viernes, 27 de noviembre de 2009

ORGULLO Y PREJUICIO Capítulo XLVI

CAPÍTULO XLVI



Al llegar a Lambton, le disgustó a Elizabeth no encontrar carta de Jane; el disgusto se renovó todas las mañanas, pero a la tercera recibió dos cartas a la vez, en una de las cuales había una nota diciendo que se había extraviado y había sido desviada a otro lugar, cosa que a Elizabeth no le sorprendió, porque Jane había puesto muy mal la dirección.
En el momento en que llegaron las dos cartas, se disponían a salir de paseo, y para dejarla que las disfrutase tranquilamente, sus tíos se marcharon solos. Elizabeth leyó primero la carta extraviada que llevaba un retraso de cinco días. Al principio relataba las pequeñas tertulias e invitaciones, y daba las pocas noticias que el campo permitía; pero la última mitad, fechada un día después y escrita con evidente agitación, decía cosas mucho más importantes:
«Después de haber escrito lo anterior, queridísima Elizabeth, ha ocurrido algo muy serio e inesperado; pero no te alarmes todos estamos bien. Lo que voy a decirte se refiere a la pobre Lydia. Anoche a las once, cuando nos íbamos a acostar, llegó un expreso enviado por el coronel Forster para informarnos de que nuestra hermana se había escapado a Escocia con uno de los oficiales; para no andar con rodeos: con Wickham. Imagínate nuestra sorpresa. Sin embargo, a Catherine no le pareció nada sorprendente. Estoy muy triste. ¡Qué imprudencia por parte de ambos! Pero quiero esperar lo mejor y que Wickham no sea tan malo como se ha creído, que no sea más que ligero e indiscreto; pues lo que ha hecho ––alegrémonos de ello–– no indica mal corazón. Su elección, al fin y al cabo, es desinteresada, porque sabe que nuestro padre no le puede dar nada a Lydia. Nuestra pobre madre está consternada. Papá lo lleva mejor. ¡Qué bien hicimos en no decirles lo que supimos de Wickham! Nosotras mismas debemos olvidarlo. Se supone que se fugaron el sábado a las doce aproximadamente, pero no se les echó de menos hasta ayer a las ocho de la mañana. Inmediatamente mandaron el expreso. Querida Elizabeth, ¡han debido pasar a menos de diez millas de vosotros! El coronel Forster dice que vendrá en seguida. Lydia dejó escritas algunas líneas para la señora Forster comunicándole sus propósitos. Tengo que acabar, pues no puedo extenderme a causa de mi pobre madre. Temo que no entiendas lo escrito, pues ni siquiera sé lo que he puesto.»
Sin tomar tiempo para meditar y sin saber apenas lo que sentía al acabar la lectura de esta carta, Elizabeth abrió la otra con impaciencia y leyó lo que sigue, escrito un día después:
«A estas horas, queridísima hermana, habrás recibido mi apresurada carta. Ojalá la presente sea más inteligible; pero, aunque dispongo de tiempo, mi cabeza está tan aturdida que no puedo ser coherente. Eliza querida, preferiría no escribirte, pero tengo malas noticias que darte y no puedo aplazarlas. Por muy imprudente que pueda ser la boda de Wickham y nuestra pobre Lydia, estamos ansiosos de saber que ya se ha realizado, pues hay sobradas razones para temer que no hayan ido a Escocia. El coronel Forster llegó ayer; salió de Brighton pocas horas después que el propio. A pesar de que la carta de Lydia a la señora Forster daba a entender que iba a Gretna Green, Denny dijo que él estaba enterado y que Wickham jamás pensó en ir allí ni casarse con Lydia; el coronel Forster, al saberlo, se alarmó y salió al punto de Brighton con la idea de darles alcance. Siguió, en efecto, su rastro con facilidad hasta Clapham, pero no pudo continuar adelante, porque ellos al llegar a dicho punto tomaron un coche de alquiler dejando la silla de postas que los había llevado desde Epsom. Y ya no se sabe nada más sino que se les vio tomar el camino de Londres. No sé qué pensar. Después de haber hecho todas las investigaciones posibles de allí a Londres, el coronel Forster vino a Hertfordshire para repetirlas en todos los portazgos y hosterías de Barnet y Hatfield, pero sin ningún resultado; nadie ha visto por allí a esas personas. Con el mayor pesar llegó a Longbourn a darnos cuenta de todo, de un modo que le honra. Estoy de veras apenada por él y por su esposa; nadie podrá recriminarles. Nuestra aflicción es muy grande. Papá y mamá esperan lo peor, pero yo no puedo creer que Wickham sea tan malvado. Muchas circunstancias pueden haberles impulsado a casarse en secreto en la capital en vez de seguir su primer plan; y aun en el caso de que él hubiese tramado la perdición de una muchacha de buena familia como Lydia, cosa que no es probable, ¿he de creerla a ella tan perdida? Imposible. Me desola, no obstante, ver que el coronel Forster no confía en que se hayan casado; cuando yo le dije mis esperanzas, sacudió la cabeza y manifestó su temor de que Wickham no sea de fiar. Mi pobre madre está enferma de veras y no sale de su cuarto. En cuanto a mi padre, nunca le he visto tan afectado. La pobre Catherine está desesperada por haber encubierto los amores de Lydia y Wickham, pero no hay que extrañarse de que las niñas se hiciesen confidencias. Queridísima Lizzy, me alegro sinceramente de que te hayas ahorrado estas dolorosas escenas. Pero ahora que el primer golpe ya ha pasado, te confieso que anhelo tu regreso. No soy egoísta, sin embargo, hasta el extremo de rogarte que vuelvas si no puedes. Adiós. Tomo de nuevo la pluma para hacer lo que acabo de decirte que no haría, pero las circunstancias son tales que no puedo menos que suplicaros a los tres que vengáis cuanto antes. Conozco tan bien a nuestros queridos tíos, que no dudo que accederán. A nuestro tío tengo, además, que pedirle otra cosa. Mi padre va a ir a Londres con el coronel Forster para ver si la encuentran. No sé qué piensan hacer, pero está tan abatido que no podrá tomar las medidas mejores y más expeditivas, y el coronel Forster no tiene más remedio que estar en Brighton mañana por la noche. En esta situación, los consejos y la asistencia de nuestro tío serían de gran utilidad. Él se hará cargo de esto; cuento con su bondad.»
––¿Dónde, dónde está mi tío? ––exclamó Elizabeth alzándose de la silla en cuanto terminó de leer y resuelta a no perder un solo instante; pero al llegar a la puerta, un criado la abría y entraba Darcy. El pálido semblante y el ímpetu de Elizabeth le asustaron. Antes de que él se hubiese podido recobrar lo suficiente para dirigirle la palabra, Elizabeth, que no podía pensar más que en la situación de Lydia, exclamó precipitadamente:
––Perdóneme, pero tengo que dejarle; necesito hablar inmediatamente con el señor Gardiner de un asunto que no puede demorarse; no hay tiempo que perder.
––¡Dios mío! ¿De qué se trata? ––preguntó él con más sentimiento que cortesía; después, reponiéndose, dijo––: No quiero detenerla ni un minuto; pero permítame que sea yo el que vaya en busca de los señores Gardiner o mande a un criado. Usted no puede ir en esas condiciones.
Elizabeth dudó; pero le temblaban las rodillas y comprendió que no ganaría nada con tratar de alcanzarlos. Por consiguiente, llamó al criado y le encargó que trajera sin dilación a sus señores, aunque dio la orden con voz tan apagada que casi no se le oía.
Cuando el criado salió de la estancia, Elizabeth se desplomó en una silla, incapaz de sostenerse. Parecía tan descompuesta, que Darcy no pudo dejarla sin decirle en tono afectuoso y compasivo:
––Voy a llamar a su doncella. ¿Qué podría tomar para aliviarse? ¿Un vaso de vino? Voy a traérselo. Usted está enferma.
––No, gracias ––contestó Elizabeth tratando de serenarse––. No se trata de nada mío. Yo estoy bien. Lo único que me pasa es que estoy desolada por una horrible noticia que acabo de recibir de Longbourn.
Al decir esto rompió a llorar y estuvo unos minutos sin poder hablar. Darcy, afligido y suspenso, no dijo más que algunas vaguedades sobre su interés por ella, y luego la observó en silencio. Al fin Elizabeth prosiguió:
––He tenido carta de Jane y me da unas noticias espantosas que a nadie pueden ocultarse. Mi hermana menor nos ha abandonado, se ha fugado, se ha entregado a... Wickham. Los dos se han escapado de Brighton. Usted conoce a Wickham demasiado bien para comprender lo que eso significa. Lydia no tiene dinero ni nada que a él le haya podido tentar... Está perdida para siempre.
Darcy se quedó inmóvil de estupor.




––¡Cuando pienso ––añadió Elizabeth aún más agitada–– que yo habría podido evitarlo! ¡Yo que sabía quién era Wickham! ¡Si hubiese explicado a mi familia sólo una parte, algo de lo que supe de él! Si le hubiesen conocido, esto no habría pasado. Pero ya es tarde para todo.
––Estoy horrorizado ––exclamó Darcy––. ¿Pero es cierto, absolutamente cierto? ––¡Por desgracia! Se fueron de Brighton el domingo por la noche y les han seguido las huellas hasta cerca de Londres, pero no más allá; es indudable que no han ido a Escocia.
––¿Y qué se ha hecho, qué han intentado hacer para encontrarla?
––Mi padre ha ido a Londres y Jane escribe solicitando la inmediata ayuda de mi tío; espero que nos iremos dentro de media hora. Pero no se puede hacer nada, sé que no se puede hacer nada. ¿Cómo convencer a un hombre semejante? ¿Cómo descubrirles? No tengo la menor esperanza. Se mire como se mire es horrible.
Darcy asintió con la cabeza en silencio.
––¡Oh, si cuando abrí los ojos y vi quién era Wickham hubiese hecho lo que debía! Pero no me atreví, temí excederme. ¡Qué desdichado error!
Darcy no contestó. Parecía que ni siquiera la escuchaba; paseaba de un lado a otro de la habitación absorto en sus cavilaciones, con el ceño fruncido y el aire sombrío. Elizabeth le observó, y al instante lo comprendió todo. La atracción que ejercía sobre él se había terminado; todo se había terminado ante aquella prueba de la indignidad de su familia y ante la certeza de tan profunda desgracia. Ni le extrañaba ni podía culparle. Pero la creencia de que Darcy se había recobrado, no consoló su dolor ni atenuó su desesperación. Al contrario, sirvió para que la joven se diese cuenta de sus propios sentimientos, y nunca sintió tan sinceramente como en aquel momento que podía haberle amado, cuando ya todo amor era imposible.
Pero ni esta consideración logró distraerla. No pudo apartar de su pensamiento a Lydia, ni la humillación y el infortunio en que a todos les había sumido. Se cubrió el rostro con un pañuelo y olvidó todo lo demás. Después de un silencio de varios minutos, oyó la voz de Darcy que de manera compasiva, aunque reservada, le decía:
––Me temo que desea que me vaya, y no hay nada que disculpe mi presencia; pero me ha movido un verdadero aunque inútil interés. ¡Ojalá pudiese decirle o hacer algo que la consolase en semejante desgracia! Pero no quiero atormentarla con vanos deseos que parecerían formulados sólo para que me diese usted las gracias. Creo que este desdichado asunto va a privar a mi hermana del gusto de verla a usted hoy en Pemberley.
––¡Oh, sí! Tenga la bondad de excusarnos ante la señorita Darcy. Dígale que cosas urgentes nos reclaman en casa sin demora. Ocúltele la triste verdad, aunque ya sé que no va a serle muy fácil.
Darcy le prometió ser discreto, se condolió de nuevo por la desgracia, le deseó que el asunto no acabase tan mal como podía esperarse y encargándole que saludase a sus parientes se despidió sólo con una mirada, muy serio.
Cuando Darcy salió de la habitación, Elizabeth comprendió cuán poco probable era que volviesen a verse con la cordialidad que había caracterizado sus encuentros en Derbyshire. Rememoró la historia de sus relaciones con Darcy, tan llena de contradicciones y de cambios, y apreció la perversidad de los sentimientos que ahora le hacían desear que aquellas relaciones continuasen, cuando antes le habían hecho alegrarse de que terminaran.
Si la gratitud o la estima son buenas bases para el afecto, la transformación de los sentimientos de Elizabeth no parecerá improbable ni condenable. Pero si no es así, si el interés que nace de esto es menos natural y razonable que el que brota espontáneamente, como a menudo se describe, del primer encuentro y antes de haber cambiado dos palabras con el objeto de dicho interés, no podrá decirse en defensa de Elizabeth más que una cosa: que ensayó con Wickham este sistema y que los malos resultados que le dio la autorizaban quizás a inclinarse por el otro método, aunque fuese menos apasionante. Sea como sea, vio salir a Darcy con gran pesar, y este primer ejemplo de las desgracias que podía ocasionar la infamia de Lydia aumentó la angustia que le causaba el pensar en aquel desastroso asunto.
En cuanto leyó la segunda carta de Jane, no creyó que Wickham quisiese casarse con Lydia. Nadie más que Jane podía tener aquella esperanza. La sorpresa era el último de sus sentimientos. Al leer la primera carta se asombró de que Wickham fuera a casarse con una muchacha que no era un buen partido y no entendía cómo Lydia había podido atraerle. Pero ahora lo veía todo claro. Lydia era bonita, y aunque no suponía que se hubiese comprometido a fugarse sin ninguna intención de matrimonio, Elizabeth sabía que ni su virtud ni su buen juicio podían preservarla de caer como presa fácil.
Mientras el regimiento estuvo en Hertfordshire, jamás notó que Lydia se sintiese atraída por Wickham; pero estaba convencida de que sólo necesitaba que le hicieran un poco de caso para enamorarse de cualquiera. Tan pronto le gustaba un oficial como otro, según las atenciones que éstos le dedicaban. Siempre había mariposeado, sin ningún objeto fijo. ¡Cómo pagaban ahora el abandono y la indulgencia en que habían criado a aquella niña!
No veía la hora de estar en casa para ver, oír y estar allí, y compartir con Jane los cuidados que requería aquella familia tan trastornada, con el padre ausente y la madre incapaz de ningún esfuerzo y a la que había que atender constantemente. Aunque estaba casi convencida de que no se podría hacer nada por Lydia, la ayuda de su tío le parecía de máxima importancia, por lo que hasta que le vio entrar en la habitación padeció el suplicio de una impaciente espera. Los señores Gardiner regresaron presurosos y alarmados, creyendo, por lo que le había contado el criado, que su sobrina se había puesto enferma repentinamente. Elizabeth les tranquilizó sobre este punto y les comunicó en seguida la–– causa de su llamada leyéndoles las dos cartas e insistiendo en la posdata con trémula energía. Aunque los señores Gardiner nunca habían querido mucho a Lydia, la noticia les afectó profundamente. La desgracia alcanzaba no sólo a Lydia, sino a todos. Después de las primeras exclamaciones de sorpresa y de horror, el señor Gardiner ofreció toda la ayuda que estuviese en su mano. Elizabeth no esperaba menos y les dio las gracias con lágrimas en los ojos. Movidos los tres por un mismo espíritu dispusieron todo para el viaje rápidamente.
––¿Y qué haremos con Pemberley? ––preguntó la señora Gardiner––. John nos ha dicho que el señor Darcy estaba aquí cuando le mandaste a buscarnos. ¿Es cierto?
––Sí; le dije que no estábamos en disposición de cumplir nuestro compromiso. Eso ya está arreglado. ––Eso ya está arreglado ––repitió la señora Gardiner mientras corría al otro cuarto a prepararse–. ¿Están en tan estrechas relaciones como para haberle revelado la verdad? ¡Cómo me gustaría descubrir lo que ha pasado!
Pero su curiosidad era inútil. A lo sumo le sirvió para entretenerse en la prisa y la confusión de la hora siguiente. Si Elizabeth se hubiese podido estar con los brazos cruzados, habría creído que una desdichada como ella era incapaz de cualquier trabajo, pero estaba tan ocupada como su tía y, para colmo, había que escribir tarjetas a todos los amigos de Lambton para explicarles con falsas excusas su repentina marcha. En una hora estuvo todo despachado. El señor Gardiner liquidó mientras tanto la cuenta de la fonda y ya no faltó más que partir. Después de la tristeza de la mañana, Elizabeth se encontró en menos tiempo del que había supuesto sentada en el coche y caminó de Longbourn.



miércoles, 11 de noviembre de 2009

ORGULLO Y PREJUICIO Capítulos del XLI al XLV

CAPÍTULO XLI









Pasó pronto la primera semana del regreso, y entraron en la segunda, que era la última de la estancia del regimiento en Meryton. Las jóvenes de la localidad languidecían; la tristeza era casi general. Sólo las hijas mayores de los Bennet eran capaces de comer, beber y dormir como si no pasara nada. Catherine y Lydia les reprochaban a menudo su insensibilidad. Estaban muy abatidas y no podían comprender tal dureza de corazón en miembros de su propia familia.
––¡Dios mío! ¿Qué va a ser de nosotras? ¿Qué vamos a hacer? ––exclamaban desoladas––. ¿Cómo puedes sonreír de esa manera, Elizabeth?
Su cariñosa madre compartía su pesar y se acordaba de lo que ella misma había sufrido por una ocasión semejante hacía veinticinco años.
––Recuerdo ––decía–– que lloré dos días seguidos cuando se fue el regimiento del coronel Miller, creí que se me iba a partir el corazón.
––El mío también se hará pedazos ––dijo Lydia.
––¡Si al menos pudiéramos ir a Brighton! ––suspiró la señora Bennet.
––¡Oh, sí! ¡Si al menos pudiéramos ir a Brighton! ¡Pero papá es tan poco complaciente!
––Unos baños de mar me dejarían como nueva. ––Y tía Philips asegura que a mí también me sentarían muy bien ––añadió Catherine.
Estas lamentaciones resonaban de continuo en la casa de Longbourn. Elizabeth trataba de mantenerse aislada, pero no podía evitar la vergüenza. Reconocía de nuevo la justicia de las observaciones de Darcy, y nunca se había sentido tan dispuesta a perdonarle por haberse opuesto a los planes de su amigo.
Pero la melancolía de Lydia no tardó en disiparse, pues recibió una invitación de la señora Forster, la esposa del coronel del regimiento, para que la acompañase a Brighton. Esta inapreciable amiga de Lydia era muy joven y hacía poco que se había casado. Como las dos eran igual de alegres y animadas, congeniaban perfectamente y a los tres meses de conocerse eran ya íntimas.
El entusiasmo de Lydia y la adoración que le entró por la señora Forster, la satisfacción de la señora Bennet, y la mortificación de Catherine, fueron casi indescriptibles. Sin preocuparse lo más mínimo por el disgusto de su hermana, Lydia corrió por la casa completamente extasiada, pidiendo a todas que la felicitaran, riendo y hablando con más ímpetu que nunca, mientras la pobre Catherine continuaba en el salón lamentando su mala suerte en términos poco razonables y con un humor de perros.
––No veo por qué la señora Forster no me invita a mí también ––decía––, aunque Lydia sea su amiga particular. Tengo el mismo derecho que ella a que me invite, y más aún, porque yo soy mayor.









En vano procuró Elizabeth que entrase en razón y en vano pretendió Jane que se resignase. La dichosa invitación despertó en Elizabeth sentimientos bien distintos a los de Lydia y su madre; comprendió claramente que ya no había ninguna esperanza de que la señora Bennet diese alguna prueba de sentido común. No pudo menos que pedirle a su padre que no dejase a Lydia ir a Brighton, pues semejante paso podía tener funestas consecuencias. Le hizo ver la inconveniencia de Lydia, las escasas ventajas que podía reportarle su amistad con la señora Forster, y el peligro de que con aquella compañía redoblase la imprudencia de Lydia en Brighton, donde las tentaciones serían mayores. El señor Bennet escuchó con atención a su hija y le dijo:
––Lydia no estará tranquila hasta que haga el ridículo en público en un sitio u otro, y nunca podremos esperar que lo haga con tan poco gasto y sacrificio para su familia como en esta ocasión.
––Si supieras ––replicó Elizabeth–– los grandes daños que nos puede acarrear a todos lo que diga la gente del proceder inconveniente e indiscreto de Lydia, y los que ya nos ha acarreado, estoy segura de que pensarías de modo muy distinto.
––¡Que ya nos ha acarreado! ––exclamó el señor Bennet––. ¿Ha ahuyentado a alguno de tus pretendientes? ¡Pobre Lizzy! Pero no te aflijas. Esos jóvenes tan delicados que no pueden soportar tales tonterías no valen la pena. Ven, dime cuáles son los remilgados galanes a quienes ha echado atrás la locura de Lydia.
––No me entiendes. No me quejo de eso. No denuncio peligros concretos, sino generales. Nuestro prestigio y nuestra respetabilidad ante la gente serán perjudicados por la extrema ligereza, el desdén y el desenfreno de Lydia. Perdona, pero tengo que hablarte claramente. Si tú, querido padre, no quieres tomarte la molestia de reprimir su euforia, de enseñarle que no debe consagrar su vida a sus actuales pasatiempos, dentro de poco será demasiado tarde para que se enmiende. Su carácter se afirmará y a los dieciséis años será una coqueta incorregible que no sólo se pondrá en ridículo a sí misma, sino a toda su familia; coqueta, además, en el peor y más ínfimo grado de coquetería, sin más atractivo que su juventud y sus regulares prendas físicas; ignorante y de cabeza hueca, incapaz de reparar en lo más mínimo el desprecio general que provocará su afán de ser admirada. Catherine se encuentra en el mismo peligro, porque irá donde Lydia la lleve; vana, ignorante, perezosa y absolutamente incontrolada. Padre, ¿puedes creer que no las criticarán y las despreciarán en dondequiera que vayan, y que no envolverán en su desgracia a las demás hermanas?










El señor Bennet se dio cuenta de que Elizabeth hablaba con el corazón. Le tomó la mano afectuosamente y le contestó:
––No te intranquilices, amor mío. Tú y Jane seréis siempre respetadas y queridas en todas partes, y no pareceréis menos aventajadas por tener dos o quizá tres hermanas muy necias. No habrá paz en Longbourn si Lydia no va a Brighton. Déjala que, vaya. El coronel Forster es un hombre sensato y la vigilará. Y ella es por suerte demasiado pobre para ser objeto de la rapiña de nadie. Su coquetería tendrá menos importancia en Brighton que aquí, pues los oficiales encontrarán allí mujeres más atractivas. De modo que le servirá para comprender se propia insignificancia. De todas formas, ya no puede empeorar mucho, y si lo hace, tendríamos entonces suficientes motivos para encerrarla bajo llave el resto de su vida.
Elizabeth tuvo que contentarse con esta respuesta; pero su opinión seguía siendo la misma, y se separó de su padre pesarosa y decepcionada. Pero su carácter le impedía acrecentar sus sinsabores insistiendo en ellos. Creía que había cumplido con su deber y no estaba dispuesta a consumirse pensando en males inevitables o a aumentarlos con su ansiedad.
Si Lydia o su madre hubiesen sabido lo que Elizabeth había estado hablando con su padre, su indignación no habría tenido límites. Una visita a Brighton era para Lydia el dechado de la felicidad terrenal. Con su enorme fantasía veía las calles de aquella alegre ciudad costera plagada de oficiales; se veía a sí misma atrayendo las miradas de docenas y docenas de ellos que aún no conocía. Se imaginaba en mitad del campamento, con sus tiendas tendidas en la hermosa uniformidad de sus líneas, llenas de jóvenes alegres y deslumbrantes con sus trajes de color carmesí; y para completar el cuadro se imaginaba a sí misma sentada junto a una de aquellas tiendas y coqueteando tiernamente con no menos de seis oficiales a la vez.
Si hubiese sabido que su hermana pretendía arrebatarle todos aquellos sueños, todas aquellas realidades, ¿qué habría pasado? Sólo su madre habría sido capaz de comprenderlo, pues casi sentía lo mismo que ella. El viaje de Lydia a Brighton era lo único que la consolaba de su melancólica convicción de que jamás lograría llevar allí a su marido.
Pero ni la una ni la otra sospechaban lo ocurrido, y su entusiasmo continuó hasta el mismo día en que Lydia salió de casa.
Elizabeth iba a ver ahora a Wickham por última vez. Había estado con frecuencia en su compañía desde que regresó de Hunsford, y su agitación se había calmado mucho; su antiguo interés por él había desaparecido por completo. Había aprendido a descubrir en aquella amabilidad que al principio le atraía una cierta afectación que ahora le repugnaba. Por otra parte, la actitud de Wickham para con ella acababa de disgustarla, pues el joven manifestaba deseos de renovar su galanteo, y después de todo lo ocurrido Elizabeth no podía menos que sublevarse. Refrenó con firmeza sus vanas y frívolas atenciones, sin dejar de sentir la ofensa que implicaba la creencia de Wickham de que por más tiempo que la hubiese tenido abandonada y cualquiera que fuese la causa de su abandono, la halagaría y conquistaría de nuevo sólo con volver a solicitarla.
El último día de la estancia del regimiento en Meryton, Wickham cenó en Longbourn con otros oficiales. Elizabeth estaba tan poco dispuesta a soportarle que cuando Wickham le preguntó qué tal lo había pasado en Hunsford, le respondió que el coronel Fitzwilliam y Darcy habían pasado tres semanas en Rosings, y quiso saber si conocía al primero.
Wickham pareció sorprendido, molesto y alarmado; pero se repuso en seguida y con una sonrisa contestó que en otro tiempo le veía a menudo. Dijo que era todo un caballero y le preguntó si le había gustado. Elizabeth respondió que sí con entusiasmo. Pero después Wickham añadió, con aire indiferente:
––¿Cuánto tiempo dice que estuvo el coronel en Rosings?
––Cerca de tres semanas.
––¿Y le veía con frecuencia?
––Casi todos los días.
––Es muy diferente de su primo.
––Sí, en efecto. Pero creo que el señor Darcy gana mucho en cuanto se le trata.
––¡Vaya! ––exclamó Wickham con una mirada que a Elizabeth no le pasó inadvertida––. ¿En qué? ––pero, reprimiéndose, continuó en tono más jovial––: ¿En los modales? ¿Se ha dignado portarse más correctamente que de costumbre? Porque no puedo creer ––continuó en voz más baja y seria–– que haya mejorado en lo esencial.
––¡Oh, no! En lo esencial sigue siendo el de siempre.








Wickham no sabía si alegrarse con sus palabras o desconfiar de su significado. Había un algo en el aire de Elizabeth que le hizo escuchar con ansiosa atención y con recelo lo que la joven dijo a continuación:
––Al decir que gana con el trato, no quiero dar a entender que su modo de ser o sus maneras hayan mejorado, sino que al conocerle mejor, más fácilmente se comprende su actitud.
La alarma de Wickham se delató entonces por su rubor y la agitación de su mirada; se quedó callado unos instantes hasta que logró vencer su embarazo y dirigiéndose de nuevo a Elizabeth dijo en el tono más amable:
––Usted que conoce tan bien mi resentimiento contra el señor Darcy, comprenderá cuán sinceramente me he de alegrar de que sea lo bastante astuto para asumir al menos una corrección exterior. Con ese sistema su orgullo puede ser útil, si no a él; a muchos otros, pues le apartará del mal comportamiento del que yo fui víctima. Pero mucho me temo que esa especie de prudencia a que usted parece aludir la emplee únicamente en sus visitas a su tía, pues no le conviene conducirse mal en su presencia. Sé muy bien que siempre ha cuidado las apariencias delante de ella con el deseo de llevar a buen fin su boda con la señorita de Bourgh, en la que pone todo su empeño.
Elizabeth no pudo reprimir una sonrisa al oír esto; pero no contestó más que con una ligera inclinación de cabeza. Advirtió que Wickham iba a volver a hablar del antiguo tema de sus desgracias, y no estaba de humor para permitírselo. Durante el resto de la velada Wickham fingió su acostumbrada alegría, pero ya no intentó cortejar a Elizabeth. Al fin se separaron con mutua cortesía y también probablemente con el mutuo deseo de no volver a verse nunca.
Al terminar la tertulia, Lydia se fue a Meryton con la señora Forster, de donde iban a partir temprano a la mañana siguiente. Su despedida de la familia fue más ruidosa que patética. Catherine fue la única que lloró, aunque de humillación y de envidia. La señora Bennet le deseó a su hija que se divirtiera tanto como pudiese, consejo que la muchacha estaba dispuesta a seguir al pie de la letra. Y su alboroto al despedirse fue tan clamoroso, que ni siquiera oyó el gentil adiós de sus hermanas.

CAPÍTULO XLII

Si la opinión de Elizabeth se derivase de lo que veía en su propia familia, no podría haber formado una idea muy agradable de la felicidad conyugal y del bienestar doméstico. Su padre, cautivado por la juventud y la belleza, y la aparente ilusión y alegría que ambas conllevan, se había casado con una mujer cuyo débil entendimiento y espíritu mezquino habían puesto fin a todo el afecto ya en los comienzos de su matrimonio. El respeto, la estima y la confianza se habían desvanecido para siempre; y todas las perspectivas de dicha del señor Bennet dentro del hogar se habían venido abajo. Pero él no era de esos hombres que buscan consuelo por los efectos de su propia imprudencia en los placeres que a menudo confortan a los que han llegado a ser desdichados por sus locuras y sus vicios. Amaba el campo y los libros y ellos constituían la fuente de sus principales goces. A su mujer no le debía más que la risa que su ignorancia y su locura le proporcionaban de vez en cuando. Ésa no es la clase de felicidad que un hombre desearía deber a su esposa; pero a falta de... El buen filósofo sólo saca beneficio de donde lo hay.
Elizabeth, no obstante, nunca había dejado de reconocer la inconveniencia de la conducta de su padre como marido. Siempre la había observado con pena, pero respetaba su talento y le agradecía su cariño, por lo que procuraba olvidar lo que no podía ignorar y apartar de sus pensamientos su continua infracción de los deberes conyugales y del decoro que, por el hecho de exponer a su esposa al desprecio de sus propias hijas, era tan sumamente reprochable. Pero nunca había sentido como entonces los males que puede causar a los hijos un matrimonio mal avenido, ni nunca se había dado cuenta tan claramente de los peligros que entraña la dirección errada del talento, talento que, bien empleado, aunque no hubiese bastado para aumentar la inteligencia de su mujer, habría podido, al menos, conservar la respetabilidad de las hijas.
Si bien es cierto que Elizabeth se alegró de la ausencia de Wickham, no puede decirse que le regocijara la partida del regimiento. Sus salidas eran menos frecuentes que antes, y las constantes quejas de su madre y su hermana por el aburrimiento en que habían caído entristecían la casa. Y aunque Catherine llegase a recobrar el sentido común perdido al haberse marchado los causantes de su perturbación, su otra hermana, de cuyo modo de ser podían esperar todas las calamidades, estaba en peligro de afirmar su locura y su descaro, pues hallándose al lado de una playa y un campamento, su situación era doblemente amenazadora. En resumidas cuentas, veía ahora lo que ya otras veces había comprobado, que un acontecimiento anhelado con impaciencia no podía, al realizarse, traerle toda la satisfacción que era de esperar. Era preciso, por lo tanto, abrir otro período para el comienzo de su felicidad, señalar otra meta para la consecución de sus deseos y de sus esperanzas, que alegrándola con otro placer anticipado, la consolase de lo presente y la preparase para otro desengaño. Su viaje a los Lagos se convirtió en el objeto de sus pensamientos más dichosos y constituyó su mejor refugio en las desagradables horas que el descontento de su madre y de Catherine hacían inevitables. Y si hubiese podido incluir a Jane en el plan, todo habría sido perfecto.
––«Es una suerte ––pensaba–– tener algo que desear. Si todo fuese completo, algo habría, sin falta, que me decepcionase. Pero ahora, llevándome esa fuente de añoranza que será la ausencia de Jane, puedo pensar razonablemente que todas mis expectativas de placer se verán colmadas. Un proyecto que en todas sus partes promete dichas, nunca sale bien; y no te puedes librar de algún contratiempo, si no tienes una pequeña contrariedad.»
Lydia, al marcharse, prometió escribir muy a menudo y con todo detalle a su madre y a Catherine, pero sus cartas siempre se hacían esperar mucho y todas eran breves. Las dirigidas a su madre decían poco más que acababan de regresar de la sala de lectura donde las habían saludado tales y cuales oficiales, que el decorado de la sala era tan hermoso que le había quitado el sentido, que tenía un vestido nuevo o una nueva sombrilla que describiría más extensamente, pero que no podía porque la señora Forster la esperaba para ir juntas al campamento... Por la correspondencia dirigida a su hermana, menos se podía saber aún, pues sus cartas a Catherine, aunque largas, tenían muchas líneas subrayadas que no podían hacerse públicas.
Después de las dos o tres semanas de la ausencia de Lydia, la salud y el buen humor empezaron a reinar en Longbourn. Todo presentaba mejor aspecto. Volvían las familias que habían pasado el invierno en la capital y resurgían las galas y las invitaciones del verano. La señora Bennet se repuso de su estado quejumbroso y hacia mediados de junio Catherine estaba ya lo bastante consolada para poder entrar en Meryton sin lágrimas. Este hecho era tan prometedor, que Elizabeth creyó que en las próximas Navidades,
Catherine sería ya tan razonable que no mencionaría a un oficial ni una sola vez al día, a no ser que por alguna cruel y maligna orden del ministerio de la Guerra se acuartelara en Meryton un nuevo regimiento.

La época fijada para la excursión al Norte ya se aproximaba; no faltaban más que dos semanas, cuando se recibió una carta de la señora Gardiner que aplazaba la fecha de la misma y, a la vez, abreviaba su duración. Los negocios del señor Gardiner le impedían partir hasta dos semanas después de comenzado julio, y tenía que estar de vuelta en Londres en un mes; y como esto reducía demasiado el tiempo para ir hasta tan lejos y para que viesen todas las cosas que habían proyectado, o para que pudieran verlas con el reposo y comodidad suficientes, no había más remedio que renunciar a los Lagos y pensar en otra excursión más limitada, en vista de lo cual no pasarían de Derbyshire. En aquella comarca había bastantes cosas dignas de verse como para llenar la mayor parte del tiempo de que disponían, y, además, la señora Gardiner sentía una atracción muy especial por Derbyshire. La ciudad donde había pasado varios años de su vida acaso resultaría para ella tan interesante como todas las célebres bellezas de Matlock, Chatsworth, Dovedale o el Peak.
Elizabeth se sintió muy defraudada; le hacía mucha ilusión ir a los Lagos, y creía que habría habido tiempo de sobra para ello. Pero, de todas formas, debía estar satisfecha, seguramente lo pasarían bien, y no tardó mucho en conformarse.
Para Elizabeth, el nombre de Derbyshire iba unido a muchas otras cosas. Le hacía pensar en Pemberley y en su dueño. «Pero ––se decía–– podré entrar en su condado impunemente y hurtarle algunas piedras sin que él se dé cuenta.»
La espera se le hizo entonces doblemente larga. Faltaban cuatro semanas para que llegasen sus tíos. Pero, al fin, pasaron y los señores Gardiner se presentaron en Longbourn con sus cuatro hijos. Los niños ––dos chiquillas de seis y ocho años de edad respectivamente, y dos varones más pequeños–– iban a quedar bajo el cuidado especial de su prima Jane, favorita de todos, cuyo dulce y tranquilo temperamento era ideal para instruirlos, jugar con ellos y quererlos.
Los Gardiner durmieron en Longbourn aquella noche y a la mañana siguiente partieron con Elizabeth en busca de novedades y esparcimiento. Tenían un placer asegurado: eran los tres excelentes compañeros de viaje, lo que suponía salud y carácter a propósito para soportar incomodidades, alegría para aumentar toda clase de felicidad, y cariño e inteligencia para suplir cualquier contratiempo.
No vamos a describir aquí Derbyshire, ni ninguno de los notables lugares que atravesaron: Oxford, Blenheim, Warwick, Kenelworth, Birmingham y todos los demás, son sobradamente conocidos. No vamos a referirnos más que a una pequeña parte de Derbyshire. Hacia la pequeña ciudad de Lambton, escenario de la juventud de la señora Gardiner, donde últimamente había sabido que residían aún algunos conocidos, encaminaron sus pasos los viajeros, después de haber visto las principales maravillas de la comarca. Elizabeth supo por su tía que Pemberley estaba a unas cinco millas de Lambton. No les cogía de paso, pero no tenían que desviarse más que una o dos millas para visitarlo. Al hablar de su ruta la tarde anterior, la señora Gardiner manifestó deseos de volver a ver Pemberley. El señor Gardiner no puso inconveniente y solicitó la aprobación de Elizabeth.
––Querida ––le dijo su tía––, ¿no te gustaría ver un sitio del que tanto has oído hablar y que está relacionado con tantos conocidos tuyos? Ya sabes que Wickham pasó allí toda su juventud.






Elizabeth estaba angustiada. Sintió que nada tenía que hacer en Pemberley y se vio obligada a decir que no le interesaba. Tuvo que confesar que estaba cansada de las grandes casas, después de haber visto tantas; y que no encontraba ningún placer en ver primorosas alfombras y cortinas de raso.
La señora Gardiner censuró su tontería.
––Si sólo se tratase de una casa ricamente amueblada ––dijo–– tampoco me interesaría a mí; pero la finca es una maravilla. Contiene uno de los más bellos bosques del país.
Elizabeth no habló más, pero ya no tuvo punto de reposo. Al instante pasó por su mente la posibilidad de encontrarse con Darcy mientras visitaban Pemberley. ¡Sería horrible! Sólo de pensarlo se ruborizó, y creyó que valdría más hablar con claridad a su tía que exponerse a semejante riesgo. Pero esta decisión tenía sus inconvenientes, y resolvió que no la adoptaría más que en el caso de que sus indagaciones sobre la ausencia de la familia del propietario fuesen negativas.
En consecuencia, al irse a descansar aquella noche preguntó a la camarera si Pemberley era un sitio muy bonito, cuál era el nombre de su dueño y por fin, con no poca preocupación, si la familia estaba pasando el verano allí. La negativa que siguió a esta última pregunta fue la más bien recibida del mundo. Desaparecida ya su inquietud, sintió gran curiosidad hasta por la misma casa, y cuando a la mañana siguiente se volvió a proponer el plan y le consultaron, respondió al instante, con evidente aire de indiferencia, que no le disgustaba la idea.
Por lo tanto salieron para Pemberley.

CAPÍTULO XLIII









Elizabeth divisó los bosques de Pemberley con cierta turbación, y cuando por fin llegaron a la puerta, su corazón latía fuertemente.
La finca era enorme y comprendía gran variedad de tierras. Entraron por uno de los puntos más bajos y pasearon largamente a través de un hermoso bosque que se extendía sobre su amplia superficie.
La mente de Elizabeth estaba demasiado ocupada para poder conversar; pero observaba y admiraba todos los parajes notables y todas las vistas. Durante media milla subieron una cuesta que les condujo a una loma considerable donde el bosque se interrumpía y desde donde vieron en seguida la casa de Pemberley, situada al otro lado del valle por el cual se deslizaba un camino algo abrupto. Era un edificio de piedra, amplio y hermoso, bien emplazado en un altozano que se destacaba delante de una cadena de elevadas colinas cubiertas de bosque, y tenía enfrente un arroyo bastante caudaloso que corría cada vez más potente, completamente natural y salvaje. Sus orillas no eran regulares ni estaban falsamente adornadas con obras de jardinería. Elizabeth se quedó maravillada. Jamás había visto un lugar más favorecido por la naturaleza o donde la belleza natural estuviese menos deteriorada por el mal gusto. Todos estaban llenos de admiración, y Elizabeth comprendió entonces lo que podría significar ser la señora de Pemberley.










Bajaron la colina, cruzaron un puente y siguieron hasta la puerta. Mientras examinaban el aspecto de la casa de cerca, Elizabeth temió otra vez encontrarse con el dueño. ¿Y si la camarera se hubiese equivocado? Después de pedir permiso para ver la mansión, les introdujeron en el vestíbulo. Mientras esperaban al ama de llaves, Elizabeth tuvo tiempo para maravillarse de encontrarse en semejante lugar.

El ama de llaves era una mujer de edad, de aspecto respetable, mucho menos estirada y mucho más cortés de lo que Elizabeth había imaginado. Los llevó al comedor. Era una pieza de buenas proporciones y elegantemente amueblada. Elizabeth la miró ligeramente y se dirigió a una de las ventanas para contemplar la vista. La colina coronada de bosque por la que habían descendido, a distancia resultaba más abrupta y más hermosa. Toda la disposición del terreno era buena; miró con delicia aquel paisaje: el arroyo, los árboles de las orillas y la curva del valle hasta donde alcanzaba la vista. Al pasar a otras habitaciones, el paisaje aparecía en ángulos distintos, pero desde todas las ventanas se divisaban panoramas magníficos. Las piezas eran altas y bellas, y su mobiliario estaba en armonía con la fortuna de su propietario. Elizabeth notó, admirando el gusto de éste, que no había nada llamativo ni cursi y que había allí menos pompa pero más elegancia que en Rosings.
«¡Y pensar ––se decía–– que habría podido ser dueña de todo esto! ¡Estas habitaciones podrían ahora ser las mías! ¡En lugar de visitarlas como una forastera, podría disfrutarlas y recibir en ellas la visita de mis tíos! Pero no ––repuso recobrándose––, no habría sido posible, hubiese tenido que renunciar a mis tíos; no se me hubiese permitido invitarlos.»
Esto la reanimó y la salvó de algo parecido al arrepentimiento.
Quería averiguar por el ama de llaves si su amo estaba de veras ausente, pero le faltaba valor. Por fin fue su tío el que hizo la pregunta y Elizabeth se volvió asustada cuando la señora Reynolds dijo que sí, añadiendo:
––Pero le esperamos mañana. Va a venir con muchos amigos.

Elizabeth se alegró de que su viaje no se hubiese aplazado un día por cualquier circunstancia.
Su tía la llamó para que viese un cuadro. Elizabeth se acercó y vio un retrato de Wickham encima de la repisa de la chimenea entre otras miniaturas. Su tía le preguntó sonriente qué le parecía. El ama de llaves vino a decirles que aquel era una joven hijo del último administrador de su señor, educado por éste a expensas suyas.
––Ahora ha entrado en el ejército ––––añadió–– y creo que es un bala perdida.
La señora Gardiner miró a su sobrina con una sonrisa, pero Elizabeth se quedó muy seria.
––Y éste ––dijo la señora Reynolds indicando otra de las miniaturas–– es mi amo, y está muy parecido. Lo pintaron al mismo tiempo que el otro, hará unos ocho años.
––He oído hablar mucho de la distinción de su amo ––replicó la señora Gardiner contemplando el retrato––, es guapo. Elizabeth, dime si está o no parecido.
El respeto de la señora Reynolds hacia Elizabeth pareció aumentar al ver que conocía a su señor ––¿Conoce la señorita al señor Darcy?
Elizabeth se sonrojó y respondió:
––Un poco.
––¿Y no cree la señorita que es un caballero muy apuesto?
––Sí, muy guapo.
––Juraría que es el más guapo que he visto; pero en la galería del piso de arriba verán ustedes un retrato suyo mejor y más grande. Este cuarto era el favorito de mi anterior señor, y estas miniaturas están tal y como estaban en vida suya. Le gustaban mucho.
Elizabeth se explicó entonces porque estaba entre ellas la de Wickham.
La señora Reynolds les enseñó entonces un retrato de la señorita Darcy, pintado cuando sólo tenía ocho años.
––¿Y la señorita Darcy es tan guapa como su hermano?
––¡Oh, sí! ¡Es la joven más bella que se haya visto jamás! ¡Y tan aplicada! Toca y canta todo el día. En la siguiente habitación hay un piano nuevo que le acaban de traer, regalo de mi señor. Ella también llegará mañana con él.
El señor Gardiner, con amabilidad y destreza, le tiraba de la lengua, y la señora Reynolds, por orgullo y por afecto, se complacía evidentemente en hablar de su señor y de la hermana.
––¿Viene su señor muy a menudo a Pemberley a lo largo del año?
––No tanto como yo querría, señor; pero diría que pasa aquí la mitad del tiempo; la señorita Darcy siempre está aquí durante los meses de verano. «Excepto ––pensó Elizabeth–– cuando va a Ramsgate.»
––Si su amo se casara, lo vería usted más.
––Sí, señor; pero no sé cuando será. No sé si habrá alguien que lo merezca.
Los señores Gardiner se sonrieron. Elizabeth no pudo menos que decir:
––Si así lo cree, eso dice mucho en favor del señor Darcy.
––No digo más que la verdad y lo que diría cualquiera que le conozca ––replicó la señora Reynolds. Elizabeth creyó que la cosa estaba yendo demasiado lejos, y escuchó con creciente asombro lo que continuó diciendo el ama de llaves.
––Nunca en la vida tuvo una palabra de enojo conmigo. Y le conozco desde que tenía cuatro años. Era un elogio más importante que todos los otros y más opuesto a lo que Elizabeth pensaba de Darcy. Siempre creyó firmemente que era hombre de mal carácter. Con viva curiosidad esperaba seguir oyendo lo que decía el ama, cuando su tío observó:
––Pocas personas hay de quienes se pueda decir eso. Es una suerte para usted tener un señor así.
––Sí, señor; es una suerte. Aunque diese la vuelta al mundo, no encontraría otro mejor. Siempre me he fijado en que los que son bondadosos de pequeños, siguen siéndolo de mayores. Y el señor Darcy era el niño más dulce y generoso de la tierra.
Elizabeth se quedó mirando fijamente a la anciana: «¿Puede ser ése Darcy?», pensó.
––Creo que su padre era una excelente persona ––agregó la señora Gardiner.
––Sí, señora; sí que lo era, y su hijo es exactamente como él, igual de bueno con los pobres.
Elizabeth oía, se admiraba, dudaba y deseaba saber más. La señora Reynolds no lograba llamar su atención con ninguna otra cosa. Era inútil que le explicase el tema de los cuadros, las dimensiones de las piezas y el valor del mobiliario. El señor Gardiner, muy divertido ante lo que él suponía prejuicio de familia y que inspiraba los rendidos elogios de la anciana a su señor, no tardó en insistir en sus preguntas, y mientras subían la gran escalera, la señora Reynolds siguió ensalzando los muchos méritos de Darcy.
––Es el mejor señor y el mejor amo que pueda haber; no se parece a los atolondrados jóvenes de hoy en día que no piensen más que en sí mismos. No hay uno solo de sus colonos y criados que no le alabe. Algunos dicen que es orgulloso, pero yo nunca se lo he notado. Me figuro que lo encuentran orgulloso porque no es bullanguero como los demás.
«En qué buen lugar lo sitúa todo esto», pensó Elizabeth.
––Tan delicado elogio ––cuchicheó su tía mientras seguían visitando la casa–– no se aviene con lo que hizo a nuestro pobre amigo.
––Tal vez estemos equivocados.
––No es probable; lo sabemos de muy buena tinta. En el amplio corredor de arriba se les mostró un lindo aposento recientemente adornado con mayor elegancia y tono más claro que los departamentos inferiores, y se les dijo que todo aquello se había hecho para complacer a la señorita Darcy, que se había aficionado a aquella habitación la última vez que estuvo en Pemberley.
––Es realmente un buen hermano ––dijo Elizabeth dirigiéndose a una de las ventanas.
La señora Reynolds dijo que la señorita Darcy se quedaría encantada cuando viese aquella habitación.
––Y es siempre así ––añadió––, se desvive por complacer a su hermana. No hay nada que no hiciera por ella.
Ya no quedaban por ver más que la galería de pinturas y dos o tres de los principales dormitorios. En la primera había varios cuadros buenos, pero Elizabeth no entendía nada de arte, y entre los objetos de esa naturaleza que ya había visto abajo, no miró más que unos cuantos dibujos en pastel de la señorita Darcy de tema más interesante y más inteligible para ella.
En la galería había también varios retratos de familia, pero no era fácil que atrajesen la atención de un extraño. Elizabeth los recorrió buscando el único retrato cuyas facciones podía reconocer. Al llegar a él se detuvo, notando su sorprendente exactitud. El rostro de Darcy tenía aquella misma sonrisa que Elizabeth le había visto cuando la miraba. Permaneció varios minutos ante el cuadro, en la más atenta contemplación, y aun volvió a mirarlo antes de abandonar la galería. La señora Reynolds le comunicó que había sido hecho en vida del padre de Darcy.








Elizabeth sentía en aquellos momentos mucha mayor inclinación por el original de la que había sentido en el auge de sus relaciones. Las alabanzas de la señora Reynolds no eran ninguna nimiedad. ¿Qué elogio puede ser más valioso que el de un criado inteligente? ¡Cuánta gente tenía puesta su felicidad en las manos de Darcy en calidad de hermano, de propietario y de señor! ¡Cuánto placer y cuánto dolor podía otorgar! ¡Cuánto mal y cuánto bien podía hacer! Todo lo dicho por el ama de llaves le enaltecía. Al estar ante el lienzo en el que él estaba retratado, le pareció a Elizabeth que sus ojos la miraban, y pensó en su estima hacia ella con una gratitud mucho más profunda de la que antes había sentido; Elizabeth recordó la fuerza y el calor de sus palabras y mitigó su falta de decoro.


Ya habían visto todo lo que mostraba al público de la casa; bajaron y se despidieron del ama de llaves, quien les confió a un jardinero que esperaba en la puerta del vestíbulo.
Cuando atravesaban la pradera camino del arroyo, Elizabeth se volvió para contemplar de nuevo la casa. Sus tíos se detuvieron también, y mientras el señor Gardiner se hacía conjeturas sobre la época del edificio, el dueño de éste salió de repente de detrás de la casa por el sendero que conducía a las caballerizas.
Estaban a menos de veinte yardas, y su aparición fue tan súbita que resultó imposible evitar que los viera. Los ojos de Elizabeth y Darcy se encontraron al instante y sus rostros se cubrieron de intenso rubor. Él paró en seco y durante un momento se quedó inmóvil de sorpresa; se recobró en seguida y, adelantándose hacia los visitantes, habló a Elizabeth, si no en términos de perfecta compostura, al menos con absoluta cortesía.
Ella se había vuelto instintivamente, pero al acercarse él se detuvo y recibió sus cumplidos con embarazo. Si el aspecto de Darcy a primera vista o su parecido con los retratos que acababan de contemplar hubiesen sido insuficientes para revelar a los señores Gardiner que tenían al propio Darcy ante ellos, el asombro del jardinero al encontrarse con su señor no les habría dejado lugar a dudas. Aguardaron a cierta distancia mientras su sobrina hablaba con él. Elizabeth, atónita y confusa, apenas se atrevía a alzar los ojos hacia Darcy y no sabía qué contestar a las preguntas que él hacía sobre su familia.
Sorprendida por el cambio de modales desde que se habían separado por última vez, cada frase que decía aumentaba su cohibición, y como entre tanto pensaba en lo impropio de haberse encontrado allí, los pocos momentos que estuvieron juntos fueron los más intranquilos de su existencia. Darcy tampoco parecía más dueño de sí que ella; su acento no tenía nada de la calma que le era habitual, y seguía preguntándole cuándo había salido de Longbourn y cuánto tiempo llevaba en Derbyshire, con tanto desorden, y tan apresurado, que a las claras se veía la agitación de sus pensamientos.










Por fin pareció que ya no sabía qué decir; permaneció unos instantes sin pronunciar palabra, se reportó de pronto y se despidió.


Los señores Gardiner se reunieron con Elizabeth y elogiaron la buena presencia de Darcy; pero ella no oía nada; embebida en sus pensamientos, los siguió en silencio. Se hallaba dominaba por la vergüenza y la contrariedad. ¿Cómo se le había ocurrido ir allí? ¡Había sido la decisión más desafortunada y disparatada del mundo! ¡Qué extraño tenía que parecerle a Darcy! ¡Cómo había de interpretar aquello un hombre ––tan vanidoso! Su visita a Pemberley parecería hecha adrede para ir en su busca. ¿Por qué habría ido? ¿Y él, por qué habría venido un día antes? Si ellos mismos hubiesen llegado a Pemberley sólo diez minutos más temprano, no habrían coincidido, pues era evidente que Darcy acababa de llegar, que en aquel instante bajaba del caballo o del coche. Elizabeth no dejaba de avergonzarse de su desdichado encuentro. Y el comportamiento de Darcy, tan notablemente cambiado, ¿qué podía significar? Era sorprendente que le hubiese dirigido la palabra, pero aún más que lo hiciese con tanta finura y que le preguntase por su familia. Nunca había visto tal sencillez en sus modales ni nunca le había oído expresarse con tanta gentileza. ¡Qué contraste con la última vez que la abordó en la finca de Rosings para poner en sus manos la carta! Elizabeth no sabía qué pensar ni cómo juzgar todo esto.
Entretanto, habían entrado en un hermoso paseo paralelo al arroyo, y a cada paso aparecía ante ellos un declive del terreno más bello o una vista más impresionante de los bosques a los que se aproximaban. Pero pasó un tiempo hasta que Elizabeth se diese cuenta de todo aquello, y aunque respondía mecánicamente a las repetidas preguntas de sus tíos y parecía dirigir la mirada a los objetos que le señalaban, no distinguía ninguna parte del paisaje. Sus pensamientos no podían apartarse del sitio de la mansión de Pemberley, cualquiera que fuese, en donde Darcy debía de encontrarse. Anhelaba saber lo que en aquel momento pasaba por su mente, qué pensaría de ella y si todavía la querría. Puede que su cortesía obedeciera únicamente a que ya la había olvidado; pero había algo en su voz que denotaba inquietud. No podía adivinar si Darcy sintió placer o pesar al verla; pero lo cierto es que parecía desconcertado.
Las observaciones de sus acompañantes sobre su falta de atención, la despertaron y le hicieron comprender que debía aparentar serenidad.
Penetraron en el bosque y alejándose del arroyo por un rato, subieron a uno de los puntos más elevados, desde el cual, por los claros de los árboles, podía extenderse la vista y apreciar magníficos panoramas del valle y de las colinas opuestas cubiertas de arboleda, y se divisaban también partes del arroyo. El señor Gardiner hubiese querido dar la vuelta a toda la finca, pero temía que el paseo resultase demasiado largo. Con sonrisa triunfal les dijo el jardinero que la finca tenía diez millas de longitud, por lo que decidieron no dar la vuelta planeada, y se dirigieron de nuevo a una bajada con árboles inclinados sobre el agua en uno de los puntos más estrechos del arroyo. Lo cruzaron por un puente sencillo en armonía con el aspecto general del paisaje. Aquel paraje era el menos adornado con artificios de todos los que habían visto. El valle, convertido aquí en cañada, sólo dejaba espacio para el arroyo y para un estrecho paseo en medio del rústico soto que lo bordeaba. Elizabeth quería explorar sus revueltas, pero en cuanto pasaron el puente y pudieron apreciar lo lejos que estaban de la casa, la señora Gardiner, que no era amiga de caminar, no quiso seguir adelante y sólo pensó en volver al coche lo antes posible. Su sobrina se vio obligada a ceder y emprendieron el regreso hacia la casa por el lado opuesto al arroyo y por el camino más corto. Pero andaban muy despacio porque el señor Gardiner era aficionado a la pesca, aunque pocas veces podía dedicarse a ella, y se distraía cada poco acechando la aparición de alguna trucha y comentándolo con el jardinero. Mientras seguían su lenta marcha, fueron sorprendidos de nuevo; y esta vez el asombro de Elizabeth fue tan grande como la anterior al ver a Darcy encaminándose hacia ellos y a corta distancia. Como el camino no quedaba tan oculto como el del otro lado, se vieron desde lejos. Por lo tanto, Elizabeth estaba más prevenida y resolvió demostrar tranquilidad en su aspecto y en sus palabras si realmente Darcy tenía intención de abordarles. Hubo un momento en que creyó firmemente que Darcy iba a tomar otro sendero, y su convicción duró mientras un recodo del camino le ocultaba, pero pasado el recodo, Darcy apareció ante ellos. A la primera mirada notó que seguía tan cortés como hacía un momento, y para imitar su buena educación comenzó a admirar la belleza del lugar; pero no acababa de decir «delicioso» y «encantador», cuando pensó que el elogiar Pemberley podría ser mal interpretado. Cambió de color y no dijo más.
La señora Gardiner venía un poco más atrás y Darcy aprovechó el silencio de Elizabeth para que le hiciese el honor de presentarle a sus amigos. Elizabeth no estaba preparada para este rasgo de cortesía, y no pudo evitar una sonrisa al ver que pretendía conocer a una de aquellas personas contra las que su orgullo se había rebelado al declarársele. «¿Cuál será su sorpresa ––pensó–– cuando sepa quiénes son? Se figura que son gente de alcurnia.»
Hizo la presentación al punto y, al mencionar el parentesco, miró rápidamente a Darcy para ver el efecto que le hacía y esperó que huiría a toda prisa de semejante compañía. Fue evidente que Darcy se quedó sorprendido, pero se sobrepuso y en lugar de seguir su camino retrocedió con todos ellos y se puso a conversar con el señor Gardiner. Elizabeth no pudo menos que sentirse satisfecha y triunfante. Era consolador que Darcy supiera que tenía parientes de los que no había por qué avergonzarse. Escuchó atentamente lo que decían y se ufanó de las frases y observaciones de su tío que demostraban su inteligencia, su buen gusto y sus excelentes modales.
La conversación recayó pronto sobre la pesca, y Elizabeth oyó que Darcy invitaba a su tío a ir a pescar allí siempre que quisiera mientras estuviesen en la ciudad vecina, ofreciéndose incluso a procurarle aparejos y señalándole los puntos del río más indicados para pescar. La señora Gardiner, que paseaba del brazo de Elizabeth, la miraba con expresión de incredulidad. Elizabeth no dijo nada, pero estaba sumamente complacida; las atenciones de Darcy debían dirigirse a ella seguramente. Su asombro, sin embargo, era extraordinario y no podía dejar de repetirse: «¿Por qué estará tan cambiado? No puede ser por mí, no puede ser por mi causa que sus modales se hayan suavizado tanto. Mis reproches en Hunsford no pueden haber efectuado una transformación semejante. Es imposible que aún me ame.»
Después de andar un tiempo de esta forma, las dos señoras delante y los dos caballeros detrás, al volver a emprender el camino, después de un descenso al borde del río para ver mejor una curiosa planta acuática, hubo un cambio de parejas. Lo originó la señora Gardiner, que fatigada por el trajín del día, encontraba el brazo de Elizabeth demasiado débil para sostenerla y prefirió, por lo tanto, el de su marido. Darcy entonces se puso al lado de la sobrina y siguieron así su paseo. Después de un corto silencio, Elizabeth tomó la palabra. Quería hacerle saber que antes de ir a Pemberley se había cerciorado de que él no estaba y que su llegada les era totalmente inesperada.
––Su ama de llaves ––añadió–– nos informó que no llegaría usted hasta mañana; y aun antes de salir de Bakewell nos dijeron que tardaría usted en volver a Derbyshire.
Darcy reconoció que así era, pero unos asuntos que tenía que resolver con su administrador le habían obligado a adelantarse a sus acompañantes.
––Mañana temprano ––continuó–– se reunirán todos conmigo. Entre ellos hay conocidos suyos que desearán verla; el señor Bingley y sus hermanas.
Elizabeth no hizo más que una ligera inclinación de cabeza. Se acordó al instante de la última vez que el nombre de Bingley había sido mencionado entre ellos, y a juzgar por la expresión de Darcy, él debía estar pensando en lo mismo.
––Con sus amigos viene también una persona que tiene especial deseo de conocerla a usted ––prosiguió al cabo de una pausa––. ¿Me permitirá, o es pedirle demasiado, que le presente a mi hermana mientras están ustedes en Lambton?
Elizabeth se quedó boquiabierta. No alcanzaba a imaginar cómo podía pretender aquello la señorita Darcy; pero en seguida comprendió que el deseo de ésta era obra de su hermano, y sin sacar más conclusiones, le pareció muy halagador. Era grato saber que Darcy no le guardaba rencor.
Siguieron andando en silencio, profundamente abstraídos los dos en sus pensamientos. Elizabeth no podía estar tranquila, pero se sentía adulada y complacida. La intención de Darcy de presentarle a su hermana era una gentileza excepcional. Pronto dejaron atrás a los otros y, cuando llegaron al coche, los señores Gardiner estaban a medio cuarto de milla de ellos.
Darcy la invitó entonces a pasar a la casa, pero Elizabeth declaró que no estaba cansada y esperaron juntos en el césped. En aquel rato podían haber hablado de muchas cosas, el silencio resultaba violento. Ella quería hablar pero tenía la mente en blanco y todos los temas que se le ocurrían parecían estar prohibidos. Al fin recordó su viaje, y habló de Matlock y Dove Dale con gran perseverancia. El tiempo pasaba, su tía andaba muy despacio y la paciencia y las ideas de Elizabeth se agotaban antes de que acabara el tete––à––tete. Cuando llegaron los señores Gardiner, Darcy les invitó a todos a entrar en la casa y tomar un refrigerio; pero ellos se excusaron y se separaron con la mayor cortesía. Darcy les acompañó hasta el coche y cuando éste echó a andar, Elizabeth le vio encaminarse despacio hacia la casa.
Entonces empezaron los comentarios de los tíos; ambos declararon que Darcy era superior a cuanto podía imaginarse.
––Su educación es perfecta y su elegancia y sencillez admirables ––dijo su tío.
––Hay en él un poco de altivez ––añadió la tía pero sólo en su porte, y no le sienta mal. Puedo decir, como el ama de llaves, que aunque se le tache de orgulloso, no se le nota nada.
––Su actitud con nosotros me ha dejado atónito. Ha estado más que cortés, ha estado francamente atento y nada le obligaba a ello. Su amistad con Elizabeth era muy superficial.
––Claro que no es tan guapo como Wickham ––repuso la tía––; o, mejor dicho, que no es tan bien plantado, pero sus facciones son perfectas. ¿Cómo pudiste decirnos que era tan desagradable, Lizzy?
Elizabeth se disculpó como pudo; dijo que al verse en Kent le había agradado más que antes y que nunca le había encontrado tan complaciente como aquella mañana.
––Puede que sea un poco caprichoso en su cortesía ––replicó el tío––; esos señores tan encopetados suelen ser así. Por eso no le tomaré la palabra en lo referente a la pesca, no vaya a ser que otro día cambie de parecer y me eche de la finca.
Elizabeth se dio cuenta de que estaban completamente equivocados sobre su carácter, pero no dijo nada.
––Después de haberle visto ahora, nunca habría creído que pudiese portarse tan mal como lo hizo con Wickham ––continuó la señora Gardiner––, no parece un desalmado. Al contrario, tiene un gesto muy agradable al hablar. Y hay también una dignidad en su rostro que a nadie podría hacer pensar que no tiene buen corazón. Pero, a decir verdad, la buena mujer que nos enseñó la casa exageraba un poco su carácter. Hubo veces que casi se me escapaba la risa. Lo que pasa es que debe ser un amo muy generoso y eso, a los ojos de un criado, equivale a todas las virtudes.
Al oír esto, Elizabeth creyó que debía decir algo en defensa del proceder de Darcy con Wickham. Con todo el cuidado que le fue posible, trató de insinuarles que, por lo que había oído decir a sus parientes de Kent, sus actos podían interpretarse de muy distinto modo, y que ni su carácter era tan malo ni el de Wickham tan bueno como en Hertfordshire se había creído. Para confirmar lo dicho les refirió los detalles de todas las transacciones pecuniarias que habían mediado entre ellos, sin mencionar cómo lo había sabido, pero afirmando que era rigurosamente cierto.
A la señora Gardiner le sorprendió y sintió curiosidad por el tema, pero como en aquel momento se acercaban al escenario de sus antiguos placeres, cedió al encanto de sus recuerdos y ya no hizo más que señalar a su marido todos los lugares interesantes y sus alrededores. A pesar de lo fatigada que estaba por el paseo de la mañana, en cuanto cenaron salieron en busca de antiguos conocidos, y la velada transcurrió con la satisfacción de las relaciones reanudadas después de muchos años de interrupción.
Los acontecimientos de aquel día habían sido demasiado arrebatadores para que Elizabeth pudiese prestar mucha atención a ninguno de aquellos nuevos amigos, y no podía más que pensar con admiración en las amabilidades de Darcy, y sobre todo en su deseo de que conociera a su hermana.



CAPÍTULO XLIV

Elizabeth había calculado que Darcy llevaría a su hermana a visitarla al día siguiente de su llegada a Pemberley, y en consecuencia, resolvió no perder de vista la fonda en toda aquella mañana. Pero se equivocó, pues recibió la visita el mismo día que llegaron. Los Gardiner y Elizabeth habían estado paseando por el pueblo con algunos de los nuevos amigos, y regresaban en aquel momento a la fonda para vestirse e ir a comer con ellos, cuando el ruido de un carruaje les hizo asomarse a la ventana y vieron a un caballero y a una señorita en un cabriolé que subía por la calle. Elizabeth reconoció al instante la librea de los lacayos, adivinó lo que aquello significaba y dejó a sus tíos atónitos al comunicarles el honor que les esperaba. Estaban asustados; aquella visita, lo desconcertada que estaba Elizabeth y las circunstancias del día anterior les hicieron formar una nueva idea del asunto. No había habido nada que lo sugiriese anteriormente, pero ahora se daban cuenta que no había otro modo de explicar las atenciones de Darcy más que suponiéndole interesado por su sobrina. Mientras ellos pensaban en todo esto, la turbación de Elizabeth aumentaba por momentos. Le alarmaba su propio desconcierto, y entre las otras causas de su desasosiego figuraba la idea de que Darcy, en su entusiasmo, le hubiese hablado de ella a su hermana con demasiado elogio. Deseaba agradar más que nunca, pero sospechaba que no iba a poder conseguirlo.
Se retiró de la ventana por temor a que la viesen, y, mientras paseaba de un lado a otro de la habitación, las miradas interrogantes de sus tíos la ponían aún más nerviosa.
Por fin aparecieron la señorita Darcy y su hermano y la gran presentación tuvo lugar. Elizabeth notó con asombro que su nueva conocida estaba, al menos, tan turbada como ella. Desde que llegó a Lambton había oído decir que la señorita Darcy era extremadamente orgullosa pero, después de haberla observado unos minutos, se convenció de que sólo era extremadamente tímida. Difícilmente consiguió arrancarle una palabra, a no ser unos cuantos monosílabos.
La señorita Darcy era más alta que Elizabeth y, aunque no tenía más que dieciséis años, su cuerpo estaba ya formado y su aspecto era muy femenino y grácil. No era tan guapa como su hermano, pero su rostro revelaba inteligencia y buen carácter, y sus modales eran sencillísimos y gentiles. Elizabeth, que había temido que fuese una observadora tan aguda y desenvuelta como Darcy, experimentó un gran alivio al ver lo distinta que era.
Poco rato llevaban de conversación, cuando Darcy le dijo a Elizabeth que Bingley vendría también a visitarla, y apenas había tenido tiempo la joven de expresar su satisfacción y prepararse para recibirle cuando oyeron los precipitados pasos de Bingley en la escalera, y en seguida entró en la habitación. Toda la indignación de Elizabeth contra él había desaparecido desde hacía tiempo, pero si todavía le hubiese quedado algún rencor, no habría podido resistirse a la franca cordialidad que Bingley le demostró al verla de nuevo. Le preguntó por su familia de manera cariñosa, aunque en general, y se comportó y habló con su acostumbrado buen humor.
Los señores Gardiner acogieron a Bingley con el mismo interés que Elizabeth. Hacía tiempo que tenían ganas de conocerle. A decir verdad, todos los presentes les inspiraban la más viva curiosidad. Las sospechas que acababan de concebir sobre Darcy y su sobrina les llevaron a concentrar su atención en ellos examinándolos detenidamente, aunque con disimulo, y muy pronto se dieron cuenta de que al menos uno de ellos estaba muy enamorado. Los sentimientos de Elizabeth eran algo dudosos, pero era evidente que Darcy rebosaba admiración a todas luces.






Elizabeth, por su parte, tenía mucho que hacer. Debía adivinar los sentimientos de cada uno de sus visitantes y al mismo tiempo tenía que contener los suyos y hacerse agradable a todos. Bien es verdad que lo último, que era lo que más miedo le daba, era lo que con más seguridad podía conseguir, pues los interesados estaban ya muy predispuestos en su favor. Bingley estaba listo, Georgiana lo deseaba y Darcy estaba completamente decidido.
Al ver a Bingley, los pensamientos de Elizabeth volaron, como es natural, hacia su hermana, y se dedicó afanosamente a observar si alguno de los pensamientos de aquél iban en la misma dirección. Se hacía ilusiones pensando que hablaba menos que en otras ocasiones, y una o dos veces se complació en la idea de que, al mirarla, Bingley trataba de buscar un parecido. Pero, aunque todo eso no fuesen más que fantasías suyas, no podía equivocarse en cuanto a su conducta con la señorita Darcy, de la que le habían hablado como presunta rival de Jane. No notó ni una mirada por parte del uno ni por parte del otro que pudiese justificar las esperanzas de la hermana de Bingley. En lo referente a este tema se quedó plenamente satisfecha. Antes de que se fueran, todavía notó por dos o tres pequeños detalles que Bingley se acordaba de Jane con ternura y parecía que quería decir algo más y que no se atrevía. En un momento en que los demás conversaban, lo dijo en un tono pesaroso:
––¡Cuánto tiempo hacía que no tenía el gusto de verla!
Y, antes de que Elizabeth tuviese tiempo de responder, añadió:
––Hace cerca de ocho meses. No nos habíamos visto desde el veintiséis de noviembre cuando bailamos todos juntos en Netherfield.
Elizabeth se alegró de ver que no le fallaba la memoria. Después, aprovechando que los demás estaban distraídos, le preguntó si todas sus hermanas estaban en Longbourn. Ni la pregunta ni el recuerdo anterior eran importantes, pero la mirada y el gesto de Bingley fueron muy significativos.
Elizabeth no miraba muy a menudo a Darcy; pero cuando lo hacía, veía en él una expresión de complacencia y en lo que decía percibía un acento que borraba todo desdén o altanería hacia sus acompañantes, y la convencía de que la mejoría de su carácter de la que había sido testigo el día anterior, aunque fuese pasajera, había durado, al menos, hasta la fecha. Al verle intentando ser sociable, procurando la buena opinión de los allí presentes, con los que tener algún trato hacía unos meses habría significado para él una deshonra; al verle tan cortés, no sólo con ella, sino con los mismísimos parientes que había despreciado, y recordaba la violenta escena en la casa parroquial de Hunsford, la diferencia, el cambio era tan grande, que a duras penas pudo impedir que su asombro se hiciera visible. Nunca, ni en compañía de sus queridos amigos en Netherfield, ni en la de sus encopetadas parientes de Rosings, le había hallado tan ansioso de agradar, tan ajeno a darse importancia ni a mostrarse reservado, como ahora en que ninguna vanidad podía obtener con el éxito de su empeño, y en que el trato con aquellos a quienes colmaba de atenciones habría sido censurado y ridiculizado por las señoras de Netherfield y de Rosings.
La visita duró una media hora, y cuando se levantaron para despedirse, Darcy pidió a su hermana que apoyase la invitación a los Gardiner y a la señorita Bennet, para que fuesen a cenar en Pemberley antes de irse de la comarca.








La señorita Darcy, aunque con una timidez que descubría su poca costumbre de hacer invitaciones, obedeció al punto. La señora Gardiner miró a su sobrina para ver cómo ésta, a quien iba dirigida la invitación, la acogería; pero Elizabeth había vuelto la cabeza. Presumió, sin embargo, que su estudiada evasiva significaba más bien un momentáneo desconcierto que disgusto por la proposición, y viendo a su marido, que era muy aficionado a la vida social, deseoso de acceder, se arriesgó a aceptar en nombre de los tres; y la fecha se fijó para dos días después.
Bingley se manifestó encantado de saber que iba a volver a ver a Elizabeth, pues tenía que decirle aún muchas cosas y hacerle muchas preguntas acerca de todos los amigos de Hertfordshire. Elizabeth creyó entender que deseaba oírle hablar de su hermana y se quedó muy complacida. Este y algunos otros detalles de la visita la dejaron dispuesta, en cuanto se hubieron ido sus amigos, a recordarla con agrado, aunque durante la misma se hubiese sentido un poco incómoda. Con el ansia de estar sola y temerosa de las preguntas o suposiciones de sus tíos, estuvo con ellos el tiempo suficiente para oír sus comentarios favorables acerca de Bingley, y se apresuró a vestirse.
Pero estaba muy equivocada al temer la curiosidad de los señores Gardiner, que no tenían la menor intención de hacerle hablar. Era evidente que sus relaciones con Darcy eran mucho más serias de lo que ellos habían creído, y estaba más claro que el agua que él estaba enamoradísimo de ella. Habían visto muchas cosas que les interesaban, pero no justificaban su indagación.
Lo importante ahora era que Darcy fuese un buen muchacho. Por lo que ellos podían haber apreciado, no tenía peros. Sus amabilidades les habían conmovido, y si hubiesen tenido que describir su carácter según su propia opinión y según los informes de su sirvienta, prescindiendo de cualquier otra referencia, lo habrían hecho de tal modo que el círculo de Hertfordshire que le conocía no lo habría reconocido. Deseaban ahora dar crédito al ama de llaves y pronto convinieron en que el testimonio de una criada que le conocía desde los cuatro años y que parecía tan respetable, no podía ser puesto en tela de juicio. Por otra parte, en lo que decían sus amigos de Lambton no había nada capaz de aminorar el peso de aquel testimonio. No le acusaban más que de orgullo; orgulloso puede que sí lo fuera, pero, aunque no lo hubiera sido, los habitantes de aquella pequeña ciudad comercial, donde nunca iba la familia de Pemberley, del mismo modo le habrían atribuido el calificativo. Pero decían que era muy generoso y que hacía mucho bien entre los pobres.
En cuanto a Wickham, los viajeros vieron pronto que no se le tenía allí en mucha estima; no se sabía lo principal de sus relaciones con el hijo de su señor, pero en cambio era notorio el hecho de que al salir de Derbyshire había dejado una multitud de deudas que Darcy había pagado.
Elizabeth pensó aquella noche en Pemberley más aún que la anterior. Le pareció larguísima, pero no lo bastante para determinar sus sentimientos hacia uno de los habitantes de la mansión. Después de acostarse estuvo despierta durante dos horas intentando descifrarlos. No le odiaba, eso no; el odio se había desvanecido hacía mucho, y durante casi todo ese tiempo se había avergonzado de haber sentido contra aquella persona un desagrado que pudiera recibir ese nombre. El respeto debido a sus valiosas cualidades, aunque admitido al principio contra su voluntad, había contribuido a que cesara la hostilidad de sus sentimientos y éstos habían evolucionado hasta convertirse en afectuosos ante el importante testimonio en su favor que había oído y ante la buena disposición que él mismo ––había mostrado el día anterior. Pero por encima de todo eso, por encima del respeto y la estima, sentía Elizabeth otro impulso de benevolencia hacia Darcy que no podía pasarse por alto. Era gratitud; gratitud no sólo por haberla amado, sino por amarla todavía lo bastante para olvidar toda la petulancia y mordacidad de su rechazo y todas las injustas acusaciones que lo acompañaron. Él, que debía considerarla ––así lo suponía Elizabeth–– como a su mayor enemiga, al encontrarla casualmente parecía deseoso de conservar su amistad, y sin ninguna demostración de indelicadeza ni afectación en su trato, en un asunto que sólo a los dos interesaba, solicitaba la buena opinión de sus amigos y se decidía a presentarle a su hermana. Semejante cambio en un hombre tan orgulloso no sólo tenía que inspirar asombro, sino también gratitud, pues había que atribuirlo al amor, a un amor apasionado. Pero, aunque esta impresión era alentadora y muy contraria al desagrado, no podía definirla con exactitud. Le respetaba, le estimaba, le estaba agradecida, y deseaba vivamente que fuese feliz. No necesitaba más que saber hasta qué punto deseaba que aquella felicidad dependiera de ella, y hasta qué punto redundaría en la felicidad de ambos que emplease el poder que imaginaba poseer aún de inducirle a renovar su proposición.
Por la tarde la tía y la sobrina acordaron que una atención tan extraordinaria como la de la visita de la señorita Darcy el mismo día de su llegada a Pemberley ––donde había llegado poco después del desayuno debía ser correspondida, si no con algo equivalente, por lo menos con alguna cortesía especial. Por lo tanto, decidieron ir a visitarla a Pemberley a la mañana siguiente. Elizabeth se sentía contenta, a pesar de que cuando se preguntaba por qué, no alcanzaba a encontrar una respuesta.
Después del desayuno, el señor Gardiner las dejó. El ofrecimiento de la pesca había sido renovado el día anterior y le habían asegurado que a mediodía le acompañaría alguno de los caballeros de Pemberley.

CAPÍTULO XLV

Elizabeth estaba ahora convencida de que la antipatía que por ella sentía la señorita Bingley provenía de los celos. Comprendía, pues, lo desagradable que había de ser para aquella el verla aparecer en Pemberley y pensaba con curiosidad en cuánta cortesía pondría por su parte para reanudar sus relaciones.
Al llegar a la casa atravesaron el vestíbulo y entraron en el salón cuya orientación al norte lo hacía delicioso en verano. Las ventanas abiertas de par en par brindaban una vista refrigerante de las altas colinas pobladas de bosque que estaban detrás del edificio, y de los hermosos robles y castaños de España dispersados por la pradera que se extendía delante de la casa.








En aquella pieza fueron recibidas por la señorita Darcy que las esperaba junto con la señora Hurst, la señorita Bingley y su dama de compañía. La acogida de Georgiana fue muy cortés, pero dominada por aquella cortedad debida a su timidez y al temor de hacer las cosas mal, que le había dado fama de orgullosa y reservada entre sus inferiores. Pero la señora Gardiner y su sobrina la comprendían y compadecían.
La señora Hurst y la señorita Bingley les hicieron una simple reverencia y se sentaron. Se estableció un silencio molestísimo que duró unos instantes. Fue interrumpido por la señora Annesley, persona gentil y agradable que, al intentar romper el hielo, mostró mejor educación que ninguna de las otras señoras. La charla continuó entre ella y la señora Gardiner, con algunas intervenciones de Elizabeth. La señorita Darcy parecía desear tener la decisión suficiente para tomar parte en la conversación, y de vez en cuando aventuraba alguna corta frase, cuando menos peligro había de que la oyesen.
Elizabeth se dio cuenta en seguida de que la señorita Bingley la vigilaba estrechamente y que no podía decir una palabra, especialmente a la señorita Darcy, sin que la otra agudizase el oído. No obstante, su tenaz observación no le habría impedido hablar con Georgiana si no hubiesen estado tan distantes la una de la otra; pero no le afligió el no poder hablar mucho, así podía pensar más libremente. Deseaba y temía a la vez que el dueño de la casa llegase, y apenas podía aclarar si lo temía más que lo deseaba. Después de estar así un cuarto de hora sin oír la voz de la señorita Bingley, Elizabeth se sonrojó al preguntarle aquélla qué tal estaba su familia. Contestó con la misma indiferencia y brevedad y la otra no dijo más.
La primera variedad de la visita consistió en la aparición de unos criados que traían fiambres, pasteles y algunas de las mejores frutas de la estación, pero esto aconteció después de muchas miradas significativas de la señora Annesley a Georgiana con el fin de recordarle sus deberes. Esto distrajo a la reunión, pues, aunque no todas las señoras pudiesen hablar, por lo menos todas podrían comer. Las hermosas pirámides de uvas, albérchigos y melocotones las congregaron en seguida alrededor de la mesa.
Mientras estaban en esto, Elizabeth se dedicó a pensar si temía o si deseaba que llegase Darcy por el efecto que había de causarle su presencia; y aunque un momento antes creyó que más bien lo deseaba, ahora empezaba a pensar lo contrario.
Darcy había estado con el señor Gardiner, que pescaba en el río con otros dos o tres caballeros, pero al saber que las señoras de su familia pensaban visitar a Georgiana aquella misma mañana, se fue a casa. Al verle entrar, Elizabeth resolvió aparentar la mayor naturalidad, cosa necesaria pero difícil de lograr, pues le constaba que toda la reunión estaba pendiente de ellos, y en cuanto Darcy llegó todos los ojos se pusieron a examinarle. Pero en ningún rostro asomaba la curiosidad con tanta fuerza como en el de la señorita Bingley, a pesar de las sonrisas que prodigaba al hablar con cualquiera; sin embargo, sus celos no habían llegado hasta hacerla desistir de sus atenciones a Darcy––. Georgiana, en cuanto entró su hermano, se esforzó más en hablar, y Elizabeth comprendió que Darcy quería que las dos intimasen, para lo cual favorecía todas las tentativas de conversación por ambas partes. La señorita Bingley también lo veía y con la imprudencia propia de su ira, aprovechó la primera oportunidad para decir con burlona finura:
––Dígame, señorita Elizabeth, ¿es cierto que la guarnición de Meryton ha sido trasladada? Ha debido de ser una gran pérdida para su familia.
En presencia de Darcy no se atrevió a pronunciar el nombre de Wickham, pero Elizabeth adivinó que tenía aquel nombre en su pensamiento; los diversos recuerdos que le despertó la afligieron durante un momento, pero se sobrepuso con entereza para repeler aquel descarado ataque y respondió a la pregunta en tono despreocupado. Al hacerlo, una mirada involuntaria le hizo ver a Darcy con el color encendido, que la observaba atentamente, y a su hermana completamente confusa e incapaz de levantar los ojos. Si la señorita Bingley hubiese podido sospechar cuánto apenaba a su amado, se habría refrenado, indudablemente; pero sólo había intentado descomponer a Elizabeth sacando a relucir algo relacionado con un hombre por el que ella había sido parcial y para provocar en ella algún movimiento en falso que la perjudicase a los ojos de Darcy y que, de paso, recordase a éste los absurdos y las locuras de la familia Bennet. No sabía una palabra de la fuga de la señorita Darcy, pues se había mantenido estrictamente en secreto, y Elizabeth era la única persona a quien había sido revelada. Darcy quería ocultarla a todos los parientes de Bingley por aquel mismo deseo, que Elizabeth le atribuyó tanto tiempo, de llegar a formar parte de su familia. Darcy, en efecto, tenía este propósito, y aunque no fue por esto por lo que pretendió separar a su amigo de Jane, es probable que se sumara a su vivo interés por la felicidad de Bingley.
Pero la actitud de Elizabeth le tranquilizó. La señorita Bingley, humillada y decepcionada, no volvió a atreverse a aludir a nada relativo a Wickham. Georgiana se fue recobrando, pero ya se quedó definitivamente callada, sin osar afrontar las miradas de su hermano. Darcy no se ocupó más de lo sucedido, pero en vez de apartar su pensamiento de Elizabeth, la insinuación de la señorita Bingley pareció excitar más aún su pasión.


Después de la pregunta y contestación referidas, la visita no se prolongó mucho más y mientras Darcy acompañaba a las señoras al coche, la señorita Bingley se desahogó criticando la conducta y la indumentaria de Elizabeth. Pero Georgiana no le hizo ningún caso. El interés de su hermano por la señorita Bennet era más que suficiente para asegurar su beneplácito; su juicio era infalible, y le había hablado de Elizabeth en tales términos que Georgiana tenía que encontrarla por fuerza amable y atrayente. Cuando Darcy volvió al salón, la señorita Bingley no pudo contenerse y tuvo que repetir algo de lo que ya le había dicho a su hermana:
––¡Qué mal estaba Elizabeth Bennet, señor Darcy! ––exclamó––. ¡Qué cambiada la he encontrado desde el invierno! ¡Qué morena y qué poco fina se ha puesto! Ni Louisa ni yo la habríamos reconocido.





La observación le hizo a Darcy muy poca gracia, pero se contuvo y contestó fríamente que no le había notado más variación que la de estar tostada por el sol, cosa muy natural viajando en verano.
––Por mi parte ––prosiguió la señorita Bingley confieso que nunca me ha parecido guapa. Tiene la cara demasiado delgada, su color es apagado y sus facciones no son nada bonitas; su nariz no tiene ningún carácter y no hay nada notable en sus líneas; tiene unos dientes pasables, pero no son nada fuera de lo común, y en cuanto a sus ojos tan alabados, yo no veo que tengan nada extraordinario, miran de un modo penetrante y adusto muy desagradable; y en todo su aire, en fin, hay tanta pretensión y una falta de buen tono que resulta intolerable.
Sabiendo como sabía la señorita Bingley que Darcy admiraba a Elizabeth, ése no era en absoluto el mejor modo de agradarle, pero la gente irritada no suele actuar con sabiduría; y al ver que lo estaba provocando, ella consiguió el éxito que esperaba. Sin embargo, él se quedó callado, pero la señorita Bingley tomó la determinación de hacerle hablar y prosiguió:
––Recuerdo que la primera vez que la vimos en Hertfordshire nos extrañó que tuviese fama de guapa; y recuerdo especialmente que una noche en que habían cenado en Netherfield, usted dijo: «¡Si ella es una belleza, su madre es un genio!» Pero después pareció que le iba gustando y creo que la llegó a considerar bonita en algún tiempo.
––Sí ––replicó Darcy, sin poder contenerse por más tiempo––, pero eso fue cuando empecé a conocerla, porque hace ya muchos meses que la considero como una de las mujeres más bellas que he visto.
Dicho esto, se fue y la señorita Bingley se quedó muy satisfecha de haberle obligado a decir lo que sólo a ella le dolía.
Camino de Lambton, la señora Gardiner y Elizabeth comentaron todo lo ocurrido en la visita, menos lo que más les interesaba a las dos. Discutieron el aspecto y la conducta de todos, sin referirse a la persona a la que más atención habían dedicado. Hablaron de su hermana, de sus amigos, de su casa, de sus frutas, de todo menos de él mismo, a pesar del deseo de Elizabeth de saber lo que la señora Gardiner pensaba de Darcy, y de lo mucho que ésta se habría alegrado de que su sobrina entrase en materia.