó a sospechar que el
joven tenía cierta inclinación por Jane Fairfax.
No podía comprenderlo; pero había indicios de que entre los dos pasaba algo...
por lo menos así se lo parecía... indicios de que él la admiraba... Y después
de haber observado sus reacciones, el señor Knightley, aun proponiéndose
evitar a toda costa el exceso de imaginación que inducía a Emma a cometer tantos errores, no pudo por menos
de admitir que sus suposiciones no eran totalmente equivocadas. Ella no
estaba presente la primera vez que se despertaron sus sospechas. Fue en casa de
los Elton, durante una comida a la que habían invitado a la familia de Randalls y a Jane; y había
sorprendido miradas, más de una mirada dirigida a la señorita Fairfax, que en
un admirador de la señorita Woodhouse parecía algo incongruente. En la
siguiente ocasión en que coincidieron no pudo por menos de recordar lo que
había visto la otra vez; ni evitar el observar detalles que, a menos de creerse
como Cowper, soñando junto a su chimenea a la caída de la tarde,
Creándome yo mismo las visiones
forzosamente tenían
que reafirmarle en la sospecha de que había una relación oculta, una secreta
inteligencia entre Frank
Churchill y Jane.
Cierto
día después de comer el señor Knightley salió a pasear, y decidió hacer una
visita a Hartfield, como solía hacer muy a menudo; encontró a Emma y a Harriet que se
disponían también a dar un paseo; él las acompañó, y al regresar se
encontraron con un grupo mucho más numeroso que al igual que ellos habían
considerado más prudente salir a hacer un poco de ejercicio a primera hora de
la tarde, ya que el tiempo amenazaba lluvia; se trataba del señor y de la
señora Weston, y de su hijo, y de la señorita Bates y de su sobrina, que se
habían encontrado por casualidad. Cuando llegaron todos juntos ante la verja de
Hartfield, Emma, que sabía que éstas eran
exactamente la clase de visitas que le gustaban a su padre, insistió en que
todos entraran y tomara n el té con
él. El grupo de Randalls accedió inmediatamente; después
de un discurso francamente largo de la señorita Bates, a quien muy pocas
personas prestaron atención, también ella consideró posible aceptar la
amabilísima invitación que les hacía la señorita Woodhouse.
Cuando
atravesaban el jardín pasó cerca de allí el señor Perry a caballo, y los
caballeros hicieron algunos comentarios acerca de su montura.
-Por
cierto -dijo inmediatamente Frank
Churchill dirigiéndose
a la señora Weston-, ¿sigue teniendo intenciones de comprarse un coche el
señor Perry?
La
señora Weston pareció muy sorprendida, y dijo: -No sabía nada de esas
intenciones.
-Por
Dios, pero si fue usted quien me lo dijo. Me lo decía en una carta hace unos
tres meses.
-¿Yo?
¡Imposible!
-Sí,
sí, seguro. Lo recuerdo perfectamente. Usted lo mencionaba como algo inminente.
La señora Perry se lo había dicho a alguien, y estaba muy contenta. Usted decía
que había sido ella quien le había convencido, porque opinaba que cuando hacía
mal tiempo era muy expuesto hacer las visitas a caballo. ¿Todavía no lo
recuerda?
-¡Te
prometo que es la primera vez que oigo hablar de ese asunto!
-¿La
primera vez? ¿De veras? ¡Santo Cielo! Entonces, ¿cómo lo sé yo? Debo de haberlo
soñado... Pero estaba completamente convencido... Señorita Smith, tengo la sensación de que está usted cansada.
Supongo que se alegrará de estar ya en casa después de tanto andar.
-¿Qué
pasa? ¿Qué pasa? -exclamó el señor Weston-. ¿Qué decíais de Perry y de un
coche? Frank, ¿va a comprarse un coche Perry?
No sabes lo que me alegro. Te lo ha dicho él mismo, ¿no?
-Pues
no -replicó su hijo riendo-. Parece ser que no me lo ha dicho nadie... ¡Qué
raro! Yo, la verdad es que estaba convencido de que la señora Weston lo había
mencionado en una de las cartas que me escribía a Enscombe, hace muchas
semanas, dándome todos esos detalles... pero como ella dice que es la primera
vez que oye hablar de eso, no hay otra explicación que la de que lo he soñado.
Yo sueño mucho. Sueño con todo el mundo de Highbury cuando estoy lejos de
aquí... y cuando ya he terminado con todos mis amigos íntimos, entonces
empiezo a soñar con el señor y la señora Perry.
-Sí
que es extraño -comentó su padre- que hayas tenido un sueño tan lógico y tan
verosímil sobre gente en la que no es probable que pienses mucho en Enscombe.
¡Perry que se compra un coche! ¡Y su mujer que le convence para que se lo
compre, por motivos de salud! Exactamente lo que ocurrirá un día u otro, no
tengo la menor duda; sólo que ha sido un poco prematuro. ¡Qué cosas tan lógicas
llegan a soñarse a veces!, ¿verdad? ¡Y a veces en cambio qué cantidad de
absurdos! Bueno, Frank, desde luego tu sueño lo que demuestra
es que piensas en Highbury cuando estás ausente. Emma, creo que tú también sueñas mucho, ¿verdad?
Emma estaba demasiado lejos para
oírle; se había adelantado a los demás para avisar a su padre de la presencia
de sus invitados, y no pudo oír la pregunta del señor Weston.
-Verán,
para ser franca -exclamó la señorita Bates, que en los últimos dos minutos
había estado intentando en vano hacerse oír-, si me permiten decir algo sobre
esta cuestión... no es que yo niegue que el señor Frank Churchill pueda haber tenido... yo no quiero decir que
no lo haya soñado... porque a veces yo misma tengo los sueños más raros que
puedan imaginarse... pero si me preguntaran acerca de este caso, debería
confesar que ya se habló de eso la primavera pasada; porque la propia señora
Perry se lo dijo a mi madre, y los Cole también
lo sabían igual que nosotros... pero era un secreto, no lo sabía nadie más, y
sólo se habló de ello durante unos tres días. La señora Perry tenía muchas
ganas de que su marido tuviese un coche, y una mañana vino a ver a mi madre muy
contenta, porque creía que había logrado convencerle. Jane, ¿no te acuerdas que la abuelita nos lo contó, cuando volvimos a casa?
No me acuerdo adónde habíamos ido... lo más probable es que fuéramos a Randalls; sí, creo que fue a Randalls. La señora Perry siempre ha querido mucho a mi
madre... bueno, la verdad es que todo el mundo la quiere mucho... y le contó eso como haciéndole una confidencia;
desde luego que no se opuso a que nos lo contara a nosotras, pero no tenía que
saberlo nadie más; y desde entonces hasta hoy yo no he dicho ni una palabra a
nadie. Claro que yo no puedo responder de que alguna vez no se me haya escapado
algo, porque ya sé que a veces digo cosas que no quería decir, sin darme cuenta. Yo soy habladora, ¿saben? Soy bastante habladora;
y de vez en cuando se me escapan cosas que no deberían escapárseme. No soy
como Jane; ojalá lo fuera. Estoy segura de
que a ella nunca se le escapa nada. Por cierto, ¿dónde está? ¡Ah, aquí, detrás
de mí! Sí, sí, me acuerdo perfectamente de cuando vino a vernos la señora
Perry... ¡La verdad es que es un sueño curioso!, ¿eh?
Estaban
ya en el vestíbulo. La mirada del señor Knightley había precedido a la de la
señorita Bates en posarse sobre Jane; del
rostro de Frank Churchill, en el que creyó ver turbación
reprimida y seriedad, sus ojos se volvieron involuntariamente hacia el de
ella; pero se había rezagado mucho y estaba distraída con su chal. El señor
Weston ya había entrado. Los otros dos caballeros esperaron en la puerta para
dejarla pasar. El señor Knightley sospechaba que Frank Churchill se proponía cambiar una mirada con ella... y
parecía estar acechando la ocasión propicia... pero, de ser así, fue en vano...
Jane pasó entre los dos y entró en la
sala sin mirar a nadie.
No
hubo ocasión de hacer más comentarios ni de dar más explicaciones. Se admitía
lo del sueño, y el señor Knightley tuvo que sentarse junto con los demás,
alrededor de la gran mesa circular, tan moderna, que Emma había introducido en Hartfield, y que sólo Emma hubiese podido tener autoridad para poner allí y convencer a su padre
de que se usara, en vez de la pequeña Pembroke en la
que, durante cuarenta años, se habían servido dos de sus comidas diarias. El té pasó sin incidentes, y nadie parecía tener
prisa por irse.
-Señorita Woodhouse -dijo Frank Churchill, después de haber revuelto los
objetos de la mesa que tenía a sus espaldas y que alcanzaba con la mano-, ¿se
han llevado sus sobrinos los abecedarios... aquella caja de letras? Solía estar
aquí. ¿Dónde está? Es una velada un poco triste, casi debería considerarse como
de invierno más que de verano. Una mañana nos divertimos mucho con aquellas
letras. Me gustaría volver a jugar a los acertijos.
A
Emma le gustó la idea; trajo la caja
y la mesa pronto quedó cubierta por las letras del abecedario, que nadie más,
excepto ellos dos, parecía dispuesto a manejar. En seguida empezaron a formar
palabras que se intercambiaban entre sí o que presentaban a cualquiera que
quisiese descrifrar el acertijo. Lo apacible del juego lo hacía particularmente
grato al señor Woodhouse, que a menudo había tenido que soportar juegos mucho
más movidos que había introducido en la casa el señor Weston; el padre de Emma, ahora era feliz, lamentando con melancólicos
acentos la marcha de «los pobres niñitos», o comentando con satisfacción,
cuando alguna letra se extraviaba cerca de su sitio, lo bien que Emma había sabido dibujarlas.
Frank
Churchill puso una
palabra delante de la señorita Fairfax; ésta, después de lanzar una rápida
mirada a su alrededor, se aplicó a descifrarla. Frank estaba al lado de Emma,
Jane enfrente de ellos... y el señor
Knightley situado de tal manera que podía verles a todos; y su propósito era
ver todo lo que pudiese sin demostrar que estaba observándoles. La palabra fue
descifrada, y Jane apartó las letras con una leve
sonrisa. Si hubiese querido que se mezclaran con las demás y que la palabra no
pudiera recomponerse, hubiera tenido que mirar a la mesa en vez de mirar a los
que tenía enfrente, ya que las letras no se mezclaron; y Harriet, que seguía con atención todas las palabras
nuevas, al ver que no salía ninguna por el momento, recogió la última y se
afanó por descifrarla. Estaba sentada al lado del señor Knightley, y se volvió
hacia él para pedirle que le ayudara. La palabra era error; y
cuando Harriet la proclamó triunfalmente en voz
alta, la única reacción de Jane
fue ruborizarse. El
señor Knightley relacionó aquello con el sueño; pero no acertaba a comprender
qué tenía que ver una cosa con la otra. ¿Cómo era posible que fa agudeza y la
intuición de Emma estuvieran tan embotadas como
para no darse cuenta de todo aquello? Temía que allí había algo oculto. A cada
momento tenía indicios de que en ellos había una falta de sinceridad, un doble
juego. Aquellas letras sólo les servían para un disimulado galanteo. Era un
juego de niños que Frank
Churchill había
elegido para ocultar otro juego de más importancia, secreto.
Siguió
observándole con gran indignación; y también con alarma y desconfianza al ver
hasta dónde llegaba la ceguera de sus dos compañeras. Vio que preparaba una
palabra corta para Emma, y que se la presentaba con un
aire de forzada seriedad. Vio que Emma la descifraba
en seguida y que la encontraba muy divertida, aunque por lo visto había algo en
ella que la obligaba a no darle su aprobación; porque le oyó decir:
-No,
por Dios, eso sí que no. Es demasiado.
Luego
oyó que Frank Churchill le decía, mirando de reojo a Jane:
-Sí,
sí, se la daré... ¿Se la doy?
Oyó
claramente que Emma se oponía vivamente entre risas.
-No,
no, no. No lo haga, eso sí que no. No debe hacerlo.
Sin
embargo, ya estaba hecho. Aquel joven tan galante que parecía amar sin sentir
emociones y elogiarse a sí mismo sin complacencia, tendió inmediatamente la
palabra a la señorita Fairfax, rogándole con una insistencia particularmente
cortés que intentara descifrarla. La desmedida curiosidad del señor Knightley
por saber qué palabra era le hizo aprovechar todas las oportunidades para mirar
de reojo, y no tardó mucho en darse cuenta de que la palabra en cuestión era Dixon.
Jane Fairfax pareció haberla
descifrado al mismo tiempo que él; desde luego a ella debía de serle más fácil
el acertijo, ya que penetraba en el sentido oculto que poseían aquellas cinco
letras dispuestas de aquel modo. Evidentemente quedó muy contrariada; levantó
los ojos, y al ver que la miraban se ruborizó más de lo que antes había observado
el señor Knightley; se limitó a decir:
-No
sabía que también valían los nombres propios.
Apartó
las letras con enojo y pareció decidida a no intentar descifrar ninguna otra
palabra que le propusieran. Volvió el rostro de los que le habían dirigido
aquel ataque, y miró hacia su tía.
-Sí,
sí, querida, tienes mucha razón -exclamó ésta antes de que Jane tuviera tiempo de decir nada-. Precisamente
ahora mismo lo iba a decir. Sí, sí, ya es hora de que nos vayamos. Está
anocheciendo y la abuelita nos espera. Es usted muy amable, pero tenemos que decirle
adiós.
La
rapidez con que se levantó Jane
demostró que tenía
tanta prisa por irse como su tía había imaginado. Inmediatamente se puso de pie
y abandonó la mesa; pero fueron tantos los que se levantaron también que se
produjo una cierta confusión; y el señor Knightley creyó ver que alguien
empujaba ansiosamente hacia la muchacha otra serie de letras, que ella apartó
con un ademán brusco antes de mirarlas. Luego buscó su chal... Frank Churchill le ayudaba a buscarlo... Iba oscureciendo y
en la sala había una gran confusión; el señor Knightley no hubiera podido
decir cómo se despidieron.
Él,
una vez se hubieron ido los demás, se quedó en Hartfield muy preocupado por
todo lo que había visto; tan preocupado que, cuando se encendieron las velas,
como para crear un ambiente propicio a las confidencias, pensó que debía... sí,
que debía, sin ningún género de dudas, como amigo, como amigo leal... insinuar
algo a Emma, hacerle alguna pregunta. No era
capaz de verla en una situación de peligro como aquella sin tratar de
defenderla. Era su deber.
-Por
favor, Emma -dijo-, ¿puedo preguntar en qué
consistía la gracia, la malicia, de la última palabra que les han dado a usted
y a la señorita Fairfax para descifrar? He visto la palabra, y tengo curiosidad
por saber por qué ha sido tan divertida para la una y tan poco divertida para
la otra.
Emma quedó muy turbada. No podía ni
pensar en darle la verdadera explicación; pues aunque estaba lejos de haber
visto disipadas sus sospechas, se sentía realmente avergonzada de haberlas
comunicado a alguien.
-¡Oh! -exclamó visiblemente
nerviosa-. No quería decir nada. Una simple broma entre nosotros.
-Una
broma -replicó él gravemente- que sólo les hizo a gracia a usted y al señor Churchill.
Él
esperaba tener una respuesta, pero no la obtuvo. Emma prefería hacer cualquier otra cosa menos hablar. El señor Knightley
permaneció en silencio durante un rato haciendo conjeturas. Por su mente cruzó
la posibilidad de una serie de peligros. Inmiscuirse... inmiscuirse en vano.
La turbación de Emma y su reconocimiento de su intimidad
con Frank parecían ser como una confesión
de que sentía un gran interés por él. Sin embargo debía hablar. Prefería correr
el riesgo de que le tomara por un
entrometido antes de que ella pudiera salir perjudicada; prefería cualquier
cosa antes de quedarse con la mala impresión de que hubiera podido evitarle
algún mal.
-Mi
querida Emma -dijo por fin, de la manera más
afectuosa-, ¿cree usted que conoce perfectamente el grado de amistad que existe
entre el caballero y la dama de los que estamos hablando?
-¿Entre el señor Frank Churchill y la señorita Fairfax? ¡Oh sí!
Perfectamente... ¿Por qué lo pone en duda?
-¿No
ha tenido en ninguna ocasión motivos para pensar que él sentía una gran
admiración por ella o viceversa?
-¡Oh,
no, nunca, nunca! -exclamó Emma
con gran
apasionamiento-. Nunca, ni por una fracción de segundo se me ha ocurrido esta
idea. ¿Cómo es posible que se le haya ocurrido a usted?
-Últimamente
he creído ver indicios de que existía algo más que amistad entre ellos...
ciertas miradas significativas que no creo que ellos supieran que alguien iba a
interceptar.
-¡Oh, casi me hace usted reír! Me
encanta ver que también usted se permite dejar vagar su imaginación... pero se
equivoca... siento mucho tener que cortarle las alas al primer intento... pero
lo cierto es que se equivoca. Entre ellos no hay nada más que amistad, se lo
aseguro; y las apariencias que puede usted haber advertido son fruto de alguna
circunstancia especial... sentimientos de una naturaleza totalmente distinta...
es imposible explicar exactamente... es algo bastante absurdo... pero lo que
puede contarse, lo que no es absurdo del todo, no puede estar más lejos de ser
una mutua atracción o admiración. Es decir, supongo
que las cosas
son así por lo que a ella respecta;
por lo que respecta a él, estoy
segura. Yo le
respondo de que él es absolutamente indiferente.
Emma hablaba con una seguridad que
hizo vacilar al señor Knightley, con una satisfacción que le hizo callarse.
Estaba muy alegre y hubiese querido prolongar la conversación con el deseo de
enterarse de los detalles de sus sospechas, de que le describiera cada mirada,
cada uno de los pormenores y circunstancias, por los que decía sentir tanto
interés. Pero la jovialidad de ella no encontró eco en su interlocutor. El
señor Knightley se daba cuenta de que no podía ser útil, y aquella conversación
le estaba irritando demasiado. Y a fin de que su irritación no se convirtiera
en verdadera fiebre. con el fuego que las delicadas costumbres del señor
Woodhouse obligaban a que se encendiese casi todas las tardes del año, no tardó
en despedirse apresuradamente y en encaminarse hacia su fría y solitaria
Donwell Abbey.
CAPÍTULO XLII
HIGHBURY, después de haber alimentado durante largo
tiempo la esperanza de que el señor y la señora Suckling no tardarían en hacer una visita al pueblo,
tuvo que resignarse a la mortificante noticia de que no les era posible acudir
hasta el otoño. Por el momento, pues, su acervo intelectual se veía privado de
enriquecerse con una importación de novedades de aquella magnitud. Y en el
cotidiano intercambio de noticias de nuevo se vieron obligados a limitarse a
los demás temas de conversación que durante algún tiempo habían ido emparejados
al de la visita de los Suckling,
como las últimas
nuevas sobre la señora Churchill,
cuya salud parecía
ofrecer cada día aspectos diferentes, y el estado de la señora Weston, cuya
felicidad era de esperar que pudiese verse incrementada por el nacimiento de un
hijo, acontecimiento que iba también a producir gran contento entre todos sus
vecinos.
La
señora Elton se sentía muy decepcionada. Aquello representaba tener que aplazar
una gran ocasión para divertirse y para presumir. Todas sus presentaciones y
todas sus recomendaciones debían esperar, y todas las fiestas y excursiones de
las que se había hablado, por el momento quedaban en simple proyecto. Por lo
menos eso fue lo que pensó en un principio... pero después de reflexionar un
poco, se convenció de que no era preciso aplazarlo todo. ¿Por qué no podían hacer
una excursión a Box Hill aunque los Suckling aún no hubieran venido? En el otoño, cuando
ellos ya estuvieran allí, podría repetirse la excursión. Quedó, pues, decidido
que irían a Box Hill. Todo el mundo se enteró de este
plan; e incluso sugirió la idea de otro. Emma nunca
había estado en Box Hill; tenía curiosidad por ver aquello
que todos consideraban tan digno de verse, y ella y la señora Weston habían
acordado elegir alguna mañana en que hiciera buen tiempo para ir hasta aquel
lugar. Sólo se pensaba admitir en su compañía a dos o tres personas más,
cuidadosamente escogidas, y la excursión debía tener un carácter apacible,
elegante y sin ninguna pretensión, sin que pudiera compararse con el bullicio y
los aparatosos preparativos, el gran acopio de provisiones, y toda la
ostentación de las giras campestres de los Elton y los Suckling.
Esto
había quedado ya tan claro entre ellos, que Emma no pudo por menos de sentirse un poco sorprendida y un tanto
contrariada al oír decir al señor Weston que había propuesto a la señora Elton
que, puesto que su cuñado y su hermana aplazaban su visita, las dos excursiones
podían fundirse en una e ir todos juntos al mismo sitio; y que, como la señora
Elton había aceptado inmediatamente esta proposición, se había decidido hacerlo
de ese modo, si ella no tenía inconveniente. Ahora bien, como su único
inconveniente era la aversión que sentía por la señora Elton, de lo cual el
señor Weston debía de estar ya perfectamente enterado, no valía la pena
insistir más en aquello... No podía negarse sin hacerle un desaire a él, lo
cual sería dar un disgusto a su esposa; y así fue como se vio obligada a
aceptar un arreglo que hubiese querido evitar por todos los medios a su alcance;
un arreglo que probablemente la exponía incluso a la humillación de que se dijese
de ella que había asistido a la excursión de la señora Elton... Aquello la
contrariaba extraordinariamente; y el tener que resignarse a aquella aparente
sumisión dio una cierta acritud a sus íntimas opiniones acerca de la
incorregible buena voluntad que caracterizaba el temperamento del señor Weston.
-Me
alegro mucho de que apruebe mi plan -dijo él muy satisfecho-. Pero ya suponía
que lo encontraría bien. Para esas cosas se necesita mucha gente. Nunca son
demasiados. Una excursión con muchos siempre resulta divertida. Y en el fondo
la señora Elton es muy buena persona. No podíamos dejarla de lado.
Emma no le contradijo en nada, pero
en su fuero interno no podía estar más en desacuerdo con tales opiniones.
Estaban
a mediados de junio y el tiempo era excelente; y la señora Elton se
impacientaba por fijar la fecha y por acabar de ponerse de acuerdo con el señor
Weston en lo referente al pastel de pichones y al cordero frío, cuando uno de
los caballos del coche se torció una pata, dejando todos los preparativos en la
más lamentable de las incertidumbres. Antes de que el caballo pudiera volver a
utilizarse podían pasar semanas, o tal vez sólo unos pocos días, pero no podían
arriesgarse a preparar nada, y todos los planes quedaron aplazados en medio
de la desolación general. A la señora Elton le faltaron recursos para hacer
frente a aquella contrariedad.
-¿No
le parece indignante, Knightley? -exclamaba-. ¡Y con
un tiempo tan bueno para hacer excursiones! ¡Esos aplazamientos y la inseguridad!
¡Es algo odioso! ¿Qué vamos a hacer? A este paso va a pasar todo el año sin que
hagamos nada. Mire, el año pasado, antes de que llegara esta época, ya
habíamos hecho una excursión deliciosa desde Maple Grove a Kings Weston.
-Sería
mejor que hicieran la excursión a Donwell -replicó el señor Knightley-. Para eso no necesitan caballos. Vengan y comerán mis
fresas. Ya están empezando a madurar.
Si
el señor Knightley lo había dicho en broma no tardó en verse obligado a
tomárselo en serio, porque su proposición fue aceptada en el acto y con gran
entusiasmo; y los ademanes que acompañaron al «¡Oh! ¡Cuánto me gustaría!»,
fueron tan expresivos como las palabras mismas. Donwell era famoso por sus
fresales, lo cual parecía justificar el entusiasmo con que acogió la
invitación; pero no era necesario justificar nada; un campo de coles hubiera
bastado para tentar a aquella dama, que sólo estaba deseando ir a alguna parte,
fuera donde fuese. Ella le prometió una y otra vez que irían.., con más insistencia
de lo que él había supuesto... y quedó extremadamente complacida ante aquella
prueba de íntima amistad, de tan marcada deferencia, pues se empeñó en
considerarlo de este modo.
-Puede
usted contar conmigo -le dijo-. Tenga la seguridad de que iré. Fije usted mismo
la fecha, e iré a su casa. ¿No le importará que venga conmigo Jane Fairfax?
-No
puedo fijar el día -dijo él- hasta que no haya hablado con otras personas que
quisiera que viniesen con usted.
-¡Oh!
¡Déjelo todo de mi cuenta! Sólo le pido que me dé carta blanca... Deje que yo
lo organice todo, ¿eh? Es mi excursión. Yo ya llevaré amigos.
-Confío
en que lleve usted a Elton -le dijo-; pero no quiero que se tome la molestia de
buscar más invitados.
-¡Ah, qué desconfiado es usted! Pero
mire... No tiene que tener ningún miedo de delegar su autoridad en mí. No
soy una jovencita sin experiencia. Puede tener confianza en una mujer casada
como yo, ¿sabe usted? Ésta es mi excursión. Déjelo todo de mi cuenta. Yo
ya me encargaré de invitar a los demás.
-No
-replicó él calmosamente-, sólo hay una mujer casada a la que yo permitiré que
invite a quien quiera a Donwell; y esa mujer es...
-...
la señora Weston, supongo -le interrumpió la señora Elton, un poco molesta.
-No...
La señora Knightley; y mientras aún no exista, de esas cuestiones me encargo yo
mismo.
-¡Ah!
¡Qué original es usted! -exclamó satisfecha al no verse preterida por nadie-.
Tiene usted mucho sentido del humor, y todo lo que dice queda bien. Mucho
sentido del humor, sí. Bueno, pues me acompañará Jane... Jane y su tía... Los demás se los dejo para
usted... No tengo ningún inconveniente en que venga la familia de Hartfield...
Ni el menor reparo. Ya sé que tiene usted mucha amistad con ellos.
-Si
puedo convencerles, no dude usted de que vendrán; en cuanto a la señorita
Bates, antes de volver a mi casa pasaré a visitarla.
-¡Oh!
Pero es completamente innecesario; yo veo a Jane todos los días... pero como usted prefiera. Tiene que ser por la
mañana, ¿sabe usted, Knightley? Una cosa de lo más sencilla. Yo me pondré un
sombrero de alas anchas y llevaré uno de mi cestitos colgando del brazo.
Éste... probablemente este mismo, con una cinta de color rosa. Ya ve, no puede
ser más sencillo. Y Jane llevará otro igual. Quiero decir
que no será ninguna exhibición... un poco a lo gitano... Pasearemos por sus
jardines, nosotros mismos cogeremos las fresas y nos sentaremos debajo de un
árbol... y todo lo demás con lo que quiera usted obsequiarnos se sirve al aire
libre... Una mesa a la sombra, ¿sabe usted? Todo de la manera más natural y
más sencilla que sea posible. ¿No es eso lo que pensaba usted hacer?
-No,
en absoluto. Para mí, lo sencillo y lo natural es que se ponga la mesa en el
comedor. A mi entender, la naturalidad y la sencillez de los caballeros y las
damas, junto con sus criados y los muebles, se observa mejor cuando las comidas
se sirven dentro de casa. Cuando se cansen ustedes de comer fresas en el
jardín, se servirá una comida fría en el comedor.
-Bueno...
como quiera; pero que no sea muy ostentoso. Y, dicho sea de paso, si cree usted
que mi ama de llaves o yo podemos serle de alguna utilidad... Dígalo con toda
sinceridad, Knightley. Si quiere que hable con la señora Hodges o que me cuide
de algo...
-Muchas
gracias, pero no hace ninguna falta.
-Bueno...
pero si surge alguna dificultad mi ama de llaves es una mujer muy dispuesta.
-Tengo
la seguridad de que la mía se considera tan dispuesta como la que más, y de que
rechazaría la ayuda de cualquier otra persona.
-Me
gustaría que tuviéramos borricos. Todas nosotras podríamos ir montadas en
borriquillos, Jane, la señorita Bates y yo... y mi caro
sposo, andando a mi lado. Sí, sí, tengo
que hablar con él para que compre un borrico. Viviendo en el campo, me parece
una cosa muy necesaria; porque, aunque una mujer tenga muchos recursos, no es posible que se quede siempre encerrada en
casa; y, ya sabe usted, para dar paseos largos... en verano hay polvo, y en
invierno todo es barro.
-En
el camino de Highbury a Donwell no encontrará usted ni una cosa ni otra. Es un
camino en el que nunca hay polvo, y ahora no puede estar más seco. De todas
maneras, si lo prefiere venga montada en un borrico. Puede pedirlo prestado a
la señora Cole. Quisiera que todo fuera tan a su
gusto como fuese posible.
-¡Ah,
de eso sí que estoy segura! No crea que no sé apreciar sus cualidades, mi buen
amigo. Ya sé que bajo esa especie de sequedad y de modales un poco bruscos,
oculta usted un gran corazón. Como le digo siempre al señor E., tiene usted un
gran sentido del humor... Sí, sí, créame, Knightley, me doy perfectamente
cuenta de la deferencia que ha tenido conmigo al imaginar todo ese plan. Ha
elegido usted la cosa que más me complace.
El
señor Knightley tenía otro motivo para negarse a que se sacara una mesa al aire
libre, a la sombra de un árbol. Deseaba convencer al señor Woodhouse para que
aceptase su invitación junto con Emma, y sabía
que era darle un disgusto permitir que delante de él alguien ' se pusiera a
comer al aire libre. Ni siquiera con la excusa de hacer un poco de ejercicio
matinal y de pasar un par de horas en Donwell, el señor Woodhouse se sentiría
tentado a ser testigo de una imprudencia semejante.
Se
le invitó, pues, de buena fe. Sin que se le reservaran penosos espectáculos
que le hubieran hecho arrepentirse de su ingenua
credulidad. Y aceptó. Hacía dos años que no había estado en Donwell.
-Una
mañana que haga buen tiempo podemos llegamos hasta allí con Emma y Harriet. Yo me
quedo sentado charlando tranquilamente con la señora Weston, mientras ellas dan
un paseo por los jardines. No creo que haya mucha humedad a esas horas del
mediodía. Me gustaría mucho volver a ver aquella casa, y charlar con el señor y
la señora Elton y otros amigos... No tengo ningún inconveniente en ir con Emma y Harriet, con
tal de que sea una mañana en que haga un tiempo muy bueno... El señor Knightley
ha tenido una gran idea al invitarnos... es muy amable de su parte... es una
gran persona... Y es mucho mejor así que no comer al aire libre... No me gustan
las comidas al aire libre.
El
señor Knightley tuvo la buena suerte de que todo el mundo aceptara con gran
entusiasmo su ofrecimiento. La invitación fue tan bien acogida por todos que
parecía como si, al igual que la señora Elton, cada cual considerase el plan
como una especial deferencia que se tenía con ellos... Emma y Harriet esperaban pasar un día muy divertido;
y el señor Weston, sin que se lo pidieran, prometió hacer todo lo posible para
que Frank pudiese también acompañarles;
una demostración de agrado y de gratitud que hubiese podido ahorrarse... ya que
entonces el señor Knightley se vio obligado a decir que se alegraría mucho de
que pudiera venir; y el señor Weston se comprometió a escribirle sin pérdida
de tiempo, y a no escatimar argumentos para convencerle para que viniese.
Entretanto,
el caballo cojo había sanado tan aprisa que volvió a pensarse jubilosamente en
la excursión a Box Hill; y por fin se fijó la ida a
Donwell para un día, y la excursión de Box Hill para
el siguiente... ya que el buen tiempo parecía ya estable.
En
una luminosa mañana de sol, casi de pleno verano, el señor Woodhouse se
trasladó cómodamente en su coche con una ventanilla bajada, hasta Donwell Abbey; allí, en una de las habitaciones más
confortables, especialmente acondicionada para él con el fuego de la chimenea
que había estado encendido durante toda la mañana, se arrellanó en un sillón,
y feliz y tranquilo, se dispuso a charlar complacidamente de la hazaña que
había llevado a cabo, y a aconsejar a todos que fueran a sentarse con él y que
no se acaloraran demasiado... La señora Weston, que parecía haber ido andando
con el único objeto de cansarse y estar con él durante todo el tiempo, se quedó
a hacerle compañía como la más cordial y pacienzuda de sus oyentes, mientras
los demás se dejaban convencer para salir al aire libre.
Hacía
tanto tiempo que Emma no había estado en la Abadía,
que tan pronto como se convenció de que su padre se hallaba plenamente a su
gusto, no tuvo reparo en dejarle y en dar una vuelta
por allí; ansiosa de refrescar su memoria y corregir los errores de sus
recuerdos, fijándose con más atención en cada detalle, formándose una idea más
exacta de una casa y de unas tierras que tan íntimamente ligadas iban a estar
para siempre a ella y a toda su familia.
Sentía
todo el justo orgullo y la complacencia que su parentesco con el actual y el
futuro propietario de Donwell podían permitirle, mientras contemplaba las
considerables dimensiones y el estilo de la construcción de la casa, su
característica situación tan ventajosa, en un terreno bajo y bien
resguardado... sus amplios jardines que descendían hasta unos prados regados
por un arroyuelo que, desde la Abadía, debido a la típica indiferencia que se
sentía en otros tiempos por las buenas vistas, apenas se divisaban... y su
abundancia de árboles formando hileras y avenidas, árboles que ni las modas ni
la extravagancia habían logrado hacer cortar... La casa era mayor que la de
Hartfield y totalmente distinta; ocupaba una gran extensión de terreno de forma
irregular, y contenía muchas estancias cómodas y una o dos realmente
magníficas... Era exactamente lo que debía ser, y parecía lo que era... Emma contemplándola sentía crecer el respeto que
sentía por ella, como la casa solariega de una familia de auténtico abolengo,
intachable tanto desde el punto de vista de la sangre como desde el de la
inteligencia. John Knightley tenía ciertos defectos
de carácter; pero al casarse con él Isabella había
hecho una boda excepcionalmente buena. Ni el apellido, ni la familia, ni los
bienes de ella desmerecían al lado de los de su marido. Éstos eran pensamientos
agradables, y Emma mientras paseaba iba
paladeándolos hasta que le fue necesario imitar a los demás e ir a reunirse con
ellos en los fresales... Allí se habían reunido todos, exceptuando a Frank Churchill, que se esperaba llegase de Richmond de un momento a otro; y la señora Elton, agresivamente feliz, con su
sombrero ancho y su cestita, abría la marcha, sin consentir que se pensara ni
hablara de otra cosa que no fueran fresas, y sólo fresas... «Es la fruta mejor
que se cría en Inglaterra... la que prefiere todo el mundo... siempre sienta
bien... éstos son los mejores fresales... las fresas de mejor clase... es
delicioso cogerlas una misma... es la única manera de disfrutarlas de veras...
desde luego la mañana es la mejor hora... nunca me cansan... todas las clases
son buenas... pero la hautboy es infinitamente superior a las demás...
no pueden compararse... las demás apenas son comestibles... pero hay muy pocas
hautboy... prefieren las de Chile... las blancas son las que tienen más
perfume a bosque... el precio de las fresas en Londres... abundan en la región
de Bristol... Maple Grove... cultivos... fresales cuando
tienen que renovarse... los jardineros opinan todo lo contrario... no hay una
norma general... a los jardineros no hay quien les haga cambiar de costumbre...
una fruta deliciosa... lástima que sea demasiado dulce para poder comer
muchas... no son tan buenas como las cerezas... las grosellas son más
refrescantes... el único inconveniente de coger fresas es que hay que
agacharse... el sol pica mucho... estoy cansadísima... ya no puedo más... tengo
que ir a sentarme a la sombra.»
Durante
media hora ésta fue la conversación... interrumpida sólo una vez por la señora
Weston que salió, preocupada por su hijastro, para preguntar si ya había
llegado... Estaba un poco inquieta... Tenía miedo de que le hubiera ocurrido
algo con el caballo.
Se
encontraban lugares adecuados para sentarse a la sombra; y Emma se vio obligada a oír lo que hablaban la
señora Elton y Jane Fairfax... Un empleo, un
magnífico empleo, era el tema de la conversación. La señora Elton se había
enterado de él aquella mañana, y estaba entusiasmada. No era con la señora Suckling, no era con la señora Bragge, pero era una
casa casi tan digna y conveniente como en cualquiera de las otras dos; se
trataba de una prima de la señora Bragge, una amiga de la señora Suckling, una señora muy conocida en Maple Grove. Agradabilísima, encantadora, alta posición,
gran mundo, distinción, buena sociedad, todo... y la señora Elton deseaba ardientemente
que el ofrecimiento se aceptara sin perder ni un segundo... Se mostraba exultante, enérgica, triunfal... y se negó en redondo a
aceptar la negativa de su amiga, a pesar de que la señorita Fairfax seguía
asegurándole que por el momento no quería comprometerse con nadie, repitiéndole
los mismos motivos que ya le había dado en otras ocasiones... Pero la señora El
ton seguía insistiendo para que se le autorizara para escribir al día siguiente
mismo aceptando el ofrecimiento... Emma se mara villaba de que Jane pudiese soportar todo aquello... Se la notaba molesta y hablaba en un
tono casi agresivo... Hasta que por fin, con una decisión que no era habitual
en ella, propuso que se fueran de allí.
-¿Y
si diéramos un paseo? El señor Knightley podría enseñarnos los jardines...
todos los jardines... Me gustaría verlo todo...
La
terquedad de su amiga parecía superior a lo que ella podía soportar.
Hacía
calor; y después de pasear un rato por los jardines, todos desperdigados, sin
que apenas hubieran grupos de tres, insensiblemente uno tras otro fueron
acercándose a la deliciosa sombra de una ancha y corta avenida de limeros, que,
extendiéndose más allá del jardín y a medio camino del río, parecía marcar el
límite de los terrenos destinados al recreo... No conducía a ninguna parte; y
terminaba en un muro de piedra bajo, con altos pilares, que parecía destinado
a anunciar la proximidad de la casa, que nunca había estado allí. Sin embargo,
aunque el gusto de quien lo había construido era discutible, no dejaba de
constituir un paseo encantador, y el panorama que se disfrutaba desde allí era
extraordinariamente sugestivo... La considerable cuesta casi al pie de la cual
se hallaba la Abadía iba haciéndose cada vez más abrupta a medida que se iba
alejando de sus tierras; y a una media milla de distancia había una ribera de
impresionante aspecto, considerablemente escarpada y bien cubierta de árboles;
y debajo, en una situación muy favorable y bien resguardada, se elevaba la
granja de Abbey-Mill, ante la cual se extendían unos prados, y que el río
abrazaba formando un bello y pronunciado recodo.
Era
una vista preciosa... que halagaba los ojos y el espíritu. Verdor inglés,
civilización inglesa, bienestar inglés, bajo un luminoso sol no demasiado
agobiante.
En
este paseo Emma y la señora Weston encontraron
reunidos a todos los demás; y al fondo de la avenida, la joven distinguió
inmediatamente al señor Knightley y a Harriet, delante
de los demás, encabezando la marcha. ¡El señor Knightley y Harriet! ¡Un singular tête-à-tête! Pero se alegró de verlo; en otro tiempo él
hubiera desdeñado su compañía y se la hubiese quitado de encima con pocos
cumplidos. Ahora parecían disfrutar de una agradable conversación. También en
otro tiempo a Emma le hubiese preocupado ver a Harriet
en un lugar que favorecía tanto sus recuerdos de Abbey-Mill Farm; pero ahora ya no lo temía. No había peligro
en que contemplara todas sus muestras de prosperidad y de belleza, sus ricos
pastos, sus rebaños diseminados, su huerta floreciente y la leve columna de
humo que ascendía hasta el cielo. Fue a reunirse con ellos junto al muro y les
encontró más atentos a la conversación que a la vista que se disfrutaba desde
allí. Él estaba informando a Harriet sobre
cuestiones de agricultura, etc., y Emma recibió
una sonrisa que parecía querer decir: «Esto es lo mío. Tengo derecho a hablar
de esas cosas sin que se sospeche que estoy favoreciendo la causa de Robert Martin...» Ella no sospechaba tal cosa. Era
una historia demasiado vieja. Probablemente Robert Martin ya había dejado de pensar en Harriet... Juntos dieron varias vueltas por el paseo...
La sombra era un consuelo refrescante, y Emma pensó que
aquéllos eran los momentos más agradables del día.
Luego
se dirigieron hacia la casa, donde todos debían reunirse para comer; se
aposentaron en el interior y Frank Churchill seguía
sin llegar. La señora Weston salía una y otra vez para vigilar el camino, pero
en vano. Su esposo no quería reconocer que estaba intranquilo y se reía de sus
temores; pero ella no podía por menos de formular el deseo de que no hubiese
venido en su yegua negra. El joven les había asegurado con
toda certeza que iría... Su tía había mejorado tanto que no tenía la menor duda
de que conseguiría el permiso para irse... Pero como muchos recordaron a su
madrastra, el estado de salud de la señora Churchill era propicio a cualquier variación inesperada
que podía frustrar las más razonables esperanzas de su sobrino... y por fin
convencieron a la señora Weston de que pensara, o al menos dijera, que no había
podido acudir debido a alguna súbita indisposición de la señora Churchill... Mientras se discutía este asunto, Emma no perdía de vista a Harriet; pero la muchacha parecía indiferente y no
delataba ninguna emoción.
Una
vez terminada la comida fría, todos volvieron a salir para visitar lo que aún
les faltaba por ver, los estanques de la antigua abadía; o tal vez llegar
hasta el prado de los tréboles, que iba a empezar a guadañarse al día
siguiente, o, en cualquier caso, tener el placer de acalorarse, para poder
refrescarse luego... El señor Woodhouse, que ya había dado una pequeña vuelta
por la parte más alta de los jardines, en donde ni siquiera él tuvo la
sensación de notar la humedad del río, ya no volvió a moverse; y su hija
decidió quedarse a hacerle compañía para que la señora Weston aceptara salir
con su marido, hacer un poco de ejercicio y tener la distracción que su estado
de ánimo parecía necesitar en aquellos momentos.
El
señor Knightley había hecho todo lo posible para que el señor Woodhouse no se
aburriera. Libros de grabados, cajones de medallas, camafeos, corales, conchas
y todas las demás colecciones familiares que había en la casa, se sacaron para
que su viejo amigo se distrajese durante la mañana; y su solicitud obtuvo el
resultado deseado. El señor Woodhouse había estado muy entretenido. La señora
Weston había estado enseñándoselo todo, y ahora él se lo enseñaría a Emma; por fortuna el buen señor sólo se parecía a
los niños en su total falta de criterio para apreciar lo que veía, pues era
lento, constante y metódico... Sin embargo, antes de que empezara este repaso Emma salió al vestíbulo para contemplar por unos
momentos con toda tranquilidad la entrada de la casa y las tierras inmediatas
a ella, pero apenas estuvo allí apareció Jane Fairfax,
que venía del jardín a grandes pasos como si huyera de alguien... Como no
esperaba encontrar tan pronto a la señorita Woodhouse, al principio se
sobresaltó un poco; pero precisamente la señorita Woodhouse era la persona a
quien andaba buscando.
-Por
favor -dijo-, ¿será tan amable de decirles, cuando me echen de menos, que me he
ido a casa? Me voy ahora mismo... Mi tía no se da cuenta de lo tarde que es y
de que hace ya demasiado tiempo que estamos ausentes... Pero estoy segura de
que mi abuela nos echará de menos y prefiero irme ahora mismo. No he dicho nada
a nadie. Sería ocasionarles molestias y hacer que se preocuparan. Unos han ido
a ver los estanques y otros están en el paseo de los limeros. Hasta que vuelvan
no me echarán de menos, y entonces, ¿tendrá usted la bondad de decirles que me
he ido?
-Desde
luego, si es eso lo que desea; pero... no va a volver a Highbury andando y sola.
-Sí...
no hay ningún peligro; yo ando de prisa; en veinte minutos estoy en mi casa.
-Pero,
por Dios, es demasiado lejos para ir andando completamente sola. Puede
acompañarle el criado de mi padre... Voy a mandar que preparen el coche. En
cinco minutos está listo.
-Gra cias, muchas gracias... Pero no vale la pena... Prefiero ir andando... Y no
voy a tener miedo a ir sola... ¡Yo que tan pronto tendré que vigilar y proteger
a otros!
Hablaba
con gran agitación, y Emma le respondió con afecto:
-Eso
no justifica el que ahora se exponga a un peligro. Voy a hacer que preparen el
coche. Incluso el calor puede perjudicarla... Ya está cansada...
-Sí...
-respondió ella-, sí, estoy cansada; pero no es la clase de cansancio... Andar
aprisa me sentará bien... Señorita Woodhouse, todos sabemos lo que es estar a
veces cansado de espíritu. Y confieso que ahora mis ánimos están agotados. El
mayor favor que puede hacerme es dejar que me vaya sola y sólo decir que me he
ido cuando sea necesario.
Emma no podía decirle nada más. Se
hacía cargo de lo que le ocurría; e identificándose con
sus sentimientos, le instó a que abandonara la casa inmediatamente, y con el
celo de una amiga le ayudó a salir sin ser vista. Al despedirse Jane le miró con gratitud, y las palabras que
pronunció, «¡Oh, señorita Woodhouse! A veces, ¡qué con, suelo poder estar
sola!», parecían brotar de un corazón atribulado y expresar algo de la continua
tensión en que se hallaba, incluso entre las personas que más la querían.
«¡Con una casa como aquélla! ¡Y con
aquella tía! -se dijo Emma, mientras volvía a entrar en el
vestíbulo-. Te compadezco. Y cuanta más sensibilidad muestras para todos estos
horrores, más cariño te tengo.»
Apenas
hacía un cuarto de hora que Jane
se había ido y que
padre e hija no habían hecho más que ver unas cuantas vistas de la plaza de San
Marco s de Venecia cuando Frank Churchill entró en la estancia. Emma no había estado pensando en él, se había olvidado de pensar en él...
pero se alegró mucho al verle. La señora Weston se tranquilizaría. La yegua
negra no tenía la culpa de nada; habían tenido razón al suponer que la señora Churchill había sido el motivo. Se había retrasado
debido a un empeoramiento temporal de su salud; un ataque de nervios que había
durado varias horas... y el joven abandonó la idea de su partida hasta muy
tarde; y, según dijo, de haber previsto el calor que le esperaba durante el
camino, y que a pesar de todas sus prisas iba a llegar tan tarde, no hubiese
venido. Había pasado un calor horroroso... nunca había tenido tanto... casi
había deseado haberse quedado en casa... el calor era lo que más le
incomodaba... era capaz de resistir todo el frío del mundo... pero el calor no
podía sufrirlo... Y se sentó a la mayor distancia posible de los rescoldos del
fuego de la chimenea del señor Woodhouse con un aspecto realmente lamentable.
-Si
no hace ejercicio -dijo Emma-
en seguida se le
pasará el calor.
-Apenas
se me haya pasado el calor tendré que regresar. Podía ahorrarme perfectamente
el venir... pero se empeñaron tanto... Supongo que ya no tardarán mucho en
irse. Ya deben de estar despidiéndose. Al venir encontré a alguien que
se iba... ¡Qué locura con ese tiempo! ¡Hay que estar loco de remate!
Emma le escuchaba, le miraba y no
tardó en darse cuenta de que el estado de ánimo de Frank Churchill podía definirse con la expresiva frase de
que estaba de un humor de perros. Hay personas que cuando tienen calor son
intratables. Y él debía de ser una de ésas; y como sabía que comer y beber a
menudo alivian esos estados accidentales de mal humor, le recomendó que tomara algo; en el comedor encontraría abundancia de
todo... y le señaló afectuosamente la puerta.
-No,
no quiero comer; no tengo apetito. Aún tendría más calor.
Sin
embargo, al cabo de dos minutos empezó a pasársele el enfado, y murmurando
entre dientes algo sobre la cerveza pruche salió de la estancia. Emma volvió a dedicar toda la atención a su padre,
diciendo para sus adentros:
«Me
alegro de no estar enamorada de él. No me gustan los hombres que se ponen de
mal humor porque una mañana se acaloran. Harriet tiene
un carácter más suave y no le preocupan esas cosas.»
Tardó
el tiempo más que suficiente para haber hecho una comida considerable, y
regresó mucho mejor... ya sin acaloramiento... y con buenos modales, como era costumbre
en él... capaz de acercar una silla a donde ellos se encontraban e interesarse
por lo que estaban haciendo; y lamentarse de un modo más razonable que fuera
tan tarde. No estaba de muy buen humor, pero parecía hacer esfuerzos por
estarlo; y por fin consiguió hablar de naderías de un modo muy agradable.
Estaban contemplando unas vistas de Suiza.
-Tan
pronto como mi tía se reponga me iré al extranjero -dijo-. No me quedaré
tranquilo hasta haber visto algunos de estos lugares. Un día u otro ya verán
mis dibujos... o podrán leer la historia de mis viajes, o mi poema. Haré algo y
se hablará de mí.
-Es
muy posible... pero no por sus dibujos de Suiza. Usted nunca irá a Suiza. Sus
tíos nunca le dejarán salir de Inglaterra.
-A
lo mejor se ven obligados a salir ellos también. A mi tía pueden recomendarle
un clima cálido. No dejo de tener esperanzas de que todos nos vayamos al
extranjero. Le aseguro que yo sí iré. Esta mañana estoy firmemente convencido
de que no tardaré mucho en salir del país. Tengo que viajar. Estoy cansado de
no hacer nada. Necesito un cambio. Le hablo seriamente, señorita Woodhouse...
no sé lo que se están imaginando sus penetrantes ojos, pero... estoy harto de
Inglaterra... si pudiera me iría mañana mismo.
-Usted
está harto de dinero y de comodidades. ¿No puede inventarse algún trabajo y
contentarse con quedarse aquí?
-¿Harto
de dinero y de comodidades? ¿Yo? Se equivoca usted del todo. No me
considero una persona con dinero ni con comodidades. En el aspecto material me
sale mal todo. No creo ser una persona afortunada.
-Sin
embargo, ya no es usted tan desgraciado como cuando llegó. Vaya a comer y a
beber un poco más y se sentirá perfectamente. Otra tajada de carne fría, otro
vaso de vino de Madera con un poco de agua y se sentirá usted casi tan bien
como el resto de nosotros.
-No...
prefiero no moverme... Me quedo al lado de usted. Usted es mi mejor medicina.
-Mañana
vamos a Box Hill; vendrá usted, supongo... No es Suiza, pero para un joven que
desea tanto cambiar, algo es algo. ¿Se quedará usted y vendrá con nosotros?
-No,
desde luego que no; regresaré a casa con el fresco de la tarde.
-Pero
puede volver a venir mañana, con el fresco de las primeras horas.
-No...
no valdría la pena. Si vengo estaré de mal humor.
-Entonces,
por favor, quédese en Richmond.
-Pero
si me quedo aún estaré de peor humor. No puedo sufrir el pensar que todos
ustedes estarán allí sin mí.
-Éstos
son problemas que debe usted resolver por sí mismo. Elija su grado de mal
humor. Yo ya no volveré a insistir.
El
resto de los invitados empezaba a regresar, y pronto estuvieron todos reunidos.
Algunos se alegraron mucho de ver a Frank Churchill; otros
manifestaron menos entusiasmo; pero cuando se explicó la desaparición de la
señorita Fairfax las lamentaciones fueron generales; ya era hora de que todos
se fueran cuando cesaron los comentarios; y después de ponerse rápidamente de
acuerdo sobre el plan del día siguiente, cada cual se fue por su lado. La
contrariedad de Frank
Churchill al
sentirse excluido de todo aquello fue en aumento, hasta el punto de que sus
últimas palabras a Emma fueron:
-Bueno...
si quiere usted que me quede y mañana vaya con los demás, me quedaré.
Ella
le sonrió en señal de asentimiento; y sólo una orden de Richmond hubiese podido hacerle regresar con sus tíos
antes de la tarde del día siguiente.
CAPÍTULO XLIII
TUVIERON muy buen día para ir a Box Hill; y
todas las circunstancias externas de preparativos, comodidad y puntualidad parecían
anunciar una excursión muy agradable. El señor Weston fue el organizador, el
intermediario entre Hartfield y la Vicaría, y todo el mundo llegó a su debido
tiempo. Emma y Harriet iban juntas; la señorita Bates y su sobrina
con los Elton; los hombres iban a caballo. La señora Weston se quedó con el
señor Woodhouse. Sólo faltaba que una vez allí disfrutaran del día;
recorrieron siete millas con la esperanza de divertirse, y al llegar hubo como
un estallido general de entusiasmo; pero en conjunto, el balance del día dejó mucho
que desear. Hubo una apatía, una falta de animación, una falta de unión que no
pudieron superarse. En seguida se formaron grupos independientes. Los Elton
paseaban juntos; el señor Knightley cuidaba de la señorita Bates y de Jane; y Emma y Harriet pertenecían a Frank Churchill. Y el señor Weston intentaba en vano conseguir
que hubiese más armonía entre ellos. Al principio, la división en grupos
parecía casual, pero de hecho no se alteró en ningún momento. Lo cierto es que
el señor y la señora Elton no parecían muy dispuestos a alternar con los demás
ni a mostrarse todo lo agradables que podían; pero durante las dos horas
completas que pasaron en la colina reinó un espíritu tal de separación entre
los demás grupos, demasiado fuerte para ser superado por ninguna buena intención,
ninguna comida fría, ningún efusivo señor Weston.
Al
principio Emma se aburría muchísimo. Jamás
había visto a Frank Churchill
tan callado y tan
torpe. No decía nada digno de oírse... miraba sin ver... se admiraba sin ningún
motivo... la oía sin saber lo que le decía. Y cuando él estaba tan apagado no
era de extrañar que Harriet lo estuviese aún más, y en
conjunto los dos resultaban insufribles.
Cuando
se sentaron todos juntos la cosa fue un poco mejor; para el gusto de ella,
mucho mejor, ya que Frank
Churchill se volvió
más comunicativo y alegre, dedicándole toda suerte de atenciones; todas las
atenciones que podía tener, las tuvo para con Emma. Divertirla y serle agradable parecía ser lo único que se proponía...
y Emma, halagada, sin lamentar el que la
adulasen un poco, se mostraba también alegre y espontánea, le alentaba
amistosamente permitiéndole ser galante, tal como se lo había permitido en el
primer y más emocionante período de su amistad; todo lo cual, sin embargo, en
aquellos momentos para ella no significaba nada, aunque en la opinión de la
mayoría de los que les miraban debía parecer algo para lo cual, en nuestra
lengua sólo existe una palabra propia y adecuada: coqueteo. «La señorita
Woodhouse coquetea mucho con el señor Frank Churchill.» Ellos
mismos daban pie a que se pronunciara esta frase... y a que se escribiera en
una carta que una de aquellas damas iba a enviar a Maple Grove y otra a Irlanda. No es que Emma se sintiese alegre y rehuyera pensar en una
felicidad real; más bien era debido a que se sentía menos feliz de lo que había
esperado. Se reía porque estaba decepcionada; y aunque agradecía al joven sus
cumplidos, y los consideraba, tanto si eran fruto de la amistad, como de la
admiración, como de un simple discreteo, como muy correctos, no conseguían
ganar terreno en su corazón. Emma seguía
proponiéndose tenerle sólo por amigo.
-No
sabe la gratitud que le debo -decía él- por haber insistido en que viniera hoy.
De no haber sido por usted, me hubiese perdido una excursión tan magnífica como
ésta. Yo estaba completamente decidido a volver a casa ayer mismo.
-Sí,
estaba de muy mal humor; y no sé exactamente por qué, si es que no era por
haber llegado demasiado tarde para las mejores fresas. Fui una amiga más amable
de lo que merecía. Claro que usted fue humilde. Y me rogó mucho que le ordenara
venir.
-No
diga que estaba de mal humor, no es cierto. Estaba cansado. El calor puede
conmigo.
-Pues
hoy hace más calor.
-Yo
no lo siento tanto. Hoy me encuentro muy a gusto. -Se encuentra a gusto porque
obedece órdenes. -¿órdenes de usted? Sí.
-Quizás
era eso lo que esperaba que me dijera, pero me refería a órdenes que se daba
usted mismo. Podría decirse que ayer perdió los estribos y perdió el dominio de
sí mismo; hoy ha vuelto a recobrar este dominio... y como yo no puedo estar
siempre a su lado es preferible que dependa usted de las órdenes que se dé
usted mismo que no de las mías.
-Viene
a ser lo mismo. Yo no puedo dominarme a mí mismo sin un motivo. Usted me da
órdenes, tanto si habla como si no dice nada. Y usted puede estar siempre a mi
lado. Siempre está usted conmigo.
-Desde
las tres de la tarde de ayer. Mi influencia perpetua no debía haber empezado
antes, de lo contrario no se hubiera puesto usted de tan mal humor antes de
esta hora.
-¡Las
tres de la tarde de ayer! Para usted tal vez sea éste el principio. Yo creía
que la había visto por vez primera en el mes de febrero.
-Realmente
no hay modo de contestar a sus galanterías. Pero... -bajando la voz- nosotros
somos los únicos que hablamos, y quizá sea demasiado estar diciendo tonterías
para divertir a siete personas silenciosas.
-¡Yo
no me avergüenzo de nada de lo que he dicho! -replicó él con desenfadada
viveza-. Yo la vi por primera vez en el mes de febrero. Y ya pueden oírme todos
los de la colina. Y que el eco de mi voz llegue por una parte a Mickleham y por
otra a Dorking. La vi por primera vez en el mes
de febrero. -Y luego, en un susurro-: Nuestros compañeros están medio dormidos.
¿Qué vamos a hacer para despertarles? Cualquier tontería servirá. Vamos a
hacerles hablar. ¡Señoras y caballeros! La señorita Woodhouse, que en cualquier
parte en que se encuentre es siempre la reina, me ha ordenado que les diga que
desea saber en qué están pensando.
Unos
rieron y contestaron de buen humor; la señorita Bates habló, y no poco; la
señora Elton dio un respingo al oír lo de que la señorita Woodhouse era la
reina; la respuesta más coherente fue la que dio el señor Knightley:
-¿Está
segura la señorita Woodhouse de que le gustaría enterarse de todo lo que
estamos pensando?
-¡Oh,
no, no! -exclamó Emma riendo y aparentando toda la
despreocupación de que fue capaz-. Por nada del mundo quisiera saberlo. En
estos momentos es la cosa que menos deseo. Cuéntenme cualquier cosa menos lo
que están pensando. No me refiero a todos los presentes. Quizás haya uno o dos
-mirando primero al señor Weston y luego a Harriet- cuyos pensamientos no tendría ningún miedo en
conocer.
-Eso
es algo -exclamó enfáticamente la señora Elton- que no me hubiese creído con
derecho a pedir. Aunque, claro está, que siendo la señora de más respeto de las
que estamos aquí... nunca había ido a ninguna excursión... en el campo...
señoritas... señoras casadas...
Refunfuñaba
dirigiéndose fundamentalmente a su marido; y éste murmuró en contestación:
-Cierto,
querida, tienes toda la razón; sí, sí, es exactamente como tú dices... yo nunca
había oído... pero siempre hay jóvenes que se atreven. Es mejor considerarlo
como una broma. Todo el mundo sabe el respeto que se te debe.
-Eso
no sirve -musitó Frank al oído de Emma-, la mayoría se ha ofendido. Les atacaré con más malicia. ¡Señoras y
caballeros! La señorita Woodhouse me ordena decirles que renuncia a su derecho
de saber exactamente todo lo que están pensando, y sólo les pide que cada uno
de ustedes diga algo divertido, sea lo que sea. Ustedes son siete, sin contarme
a mí (que, modestia aparte, ya estoy diciendo algo divertido), y ella sólo pide
que cada uno de ustedes diga una cosa muy ingeniosa en verso o en prosa, como
quieran, original o imitado de alguien, o diga dos cosas más o menos
ingeniosas o tres cosas muy aburridas, y se compromete a reírse con toda su
alma de todo lo que se diga.
-¡Oh,
espléndido! -exclamó la señorita Bates-. Eso sí que no me preocupa. «Tres cosas
muy aburridas.» Eso es muy fácil para mí, ¿eh? Sólo con abrir la boca puedo
tener la seguridad de decir inmediatamente tres cosas muy aburridas, ¿verdad?
-Mirando a su alrededor como aguardando humorísticamente el asentimiento de todos-.
¿No les parece a todos ustedes que me será fácil?
Emma no pudo contenerse.
-¡Ah,
pero quizá tenga una dificultad! No sé... pero tengo la impresión de que son_
muy pocas para usted... Sólo tres a la vez.
La
señorita Bates, engañada por la ceremoniosidad burlona de su expresión, no
captó inmediatamente el significado de aquello; pero al comprenderlo, aunque no
se enojó, un leve rubor demostró que no había dejado de herirla.
-¡Ah...!
Bueno... sí, sí, desde luego. Ya entiendo lo que quiere decir -volviéndose
hacia el señor Knightley-, y haré lo posible por morderme la lengua. Debo de
hacerme muy pesada, de lo contrario Emma no habría
dicho una cosa así a una antigua amiga.
-Me
gustar su propuesta -exclamó el señor Weston-. ¡Aceptado, aceptado! Yo
haré todo lo que pueda. Estoy pensando una adivinanza. ¿Qué tal una
adivinanza?
-Bueno
-respondió su hijo-, me temo que no sea gran cosa, pero seremos indulgentes...
sobre todo con el que tenga el valor de empezar.
-No,
no -dijo Emma-, me parece muy bien. Una
adivinanza del señor Weston servirá para él y para el siguiente. Dígala, por
favor.
-A
mí mismo no me parece muy ingeniosa erijo el señor Weston-. Es demasiado fácil, pero
ahí va. ¿Cuáles son las dos letras del alfabeto que expresan la perfección?
-¿Dos
letras? ¿Que expresan la perfección? Pues no tengo ni la menor idea.
-¡Ah!
Nunca lo adivinarán. Y tú -a Emma- estoy
seguro de que nunca lo adivinarás... Bueno, te lo diré... La «em» y la «a»... Em...ma. ¿Comprenden?
A
la comprensión se unieron las felicitaciones de todos. Como muestra de ingenió
no era gran cosa, pero Emma se rió mucho y la encontró muy
de su agrado... y lo mismo Frank
y Harriet. Pero el resto de los presentes no parecieron
quedar tan complacidos; unos la escucharon imperturbables, y el señor Knightley
dijo muy serio:
-Este
ejemplo ilustra el tipo de cosas ingeniosas que se nos pide, y el señor Weston
ha salido muy airoso de la prueba; pero hubiera tenido que preguntar a todos
los demás. La perfección se ha descubierto demasiado pronto.
-¡Oh!
Por mi parte, les ruego que me excluyan del juego -dijo la señora Elton-. No
sería capaz de acertar nunca. No me gustan ni pizca esa clase de cosas. Una vez
me mandaron un acróstico con mi propio nombre que no me hizo nada feliz. Yo ya
sabía quién me lo enviaba. Un tontaina de pretendiente. Ya saben a quien me refiero
-indicando con la cabeza a su marido-. Esa dase de cosas están muy bien por
Navidad, cuando se está sentado alrededor del fuego; pero en mi opinión están
completamente fuera de lugar cuando se hace una jira campestre en verano. La
señorita Woodhouse tendrá que perdonarme. Yo no soy una de esas personas que
siempre tienen cosas ingeniosas que decir para divertir a todo el mundo. No pretendo
ser ingeniosa. A mi manera yo también tengo mucha viveza de ingenio, pero
quisiera que se me permitiera decidir cuándo tengo que hablar y cuándo prefiero
callarme. O sea que, por favor, señor Churchill, pásenos
por alto. Pásenos por alto al señor E., a Knightley, a Jane y a mí. No tenemos nada ingenioso que decir... ninguno de nosotros.
-Sí,
sí, por favor, no cuente conmigo -añadió su marido, con una especie de seriedad
burlona-. No tengo nada que decir que resulte divertido para la señorita
Woodhouse o para cualquier otra joven. Un hombre ya mayor y casado... que ya no
sirve para nada. ¿Damos un paseo, Augusta?
-Sí,
me apetece mucho. Ya estoy cansada de estar siempre en el mismo sitio. Vamos, Jane, cógeme del otro brazo.
Sin
embargo Jane declinó el ofrecimiento y marido
y mujer se alejaron paseando.
-¡He
ahí un matrimonio feliz! -dijo Frank Churchill apenas
estuvieron lo suficientemente lejos para que no le oyeran-. ¡Están hechos el
uno para el otro! Eso sí que es una gran suerte... Casarse tan acertadamente
conociéndose tan sólo de unas cuantas reuniones... Creo que en Bath sólo se trataron durante unas pocas semanas...
¡Qué suerte más extraordinaria! Porque conocer a fondo el carácter de una
persona en Bath o en cualquier otro lugar por el
estilo... no hay manera; no es posible conocerse. Sólo viendo a las mujeres en
su propio hogar, en su ambiente, donde siempre están, puede tenerse una idea
más o menos aproximada de cómo son. A falta de eso, todo lo demás es intuición
y buena suerte... y generalmente se tiene mala. ¡Cuántos hombres han
depositado demasiadas esperanzas en una amistad breve y luego lo han lamentado
durante todo el resto de su vida!
La
señorita Fairfax, que hasta entonces había hablado muy poco, excepto con sus
aliados, ahora se decidió a hablar.
-Desde
luego, esas cosas ocurren...
La
interrumpió un acceso de tos. Frank Churchill se
volvió hacia ella para escuchar.
-¿Decía
usted? -dijo muy serio.
La
joven había recobrado la voz y siguió:
-Sólo
iba a comentar que aunque esos casos tan desgraciados a veces ocurren tanto a
mujeres como a hombres, no creo que sean tan frecuentes. Una atracción rápida e
imprudente puede originar... pero en general luego hay tiempo para reflexionar.
Lo que quiero decir es que en el fondo sólo hay caracteres débiles, indecisos (cuya
felicidad estará siempre a merced del azar), que consentirán que una amistad
desafortunada sea un estorbo y una rémora para toda la vida.
Él
no contestó; seguía mirándola e inclinó la cabeza como aceptando su opinión; y
poco después dijo en un tono desenfadado:
-Bueno,
yo tengo tan poca confianza en mi criterio que confío que cuando me case alguien
me elegirá esposa por mí. ¿Acepta usted el encargo? -dijo volviéndose hacia Emma-. ¿Quiere usted elegirme esposa? Estoy seguro
de que la persona que eligiera sería de mi gusto. No sería el primer caso en mi
familia, ya lo sabe -con una sonrisa a su padre-. Busque a alguien para mí. No
tengo prisa. Aconséjela, edúquela...
-¿Tengo
que hacer que se parezca a mí?
-¡Oh,
desde luego! Si le es posible...
-Muy
bien. Acepto el encargo. Tendrá usted una esposa encantadora.
-Tiene
que ser muy alegre y tener los ojos de color avellana. Lo demás me da igual.
Pasaré un par de años en el extranjero y cuando vuelva vendré a verla para
pedirle mi esposa. Recuérdelo.
No
había peligro de que Emma lo olvidase. Era un encargo que
halagaba sus aficiones favoritas. ¿No sería Harriet aquella esposa que había descrito? Excepto en
el color de los ojos, dos años más podían convertirla exactamente en la mujer
que él deseaba. Tal vez incluso en aquellos momentos era en Harriet que él pensaba. ¡Quién sabe! Aludir a que
ella la educase parecía referirse a la muchacha...
-Bueno
-dijo Jane a su tía-, ¿qué te parece si
fuéramos a buscar a la señora Elton?
-Como
quieras, querida, me parece muy bien. Yo estoy dispuesta. Por mí ya me hubiera
ido entonces con ella, pero me da igual ir ahora. En seguida la alcanzaremos.
Allí está... no, no es ella. Es una de las señoras del coche irlandés que no se
le parece en nada... Bueno, tengo que confesarte...
Se
alejaron seguidas al cabo de medio minuto por el señor Knightley. Los únicos
que se quedaron fueron pues el señor Weston, su hijo, Emma y Harriet; y el buen humor del joven llegó
ahora a extremos casi molestos. Incluso Emma se cansó
finalmente de tantos cumplidos y halagos, y deseó pasear tranquilamente con
alguien que no fuera él, o sentarse a descansar casi sola sin que nadie se
fijara en ella, contemplando apaciblemente el hermoso panorama que tenía ante
sus ojos. La aparición de los criados que les buscaban para avisarles de que
los coches estaban a punto, más bien la alegró; y todo el bullicio de volver a
reunirse y prepararse para la marcha, y el interés de la señora Elton por que
fuera su coche el primero que trajeran, lo soportó muy bien,
pensando en la grata perspectiva de un tranquilo regreso a su casa que iba a
poner punto final a las dudosas diversiones de aquella gira campestre. No
volvería a sentirse tentada por otra excursión como aquella a la que asistiesen
tantas personas tan mal avenidas.
Mientras
esperaba su coche, vio que el señor Knightley se le acercaba para hablarle. Él
miró a su alrededor como para cerciorarse de que nadie podía oírles, y luego
dijo:
-Emma, quisiera hablar con usted una
vez más, como tengo por costumbre hacerlo: un privilegio que supongo que usted
más que permitírmelo, lo soporta, pero debo seguir usando de él. No puedo ver
que obra usted mal, sin hacerle reproches. ¿Cómo ha podido ser tan cruel con la
señorita Bates? ¿Cómo ha podido ser tan insolente con una mujer de su
carácter, de su edad y de su situación? Emma, nunca lo
hubiera creído de usted.
Emma hizo memoria, enrojeció, se
sintió apenada, pero trató de tomarlo a broma.
-Bueno,
no resistí la tentación de decirlo... Nadie la hubiera resistido. No creo que
obrase tan mal. Estoy casi convencida de que no me entendió.
-Le
aseguro que sí. Comprendió muy bien lo que quería usted decir. Luego lo ha
estado comentando. Y me hubiese gustado que hubiese podido oírla... con qué
buena fe y con qué generosidad hablaba. Me hubiera gustado que hubiese podido
oírla al elogiar la paciencia de usted al tener tantas atenciones con ella,
como siempre ha recibido de usted y de su padre, cuando su compañía debe de ser
tan fastidiosa.
-¡Oh!
-exclamó Emma-. Ya sé que es la mujer más buena
del mundo. Pero debe usted reconocer que en ella la bondad y la ridiculez van
unidas de la manera más lamentable.
-Sí
-dijo él-, reconozco que son dos cosas que en ella van unidas; y si estuviese
en buena posición no tendría gran inconveniente en que, de un modo ocasional,
la ridiculez prevaleciera sobre la bondad. Si fuese una mujer rica dejaría que
todas sus tonterías inofensivas tuviesen el comentario que merecen, y no la
regañaría a usted por haberse permitido ciertas liberta des
de expresión. Si su posición fuera igual a la suya... pero, Emma, piense que éste no es el caso ni muchísimo
menos. Es pobre; ha venido a menos y ha tenido que abandonar las comodidades
entre las que nació; y probablemente, si aún le quedan muchos años de vida,
todavía tendrá que renunciar a más cosas. En su situación es obligado que usted
la compadezca. ¡No! ¡Hizo usted muy mal, muy mal! Usted, a quien ella ha conocido
desde niña, que la ha visto crecer en una época en la que su trato honraba a
todo el mundo... que ahora sea usted la que en un, momento de ligereza y de
orgullo se ría de ella, quien la humille... y además delante de su sobrina... y
delante de otras personas, muchas de las cuales (por lo menos algunas) se
guiarán ciegamente por el modo en que usted la trate... Eso no es digno de
usted, Emma... y a mí no puede resultarme
agradable de ningún modo; pero creo que debo... sí, que debo, mientras pueda,
decirle esas verdades y tener el consuelo de saber que me he portado como un
amigo leal que le da un buen consejo, y confiar en que un día u otro se dará
usted cuenta de la razón que tengo.
Mientras
hablaban iban andando hacia el coche, que ya estaba dispuesto; y antes de que
Enema pudiera replicar él ya la había ayudado a subir; el señor Knightley
había interpretado mal los sentimientos que habían impulsado a la joven a
mantenerse con la cara vuelta y en silencio. No eran más que una mezcla de
indignación consigo misma, de mortificación y de profundo pesar. No le había
sido posible hablar; y al entrar en el coche se dejó caer en el asiento,
verdaderamente abrumada por unos instantes... luego se reprochó a sí misma no
haberse despedido, no haber reconocido la verdad de aquellas reconvenciones,
haberle dado la impresión de estar enojada; se asomó a la ventanilla con el
propósito de corregir su actitud por todos los medios; pero ya era demasiado
tarde. Él se había alejado y los caballos iniciaban la marcha. Siguió mirando
hacia atrás; pero en vano; y en seguida, con lo que le pareció una rapidez mayor
que la habitual, estuvieron ya a media cuesta de la colina y todo quedó
demasiado lejos. Emma se sentía más irritada de lo que
hubiera podido expresar con palabras... incluso más de lo que era capaz de
disimular. Nunca, en ningún momento de su vida se había sentido tan nerviosa,
tan mortificada, tan abatida. Aquella escena había sido superior a todo. La verdad
de los reproches que le habían hecho era innegable. Lo sentía de todo corazón.
¡Cómo había podido ser tan brutal, tan cruel con la señorita Bates! ¿Cómo había
podido exponerse a que los que la apreciaban formasen tan mala opinión de ella?
¿Y cómo había dejado que el señor Knightley se separase de ella sin decirle ni
una palabra de gratitud, de aceptación de sus censuras, de simple afecto?
El
tiempo no la consolaba. Cuanto más reflexionaba sobre todo aquello más
profundamente apenada se sentía. Nunca había estado tan abatida.
Afortunadamente no le era necesario hablar; a su lado sólo iba Harriet, que también parecía de mal humor, cansada y
sin ganas de hablar; y durante casi todo el camino Emma sintió que las lágrimas le corrían por el rostro, sin que ningún
suceso la obligara a reprimir aquella expansión tan poco frecuente en ella.
CAPÍTULO XLIV
DURANTE toda la tarde Emma no pudo olvidar el mal sabor de
boca que le había dejado la excursión a Box Hill. No
hubiera sabido decir cómo los demás habían considerado aquella gira. Posiblemente,
cada cual en su casa y cada cual a su modo, la recordarían con placer; pero
para ella había sido la mañana más completamente desperdiciada, más falta de
toda compensación razonable y que más deseos tenía de que se borrara de su
recuerdo de todas las de su vida. Toda una tarde de jugar al chaquete con su
padre representó la felicidad. Aquél era el mayor, el mas real de sus placeres, ya que consagraba las mejores horas de las
veinticuatro de aquel día a dar satisfacción a su padre; pensaba que, aunque no
era merecedora del profundo afecto y de la segura estima del señor Knightley,
en general su conducta tampoco merecía un reproche muy severo. Como hija
confiaba en que no dejaba de tener corazón; confiaba en que nadie podía
decirle: «¿Cómo ha podido ser usted tan cruel para con su padre? Creo que
debo... sí, que debo, mientras pueda, decirle esas verdades.» La señorita
Bates... ¡oh, no, nunca más, nunca más volvería a hacerlo! Si las atenciones
que en el futuro pudiera tener con ella hacían que se olvidase el pasado,
estaba segura de que lograría ser perdonada. A menudo se había portado mal con
ella, su conciencia ahora se lo decía. Quizá se había portado peor de
pensamiento que de hecho; había sido despectiva, poco amable. Pero no volvería
a ocurrir. En el ardor de un verdadero arrepentimiento, al día siguiente por la
mañana iría a visitarla, y aquél no sería por su parte más que el principio de
una relación regular, justa y amistosa.
Al
día siguiente seguía firme en su propósito, y salió temprano de su casa para
que nada pudiese estorbar su plan. Consideró probable que encontrase por el
camino al señor Knightley; o tal vez se presentara en casa de las Bates
mientras ella estaba de visita. No tenía ningún inconveniente. No iba a
'avergonzarse porque vieran su penitencia, tan merecida e impuesta por ella
misma. Mientras andaba su mirada no se apartó de la dirección de Donwell, pero
no le vio.
«Todas
las señoras están en casa.» Palabras que nunca le habían producido mucha alegría,
como nunca antes de entonces había penetrado por aquel corredor, ni subido
aquellas escaleras con deseos de proporcionar un placer, sino simplemente de
cumplir con una obligación, que no iba a darle ningún gusto a no ser el del
espectáculo de la ridiculez.
Mientras
se acercaba oyó que se producía un revuelo; pasos rápidos y palabras
apresuradas. Oyó la voz de la señorita Bates que daba prisas a alguien; la
sirvienta parecía asustada y confusa; le rogó que esperara un momento y luego
la hizo entrar demasiado pronto. Tía y sobrina parecieron huir a la habitación
de al lado; y Emma tuvo la visión fugaz de una Jane que daba la impresión de encontrarse muy mal;
y antes de que la puerta acabara de cerrarse oyó que la señorita Bates decía:
-Bueno,
querida, diré que te has acostado y estoy segura de que te encuentras mal para
eso.
La
pobre señora Bates, cortés y humilde como de costumbre, no parecía haber
entendido muy bien todo lo que estaba pasando.
-Temo
que Jane no se encuentre muy bien -dijo-,
pero no lo sé; ellas dicen que está bien. Creo que mi hija vendrá en
seguida, señorita Woodhouse. Coja una silla para sentarse, por favor. Si Hetty
no se hubiera ido... Yo sirvo para tan poco... ¿Ya ha encontrado la silla?
Siéntese donde usted prefiera. Seguro de que mi hija viene en seguida.
Emma deseaba ardientemente que fuera
así; por un momento tuvo miedo de que la señorita Bates no quisiera salir a
recibirla; pero la señorita Bates no tardó en aparecer.
-¡Oh,
qué alegría verla! ¡No sabe cómo se lo agradezco!
Pero
la conciencia de Emma le decía que no hablaba con la
misma afectuosa volubilidad de antes... que era menos espontánea en sus
palabras y en sus modales. Confió en que el mostrarse vivamente interesada por
la señorita Fairfax podía contribuir a restablecer la cordialidad de antes. El
efecto fue inmediato.
-¡Ah!
Señorita Woodhouse... ¡qué amable es usted! Supongo que habrá oído usted
decir... y que viene usted a consolarnos. La verdad es que yo no doy la
impresión de estar muy consolada... -enjugándose una o dos lágrimas- pero es
que es muy duro para nosotras separarnos de ella después de haberla tenido en
casa durante tanto tiempo; y ahora tiene una jaqueca tan horrible... claro que
ha estado escribiendo toda la mañana... Y cartas tan largas, ¿sabe usted?,
tenía que escribir al coronel Campbell y a la
señora Dixon... «Querida», le he dicho yo, «vas a volverte ciega»... porque
constantemente tenía los ojos llenos de lágrimas. No es de extrañar, no es de
extrañar. Es un gran cambio; y aunque haya tenido una suerte increíble... un
empleo como éste... Yo supongo que ninguna joven ha encontrado jamás una cosa
parecida la primera vez que lo intenta... No crea que somos desagradecidas,
señorita Woodhouse... Nos damos cuenta de que ha tenido muchísima suerte... -volviendo
a secarse unas lágrimas- pero... ¡pobrecilla mía...! ¡Si viera usted la jaqueca
que tiene! Cuando se tiene una pena muy grande ya sabe usted que no se puede
apreciar la buena suerte como merece... Y está tan abatida... Viéndola nadie
diría que está tan contenta, que se siente tan feliz por haber conseguido un
empleo como éste. Usted ya perdonará que no salga a verla... es que no
podría... se ha ido a su habitación... yo le he dicho que se acostara.
«Querida», le he dicho, «diré que te has acostado»; pero la verdad es que no se
ha metido en la cama; está dando vueltas por la habitación. Pero ahora que ya
tiene escritas las cartas, dice que en seguida se encontrará bien. No sabe lo
que lamentará el no verla a usted, señorita Woodhouse, pero usted que es tan
comprensiva, sabrá perdonarla. La hemos hecho esperar en la puerta... ¡yo
estaba tan avergonzada!... pero como había un poco de revuelo... porque, verá,
lo que ha pasado ha sido que no la hemos oído llamar, y hasta que estaba en la
escalera no nos hemos dado cuenta de que venía alguien. «Sólo es la señora Cole», he dicho yo, «podéis estar seguras. Ella es
la única que viene tan temprano». «Bueno», ha dicho ella, «un día u otro tendré
que verla, tanto da que sea ahora mismo». Pero entonces ha entrado Patty y ha dicho que era usted. «¡Oh!», he dicho,
«es la señorita Woodhouse. Estoy segura de que te gustará verla». «No puedo
recibir a nadie», ha dicho ella, y se ha levantado y se ha ido; y éste ha sido
el motivo de que la hayamos hecho esperar... nosotras lo hemos sentido tanto,
nos ha dado tanta vergüenza. «Si tienes que irte, querida, vete», le he dicho,
«diré que te has acostado».
Emma quedó sinceramente conmovida;
hacía tiempo que cada vez sentía más afecto por Jane; y la descripción de las tribulaciones por las que pasaba en aquellos
momentos borraron de su memoria toda sospecha y todo recelo, y sólo le inspiró
compasión. Y el recordar impresiones menos justas y menos amables del pasado,
le obligaron a admitir que era muy natural que Jane decidiese ver a la señora Cole o a
cualquier otra de sus amigas más constantes, y que no soportase la idea de
verla a ella. Habló, pues, de acuerdo con sus sentimientos, lamentando
vivamente la situación y mostrándose interesada por ella.., deseando
sinceramente que las circunstancias que según acababa de referirle la señorita
Bates eran ya un hecho, representaran las máximas ventajas que fuera posible
para la señorita Fairfax. Dijo que comprendía que era una dura prueba para
todos ellos; pero que había oído decir que iba a aplazarse hasta el regreso del
coronel Campbell.
-¡Qué
amable es usted! -replicó la señorita Bates-. Pero usted ¡es siempre tan
amable!
Emma no podía soportar aquel
«siempre»; y para esquivar su temible gratitud, preguntó directamente:
-Y
¿adónde, si me permite la curiosidad, irá la señorita Fairfax?
-A
casa de la señora Smallridge... una mujer encantadora... de gran posición... se
cuidará de sus tres hijas... unas niñas deliciosas. No era posible imaginar un
empleo más adecuado, más conveniente; exceptuando tal vez la propia familia de
la señora Suckling y la de la señora Bragge; pero
la señora Smallridge es íntima amiga de las dos y vive muy cerca de ellas...;
vive a sólo cuatro millas de Maple Grove. Jane estará
sólo a cuatro millas de Maple
Grove.
-Supongo
que la señora Elton es la persona a quien la señorita Fairfax debe...
-Sí,
nuestra buena señora Elton. La más infatigable y leal de las amigas. No hubiera
aceptado una negativa; no hubiese consentido que Jane le dijera que no; porque la primera vez que se lo dijo a Jane (eso fue anteayer, o sea la mañana que
estuvimos en Donwell), la primera vez que se lo dijo a Jane ella estaba completamente decidida a no aceptar el ofrecimiento, y
precisamente por las razones que usted ha mencionado; exactamente como usted ha
dicho se había propuesto no comprometerse a nada hasta que regresara el coronel
Campbell, y por el momento no había manera
de convencerla de que aceptara ningún empleo... y así se lo dijo a la señora
Elton una y otra vez... y bien sabe Dios que yo no tenía la menor idea de que
iba a cambiar de opinión... Pero la buena señora Elton, que siempre es tan
aguda, vio más claro que yo. Ella era la única capaz de insistir de un modo
tan amable como lo hizo y negarse a aceptar la respuesta de Jane... Se negó en redondo a escribir dando esta
negativa ayer, como Jane quería que lo hiciese; dijo que
esperaría... y sí señor, ayer por la tarde se acordó que Jane aceptaba. ¡Para mí ha sido una gran sorpresa! ¡Yo no tenía ni la menor
idea! Jane se llevó aparte a la señora
Elton y le dijo en seguida que después de haber pensado sobre las ventajas del
empleo en casa de la señora Smallridge, había decidido aceptarlo... Yo no supe
ni una palabra de ello hasta que todo estuvo resuelto.
-¿Pasaron
ustedes la tarde en casa de la señora Elton?
-Sí,
todos. La señora Elton insistió en que fuéramos. Lo decidimos en la colina,
mientras paseábamos con el señor Knightley. «Todos ustedes van a venir a mi
casa esta tarde, ¿verdad?», nos dijo; «quisiera que todos ustedes
vinieran a mi casa esta tarde».
-Entonces,
el señor Knightley también estuvo allí, ¿no?
-No,
el señor Knightley no; él ya dijo desde el primer momento que no podía; y
aunque yo creía que acabaría yendo, porque la señora Elton afirmó que no
consentía que se negase, no fue; pero estuvimos mi madre, Jane y yo, las tres, y pasamos una tarde muy agradable. Ya sabe usted,
señorita Woodhouse, entre amigos tan amables una siempre lo pasa bien, aunque
todo el mundo parecía estar un poco cansado después de la excursión de la
mañana. Ya se sabe, incluso divertirse es cansado... y no es que pueda decir
que dieran la impresión de que se hubiesen divertido mucho. A pesar de todo yo
siempre pensaré que fue una excursión muy agradable, y me siento muy
agradecida a los buenos amigos que me invitaron.
-Pero
supongo que la señorita Fairfax, aunque ustedes no se dieran cuenta, estuvo
todo el día dándole vueltas al asunto.
-Yo
también lo supongo.
-Era
forzoso que al llegar este momento lo sintieran tanto ella como todos sus
amigos... Pero confío en que su trabajo le sea lo más agradable posible... Me
refiero al carácter y al trato de esa familia.
-Muchas
gracias, querida señorita Woodhouse. Sí, la verdad es que parece ser que no va
a faltarle nada para ser totalmente feliz. Entre todas las relaciones de la
señora Elton, exceptuando las casas de los Suckling y de los Bragge, no había otro puesto de
institutriz en otra familia más generosa y distinguida. ¡La señora Smallridge
es una dama encantadora! Llevan un tren de vida casi igual al de Maple Grove... Y en cuanto a los niños, exceptuando a los de
los Suckling y a los de los Bragge, no es
posible encontrar criaturas más finas y más distinguidas. ¡Jane será tratada con tanto afecto y tanta delicadeza! No tendrán más que
atenciones para con ella, lo que se dice una vida regalada... ¡Y qué sueldo! Yo
es que no me atrevo a citar ese sueldo delante de usted, señorita Woodhouse.
Incluso usted, que está acostumbrada a sumas tan elevadas, apenas podría creer
que se dé tanto dinero a una muchacha tan joven como Jane...
-Verá
usted -exclamó Emma-, si todos los demás niños son
como recuerdo que yo era de pequeña, me inclino a creer que pagar cinco veces
lo que suele darse a las institutrices no es regalarles el dinero.
-¡Usted
siempre tan comprensiva y generosa!
-¿Y
cuándo va a dejarles la señorita Fairfax?
-Pues
muy pronto, la verdad es que muy pronto. Eso es lo peor de todo. Dentro de
quince días. La señora Smallridge tiene mucha prisa. No sé cómo podrá
soportarlo mi pobre madre. Yo hago lo que puedo por sacárselo de la cabeza y le
digo: «Vamos, mamá, no pienses más en eso...»
-Todos
sus amigos sentirán mucho perderla; y ¿no les sentará mal al coronel y a la
señora Campbell que se haya comprometido antes
de que ellos regresen?
-Sí;
Jane dice que está segura que lo
lamentarán; pero, claro, éste es un empleo que no se cree con derecho a
rechazar. ¡Yo me quedé tan sorprendida cuando me dijo lo que le había dicho a
la señora Elton, y cuando la señora Elton vino en seguida a felicitarme! Fue
antes de tomar el té... no, espere... no podía ser antes del té porque
empezábamos a jugar a las cartas... pero, sí, sí, era antes del té porque
recuerdo que pensé... ¡Oh, no! Ahora me acuerdo, ya está; antes del té ocurrió
algo, pero no esto. Antes del té al señor Elton le llamaron porque el hijo del
viejo John Abdy quería hablar en él.
¡Pobre John ...!
Yo le tengo mucho
afecto; trabajó para mi pobre padre durante veintisiete años; y ahora el pobre
tiene mucha edad, no puede levantarse de la cama y lo pasa muy mal con su
reuma... Hoy mismo tengo que ir a verle; y estoy segura de que Jane si sale a la calle también irá a verle. Y el
hijo del pobre John fue a hablar con el señor Elton
para ver si la parroquia podía ayudarle; él se gana bien la vida, ¿sabe usted?,
le pagan bien en la Corona, es mozo de mulas y todas esas cosas, pero a pesar
de todo necesita ayuda para mantener a su padre. Y cuando volvió a entrar el
señor Elton nos dijo lo que le había estado contando John , el mozo, y luego se habló de que habían
enviado a Randalls una silla de posta para recoger
al señor Frank Churchill que tenía que volver a Richmond. Eso es lo que ocurrió antes del té. Y después
del té Jane habló con la señora Elton.
La
señorita Bates apenas dio ocasión a Emma de que
dijese que aquel hecho era absolutamente nuevo para ella; pero, aunque sin
creer posible que pudiese ignorar ninguno de los detalles de la partida del
señor Frank Churchill, inmediatamente se los notificó
todos, la joven no tuvo que hacer ninguna pregunta.
De
lo que el señor Elton se había enterado por el mozo era la suma de lo que éste
sabía y de lo que sabían los criados de Randalls; poco
después del regreso de la excursión a Box Hill había
llegado un mensajero de Richmond,
que traía noticias
que no causaron ninguna sorpresa; el señor Churchill había escrito una carta a su sobrino, en la
que le refería el estado de salud, relativamente normal, de la señora Churchill, y sólo le rogaba que regresase a lo más tardar
al día siguiente por la mañana; pero el señor Frank Churchill había decidido regresar inmediatamente sin
demorar más su partida, y como al parecer su caballo tenía un enfriamiento, Tom había salido al punto en busca de la silla
de posta de la Corona, y el hijo de John Abdy lo había encontrado por el camino y se
había dejado adelantar por él, ya que iba a toda prisa y conduciendo con mano
muy firme.
Nada
de todo aquello resultaba ni sorprendente ni muy interesante, y sólo llamó la
atención de Emma cuando ésta lo relacionó con el
caso que la preocupaba en aquellos momentos. Quedó impresionada pensando en el
contraste entre los caprichos que podía permitirse la señora Churchill y la vida de Jane Fairfax; la una lo tenía todo, la otra no tenía nada... Y estuvo
reflexionando sobre la diversidad del destino de ciertas mujeres, totalmente
ajena a lo que tenía ante los ojos, hasta que se sobresaltó al oír decir a la
señorita Bates:
-¡Ay,
sí! Ya sé en lo que está pensando usted... el piano. ¿Qué vamos a hacer del
piano? Sí, sí, es cierto. Ahora mismo la pobre Jane estaba hablando de esto. Hablaba con el piano y le decía: «Tendrás que
irte de aquí. Tendremos que separarnos. Aquí ya no servirías para nada...» Y
luego nos ha dicho a nosotras: «Pero no lo toquéis hasta que vuelva el coronel Campbell. Yo hablaré con él y ya se lo llevará; él me
ayudará a resolver todos mis problemas...» Y aún hoy estoy convencida de que no
sabe todavía si fue un regalo del coronel o de su hija.
Emma se vio obligada, pues, a pensar
en el piano; y el recuerdo de todas sus antiguas suposiciones fantasiosas e
injustas le fue tan desagradable, que no tardó en permitirse considerar que la
visita ya había sido lo suficientemente larga; y, después de repetir todo lo
que creía propio decir en cuanto a buenos deseos, que eran sinceros, se
despidió.
CAPÍTULO XLV
MIENTRAS regresaba andando a su casa, las meditaciones de Emma no fueron interrumpidas; pero al entrar en el salón encontró allí a
quienes debían distraerla de sus pensamientos. El señor Knightley y Harriet habían llegado durante su ausencia y estaban
conversando con su padre. El señor Knightley al verla se levantó inmediatamente,
y con un aire más serio que de costumbre dijo:
-No
quería irme sin verla, pero no tengo tiempo que perder, o sea que tengo que ir
directamente al asunto. Me voy a Londres a pasar unos días con John e Isabella. ¿Quiere
usted que les dé o les diga algo de su parte, además del «afecto» que no puede
transmitirse por una tercera persona?
-No,
no, nada. Pero, ¿lo ha decidido usted de repente?
-Pues... sí... más bien sí... Hace poco que se me ha ocurrido la idea.
Emma estaba segura de que él no la
había perdonado; su actitud era distinta. Pero confiaba que el tiempo le
convencería de que debían volver a ser amigos.
Mientras él seguía de pie, como dispuesto a irse de un momento a otro pero sin
acabar de hacerlo, su padre empezó a hacer preguntas.
-Bueno,
querida, ¿no te ha ocurrido nada por el camino? ¿Cómo has encontrado a mi buena
amiga y a su hija? Estoy convencido de que habrán estado muy contentas de que fueras
a verlas. Emma ha ido a visitar a la señora y a
la señorita Bates, señor Knightley, como ya le he dicho antes. Siempre es tan
atenta con ellas...
Emma enrojeció al oír un elogio tan
inmerecido; y sonriendo y negando con la cabeza, gesto que no podía ser más
elocuente, miró al señor Knightley... Creyó percibir una instantánea impresión
en favor suyo, como si los ojos de él captaran en los suyos la verdad y todos
aquellos buenos sentimientos de Emma fueran en
un momento comprendidos y honrados... Él la miraba con afecto. Emma se sentía sobradamente recompensada... y más
aún cuando un momento después él inició un ademán que delataba algo más que una
simple amistad... Le cogió la mano... Emma no hubiera
podido decir si no había sido ella quien había hecho el primer movimiento...
quizá más bien se la había ofrecido... pero él le cogió la mano, la apretó y
estuvo a punto de llevársela a los labios... pero algo le hizo cambiar de idea
y la dejó caer bruscamente... Ella no adivinaba por qué había tenido aquel
reparo, por qué había cambiado de opinión cuando sólo faltaba completar el
gesto... Según Emma hubiese hecho mejor de llegar
hasta el fin... Sin embargo la intención era indudable; y ya fuera porque
aquello contrastaba con sus maneras en general poco galantes, ya por cualquier
otro motivo, consideró que nada le sentaba mejor... En él era un gesto tan
sencillo y sin embargo tan caballeresco... No podía por menos de recordar el
intento con gran complacencia. Revelaba una amistad tan cordial... Inmediatamente
después se despidió... y se fue en seguida. El señor Knightley siempre lo
hacía todo con una seguridad enemiga de toda indecisión y toda demora, pero en
aquellos momentos su partida parecía más brusca de lo que era habitual en él.
Emma no lamentaba haber ido a visitar
a la señorita Bates, pero sí hubiese preferido haber salido de allí diez
minutos antes; le hubiese gustado mucho poder hablar con el señor Knightley
sobre el empleo de Jane Fairfax... Tampoco lamentaba el
que visitara a la familia de Brunswick Square porque
sabía la alegría que iba a proporcionar su visita... pero hubiese preferido
que hubiera elegido una época mejor... y que se hubiese enterado de su marcha
con más antelación... Sin embargo, se separaron muy amistosamente; Emma no podía dudar de lo que significaba su
actitud y su galantería inacabada; todo aquello tenía por objeto darle la
seguridad de que volvía a tener buena opinión de ella... El señor Knightley
había estado en Hartfield más de media hora... ¡Qué lástima que no hubiese
vuelto más temprano!
Con
la esperanza de distraer a su padre de la desagradable impresión de la marcha
a Londres del señor Knightley (¡una marcha tan precipitada, y además teniendo
en cuenta que iba a caballo, lo cual podía ser tan peligroso!), Emma le comunicó las noticias de Jane Fairfax, y sus palabras produjeron el efecto
que esperaba; consiguió distraerle... e interesarle, sin llegar a hacer que se
preocupara. El señor Woodhouse hacía ya tiempo que se había hecho a la idea de
que Jane Fairfax iba a emplearse como
institutriz y podía hablar de ello tranquilamente; pero la súbita partida para
Londres del señor Knightley había sido un golpe inesperado.
-No
sabes lo que me alegro de saber que ha encontrado un empleo tan conveniente.
La señora Elton es muy buena persona y muy agradable, y estoy seguro de que sus
amistades son como deben ser. Confío en que el clima será seco y que se
ocuparán de su salud. Deberían tenerle todas las atenciones, como estoy seguro
de que yo siempre tuve con la pobre señorita Taylor. Mira, querida, ella será para esta señora lo
mismo que la señorita Taylor era para nosotros. Y espero que
en un aspecto tendrá más suerte, y no la obligarán a irse para casarse después
de haber estado tanto tiempo en la casa.
Al
día siguiente las noticias que se recibieron de Richmond hicieron olvidar todos los demás
acontecimientos. ¡A Randalls llegó un propio para anunciar la
muerte de la señora Churchill!
A pesar de que no
se habían dado motivos alarmantes a su sobrino para que se apresurara a regresar,
cuando llegó apenas le quedaban treinta y seis horas de vida. Un ataque
repentino, de un mal de naturaleza distinta de lo que hacía prever su estado
general, le había causado la muerte tras una breve agonía. ¡La gran señora Churchill había dejado de existir!
Su
muerte fue sentida como deben sentirse esas cosas. Todo el mundo se mostró un
poco serio, un poco apenado; compasivo para con la que se había ido, interesado
por los amigos que la sobrevivían; y al cabo de un tiempo razonable, curioso
por saber dónde la enterrarían. Goldsmith dice
que cuando una mujer encantadora empieza a volverse un poco loca lo mejor que
puede hacer es morirse; y que cuando empieza a volverse desagradable, ésta es
también la mejor solución para evitar tener una mala fama. Después de haber
sido aborrecida al menos durante veinticinco años, ahora la señora Churchill hubiera podido oír cómo se hablaba de ella
con compasiva benevolencia. En un aspecto había demostrado tener razón. Antes
de entonces nunca nadie había creído que se encontraba gravemente enferma. Su
muerte justificó, pues, todas sus manías, todos los males imaginarios que
inventaba su egoísmo.
«¡Pobre
señora Churchill! Sin duda había sufrido mucho;
más de lo que nadie había supuesto... y el sufrimiento continuo siempre agria
el carácter. Un lamentable acontecimiento... dejaba un gran vacío... a pesar de
todos sus defectos... ¿Qué haría ahora el señor Churchill sin ella? Ciertamente, para el señor Churchill la pérdida era irreparable. El señor Churchill nunca lograría sobreponerse a ella...»
Incluso el señor Weston cabeceó tristemente y adoptando un aire de solemnidad
dijo:
-¡Ah!
¡Pobre mujer! ¡Quién lo hubiera pensado!
Y
decidió que su luto sería lo más serio que fuera posible; mientras su esposa,
inclinada sobre sus anchos dobladillos, suspiraba y hacía comentarios llenos de
sentido común y de compasión sincera y profunda. Una de las primeras cosas que
se les ocurrió a ambos fue preguntarse qué repercusiones iba a tener en Frank aquel hecho. Ésta fue también una de
las primeras cosas en las que pensó Emma. La
personalidad de la señora Churchill,
el dolor de su
marido... pensaba en ellos con respeto y con compasión... y luego, con una
visión menos sombría, se preguntaba hasta qué punto aquel acontecimiento podía
afectar a Frank, hasta qué punto podía
beneficiarle, liberarle. En un momento creyó prever todas las ventajas
posibles. Ahora, sus relaciones con Harriet Smith no
iban a encontrar ningún obstáculo. Nadie temía al señor Churchill, una vez su esposa hubiera dejado de ejercer
influencia sobre él; un hombre blando de carácter, dócil, a quien su sobrino
convencería de cualquier cosa. Lo único, pues, que faltaba por desear era que
el sobrino se propusiera fijar su interés en una persona concreta, y Emma, a pesar de la buena voluntad que mostraba en
aquella causa, no tenía ninguna certeza de que ello fuese ya un hecho real.
Harriet se portó extraordinariamente
bien en aquella ocasión, con gran dominio de sí misma. Fueran cuales fuesen las
esperanzas que el suceso le permitieran alimentar, no delató nada de sus
sentimientos. Emma quedó muy complacida al observar
esta demostración de que su carácter se estaba robusteciendo, y se abstuvo de
hacer la menor alusión que pudiera debilitar su entereza. Por lo tanto, las dos
amigas hablaron de la muerte de la señora Churchill con mucha circunspección.
En
Randalls se recibieron varias breves
misivas de Frank Churchill, comunicándoles lo más importante
de su situación actual y de sus planes inmediatos. El estado de ánimo del señor
Churchill era mejor de lo que pudiera
haberse esperado; y al partir el cortejo fúnebre en dirección al condado de
York, la primera visita que había hecho había sido a un viejo amigo suyo que
vivía en Windsor y a quien el señor Churchill había estado prometiendo que visitaría desde
hacía diez años. Por el momento no podía hacerse nada por Harriet; por parte de Emma lo único que le era posible era formular buenos deseos para el futuro.
Mucho
más urgente era prestar atención a Jane Fairfax,
cuyo porvenir se ensombrecía tanto como el de Harriet se aclaraba, y cuyos compromisos inminentes
no permitían que nadie de Highbury que tuviese deseos de mostrarse amable para
con ella, se demorase lo más mínimo, porque quedaba muy poco tiempo... y éste
era precisamente el deseo que ahora dominaba a Emma. Jamás había lamentado tanto la actitud de frialdad que había tenido
para con ella en otros tiempos; y la misma persona que durante tantos meses le
había sido totalmente indiferente, ahora era con la que se consideraba más en
deuda, a quien hubiera distinguido con todo su afecto y su simpatía. Quería
serle útil; deseaba demostrarle que apreciaba su compañía, que la creía digna
de respeto y de consideración. Decidió convencerla para que pasara un día en
Hartfield. Y le escribió una nota invitándola. La invitación fue rechazada con
una simple respuesta verbal. «La señorita Fairfax no se encontraba en
condiciones de poder escribir»; y cuando el señor Perry fue a Hartfield aquella
misma mañana, se supo que la joven se había encontrado tan mal que había tenido
que ser visitada por el médico, aun contra su propia voluntad, y que sufría
una jaqueca tan fuerte y una fiebre nerviosa tal que era dudoso que pudiera
acudir a casa de la señora Smallridge en los días que se habían acordado. Por
el momento su salud no podía ser más precaria... había perdido del todo el
apetito... y aunque no había ningún síntoma decididamente alarmante, nada que
pudiera hacer pensar en su antigua afección pulmonar, que era lo que más temía
su familia, el señor Perry estaba preocupado por ella. Según su opinión, la
señorita Fairfax se había lanzado a una empresa superior a sus fuerzas, y
aunque ella misma comprendía que era así, no quería reconocerlo. Estaba muy
abatida. La' casa que habitaba -el médico no pudo por menos de comentarlo- no
era la más adecuada para su estado de nervios... siempre encerrada en una
habitación... él hubiese recomendado otro género de vida... Y en cuanto a su
tía, aunque era una antigua amiga del señor Perry, éste debía confesar que no
era la persona más apropiada para hacer compañía a una enferma como ella. Que
la cuidaba y que la atendía en todo era indudable; sólo que en realidad la
cuidaba y la atendía demasiado. Y él se temía que aquellos cuidados
contribuían más a empeorarla que a mejorarla. Emma le escuchaba preocupadísima; cada vez más apenada por aquella
situación, y afanosa por encontrar el modo de serle útil. Apartarla... aunque
sólo fuera por una o dos taras... de su tía, hacerle cambiar de aires y de panorama,
ofrecerle una conversación apacible y sensata, aunque sólo fuera por una o dos
horas, podía hacerle mucho bien. Y a la mañana siguiente volvió a escribirle
con las palabras más afectuosas que se le ocurrieron, diciéndole que iría a
buscarla en su coche a la hora que Jane prefiriese...
indicando que contaba con el asentimiento del señor Perry, quien se había
mostrado decididamente favorable a que su paciente hiciera un poco de
ejercicio. La respuesta llegó en esta breve nota:
«Muchas
gracias y afectuosos saludos de parte de la señorita Fairfax, pero no se
encuentra en condiciones de hacer ninguna clase de ejercicio.»
Emma tuvo la sensación de que su nota
merecía algo mejor; pero era imposible luchar contra aquellas palabras cuya
trémula desigualdad decía bien a las claras que habían sido escritas por una
enferma, y sólo pensó en cuál podía ser el mejor medio para vencer su repugnancia
a ser vista o ayudada; por lo tanto, a pesar de esta respuesta mandó preparar
el coche y se dirigió a casa de la señora Bates con la esperanza de que podría
convencer a Jane de que saliera con ella; pero
fue en vano; la señorita Bates fue hasta la puerta del coche, deshaciéndose en
muestras de gratitud y afirmando que coincidía totalmente con ella en pensar
que tomar un poco el aire le sería muy beneficioso.., y sirviendo de
intermediaria entre ambas hizo lo que pudo para convencer a su sobrina, pero
todo en vano. La señorita Bates se vio obligada a regresar sin haber conseguido
su propósito; no había modo de que Jane se dejara
convencer; la simple proposición de salir parecía que le hacía sentirse peor...
Emma tenía deseos de verla, y de
probar su poder de persuasión; pero casi antes de que pudiera insinuar este
deseo, la señorita Bates le dijo que había prometido a su sobrina que por nada
del mundo dejaría entrar a la señorita Woodhouse.
-La
verdad es que la pobre Jane no puede sufrir el ver a nadie...
a nadie en absoluto... Claro que, a la señora Elton no hemos podido decirle que
no... y la señora Cole ha insistido tanto... y como la
señora Perry también ha demostrado tanto interés... Pero, exceptuando estos
casos, Jane no recibe a nadie.
Emma no quería ponerse a la misma
altura que la señora Elton, la señora Perry y la señora Cole, que consiguen casi por la fuerza entrar en todas partes; tampoco creía
tener ningún derecho de preferencia... por lo tanto, se resignó, y las demás
preguntas que hizo a la señorita Bates sólo se referían al apetito de su
sobrina y a lo que comía, por el deseo de auxiliarla en algo. Sobre esta
cuestión la pobre señorita Bates estaba desolada y fue muy comunicativa; Jane apenas quería comer nada... el señor Perry le
recomendaba que tomase alimentos nutritivos; pero todo lo que le daban (y bien
sabía Dios que nadie como ellos podían alabarse de tener vecinos tan buenos)
lo rechazaba.
De
regreso a su casa, Emma llamó inmediatamente a su ama de
llaves para que la ayudase a pasar revista a las alacenas; y mandó
inmediatamente a casa de la señorita Bates cierta cantidad de arrurruz de la
mejor calidad, junto con una nota redactada en los términos más cordiales. Al
cabo de media hora el arrurruz era devuelto con mil gracias de parte de la
señorita Bates pero «mi querida Jane no ha
estado tranquila hasta saber que lo habíamos devuelto; es algo que ella no iba
a poder tomar... y una vez más insiste en decir que no necesita nada».
Cuando
poco después Emma oyó decir que habían visto a Jane Fairfax paseando por los prados a cierta
distancia de Highbury, la tarde del mismo día en el que, con la excusa de que
no estaba en condiciones de hacer ninguna clase de ejercicio, había rechazado
tan tajantemente su ofrecimiento de salir con ella en el coche, no pudo tener
ya la menor duda, teniendo en cuenta todos aquellos indicios, que Jane estaba decidida a no admitir ningún favor de ella.
Lo sintió, lo sintió mucho. Estaba muy dolida al verse en una situación
como aquélla, quizá la más penosa de todas, sintiéndose mortificada, dándose
cuenta de que todo lo que hiciera sería inútil y de que no podía luchar contra
aquello; y la humillaba el que dieran tan poco crédito a sus buenos
sentimientos y la considerasen tan poco digna de amistad; pero tenía el
consuelo de pensar que sus intenciones eran buenas y de poderse decir a sí
misma que si el señor Knightley hubiese podido conocer todos sus intentos para
ayudar a Jane Fairfax, si hubiera podido
incluso leer en su corazón, esta vez no hubiera encontrado motivos para hacerle
ningún reproche.
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