miércoles, 25 de abril de 2012

EMMA Capítulo V


CAPÍTULO V


-No sé qué opinión tendrá usted, señora Weston -dijo el señor Knightley- acerca de la gran intimidad que hay entre Emma y Harriet Smith, pero a mi entender no es nada bueno.

-¿Nada bueno? ¿Cree usted realmente que es algo malo? ¿Y por qué?

-No creo que sea beneficioso para ninguna de las dos.

-¡Me sorprende usted! Emma puede hacer mucho bien a Harriet; y al proporcionarle un nuevo motivo de interés puede decirse que Harriet le hace un bien a Emma. Yo veo su amistad con una gran satisfacción. ¡En eso sí que opinamos de un modo distinto! ¿Y dice usted que ninguna de las dos va a salir beneficiada? Señor Knightley, sin duda éste será el comienzo de una de nuestras dis­cusiones acerca de Emma...

-Tal vez piense que he venido con el propósito de discutir con usted sabiendo que Weston estaba ausente, y que usted debería defenderse sola.

-Sin duda alguna el señor Weston me apoyaría si estuviera aquí, porque sobre este asunto piensa exactamente lo mismo que yo. Ayer mismo hablamos de ello, y estuvimos de acuerdo en que Emma había tenido mucha suerte de que hubiera en Highbury una mu­chacha así que pudiera frecuentar. Señor Knightley, lo que es yo, no le admito que sea usted buen juez en este caso. Está usted tan acostumbrado a vivir solo que no sabe apreciar lo que vale la com­pañía; y quizá ningún hombre sería buen juez cuando se trata de valorar la satisfacción que proporciona a una mujer la compañía de alguien de su mismo sexo, después de estar acostumbrada a ello durante toda su vida. Ya me imagino la objeción que va a poner a Harriet Smith: no es una joven de tanta categoría como debería serlo una amiga de Emma. Pero por otra parte, como Emma quiere ilustrarla, para ella misma será un incentivo para leer más. Leerán juntas; sé que eso es lo que se propone.

-Emma siempre se ha propuesto leer cada vez más, desde que tenía doce años. Yo he visto muchas listas suyas de futuras lec­turas, de épocas diversas, con todos los libros que se proponía ir leyendo... Y eran unas listas excelentes, con libros muy bien ele­gidos y clasificados con mucho orden, a veces alfabéticamente, otras según algún otro sistema. Recuerdo la lista que confeccionó cuando sólo tenía catorce años, que me hizo formar una idea tan favorable de su buen criterio que la conservé durante algún tiempo; y me atrevería a asegurar que ahora debe de tener alguna lista también excelente. Pero ya he perdido toda esperanza de que Emma se atenga a un plan fijo de lecturas. Nunca se someterá a nada que requiera esfuerzo y paciencia, una sujeción del capricho a la razón. Donde nada pudieron los estímulos de la señorita Taylor, puedo afir­mar sin temor a equivocarme que nada podrá Harriet Smith. Usted nunca logró convencerla para que leyera ni siquiera la mitad de lo que usted quería; ya sabe usted que no lo consiguió.

-Yo diría -replicó la señora Weston sonriendo- que entonces opinaba así; pero desde que me casé no me es posible recordar ni un solo deseo mío que Emma haya dejado de satisfacer.

-Comprendo que no sienta usted un gran deseo de evocar re­cuerdos como éstos -dijo el señor Knightley vivamente.

Permaneció en silencio durante unos momentos, y en seguida aña­dió:

-Pero yo, que no he sufrido el efecto de sus encantos tan direc­tamente, aún debo ver, oír y recordar. A Emma la ha perjudicado el ser la más inteligente de su familia. A los diez años tenía la desgracia de saber contestar a preguntas que dejaban desconcertada a su hermana a los diecisiete. Siempre ha sido rápida y ha estado segura de sí misma; Isabella siempre ha sido lenta e indecisa. Y siem­pre, desde los doce años, Emma ha sido la dueña de la casa y de todos ustedes. Con su madre perdió a la única persona capaz de hacerle frente. Ha heredado el talento de su madre y hubiera debido educarse bajo su autoridad.


-Señor Knightley, en bonita situación me hubiera visto de tener que depender de una recomendación suya, en caso de que hubiese tenido que dejar la familia del señor Woodhouse y buscarme otro empleo; no creo que usted hubiera hecho ningún elogio de mí a na­die. Estoy segura de que siempre me consideró como alguien poco adecuado para la misión que desempeñaba.

-Sí -dijo sonriendo-. Su lugar es éste; es usted una esposa ad­mirable, pero no sirve en absoluto para institutriz. Pero estuvo usted preparándose para ser una excelente esposa durante todo el tiempo que estuvo en Hartfield. Usted no podía dar a Emma una educa­ción tan completa como su capacidad parecía prometer; pero estaba usted recibiendo, precisamente de ella, una magnífica educación para la vida matrimonial en lo que se refiere a someter su voluntad a otra persona, haciendo lo que se le mandaba; y si Weston me hubie­ra pedido que le recomendase una esposa, sin duda alguna yo hu­biese nombrado a la señorita Taylor.

-Muchas gracias. Tiene muy poco mérito ser una buena esposa con un hombre como el señor Weston.

-Verá usted, a decir verdad temo que no tenga ocasión de emplear sus dotes, y que estando dispuesta a soportarlo todo, no tenga nada que soportar. Sin embargo, no desesperemos. Weston puede llegar a sentirse molesto por llevar una vida excesivamente regalada, o quizá su hijo le dé disgustos.

-Espero que no sea así. No es probable. No, señor Knightley, no pronostique usted disgustos por esa parte.

-No, claro que no. No hago más que mencionar posibilidades. No pretendo tener la intuición de Emma para hacer predicciones y adi­vinar el futuro. Deseo de todo corazón que el joven pueda ser un Weston en méritos y un Churchill en fortuna. Pero Harriet Smith... como ve aún no he concluido, ni mucho menos, con Harriet Smith. A mi entender es la peor clase de amiga que Emma podía llegar a tener. Ella no sabe nada de nada, y se cree que Emma lo sabe todo. No hace más que adularla; y lo que aún es peor, la adula sin proponérselo. Su ignorancia es una continua adulación. ¿Cómo puede Emma imaginarse que tiene algo que aprender mientras Ha­rriet ofrezca una inferioridad tan agradable? Y en cuanto a Harriet, me atrevería a decir que no puede salir beneficiada en nada de esta amistad. Hartfield sólo conseguirá que se sienta desplazada en to­dos los demás ambientes a los que pertenece. Adquirirá más refina­mientos, pero sólo los precisos para que se sienta incómoda con aquellas personas con las que tiene que vivir por su nacimiento y su posición. Me equivocaría de medio a medio si las enseñanzas de Emma le dan más personalidad o consiguen que la muchacha se adapte de un modo más racional a las diferentes situaciones de su vida. Lo único que logrará será darle un poco de lustre.

-Yo tengo más confianza que usted en el sentido común de Emma, o quizá me preocupo más por su bienestar de ahora; porque yo no lamento esta amistad. ¡Qué buen aspecto tenía la noche pasada!

-¡Oh! Veo que habla usted de su persona y no de su vida inte­rior, ¿no? De acuerdo; no pretendo negar que Emma sea muy bo­nita.

-¡Bonita! Sería más propio decir muy hermosa. ¿Concibe usted algo que se aproxime más a la belleza perfecta que Emma, que su rostro y su figura?

-No sé qué es lo que podría concebir, pero confieso que po­cas veces he visto un rostro o una figura más agradados que los de ella. Pero yo soy un viejo amigo y en eso soy parcial.

-¡Y sus ojos! Ojos de verdadero color avellana, ¡y qué brillantes! ¡Y las facciones regulares, lo franco de su semblante y lo propor­cionado de su cuerpo! ¡Qué aspecto más saludable y qué armoniosa silueta! Tan erguida y firme. Rebosa salud, no sólo en sus frescos colores, sino también en todo su porte, en su cabeza, en sus mi­radas. A veces se oye decir de un niño que es «la viva imagen de la salud»; pero a mí Emma siempre me da la impresión de ser la imagen más completa de lo saludable en pleno desarrollo. Parece la encarnación de la lozanía. ¿No le parece a usted, señor Knightley?

-Yo no encuentro ni un solo defecto en su persona -replicó-. Creo que es exactamente como usted la describe. Es un placer mi­rarla. Y yo añadiría aún este elogio: que no me parece que sea vanidosa. Teniendo en cuenta lo atractiva que es, da la impresión de que no piensa mucho en ello; su vanidad es por otras cosas. Pero yo, señora Weston, sigo manteniendo que no me complace su intimidad con Harriet Smith, y que temo que una y otra salgan perjudicadas.

-Y yo, señor Knightley, también sigo sosteniendo que confío en que eso no será un mal para ninguna de las dos. A pesar de todos sus defectillos, Emma es una muchacha excelente. ¿Puede existir una hija mejor, una hermana más afectuosa, una amiga más fiel? No, no, puede confiarse en sus virtudes; es incapaz de causar verdadero daño a alguien; no puede cometer un disparate que tenga impor­tancia; por cada vez que Emma se equivoca hay cien veces que acierta.

-De acuerdo; no quiero importunarla más. Emma será un án­gel, y yo me guardaré mis recelos hasta que John e Isabella vengan por Navidad. John siente por Emma un afecto razonable, y por lo tanto no le ciega el cariño, e Isabella siempre piensa igual que él; excepto cuando su marido no se alarma suficientemente con alguna cosa de los niños. Estoy seguro de que estarán de acuerdo conmigo.

-Ya sé que todos ustedes la quieren demasiado para ser injus­tos o demasiado duros con ella; pero usted me disculpará, señor Knightley, si me tomo la libertad (ya sabe que me considero con el derecho de exponer mi opinión como hubiera podido hacerlo la madre de Emma), si me tomo la libertad de indicar que no creo que se consiga ningún bien haciendo que la amistad de Harriet Smith y Emma sea materia de una larga discusión entre ustedes. Le ruego que no lo tome a mal; pero suponiendo que encontráramos algún pequeño inconveniente en esta amistad, no es de esperar que Emma, que no tiene que dar cuentas de sus actos a nadie más que a su padre, quien aprueba totalmente esa amistad, pusiera fin a ella mien­tras sea algo que la complazca. Han sido muchos años en los que mi misión ha sido la de dar consejos, o sea que no puede usted extrañarse, señor Knightley, de que aún me quede algún resabio.


-¡En absoluto! -exclamó-; yo se lo agradezco mucho; es un mag­nífico consejo, y tendrá más suerte de la que han solido tener sus consejos; porque éste será seguido.

-La señora de John Knightley se alarma fácilmente, y no quisiera que se preocupe por su hermana.

-Tranquilícese usted -dijo él-, no voy a provocar ningún al­boroto. Me guardaré el mal humor. Siento un interés muy sincero por Emma. No considero a mi cuñada Isabella más hermana que ella; no siento mayor interés por ella que por Emma, y quizá ni siquiera tanto. Lo que siento por Emma es como una ansiedad, una curiosidad. Me preocupa lo que pueda ser de ella.

-También a mí, y mucho -dijo la señora Weston quedamente.

-Emma siempre dice que nunca se casará, lo cual, por supuesto, no significa absolutamente nada. Pero no creo que haya encontrado aún a un hombre que atraiga su atención. Le sería un gran bien enamorarse perdidamente de alguien que la mereciese. Me gustaría ver a Emma enamorada, sin que estuviera segura del todo de ser correspondida; le haría mucho bien. Pero por estos alrededores no hay nadie en quien pueda pensarse, y sale tan poco de casa.

-Lo cierto es que ahora me parece aún menos decidida que antes a romper esta resolución -dijo la señora Weston-; mientras sea tan feliz en Hartfield, yo no puedo desearle que se forme nuevas relaciones que crearían tantos problemas al pobre señor Woodhouse. Por el momento yo no aconsejaría a Emma que se casase, aunque le aseguro a usted que no pretendo en absoluto desdeñar el estado matrimonial.

En parte, lo que ella se proponía con todo esto era ocultar, den­tro de lo posible, los proyectos que ella y el señor Weston acari­ciaban acerca de aquella cuestión. En Randalls existían planes res­pecto al futuro de Emma, pero no era conveniente que nadie sos­pechase nada de ellos; y cuando el señor Knightley no tardó en cambiar tranquilamente de conversación, preguntando: «¿Qué piensa Weston del tiempo? ¿Cree que vamos a tener lluvia?», se convenció de que él no tenía nada más que decir acerca de Hartfield y que no barruntaba nada de todo aquello.


Continuará...

martes, 17 de abril de 2012

Emma Capítulo IV

CAPÍTULO IV

 La intimidad de Harriet Smith en Hartfield pronto fue un hecho. Rápida y decidida en sus medios, Emma no perdió el tiempo y la invitó repetidamente, diciéndole que fuese a su casa muy a menudo; y a medida que su amistad aumentaba, aumentaba también el placer que ambas sentían de estar juntas. Desde los primeros momentos Emma ya había pensado en lo útil que podía serle como compañera de sus paseos. En este aspecto, la pérdida de la señora Weston había sido importante. Su padre nunca iba más allá del plantío, en donde dos divisiones de los terrenos señalaban el final de su paseo, largo o corto, según la época del año; y desde la boda de la señora Weston los paseos de Emma se habían reducido mucho. Una sola vez se había atrevido a ir sola hasta Randalls, pero no fue una experiencia agradable; y por lo tanto una Harriet Smíth, alguien a quien podía llamar en cualquier momento para que le acompañara a dar un paseo, sería una valiosa adquisición que amplia­ría sus posibilidades. Y en todos los aspectos, cuanto más la trataba, más la satisfacía, y se reafirmó en todos sus afectuosos propósitos.

Evidentemente, Harriet no era inteligente, pero tenía un carácter dulce y era dócil y agradecida; carecía de todo engreimiento, y sólo deseaba ser guiada —por alguien a quien pudiese considerar como su­perior. Lo espontáneo de su inclinación por Emma mostraba un tem­peramento muy afectuoso; y su afición al trato de personas selectas, y su capacidad de apreciar lo que era elegante e inteligente, de­mostraba que no estaba exenta de buen gusto, aunque no podía pedírsele un gran talento. En resumen, estaba completamente conven­cida de que Harriet Smith era exactamente la amiga que necesita­ba, exactamente lo que se necesitaba en su casa.

En una amiga como la señora Weston no había ni que pensar. Nunca hubiera encontrado otra igual, y tampoco la necesitaba. Era algo completamente distinto, un sentimiento diferente y que no tenía nada que ver con el otro. Por la señora Weston sentía un afecto basado en la gratitud y en la estimación. A Harriet la apre­ciaba como a alguien a quien podía ser útil. Porque por la señora Weston no podía hacer nada; por Harriet podía hacerlo todo.

Su primer intento para serle útil consistió en intentar saber quié­nes eran sus padres; pero Harriet no se lo dijo. Estaba dispuesta a decirle todo lo que supiera, pero las preguntas acerca de esta cuestión fueron en vano. Emma se vio obligada a imaginar lo que quiso, pero nunca pudo convencerse de que, de encontrarse en la misma situación, ella no hubiese revelado la verdad. Harriet carecía de curiosidad. Se había contentado con oír y creer lo que la señora Goddard había querido contarle, y no se preocupó por averiguar nada más.

La señora Goddard, los profesores, las alumnas, y en general to­dos Ios asuntos de la escuela formaban como era lógico una gran parte de la conversación, y a no ser por su amistad con los Martin de Abbey-Mill-Farm, no hubiera hablado de otra cosa. Pero los Martin ocupaban gran parte de sus pensamientos; había pasado con ellos dos meses muy felices, y ahora le gustaba hablar de los pla­ceres de su visita, y describir los numerosos encantos y delicias del lugar. Emma le incitaba a charlar, divertida por esta descripción de un género de vida distinto al suyo, y gozando de la ingenuidad juvenil con la que hablaba con tanto entusiasmo de que la señora Martin tenía «dos salones, nada menos que dos magníficos salones»; uno de ellos tan grande como la sala de estar de la señora God­dard; y de que tenía una sirvienta que ya llevaba con ella veinti­cinco años; y de que tenía ocho vacas, dos de ellas Alderneys, y otra de raza galesa, la verdad es que una linda vaquita galesa; y de que la señora Martin decía, ya que la tenía mucho cariño, que tendría que llamársele su vaca; y de que tenían un precioso pabellón de verano en su jardín, en donde el año pasado algún día tomaban todos el té: realmente un precioso pabellón de verano lo suficien­temente grande para que cupieran una docena de personas.

Durante algún tiempo esto divirtió a Emma sin que se preocu­pase de pensar en nada más; pero a medida que fue conociendo me­jor a la familia surgieron otros sentimientos. Se había hecho una idea equivocada al imaginarse que se trataba de una madre, una hija y un hijo y su esposa que vivían todos juntos; pero cuando comprendió que el señor Martin que tanta importancia tenía en el relato y que siempre se mencionaba con elogios por su gran bon­dad en hacer tal o cuál cosa, era soltero; que no había ninguna señora Martin, joven, ninguna nuera en la casa; sospechó que podía haber algún peligro para su pobre amiguita tras toda aquella hospi­talidad y amabilidad; y pensó que sí alguien no velaba por ella corría el riesgo de ir a menos para siempre.

Esta sospecha fue la que hizo que sus preguntas aumentaran en número y fuesen cada vez más agudas; y sobre todo hizo que Harriet hablara más del señor Martin... y evidentemente ello no de­sagradaba a la joven. Harriet siempre estaba a punto de hablar de la parte que él había tomado en sus paseos a la luz de la luna y de las alegres veladas que habían pasado juntos jugando; y se complacía no poco en referir que era hombre de tan buen ca­rácter y tan amable. Un día había dado un rodeo de tres millas para llevarle unas nueces porque ella había dicho que le gustaban mucho... y en todas las cosas ¡era siempre tan atento! Una noche había traído al salón al hijo de su pastor para que cantara para ella. A Harriet le gustaban mucho las canciones. El señor Martin también sabía cantar un poco. Ella le consideraba muy inteligente y creía que entendía de todo. Poseía un magnífico rebaño; y mientras la joven permaneció en su casa había visto que venían a pedirle más lana que a cualquier otro de la comarca. Ella creía que todo el mundo hablaba bien de él. Su madre y sus hermanas le querían mucho. Un día la señora Martin le había dicho a Harriet (y ahora al repetirlo se ruborizaba) que era imposible que hubiese un hijo mejor que el suyo, y que por lo tanto estaba segura de que cuando se casara sería un buen esposo. No es que ella quisiera casarle. No tenía la menor prisa.

-¡Vaya, señora Martin! -pensó Emma-. Usted sabe lo que se hace.

-Y cuando yo ya me hube ido, la señora Martin fue tan amable que envió a la señora Goddard un magnífico ganso; el ganso más her­moso que la señora Goddard había visto en toda su vida. La señora Goddard lo guisó un domingo e invitó a sus tres profesoras, la se­ñorita Nash, la señorita Prince y la señorita Richardson a cenar con ella.


-Supongo que el señor Martin no será un hombre que tenga una cultura muy superior a la que es normal entre los de su clase. ¿Le gusta leer?

-¡Oh, sí! Es decir, no; bueno no lo sé... pero creo que ha leído mucho... aunque seguramente son cosas que nosotros no leemos. Lee las Noticias agrícolas y algún libro que tiene en una estantería junto a la ventana; pero de todo eso no habla nunca. Aunque a ve­ces, por la tarde, antes de jugar a cartas, lee en voz alta algo de El compendio de la elegancia, un libro muy divertido. Y sé que ha leído El Vicario de Wakefield. Nunca ha leído La novela del bos­que ni Los hijos de la abadía. Nunca había oído hablar de estos libros antes de que yo se los mencionase, pero ahora está decidido a conseguirlos lo antes posible.

La siguiente pregunta fue:

-¿Qué aspecto tiene el señor Martin?

-¡Oh! No es un hombre guapo, no, ni muchísimo menos. Al principio me pareció muy corriente, pero ahora ya no me parece tan corriente. Al cabo de un tiempo de conocerle ya no lo parece, ¿sa­bes? Pero ¿no le has visto nunca? Viene a Highbury bastante a menudo, y por lo menos una vez por semana es seguro que pasa por aquí a caballo camino de Kingston. Has tenido que cruzarte con él muchas veces.

-Es posible, y quizá le haya visto cincuenta veces, pero sin tener la menor idea de quién era. Un joven granjero, tanto si va a caballo como a pie es la última persona que despertaría mi curiosidad. Esos hacendados son precisamente una clase de gente con la que siento que no tengo nada que ver. Personas que estén por debajo de su clase social, con tal de que su aspecto inspire confianza, pueden in­teresarme; puedo esperar ser útil a sus familias de un modo u otro. Pero un granjero no necesita nada de mí, por lo tanto en cierto sentido está tan por encima de mi atención como en todos los de­más está por debajo.

-Sin duda alguna. ¡Oh! Sí, no es probable que te hayas fijado en él... pero él sí que te conoce muy bien... quiero decir de vista.

-No dudo de que sea un joven muy digno. La verdad es que sé que lo es, y como a tal le deseo mucha suerte. ¿Qué edad crees que puede tener?

-El día ocho del pasado junio cumplió veinticuatro años, y mi cumpleaños es el día veintitrés... ¡exactamente dos semanas y un día de diferencia! Qué casual, ¿verdad?

-Sólo veinticuatro años. Es demasiado joven para casarse. Su ma­dre tiene toda la razón al no tener prisa. Ahora parece ser que viven muy bien, y si ella se preocupara por casarle probablemente se arrepentiría. Dentro de seis años si conoce a una buena muchacha de su misma clase con un poco de dinero, la cosa podría ser muy conveniente.

-¡Dentro de seis años! Pero, querida Emma, ¡él entonces ya ten­drá treinta años!

-Bueno, ésa es la edad a la que la mayoría de los hombres que no han nacido ricos tienen que esperar para casarse. Supongo que el señor Martin aún tiene que labrarse un porvenir; y antes de eso no puede hacerse nada. Por mucho dinero que heredase al morir su padre, por importante que sea su parte en la propiedad de la familia me atrevería a decir que todo no está disponible, que está empleado en el rebaño; y aunque con laboriosidad y buena suerte dentro de un tiempo puede hacerse rico, es casi imposible que aho­ra lo sea.

-Desde luego tienes razón. Pero viven muy bien. No tienen nin­gún criado en la casa, pero no les falta nada, y la señora Martin habla de contratar a un mozo para el año próximo.

-Harriet, no quisiera que te encontraras con dificultades cuando él se case; me refiero a tus relaciones con su esposa, pues aunque sus hermanas hayan recibido una educación superior y no pueda objetárseles nada, eso no quiere decir que él no pueda casarse con alguien que no sea digno de alternar contigo. La desgracia de tu nacimiento debería hacerte aún más cuidadosa con la gente que tra­tas. No cabe ninguna duda de que eres la hija de un caballero y debes mantenerte en esta categoría por todos los medios a tu al­cance, o de lo contrario serán muchos los que se complacerán en rebajarte.

-Sí, sí, tienes razón, supongo que hay gente así. Pero mientras YO frecuente Hartfield y tú seas tan amable conmigo no tengo mie­do de lo que otros puedan hacer.

-Harriet, comprendes muy bien lo que influyen las amistades; Pero yo quisiera verte tan sólidamente establecida en la sociedad que fueras independiente incluso de Hartfield y de la señorita Woodhouse. Quiero verte bien relacionada y ello de un modo permanente... y para eso sería aconsejable que tuvieses tan pocas amistades infe­riores como fuera posible; y por lo tanto lo que te digo es que si aún sigues en la comarca cuando el señor Martin se case, sería preferible que tu intimidad con sus hermanas no te obligara a re­lacionarte con su esposa, que probablemente será la hija de un simple granjero, sin ninguna educación.


-Desde luego. Sí. Pero no creo que el señor Martin se case con alguien que no tenga un poco de educación y que no sea de bue­na familia. Sin embargo, no quiero decir con eso que te contradiga, yo estoy segura de que no sentiré ningún deseo de conocer a su esposa. Siempre tendré mucho afecto a sus hermanas, sobre todo a Elizabeth, y sentiría mucho dejar de tratarlas, porque han recibido tan buena educación como yo. Pero si él se casa con una mujer vulgar y muy ignorante claro está que haría mejor en no visitarla, si puedo evitarlo.


lunes, 9 de abril de 2012

EMMA Capítulo III

CAPÍTULO III


A su manera, al señor Woodhouse le gustaba la compañía. Le gustaba muchísimo que sus amistades fueran a verle; y se sumaban una serie de factores, su larga residencia en Hartfield y su buen carácter, su fortuna, su casa y su hija, haciendo que pudiese elegir las visitas de su pequeño círculo, en gran parte según sus gustos. Fuera de este círculo tenía poco trato con otras familias; su horror a trasnochar y a las cenas muy concurridas impedían que tuviera más amistades que las que estaban dispuestas a visitarle según sus conveniencias. Afortunadamente para él, Highbury, que in­cluía a Randalls en su parroquia, y Donwell Abbey en la parroquia vecina -donde vivía el señor Knightley- comprendía a muchas de tales personas. No pocas veces se dejaba convencer por Emma, e invitaba a cenar a algunos de los mejores y más elegidos, pero lo que él prefería eran las reuniones de la tarde, y a menos que en alguna ocasión se le antojase que alguno de ellos no estaba a la altura de la casa, apenas había alguna tarde de la semana en que Emma no pudiese reunir a su alrededor personas suficientes para jugar a las cartas.

Un verdadero aprecio, ya antiguo, dio entrada a su casa a los Weston y al señor Knightley; y en cuanto al señor Elton, un joven que vivía solo contra su voluntad, tenía el privilegio de poder huir todas las tardes libres de su negra soledad, y cambiarla por los refinamientos y la compañía del salón del señor Woodhouse y por las sonrisas de su encantadora hija, sin ningún peligro de que se le expulsara de allí.

Tras éstos venía un segundo grupo; del cual, entre los más asi­duos figuraban la señora y la señorita Bates, y la señora Goddard, tres damas que estaban casi siempre a punto de aceptar una invi­tación procedente de Hartfield, y a quienes se iba a recoger y se devolvía a su casa tan a menudo, que el señor Woodhouse no con­sideraba que ello fuese pesado ni para James ni para los caballos. Si sólo hubiera sido una vez al año, lo hubiera considerado como una gran molestia.

La señora Bates, viuda de un antiguo vicario de Highbury, era una señora muy anciana, incapaz ya de casi toda actividad, excep­tuando el té y el cuatrillo.
Vivía muy modestamente con su única hija, y se le tenían todas las consideraciones y todo el respeto que una anciana inofensiva en tan incómodas circunstancias puede suscitar. Su hija gozaba de una popularidad muy poco común en una mujer que no era ni joven, ni hermosa, ni rica, ni casada. La posición social de la señorita Bates era de las peores para que go­zara de tantas simpatías; no tenía ninguna superioridad intelectual para compensar lo demás o para intimidar a los que hubieran po­dido detestarla y hacer que le demostraran un aparente respeto. Nun­ca había presumido ni de belleza ni de inteligencia. Su juventud había pasado sin llamar la atención, y ya de edad madura se había dedicado a cuidar a su decrépita madre, y a la empresa de hacer con sus exiguos ingresos el mayor número posible de cosas. Sin embargo era una mujer feliz, y una mujer a quien nadie nombraba sin benevolencia. Era su gran buena voluntad y lo contentadizo de su carácter lo que obraba estas maravillas. Quería a todo el mundo, procuraba la felicidad de todo el mundo, ponderaba en seguida los méritos de todo el mundo; se consideraba a sí misma un ser muy afortunado, a quien se había dotado de algo tan valioso como una madre excelente, buenos vecinos y amigos, y un hogar en el que nada faltaba. La sencillez y la alegría de su carácter, su temperamen­to contentadizo y agradecido, complacían a todos y eran una fuente de felicidad para ella misma. Le gustaba mucho charlar de asuntos triviales, lo cual encajaba perfectamente con los gustos del señor Woodhouse, siempre atento a las pequeñas noticias y a los chismes inofensivos.



La señora Goddard era maestra de escuela, no de un colegio ni de un pensionado, ni de cualquier otra cosa por el estilo en donde se preten­de con largas frases de refinada tontería combinar la libertad de la ciencia con una elegante moral acerca de nuevos principios y nuevos sistemas, y en donde las jóvenes a cambio de pagar enormes sumas pierden salud y adquieren vanidad, sino una verdadera, honrada escue­la de internas a la antigua, en donde se vendía a un precio razonable una razonable cantidad de conocimientos, y a donde podía mandarse a las muchachas para que no estorbaran en casa, y podían hacerse un pequeña educación sin ningún peligro de que salieran de allí convertidas en prodigios. La escuela de la señora Goddard tenía muy buena reputación, y bien merecida, pues Highbury estaba conside­rado como un lugar particularmente saludable: tenía una casa es­paciosa, un jardín, daba a las niñas comida sana y abundante, en ve­rano dejaba que corretearan a su gusto, y en invierno ella misma les curaba los sabañones. No era, pues, de extrañar que una hilera de a dos de unas cuarenta jóvenes la siguieran cuando iba a la iglesia. Era una mujer sencilla y maternal, que había trabajado mu­cho en su juventud, y que ahora se consideraba con derecho a permitirse el ocasional esparcimiento de una visita para tomar el té; y como tiempo atrás debía mucho a la amabilidad del señor Wood­house, se sentía particularmente obligada a no desatender sus invi­taciones y a abandonar su pulcra salita, y pasar siempre que podía unas horas de ocio perdiendo o ganando unas cuantas monedas de seis peniques junto a la chimenea de su anfitrión.

Éstas eran las señoras que Emma podía reunir con mucha fre­cuencia; y estaba no poco contenta de conseguirlo, por su padre; aunque, por lo que a ella se refería, no había remedio para la ausencia de la señora Weston. Estaba encantada de ver que su padre parecía sentirse a gusto y muy contento con ella por saber arreglar las cosas tan bien; pero la apacible y monótona charla de aquellas tres mujeres le hacía darse cuenta que cada velada que pasaba de este modo era una de las largas veladas que con tanto temor había previsto.

Una mañana, cuando creía poder asegurar que el día iba a ter­minar de este modo, trajeron un billete de parte de la señora God­dard que solicitaba en los términos más respetuosos que se le permitiera venir acompañada de la señorita Smith; una petición que fue muy bien acogida; porque la señorita Smith era una muchacha de diecisiete años a quien Emma conocía muy bien de vista y por -quien hacía tiempo que sentía interés debido a su belleza. Contestó con una amable invitación, y la gentil dueña de la casa ya no temió la llegada de la tarde.

Harriet Smith era hija natural de alguien. Hacía ya varios años alguien la había hecho ingresar en la escuela de la señora Goddard, y recientemente alguien la había elevado desde su situación de co­legiala a la de huésped. En general, esto era todo lo que se sabía de su historia. En apariencia no tenía más amigos que los que se había hecho en Highbury, y ahora acababa de volver de una larga visita que había hecho a unas jóvenes que vivían en el campo y que habían sido sus compañeras de escuela.

Era una muchacha muy linda, y su belleza resultó ser de una clase que Emma admiraba particularmente. Era bajita, regordeta y rubia, llena de lozanía, de ojos azules, cabello reluciente, rasgos re­gulares y un aire de gran dulzura; y antes del fin de la velada Emma estaba tan complacida con sus modales como con su perso­na, y completamente decidida a seguir tratándola.

No le llamó la atención nada particularmente inteligente en el trato de la señorita Smith, pero en conjunto la encontró muy simpática -sin ninguna timidez fuera de lugar y sin reparos para ha­blar- y con todo sin ser por ello en absoluto inoportuna, sabiendo estar tan bien en su lugar y mostrándose tan deferente, dando mues­tras de estar tan agradablemente agradecida por haber sido admiti­da en Hartfield, y tan sinceramente impresionada por el aspecto de todas las cosas, tan superior en calidad a lo que ella estaba acos­tumbrada, que debía de tener muy buen juicio y merecía aliento. Y se le daría aliento. Aquellos ojos azules y mansos y todos aquellos dones naturales no iban a desperdiciarse en la sociedad inferior de Highbury y sus relaciones.



Las amistades que ya se había hecho eran indignas de ella. Las amigas de quien acababa de separarse, aunque fueran muy buena gente, debían estar perjudicándola. Eran una familia cuyo apellido era Martin, y a la que Emma conocía mucho de oídas, ya que tenían arrendada una gran granja del señor Knight­ley, y vivían en la parroquia de Donwell, tenían muy buena re­putación según creía -sabía que el señor Knightley les estimaba mucho- pero debían de ser gente vulgar y poco educada, en modo alguno propia de tener intimidad con una muchacha que sólo nece­sitaba un poco más de conocimientos y de elegancia para ser com­pletamente perfecta. Ella la aconsejaría; la haría mejorar; haría que abandonase sus malas amistades y la introduciría en la buena sociedad; formaría sus opiniones y sus modales. Sería una empresa interesante y sin duda también una buena obra; algo muy adecuado a su situación en la vida; a su tiempo libre y a sus posibilidades.

Estaba tan absorta admirando aquellos ojos azules y mansos, ha­blando y escuchando, y trazando todos estos planes en las pausas de la conversación, que la tarde pasó muchísimo más aprisa que de costumbre; y la cena con la que siempre terminaban esas reu­niones, y para la que Emma solía preparar la mesa con calma, es­perando a que llegara el momento oportuno, aquella vez se dispuso en un abrir y cerrar de ojos, y se acercó al fuego, casi sin que ella misma se diera cuenta. Con una presteza que no era habitual en un carácter como el suyo que, con todo, nunca había sido in­diferente al prestigio de hacerlo todo muy bien y poniendo en ello los cinco sentidos, con el auténtico entusiasmo de un espíritu que se complacía en sus propias ideas, aquella vez hizo los honores de la mesa, y sirvió y recomendó el picadillo de pollo y las ostras asa­das con una insistencia que sabía necesaria en aquella hora algo temprana y adecuada a los corteses cumplidos de sus invitados.

En ocasiones como ésta, en el ánimo del bueno del señor Wood­house se libraba un penoso combate. Le gustaba ver servida la mesa, pues tales invitaciones habían sido la moda elegante de su juventud; pero como estaba convencido de que las cenas eran perjudiciales para la salud, más bien le entristecía ver servir los platos; y mientras que su sentido de la hospitalidad le llevaba a alentar a sus invitados a que comieran de todo, los cuidados que le inspiraba su salud hacía que se apenase de ver que comían.

Lo único que en conciencia podía recomendar era un pequeño tazón de avenate claro como el que él tomaba, pero, mientras las señoras no tenían ningún reparo en atacar bocados más sabrosos, debía contentarse con decir:

-Señora Bates, permítame aconsejarle que pruebe uno de estos huevos. Un huevo duro poco cocido no puede perjudicar. Serle sabe hacer huevos duros mejor que nadie. Yo no recomendaría un huevo duro a nadie más, pero no tema usted, ya ve que son muy pequeños, uno de esos huevos tan pequeños no pueden hacerle daño. Señorita Bates, que Emma le sirva un pedacito de tarta, un pedacito chiquitín. Nuestras tartas son sólo de manzana. En esta casa no le daremos ningún dulce que pueda perjudicarle. Lo que no le aconsejo son las natillas. Señora Goddard, ¿qué le parecería medio vasito de vino? ¿Medio vasito pequeño, mezclado con agua? No creo que eso pueda sentarle mal.

Emma dejaba hablar a su padre, pero servía a sus invitados man­jares más consistentes; y aquella noche tenía un interés especial en que quedaran contentos. Se había propuesto atraerse a la señorita Smith y lo había conseguido. La señorita Wodhouse era un per­sonaje tan importante en Highbury que la noticia de que iban a ser presentadas le había producido tanto miedo como alegría... Pero la modesta y agradecida joven salió de la casa llena de gratitud, muy contenta de la afabilidad con la que la señorita Woodhouse la había tratado durante toda la velada; ¡incluso le había estrechado la mano al despedirse!

Continuará...