CAPÍTULO XXXVI
-CONFÍO
en que pronto tendré el placer de presentarle a mi hijo -dijo el señor Weston.
La
señora Elton, muy predispuesta a suponer que con este deseo se le tenía una
atención muy particular, sonrió amabilísimamente.
-Supongo
que habrá usted oído hablar de un tal Frank Churchill -siguió
él-, y que sabrá usted que es mi hijo, a pesar de que no lleve mi apellido.
-¡Oh,
sí, desde luego! Y tendré mucho gusto en conocerle. Estoy segura de que el
señor Elton se apresurará a visitarle; y tanto él como yo tendremos un gran
placer de verle por la Vicaría.
-Es
usted muy amable... Estoy seguro de que Frank se alegrará
mucho de conocerla. La semana que viene, y tal vez incluso antes, estará en
Londres. Nos hemos enterado por una carta suya que hemos recibido hoy. La he
visto esta mañana, y al ver la letra de mi hijo me he decidido a abrirla...
aunque no iba dirigida a mí, sino a la señora Weston. Verá usted, es mi esposa
la que suele escribirse con él. Yo apenas recibo cartas suyas.
-Pero
¿de verdad que ha abierto usted la carta que iba dirigida a su esposa? ¡Oh,
señor Weston! -riendo afectadamente-. Debo protestar... ¡Acaba usted de sentar
un precedente peligrosísimo! No puede usted dar ejemplos como éste a sus
vecinos... Le doy mi palabra que si eso es lo que me espera a mí, las mujeres
casadas tendremos que empezar a defendernos... ¡Oh, señor Weston! ¡Nunca
hubiera creído una cosa semejante de usted!
-Sí,
sí, no se fíe usted de los hombres. Tenga mucho cuidado, señora Elton. En esta
carta nos cuenta... es una carta muy corta... escrita a toda prisa, sólo para
darnos la noticia... nos cuenta que en seguida van a ir todos a Londres por
causa de la señora Churchill...
No se ha encontrado
bien durante todo el invierno, y cree que el clima de Enscombe es demasiado
frío para ella... de modo que van a venir todos para el sur sin pérdida de
tiempo.
-¡Vaya,
vaya! De modo que viven en el Yorkshire, ¿no?
Enscombe está en el Yorkshire,
¿verdad?
-Sí,
viven a unas 190 millas de Londres. Un viaje considerable.
-Sí,
ya lo creo, muy considerable. Sesenta y cinco millas más de la distancia que
hay entre Maple Grove y Londres. Pero, señor Weston,
¿qué son estas distancias para las personas de gran fortuna? Se quedaría usted mara villado si supiera cómo a veces mi cuñado, el
señor Suckling, viaja de una parte a otra. No sé
si me creerá, pero... en la misma semana él y la señora Bragge fueron a Londres
y volvieron dos veces, con cuatro caballos.
-Lo
malo de este viaje desde Enscombe -dijo el señor Weston que la señora Churchill, según nos
dicen, ha
estado toda una semana sin poder levantarse del sofá. En la última carta que le
escribió a Frank, según nos contó mi hijo, se
quejaba de que estaba demasiado débil para ir hasta su «invernadero» sin que él
y su tío la cojan de los brazos. Ya ve usted, esto indica que ha llegado a un
grado extremo de debilidad... pero ahora resulta que está tan impaciente por
estar en Londres que quiere hacer el viaje sin pasar más que dos noches en el
camino... Es lo que dice literalmente Frank. La
verdad, señora Elton, es que las señoras delicadas tienen naturalezas
realmente singulares. Tiene usted que admitirlo.
-Pues
no, no le admito nada de eso ni mucho menos. Yo siempre saldré en defensa de
mi sexo. Como ahora. Ya se lo advierto... En esta cuestión encontrará en mí un
temible antagonista. Yo siempre estoy al lado de las mujeres... y le aseguro
que si usted supiera la opinión de Selina con respecto a eso de dormir en las
posadas no se extrañaría de que la señora Churchill hiciera los esfuerzos más increíbles para
evitarlo. Selina dice que a ella la horroriza... y yo creo que me ha contagiado
algo de sus escrúpulos. Mi hermana siempre viaja llevando sus propias sábanas.
Una precaución excelente. ¿Sabe usted si la señora Churchill hace lo mismo?
-Tenga
usted la seguridad de que la señora Churchill hace
todo lo que cualquier otra gran dama ha podido hacer. La señora Churchill no va a ser menos que cualquier dama,
tratándose...
La
señora Elton le interrumpió vivamente diciendo:
-¡Oh,
señor Weston! No interprete mal mis palabras. Le aseguro que Selina no es una
gran dama. No imagine usted lo que no es verdad.
-¿No?
Entonces no puede compararse con la señora Churchill, que es tan gran dama como la que puede serlo
más.
La
señora Elton empezó a pensar que no había obrado bien al negar tan
tajantemente la alta condición social de su hermana; lo último que hubiera
podido desear es que creyeran su afirmación de que su hermana no era una
gran dama; no había sabido expresarse de un modo lo suficientemente ingenioso
como para que la interpretara bien; y aún estaba pensando de qué modo podía
volverse atrás sin quedar mal, cuando el señor Weston siguió diciendo:
-Yo
no siento una gran simpatía por la señora Churchill, como usted ya puede suponer... pero que
quede entre nosotros. Quiere mucho a Frank, y por lo
tanto yo no debería hablar mal de ella. Además, ahora no tiene salud; aunque la
verdad es que, según propia afirmación, nunca la ha tenido. Eso yo no se lo
diría a todo el mundo, señora Elton, pero no creo mucho en la enfermedad de la
señora Churchill.
-Si
está verdaderamente enferma, ¿por qué no va a Bath, señor Weston? A Bath
o a Clifton.
-Se
ha empeñado en que Enscombe tiene un clima demasiado frío para ella. Supongo
que lo que ocurre es que se ha cansado de Enscombe. Es la primera vez que pasa
allí una temporada tan larga, y empieza a necesitar un cambio. Es un lugar
apartado. Muy bonito, pero muy apartado.
-¡Ah...!
Entonces igual que Maple
Grove... Nada más
apartado del camino real que Maple Grove. ¡Está
rodeado de tierras de cultivo tan inmensas! Allí una se encuentra aislada de
todo... en un retiro completo. Y probablemente la señora Churchill no tiene la salud o el buen ánimo de Selina
para saber apreciar esa clase de soledad. O tal vez no tenga dentro de sí
recursos suficientes para vivir en el campo. Yo siempre digo que una mujer
nunca tiene demasiados recursos... y estoy muy contenta de tener tantos que me
permitan ser completamente independiente de la sociedad.
-En
febrero Frank pasó dos semanas con nosotros.
-Sí,
recuerdo haberlo oído decir. Cuando vuelva encontrará un aditamento más a la
sociedad de Highbury; es decir, si es que puedo considerarme a mí misma como un
aditamento. Pero quizá no tenga la menor noticia de que yo exista en el mundo.
Esta
incitación a que se le hiciera un cumplido era demasiado directa para que
pasara inadvertida, y el señor Weston, muy galante, exclamó inmediatamente:
-¡Mi
querida señora! Nadie excepto usted podría considerar posible una cosa
semejante. ¡No haber oído hablar de usted! Estoy seguro que en las últimas
cartas de la señora Weston le hablaba de muy pocas cosas que no estuvieran
relacionadas con la señora Elton.
Una
vez cumplido su deber, el señor Weston podía volver a ocuparse de su hijo.
-Cuando
Frank se fue -siguió diciendo-, no
teníamos ninguna seguridad de cuándo podríamos volver a verle, y por eso las
noticias de hoy nos han causado aún más alegría. Ha sido algo totalmente
inesperado. Es decir, yo siempre he tenido el presentimiento de que no tardaría
en volver, estaba seguro de que iba a ocurrir algo, no sabía el qué, que haría
posible su regreso... pero nadie me creía. Tanto él como la señora Weston
estaban terriblemente desalentados. «¿Cómo va a arreglárselas para venir?
¿Cómo vamos a suponer que sus tíos consentirán en volver a separarse de él?» Y
así por el estilo... Pero yo seguía pensando que iba a ocurrir algo que nos iba
a ser favorable; y ya ve usted que ha sido así. A lo largo de mi vida, señora
Elton, he podido comprobar que cuando las cosas nos son contrarias un mes, al
siguiente siempre se arreglan.
-Tiene
usted mucha razón, señor Weston, muchísima razón. Eso es precisamente lo que yo
solía decirle a cierto galán en la época en que me cortejaba, cuando, porque
las cosas no iban totalmente a su gusto, sin la rapidez que, hubiera correspondido
a sus sentimientos, se entregaba a la desesperación y exclamaba que estaba
seguro de que a este paso llegaría el mes de mayo antes de que Himeneo nos recubriese
con sus azafranadas vestiduras... ¡Oh, cuánto me costó disipar esas sombrías
ideas y hacerle concebir pensamientos más alegres! El coche... teníamos muchas
dificultades con el coche; una mañana recuerdo que vino a verme completamente
desesperado...
Tuvo
que interrumpirse debido a un acceso de tos, y el señor Weston aprovechó
inmediatamente la oportunidad para continuar.
-Acaba
usted de mencionar el mes de mayo. Mayo es precisamente el mes que la señora Churchill tiene que pasar, según le han aconsejado, o
se ha aconsejado a sí misma, en un lugar más cálido que Enscombe... en resumen,
que tiene que pasar en Londres; y de este modo tenemos la grata perspectiva de
que Frank nos haga frecuentes visitas
durante toda la primavera... precisamente la estación del año que hubiéramos
elegido de haberlo podido hacer; cuando los días son muy largos, la temperatura
es suave y agradable, todo invita a estar al aire libre y no hace demasiado
calor para hacer ejercicio. Cuando estuvo aquí la otra vez se hizo lo que se
pudo; pero había humedad, llovió y el tiempo era desapacible; como suele serlo
en febrero, ya sabe usted; y no pudimos hacer ni la mitad de las cosas que
proyectábamos. Ahora será la época más adecuada. Vamos a pasarlo muy bien. Y
yo no sé, señora Elton, si la inseguridad de sus visitas, esa especie de
constante espera, no saber si llegará hoy o mañana ni a qué hora, no sé, le
decía, si esto dará más alicientes a nuestra felicidad que si le tuviéramos
siempre en casa. Creo que sí. Creo que en este estado de ánimo vamos a
disfrutar más de su compañía. Confío en que encontrará usted agradable a mi
hijo; pero no debe esperar ningún prodigio. Suele considerársele como un joven
de grandes prendas, pero no espere usted ningún prodigio. La señora Weston
siente un gran afecto por él, lo cual, como puede usted suponer, me halaga
mucho. Mi esposa cree que no hay nadie que pueda comparársele.
-Y
yo le aseguro, señor Weston, de que no tengo casi ninguna duda de que mi
opinión le será francamente favorable. ¡He oído hacer tantos elogios del señor Frank Churchill...! De todas maneras, me veo en el
deber de advertirle que yo soy una de esas personas que siempre juzgan por sí
mismas y que en modo alguno se dejan guiar por el criterio de los demás. Le
advierto que la opinión que forme de su hijo responderá a mi criterio
personal... No me gusta adular a nadie...
El
señor Weston estaba meditabundo.
-Confío
-dijo inmediatamente- en que no he sido demasiado severo al juzgar a la pobre
señora Churchill. Si está enferma, sentiría mucho
ser injusto con ella; pero hay ciertos rasgos de su carácter que me hacen
difícil hablar de ella con la comprensión que yo desearía. No debe usted de
ignorar, señora Elton, las relaciones que he tenido con esta familia, ni la
clase de trato que me han dispensado; y, entre nosotros, toda la culpa sólo
puede atribuírsele a ella. Ella fue la instigadora. De no ser por ella, la
madre de Frank nunca hubiera sido
menospreciada en la forma en que lo fue. El señor Churchíll tiene mucho
orgullo; pero su orgullo no es nada comparado con el de su esposa; el de él es
un orgullo pacífico, indolente, caballeroso, que no hace daño a nadie, y que
sólo contribuye a hacerle un poco más desamparado y aburrido; ¡pero el orgullo
de ella es arrogancia e insolencia! Y lo que lo hace aún más insoportable es
que no tiene ningún fundamento de nobleza de familia o de sangre. Cuando se
casó con él no era nadie, simplemente la hija de un caballero; pero una vez se
hubo convertido en una Churchill,
sobrepasó a todos
los Churchill en altanería y en grandes
pretensiones; pero en realidad puede usted estar segura de que no es más que
una advenediza.
-¡Hay
que ver! Eso tiene que ser verdaderamente indignante. Yo siento horror por los advenedizos. Maple Grove me ha hecho detestar esa clase de gente;
porque en aquellos contornos vive una familia que tiene tantos humos que
resultan fastidiosísimos para mi hermana y mi cuñado... La descripción que ha
hecho usted de la señora Churchill
me ha hecho pensar
inmediatamente en ellos. Son una gente que se llaman Tupman, que hace muy poco
que se han instalado allí y que se han encumbrado gracias a una serie de
relaciones de lo más bajo, pero que tienen unos humos... y que aspiran a
ponerse al mismo nivel de las familias que hace ya muchos años que están
establecidas en aquel lugar. Como máximo hace un año y medio que viven en West Hall; y nadie sabe cómo han hecho su fortuna.
Proceden de Birmingham, que, como usted ya sabe, señor
Weston, no es precisamente una ciudad de la que pueda esperarse mucho. ¿Qué
puede salir de un lugar como Birmingham? Yo
siempre digo que este nombre suena de un modo desagradable; pero esto es lo
único que se sabe con certeza de los Tupman, aunque, le aseguro a usted que de
ellos se sospecha pero que muchas cosas... Y sin embargo, a juzgar por sus modales,
evidentemente se consideran al mismo nivel incluso que mi cuñado, el señor Suckling, que
da la casualidad que es uno de sus vecinos más próximos. ¡Oh, es algo
francamente horrible! El señor Suckling, que
hace ya once años que vive en Maple Grove, propiedad
que ya había sido de su padre... por lo menos eso creo... estoy casi segura de
que el padre del señor Suckling
cuando murió ya
había comprado la propiedad.
Su
conversación fue interrumpida. Se estaba sirviendo el té y el señor Weston,
como ya había dicho todo lo que quería decir, no tardó en aprovechar la
oportunidad de dejar a la señora Elton.
Después
del té, el señor y la señora Weston y el señor Elton se pusieron a jugar a las
cartas con el señor Woodhouse. Las cinco personas restantes fueron abandonadas
a sus propios recursos, y Emma
dudó de que
pudieran componérselas medianamente bien, ya que el señor Knightley parecía
poco dispuesto a conversar; la señora Elton buscaba alguien que le prestase
atención, y como nadie mostraba deseos de hacerlo, se sentía tan desairada que
prefería encerrarse en su mutismo.
En
cambio el señor John Knightley parecía más comunicativo que su hermano. Iba a marcharse al
día siguiente por la mañana; y empezó diciendo:
-Bueno,
Emma, creo que ya no tengo nada más
que decirte sobre los niños; pero ya te he dado la carta de tu hermana y
podemos estar seguros de que allí todo se explica con los menores detalles. Mis
recomendaciones son mucho más breves que las suyas, y probablemente no
coincidirán con las de ella; todo lo que quisiera pedirte es que no los miméis
mucho ni les deis demasiados potingues.
-Espero
que podré complaceros a los dos -dijo Emma-; haré
todo lo que pueda para que lo pasen bien, lo cual a Isabella ya le bastará; y para mí el que lo pasen bien
excluye el malcriarlos y el darles demasiados potingues, como tú dices.
-Y
si se ponen muy revoltosos, los envías otra vez a casa. -Eso es bastante
probable, ¿no te parece?
-Creo
que ya me doy cuenta de que son demasiado bulliciosos para tu padre... y de que
incluso para ti pueden llegar a ser un estorbo, si vuestros compromisos
sociales aumentan tanto como en estos últimos tiempos.
-¿Nuestros
compromisos sociales?
-Ya
lo creo; supongo que te has dado cuenta que en estos últimos seis meses habéis
cambiado considerablemente vuestro género de vida.
-¿Cambiado?
No, la verdad es que no me he dado cuenta.
-Pues
no hay la menor duda de que ahora alternáis más de lo que antes solíais
hacerlo. Lo de esta noche, por ejemplo. Vengo de Londres sólo para un día y me
encuentro con que habéis organizado una cena con una serie de invitados. Hace
unos meses, ¿cuándo ocurría una cosa así? Tenéis más vecinos y alternáis más
con ellos. Desde hace algún tiempo todas las cartas que recibe Isabella hablan de fiestas y reuniones como ésta;
cenas en casa del señor Cole,
bailes en la Hostería
de la Corona... Lo que ha cambiado mucho es Randalls, y es Randalls tan
sólo la que os empuja a todo eso.
-Sí
-dijo rápidamente su hermano-, todas esas cosas salen de allí.
-Perfectamente...
y como supongo que no es probable que Randalls vaya
a tener menos influencia de la que ha tenido hasta ahora, se me ocurre pensar, Emma, que es posible que Henry y John a veces puedan seros un estorbo.
En ese caso sólo te ruego que los envíes a casa.
-No
-exclamó el señor Knightley-, ésta no tiene por qué ser la consecuencia. Que
vengan a Donwell. Yo estaré encantado con ellos.
-¡Por
Dios! -exclamó Emma-. ¡Todo eso es ridículo! Me gustaría
saber a cuántos de estos numerosos compromisos sociales que dices que tengo no
has asistido; y por qué supones que hay la posibilidad
de que me falte tiempo para cuidarme de los niños. ¿Cuáles han sido todos esos
fantásticos compromisos sociales míos? Cenar una vez con los Cole y hablar de organizar un baile que nunca se
ha celebrado. Comprendo perfectamente -dijo dirigiéndose al señor John Knightley- que la buena suerte que has tenido
al encontrar reunidos aquí a tantos de tus amigos te ha dado tanta alegría que
has concedido demasiada importancia a la cosa. Pero usted -volviéndose hacia
el señor Knightley-, que sabe en qué pocas ocasiones llego a ausentarme de
Hartfield por dos horas, no puedo concebir que suponga que yo lleve una vida
tan disipada. Y en cuanto a mis sobrinitos, debo decir que si tía Emma no tiene tiempo para dedicarles no creo que
tío Knightley que, por cada hora que ella pasa fuera de casa él pasa cinco, y
que cuando está en casa o se pone a leer o repasa sus cuentas, disponga tampoco
de mucho tiempo para ellos.
El
señor Knightley parecía estar haciendo esfuerzos para no sonreír; y no tuvo
que hacer más esfuerzos cuando la señora Elton empezó a hablarle.
CAPÍTULO XXXVII
UNA
pequeña y tranquila reflexión sobre la naturaleza de su inquietud al oír
aquellas nuevas de Frank
Churchill, bastó
para tranquilizar a Emma. No tardó en convencerse de que
no era por sí misma que se sentía temerosa y confusa; era por él. La verdad
era que el afecto de ella se había convertido en algo tan tenue en lo que ya
casi no valía la pena pensar; pero si el joven, que, indudablemente de los dos
siempre había sido el más enamorado, iba a regresar con un sentimiento tan
intenso como el que le embargaba cuando se fue, la situación sería muy penosa;
si una separación de dos meses no había enfriado su corazón, ante Emma se presentaban una serie de peligros y de
males; tanto por él como por ella sería preciso tener muchas precauciones. Emma no estaba dispuesta a que la paz de su
espíritu volviera a verse comprometida, y por lo tanto era ella quien debía
evitar cualquier cosa que pudiera alentar al joven.
Su
deseo era no permitir que Frank
Churchill llegara a
una declaración de amor en toda regla. ¡Eso significaría una conclusión tan
dolorosa para su amistad! Y sin embargo no dejaba de prever que iba a ocurrir
algo decisivo. Tenía la impresión de que no terminaría la primavera sin traer
un estallido, un acontecimiento, algo que alterase su actual estado de ánimo,
equilibrado y tranquilo.
No
pasó mucho tiempo, aunque sí más del que el señor Weston había supuesto, antes
de que tuviera oportunidad de formarse una opinión acerca de los sentimientos
de Frank Churchill. La familia de Enscombe no se
trasladó a Londres tan pronto como se había imaginado, pero muy poco después
de su instalación el joven estaba ya en Highbury. Hizo el camino a caballo en
un par de horas; no podía pedírsele más; pero como desde Randalls se trasladó inmediatamente a Hartfield, Emma pudo ejercer en seguida sus dotes de
observación, y determinar rápidamente cuál era la actitud que él adoptaba y
cuál la que ella debía adoptar. En la entrevista reinó la máxima cordialidad.
No cabía ninguna duda de que él se alegraba mucho de volver a verla. Pero
desde el primer momento Emma tuvo la impresión de que ya no
se interesaba por ella tanto como antes, de que la intensidad de su afecto
había disminuido. Le estuvo estudiando detenidamente. Era obvio que ya no
estaba tan enamorado como tiempo atrás. La ausencia, unida probablemente a la
convicción de la indiferencia de ella, habían producido este efecto tan natural
y tan deseable.
Frank estaba muy animado; tan locuaz y
alegre como de costumbre, y parecía encantado de hablar de su visita anterior
y de evocar recuerdos de entonces; pero no dejaba de mostrarse inquieto. No fue
su serenidad la que movió a Emma
a creer que se
había producido un cambio en él. Se le veía intranquilo; evidentemente algo le
desazonaba, no tenía sosiego. Aunque jovial como siempre, la suya parecía una
jovialidad que no le dejara satisfecho. Pero lo que decidió la opinión de Emma sobre aquel asunto fue el hecho de que sólo
permaneció en su casa un cuarto de hora, y que la disculpa que dio para irse
tan precipitadamente fue la de que tenía que hacer otras visitas en Highbury.
-En
la calle me he encontrado con varios conocidos... no me he parado a hablar con
ellos porque no tenía tiempo... pero soy lo suficientemente vanidoso para
creer que se sentirían desilusionados si no les visitara, y aunque me gustaría
mucho poder prolongar mi visita tengo que irme en seguida.
Emma no dudaba de que él estaba menos
enamorado... pero ni la desazón de su espíritu ni su prisa por irse parecían
anunciar una curación perfecta; y más bien se sintió inclinada a pensar que
todo aquello debía atribuirse al temor de que se avivasen sus antiguos
sentimientos y a una prudente decisión de no querer frecuentar demasiado su
trato.
En
diez días ésta fue la única visita de Frank Churchill. Varias
veces creyó posible volver a Highbury como tanto deseaba... pero siempre surgía
algún obstáculo que se lo impedía. Su tía no consentía que la dejara. Por lo
menos ésta era la explicación que daba a los de Randalls. Si era completamente sincero, si realmente
hacía todo lo posible por visitar a su padre, debía pensarse que el traslado a
Londres de la señora Churchill
no había
significado ninguna mejora para su enfermedad, tanto si ésta era simplemente
imaginaria como si era de nervios. Que estaba realmente enferma era seguro; él,
en Randalls, había afirmado que estaba
convencido de ello. A pesar de que una buena parte de sus males no eran más que
manías, comparando con épocas anteriores el joven no tenía la menor duda de que
la salud de su tía era mucho más delicada ahora que medio año atrás. No es que
creyera que sus dolencias fuesen incurables o que las medicinas ya no le
sirviesen de nada, ni tampoco dudaba de que aún tenía muchos años de vida por
delante; pero todas las sospechas de su padre no lograron hacerle decir que la
señora Churchill se quejaba de males imaginarios
y que estaba tan rebosante de salud como siempre lo había estado.
Pronto
se demostró que Londres no era el lugar más adecuado para ella. No podía
soportar tanto ruido. Tenía los nervios alterados y en continua tensión; y al
cabo de diez días una carta de su sobrino que se recibió en Randalls comunicaba un cambio de plan. Se iban a trasladar
inmediatamente a Richmond. Habían aconsejado a la señora Churchill que se pusiera en las manos de una eminencia
médica que vivía allí, y además se le había antojado pasar una temporada en
aquel lugar. Se alquiló una casa amueblada en un terreno muy bien situado, y
se tenían muchas esperanzas de que el cambio de aires le sería beneficioso.
Emma oyó contar que Frank había escrito a su familia muy contento de
aquel nuevo traslado, satisfechísimo de disponer de dos meses completos durante
los que viviría tan cerca de sus amigos más queridos... ya que la casa había
sido alquilada para los meses de mayo y junio. Por lo visto en sus cartas
expresaba la casi seguridad de que podría estar a menudo con ellos, casi tan a
menudo como deseaba.
Emma se daba cuenta de a quién
atribuía el señor Weston aquellas jubilosas perspectivas. Consideraba que ella
era el origen de toda la felicidad que iban a procurarle. Emma confiaba en que no era así. Aquellos dos meses iban a demostrarlo.
La
alegría del señor Weston era indiscutible. Estaba radiante de contento. Las
cosas no podían ocurrir más de acuerdo con sus deseos. Ahora iba a tener a Frank más cerca que nunca. ¿Qué eran nueve millas
para un joven? Una hora de caballo. Estaría allí continuamente. En ese aspecto
la diferencia entre Richmond y Londres era tan radical como
la de verle siempre y no verle nunca. Dieciséis millas... mejor dicho,
dieciocho (había más de dieciocho millas hasta Manchester Street) eran un obstáculo considerable. Cuando le
fuera posible salir de la ciudad se pasaría todo el día en ir y volver. No era
ninguna ventaja tenerle en Londres; era como si estuviera en Enscombe; pero Richmond estaba a la distancia ideal para que les
visitara con frecuencia. ¡Era mejor que tenerlo aún más cerca!
Inmediatamente
este traslado convirtió en realidad un ilusionado proyecto de meses atrás: el
baile en la Corona. No es que se hubieran olvidado de ello, pero no tardaron en
reconocer que era inútil toda tentativa de fijar una fecha. Pero ahora se
decidió que se celebraría; se reanudaron los preparativos, y muy poco después
de que los Churchill se hubieran instalado en Richmond una breve carta de Frank anunció que el cambio había sentado muy bien a su tía y que no tenía
ninguna duda de que podría acudir a Highbury por veinticuatro horas en cualquier
momento que fuera preciso, rogándoles tan sólo que fijaran la fecha para lo
antes posible.
El
baile del señor Weston iba a ser una realidad. Muy pocos días se interponían ya
entre los jóvenes de Highbury y la felicidad.
El
señor Woodhouse se resignó. Pensó que aquella estación del año era la menos
peligrosa para esas expansiones. En todos los aspectos mayo era mejor que
febrero. Se solicitó de la señora Bates que fuera a pasar la velada en
Hartfield, James fue debidamente prevenido y el dueño de la casa puso todas sus
esperanzas en que mientras su querida Emma estuviese
ausente ni su querido Henry ni su querido John le pidiesen nada.
CAPÍTULO XXXVIII
No
volvió a ocurrir ningún contratiempo que impidiese que se celebrara el baile.
La fecha se fue acercando y por fin llegó. Y tras una mañana de una espera un
tanto ansiosa, Frank
Churchill, muy seguro
de sí mismo, llegó a Randalls
antes de la hora de
comer. Todo estaba, pues, a punto.
No
había vuelto a verse con Emma.
El salón de la
Hostería de la Corona iba a ser el escenario de su segunda entrevista; pero iba
a ser algo más íntimo que un encuentro en medio de todos los demás invitados.
El señor Weston había insistido tanto en que Emma llegara a la hostería antes de la hora prevista, lo antes que le fuera
posible después de los propios organizadores, a fin de que diese su opinión
respecto al buen orden y al acomodo de los salones, antes de que llegara nadie
más, que no pudo negarse, y por lo tanto era previsible que debía de pasar un
rato de amigable y tranquilo coloquio en compañía del joven. Después de recoger
a Harriet, ambas se dirigieron a la Corona
a una hora muy temprana, muy poco después que la propia familia de Randalls.
Frank
Churchill parecía
haber estado esperándolas; y aunque fue parco en palabras, sus ojos declaraban
que se proponía pasar una velada deliciosa. Todos juntos se pusieron a
recorrer los salones para comprobar que todo estaba en orden; y al cabo de unos
minutos se les unieron los invitados que acababan de llegar en otro coche; al
oír el ruido Emma, sorprendidísima, estuvo a punto
de exclamar: «¡Pero si aún es muy temprano!»; pero en seguida vio que los
recién llegados eran viejos amigos a quienes como a ella se había rogado que
acudieran lo antes posible para ayudar con sus consejos al señor Weston; y a
ese coche no tardó en seguir otro de unos primos, a quienes también se había
suplicado encarecidamente que llegaran temprano por el mismo motivo, de modo
que daba un poco la impresión de que la mitad de los invitados tenían que
reunirse previamente con objeto de proceder a la última inspección preliminar.
Emma se dio cuenta de que su criterio
no era el único criterio en el que confiaba el señor Weston, y pensó que ser
amiga predilecta e íntima de un hombre que tenía tantos amigos íntimos de toda
confianza no era lo que más podía halagar la vanidad. Le gustaba su carácter
abierto, pero un poco menos de cordialidad con todo el mundo hubiese
contribuido a dar más relieve a su personalidad. Un hombre debía ser amable con
todos, pero no amigo de todos... Y Emma pensaba
en alguien que era exactamente así...
Los
reunidos lo recorrieron todo, inspeccionándolo y haciendo grandes elogios; y
luego, como no tenían nada más que hacer, formaron una especie de semicírculo
frente a la chimenea, comentando cada cual a su modo, y hasta que surgieron
otros temas de conversación, que a pesar de estar en mayo a la caída de la
tarde un buen fuego aún resultaba muy agradable.
Emma advirtió que si el número de
consejeros privados no era todavía mayor, no había sido por culpa del señor
Weston. Ya que al venir se habían detenido en casa de la señora Bates para
ofrecerles su coche, pero tía y sobrina habían acordado con los Elton que
pasarían a recogerlas.
Frank estaba a su lado, pero no
continuamente; su desasosiego revelaba una inquietud interior. Iba de un lado
a otro, se dirigía a la puerta, prestaba oídos al ruido de otros coches...
impaciente por empezar o temeroso de estar de continuo al lado de ella. Se
hablaba de la señora Elton.
-Supongo
que no tardará en llegar -dijo él-. Tengo mucha curiosidad por conocer a la
señora Elton, he oído hablar tanto de ella... Supongo que ya no puede tardar...
Se
oyó el ruido de un coche; el joven se dispuso inmediatamente a salir a
recibirles, pero no tardó en regresar diciendo:
-Olvidaba
que no nos han presentado. Yo en mi vida he visto ni al señor ni a la señora
Elton. O sea que no puedo recibirles.
Aparecieron
el señor y la señora Elton; y hubo todas las sonrisas y cortesías de rigor.
-Pero
¿y la señorita Bates y la señorita Fairfax? -dijo el señor Weston mirando en
torno suyo-. Nosotros creíamos que iban a venir con ustedes.
El
olvido era reparable y en seguida se mandó el coche a recogerlas. Emma tenía una gran curiosidad por saber cuál
sería la primera opinión de Frank sobre la
señora Elton; cómo iba a reaccionar ante la afectada elegancia de su vestido y
sus empalagosas sonrisas. El joven, una vez hechas las
presentaciones, se dispuso inmediatamente a formarse una opinión de ella
observándola con toda atención.
Al
cabo de pocos minutos el coche ya estaba de vuelta;
alguien comentó que llovía.
-Voy
a ver si encuentro un paraguas -dijo Frank a su
padre-; hay que pensar en la señorita Bates.
Apenas
hubo salido cuando el señor Weston se disponía a seguirle; pero la señora Elton
le detuvo para felicitarle por la buena impresión que le había causado su
hijo; abordándole con tanta rapidez que incluso el propio joven, a pesar de no
ser precisamente lento en sus movimientos, tuvo que oírlo a la fuerza.
-Un
joven encantador, señor Weston, se lo aseguro. Ya le dije con toda sinceridad
que me gustaba opinar por mí misma, y ahora me complazco en decirle que me ha
producido una magnífica impresión... Puede usted creerme. Yo no hago cumplidos.
Me parece un joven muy apuesto, y con una elegancia y una distinción que es la
que más me agrada... un verdadero caballero, sin una pizca de afectación ni de
vanidad. Debe usted saber que detesto a los jóvenes fatuos... no puedo
soportarlos. En Maple Grove nunca los tolerábamos. Ni el señor
Suckling ni yo teníamos paciencia para
sufrirlos; y a veces les decíamos cosas muy mordaces... Selina, que es
demasiado blanda (un verdadero defecto en ella), los toleraba mucho mejor.
Mientras
le hablaba de su hijo, la atención del señor Weston estuvo fija en sus
palabras; pero cuando empezó a hablar de Maple Grove recordó
que acababan de llegar unas damas a las que había que atender, y con la más
amable de sus sonrisas se apresuró a salir también del salón.
Entonces
la señora Elton se dirigió a la señora Weston.
-Seguro
que es nuestro coche con la señorita Bates y Jane. Nuestro cochero y nuestros caballos son tan rápidos... Me atrevería a
decir que nuestro coche va más aprisa que ningún otro... ¡Qué alegría da enviar
el coche de uno a que recoja a unos amigos! Creo que han sido ustedes tan
amables que les han ofrecido su coche, pero ya saben para otra ocasión que no
es necesario que se molesten. Pueden tener la seguridad de que yo siempre me
ocuparé de ellas...
La
señorita Bates y la señorita Fairfax escoltadas por los dos caballeros
penetraron en el salón; y la señora Elton pareció considerar que era su deber,
tanto como el de la señora Weston, salir a recibirlas. Sus gestos y ademanes
podían ser entendidos por cualquiera que la estuviese mirando como Emma, pero sus palabras, mejor dicho, las palabras
de todos, no tardaron en quedar ahogadas por la incesante charla de la señorita
Bates, que ya entró hablando y que no terminó de hablar hasta muchos minutos
después de haberse incorporado al grupo que se formaba alrededor de la
chimenea. Al abrirse la puerta, ya se le oía decir:
-¡Son
ustedes tan amables! Pero si no llueve nada... Casi ni una gota. Por mí no me
preocupo. Llevo unos zapatos bien gruesos. Y Jane dice que... ¡Vaya...! -apenas hubo franqueado la puerta-. ¡Vaya! ¡Eso
sí que está bien! ¡Me dejan admirada! ¡Qué gran idea han tenido...! ¡No falta
nada! Nunca hubiera podido imaginarme algo así... ¡Y qué iluminación! Jane, Jane, mira... ¿Has visto alguna vez algo parecido?
¡Oh, señor Weston, forzosamente debe usted de tener la lámpara de Aladino! La
buena de la señora Stokes no reconocería su salón. Ahora
al entrar la he saludado, porque la he encontrado en la puerta. «¡Qué tal,
señora Stokes!», le he dicho, pero no tenía tiempo
de decirle nada más. -En aquel momento se hallaba frente a la señora Weston-.
Muy bien, gracias, ¿y usted? Espero que siga usted bien. No sabe cuánto me
alegro. ¡Tenía tanto miedo de que tuviese jaqueca! La he visto pasar tan
apresurada estos días por la calle, y sabiendo los quebraderos de cabeza que
habrá tenido con todo esto... No sabe lo que me alegro... ¡Ah, querida señora
Elton! ¡Le estamos tan agradecidas por el coche...! Sí, sí, ha llegado muy a
punto. Jane y yo ya estábamos listas para
salir. No hemos hecho esperar a los caballos ni un momento. ¡Y qué coche más
cómodo...! ¡Ah! Por cierto que ya sé que también tengo que darle las gracias a
usted, señora Weston... La señora Elton había sido tan amable que envió una
nota a Jane para prevenirnos, de lo contrario
hubiéramos aceptado su ofrecimiento con mucho gusto... ¡Señor, dos
ofrecimientos como éstos en un mismo día...! No hay vecinos mejores que los
nuestros. Yo le decía a mi madre: «Mamá, puedes estar segura...» Muchas
gracias, mi madre está perfectamente bien. Ha ido a casa del señor Woodhouse.
He hecho que se llevara el chal porque ahora las noches son frescas... El chal
grande, el nuevo... Un regalo que le hizo la señora Dixon cuando se casó...
¡Oh, fue tan amable al acordarse de mi madre! Lo compraron en Weymouth, ¿sabe usted? y lo eligió el señor Dixon. Jane dice que habían tres más y que estuvieron
dudando durante mucho rato. El coronel Campbell prefería
uno color aceituna. Jane, querida, ¿estás segura de que no
tienes los pies mojados? Sólo han sido cuatro gotas, pero tengo tanto miedo con
ella... Claro que el señor Frank
Churchill ha sido
tan... Incluso nos ha puesto una estera al bajar del coche... No puede
imaginarse lo atento que ha sido con nosotras... ¡Ah, por cierto, señor Frank Churchill! Tengo que decirle que las gafas
de mi madre no han vuelto a romperse; la montura no se ha vuelto a salir. Mi
madre se acuerda muchas veces de lo bueno que es usted. ¿Verdad que sí, Jane? ¿Verdad que hablamos a menudo del señor Frank Churchill? ¡Ah, aquí está la señorita
Woodhouse! ¡Querida señorita Woodhouse! ¿Cómo está usted? Muy bien, gracias,
perfectamente. ¡Ay, tengo la impresión de estar en el país de las hadas! ¡Qué
transformación! No quiero adularla, ya sé... -contemplando a Emma con complacencia- ya sé que a usted no le
gusta que la adulen, pero... le prometo, señorita Woodhouse, que parece
usted... Por cierto, ¿le gusta el peinado de Jane? Usted entiende tanto de esas cosas... Se ha peinado ella sola... ¡Oh,
es asombroso ver cómo se peina! Estoy convencida de que ningún peluquero de
Londres sería capaz de... ¡Ah, allí veo al doctor Hughes... y a la señora Hughes...! Discúlpeme, pero tengo que hablar un momento
con el doctor y la señora Hughes...
¿Cómo está usted?
¿Cómo está usted? Muy bien, gracias. Encantadora reunión, ¿verdad? ¿Dónde está
nuestro querido señor Richard?
¡Ah, ya le veo! No,
no, no le molesten; está muy ocupado conversando con unas jóvenes. ¿Cómo está
usted, señor Richard? El otro día le vi cuando iba a
caballo por el pueblo... ¡Caramba, pero...! ¡Si es la señora Otway! ¡Y el bueno del señor Otway y la señorita Otway y la
señorita Caroline! ¡Cuántos buenos amigos reunidos!
¡Y el señor George y el señor Arthur! ¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted?
Perfectamente. Muy agradecida. Nunca me he encontrado mejor. Me parece que
oigo llegar otro coche. ¿De quién podrá ser? Ya, probablemente los Cole. ¡Qué buenas personas son! ¡Y qué agradable
es sentirse rodeada de tan buenos amigos! ¡Y con un fuego que calienta tanto!
Tengo la impresión de estar asada. No, café no, gracias... nunca tomo café. Un
poco de té, por favor... pero no corre ninguna prisa, no se apresure... ¡Oh, ya
está aquí! ¡Qué bien organizado está todo!
Frank Churchill volvió junto a Emma. Y cuando la señorita Bates se apaciguó un
poco, la joven no tuvo otro remedio que oír la conversación entre la señora
Elton y la señorita Fairfax, que estaban detrás y no muy lejos de ella.
Mientras Frank estaba pensativo; su compañera
no hubiera podido decir si estaba también prestando oídos a aquella
conversación. Después de dedicar muchos cumplidos al peinado y al vestido de Jane, elogios que fueron acogidos con una digna
serenidad, evidentemente la señora Elton quería ser elogiada a su vez... e
insistía: «¿Qué te parece mi vestido? ¿Y estos adornos que me he puesto? ¿Me ha
peinado bien Wright?», junto con otras muchas preguntas por el estilo, que
eran contestadas con paciente cortesía. Luego la señora Elton dijo:
-No
hay mujer que se preocupe menos por su vestido que yo... eso en general, pero
en una ocasión como ésta, cuando todo el mundo está tan pendiente de mí y no
se me pierde de vista, y además como una atención para los Weston... que estoy
segura que han dado este baile sobre todo en mi honor... no quisiera parecer
inferior a las demás. Y exceptuando las mías, veo muy pocas perlas en el
salón... Me han dicho que Frank
Churchill baila mara villosamente... Veremos si nuestros estilos
armonizan bien... Desde luego Frank Churchill es
un joven distinguidísimo... realmente encantador.
En
este momento Frank empezó a hablar en voz tan alta
que Emma no pudo por menos de pensar que
había oído los elogios que se hacían de él y no quería oír más; y durante un
rato las voces de las dos quedaron ahogadas por el bullicio, hasta que hubo
otra pausa que permitió oír claramente a la señora Elton... El señor Elton
acababa de incorporarse al grupo, y su esposa estaba exclamando:
-¡Ah!
Por fin nos has encontrado, ¿eh? ¿Vienes a sacarnos de nuestro aislamiento?
Ahora mismo le estaba diciendo a Jane que suponía
que empezarías a estar impaciente por saber algo de nosotras.
-Jane! -repitió Frank Churchill, sorprendido y contrariado. Ya es tener
confianza... Pero veo que a la señorita Fairfax no le parece mal.
-¿Qué
le parece la señora Elton? -preguntó Emma en un susurro.
-Que
no me gusta en absoluto.
-Es
usted un ingrato.
-¿Ingrato?
¿Qué quiere usted decir?
Luego,
desarrugando el entrecejo y sonriendo, añadió:
-No,
no me lo diga... Prefiero no saber lo que quiere decir... ¿Dónde está mi padre?
¿Cuándo vamos a empezar a bailar?
Emma no acababa de entenderle;
parecía que se había puesto de mal humor. Salió para ir en busca de su padre,
pero no tardó en regresar en compañía del señor y la señora Weston. Los
encontró preocupados por resolver una dificultad que querían plantear a Emma. A la señora Weston acababa de ocurrírsele que
debía pedirse a la señora Elton que abriera el baile; porque ella así esperaba
que lo harían; lo cual contrariaba todos sus deseos de que fuese Emma quien tuviese esta distinción... Emma recibió aquella noticia tan poco grata con
entereza.
-¿Y
qué pareja sería la más adecuada para ella? -preguntó el señor Weston-. Supongo
que pensará que es Frank quien debería sacarla a bailar.
Frank se volvió rápidamente hacia Emma para recordarle el compromiso que había
contraído con él; dijo que ya estaba comprometido, lo cual tuvo la más
completa aprobación de su padre... Y entonces a la señora Weston se le ocurrió
la idea de que podría ser su marido quien bailase con la señora Elton, y rogó a
los jóvenes que le ayudasen a convencerle, para lo cual no necesitaron mucho
tiempo... El señor Weston y la señora Elton abrirían el baile, y el señor Frank Churchill y la señorita Woodhouse les seguirían. Emma tuvo que someterse a aceptar un segundo lugar,
respecto a la señora Elton, a pesar de que siempre había considerado aquel
baile como organizado propiamente en honor suyo. Aquello era casi motivo suficiente
para hacerle pensar en casarse.
Indudablemente,
en aquella ocasión la señora Elton la aventajaba en vanidad totalmente
satisfecha; pues aunque había aspirado a abrir el baile junto con Frank Churchill, no perdía nada con el cambio. El
señor Weston debía de juzgarse superior a su hijo. A pesar de este pequeño
revés, Emma sonreía feliz contemplando con
satisfacción el considerable número de parejas que se iban formando, y dándose
cuenta de que le esperaban una serie de horas de una diversión muy poco
frecuente... El que el señor Knightley no bailase era tal vez lo que más la
preocupaba de todo. Estaba entre los espectadores, es decir, donde no debiera
haberse quedado; hubiera debido estar bailando... no poniéndose al lado de los
esposos, de los padres, de los jugadores de whist, que no mostraron ningún interés por el baile
hasta que hubieron terminado sus partidas... ¡él, que parecía tan joven! Tal
vez no hubiera resaltado tanto en medio de cualquier otro grupo. Su figura
alta, enérgica, erguida, en medio de aquellos hombres mucho mayores que él,
obesos y de espaldas encorvadas, debía forzosamente atraer las miradas de
todos, y Emma se daba cuenta de ello; y
exceptuando a su propia pareja, ni uno solo de los que componían aquella
hilera de jóvenes podía compararse con él. Dio unos pasos hacia delante que
bastaron para demostrar con qué elegancia, con qué gracia natural hubiese
podido bailar sólo con que se tomara
la molestia de proponérselo... Cada vez que sus miradas se cruzaban, ella le
obligaba a sonreír; pero en general estaba muy serio. Emma hubiera deseado que fuera más amigo de las salas de baile, y también
más amigo de Frank
Churchill... Él a
menudo parecía estarla observando. No creyó posible que el señor Knightley
prestara atención a su manera de bailar, pero si lo que buscaba eran motivos
para censurar su proceder, no tenía el menor miedo. Entre ella y su pareja no
había ni la menor sombra de coqueteo. Daban más la impresión de unos amigos
alegres y despreocupados que de enamorados. Era indudable que Frank Churchill pensaba menos en ella que unos meses atrás.
El
baile se desarrolló agradablemente. Las preocupaciones, los incesantes
desvelos de la señora Weston no fueron en vano. Todo el mundo parecía contento;
y el elogio de que había sido un baile delicioso, elogio que pocas veces se
otorga hasta que el baile ha terminado, fue repetido una y otra vez desde los
mismos inicios de la velada. Acontecimientos muy importantes, muy dignos de ser
recordados, no ocurrieron más de los que suelen ocurrir en ese tipo de
fiestas. Hubo uno, sin embargo, al que Emma concedió
cierto interés... Se había iniciado el penúltimo baile antes de la cena y Harriet no tenía pareja... era la única joven que se
hallaba sentada; y como hasta entonces el número de bailarines había sido tan
igualado, resultaba sorprendente que ahora quedase alguien sin pareja; pero la
sorpresa de Emma no tardó en disminuir al ver al
señor Elton vagando por allí. No iba a pedir a Harriet que bailara con él, si es que le era posible
evitarlo; Emma estaba segura de que no la
sacaría a bailar... y esperaba de un momento a otro ver cómo huía hacia la sala
de juego.
Sin
embargo, no era huir lo que se proponía hacer. Se dirigió hacia un ángulo del
salón en donde se encontraban reunidos los mirones, habló con algunos de ellos
y se paseó por allí como para mostrar su liberta d
y su decisión de mantenerla. No omitió pararse a veces enfrente de la señorita
Smith ni hablar con personas que
estaban al lado de ella... Emma
no le perdía de
vista... Aún no estaba bailando, sino que recorría el trecho que había de un
extremo a otro de la hilera, y por lo tanto podía mirar a su alrededor, y con
sólo volver ligeramente la cabeza lo vio todo. Pero cuando estuvo hacia la
mitad de la hilera, todo el grupo quedó exactamente a sus espaldas y ya no
pudo seguir observándoles; pero el señor Elton estaba tan cerca que pudo oír
hasta la última sílaba de un diálogo que precisamente en aquellos momentos se
desarrollaba entre él y la señora Weston; y advirtió que la esposa del
vicario, que precedía a
Emma en la fila, no sólo escuchaba
también, sino que incluso alentaba a su marido con significativas miradas...
La bondadosa y afable señora Weston se había levantado para acercársele y
decirle:
-¿No baila usted, señor Elton?
A
lo cual él replicó rápidamente:
-Desde
luego, señora Weston, si accede usted a bailar conmigo. -¿Yo? ¡Oh, no...! Le
buscaré una pareja mejor que yo, que no bailo.
-Si
la señora Gilbert desea bailar -dijo él-, será un
gran placer para mí... pues, aunque ya empiezo a sentirme más bien como un
señor casado un poco viejo, y que ya me ha pasado la edad de bailar, para mí
sería un gran placer formar pareja con una antigua amistad como la señora Gilbert.
-No
creo que la señora Gilbert piense en bailar, pero allí hay
una señorita sentada que me gustaría mucho ver bailando... la señorita Smith...
-La
señorita Smith... ¡Oh...! No me había fijado... Es usted muy amable, y
si no fuera ya un hombre casado un poco viejo... Pero ya me ha pasado la edad
de bailar, señora Weston. Usted sabrá disculparme. En cualquier otra cosa que
me pida será un honor para mí complacerla... estoy a sus órdenes... pero ya me
ha pasado la edad de bailar.
La
señora Weston no insistió; y Emma podía
imaginarse cuál sería su sorpresa y su mortificación mientras regresaba a su
sitio. ¡Éste era el señor Elton! ¡El afectuoso, el amable, el atento señor
Elton! Por un momento miró a su alrededor; el vicario había ido en busca del
señor Knightley, a poca distancia de ella, y estaba intentado trabar
conversación con él mientras cambiaba sonrisas de triunfo con su esposa.
No
quiso seguir mirando; estaba indignada y temía que el color de su cara delatase
sus sentimientos.
Poco
después lo que vio le hizo brincar el corazón de alegría; ¡el señor Knightley
sacaba a bailar a Harriet! Nunca había tenido una sorpresa
tan grande y pocas veces tan jubilosa como en aquel momento. Estaba llena de
contento y de gratitud, tanto por Harriet como
por ella misma, y deseaba ardientemente darle las gracias a él; y aunque
estaban demasiado lejos para poderse hablar, cuando sus miradas volvieron a cruzarse,
los ojos de Emma eran ya suficientemente elocuentes.
Tal
como ella había imaginado, el señor Knightley bailaba magníficamente bien; y Harriet hubiera podido parecer casi demasiado feliz
de no haber sido por la penosa escena que se había desarrollado poco antes, y
por la expresión de placer absoluto y de perfecta comprensión de la distinción
que se le había hecho, que se leía en' su alegre rostro. Aquello no había sido
en vano, Harriet estaba más contenta que nunca y
se deslizaba por entre las parejas en medio de una continua sucesión de
sonrisas.
El
señor Elton se había retirado a la sala de juego, con la sensación (según
confiaba Emma) de haber hecho el ridículo; Emma no le consideraba tan insensible como su
esposa, a pesar de que se estaba volviendo como ella; ella expresó su
opinión, comentando en voz alta con su pareja:
-¡Knightley
se ha compadecido de la pobre señorita Smith! ¡Tiene
tan buen corazón!
Se
anunció la cena y todos se dispusieron a dirigirse hacia el comedor; y desde
aquel momento, y hasta que se sentó a la mesa y cogió su cuchara, sin ninguna
interrupción sólo se oyó hablar a la señorita Bates.
-¡Jane,
Jane, querida Jane! ¿Dónde estás? Aquí tienes una palatina. La señora Weston dice que por favor te pongas su palatina. Dice que tiene miedo
que haya corriente de aire en el pasillo, aunque se haya hecho todo lo posible
para procurar... Han clavado una puerta... Y han puesto muchos burletes...
Querida Jane, ¡tienes que ponértela! Señor Churchill... ¡Oh, qué amable es usted! Muchas gracias por
ayudarle... ¡Muy agradecida! ¡Qué baile más delicioso!, ¿verdad? Sí, querida,
como ya te había dicho, he salido un momento para ir a casa y ayudar a la
abuelita a acostarse... y he vuelto en seguida, y nadie me ha echado de
menos... Me he ido sin decir una palabra a nadie, como ya te dije que lo haría.
La abuelita se encuentra muy bien, ha pasado una velada encantadora con el
señor Woodhouse; han estado charlando mucho y han jugado al chaquete... Antes
de que se fuera sirvieron el té allí mismo, con galletas, manzanas asadas y
vino; en algunas partidas ha tenido una suerte loca; y me ha hecho muchas
preguntas sobre ti, si te divertías y con quién bailabas. «¡Oh!», le he dicho
yo, «no puedo adivinar lo que va a hacer Jane; cuando yo
me he ido estaba bailando con el señor George Otway;
mañana ella misma te lo contará todo; su primera pareja ha sido el señor Elton,
pero no sé quién será la próxima, tal vez el señor William Cox». ¡Por Dios, oh, qué amable es usted! ¿De
veras no prefiere dar el brazo a ninguna otra señora? No soy una
inválida... ¡Oh, es usted tan amable! ¡Vaya, Jane en un brazo y yo en el otro! ¡Alto, alto, no vayamos tan aprisa que
viene la señora Elton! ¡Querida señora Elton, qué elegante está usted! ¡Qué
encajes más bonitos! Ahora entraremos todos detrás de usted, que es la reina
de la fiesta... Bueno, ya estamos en el corredor. Dos escalones, Jane, cuidado con los dos escalones. ¡Oh, no, sólo
hay uno! Bueno, pues yo estaba convencida de que había dos. ¡Qué raro! Yo
estaba segura de que había dos y sólo hay uno... ¡Oh! Nunca se había visto nada
igual en comodidad y en distinción... ¡Velas por todas partes! Te estaba
hablando de la abuelita, Jane...
Sólo ha tenido una
pequeña decepción... Las manzanas asadas y las galletas eran excelentes,
¿sabes?; pero para empezar sirvieron un delicioso fricasé de mollejas de
ternera con espárragos, y el bueno del señor Woodhouse opinó que los espárragos
no estaban bien hervidos e hizo que se los volvieran a llevar. Pero, claro, a
la abuelita no hay nada que le guste tanto como las mollejas de ternera con espárragos...
o sea que se quedó un poco decepcionada... pero lo que acordamos fue que no se
lo diríamos a nadie para que no llegue a oídos de la querida señorita
Woodhouse, que se llevaría un disgusto si lo supiera... ¡Vaya! ¡Eso sí que
es...! ¡Estoy deslumbrada! ¡Nunca hubiera podido imaginarme...! ¡Qué elegancia
y qué lujo...! No había visto nada parecido desde... Bueno, ¿y dónde nos
sentamos? ¿Dónde nos sentamos? En cualquier sitio, con tal de que Jane no tenga corriente de aire. A mí me da igual
sentarme en un sitio o en otro. ¡Ah! ¿Me aconseja usted este sitio? Bueno,
entonces señor Churchill... sólo que me parece demasiado
bueno... pero, en fin, como usted quiera... Lo que usted mande en esta casa no
puede estar mal hecho. Jane, querida, ¿cómo vamos a
acordarnos después ni de la mitad de los platos para contárselo a la abuelita?
¡Incluso sopa! ¡Santo Cielo! No tendrían que haberme servido tan pronto... pero
huele tan mara villosamente que no
puedo resistir la tentación de probarla.
Emma no tuvo oportunidad de hablar
con el señor Knightley hasta que terminó la cena; pero cuando volvieron a
reunirse de nuevo en la sala de baile, sus ojos le invitaron de un modo
irresistible a acercársele y a recibir su gratitud. Él censuró duramente la
conducta del señor Elton; había sido una grosería imperdonable; y las miradas
de la señora Elton su parte correspondiente de reprobación.
-Se
proponían algo más que humillar a Harriet -dijo
él-. Emma, ¿por qué se han convertido en
enemigos de usted?
Él
la miraba sonriendo, como queriendo penetrar en sus pensamientos; y al no
recibir respuesta añadió:
-Sospecho
que ella no tiene motivos para estar enfadada con usted, aunque él sí los
tenga... Ya sé que no va a aclararme nada de esta suposición mía... Pero, Emma, confiese que usted quería casarlo con Harriet.
-Sí,
lo confieso -replicó Emma- y no pueden perdonármelo.
El
señor Knightley sacudió la cabeza; pero sonreía indulgentemente y se limitó a
decir:
-No
voy a reñirla. La dejo con sus reflexiones.
-¿Puede
usted tener una idea tan halagadora de mí? ¿Cree que mi vanidad puede permitir
que me dé cuenta de que me equivoco? -Su vanidad no, pero sí su sinceridad. Si
una cosa la empuja a equivocarse, la otra la obliga a reconocer su error.
-Reconozco
haberme equivocado completamente con el señor Elton. Hay una mezquindad en él
que yo no supe descubrir y que usted sí advirtió; y yo estaba plenamente
convencida de que estaba enamorado de Harriet... ¡Toda
una serie de grandes errores!
-Correspondiendo
a su sinceridad, tengo que decirle para ser justo con usted, que le había
elegido una esposa mucho mejor de lo que él ha sabido elegirla... Harriet Smith tiene cualidades espléndidas de las que la
señora Elton carece en absoluto. Es una muchacha sin pretensiones, sencilla,
sin ningún artificio... como para que cualquier hombre de buen criterio y de
buen gusto la prefiera cien veces más a una mujer como la señora Elton. La
conversación de Harriet me ha parecido más agradable de
lo que yo esperaba.
Emma se sentía muy agradecida... Les
interrumpió el revuelo que causaba el señor Weston al llamar a todos para
reemprender el baile.
-¡Señorita
Woodhouse, señorita
Otway, señorita Faírfax, vengan! ¿Qué están haciendo? Vamos, Emma, dé usted el ejemplo a sus compañeras. ¡Oh,
qué perezosos! ¡Todo el mundo está dormido!
-Yo
estoy a punto -dijo Emma- cuando quieran pueden sacarme a
bailar.
-¿Con
quién va a bailar? -preguntó el señor Knightley.
Ella
vaciló un momento y luego replicó:
-Con
usted, si me lo pide.
-¿Me
concede este honor? -le preguntó, ofreciéndole su brazo.
-Desde
luego. Usted ha demostrado que sabe bailar; y ya sabe que no somos hermanos, o
sea que no formamos una pareja nada impropia.
-¿Hermanos?
No, desde luego que no.
CAPÍTULO XXXIX
ESTA pequeña explicación con el señor Knightley dejó muy satisfecha a Emma. Era uno de los recuerdos más agradables del baile,
que al día siguiente por la mañana, paseando por el césped, la joven evocaba
complacidamente... Se alegraba mucho de que estuviesen tan de acuerdo respecto
a los Elton, y de que sus opiniones sobre marido y mujer fuesen tan parecidas;
por otra parte, su elogio de Harriet, las
concesiones que había hecho en favor suyo eran particularmente de agradecer.
La impertinencia de los Elton, que por unos momentos había amenazado con
estropearle el resto de la velada, había dado ocasión a que tuviese la mayor
alegría de la fiesta; y Emma preveía otra buena
consecuencia... la curación del enamoramiento de Harriet... Por la manera en que ésta le habló de lo
ocurrido antes de que salieran de la sala de baile, deducía que habían grandes
esperanzas... Daba la impresión de que hubiese abierto súbitamente los ojos,
de que fuese ya capaz de ver que el señor Elton no era el ser superior que ella
había creído. La fiebre había pasado, y Emma no podía
abrigar muchos temores de que el pulso volviera a acelerarse ante una actitud
tan insultantemente descortés. Confiaba en que las malas intenciones de los
Elton proporcionarían todas las situaciones de menosprecio voluntario que más
tarde fuesen necesarias... Harriet
más razonable, Frank Churchill no tan enamorado, y el señor Knightley sin
querer disputar con ella... ¡qué verano tan feliz le esperaba...!
Aquella
mañana no vería a Frank
Churchill. Él le
había dicho que no podría detenerse en Hartfield porque tenía que estar de regreso
hacia el mediodía. Emma no lo lamentaba.
Después
de haber reflexionado detenidamente sobre todo eso y de haber puesto en orden
sus ideas, se disponía a volver a la casa con el ánimo avivado por las
exigencias de los dos pequeños (y del abuelito de éstos), cuando vio que se
abría la gran verja de hierro y que entraban en el jardín dos personas, las
personas que menos hubiera podido esperar ver juntas... Frank Churchill llevando del brazo a Harriet... ¡a Harriet en
persona! En seguida se dio cuenta de que había ocurrido algo anormal. Harriet estaba muy pálida y asustada, y su
acompañante intentaba darle ánimos... La verja de hierro y la puerta de entrada
de la casa no estaban separadas por más de veinte yardas; los tres no tardaron
en hallarse reunidos en la sala, y Harriet inmediatamente
se desvaneció en un sillón.
Cuando
una joven se desvanece hay que hacer que vuelva en sí; luego tienen que
contestarse una serie de preguntas y explicarse una serie de cosas que se
ignoran. Estas situaciones son muy emocionantes, pero su incertidumbre no
puede prolongarse por mucho tiempo. Pocos minutos bastaron a Emma para enterarse de todo lo sucedido.
La
señorita Smith y la señorita Bickerton, otra de
las pensionistas de la señora Goddard, que también había asistido al baile,
habían salido a dar una vuelta y habían echado a andar por un camino... el
camino de Richmond, que aunque en apariencia era lo
suficientemente frecuentado para que se considerase seguro, les había dado un
gran susto... A una media milla de Highbury, el camino formaba un brusco recodo
sombreado por grandes olmos que crecían a ambos lados, y durante un
considerable trecho se convertía en un lugar muy solitario; y cuando las
jóvenes ya habían avanzado bastante, de pronto advirtieron a poca distancia de
ellas, en un ancho claro cubierto de hierba que había a uno de los lados del
camino, una caravana de gitanos. Un niño que estaba apostado allí para vigilar,
se dirigió hacia ellas para pedirles limosna; y la señorita Bickerton,
mortalmente asustada, dio un gran chillido, y gritando a Harriet que la siguiera trepó rápidamente por un
terraplén empinado, franqueó un pequeño seto que había en la parte superior y
tomando un atajo volvió a Highbury todo lo aprisa que pudo. Pero la pobre Harriet no pudo seguirla. Después del baile se había
resentido de fuertes calambres, y cuando intentó trepar por el terraplén volvió
a sentirlos con tanta intensidad que se vio incapaz de dar un paso más... y en
esta situación, presa de un extraordinario pánico, se vio obligada a quedarse
donde estaba.
Cómo
se hubieran comportado los vagabundos si las jóvenes hubiesen sido más
valerosas nunca podrá saberse; pero una invitación como aquella a que las
atacaran no podía ser desatendida; y Harriet no
tardó en verse asaltada por media docena de chiquillos capitaneados por una
fornida mujer y por un muchacho ya mayor, en medio de un gran griterío y de
miradas amenazadoras, aunque sin que sus palabras lo fueran... Cada vez más
asustada inmediatamente les ofreció dinero, y sacando su bolso les dio un
chelín, y les suplicó que no le pidieran más y que no la maltrataran... Para
entonces se vio ya con fuerzas para andar, aunque muy lentamente, y empezó a
retroceder... pero su terror y su bolso eran demasiado tentadores, y todo el
grupo fue siguiéndola, o mejor dicho, rodeándola, pidiéndole más.
En
esta situación la encontró Frank
Churchill, ella
temblando de miedo y suplicándoles, ellos gritando cada vez con más insolencia.
Por una feliz casualidad, Frank
había retrasado su
partida de Highbury lo suficiente como para poder acudir en su ayuda en aquel
momento crítico. Aquella mañana la bonanza del tiempo le había movido a salir
de su casa andando y a hacer que sus caballos fueran a buscarle por otro
camino a una milla o dos de Highbury... y como la noche anterior había pedido
prestadas unas tijeras a la señorita Bates y había olvidado devolvérselas, se
vio forzado a pasar por su casa y entrar por unos minutos; de modo que
emprendió la marcha más tarde de lo que había imaginado; y como iba a pie no
fue visto por los gitanos hasta que estuvo ya muy cerca de ellos. El terror que
la mujer y el muchacho habían estado inspirando a Harriet, entonces les sobrecogió a ellos mismos; la
presencia del joven les hizo huir despavoridos; y Harriet apoyándose en seguida en su brazo y apenas
sin poder hablar, tuvo fuerzas suficientes para llegar a Hartfield antes de
caer desvanecida. Fue idea de él el llevarla a Hartfield; no se le había
ocurrido ningún otro lugar.
Ésta
era toda la historia... lo que él, y luego Harriet, apenas hubo recobrado el sentido, le
contaron... El joven, una vez hubo visto que ya se encontraba mejor, declaró
que no podía quedarse por más tiempo; todos aquellos retrasos no le permitían
perder ni un minuto más; y después de que Emma le hubo prometido que la dejaría sana y salva en casa de la señora
Goddard, y que avisaría al señor Knightley de la presencia de los gitanos por
aquellos contornos, él se fue entre las mayores muestras de agradecimiento de Emma, tanto por su amiga como por ella misma.
Una
aventura como aquélla... un apuesto joven y una linda muchacha encontrándose
en un lance como aquél, no podía por menos de sugerir ciertas ideas al corazón
más insensible y a la mente menos fantasiosa. Por lo menos eso era lo que
pensaba Emma. ¿Cómo era posible que un
lingüista, un gramático, incluso un matemático, hubiesen visto lo que ella,
hubiesen presenciado la llegada de los dos juntos y oído el relato de su
historia, sin pensar que las circunstancias habían hecho que
los protagonistas del hecho tenían que sentirse particularmente interesados el
uno por el otro? ¡Cuánto más ella con toda su imaginación! ¿Cómo no iba a estar
como sobre ascuas, haciendo proyectos y previendo acontecimientos? Sobre todo
teniendo en cuenta que encontraba el terreno abonado por las suposiciones que
había hecho de antemano.
Realmente
había sido un suceso de lo más extraordinario... A ninguna joven del lugar le
había ocurrido nunca nada parecido, al menos que ella recordase; ningún
encuentro como éste, ningún susto de este género; y ahora le ocurría a una
persona determinada y a una hora determinada, precisamente cuando otra persona
daba la casualidad de que pasaba por allí y que tenía ocasión de salvarla...
¡Ciertamente algo extraordinario! Y conociendo como ella conocía el favorable
estado de ánimo de ambos en aquellos días, todavía la dejaba más asombrada. Él
estaba deseando ahogar su afecto por Emma, ella
apenas empezaba a recuperarse de su enamoramiento por el señor Elton. Parecía
como si todo contribuyese a prometer las consecuencias más interesantes. No
era posible que aquel encuentro no hiciese que ambos se sintieran mutuamente
atraídos...
En
la breve conversación que había sostenido con él, mientras Harriet aún estaba
medio inconsciente, Frank
Churchill le había
hablado del terror de la muchacha, de su candidez, de la emoción con que se
había cogido a su brazo y apoyado en él de un modo que le mostraba a la vez
halagado y complacido; y al final después de que Harriet hubiera hecho su relato, él expresó en los
términos más exaltados su indignación ante la increíble imprudencia de la
señorita Bickerton. Sin embargo, todo iba a discurrir por sus cauces naturales,
sin que nadie interviniera ni ayudase. Ella no daría ni un paso, no haría ni
una insinuación. No hacía daño a nadie teniendo proyectos, simples proyectos
pasivos. Aquello no era más que un deseo. Por nada del mundo accedería a hacer
nada más.
La
primera intención de Emma fue procurar que su padre no se
enterara de lo que había ocurrido... para evitarle la inquietud y el susto;
pero no tardó en darse cuenta de que ocultarlo era algo imposible. Al cabo de
media hora todo Highbury lo sabía. Era un acontecimiento de los que apasionan
a los más aficionados a hablar, a los jóvenes y a los criados; y toda la
juventud y toda la servidumbre del lugar no tardaron en poder disfrutar de
noticias emocionantes. El baile de la noche anterior parecía haber quedado
eclipsado ante lo de los gitanos. El pobre señor
Woodhouse se quedó temblando, y tal como Emma había
supuesto no se tranquilizó hasta haberles hecho prometer que nunca más se
arriesgarían a pasar del plantío. Pero le consoló bastante el que fueran
muchos los que vinieran a interesarse por el y por la señorita Woodhouse
(porque sus vecinos sabían que le encantaba que se interesasen por él), y
también por la señorita Smith,
durante todo el
resto del día; y se daba el placer de contestar que nadie de ellos estaba muy
bien, lo cual, aunque no era exactamente cierto, ya que Emma se encontraba perfectamente y Harriet casi
también, nunca era desmentido por su hija. En general la salud de Emma no armonizaba en absoluto con los temores de
su padre, ya que raras veces sabía lo que era encontrarse mal; pero si él no le
inventaba una enfermedad, el señor Woodhouse no podía hablar de su hija.
Los
gitanos no esperaron a que la justicia entrara en acción, y levantaron el
campo en un abrir y cerrar de ojos. Las jóvenes de Highbury podían volver a
pasear con toda seguridad antes de que empezaran a tener pánico, y toda la
historia pronto degeneró en un suceso de poca importancia... excepto para Emma y para sus sobrinos; en la imaginación de
ella seguía siendo un acontecimiento, y Henry y John preguntaban cada día por la historia de Harriet y de los gitanos, y corregían tenazmente a
su tía, si ésta alteraba el menor de los detalles con respecto al relato que
les había hecho en un principio.
CAPÍTULO XL
HABÍAN
transcurrido muy pocos días después de esta aventura cuando Harriet se presentó una mañana en casa de Emma, llevando un paquetito en la mano, y después
de sentarse y de vacilar empezó diciendo:
-Emma... si tienes tiempo... quisiera
decirte una cosa... tengo que hacerte una especie de confesión... luego, ya
habrá pasado, ¿sabes?
Emma quedó bastante sorprendida, pero
le rogó que hablara. La actitud de Harriet era tan
grave que la predispuso tanto como sus palabras a escuchar algo fuera de lo
común.
-Es
mi deber, y estoy segura de que también es mi deseo -continuó-, no ocultarte
nada de esta cuestión. Como, en cierto modo, y para suerte mía, mis
sentimientos han cambiado, me parece bien que tú tengas la satisfacción de
saberlo. No quiero decir más de lo que es necesario... Estoy demasiado
avergonzada de haberme dejado llevar tanto por mi corazón, y estoy segura de
que tú me comprendes.
-Claro
-dijo Emma-, claro que te comprendo.
-¡Cómo
he podido imaginarme durante tanto tiempo...! -exclamó Harriet con exaltación-. ¡Me parece una locura! Ahora
no sé ver en él nada extraordinario... Me da igual verle o no verle... aunque
entre las dos cosas prefiero no verle... bueno, la verdad es que daría
cualquier rodeo, por largo que fuera, para no tropezar con él... Pero no tengo
ninguna envidia de su mujer; ni la admiro ni la envidio, como antes hacía...
Supongo que es encantadora y todo eso, pero me parece de muy mal carácter y muy
desagradable. Nunca olvidaré su actitud de la otra noche... Sin embargo, te
aseguro, Emma, que no le deseo ningún mal...
No, que sean muy felices los dos juntos, yo no volveré a sentirme desgraciada
por esto. Y para convencerte de que te estoy diciendo la verdad, ahora mismo
voy a destruir... lo que ya hubiese debido destruir hace mucho tiempo... lo que
nunca debiera haber guardado... lo sé muy bien... -ruborizándose mientras hablaba-.
Pero ahora lo destruiré todo... y quisiera hacerlo en presencia tuya, para que
veas lo razonable que me he vuelto. ¿No advinas lo que contiene este paquete?
-preguntó adoptando un aire muy serio.
-No,
no tengo la menor idea. ¿Es que alguna vez te regaló alguna cosa?
-No...
no puedo llamar a eso regalos; pero son cosas que para mí han tenido mucho
valor.
Le
tendió el paquete y Emma leyó escritas encima del papel
las palabras Mis tesoros más preciados. Aquello le despertó una gran curiosidad.
Harriet desenvolvió el paquete mientras
su amiga lo miraba con impaciencia. Envuelta en abundante papel de plata había
una linda cajita de Tunbridge
que Harriet abrió; la cajita estaba forrada de un algodón
muy suave; pero, excepto el algodón, Emma sólo veía
un trocito de tafetán inglés.
-Ahora
-dijo Harriet- supongo que te acordarás de
esto.
-Pues
no, la verdad es que no me acuerdo.
-¡Querida!
Casi me parece imposible que hayas podido olvidar lo que ocurrió en esta misma
habitación con el tafetán una de las últimas
veces en que nos vimos aquí... Fue muy pocos días antes de que yo tuviera
aquella inflamación de la garganta... muy poco antes de que llegaran el señor John Kníghtley y su esposa... creo que fue aquella
misma tarde... ¿No te acuerdas de que se hizo un corte en el dedo con su nuevo
cortaplumas y que tú le aconsejaste que se pusiera tafetán? Pero como tú no
llevabas encima y sabías que yo sí llevaba, me pediste que se lo diera; y
entonces yo saqué el mío y le corté un trocito; pero era demasiado grande y él
lo recortó un poco y estuvo jugando con el que había sobrado antes de
devolvérmelo. Y entonces yo, tonta de mí, no pude evitar considerarlo como un
tesoro... y lo puse aquí, para que no lo usara nadie, y de vez en cuando lo
miraba como si fuese un regalo suyo.
-¡Harriet de mi alma! -exclamó Emma cubriéndose la cara con una mano y
levantándose-. ¡No sabes cómo me has hecho avergonzar! ¿Si me acuerdo? Claro,
claro que me acuerdo de todo; de todo menos de que tú guardaras esa reliquia...
hasta ahora no había sabido nada de eso... ¡Pero de cuando se hizo el corte en
el dedo, y yo le aconsejé tafetán inglés y le dije que no llevaba encima! ¡Ay,
si me acuerdo! ¡Pecados míos! ¡Y tanto tafetán como llevaba yo en el bolsillo!
¡Una de mis estúpidas mañas! Merezco tener que estar ruborizándome durante
todo el resto de mi vida... Bueno... -volviéndose a sentar-. Sigue... ¿Qué más?
-¿De
veras que entonces llevabas en el bolsillo? Pues te aseguro que no sospeché
nada, lo hiciste con mucha naturalidad.
-Y
entonces tú guardaste este trozo de tafetán como recuerdo suyo -dijo Emma, recobrándose de su sensación de vergüenza,
entre asombrada y divertida.
Y
luego añadió para sus adentros:
«¡Santo
Cielo! ¡Cuándo se me hubiera ocurrido a mí guardar en algodón un tafetán que Frank Churchill hubiera manejado! Nunca hubiera sido capaz de
una cosa así.»
-Aquí
-siguió Harriet, volviendo a su cajita-, aquí hay
algo aún más valioso, quiero decir que ha sido aún más valioso, porque
es algo que fue suyo, y el tafetán no lo fue.
Emma sentía una gran curiosidad por
ver este tesoro aún más preciado. Se trataba de la punta de un lápiz viejo...
el extremo que ya no tiene mina.
-Esto
fue suyo de veras -dijo Harriet-.
¿No recuerdas
aquella mañana? No, supongo que no te acordarás. Pero una mañana... he olvidado
exactamente qué día era... pero debió ser el martes o el miércoles antes de aquella
tarde, quería apuntar una cosa en su libro de notas; era algo referente a
la cerveza de pruche.
El señor Knightley le había estado contando cómo
se podía hacer, y él quería anotárselo; pero cuando sacó el lápiz le quedaba
tan poca mina, que al sacarle punta en seguida la acabó, y ya no le servía, y
entonces tú le prestaste otro, y éste lo dejó encima de la mesa como para que
lo tiraran. Pero yo me fijé; y cuando me atreví a hacerlo, lo cogí y desde
aquel momento nunca más me he separado de él.
-Sí,
ya recuerdo -exclamó Emma-, lo recuerdo perfectamente...
Hablaban de cerveza de pruche... ¡Oh, sí! El señor Knightley y yo decíamos que
nos gustaba, y el señor Elton parecía empeñado en que le gustara también. Lo
recuerdo perfectamente... Espera... El señor Knightley estaba sentado allí,
¿verdad? Me parece recordar que estaba sentado exactamente allí.
-¡Ah!
Pues no lo sé. No puedo acordarme... Es raro, pero no puedo acordarme... Lo
que recuerdo es que el señor Elton estaba sentado aquí casi en el mismo sitio
en que estoy yo ahora.
-Bueno,
sigue.
-¡Oh!
Eso es todo. No tengo nada más que enseñarte ni que decirte... excepto que
ahora mismo voy a echar al fuego las dos cosas, y quiero que veas cómo lo hago.
-¡Mi
pobre Harriet! ¿De verdad has sido feliz
guardando esto como un tesoro?
-Sí...
¡Ah, qué tonta he sido! Pero ahora me da mucha vergüenza, y quisiera olvidarlo
tan fácilmente como voy a quemar esto. Hice muy mal, ¿sabes?, de guardar esos
recuerdos después de que él ya se había casado. Yo ya sabía que hacía mal...
pero no tenía valor para separarme de ellos.
-Pero,
Harriet, ¿crees que es necesario quemar
el tafetán inglés? Del trozo de lápiz no tengo nada que decir, pero el tafetán
aún puede ser útil.
-Seré
más feliz si lo quemo -replicó Harriet-. Me
trae recuerdos desagradables. Tengo que librarme de todo esto... Allá va... Gra cias a Dios... Por fin terminamos con el señor
Elton...
«¿Y
cuándo -pensó Emma- empezaremos con el señor Churchill?»
No
tardó mucho en tener motivos para pensar que la cosa ya había empezado, y
confió en que los gitanos, aunque no le hubieran dicho la buenaventura,
hubieran contribuido a dar ventura a Harriet... Al
cabo de unas dos semanas después de aquel susto tuvieron una explicación que
dejó las cosas claras, explicación que tuvo lugar sin que ninguna de las dos se
lo propusiera. En aquel momento Emma estaba
lejos de pensar en aquello, lo cual le hizo considerar la información que
recibió como mucho más valiosa. Ella se limitó a decir en el curso de una
charla sin ninguna importancia:
-Bueno,
Harriet, cuando llegue el momento de
casarte yo ya te daré consejos.
Y
no volvió a pensar más en aquello hasta que después de un minuto de silencio
oyó decir a Harriet en un tono muy serio:
-Yo
no me casaré.
Emma la miró, e inmediatamente se dio
cuenta de qué se trataba; y después de dudar un momento acerca de si era mejor
no hacer comentarios, dijo:
-¿Que
no te casarás? ¡Vaya! Ésa es una decisión nueva.
-Sí,
pero no volveré a cambiar de opinión.
Su
amiga, después de una breve vacilación, dijo:
-Espero
que esto no sea por... Supongo que no es un cumplido al señor Elton...
-¡El
señor Elton! -exclamó Harriet
indignada-. ¡Oh,
no!
Y
murmuró algo de lo que Emma sólo pudo entender las palabras
«¡... tan superior al señor Elton! »
Entonces
se tomó más tiempo para reflexionar. ¿No debía decir nada más? ¿Debía guardar
silencio y aparentar que no sospechaba nada? Tal vez entonces Harriet creyera que sentía poco interés por ella o
que estaba enfadada; o tal vez si guardaba un silencio absoluto sólo lograría
que Harriet le pidiera que recibiese más
confidencias de las que quería recibir; y Emma estaba dispuesta a evitar que de ahora en adelante hubiese una
confianza tan extrema entre ellas, tanta franqueza y un cambio tan frecuente
de opiniones y esperanzas... Le pareció que sería mejor para ella decir y
saber en seguida todo lo que quería decir y saber. Lo más sencillo era siempre
lo mejor. Se fijó de antemano los límites que no debía sobrepasar, en ningún aspecto.
Y pensó que ambas quedarían más tranquilas, si Emma podía exponer inmediatamente sus sensatos juicios. Estaba, pues, decidida,
y empezó:
-Harriet, no voy a pretender que no sé lo
que quieres decir. Tu decisión, o mejor dicho, la probabilidad que crees ver de
que nunca te cases, se debe a que crees que la persona a quien tú podrías preferir
está tan por encima de ti que no va a pensar en la señorita Smith. ¿No es eso?
-¡Oh,
Emma, créeme! No soy tan vanidosa que
suponga... ¡No estoy tan loca, desde luego! Pero para mí es un placer admirarle
a distancia... y pensar en lo infinitamente superior que es a todo el resto del
mundo, con la gratitud, la admiración y la veneración que se le debe, sobre
todo yo.
-No
me sorprende en absoluto, Harriet;
el favor que te
hizo bastaba para conmover tu corazón.
-¡Oh,
calla! Fue algo que nunca podré pagarle... Cada vez que lo recuerdo, y todo lo
que sentí en aquel momento... cuando vi que se me acercaba... con aquel aspecto
tan noble... y yo tan insignificante, tan desamparada... ¡Cómo cambió todo! ¡En
un momento cómo cambió todo! ¡Del abandono más total a la mayor de las felicidades!
-Es
muy natural. Es muy natural, y es algo que te honra... Sí, que te honra, eso
creo yo, al elegir tan bien y con tanta gratitud... Pero si esta predilección
será correspondida, eso ya no puedo asegurártelo. No te aconsejo que te dejes
llevar por tus sentimientos, Harriet. No tengo ninguna seguridad de que seas
correspondida. Piensa en quién eres. Quizá sería más sensato oponerte a esta
inclinación mientras te sea posible; pero no te dejes llevar en modo alguno por
tu corazón, a menos de que estés convencida de que él se interesa por ti.
Obsérvale. Deja que sea su proceder el que guíe tus sensaciones. Te digo ahora
que seas precavida, porque nunca más volveré a hablar contigo de esta
cuestión. Estoy decidida a no volver a mezclarme en ningún caso de ésos. A
partir de este momento yo no sé nada de esto. No pronuncies ningún nombre.
Antes hacíamos muy mal; ahora seremos más precavidas... Él está por encima de
ti, de eso no hay duda, y parece que hay inconvenientes y obstáculos muy serios;
pero, a pesar de todo, Harriet,
cosas más difíciles
han ocurrido, matrimonios más desiguales han llegado a celebrarse. Pero ten
cuidado contigo misma; no quisiera que te entusiasmara s;
a pesar de todo, termine como termine, ten la seguridad de que haber pensado en
él es una señal de buen gusto que yo siempre sabré apreciar.
Harriet besó su mano, como muestra de
gratitud silenciosa y sumisa. Emma cada vez
estaba más convencida de que aquel enamoramiento no podía perjudicar a su
amiga. Era algo que sólo podía conducirle a elevar su espíritu y a
refinarlo... y que debía salvarla del peligro de cualquier enlace de categoría
inferior a la suya.
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