CAPÍTULO LI
ESTA carta no pudo dejar de conmover
a Emma. Y a pesar de estar predispuesta
en contra de él, se vio obligada a considerarle de un modo mucho más benévolo,
como ya había supuesto la señora Weston. Cuando llegó al lugar en el que
aparecía su propio nombre, el efecto se hizo irresistible; todo lo relativo a
ella era interesante, y casi cada línea de la carta que la concernía agradable;
y cuando cesó este motivo de interés, el tema siguió apasionándola por la
natural evocación del afecto que había profesado al joven y el poderoso
atractivo que tenía siempre para ella toda historia de amor. No se interrumpió
hasta haberlo leído todo; y aunque le era imposible dejar de reconocer que él
había obrado mal, opinaba que en el fondo su proceder había sido menos
censurable de lo que había imaginado... Y había sufrido tanto y estaba tan
arrepentido... y mostraba tanta gratitud para con la señora Weston, y tanto
amor para con la señorita Fairfax, y Emma era
entonces tan feliz, que no podía ser demasiado severa; y si en aquel momento Frank Churchill hubiese entrado en la habitación, ella le
hubiese estrechado la mano tan cordialmente como siempre.
Quedó
tan bien impresionada por la carta que cuando volvió el señor Knightley quiso
que él la leyera; estaba segura de que la señora Weston no se hubiera opuesto a
ello; sobre todo, tratándose de alguien que, como el señor Knightley, había
encontrado tan reprochable su conducta.
-Me
gustará leerla -dijo-. Pero parece que es un poco larga. Me la llevaré a casa y
la leeré esta noche.
Pero
esto no era posible. El señor Weston les visitaría aquella tarde y tenía que devolvérsela.
-Yo
preferiría hablar con usted -replicó él-; pero ya que, según parece, se trata
de una cuestión de justicia, la leeremos.
Empezó
la lectura... pero en seguida se interrumpió para decir: -Si hace unos meses me
hubieran ofrecido leer una de las cartas de este joven a su madrastra, le
aseguro, Emma, que no me lo hubiese tomado con
tanta indiferencia.
Siguió
leyendo para sí; y luego, con una sonrisa, comentó:
-¡Vaya!
Un encabezamiento de lo más ceremonioso... Es su manera de ser... El estilo de
uno no va a ser norma obligatoria para todos los demás... No seamos tan
exigentes.
Al
cabo de poco añadió:
-Yo
preferiría expresar mi opinión en voz alta mientras leo; así notaré que estoy
al lado de usted. No será perder el tiempo del todo; pero si a usted no le
gusta ...
-Sí,
sí, lo prefiero, de verdad.
El
señor Knightley reemprendió la lectura con mayor celo.
-Eso
de la «tentación» -dijo- cuesta creer que se lo tome en serio. Sabe que no
tiene razón, y carece de argumentos sólidos para convencer... Hizo mal... No
debería haberse prometido... «la predisposición de su padre...» No, no es
justo para con su padre... El señor Weston siempre ha puesto su carácter
impetuoso al servicio de empresas dignas y honrosas... Pero antes de intentar
conseguir algo, el señor Weston siempre se ha hecho merecedor de ello... Sí,
eso es verdad... No vino hasta que la señorita Fairfax estuvo ya aquí.
-Y
yo no he olvidado -dijo Emma-
lo seguro que
estaba usted de que si él hubiese querido, hubiera podido venir antes. Es usted
muy amable al pasar por alto este asunto... pero tenía usted toda la razón.
-Emma, yo no era totalmente imparcial
en mi juicio... pero, a pesar de todo. creo que... incluso si usted no hubiese
andado por en medio... yo también hubiese desconfiado de él.
Cuando
llegó al pasaje en que se hablaba de la señorita Woodhouse, se vio obligado a
leerlo todo en voz alta... todo lo relativo a ella, con una sonrisa; una
mirada; un movimiento de cabeza; una palabra o dos de asentimiento o de
desaprobación; o simplemente de amor, según requería la materia; sin embargo,
después de unos momentos de reflexión, concluyó diciendo muy seriamente:
-Muy
mal... aunque hubiese podido ser peor... Ha estado haciendo un juego muy
peligroso... ¡Tener tanta confianza en que el azar se lo va a solucionar todo!
No juzga bien la conducta que ha tenido con usted... En realidad se ha ido
dejando engañar por sus propios deseos, sin tener la menor consideración por
todo lo que no fuera su conveniencia... ¡Imaginarse que usted había descubierto
su secreto! ¡No puede ser más natural! Misterio... intriga... todo esto
enturbia el juicio... Mi querida Emma, ¿no cree
que todo nos demuestra cada vez con más evidencia, la belleza de la verdad y de
la sinceridad en nuestras mutuas relaciones?
Emma asintió, pero no pudo evitar
ruborizarse al pensar en Harriet,
a quien no podía
dar una explicación sincera de lo ocurrido.
-Es
mejor que siga erijo ella.
Así
lo hizo, pero en seguida volvió a interrumpir la lectura para exclamar:
-¡El
piano! ¡Ah! Eso es algo muy propio de un muchacho, de un muchacho de poca edad,
demasiado joven para comprender que a veces en un regalo así pesan más los
inconvenientes que la ilusión que produce. ¡Sí, es una idea de chiquillo! No
puedo concebir que un hombre se empeñe en dar a una mujer una prueba de su
afecto que sabe que ella preferiría no recibir; y sabía que de haber podido,
ella se hubiese opuesto a que le enviara el piano.
Tras
esto siguió leyendo durante unos minutos sin hacer ninguna otra pausa. La
confesión de Frank Churchill de que se había portado de un
modo vergonzoso fue la primera cosa que le incitó a dedicarle algo más que
unas escuetas palabras.
-Estoy
totalmente de acuerdo contigo, amigo mío -fue su comentario-. Se portó usted
de un modo imperdonable. En su vida ha escrito usted una frase más verdadera.
Y
después de leer,» que seguía diciendo acerca del
desacuerdo de ambos, y de su insistencia en obrar de un modo contrario a lo que
parecía más justo a Jane Fairfax, hizo una pausa más
larga para decir:
-Eso
es increíble... Obligarla por el interés de él a ponerse en una situación tan
difícil y tan incómoda, cuando su máxima preocupación hubiera debido ser
evitarle todo sufrimiento innecesario... Ella tenía que haber exigido una
igualdad de circunstancias. Y él tenía que haber respetado incluso los
escrúpulos poco fundados, en caso de que lo hubieran sido, que ella tuviese; y
todos eran muy fundados. A ella tenemos que atribuirle un error, y recordar que
obró muy mal consintiendo en aquel compromiso, tolerando el que se le pusiera
en una situación que sólo podía traerle sinsabores.
Emma sabía que ahora estaban llegando
al pasaje en que se hablaba de la excursión a Box Hill, y se sintió incómoda. Su actitud ¡había sido
tan poco digna en aquella ocasión! Se sentía profundamente avergonzada y un
poco temerosa de que él volviese a mirarla. Sin embargo lo leyó todo sin
pestañear, atentamente y sin hacer el menor comentario; exceptuando una rápida
mirada que dirigió a Emma, y que fue sólo instantánea,
porque tenía miedo de apenarla... no se hizo la menor alusión a Box Hill.
-La
delicadeza de nuestros buenos amigos, los Elton, no queda muy bien parada -fue
el siguiente comentario-. Comprendo la actitud de él. ¡Vaya! ¡De modo que ella
se decidió a romper definitivamente...! Un compromiso que sólo había traído
sinsabores y desdichas para los dos... que lo consideraba deshecho... ¡Cómo se
ve aquí que ella se daba cuenta de lo reprobable de la conducta de él! Bueno,
desde luego este muchacho es de lo más...
-Espere,
espere... Siga leyendo... Ya verá cómo él también ha sufrido mucho.
-Así
lo espero -replicó el señor Knightley fríamente, mientras volvía a absorberse
en la lectura de la carta-. ¿Smallridge? ¿Qué quiere decir? ¿Qué significa
todo eso?
-Ella
había aceptado un empleo de institutriz en casa de la señora Smallridge... una
íntima amiga de la señora Elton... que vive cerca de Maple Grove; y, dicho sea de paso, no sé cómo va a tomarse
este chasco la señora Elton.
-Mi
querida Emma, no me distraiga ya que me obliga
a leer... no me diga nada, ni siquiera de la señora Elton. Sólo falta una
página. Ya se acaba. ¡Vaya con la cartita del joven!
-Me
gustaría que la leyera con mejor predisposición para con él.
-Bueno,
parece que aquí hay un poco de sentimiento... Parece que se impresionó mucho al
verla enferma... Desde luego, no tengo la menor duda de que está enamorado de
ella. «Nos queremos más, mucho más que antes...» Confío en que sepa siempre
reconocer el valor de una reconciliación como ésta... ¡Ah! No puede ser más
generoso en dar las gracias... las distribuye a miles... «Más feliz de lo que
merezco...» ¡Vaya! Aquí demuestra que se conoce a sí mismo. «La señorita
Woodhouse me llama el niño mimado de la fortuna...» ¿Ah, sí? ¿Es así cómo le
llama la señorita Woodhouse? Y un bello final... Bueno, ya está. «Niño mimado
de la fortuna...» ¿Era así como usted le llamaba?
-No
parece usted haber quedado tan satisfecho como yo con esta carta; pero por lo
menos espero que le haya dado una idea más favorable de él. Confío en que
ahora tenga una opinión mejor.
-Sí,
desde luego. Puede acusársele de culpas graves, de egoísmo y de ligereza; y
estoy totalmente de acuerdo con él en que probablemente será más feliz de lo
que merece; pero como, a pesar de todo y sin ninguna duda, está realmente
enamorado de la señorita Faírfax, y espero que no tarde en gozar del privilegio
de estar constantemente con ella, estoy dispuesto a creer que su carácter
mejorará, y que gracias a ella adquirirá una firmeza y una delicadeza de
sentimientos que ahora no tiene. Y ahora déjeme hablarle de algo distinto. En
estos momentos mi corazón está tan interesado por otra persona, que no puedo
dedicar mucho tiempo más a pensar en Frank Churchill. Emma, desde que nos hemos separado
esta mañana, no he dejado de pensar en un problema.
Y
se lo planteó inmediatamente; la cuestión, expresada en un lenguaje llano,
sencillo y caballeresco, como el que el señor Knightley empleaba siempre
incluso con la mujer de quien estaba enamorado, era la de que cómo podía pedirle
que se casara con él, sin dañar por ello la felicidad de su padre. Emma tenía preparada la respuesta desde que él
pronunció la primera palabra.
-Mientras
mi padre viva no puedo pensar en cambiar de estado. No puedo abandonarle.
Sin
embargo, sólo una parte de esta respuesta fue admitida. El señor Knightley
estaba totalmente de acuerdo con ella en la imposibilidad de abandonar a su
padre. Pero no podía aceptar el que fuera inadmisible el que se produjese
cualquier otro cambio. Había estado pensando mucho en aquel asunto; al
principio había concebido la esperanza de lograr convencer al señor Woodhouse
para que se trasladase a Donwell junto con ella; se había empeñado en
considerarlo como algo factible, pero conocía demasiado bien al señor Woodhouse
como para poder engañarse a sí mismo durante mucho tiempo; y ahora confesaba
que estaba convencido de que este cambio de casa repercutiría en el bienestar
de su padre e incluso en su vida, que en modo alguno debía arriesgarse. ¡El
señor Woodhouse sacado de Hartfield! No, se daba cuenta de que era algo que no
debía intentarse. Pero el proyecto que había forjado, después de descartar el
otro, confiaba en que en ningún aspecto sería recusable por su querida Emma; se trataba de que él fuese admitido en
Hartfield; de que, mientras el bienestar de su padre -en otras palabras, su
vida- exigiese que Hartfield siguiera siendo el hogar de Emma, fuese también un hogar para él.
Emma también había reflexionado sobre
la posibilidad de trasladarse todos a Donwell; y también después de meditar,
había rechazado el proyecto; pero la otra alternativa no se le había ocurrido.
Se daba cuenta del afecto que demostraba por parte de él; se daba cuenta de que
al abandonar Donwell el señor Knightley sacrificaba gran parte de su independencia
en cuanto a horarios y a costumbres; y el vivir constantemente con su padre y
en una casa que no era la suya para él significarían muchas, muchísimas
molestias. Emma prometió que lo pensaría y le
aconsejó que él también siguiera pensándolo; pero el señor Knightley estaba
plenamente convencido de que por mucho que lo pensara no cambiaría sus deseos
ni su opinión en lo tocante a aquel asunto. Lo había estado meditando, según
aseguró, con tiempo y con calma; durante toda la mañana había estado rehuyendo
a William Larkins para poder estar a solas
con sus pensamientos.
-¡Ah!
-exclamó Emma-. Pero no ha pensado en un
inconveniente. Estoy segura de que a William Larkins
no le gustará la idea. Tendría que pedir su consentimiento antes de pedir el
mío.
Sin
embargo, Emma prometió que lo pensaría; y muy
poco después prometió además que lo pensaría con la intención de encontrar que
era una solución excelente.
Es
digno de notarse que Emma, al considerar ahora desde innumerables
puntos de vista la posibilidad de vivir en Donwell Abbey, en ningún momento tuvo la sensación de perjudicar a su sobrino Henry, cuyos derechos como posible heredero tiempo
atrás tanto la habían preocupado. Era forzoso pensar en la posible diferencia
que ello representaría para el niño; y sin embargo, al pensarlo, sólo se
dedicaba a sí misma una insolente y significativa sonrisa, y encontraba divertido
el reconocer los verdaderos motivos de su violenta oposición a que el señor
Knightley se casita con Jane Fairfax o con cualquier otra,
que entonces había atribuido exclusivamente a su solicitud como hermana y como
tía.
En
cuanto a aquella proposición suya, aquel proyecto de casarse y de seguir
viviendo en Hartfield... cuanto más lo pensaba más alicientes creía
encontrarle. Sus inconvenientes parecían disminuir, sus ventajas aumentar, y
el bienestar que proporcionaría a ambos parecía resolver todas las
dificultades. ¡Poder tener a su lado a un compañero como aquél en los momentos
de inquietud y de desaliento! ¡Un apoyo como aquél en todos los deberes y
cuidados que el tiempo debía irremisiblemente ir haciendo cada vez más penosos!
Su
felicidad hubiese sido perfecta de no ser por la pobre Harriet; pero cada una de las dichas que iba poseyendo
ella parecían representar un aumento de los sufrimientos de su amiga, a la que
ahora debían incluso excluir de Hartfield. La pobre Harriet, como medida de beneficiosa prudencia, debía
quedar al margen de aquel delicioso ambiente familiar con el que Emma ya soñaba. En todos los aspectos saldría perdiendo.
Emma no podía lamentar su futura
ausencia como algo. que echaría de menos para su bienestar. En aquel ambiente, Harriet sería siempre como un peso muerto; pero para
la pobre muchacha parecía una necesidad demasiado cruel tener que verse en una
situación de inmerecido castigo.
Por
supuesto que con el tiempo el señor Knightley sería olvidado, mejor dicho,
suplantado; pero no era lógico esperar que ello ocurriera en un plazo muy
breve. El señor Knightley no podía hacer nada para contribuir a la curación; no
podía hacer como el señor Elton. El señor Knightley, siempre tan amable, tan
comprensivo, tan afectuoso con todo el mundo, nunca merecería que se le
tributase un culto inferior al de ahora; y realmente era demasiado esperar,
incluso dé Harriet, que en un año pudiera llegar a
enamorarse de más de tres hombres.
CAPÍTULO LII
PARA
Emma fue un gran consuelo ver que Harriet estaba tan deseosa como ella de evitar
encontrarse. Sus relaciones ya eran bastante penosas por carta. ¡Cuánto peor
hubieran sido, pues, de haber tenido que verse!
Como
puede suponerse Harriet se expresaba prácticamente sin
hacer ningún reproche, sin dar la sensación de que se considerase ofendida; y
sin embargo Emma creía advertir en su actitud un
cierto resentimiento o algo que estaba muy próximo a ello, y que aún aumentaba
sus deseos de que no tuvieran un trato más directo... Quizá todo eran
imaginaciones suyas; pero ni un ángel hubiese dejado de sentir cierto
resentimiento ante un golpe como aquél.
No
tuvo dificultades para que Isabella
la invitase; y tuvo
la suerte de encontrar un pretexto satisfactorio para pedírselo sin necesidad
de recurrir a su inventiva. Harriet
tenía una muela
cariada, y ya hacía tiempo que quería ir a un dentista. La señora John Knightley se manifestó encantada de poder
serle útil; toda cuestión relacionada con médicos despertaba en ella el mayor
interés... y aunque no era aficionada a ningún dentista como al señor
Wingfield, se mostró inmediatamente dispuesta a aceptar a Harriet en su hogar... Una vez se hubo puesto de
acuerdo con su hermana, Emma lo propuso a su amiga, a quien
resultó fácil convencer... Harriet
iría a Londres;
estaba invitada por lo menos durante dos semanas; y el viaje lo efectuaría en
el coche del señor Woodhouse; se hicieron todos los preparativos, se resolvieron
todas las dificultades, y Harriet
no tardó en llegar
sana y salva a Brunswick
Square.
Ahora
Emma podía ya gozar tranquila de las
visitas del señor Knightley; ahora podía hablar y podía escuchar, sintiéndose
verdaderamente feliz, sin el aguijón de aquel sentimiento de injusticia, de
culpabilidad, de algo aún más doloroso, que la inquietaba cada vez que
recordaba que no muy lejos de ella en aquellos mismos momentos sufría un corazón
por unos sentimientos que ella misma había contribuido a desarrollar
equivocadamente.
Quizá
no era muy lógico que Emma considerase tan distinto el que Harriet estuviera en casa de la señora Goddard o en
Londres; pero al pensar que estaba en Londres se la imaginaba siempre distraída
por la curiosidad, ocupada, sin pensar en el pasado, sin ocasiones para
encerrarse en sí misma.
Emma no quería consentir que ninguna
otra preocupación viniera a substituir inmediatamente a la que había sentido
por Harriet. Tenía ante sí una confesión que
hacer, en la que nadie podía ayudarla... el confesar a su padre que estaba
enamorada; pero por el momento no había que pensar en ello... Había decidido
aplazar la revelación hasta que la señora Weston hubiese dado a luz. En
aquellos momentos no quería causar aún más preocupaciones a las personas que
quería... y hasta que llegase el momento que ella misma se había fijado, no
quería amargarse con tristes pensamientos... Disfrutaría por lo menos de dos
semanas de tranquilidad y de paz de espíritu para paladear aquellos intensos y
turbadores goces.
En
seguida decidió que, tanto por deber como por gusto, dedicaría media hora de
aquellos días de ocio espiritual, a visitar a la señorita Fairfax... Debía
ir... y sentía grandes deseos de verla; la semejanza de las situaciones en que
ambas se encontraban en aquellos momentos, aún daba más valor a todos los
demás motivos de buen entendimiento. Sería como un desagravio secreto; pero
indudablemente, el hecho de que ahora los proyectos para el futuro de las dos
fueran tan similares, no dejaría de aumentar el interés con que Emma acogería cualquier confidencia que Jane pudiese hacerle.
Y
hacia allí se dirigió... últimamente en una ocasión había llamado en vano a
aquella puerta, pero no había entrado en la casa desde la mañana del día que
siguió al de la excursión a Box
Hill, cuando la pobre
Jane se hallaba en un estado tan
lastimoso que la había llenado de compasión, a pesar de que entonces ni
sospechaba el peor de sus sufrimientos... El miedo a no ser bien recibida la
decidió, a pesar de que estaba segura de que la joven estaba en casa, a hacerse
anunciar y a esperar en el pasillo... Oyó cómo Patty anunciaba su visita, pero no se produjo ningún revuelo como el que la
otra vez la pobre señorita Bates hizo tan claramente inteligible... No; sólo
oyó la instantánea respuesta de: «Haga el favor de decirle que suba...» Y un
momento después salió a recibirla a la escalera la propia Jane, adelantándose apresuradamente a las demás,
como si no hubiese considerado suficiente ningún otro género de acogida... Emma nunca la había visto con un aspecto más
saludable, tan atractiva, tan bella. Todo en ella era equilibrio, alegría y
efusividad; en su porte y en sus modales parecía rebosar de todo lo que hasta
entonces le había faltado... Salió a su encuentro tendiéndole la mano; y dijo
en voz no muy alta, pero sí muy afectuosa:
-¡Qué
amable ha sido usted...! Señorita Woodhouse, no sé cómo expresarle... Espero
que me crea... Usted sabrá disculparme, porque ahora no encuentro las
palabras...
Emma quedó muy complacida, y no
hubiese tardado en encontrar ella las palabras adecuadas, de no contenerse al
oír la voz de la señora Elton, que llegó desde el salón, incitándola a resumir
todos sus sentimientos de amistad y de gratitud en un cariñosísimo apretón de
manos.
La
señora Bates estaba conversando con la señora Elton. La señorita Bates había
salido, lo cual explicaba la falta de revuelo a la llegada de la joven. Emma hubiese preferido que la señora Elton estuviese
en cualquier otro lugar menos allí; pero estaba en disposición de tener
paciencia con todo el mundo; y como la señora Elton la recibió con una
deferencia poco habitual en ella, confió en que la conversación podría
discurrir por cauces pacíficos.
Emma no tardó en creer adivinar los
pensamientos de la señora Elton, y en comprender por qué también ella estaba de
tan buen humor; la causa era la confidencia que acababa de hacerle la señorita
Fairfax, ya que creía que ella era la única en saber algo que aún era un
secreto para los demás. Emma creyó descubrir inmediatamente
indicios de esta suposición en la expresión de su rostro. Y mientras prestaba
atención a la señora Bates, y aparentaba escuchar las respuestas de la buena
anciana, vio que ella, con una especie de ostentoso misterio, doblaba una carta
que al parecer había estado leyendo en voz alta a la señorita Fairfax, y volvía
a guardarla en el bolso metálico pintado de purpurina que tenía a su lado,
mientras decía con significativos movimientos de cabeza:
-Bueno,
ya terminaremos cualquier otro día; a nosotras no nos faltarán ocasiones; y en
realidad ya te he leído lo esencial. Sólo quería demostrarte que la señora S.
acepta nuestras disculpas y no se ha ofendido. Ya ves qué mara villosamente escribe... ¡Oh, es una mujer
encantadora! Hubieses estado muy bien en su casa... Pero, ni una palabra más.
Seamos discretas... Es lo mejor que se puede hacer... ¡Ah! ¿Recuerdas aquellos
versos? En este momento no me acuerdo de qué poema son:
Cuando a una dama se menta
todo lo demás no cuenta.
Y ahora, querida, yo
digo: cuando se menta, no a una dama, sino a... Pero... ¡chist! A buen
entendedor... Creo que hoy estoy de buen humor, ¿verdad? Pero lo que quiero es
tranquilizarte respecto a la señora S... Ya ves que mi mediación la ha
apaciguado por completo.
Y,
en seguida, cuando Emma se limitó a volver la cabeza
para contemplar la labor que estaba haciendo la señora Bates, añadió en un
cuchicheo:
-Ya
te has fijado que no he citado ningún nombre... ¡Oh, no! Prudente y diplomática
como un ministro de Estado. Sé muy bien cómo llevar esas cosas.
A
Emma no le cabía la menor duda.
Aquello era una ostentosa exhibición, repetida hasta la saciedad en todas las
ocasiones posibles, de lo que ella creía un secreto para los demás. Después de
que todas hubieran hablado en buena armonía durante un rato, acerca del tiempo
y de la señora Weston, de pronto vio que la señora Elton se dirigía
inesperadamente a ella:
-¿No
le parece, señorita Woodhouse, que nuestra pícara amiguita se ha rehecho de un
modo prodigioso? ¿No le parece que es una curación que hace mucho honor al
señor Perry? -lanzando una significativa mirada de reojo a Jane-. Sí, sí, Perry ha hecho que se repusiera en un
tiempo increíblemente corto... ¡Oh! ¡Si la hubiera usted visto, como yo la vi,
en los días en que se encontraba peor!
Y
cuando la señora Bates dijo algo que distrajo la atención de Emma, añadió en un susurro:
-No,
no, no diremos nada de la ayuda que hayan podido prestar a Perry; no
diremos nada de cierto médico muy joven de Windsor... ¡Oh, no! Perry se llevará toda la fama.
Y
al cabo de unos momentos volvió a empezar:
-Me
parece, señorita Woodhouse, que no había tenido el placer de volverla a ver
desde la excursión a Box
Hill. ¡Qué
excursión más agradable! A pesar de todo en mi opinión faltaba algo. Parecía
como si... como si hubiera alguien un poco malhumorado... Al menos eso fue lo
que me pareció, pero pude muy bien equivocarme... Sin embargo, yo creo que salió lo suficientemente bien
como para tentarnos a repetir la salida. ¿Qué les parece si volvemos a
reunirnos los mismos y hacemos otra excursión a Box Hill, mientras dure el buen tiempo? Tienen que
venir los mismos, ¿eh? Exactamente los mismos... sin ninguna excepción.
Al
poco rato llegó la señorita Bates, y Emma no pudo
por menos de sonreír al ver la perplejidad con que respondió a su saludo, incertidumbre
debida, según supuso, a que dudaba de lo que podía decir y estaba impaciente
por decirlo todo.
-Muchas
gracias, señorita Woodhouse... Es usted toda bondad... Yo no sé cómo
expresarle... Sí, sí, comprendo perfectamente... los proyectos de nuestra
querida Jane... Bueno, río, no es que quiera decir...
Pero, se ha recuperado de un modo asombroso, ¿verdad? ¿Cómo sigue el señor
Woodhouse?... No sabe cuánto me alegro... sí, le aseguro que no está en mis
manos... Ya ve usted la pequeña reunión, tan feliz, que encuentra usted aquí...
Sí, sí, desde luego... ¡Qué joven más encantador...! Bueno, quiero decir...
¡qué amable! Me refiero al bueno del señor Perry... ¡Tan atento para con Jane!
Y
por su efusividad, por sus extraordinarias manifestaciones de gratitud y de
alegría, al ver que la señora Elton les había visitado, Emma dedujo que en la Vicaría se habían mostrado un tanto resentidos por la
decisión de Jane, y que ahora se habían allanado
los obstáculos. Y tras unos cuantos cuchicheos más, de los que Emma no pudo enterarse de nada, la señora Elton,
hablando en voz más alta, dijo:
-Pues
sí, ya ve que aquí estoy, mi buena amiga; y hace ya tanto rato que he venido,
que antes que nada considero necesario dar una explicación; pero la verdad es
que estoy esperando a mi dueño y señor. Me prometió que vendría a buscarme, y
aprovecharía la ocasión para saludarlas.
-¿Qué
dice usted? ¿Que vamos a tener el gusto de recibir la visita del señor Elton?
Eso sí que se lo agradeceremos... Porque yo ya sé que a los caballeros no les
gusta hacer visitas por la mañana, y el señor Elton está tan ocupado...
-Pues
sí, le aseguro, señorita Bates, que lo está mucho... En realidad está ocupado
todo el día, desde la mañana a la noche... Es incontable la gente que va a
verle por una razón u otra... Magistrados, superintendentes, capilleres, todos
quieren pedir su opinión. Parece que no sepan hacer nada sin él. Hasta el punto
que yo muchas veces le digo: «Francamente, es mejor que te molesten a ti que a
mí; yo sólo con la mitad de todos estos importunos ya no sabría dónde tengo mis
lápices ni mi piano...» Aunque la verdad es que no creo que las cosas pudieran
ir peor, porque he abandonado completamente, de un modo imperdonable, el dibujo
y la música... Me parece que hace dos semanas que no he tocado ni una nota...
Sin embargo, va a venir, se lo digo yo; sí, sí, él tiene intención de
saludarlas a todas.
Y
poniéndose la mano junto a la boca, como para evitar que Emma oyese sus palabras, añadió:
-Es
para darles la enhorabuena, ¿saben? ¡Oh, sí! Es algo completamente
indispensable.
La
señorita Bates se esponjó de felicidad.
-Me
prometió que vendría a buscarme tan pronto como terminara de hablar con
Knightley; porque él y Knightley han tenido que reunirse para asuntos muy
importantes... El señor E. es el brazo derecho de Knightley.
Emma no hubiese sonreído por nada del
mundo, y se limitó a decir:
-¿Ha
ido a pie a Donwell el señor Elton? Pues habrá pasado calor.
-¡Oh,
no! La entrevista era en la Hostería de la Corona, una de esas reuniones
periódicas; también estarán con ellos Weston y Cole; pero sólo vale la pena hablar de los que lo dirigen... Estoy segura de
que tanto el señor E. como Knightley saben muy bien lo que se hacen.
-¿No
se equivoca usted de día? -preguntó Emma-. Yo casi
estoy segura de que la reunión de la Corona no se celebrará hasta mañana. El
señor Knightley estuvo en Hartfield ayer, y dijo que iba a ser el sábado.
-¡Oh,
no! Seguro que la reunión es hoy -fue la brusca respuesta que demostraba la
imposibilidad de que la señora Elton cometiese ninguna equivocación-. Estoy
convencida -siguió diciendo- de que tiene más conflictos en todo el país. En Maple Grove ni siquiera sabíamos lo que eran esas cosas.
-Es
que su parroquia debía de ser pequeña -dijo Jane.
-Pues
mira, querida, eso no lo sé, porque nunca oí hablar de la cuestión.
-Pero
se ve por lo pequeña que es la escuela, que según dice usted, está dirigida
por su hermana y por la señora Bragge; la única escuela que hay, y que sólo
tiene veinticinco niños.
-¡Ah!
¡Qué lista eres! Tienes toda la razón. ¡Qué inteligencia más despierta la tuya!
Te digo, Jane, que de las dos saldría una mujer
perfecta. Con mi vivacidad y tu solidez lograríamos la perfección... Y no es
que yo me atreva a insinuar que no haya personas que ya te consideren
perfecta... Pero... ¡chist! No añadamos ni una palabra más.
Prudencia
que parecía innecesaria; Jane
estaba deseando
hablar, no con la señora Elton, sino con la señorita Woodhouse, como ésta veía
claramente; su voluntad de prestarle más atención, dentro de lo que permitía la
cortesía, no podía ser más evidente, aunque en la mayoría de las ocasiones no
pudiese manifestarse más que por medio de miradas.
Hizo
su aparición el señor Elton. Su esposa le recibió con su característica y
chispeante vivacidad.
-¡Vaya,
muy bonito! Hacerme venir hasta aquí para que esté molestando a mis amigos, y
tú apareces mucho más tarde de lo que me habías dicho que vendrías... ¡Ay!
Estás tan seguro de tener una esposa sumisa... Ya sabías que no iba a moverme
hasta que apareciese mi dueño y señor... Y aquí me he estado una hora entera,
dando ejemplo a estas jóvenes de auténtica obediencia conyugal... porque,
quién sabe, a lo mejor no van a tardar mucho en tener que practicar esta
virtud.
El señor Elton estaba tan acalorado
y tan cansado que dio la impresión de que con él su esposa estaba
desperdiciando su ingenio. Antes que nada tenía que saludar a las demás
señoras; y luego lo primero que hizo fue lamentarse del calor que había pasado
y de la caminata que había hecho inútilmente.
-Cuando
llegué a Donwell -dijo- resultó que Knightley no estaba allí. ¡Qué raro! ¡No
puedo explicármelo! Después de la nota que le envié esta mañana, y de la
respuesta que me devolvió diciéndome que estaría seguro en su casa hasta la
una.
-¡Donwell!
-exclamó su esposa-. Mi querido señor E., tú no has estado en Donwell; querrás
decir la Corona; debes de venir de la reunión de la Corona.
-No,
no, eso será mañana; y precisamente quería ver a Knightley hoy para hablarle de
la reunión... ¡Uf! Esta mañana hace un calor espantoso... He ido andando a
campo través -hablaba en un tono ofendido- y aún he pasado mucho más calor. ¡Y
luego para no encontrarle en casa! Les aseguro que estoy muy enojado. Y sin
dejar ninguna disculpa, ni una nota. El ama de llaves me ha dicho que no sabía
que yo tuviera que venir... ¡Qué extraño es todo esto! Y nadie sabía dónde
había' ido. Quizás a Hartfield, quizás a Abbey Mill, quizás
a los bosques... Señorita Woodhouse, eso no es propio de nuestro amigo
Knightley... ¿Usted se lo explica?
Emma se divertía asegurando que
realmente era muy raro, y que no sería ella quien intentase defenderle.
-No
puedo comprender -dijo la señora Elton, sintiendo la ofensa como debía
sentirla una buena esposa-, no puedo comprender cómo ha podido hacerte una cosa
semejante, precisamente él... La última persona del mundo que yo hubiese
esperado que tuviese un olvido así. Mi querido señor E., por fuerza ha tenido
que dejarte un recado, estoy segura; ni siquiera Knightley ha podido hacer una
cosa tan disparatada; y los criados se han olvidado. Puedes estar seguro de que
eso es lo que ha ocurrido; y es muy probable que haya ocurrido así, por los
criados de Donwell, que, según he podido observar muy a menudo, son todos muy
torpes y descuidados. Por nada del mundo quisiera yo tener a mi servicio a un
criado como Harry. Y en cuanto a la señora Hodges,
Wright la tiene en muy mal concepto... prometió a Wright una receta y nunca se
la envía.
-Cuando
estaba cerca de Donwell -siguió diciendo el señor Elon- encontré a William Larkins, y me dijo que no iba a encontrar su
amo en casa, pero yo no le creí... William parecía
más bien de mal humor. Me dijo que no sabía lo que le pasaba a su amo en estos últimos
tiempos, pero que no había modo de sacarle ni una palabra; o no tengo nada que
ver con las quejas de William,
pero es que era muy
importante que viese hoy mismo al señor Knightley; y por lo tanto es un
contratiempo muy serio para mí haber hecho la caminata con este calor, total para nada.
Emma comprendió que lo mejor que
podía hacer era volver en se;uida a su casa. Con toda seguridad, en aquellos
momentos alguien e estaba esperando allí. Quizás así pudiera lograrse que el
señor Knighley fuera más amable con el señor Elton, si no con William Larkins.
Al
despedirse, se alegró mucho de ver que la señorita Fairfax salía con ella de la estancia para acompañarla hasta la
misma puerta de la salle; se le ofrecía así una oportunidad que aprovechó inmediatamente
para decir:
-Tal
vez es mejor que no haya habido ocasión. De no estar en compañía de otros
amigos, me hubiese visto tentada a abordar algún asunto, a hacer preguntas, a
hablar con más franqueza de lo que quizás hubiese sido estrictamente
correcto... Comprendo que sin duda subiera sido impertinente...
-¡Oh!
-exclamó Jane, ruborizándose y mostrando una
incertidumbre que a Emma le pareció que le sentaba
infinitamente mejor que toda la elegancia de su habitual frialdad-. No había
ningún peligro. El único peligro hubiese sido que yo la aburriese. No podía
usted hacerme más feliz que expresando un interés... La verdad, señorita
Voodhouse -hablando ya con más calma-, soy muy consciente de lue he obrado mal, muy mal, y por eso mismo me
resulta mucho más consolador el que aquellos de mis amigos cuya buena
opinión vale más la pena de conservar, no están enojados hasta el punto le
que... No tengo tiempo para decirle ni la mitad de lo que quería explicarle.
No sabe lo que deseo disculparme, excusarme, decir algo que me justifique. Creo
que es mi deber. Pero por desgracia... Sí, a pesar de su
comprensión, no puede usted admitir que seamos siendo amigas...
-¡Oh,
por Dios! Es usted demasiado escrupulosa -exclamó Emma efusivamente, cogiéndole la mano-. No tiene que darme ninguna excusa;
y todo el mundo a quien podría usted pensar que se las debe, está tan
satisfecho, incluso tan complacido...
-Es
usted muy amable, pero yo sé cómo me he portado con usted... ¡De un modo tan
frío, tan artificial! Estaba siempre representando mi papel... ¡Era una vida de
disimulos! Ya sé que ha tenido que disgustarse conmigo...
-Por
Dios, no diga nada más. Yo pienso que todas las excusas debería dárselas yo.
Perdonémonos ahora mismo la una a la otra. Y es mejor que lo que tengamos que decirnos
lo digamos lo antes posible, y creo que en eso no vamos a perder el tiempo en
cumplidos. Supongo que habrá tenido buenas noticias de Windsor.
-Muy
buenas.
-Y
las próximas supongo que serán que vamos a perderla, ¿no? Precisamente ahora
que empezaba a conocerla.
-¡Oh!
De eso todavía no puede pensarse en nada. Me quedaré aquí hasta que me reclamen
el coronel y la señora Campbell.
-Quizá
todavía no puede decidirse nada -replicó Emma sonriendo-,
pero, si no me equivoco, ya tiene que pensarse en todo.
Jane le devolvió la sonrisa mientras
contestaba:
-Sí,
tiene razón; ya hemos pensado en ello. Y le confesaré (porque estoy segura de
su discreción) que ya está decidido que el señor Churchill y yo viviremos en Enscombe. Por lo menos
habrá tres meses de luto riguroso; pero una vez haya pasado este tiempo,
espero que ya no haya que esperar nada más.
-Gra cias, muchas gracias... Eso es justamente lo que yo quería saber con
certeza... ¡Oh! ¡Si supiese usted cuánto me gustan las situaciones francas y
claras...! Adiós, adiós...
CAPÍTULO LIII
TODOS los amigos de la señora Weston tuvieron una gran alegría con su feliz
alumbramiento. Y para Emma, a la satisfacción de saber que
todo había ido perfectamente bien, se añadió la de que su amiga hubiese sido
madre de una niña. Ella había manifestado sus preferencias por una señorita
Weston. No quería reconocer que era con vistas a una futura boda con alguno de
los hijos de Isabella; sino que decía que estaba convencida
de que una niña iba a ser mucho mejor tanto para el padre como para la madre.
Sería una gran ilusión para el señor Weston, que empezaba a envejecer... y diez
años más tarde, cuando el señor Weston tuviera ya una edad más avanzada, vería
alegrado su hogar por los juegos y las ocurrencias, los caprichos y los antojos
de aquella niña que pertenecería propiamente a la casa; y en cuanto a la señora
Weston... nadie podía dudar de lo que iba a significar para ella una hija; y
hubiese sido una lástima que una maestra tan buena como ella no hubiese podido
volver a enseñar.
-Ha
tenido la suerte de haber podido practicar conmigo -decía Emma-, como la baronesa de Almane con la condesa de Ostalis, en Adelaida y Teodora, de Madame de Genlis, y ahora veremos cómo sabe educar mejor a su pequeña
Adelaida.
-Ya
verá -replicó el señor Knightley- cómo le consentirá incluso más de lo que le
consentía a usted, y estará convencida de que no le consiente nada. Ésta será
la única diferencia.
-¡Pobre
criatura! -exclamó Emma-. Entonces, ¿qué va a ser de ella?
-No
hay que alarmarse mucho. Es el destino de millares de niños. Durante su niñez
estará muy mal criada, y a medida que vaya creciendo se corregirá a sí misma.
Ya no soy severo con los niños mimados, mi querida Emma. Yo que le debo a usted toda mi felicidad, ¿no sería una ingratitud
monstruosa ser severo para con los niños mimados?
Emma se echó a reír y replicó:
-Pero
yo tenía la ayuda de todos sus esfuerzos para contrarrestar la excesiva
benevolencia de los demás. Dudo que sin usted, sólo con mi sentido común,
hubiese llegado a enmendarme.
-¿De
veras? Yo no tengo la menor duda. La naturaleza le dotó de inteligencia. La
señorita Taylor le inculcó buenos principios. Tenía
usted que terminar bien. Mi intervención tanto podía hacerle daño como
beneficiarla. Era lo más natural del mundo que pensara: ¿Qué derecho tiene a
sermonearme? Y me temo que era también lo más natural que pensase que yo lo
hacía de un modo desagradable. No creo haberle hecho ningún bien. El bien me lo
hice a mí mismo al convertirla a usted en el objeto de mis pensamientos más
afectuosos. No podía pensar en usted sin mimarla, con defectos y todo; y a fuerza
de encariñarme con tantos errores creo que he estado enamorado de usted por lo
menos desde que tenía trece años.
-Yo
estoy segura de que me ha hecho mucho bien -dijo Emma-. Muchas veces me dejaba influir por usted... muchas más veces de lo que
quería reconocer en aquellos momentos. Estoy completamente convencida de que
me ha servido de mucho. Y si a la pobre Anna Weston
también van a mimarla, haría usted una gran obra de caridad haciendo por ella
todo lo que ha hecho por mí... excepto enamorarse de ella cuando tenga trece
años.
-¡Cuántas
veces, cuando era usted una niña, me ha dicho con una de sus miradas
arrogantes: «Señor Knightley, voy a hacer esto y aquello; papá dice que me
deja»; o «La señorita Taylor me ha dado permiso»... Algo que
usted sabía que yo no iba a aprobar. En estos casos, al intervenir yo le daba
dos malos impulsos en vez de uno.
-¡Qué
niña más encantadora debía de ser! No me extraña que usted recuerde mis
palabras de un modo tan cariñoso.
-«Señor
Knightley». Siempre me llamaba «señor Knightley»; y con la costumbre dejó de
sonar tan respetuoso... Y sin embargo lo es. Me gustaría que me llamara de algún otro modo, pero no sé cómo.
-Recuerdo
que una vez, hace unos diez años, en una de mis encantadoras rabietas le llamé
«George»; lo hice porque creí que iba a
ofenderse; pero como usted no protestó nunca más volví a llamarle así.
-Y
ahora, ¿no puede llamarme «George»?
-¡Oh, no, imposible! Yo sólo puedo llamarle «señor
Knightley». Ni siquiera le prometo igualar la elegante concisión de la señora
Elton llamándole «señor K.»... Pero le prometo -añadió en seguida riéndose y
ruborizándose al mismo tiempo-, le prometo que le llamaré una vez por su nombre
de pila. No puedo decirle cuándo, pero quizá sea capaz de adivinar dónde... en
aquel lugar en el que dos personas aceptan vivir unidos en la fortuna y la
adversidad.
Emma lamentaba no poder hablarle con
más franqueza de uno de los favores más importantes que él, con su gran sentido
común, hubiese podido hacerle, aconsejándole de modo que le hubiese evitado
incurrir en la peor de todas sus locuras femeninas: su empeño en intimar con Harriet Smith; pero era una cuestión demasiado delicada; no
podía hablar de ella. En sus conversaciones sólo muy raras veces mencionaban a Harriet. Por su parte ello podía atribuirse
simplemente a que no se le ocurría pensar en la muchacha; pero Emma se inclinaba a atribuirlo a su tacto y a las
sospechas que debía de tener, por ciertos detalles, de que la amistad entre
ambas amigas comenzaba a declinar. Se daba cuenta de que en cualquier otra
circunstancia era lógico esperar que se hubiesen carteado más, y que las
noticias que tuviera de ella no tuviesen que ser exclusivamente, como entonces
ocurría, las que Isabella incluía en sus cartas. P-1
también debía haberlo advertido. La desazón que le producía el verse obligada a
ocultarle algo era casi tan grande como la que sentía por haber hecho desgraciada
a Harriet.
Las
noticias que Isabella le daba acerca de su invitada
eran las que cabía esperar; a su llegada le había parecido de mal humor, lo
cual le pareció totalmente natural teniendo en cuenta que les estaba esperando
el dentista; pero una vez solucionado aquel contratiempo, no tenía la impresión
de que Harriet se mostrara distinta a como ella
la había conocido antes... Desde luego, Isabella no era
un observador muy penetrante; sin embargo, si Harriet no se hubiera prestado a jugar con los niños,
su hermana no hubiese podido dejar de darse cuenta; Emma disfrutaba más de sus consuelos y de sus esperanzas sabiendo que la
estancia de Harriet en Londres iba a ser larga; las
dos semanas probablemente iban a convertirse por lo menos en un mes. El señor y
la señora John Knightley volverían a Highbury
en agosto, y la habían invitado a quedarse con ellos hasta entonces para
regresar todos juntos.
-John ni siquiera menciona a su amiga -dijo el señor Knightley-. Aquí traigo
su contestación por si quiere leerla.
Era
la respuesta a la carta en la que le anunciaba su propósito de casarse. Emma la aceptó rápidamente, llena de curiosidad
por saber lo que diría de aquello y sin preocuparse lo más mínimo por la noticia
de que no mencionaba a su amiga.
-John comparte mi felicidad como un verdadero hermano -siguió diciendo el
señor Knightley-, pero no es de los que gastan cumplidos; y aunque sé
perfectamente que siente por usted un cariño auténticamente fraternal, es tan
poco amigo de los halagos que cualquier otra joven podría pensar que es más
bien frío en sus elogios. Pero yo no tengo ningún miedo de que lea lo que
escribe.
-Escribe
como un hombre muy juicioso -replicó Emma, una vez
hubo leído la carta-. Me inclino ante su sinceridad. Se ve claramente que
opina que de los dos en esta boda el más afortunado voy a ser yo, pero que no
deja de tener ciertas esperanzas de que con el tiempo llegue a ser tan digna de
mi futuro marido como usted me considera ya. Si hubiese dicho algo que diera a
entender otra cosa no le hubiese creído.
-Mi
querida Emma, él no-ha querido decir esto.
Sólo ha querido decir que...
-Su
hermano y yo diferiríamos muy poco en nuestra opinión acerca del valor dé
nosotros dos -le interrumpió ella con una especie de sonrisa pensativa-, quizá
mucho menos de lo que él cree, si pudiéramos discutir la cuestión, sin
cumplidos y con toda franqueza.
-Emma, mi querida Emma...
-¡Oh! -exclamó ella, mostrándose más alegre-, si se
imagina usted que su hermano es injusto para conmigo, espere a que mi querido
padre conozca nuestro secreto y dé su opinión. Puede estar seguro de que él aún
será mucho más injusto con usted. Le parecerá que todas las ventajas estarán de
su lado; y que yo tengo todas las cualidades. Espero que para él no me
convertiré inmediatamente en su «pobre Emma»... Su
compasión por los méritos ignorados suele reducirse a eso.
-No
sé -dijo él-, sólo deseo que su padre se convenza, aun que sólo sea la mitad
de fácilmente de lo que John se convencerá, de que tenemos todos los derechos que la igualdad de
méritos puede proporcionar para ser felices juntos. Hay una cosa en la carta de
John que me resulta divertida. ¿No la ha notado?
Aquí, donde dice que mi noticia no le ha cogido del todo por sorpresa, que casi
estaba esperando que le anunciase algo por el estilo.
-Pero
si no interpreto mal a su hermano, sólo se refiere a que tuviera usted
proyectos de casarse. No pensaba ni remotamente en mí. Parece que esto le haya
pillado totalmente desprevenido.
-Sí,
sí... pero me resulta divertido que haya sabido ver tan claro en mis sentimientos.
No sé qué es lo que puede haberle hecho suponer eso. No atino qué puede haber
visto de distinto en mi modo de ser o en mi conversación como para hacerle
pensar que estaba más predispuesto a casarme que en cualquier otra época de mi
vida... Pero supongo que algo debió de ver. Me atrevería a decir que ha notado
la diferencia estos días que he pasado en su casa. Supongo que no jugué con los
niños tanto como de costumbre. Recuerdo una tarde en que los pobres chiquillos
dijeron: «Ahora el tío siempre parece que está cansado.»
Había
llegado el momento en que la noticia debía comunicarse y ver cómo reaccionaban
otras varias personas. Tan pronto como la señora Weston se hubo repuesto lo
suficiente como para recibir la visita del señor Woodhouse, Emma, pensando que los persuasivos argumentos de
su amiga podían influir favorablemente en su padre, decidió dar primero la
noticia en su casa, y luego en Randalls... Pero
¿cómo iba a hacer aquella confesión a su padre? Había resuelto decírselo cuando
el señor Knightley estuviera ausente, o cuando su corazón no pudiera guardar
por más tiempo el secreto y se viera forzada a revelarlo; entonces preveía la
llegada del señor Knightley al poco rato, y él sería el encargado de completar
la labor de convencimiento iniciada por ella... Tenía que hablar, y hablar
además de un modo alegre. No debía emplear un tono melancólico dando la
impresión de que era como una desgracia para él. No debía parecer que Emma lo considerase como un mal para su padre...
Haciéndose fuerte, le preparó pues para recibir una noticia inesperada, y
luego en pocas palabras le dijo que si él le concedía su consentimiento y su
aprobación... lo cual no dudaba que él otorgaría sin inconvenientes, ya que
aquello no tenía otro objeto que hacerles más felices a todos... ella y el
señor Knightley pensaban casarse; de este modo Hartfield contaría con un
habitante más, una persona que era la que su padre más quería, como ella sabía
perfectamente, después de sus hijas y de la señora Weston.
¡Pobre
hombre! De momento tuvo un susto considerable e intentó disuadir a su hija por
todos los medios. Le recordó una y otra vez que siempre había dicho que no
pensaba casarse, y le aseguró que para ella sería muchísimo mejor quedarse
soltera; y le habló de la pobre Isabella y de
la pobre señorita Taylor... Pero todo fue en vano. Emma le abrazaba cariñosamente, le sonreía y le
repetía que tenía que ser así; y que no podía considerar su caso como el de Isabella y el de la señora Weston, cuyas bodas, al
obligarlas a abandonar Hartfield, habían significado un cambio de vida tan
triste; ella no se iría de Hartfield; se quedaría siempre allí; si se
introducía algún cambio en la casa era solamente con miras a su bienestar; y
estaba completamente segura de que él sería mucho más feliz teniendo siempre
al lado al señor Knightley, una vez se hubiese acostumbrado a la idea... ¿No
apreciaba mucho al señor Knightley? No podía negar que sí que le apreciaba,
estaba segura de ello. ¿Con quién quería siempre consultar las cuestiones de
negocios sino con el señor Knightley? ¿Quién le prestaba tantos servicios,
quién estaba siempre dispuesto a escribirle sus cartas, quién le ayudaba de tan
buen grado en todas las cosas? ¿Quién era más amable, más atento, más fiel que
él? ¿No le gustaría tenerle siempre en casa? Sí; ésta era la pura verdad. Nunca
se cansaba de recibir las visitas del señor Knightley; le gustaría verle cada
día; pero hasta entonces había estado viéndole casi cada día... ¿Por qué no
podía ser todo igual que hasta ahora?
El
señor Woodhouse no se dejó convencer en seguida; pero lo peor ya había pasado,
la idea ya estaba lanzada; el tiempo y el insistir continuamente debían hacer
lo demás... A los persuasivos argumentos de Emma sucedieron los del señor Knightley, cuyos grandes elogios de ella
contribuyeron a dar una perspectiva más favorable a la proposición; y el señor
Woodhouse pronto se acostumbró a que uno y otro le hablaran continuamente del
asunto en todas las ocasiones propicias... Ambos contaron con todo el apoyo que
Isabella podía prestarles mediante cartas
en las que expresaba su más decidida aprobación; y en la primera ocasión que
tuvo la señora Weston para hablarle del asunto no dejó de presentar el proyecto
en los términos más favorables... en primer lugar como una cosa ya decidida, y
en segundo, como algo beneficioso... ya que era muy consciente de que ambos
argumentos tenían casi el mismo valor para el señor Woodhouse... Llegó a
convencerse de que no podía ser de otro modo; y todo el mundo por quien solía
dejarse aconsejar le aseguraba que aquella boda sólo contribuiría a hacerle más
feliz. En su fuero interno casi llegó a admitir aquella posibilidad... y empezó
a pensar que un día u otro... quizá dentro de un año o de dos... no sería una
gran desgracia el que se celebrara aquel matrimonio.
La
señora Weston decía lo que pensaba, no tenía que fingir al declararse en favor
del proyecto de boda... Al principio había tenido una gran sorpresa; pocas
veces la había tenido mayor que cuando Emma le reveló
el secreto; pero era algo en lo que sólo veía un aumento de felicidad para
todos, y no tuvo ningún reparo en convertirse en acérrima defensora del
proyecto... Sentía tanto afecto por el señor Knightley que le creía merecedor
incluso de casarse con su querida Emma; y en
todos los aspectos era una unión tan adecuada, tan conveniente, tan
inmejorable, y en un aspecto en concreto, quizás el más importante, tan
particularmente deseable, una elección tan afortunada, que parecía como si Emma no hubiese debido sentirse atraída por ningún
otro hombre, y que hubiese sido la más necia de las mujeres si no hubiera
pensado en él y no hubiera deseado casarse con él desde hacía ya mucho
tiempo... ¡Qué pocos hombres cuya posición les hubiera permitido pensar en Emma, hubiesen renunciado a su propia casa por
Hartfield! ¡Y quién como el señor Knightley podía conocer y soportar al señor
Woodhouse hasta el punto de conseguir que una decisión como aquélla fuese algo
hacedero! Los Weston siempre habían tenido que plantearse el problema de lo
que debía hacerse con el pobre señor Woodhouse, cuando forjaban planes acerca
de un posible matrimonio entre Frank y Emma... Cómo conciliar los intereses de Enscombe y de
Hartfield había sido siempre uno de los inconvenientes más graves con que habían
tropezado... el señor Weston no solía darle tanta importancia como su esposa...
pero, con todo, nunca había sido capaz de solucionar la cuestión sino
diciendo:
-Esas
cosas se solucionan solas; ellos ya encontrarán el modo de resolverlo.
Pero
en aquel caso no era necesario aplazar ningún conflicto ni hacer vagas
suposiciones sobre el futuro. Todo resultaba satisfactorio, claro, perfecto.
Nadie hacía un sacrificio digno de ese nombre. Era una boda que ofrecía las
máximas perspectivas de felicidad, y en la que no existía ninguna dificultad
efectiva, razonable para que nadie se opusiese a ella, o para que fuera preciso
aplazarla.
La
señora Weston teniendo a su hija en el regazo, y pudiendo hacerse todas estas
reflexiones, era una de las mujeres más felices del mundo. Y si algo existía
que pudiese aumentar aún más su dicha, era el advertir que el primer juego de
gorritos no tardaría mucho en venirle pequeño a la niña.
Cuando
se difundió la noticia constituyó una sorpresa para todos; y durante cinco
minutos el señor Weston fue uno de los más sorprendidos; pero cinco minutos
bastaron para que su viveza mental le familiarizara con la idea... En seguida
vio las ventajas de aquella boda, y su alegría no fue inferior a la de su
esposa; pero no tardó en olvidar el asombro que le había producido la noticia;
y al cabo de una hora casi estaba a punto de creer que él siempre había imaginado
que acabaría ocurriendo una cosa así.
-Supongo
que tiene que ser un secreto -dijo-. Esas cosas siempre tienen que ser un
secreto, hasta que uno se entera que todo el mundo las sabe. Sólo quiero saber
cuándo se puede hablar de la boda... No sé si Jane tendrá alguna sospecha...
Al
día siguiente por la mañana fue a Highbury y disipó sus dudas acerca de este
punto. Le comunicó las nuevas; ¿no era Jane como una
hija suya, una hija ya mayor? Tenía que decírselo; y como la señorita Bates
estaba presente, como es lógico, no tardó en enterarse la señora Cole, la señora Perry, e inmediatamente después la
señora Elton; era el tiempo que habían previsto los protagonistas del hecho;
por la hora en que se enteraron en Randalls, habían
calculado lo que tardaría en saberlo todo Highbury; y con gran intuición
habían supuesto que aquella noche sólo se hablaría de ellos en todas las
familias de los alrededores.
En
general todo el mundo aprobó calurosamente el proyecto de boda. Unos pensaron
que el afortunado era él, otros que la afortunada era ella. Unos aconsejarían
que se trasladasen todos a Donwell y que dejaran Hartfield para John Knightley y su familia; y otros auguraban
disputas entre los criados de ambas casas; pero en conjunto nadie puso
objeciones muy graves, excepto en una habitación de la Vicaría... Allí la
sorpresa no fue suavizada por ninguna alegría. El señor Elton, en comparación
con su esposa, apenas se interesó por la noticia; se limitó a decir que
«aquella orgullosa podía estar ya satisfecha»; y a suponer que «siempre había
querido pescar a Knightley»; y sobre el que se instalarán en Hartfield se atrevió
a exclamar: «¡De buena me he librado!»... Pero la señora Elton se lo tomó con
mucha menos serenidad... «¡Pobre Knightley! ¡Pobre hombre! ¡Qué mal negocio
hace!» Estaba muy apenada porque, aunque fuese muy excéntrico, tenía muchas
cualidades muy buenas... ¿Cómo era posible que se hubiese dejado pescar? Tenía
la seguridad de que él no estaba enamorado... no, ni muchísimo menos... ¡Pobre
Knightley! Aquello sería el fin de la grata relación que habían tenido con
él... ¡Estaba tan contento de ir a cenar a su casa siempre que le invitaban!
Todo esto se habría terminado... ¡Pobre hombre! No volverían a hacerse visitas
a Donwell organizadas por ella... ¡Oh, no! Ahora habría una señora
Knightley que les aguaría todas las fiestas... ¡Qué lamentable! Pero no se
arrepentía en absoluto de haber criticado al ama de llaves de Knightley unos
días atrás... ¡Qué disparate vivir todos juntos! No podía salir bien. Conocía a
una familia que vivía cerca de Maple Grove que
lo había intentado, y habían tenido que separarse al cabo de unos pocos meses.
CAPÍTULO LIV
PASÓ
el tiempo. Unos días más y llegaría la familia de Londres. Algo que asustaba un
poco a Emma; y una mañana que estaba pensando
en las complicaciones que podía traer el regreso de su amiga, cuando llegó el
señor Knightley todas las ideas sombrías se desvanecieron. Tras cambiar las
primeras frases del alegre encuentro, él permaneció silencioso; y luego en un
tono más grave dijo:
-Tengo
algo que decirle, Emma. Noticias.
-¿Buenas
o malas? -dijo ella con rapidez mirándole fijamente.
-No
sé cómo deberían considerarse.
-¡Oh!
Estoy segura de que serán buenas; lo veo por la cara que pone; está haciendo
esfuerzos para no sonreír.
-Me
temo -dijo él poniéndose más serio-, me temo mucho, mi querida Emma, que no va usted a sonreír cuando las oiga.
-¡Vaya!
¿Y por qué no? No puedo imaginar que haya algo que le guste a usted y que le
divierta, y que no me guste ni me divierta también a mí.
-Hay
una cuestión -replicó-, confío en que sólo una, en la que no pensamos igual.
Hizo
una breve pausa, volvió a sonreír, y sin apartar la mirada de su rostro añadió:
-¿No
se imagina lo que puede ser? ¿No se acuerda...? ¿No se acuerda de Harriet Smith?
Al
oír este nombre Emma enrojeció y tuvo miedo de algo,
aunque no sabía exactamente de qué.
-¿Ha
tenido noticias de ella esta mañana? -preguntó él-. Sí, ya veo que sí y que lo
sabe todo.
-No,
no he recibido carta; no sé nada; dígame de qué se trata, por favor.
-Veo
que está preparada para lo peor... y realmente no es una buena noticia. Harriet Smith se casa con Robert Martin.
Emma tuvo un sobresalto que no dio la
impresión de ser fingido... y el centelleo que pasó por sus ojos parecía
querer decir «No, no es posible...» Pero sus labios siguieron cerrados.
-Pues
así es -continuó el señor Knightley-. Me lo ha dicho el mismo Robert Martin. Acabo de dejarle hace menos de media hora.
Ella
seguía contemplándole con el más elocuente de los asombros.
-Como
ya esperaba, la noticia la ha contrariado... Ojalá coincidieran también en
esto nuestras opiniones. Pero con el tiempo coincidirán. Puede usted estar
segura de que el tiempo hará que el uno o el otro cambiemos de parecer; y
entretanto no es preciso que hablemos mucho del asunto.
-No,
no, no me entiende usted, no es eso -replicó ella dominándose-. No es que me
contraríe la noticia... es que casi no puedo creerlo. ¡Parece imposible!
¿Quiere usted decir que Harriet
Smith ha aceptado a
Robert Martin? No querrá decir que él ha vuelto
a pedir su mano... Querrá decir que tiene intenciones de hacerlo...
-Quiero
decir que ya lo ha hecho... -replicó el señor Knightley sonriendo, pero con
decisión- y que ha sido aceptado.
-¡Cielo
Santo! -exclamó ella-. ¡Vaya!
Y
después de recurrir a la cesta de la labor para tener un pretexto para bajar
la cabeza y ocultar el intenso sentimiento de júbilo que debían de expresar sus
facciones, añadió:
-Bueno,
ahora cuéntemelo todo; a ver si lo entiendo. ¿Cómo, dónde, cuándo? Dígamelo
todo; en mi vida había tenido una sorpresa igual... pero le aseguro que no me
da ningún disgusto... ¿Cómo... cómo ha sido posible...?
-Es
una historia muy sencilla. Hace tres días él fue a Londres por asuntos de
negocios, y yo le di unos papeles que tenía que mandar a John . Fue a ver a John a su despacho, y mi hermano le invitó a ir
con ellos al Astley aquella tarde. Querían llevar al Astley a los dos mayores.
Iban a ir mi hermano, su hermana, Henry, John ... y la señorita Smith. Mi amigo Robert no podía negarse. Pasaron a recogerle y se divirtieron mucho; John le invitó a cenar con ellos al día
siguiente... él acudió... y durante esta visita (por lo que se ve) tuvo ocasión
de hablar con Harriet; y desde luego no fue en vano...
Ella le aceptó y de este modo hizo a Robert casi tan
feliz como merece. Regresó en la diligencia de ayer, y esta mañana después del
desayuno ha venido a verme para decirme el resultado de sus gestiones: primero
de las que yo le había encomendado, y luego de las suyas propias. Eso es todo
lo que puedo decirle acerca del cómo, dónde y cuándo. Su amiga Harriet ya le contará muchas más cosas cuando se
vean... Le contará hasta los detalles más insignificantes, ésos a los que sólo
el lenguaje de una mujer puede dar interés... En nuestra conversación sólo
hemos hablado en general... Pero tengo que confesar que Robert Martin me ha parecido muy minucioso en los detalles,
sobre todo conociendo su modo de ser; sin que viniera mucho a cuento, me ha
estado contando que al salir del palco, en el Astley, mi hermano se cuidó de su
esposa y del
pequeño John , y él iba detrás con la señorita Smith y con Henry; y que
hubo un momento en que se vieron rodeados de tanta gente, que la señorita Smith incluso se encontró un poco indispuesta...
Él
dejó de hablar... Emma no se atrevía a darle una
respuesta inmediata... Estaba segura de que hablar significaría delatar una
alegría que no era explicable. Tenía que esperar un poco más, de lo contrario
él creería que estaba loca. Pero este silencio preocupó al señor Knightley; y
después de observarla durante unos momentos, añadió:
-Emma, querida mía, dice usted que este
hecho ahora no le representa un disgusto; pero temo que le preocupe más de lo
que usted esperaba. La clase social de él podría ser un obstáculo... pero tiene
usted que pensar que para su amiga eso no es un inconveniente; y yo le respondo
que tendrá cada vez mejor opinión de él a medida que le vaya conociendo más. Su
sentido común y la rectitud de sus principios le cautivarán... Por lo que se
refiere a él como persona, no podría usted desear que su amiga estuviera en
mejores manos; en cuanto a su categoría social, yo la mejoraría si pudiese; y
le aseguro, Emma, que ya es decir mucho por mi
parte... Usted se ríe de mí porque no puedo prescindir de William Larkins; pero tampoco puedo prescindir en
absoluto de Robert Martin.
Él
quería que le mirase y sonriese; y como Emma ahora
tenía una excusa para sonreír abiertamente, así lo hizo, diciendo de un modo
alegre:
-No
tiene usted que preocuparse tanto por hacerme ver los lados buenos de esta
boda. En mi opinión Harriet ha obrado muy bien. Las
relaciones de ella quizá sean peores que las de él; sin duda en respetabilidad
lo son. Si me he quedado callada ha sido sólo por la sorpresa; he tenido una
gran sorpresa. No puede usted imaginarse lo inesperado que ha sido para mí...
lo desprevenida que estaba... Porque tenía motivos para creer que en estos
últimos tiempos estaba más predispuesta contra él que tiempo atrás.
-Debería
usted de conocer mejor a su amiga -replicó el señor Knightley-; yo hubiese
dicho que era una muchacha de muy buen carácter, de corazón muy tierno, que
difícilmente puede llegar a estar muy predispuesta en contra de un joven que le
dice que la ama.
Emma no pudo por menos de reírse
mientras contestaba:
-Le
doy mi palabra de que creo que la conoce usted tan bien como yo... Pero, señor
Knightley, ¿está usted completamente seguro de que le ha aceptado
inmediatamente,
sin ningún reparo? Yo hubiese podido suponer que con el tiempo... pero ¡tan
pronto ya...! ¿Está seguro de que entendió usted bien a su amigo? Los dos
debieron de estar hablando de muchas cosas más: de negocios, de ferias de ganado,
de nuevas clases de arados... ¿No es posible que al hablar de tantas cosas
distintas usted le entendiera mal? ¿Era la mano de Harriet de lo que él estaba tan seguro? ¿No eran las
dimensiones de algún buey famoso?
En
aquellos momentos el contraste entre el porte y el aspecto del señor Knightley
y Robert Martin se hizo tan acusado para Emma, era tan intenso el recuerdo de todo lo que le
había ocurrido recientemente a Harriet, tan
actual el sonido de aquellas palabras que había pronunciado con tanto énfasis
-«No, creo que ya tengo demasiada experiencia para pensar en Robert Martin»-, que esperaba que en el fondo
esta reconciliación fuese aún prematura. No podía ser de otro modo.
-¿Cómo
puede decir una cosa así? -exclamó el señor Knightley-. ¿Cómo puede suponer
que soy tan necio como para no enterarme de lo que me dicen? ¿Qué merecería
usted?
-¡Oh!
Yo siempre merezco el mejor trato porque no me conformo con ningún otro; y por
lo tanto tiene que darme una respuesta clara y sencilla. ¿Está usted completamente
seguro de que entendió la situación en que se encuentran ahora el señor Martin y Harriet?
-Completamente
seguro -contestó él enérgicamente- de que me dijo que ella le había aceptado; y
de que no había ninguna oscuridad, nada dudoso en las palabras que usó; y creo
que puedo darle una prueba de que las cosas son así. Me ha preguntado si yo
sabía lo que había que hacer ahora. La única persona a quien él conoce para
poder pedir informes sobre sus parientes o amigos es la señora Goddard. Yo le
dije que lo mejor que podía hacer era dirigirse a la señora Goddard. Y él me
contestó que procuraría verla hoy mismo.
-Estoy
totalmente convencida -replicó Emma con la más
luminosa de sus sonrisas-, y les deseo de todo corazón que sean felices.
-Ha
cambiado usted mucho desde la última vez que hablamos de este asunto.
-Así
lo espero... porque entonces yo era una atolondrada.
-También
yo he cambiado; ahora estoy dispuesto a reconocer que Harriet tiene todas las buenas cualidades. Por usted,
y también por Robert Martin (a quien siempre he creído tan
enamorado de ella como antes), me he esforzado por conocerla mejor. En muchas
ocasiones he hablado bastante con ella. Ya se habrá usted fijado. La verdad
es que a veces yo tenía la impresión de que usted casi sospechaba que estaba
abogando por la causa del pobre Martin, lo cual
no era cierto. Pero gracias a esas charlas me convencí de que era una muchacha
natural y afectuosa, de ideas muy rectas, de buenos principios muy arraigados,
y que cifraba toda su felicidad en el cariño y la utilidad de la vida
doméstica... no tengo la menor duda de que gran parte de esto se lo debe a
usted.
-¿A
mí? -exclamó Emma negando con la cabeza-. ¡Ah,
pobre Harriet!
Sin
embargo supo dominarse y se resignó a que le elogiaran más de lo que merecía.
Su
conversación no tardó en ser interrumpida por la llegada de su padre. Emma no lo lamentó. Quería estar a solas. Su
estado de exaltación y de asombro no le permitía estar en compañía de otras
personas. Se hubiera puesto a gritar, a bailar y a cantar; y hasta que no
echara a andar y se hablara a sí misma y riera y reflexionara, no se veía con
ánimos para hacer nada a derechas.
Su
padre llegaba para anunciar que James había ido a enganchar los caballos,
operación preparatoria del ahora cotidiano viaje a Randalls; y por lo tanto Emma tuvo una excelente excusa para desaparecer.
Ya
puede imaginarse cuál sería la gratitud, el extraordinario júbilo que la
dominaban. Con aquellas halagüeñas perspectivas que se abrían para Harriet su única preocupación, el único obstáculo que
se oponía a su dicha desaparecían, y Emma sintió que
corría el peligro de ser demasiado feliz. ¿Qué más podía desear? Nada, excepto
hacerse cada día más digna de él, cuyas intenciones y cuyo criterio habían sido
siempre tan superiores a los suyos. Nada, sino esperar que las lecciones de sus
locuras pasadas le enseñasen humildad y prudencia para el futuro.
Estaba
muy seria, muy seria sintiendo aquellos impulsos de gratitud y tomando
aquellas decisiones, y sin embargo en aquellos mismos momentos no podía evitar
reírse. Era forzoso reírse de aquel desenlace. ¡Qué final para todas aquellas
tribulaciones suyas de cinco semanas atrás! ¡Qué corazón el de Harriet, Santo Dios!
Ahora
le ilusionaba pensar en su regreso... todo le producía ilusión. Sentía gran
ilusión por conocer a Robert
Martin.
Una
de las cosas que ahora contribuían a su felicidad era pensar que pronto no
tendría que ocultar nada al señor Knightley. Pronto podrían terminar todas
aquellas cosas que tanto odiaba; los disimulos, los equívocos, los misterios.
En el futuro podría tener en él una confianza plena, perfecta, que por su
manera de ser consideraba como un deber.
Así
pues, alegre y feliz como nunca se puso en camino en compañía de su padre; no
siempre escuchándole, pero siempre dándole la razón a todo lo que decía; y ya
fuera en silencio ya hablando, aceptando la grata convicción que tenía su
padre de que estaba obligado a ir a Randalls todos
los días, ya que de lo contrarío la pobre señora Weston tendría una desilusión.
Llegaron
por fin... La señora Weston estaba sola en la sala de estar; pero cuando apenas
había recibido las últimas noticias sobre la niña y se dio las gracias al señor
Woodhouse por la molestia que se había tomado, agradecimiento que él reclamó, a
través de los postigos se divisaron dos
siluetas que pasaban cerca de la ventana.
-Son
Frank y la señorita Fairfax -dijo la
señora Weston-. Ahora mismo iba a decirles que esta mañana hemos tenido la
agradable sorpresa de verle llegar. Se quedará hasta mañana y ha convencido a
la señorita Fairfax para que pase el día con nosotros... Creo que van a entrar.
Al
cabo de medio minuto entraban en la sala. Emma se alegró mucho de volver a verle, pero ambos quedaron un poco
confusos... Por las dos partes había demasiados recuerdos embarazosos. Se estrecharon
las manos sonriendo, pero con una turbación que al principio les impidió ser
muy locuaces; todos volvieron a sentarse y durante unos momentos hubo un
silencio tal que Emma empezó a dudar de que el deseo
que había tenido durante tantos días de volver a ver a Frank Churchill y de verle en compañía de Jane le procurara algún placer. Pero cuando se les
unió el señor Weston y trajeron a la niña, no faltaron ni temas de conversación
ni alegría... y Frank
Churchill tuvo el
valor y la ocasión de acercarse a ella y decirle:
-Señorita Woodhouse, tengo que darle las
gracias por unas cariñosas frases de perdón que me transmitió la señora Weston
en una de sus cartas... confío que el tiempo que ha transcurrido no la ha hecho
menos benevolente. Confío en que no se retracte
usted de lo que dijo entonces.
-No,
desde luego -exclamó Emma contentísima de que se rompiera
el hielo-, en absoluto. Me alegro mucho de verle y de saludarle... y de
felicitarle personalmente.
Él
le dio las gracias de todo corazón y durante un rato siguió hablando muy
seriamente acerca de su gratitud y de su felicidad.
-¿Verdad
que tiene buen aspecto? -dijo volviendo los ojos hacia Jane-. Mejor del que solía tener, ¿verdad? Ya ve cómo la miman mi padre y la
señora Weston.
Pero
no tardó en mostrarse más alegre, y con la risa en los ojos después de
mencionar el esperado regreso de los Campbell citó
el nombre de Dixon... Emma se ruborizó y le prohibió que
volviese a pronunciar aquel nombre delante de ella.
-No
puedo pensar en todo aquello sin sentirme muy avergonzada -dijo.
-La
vergüenza -contestó él- es toda para mí, o debería serlo. Pero ¿es posible que
no tuviera usted ninguna sospecha? Me refiero a los últimos tiempos. Al
principio ya sé que no sospechaba nada.
-Le
aseguro que nunca tuve ni la menor sospecha.
-Pues
la verdad es que me deja sorprendido. En cierta ocasión estuve casi a punto...
y ojalá lo hubiera hecho... hubiese sido mejor. Pero aunque estaba
continuamente portándome mal, me portaba mal de un modo indigno y que no me
reportaba ningún beneficio... Hubiese sido una transgresión más tolerable el
que yo le hubiese revelado el secreto y se lo hubiese dicho todo.
-Ahora
ya no vale la pena de lamentarlo -dijo Emma.
-Tengo
esperanzas -siguió él- de poder convencer a mi tío para que venga a Randalls; quiere que le presente a Jane. Cuando hayan vuelto los Campbell nos reuniremos todos en Londres y espero que
sigamos allí hasta que podamos llevárnosla al norte... pero ahora estoy tan
lejos de ella... ¿Verdad que es penoso señorita Woodhouse? Hasta esta mañana
no nos habíamos visto desde el día de la reconciliación. ¿No me compadece?
Emma le expresó su compasión en
términos tan efusivos que el joven en un súbito exceso de alegría exclamó:
-¡Ah,
a propósito! -Y entonces bajó la voz y se puso serio por un momento-. Espero
que el señor Knightley siga bien.
Hizo
una pausa... ella se ruborizó y se echó a reír.
-Ya
sé -dijo- que leyó mi carta y supongo que recuerda el deseo que formulé para
usted. Permita que ahora sea yo quien la felicite... le aseguro que al recibir
la noticia he sentido un gran interés y una inmensa satisfacción... es un
hombre de quien nunca se podrá decir que se le elogia demasiado.
Emma estaba encantada y sólo deseaba
que él siguiese por aquel camino; pero al cabo de un momento el joven volvía a
sus asuntos y a su Jane. Y las palabras siguientes
fueron:
-¿Ha
visto usted alguna vez una tez igual? Esa suavidad, esa delicadeza... y sin
embargo no puede decirse que sea realmente bella... no puede llamársele bella.
Es una clase de belleza especial, con esas pestañas y ese pelo tan negro... Un
tipo de belleza tan peculiar... Y tan distinguida... Tiene el color preciso
para que pueda llamársele bella.
-Siempre
la he admirado -replicó Emma intencionadamente-; pero si no
recuerdo mal hubo un tiempo en que usted consideraba su palidez como un
defecto... la primera vez que hablamos de ella. ¿Ya lo ha olvidado?
-¡Oh,
no! ¡Qué desvergonzado fui! ¿Cómo pude atreverme...?
Pero
se reía de tan buena gana al recordarlo que Emma no pudo por menos que decir:
-Sospecho
que en medio de todos los conflictos que tenía usted por entonces se divertía
mucho jugando con todos nosotros... Estoy segura de que era así... estoy segura
de que eso le servía de consuelo.
-Oh,
no, no... ¿Cómo puede creerme capaz de una cosa así? ¡Yo era el hombre más
desgraciado del mundo!
-No
tan desgraciado como para ser insensible a la risa. Estoy segura de que se
divertía usted mucho pensando que nos estaba engañando a todos... y tal vez si
tengo esta sospecha es porque, para serle franca, me parece que si yo hubiese
estado en su misma situación también lo hubiera encontrado divertido. Veo que
hay un cierto parecido en nosotros.
Él
le hizo una leve reverencia.
-Si
no en nuestros caracteres -añadió en seguida con un aire de hablar en serio-,
sí en nuestro destino; ese destino que nos llevará a casarnos con dos personas
que están tan por encima de nosotros.
-Cierto,
tiene toda la razón -replicó él apasionadamente-. No, no es verdad por lo que respecta a usted. No hay nadie que pueda estar por
encima de usted, pero en cuanto a mí sí es cierto... ella es un verdadero
ángel. Mírela. ¿No es un verdadero ángel en todos sus gestos? Fíjese en la
curva del cuello, fíjese en sus ojos ahora que está mirando a mi padre... Sé
que se alegrará usted de saber -inclinándose hacia ella y bajando la voz muy
serio- que mi tío piensa darle todas las joyas de mi tía. Las haremos engarzar
de nuevo. Estoy decidido a que algunas de ellas sean para una diadema. ¿Verdad
que le sentará bien con un cabello tan negro?
-Le
sentará de mara villa -replicó Emma.
Y
se expresó con tanto entusiasmo que él, lleno de gratitud, exclamó:
-¡Qué
contento estoy de volverla a ver! ¡Y de ver que tiene tan buen aspecto! Por
nada del mundo me hubiese querido perder este encuentro. Desde luego si no
hubiera venido usted yo hubiera ido a visitarla a Hartfield.
Los
demás habían estado hablando de la niña, ya que la señora Weston les había
contado que habían tenido un pequeño susto puesto que la noche anterior la
pequeña se había sentido indispuesta. Ella creía que había exagerado, pero
había tenido un susto y había estado casi a punto de mandar llamar al señor
Perry. Quizá debiera avergonzarse, pero el señor Weston había estado tan intranquilo
como ella. Sin embargo, al cabo de diez minutos la niña había vuelto a
encontrarse completamente bien; esto fue lo que contó; quien se mostró más
interesado fue el señor Woodhouse, quien le recomendó que se acordara siempre
de Perry y que le mandara llamar, y que sólo lamentaba que no lo hubiese hecho.
-Cuando
la niña no se encuentre bien del todo, aunque parezca que no sea casi nada y
aunque sólo sea por un momento, no deje de llamar siempre a Perry. Uno nunca se
asusta demasiado pronto ni llama demasiado a menudo a Perry. Quizás ha sido una
lástima que no viniera ayer por la noche; ahora la niña parece estar muy bien,
pero hay que tener en cuenta que si Perry la hubiera visto probablemente se
encontraría mejor.
Frank
Churchill recogió
el nombre.
-¡Perry!
-dijo a Emma, intentando que mientras hablaba
su mirada se cruzase con la de la señorita Fairfax-. ¡Mi amigo el señor Perry!
¿Qué están diciendo del señor Perry? ¿Ha venido esta mañana? ¿Iba a caballo o
en coche? ¿Ya se ha comprado el coche?
Emma recordó en seguida y le
comprendió; y mientras unía sus risas a las suyas creyó advertir por la actitud
de Jane que ella también le había oído,
aunque intentaba parecer sorda.
-¡Qué
sueño más raro tuve aquella vez! -exclamó-. Cada vez que me acuerdo de aquello
no puedo por menos de reírme... Nos oye, nos oye, señorita Woodhouse. Se lo
noto en la mejilla, en la sonrisa, en su intento inútil de fruncir el ceño.
Mírela. ¿No ve que en este instante tiene ante los ojos aquel trozo de su carta
en el que me lo contó...? ¿No ve que está pensando en aquella torpeza mía que
no puede prestar atención a nada más aunque finja escuchar a los otros?
Por
un momento Jane se vio obligada a sonreír
abiertamente; y aún seguía sonriendo en parte cuando se volvió hacía él y le
dijo en voz baja pero llena de convicción y de firmeza:
-¡No
comprendo cómo puedes sacar a relucir esas cosas! A veces tendremos que
recordarlas aun a pesar nuestro... ¡Pero que seas capaz de complacerte
recordándolas!
Él
contestó aduciendo muchos argumentos en su defensa, todos muy hábiles, pero Emma se inclinaba a dar la razón a Jane; y al irse de Randalls y al comparar como era natural aquellos dos
hombres, comprendió que a pesar de que se había alegrado mucho de volver a ver
a Frank Churchill y de que sentía por él una gran
amistad, nunca se había dado tanta cuenta de lo superior que era el señor
Knightiey. Y la felicidad de aquel felicísimo día se completó con la satisfactoria
comprobación de las cualidades de éste que aquella comparación le había sugerido.
CAPÍTULO LV
SI
en algunos momentos Emma aún se sentía inquieta por Harriet, si no dejaba de tener dudas de que le hubiera
sido posible llegar a olvidar su amor por el señor Knightley y aceptar a otro
hombre con un sincero afecto, no tardó mucho tiempo en verse libre de esta
incertidumbre. Al cabo de unos pocos días llegó la familia de Londres, y apenas
tuvo ocasión de pasar una hora a solas con Harriet quedó completamente convencida, a pesar de
que le parecía inverosímil, de que Robert Martin había
suplantado por entero al señor Knightley, y de que su amiga acariciaba ahora de
nuevo todos sus sueños de felicidad.
Harriet estaba un poco temerosa... Al
principio parecía un tanto abatida; pero una vez hubo reconocido que había sido
presuntuosa y necia y que se había estado engañando a sí misma, su zozobra y su
turbación se esfumaron junto con sus palabras, dejándola sin ninguna inquietud
por el pasado y exultante de esperanza por el presente y
el porvenir; porque, dado que en lo relativo a la aprobación de su amiga, Emma había disipado al momento todos sus temores
al recibirla dándole su más franca enhorabuena, Harriet se sentía feliz relatando todos los detalles
del día que estuvieron en el Astley y de la cena del día siguiente; se demoraba
en la narración con el mayor de los placeres. Pero ¿qué demostraban aquellos
detalles? El hecho era que, como Emma podía
ahora confesar a Harriet, siempre le había gustado Robert Martin; y el hecho de que él hubiera seguido amándole
había sido decisivo... Todo lo demás resultaba incomprensible para Emma.
Sin
embargo sólo había motivos para alegrarse de aquel noviazgo y cada día que
pasaba le daba nuevas razones para creerlo así... Los padres de la joven se
dieron a conocer. Resultó ser la hija de un comerciante lo suficientemente
rico para asegurarle la vida holgada que había llevado hasta entonces, y lo
suficientemente honorable para haber querido siempre ocultar su nacimiento...
Llevaba, pues, en sus venas sangre de personas distinguidas como Emma tiempo atrás había supuesto... Probablemente
sería una sangre tan noble como la de muchos caballeros; pero ¡qué boda le
había estado preparando al señor Knightley! ¡O a los Churchill... o incluso al señor Elton...! La mancha de
ilegitimidad que no podía lavar ni la nobleza ni la fortuna hubiera seguido
siendo a pesar de todo una mancha.
El
padre no puso ningún obstáculo; el joven fue tratado con toda liberalidad; y
todo fue como debía ser; y cuando Emma conoció a Robert
Martin, a quien por
fin presentaron en Hartfield, reconoció en él todas las cualidades de buen
criterio y de valía que eran las más deseables para su amiga. No tenía la menor
duda de que Harriet sería feliz con cualquier
hombre de buen carácter; pero con él y en el hogar que le ofrecía podía
esperarse más, una seguridad, una estabilidad y una mejora en todos los
órdenes. Harriet se vería situada en medio de los
que la querían y que tenían más sentido común que ella; lo suficientemente
apartada de la sociedad para sentirse segura, y lo suficientemente atareada
para sentirse alegre. Nunca podría caer en la tentación. Ni tendría oportunidad
de ir a buscarla. Sería respetada y feliz; y Emma admitía que era el ser más feliz del mundo por haber despertado en un
hombre como aquél un afecto tan sólido y perseverante; o si no la más feliz
del mundo, la segunda en felicidad después de ella.
A
Harriet, ligada como era natural por sus
nuevos compromisos con los Martin,
cada vez se la veía
menos por Hartfield, lo cual no era de lamentar... la intimidad entre ella y Emma debía decaer; su amistad debía convertirse
en una especie de mutuo afecto más sosegado; y afortunadamente lo que hubiese
sido más deseable y que debía ocurrir empezaba ya a insinuarse de un modo
paulatino y espontáneo.
Antes
de terminar setiembre Emma asistió a la boda de Harriet y vio cómo concedía su mano a Robert Martin con una satisfacción tan completa que ningún
recuerdo ni siquiera los relacionados con el señor Elton a quien en aquel
momento tenían delante, podía llegar a empañar... La verdad es que entonces no
veía al señor Elton sino al clérigo cuya bendición desde el altar no debía de
tardar en caer sobre ella misma... Robert Martin y
Harriet Smith, la última de las tres parejas
que se habían prometido había sido la primera en casarse.
Jane Fairfax ya había abandonado
Highbury, y había vuelto a las comodidades de su amada casa con los Campbell... Los dos señores Churchill también estaban en Londres; y sólo esperaban
a que llegase el mes de noviembre.
Octubre
había sido el mes que Emma y el señor Knightley se habían
atrevido a señalar para su boda... Habían decidido que ésta se celebrase
mientras John e Isabella estuvieran todavía en Hartfield con objeto de
poder hacer un viaje de dos semanas por la costa como habían proyectado... John e Isabella, y
todos los demás amigos aprobaron este plan. Pero el señor Woodhouse... ¿Cómo
iban a lograr convencer al señor Woodhouse que sólo aludía a la boda como algo
muy remoto?
La
primera vez que tantearon la cuestión se mostró tan abatido que casi perdieron
toda esperanza... Pero una segunda alusión pareció afectarle menos... Empezó a
pensar que tenía que ocurrir y que él no podía evitarlo... Un progreso muy
alentador en el camino de la resignación. Sin embargo no se le veía feliz. Más
aún, estaba tan triste que su hija casi se
desanimó. No podía soportar verle sufrir, saber que se consideraba abandonado;
y aunque la razón le decía que los dos señores Knightley estaban en lo cierto
al asegurarle que una vez pasada la boda su decaimiento no tardaría en pasar
también, Emma dudaba... no acababa de
decidirse...
En
este estado de incertidumbre vino en su ayuda no una súbita iluminación de la
mente del señor Woodhouse ni ningún cambio espectacular de su sistema
nervioso, sino un factor de este mismo sistema obrando en sentido opuesto...
Cierta noche desaparecieron todos los pavos del gallinero de la señora
Weston... Evidentemente por obra del ingenio humano. Otros corrales de los
alrededores sufrieron la misma suerte... En los temores del señor Woodhouse un
pequeño hurto se convertía en un robo en gran escala con allanamiento de morada...
Estaba muy inquieto; y de no ser porque se sentía protegido por su yerno
hubiese pasado todas las noches terriblemente asustado. La fuerza, la decisión
y la presencia de ánimo de los dos señores Knightley le dejaron completamente a
su merced... Pero el señor John Knightley tenía que volver a Londres a fines de la primera semana de
noviembre.
La
consecuencia de estas inquietudes fueron que con un consentimiento más animado
y más espontáneo de lo que su hija hubiese podido nunca llegar a esperar en
aquellos momentos, Emma pudo fijar el día de su boda...
Y un mes más tarde de la boda del señor y de la señora Robert Martin, se requirió al señor Elton para unir en matrimonio
al señor Knightley y a la señorita Woodhouse.
La
boda fue muy parecida a cualquier otra boda en la que los novios no se
muestran aficionados al lujo y a la ostentación; y la señora Elton, por los
detalles que le dio su marido, la consideró como extremadamente modesta y muy
inferior a la suya... «muy poco raso blanco, muy pocos velos de encaje; en
fin, algo de lo más triste... Selina abrirá unos ojos como platos cuando se lo
cuente...» Pero, a pesar de tales deficiencias, los deseos, las esperanzas, la
confianza y los augurios del pequeño grupo de verdaderos amigos que asistieron
a la ceremonia se vieron plenamente correspondidos por la perfecta felicidad
de la pareja.
1 comentario:
Me he dado una "comilona" de capítulos para desayunar, con la conclusión de Emma, antes de irme a trabajar.
Quién diga que Mr Knightley no roza la perfección, está loco!
Al fin Emma ha sentado un poco esa cabeza loca llena de ideas casamenteras y se ha fijado en su propia vida.
Lo de Frank y Jane, no tiene excusa, falsos y mentirosos, no tienen justificación. En eso estará de acuerdo un conocido mutuo.
Besos.
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