CAPÍTULO XLVI
UNA mañana, unos diez días después de la muerte de la señora Churchill, Emma tuvo que bajar precipitadamente a la puerta para recibir al señor
Weston, que «sólo podía quedarse cinco minutos y tenía una gran urgencia de
hablar con ella». El señor Weston salió a su encuentro a la puerta del salón, y
después de saludarla en su habitual tono de voz, inmediatamente le susurró al
oído para que no les oyera su padre:
-¿Puede
venir a Randalls esta misma mañana? Venga por
poco que pueda. La señora Weston quiere verla. Necesita verla. -¿Se encuentra
mal?
-No,
no; en absoluto; sólo un poco nerviosa. Hubiese podido hacer preparar el coche
y venir ella misma; pero tiene que verla a
solas, y,
claro, aquí... -señalando a su padre con la cabeza-. Bueno... ¿puede usted
venir?
-Desde
luego. Ahora mismo si quiere. Me es imposible negarme a una cosa que me pide de
este modo. Pero ¿de qué se trata? ¿De verdad que no está enferma?
-No,
no, no se trata de nada de eso... Pero no haga más preguntas. En seguida lo
sabrá todo. ¡Es lo más increíble...! Pero ¡vamos, vamos!
Incluso
a Emma le resultaba imposible adivinar
lo que significaba todo aquello. Por su tono dedujo que se trataba de algo
realmente importante; pero como su amiga se encontraba bien, intentó tranquilizarse, y después de explicar a su padre que iba a
salir a dar un paseo, ella y el señor Weston no tardaron en salir juntos de la
casa y en dirigirse a Randalls
a un paso muy vivo.
-Ahora
-dijo Emma, cuando ya se hubieron alejado
bastante de la verja de la casa-, ahora, señor Weston, dígame lo que ha
ocurrido.
-No,
no -replicó él muy serio-, no me lo pregunte a mí. He prometido a mi esposa
que le dejaría contárselo todo. Ella se lo contará mejor que yo. No sea
impaciente, Emma, dentro de un momento lo sabrá
todo.
-No,
dígamelo ahora -exclamó Emma deteniéndose horrorizada-.
¡Santo Cielo! Señor Weston, dígamelo en seguida... ha ocurrido algo en Brunswick Square, ¿verdad? Sí, estoy segura.
Dígamelo, cuénteme ahora mismo todo lo que ha pasado.
-No,
no, se equivoca usted...
-Señor
Weston, no juegue usted conmigo... piense usted en cuántos seres queridos
tengo ahora en Brunswick
Square. ¿Cuál de
ellos es? Le ruego por lo más sagrado... no trate de ocultármelo...
-Emma, le doy mi palabra...
-¡Su
palabra...! ¿Por qué no me lo jura? ¿Por qué no me jura que es algo que no
tiene nada que ver con ninguno de ellos? ¡Santo Cielo! ¿Qué pueden tener que
comunicarme que no sea referente a alguien de aquella familia?
-Le
juro -dijo él gravemente- que no tiene nada que ver con ellos. No tiene la
menor relación con nadie que lleve el apellido Knightley.
Emma cobró ánimos y siguió andando.
-Me
he expresado mal -siguió diciendo el señor Weston- al decir que era algo que
teníamos que comunicarle. No hubiera tenido que decírselo así. En realidad no
le concierne a usted... sólo me concierne a mí... es decir, eso es lo que
esperamos... Sí, eso es... en resumen, mi querida Emma, que no hay motivos para que se intranquilice. No es que diga que no
se trata de un asunto desagradable... pero las cosas podrían ser mucho peor...
si apretamos el paso en seguida llegaremos a Randalls.
Emma comprendió que debía esperar; y
ahora ya no le exigía tanto esfuerzo; por lo
tanto no hizo más preguntas, dedicándose simplemente a dejar volar su
fantasía, y ello no tardó en llevarle a la suposición de que debía de tratarse
de algún problema de dinero... algún hecho desagradable que se habría acabado
de descubrir en el seno de la familia... algo de lo que se habrían enterado
gracias al reciente fallecimiento de la señora Churchill. Su fantasía era incansable. Tal vez media docena
de hijos naturales... ¡Y el pobre Frank desheredado!
Una cosa así no era nada agradable, pero tampoco era como para angustiarla. Apenas le inspiraba algo más que una viva curiosidad.
-¿Quién
es aquel señor a caballo? -dijo ella mientras seguían andando.
Emma hablaba sobre todo con la
intención de ayudar al señor Weston a guardar su secreto.
-No
lo sé... uno de los Otway... no es Frank; le
aseguro que no es Frank. No le verá usted. A estas horas
está a medio camino de Windsor.
-Entonces
es que les ha hecho una visita, ¿no?
-¡Oh,
sí! ¿No lo sabía? Bueno, no tiene importancia.
Permaneció
en silencio durante unos momentos; y luego añadió en un tono mucho más
precavido y grave:
-Sí,
Frank ha venido a vernos esta mañana
sólo para saber cómo estábamos.
Apretaron
el paso y no tardaron en llegar a Randalls.
-Bueno,
querida -dijo al entrar en el salón-, ya ves que te la he traído; ahora supongo
que pronto te sentirás mejor. Os dejaré solas. No serviría de nada seguir
aplazándolo. No me iré muy lejos por si me necesitáis.
Y
Emma oyó claramente que añadía en voz
más baja antes de abandonar la estancia:
-He
cumplido mi palabra, no tiene ni la menor idea.
La
señora Weston tenía tan mal aspecto y parecía tan preocupada que la inquietud
de Emma aumentó; y apenas estuvieron
solas la joven dijo rápidamente:
-¿Qué
ocurre, mi querida amiga? Veo que ha sucedido algo muy desagradable; dime
inmediatamente de qué se trata. He venido durante todo el camino sin saber qué
pensar. Las dos odiamos los misterios. No me tengas por más tiempo en esta
incertidumbre. Te hará bien hablar de esta desgracia, sea lo que sea.
-¿Es
cierto que aún no sabes nada? -dijo la señora Weston con voz temblorosa-. ¿No
adivinas, mi querida Emma... no eres capaz de adivinar lo que
vas a oír?
-Supongo
que es algo referente al señor Frank Churchill, ¿no?
-Sí,
lo has acertado. Es algo que se refiere a él, y voy a decírtelo sin más rodeos
-reemprendiendo su labor y pareciendo decidida a no levantar los ojos de ella-;
esta misma mañana ha venido a vernos para decirnos algo inimaginable. No puedes
imaginar la sorpresa que hemos tenido. Ha venido para hablar con su padre...
para anunciarle que estaba enamorado...
Se
interrumpió para tomar aliento. Emma primero
pensó en sí misma y luego en Harriet.
-Bueno,
en realidad se trata de algo más que de un enamoramiento -siguió diciendo la
señora Weston-; es todo un compromiso... un compromiso matrimonial en toda
regla... ¿Qué vas a decir, Emma...
qué van a decir los
demás cuando se sepa que Frank
Churchill y la señorita
Jane Faírfax están prometidos; mejor
dicho, ¡que hace ya mucho tiempo que están prometidos!?
Emma, boquiabierta, se incorporó... y
exclamó llena de estupefacción.
-¡Jane Fairfax! ¡Cielo Santo! ¿No
hablarás en serio? No puedo creerlo.
-Comprendo
que te quedes asombrada -siguió la señora Weston aún sin levantar los ojos y
hablando con rapidez para que Emma tuviese
tiempo de rehacerse-, comprendo que te quedes asombrada. Pero es así. Entre
'ellos hay un compromiso formal desde el pasado mes de octubre... la cosa
ocurrió en Weymouth y ha sido un secreto para todo
el mundo. Nadie más lo ha sabido... ni los Campbell, ni la familia de ella ni la de él... Es algo
tan fuera de lo común que aunque estoy totalmente convencida del hecho a mí
misma me resulta increíble. Apenas puedo creerlo... yo que creía conocerle...
Emma apenas oía lo que le decían...
su mente se hallaba dividida entre dos ideas... Las conversaciones que ellos
dos habían sostenido tiempo atrás acerca de la señorita Fairfax y la pobre Harriet; y durante un
rato sólo fue capaz de emitir exclamaciones de sorpresa y de pedir una y otra
vez que le confirmasen la noticia, que le repitiesen la confirmación.
-Bueno
-dijo por fin tratando de dominarse-; es algo en lo que tendré que pensar por
lo menos medio día antes de llegar a comprenderlo del todo... ¡Vaya!... Ha
estado prometido con ella durante todo el invierno... antes de que ninguno de
los dos viniera a Highbury, ¿no?
-Se
prometieron en octubre... en secreto... eso me ha dolido mucho, Emma, muchísimo. También ha dolido mucho a su
padre. Hay detalles en su conducta que no podemos excusar.
Emma reflexionó durante unos momentos
y luego replicó:
-No
voy a pretender que no te entiendo; y para consolarte dentro de lo que me es
posible, te diré que puedes estar segura que sus atenciones para conmigo no han
tenido el efecto que tú temes.
La
señora Weston levantó la mirada como sin atreverse a creer lo que oía; pero la
actitud de Emma era tan firme como sus palabras.
-Para
que tengas menos dificultad en creer esta jactancia de que ahora me es
totalmente indiferente -siguió diciendo-, te diré algo más: que hubo una época
en los primeros tiempos de nuestra amistad en que me sentía atraída por el, en
que estaba muy propensa a enamorarme de él... mejor dicho, en que estuve
enamorada... y tal vez lo más extraño es cómo terminó ese enamoramiento. Sin
embargo, por fortuna el hecho es que terminó, y la verdad es que hace ya tiempo,
por lo menos estos últimos tres meses, que ya no siento ninguna atracción por él.
Puedes creerme; ésta es la pura verdad.
La
señora Weston la besó con lágrimas de alegría; y cuando pudo articular unas
palabras le aseguró que lo que le acababa de decir le había hecho más bien que
ninguna otra cosa del mundo.
-El
señor Weston se alegrará casi tanto como yo misma -dijo ella-. Este detalle
nos ha
preocupado muchísimo. Era nuestro mayor deseo el que os sintierais atraídos el
uno por el otro. Y nosotros estábamos convencidos de que había sido así...
imagínate lo que hemos sufrido por ti al saber todo eso.
-Me
he salvado de este peligro; y el haberme salvado es una agradable sorpresa
tanto para vosotros como para mí. Pero eso no le libra de su responsabilidad; y
debo decir que su proceder me parece muy censurable. ¿Qué derecho tenía a presentarse
aquí de una manera tan desenvuelta estando ya prometido?
¿Qué derecho tenía a querer agradar (porque eso es lo que hizo), a distinguir
a una joven con sus constantes atenciones (como lo hizo), cuando en realidad
ya pertenecía a otra? ¿Cómo no pensaba en el mal que podía llegar a hacer?
¿Cómo no pensaba que podía inducirme a mí a enamorarme de él? Todo esto es
indigno, totalmente reprobable.
-Por
una cosa que él dijo, mi querida Emma, yo más
bien imagino...
-Y
¿cómo podía ella tolerar una conducta semejante? ¡Verlo todo con tanta
sangre fría! ¡Ver cómo se tenían constantes atenciones a otra mujer, en
presencia suya, sin demostrar nada! ¡Éste es un tipo de impasibilidad que no
puedo ni comprender ni respetar!
-Había
desavenencias entre ellos, Emma;
él lo ha dicho con
toda claridad. No ha tenido tiempo de dar muchas explicaciones. Sólo ha estado
aquí un cuarto de hora, y su excitación no le permitía aprovechar el poco
tiempo de que disponía... pero que había desavenencias entre ellos lo ha dicho
explícitamente. Parece ser que ésta ha sido la causa de esta crisis de ahora; y
las desavenencias posiblemente surgieron debido a lo impropio de su proceder.
-¡Impropio!
¡Oh, querida, eres muy benigna al censurarle! ¡Mucho peor que impropio, mucho
peor! Ha sido algo que le ha desmerecido tanto a mis ojos... ¡Oh, tanto...!
¡Es tan indigno de un hombre hacer una cosa semejante! Es algo tan opuesto a
la honradez inflexible, a la fidelidad a la verdad y a los buenos principios,
al desdén por el engaño y la ruindad que debe demostrar siempre un hombre en
todas las situaciones de su vida...!
-Bueno,
querida Emma, me obligas a salir en defensa
suya; porque aunque en este caso haya obrado mal, le conozco lo suficiente
para poder tener la seguridad de que posee muchas, pero que muchas buenas
cualidades; y...
-¡Cielo
Santo! -exclamó Emma interrumpiendo a su amiga. Y
además lo de la señora Smallridge! ¡Jane que
estaba a punto de irse a trabajar como institutriz! ¿Qué pretendía con esa
horrible falta de delicadeza? ¡Consentirle que se comprometiera a ponerse a
trabajar...! ¡Consentirle que incluso pensara en tomar una decisión como ésta!
-Frank no sabía nada de todo esto, Emma. En ese asunto sí que tengo que justificarle.
Fue una decisión que tomó ella por sí misma... sin comunicárselo a Frank... o por lo menos sin comunicárselo de un modo
resuelto... Hasta ayer sé que él dijo que no sabía nada de los planes de Jane. Se enteró, no sé cómo... debió de ser por
alguna carta o por alguien que se lo dijo... y al saber lo que ella iba a
hacer, al enterarse de este proyecto, fue cuando se determinó a descubrirlo
todo en seguida, a confesarlo todo a su tío y a acogerse a su bondad, y en
resumen a poner fin a esta lamentable situación de engaños y disimulos que ya
había durado tanto tiempo.
Emma empezó a escuchar con más
atención y sosiego.
-Pronto tendré noticias suyas -continuó
diciendo la señora Weston-. Al irse me dijo que me escribiría en seguida; y lo
dijo de una manera que parecía prometerme que daría muchos detalles más que
entonces no tenía tiempo de aclarar. Por lo tanto esperemos esta carta. Quizá
contenga muchos atenuantes. Quizás entonces podamos comprender y excusar muchas
cosas que ahora nos resultan incomprensibles. No seamos severas, no tengamos
tanta prisa por condenarle. Tengamos paciencia. Yo le quiero; y ahora que ya me
has tranquilizado sobre una cuestión que me preocupaba, una cuestión muy
concreta, deseo con toda mi alma que todo termine bien y no pierdo la esperanza
de que así sea. Los dos tienen que haber sufrido mucho en medio de tantos
secretos y tantos disimulos.
-¿Sufrir
él? -replicó Emma secamente-. No parece que todo
esto le haya hecho mucha mella. Bueno, ¿y cómo se lo tomó el señor Churchill?
-Pues
muy favorablemente para su sobrino... dio su consentimiento apenas sin poner
dificultades. ¡Imagínate cómo los acontecimientos de esta semana han llegado a
introducir cambios en la familia! Mientras vivía la pobre señora Churchill supongo que no había ni una esperanza, ni la
menor posibilidad... pero apenas sus restos descansan en el panteón de la
familia, su esposo se deja convencer para hacer todo lo contrario de lo que
ella hubiese querido. ¡Qué gran suerte es el que las influencias que se ejercen
indebidamente no nos sobrevivan! Le costó muy poco dejarse convencer para dar
su consentimiento.
«¡Ah! -pensó Emma-. Igual hubiese ocurrido si se hubiera tratado de Harriet.»
-Eso
se acordaba ayer por la noche, y Frank salía de Richmond al amanecer. Se detuvo algún tiempo en
Highbury... en casa de las Bates, supongo... y luego vino directamente hacia
aquí; pero tenía tanta prisa por volver al lado de su tío que ahora le necesita
más que nunca, que, como ya te he dicho, apenas pudo estar con nosotros un
cuarto de hora... Estaba muy nervioso... sí, mucho... hasta el punto de que me
parecía ser casi otra persona distinta a la que yo conocía... Y añade a todo lo
demás la inquietud que tenía porque acababa de ver que Jane estaba tan enferma, de lo cual él no tenía la menor sospecha... y por
todas las apariencias, yo deduje que eso le tenía preocupadísimo.
-Pero
¿crees de veras que este asunto ha sido llevado tan en secreto como dice...?
Los Campbell, los Dixon... ¿ninguno de ellos
sabía nada de su compromiso?
Emma no podía citar el nombre de
Dixon sin un ligero rubor.
-Nadie;
nadie lo sabía. Insistió en que no lo sabía absolutamente nadie, salvo ellos
dos.
-Bueno
-dijo Emma-, supongo que ya nos iremos
acostumbrando poco a poco a la idea, y les deseo que sean muy felices. Pero
siempre pensaré que el suyo ha sido un proceder odioso. ¡Ha sido algo más que
toda una red de hipocresías y de engaños... de intrigas y de falsedades!
Presentarse aquí fingiendo espontaneidad, sinceridad... y haber urdido toda esa
combinación en secreto para poder conocernos y juzgarnos a
todos... Durante todo el invierno y toda la primavera hemos vivido
completamente engañados, imaginando que éramos todos igualmente sinceros y
francos mientras había entre nosotros dos personas que se comunicaban sin que
nadie lo supiera, que comparaban y juzgaban sobre sentimientos y palabras de
las que nunca hubieran debido enterarse ambos... Ahora tienen que atenerse a
las consecuencias si han oído hablar el uno del otro de un modo no del todo
agradable...
-Eso
no me preocupa lo más mínimo -dijo la señora Weston-. Estoy completamente
segura de que nunca he dicho nada a uno de los dos respecto al otro que los dos
no pudieran oír.
-Tienes
suerte... yo fui la única que me enteré de tu error... cuando imaginaste que
cierto amigo nuestro estaba enamorado de esta señorita.
-Sí,
cierto. Pero como siempre he tenido muy buena opinión de la señorita Fairfax,
ningún error ha podido hacerme hablar mal de ella; y en cuanto a criticarle a
él, de eso jamás he sentido la menor tentación.
En
aquel momento apareció el señor
Weston a cierta distancia de la ventana, evidentemente vigilando lo que
ocurría. Su esposa le invitó a entrar con un ademán; y mientras él iba a dar la
vuelta, la señora Weston añadió:
-Ahora,
mi querida Emma, te suplico que digas a mi marido
todo lo que creas que pueda servir para tranquilizarle y hacerle ver esta unión
como algo ventajoso. Hagamos lo que podamos para convencerle... y al fin y al
cabo sin necesidad de mentir pueden hacerse casi todos los elogios de ella. No
es que sea una boda como para quedar excesivamente satisfecho; pero si el señor
Churchill no pone obstáculos, ¿por qué
vamos a ponerlos nosotros? Y en el fondo tal vez sea una suerte para él...
Quiero decir que puede ser muy beneficioso para Frank haberse enamorado de una muchacha de tanta firmeza de carácter y de
tanto criterio como yo siempre he creído que tenía Jane... y aún estoy dispuesta a creerlo, a pesar de
que en esta ocasión se haya desviado tanto de las normas que rigen una conducta
leal. Y a pesar de todo, en una situación como la suya no sería muy difícil justificar
un error como éste...
-Sí,
es verdad -exclamó Emma vivamente-. Si puede disculparse
a una mujer por pensar sólo en sí misma es en una situación como la de Jane Fairfax... En esos casos casi puede decirse
que «no pertenece al mundo, ni a las normas del mundo...»
Emma recibió al señor Weston con un
aspecto sonriente, y exclamó:
-¡Vaya!
Veo que me ha gastado una buena broma... Supongo que todo eso estaba destinado
a excitar mi curiosidad y ejercitar mis dotes de adivinación. Pero la verdad
es que me asustó usted. Yo ya creía que por lo menos había perdido la mitad de
su fortuna. Y ahora resulta que en vez de ser una cosa como para consolarles,
es algo que merece que le den la enhorabuena... Señor Weston, le doy mi enhorabuena
de todo corazón porque va usted a tener por nuera a una de las jóvenes más
encantadoras y de mejores prendas de toda Inglaterra.
Una
mirada o dos que cambiaron marido y mujer acabaron de convencerle de que todo
iba tan bien como parecían proclamar aquellas palabras; y el beneficioso efecto
de esta convicción se dejó sentir
inmediatamente en
su estado de ánimo. Su porte y su voz recobraron su habitual jovialidad. Lleno
de gratitud, estrechó cordialmente la mano de la joven, y empezó a hablar de la
cuestión en un tono que demostraba que ahora sólo necesitaba tiempo y
persuasión para creer que aquel compromiso matrimonial después de todo no era
una cosa demasiado mala. Ellas sólo le sugirieron lo que podía paliar la imprudencia y suavizar las dificultades; y
una vez hubieron hablado de ello todos juntos, y el señor Weston hubo vuelto a
hablar con Emma en el camino de regreso a
Hartfield, se acostumbró totalmente a la idea y llegó a no estar lejos de
pensar que había sido lo mejor que Frank hubiese
podido hacer.
CAPÍTULO XLVII
-HARRIET, pobre Harriet!
Éstas
eran las palabras que compendiaban las tristes ideas de las que Emma no podía librarse, y que para ella
constituían el peor de los males de aquel caso. Frank Churchill se había portado muy mal con ella... muy mal
en muchos aspectos... pero lo que le hacía estar más encolerizada con él no era
sólo su proceder para con ella. Lo que más le dolía era la confusión a que la
había inducido respecto a Harriet...
¡Pobre Harriet! Por segunda vez iba a ser víctima de los
errores y del afán de casamentera de su amiga. Las palabras del señor Knightley
habían sido proféticas cuando le había dicho en cierta ocasión: «Emma, usted no es una buena amiga para Harriet Smith...» Ahora temía que sólo le hubiera
causado males... Claro que esta vez no podía acusarse, como la anterior, de
haber sido la única y exclusiva responsable de la desgracia; entonces había
insinuado la posibilidad de unos sentimientos que, de otro modo, Harriet nunca se hubiera atrevido a concebir;
mientras que ahora Harriet había reconocido su admiración
y su predilección por Frank
Churchill antes de
que ella hubiese insinuado nada acerca de la cuestión; pero se sentía totalmente
culpable de haber alentado unos sentimientos que hubiese debido contribuir a
disipar; hubiese podido evitar que Harriet se
complaciera en esta idea y alimentara esperanzas. Su influencia hubiera bastado
para ello. Y ahora se daba perfecta cuenta de que hubiese debido evitar aquella
situación... Comprendía que había estado exponiendo la felicidad de su amiga
sin tener motivos lo suficientemente sólidos. De haberse guiado por el sentido
común, hubiese dicho a Harriet
que no debía
permitirse pensar en él, que había una sola posibilidad entre quinientas de que
Frank llegase alguna vez a interesarse
por ella.
«Pero
me temo -añadía para sí- que sentido común no he tenido mucho.»
Estaba
muy enojada consigo misma; y de no estar enojada también con Frank Churchill, su estado de ánimo hubiese sido
mucho peor. En cuanto a Jane Fairfax, por lo menos podía
desentenderse de sentir inquietud por ella. Harriet le preocupaba ya suficientemente; no necesitaba,
pues, seguir preocupándose por Jane, cuyos
problemas y cuya falta de salud, como tenían, por supuesto, el mismo origen,
debían tener igualmente la misma curación... Su vida de penurias y de desgracias
había terminado... Pronto recuperaría la salud, sería feliz y disfrutaría de
una buena posición... Emma comprendía ahora por qué su
solicitud por ella había sido desdeñada. Aquella revelación había aclarado
otras muchas cuestiones de menor importancia. Sin duda la causa habían sido los
celos. Para Jane ella había sido una rival; y lógicamente
todo lo que quisiera ofrecerle como ayuda o atenciones tenía que rechazarlo.
Dar un paseo en el coche de Hartfield hubiese sido una tortura, el arrurruz
procedente de las alacenas de Hartfield hubiese sido un veneno. Lo comprendía
todo; y cuando lograba desprenderse de los sentimientos injustos que le
inspiraba su orgullo herido, reconocía que Jane Fairfax merecía sobradamente todo el encumbramiento y la felicidad
que sin duda iba ahora a tener. Pero ¡la pobre Harriet era un reproche
viviente para ella! No podía dedicar sus atenciones a nadie que lo necesitase
más. A Emma le dolía infinito que esta
segunda decepción fuese aún más grave que la primera. Teniendo en cuenta que
esta vez sus aspiraciones eran mucho mayores, debía serlo; y a juzgar por los
poderosos efectos que aparentemente aquel enamoramiento había producido sobre
el espíritu de Harriet, impulsándola al disimulo y al
dominio de sí misma, así era... Sin embargo, debía comunicarle aquella penosa
verdad lo antes posible. Al despedirse de ella el señor Weston la había
conminado a guardar el secreto.
-Por
ahora -le había dicho- todo este asunto debe seguir en secreto absoluto. El
señor Churchill lo ha exigido así como muestra
de respeto por la esposa que ha perdido hace tan pocos días; y todos estamos de
acuerdo en que es a lo que nos obliga el decoro más elemental.
Emma lo había prometido; pero a pesar
de todo Harriet debía ser una excepción; creía
que éste era un deber superior.
A
pesar de su mal humor, no pudo por menos de encontrar casi ridículo el que
ahora tuviera que dar a Harriet
la misma penosa y
delicada noticia que la señora Weston acababa de darle a ella misma. El secreto
que con tanto miedo se le había comunicado, ahora era ella quien con no menos
intranquilidad debía comunicarlo a otra persona. Sintió acelerarse los latidos
de su corazón al oír los pasos de Harriet y su voz; pensó que lo mismo debía
de haberle ocurrido a la pobre señora Weston cuando ella entraba en Randalls. ¡Ojalá la conversación tuviera un desenlace
igualmente feliz! Pero por desgracia de ello no había ninguna posibilidad.
-Bueno,
Emma -penetrando apresuradamente en
la estancia-, ¿no te parece la noticia más extraordinaria que jamás se ha oído?
-¿A
qué noticia te refieres? -replicó Emma, incapaz
de adivinar por su aspecto o su voz si Harriet se
había enterado de algo.
-Lo
de Jane Fairfax. ¿Has oído alguna vez
una cosa tan rara? ¡Oh!, no tienes que tener ningún reparo en confesármelo
porque el señor Weston ya me lo ha dicho todo. Acabo de encontrarle. Me ha
dicho que era un secreto para todos; y por lo tanto yo no pensaba decírselo a
nadie excepto a ti, pero me ha dicho que ya lo sabías.
-¿Qué
te ha contado el señor Weston? -preguntó Emma, aún sin
saber qué pensar.
-Pues... Me lo ha contado todo; que Jane Fairfax y el señor Frank Churchill van a casarse, y que han estado prometidos en
secreto desde hace mucho tiempo. ¡Qué cosa tan rara!, ¿verdad?
Ciertamente
era muy raro; la reacción de Harriet era tan
extremadamente rara que Emma
no sabía cómo
interpretarla. Parecía como si su carácter hubiese cambiado por completo; como
si se propusiera no demostrar ninguna emoción, ninguna decepción, ningún
interés especial por aquel hecho. Emma la
contemplaba muda de asombro.
-¿Tú
suponías -preguntó Harriet- que estaban enamorados el uno
del otro? Bueno, a lo mejor tú sí que lo supusiste... Como sabes leer tan bien
-dijo ruborizándose- en los corazones de todo el mundo...; pero nadie más.
-Te
prometo -dijo Emma- que empiezo a dudar de que tenga
semejante don. Pero, Harriet,
¿cómo puedes
preguntarme en serio si yo suponía que estaba enamorado de otra mujer cuando
(si no de un modo declarado, sí tácitamente) te estaba alentando a concebir
esperanzas? Hasta hace una hora nunca he tenido ni la menor sospecha de que el
señor Frank Churchill se sintiese atraído por Jane Fairfax. Puedes tener la seguridad de que si
yo hubiese sospechado algo de este tipo te hubiera prevenido de acuerdo con mis
sospechas.
-¿A
mí? -exclamó Harriet ruborizándose llena de asombro.
¿Por qué tenías que prevenirme? No supondrás que yo me interesaba por el señor Frank Churchill...
-No
sabes lo que me alegra oírte hablar de este asunto con tanta serenidad -replicó
Emma sonriendo-; pero no pretenderás
negarme que hubo una época... que por cierto, no está aún muy lejos... en que
me diste motivos para suponer que te interesabas por él ...
-¿Por
él? ¡Oh, nunca, nunca! Querida Emma, ¿cómo
pudiste entenderme tan mal? -dijo Harriet, volviendo
el rostro, muy dolida.
-¡Harriet!
-exclamó Emma, después de un momento de pausa. ¿Qué quieres
decir? ¡Por lo que más quieras, dime qué has querido decir...! ¿Que te he
entendido mal? Entonces, tengo que suponer...
No
pudo seguir hablando... Había perdido la voz; y se sentó esperando con
ansiedad a que Harriet contestara. Harriet, que estaba de pie, a cierta distancia,
volviéndole la espalda, tardó unos minutos en hablar; y cuando por fin lo hizo,
su voz estaba tan alterada como la de Emma.
-Nunca
me hubiese parecido posible -empezó diciendo- que me entendieras tan mal ... Ya
sé que acordamos que nunca le nombraríamos... pero teniendo en cuenta lo
infinitamente superior que es a todos los demás, nunca hubiese creído posible
que creyeras que me refería a otra persona. ¡El señor Frank Churchill! Nadie puede fijarse en él estando presente el
otro. Creo que no tengo tan mal gusto como para pensar en el señor Frank Churchill, que no es nadie al lado de él.
¡Y que tú hayas
tenido esta confusión...! ¡No lo entiendo! Estoy segura de que si no hubiera
creído que tú aprobabas mis sentimientos y que los alentabas, al principio
hubiese considerado casi como una presunción excesiva por mi parte el atreverme
a pensar en él; al principio, si no me hubieras dicho que cosas más difíciles
habían ocurrido; que se habían celebrado matrimonios más desiguales (éstas
fueron las palabras que empleaste)...; de haberme dicho todo esto, yo no me
hubiera atrevido a tener esperanzas... No lo hubiese considerado posible...
Pero si tú, que tienes tanta amistad con él...
-Harriet...
-exclamó Emma, dominándose resueltamente-. Es mejor que
ahora nos entendamos las dos, sin que haya posibilidad de que volvamos a
equivocarnos otra vez... Estás hablando de... del señor Knightley, ¿no?
-Desde
luego. No podía haber pensado en nadie más... y creía que tú debías de saberlo.
Cuando hablamos de él no podía quedar más claro.
-No
tan claro -replicó Emma, con forzada calma-, porque todo
lo que entonces dijiste me pareció que se refería a una persona distinta. Casi
hubiera podido asegurar que habías citado al señor Frank Churchill. Recuerdo perfectamente que se habló del favor
que te había hecho el señor Frank Churchill al
defenderte de los gitanos.
-¡Oh,
Emma! ¡Cómo olvidas las cosas!
-Mi
querida Harriet, recuerdo muy bien lo que en
substancia te dije en aquella ocasión. Te dije que no me extrañaba que te
hubieses enamorado; que teniendo en cuenta el favor que te había hecho era la
cosa más natural del mundo... Y tú estuviste de acuerdo, y dijiste con mucho
apasionamiento que estabas muy agradecida, e incluso mencionaste las
sensaciones que tuviste al verle venir en tu ayuda... Fue una impresión que me
quedó grabada en la memoria.
-¡Querida!
-exclamó Harriet-. ¡Ahora me acuerdo de lo que
quieres decir! Pero es que yo entonces estaba pensando en algo muy diferente.
No me refería a los gitanos... ni al señor Frank Churchill. ¡No! -adoptando un tono más solemne-. Pensaba
en otra circunstancia más importante... Pensaba en el señor Knightley
acercándose e invitándome a bailar, después de que el señor Elton se negó a
bailar conmigo, cuando no había ninguna otra pareja en el salón. Éste fue el
gran servicio que me prestó; ésta fue su noble comprensión, su generosidad;
eso fue lo que hizo que empezara a darme cuenta de que estaba muy por encima
de todos los demás seres de la tierra.
-¡Santo Cielo! -exclamó Emma-. ¡Qué error más desgraciado...! ¡Oh, qué lamentable!
Y ahora, ¿qué puede hacerse?
-¿No
me hubieras alentado si entonces hubieses sabido a lo que me refería? Por lo
menos ahora mi situación no es peor que lo que lo hubiera sido de haberse
tratado de la otra persona; y ahora... es posible...
Hizo
una breve pausa. Emma no se veía con ánimos para
hablar.
-Emma, no me extraña -siguió diciendo-
que veas una gran diferencia entre los dos... tanto en mi caso como en el de
cualquier otra. Debes pensar que está infinitamente mucho más por encima de mí
que el otro. Pero yo espero, Emma, que
suponiendo... que si... por extraño que pueda parecer... Ya sabes que fueron
tus propias palabras: Cosas más difíciles han ocurrido, matrimonios más
desiguales se han celebrado, que el que hubiera podido celebrarse entre Frank Churchill y yo; y, por lo tanto, me parece que si,
incluso una cosa así puede haber ocurrido antes de ahora... y si yo fuese tan
afortunada, tanto, que... si el señor Knightley llegara... si a él no le importara
la desigualdad, confío, querida Emma, que tú no
te opondrías... que no nos crearías dificultades. Pero estoy segura de que eres
demasiado buena para hacer una cosa así.
Harriet estaba de pie, junto a una de
las ventanas. Emma se volvió para lanzarle una
mirada llena de consternación y dijo rápidamente:
-¿Tienes
algún indicio de que el señor Knightley corresponde a tus sentimientos?
-Sí
-replicó Harriet, con humildad, pero sin temor-.
Puedo decir que sí lo tengo.
Inmediatamente
Emma desvió la mirada. Y durante unos
minutos permaneció en silencio, meditando, con los ojos fijos. Unos pocos minutos
bastaron para revelarle lo que había en su propio corazón. Una inteligencia
como la suya una vez concebía una sospecha hacía rápidos progresos hacia su
objeto. Emma suponía... admitía... reconocía
toda la verdad. ¿Por qué era mucho peor que Harriet estuviera enamorada del señor Knightley en
vez de estarlo de Frank
Churchill? ¿Por qué
aquella contrariedad adquiría proporciones tan enormes con el hecho de que Harriet tuviera esperanzas justificadas de ser
correspondida? Una convicción se abrió paso con la celeridad de una flecha en
el ánimo de Emma: ¡el señor Knightley sólo podía
casarse con ella!
En
aquel corto espacio de tiempo comprendió cuál había sido su conducta y vio
claro en su propio corazón. Lo vio todo con una lucidez como hasta entonces
nunca había tenido. ¡Qué mal se había estado portando con Harriet! ¡Con qué falta de atención y de delicadeza!
¡Qué insensato y qué cruel había sido su proceder! ¿Cómo había podido dejarse
llevar por aquella ceguera, aquella locura? Se daba perfectamente cuenta de lo
que había hecho y estaba tentada de aplicarse a sí misma los términos más
duros. Sin embargo, un resto de respeto por sí misma, a pesar de todas sus
culpas... la preocupación por salvar las apariencias, y un intenso deseo de ser
justa para con Harriet... (no necesitaba compasión
la muchacha que
se creía amada por el señor Knightley... pero era justo que ahora ella no
pudiera sentirse dolida al verse tratada con frialdad)... impulsaron a Emma a esperar y a soportarlo todo con calma e
incluso con aparente afabilidad... Por su propio bien era preciso que se
enterara de todo lo posible concerniente a las esperanzas de Harriet; y Harriet no
había hecho nada para que le negara el cariño y el interés que ella le había
otorgado tan voluntariamente... ni merecía ser ahora menospreciada por la
persona cuyos consejos siempre habían sido desacertados... Así pues,
abandonando sus reflexiones y dominando su emoción, se volvió de nuevo hacia Harriet y en un tono más acogedor reanudó la conversación;
porque el tema que la había iniciado, la sorprendente historia de Jane Fairfax, había ya perdido todo interés; ambas
pensaban tan sólo en el señor Knightley y en ellas mismas.
Harriet, que había estado absorta en sus
gratos ensueños, no dejó de sentirse halagada cuando la despertaron de ellos,
al ver la alentadora invitación a hablar que le hacía una persona de tanto
criterio, une amiga como la señorita Woodhouse, y no necesitó más que una
insinuación para referir toda la historia de sus esperanzas con gran deleite,
pero temblorosa de emoción... Mientras hacía preguntas y recibía las
respuestas, Emma lograba ocultar mejor que Harriet su emoción, que no era menor que la suya. Su
voz no temblaba; pero su espíritu no podía hallarse más turbado por aquel
descubrimiento que acababa de hacer, por la aparición de aquel peligro tan
amenazador, por la confusión que producían todas aquellas impresiones tan súbitas...
Escuchó el relato de Harriet con un gran sufrimiento interior,
pero aparentando una gran serenidad; no podía esperar de su amiga que se
expresase de un modo metódico, ordenado ni tampoco demasiado claro; pero, una
vez distinguidos los equívocos y las repeticiones de la narración, ésta
contenía aún sustancia suficiente como para dejarla muy abatida... sobre todo
teniendo en cuenta las circunstancias que su propia memoria evocaba ahora, y
que corroboraban el hecho de que el señor Knightley había ido teniendo cada vez
una opinión más favorable de Harriet.
Desde
aquellos dos bailes decisivos Harriet se
había ido dando cuenta de que la actitud del señor Knightley respecto a ella
era distinta... Emma sabía que en aquella ocasión él
la había encontrado muy superior a todo lo que esperaba. Desde aquel día, o
por lo menos desde el momento en que la señorita Woodhouse la alentó a pensar
en él, Harriet había empezado a advertir que su
amigo hablaba con ella mucho más de lo que antes tenía por costumbre y de que
la trataba de una manera totalmente diferente; en su trato había una
amabilidad, un afecto... Cada vez iba siendo más consciente de ello. Cuando habían
estado paseando todos juntos, ¡él se le había acercado tan a menudo para andar
a su lado y le había hablado de un modo tan cariñoso! Parecía como si quisiera
tener más amistad con ella. Emma
sabía que esta
impresión respondía a una realidad. Muchas veces ella misma había observado el
cambio casi tanto como su amiga... Harriet repetía
frases de aprobación y de elogio que él le había dedicado... y Emma se daba cuenta de que concordaban
perfectamente con lo que ella sabía de sus opiniones acerca de Harriet. La elogiaba por carecer de artificio y de
afectación, por ser sencilla, sincera, generosa... Sabía que él veía todas
estas cualidades en Harriet; le había hablado de ellas en más
de una ocasión... Muchas de las cosas que ella guardaba en su memoria, muchos
pequeños detalles que revelaban la atención que él le prestaba, una mirada,
una frase, el hecho de pasar de una silla a otra, un cumplido disimulado, una
preferencia sobreentendida, habían pasado inadvertidos para Emma porque no había sospechado nada semejante.
Circunstancias que hubieran bastado para llenar un relato de media hora, y que
contenían múltiples indicios para quien las había presenciado, habían pasado
por alto a Emma, que ahora escuchando a Harriet se enteraba por vez primera; pero los dos
últimos indicios que mencionó, los que constituían las mejores esperanzas para
la muchacha, habían tenido como testigo a la propia Emma... El primero era el coloquio que habían
sostenido los dos solos en el paseo de los limeros de Donwell, donde habían
estado paseando durante un rato antes de la llegada de Emma, y donde él había tenido mucho interés (según ella estaba convencida)
por hacer que ambos se separaran de los demás... Y al principio él le había
hablado de un modo muy particular, como no lo había hecho nunca antes de entonces,
sí, de un modo muy particular... (Harriet al
recordarlo no pudo evitar sonrojarse.) Él parecía estar casi preguntándole si
había entregado su corazón a alguien... Pero apenas apareció (la señorita Woodhouse)
y dio la impresión de que iba a reunirse con ellos, cambió de tema y empezó a
hablar de sus cultivos... El segundo indicio era la conversación que sostuvo
con ella durante casi media hora antes de que Emma regresase de su visita, la última mañana en que el señor Knightley
estuvo en Hartfield... a pesar de que cuando llegó dijo que no podía quedarse
más de cinco minutos... y el haberle dicho durante la conversación que aunque
debía ir a Londres, era muy contra su voluntad que dejaba su casa, lo cual era
mucho más (como advirtió Emma)
de lo que su amigo
había reconocido ante ella. El que, como este hecho indicaba, tuviera
más confianza con Harriet, dejó a Emma muy dolida.
Acerca
del primero de estos dos indicios, después de reflexionar un poco Emma se atrevió a formular la siguiente pregunta:
-¿Y
si hubiese querido decir otra cosa? ¿No es posible que al preguntarte, según
creíste entender, si ya habías entregado tu corazón, estuviese aludiendo al
señor Martin? ¿No podía estar pensando en los
intereses del señor Martin?
Pero
Harriet rechazó enérgicamente la
suposición:
-¿El
señor Martin? No, no, desde luego que no. No
aludió para nada al señor Martin.
Creo que ahora
tengo demasiada experiencia para pensar en el señor Martin o para que se sospeche que pienso en él.
Una
vez Harriet hubo terminado su relato, apeló
a la señorita Woodhouse para que le dijera si tenía motivos o no para
alimentar esperanzas.
-Yo
nunca me hubiese atrevido a pensar en él -le dijo Harriet- si no hubiese sido
por ti. Me dijiste que le observara bien, y que mis sentimientos se dejaran
guiar por su proceder... y eso es lo que he hecho. Pero ahora empiezo a pensar
que tengo motivos justificados para sentir lo que siento; y que si él me elige
no me parecerá una cosa tan extraordinaria.
La
amargura, la terrible amargura que Emma sintió en
su interior al oír estas palabras, le obligó a hacer un gran esfuerzo para
dominarse y poder contestar:
-Harriet, yo lo único que puedo decirte es
que el señor Knightley es una persona absolutamente incapaz de dar a entender
deliberadamente a una mujer que siente por ella más atracción de la que en realidad
siente.
Harriet pareció casi dispuesta a adorar
a su amiga por una frase tan grata; y Emma sólo logró
evitar sus manifestaciones de entusiasmo y de cariño, que en aquel momento le
hubieran sido particularmente penosas, gracias a que se oyeron los pasos de su
padre que se dirigía hacia el salón; Harriet estaba
demasiado alterada para poder presentarse ante él.
-No
podría dominarme... El señor Woodhouse se alarmaría... Es mejor que me vaya...
Y
así, con la inmediata aprobación de su amiga, salió por otra puerta... Y
apenas hubo salido los sentimientos de Emma se
exteriorizaron en una espontánea exclamación:
-¡Dios
mío! ¡Ojalá nunca la hubiese conocido!
El
resto del día y la noche siguiente apenas bastaron a sus pensamientos... Se
hallaba turbada por la confusión de todo lo que había irrumpido en su vida en
aquellas últimas horas... Cada momento había aportado una nueva sorpresa; y
cada sorpresa era un motivo más de humillación para ella... ¿Cómo podía
comprenderlo todo? ¿Cómo podía comprender que hubiera estado engañándose a sí
misma de aquel modo hasta entonces, viviendo en aquel engaño? ¡Aquellos
errores, aquella ceguera de su mente y de su corazón! Se quedó sentada, se
paseó, anduvo de una a otra habitación, probó a pasear por el plantío... En
todos los lugares, en todas las posiciones no podía dejar de pensar que había obrado
de un modo insensato; que se había dejado engañar por los demás de un modo
mortificante; que se había estado engañando a sí misma de un modo más
mortificante aún; que se sentía desgraciada y que probablemente aquel día no
era más que el principio de sus desgracias.
Por
el momento lo primero que debía hacer era ver claro, ver totalmente claro en
su propio corazón. Hacia este objetivo tendieron todos los momentos de ocio que
le permitían tener sus obligaciones para con su padre, y todos los momentos de
involuntario ensimismamiento.
¿Cuánto
tiempo hacía que sentía aquel afecto por el señor Knightley que ahora sus
sentimientos le revelaban con toda evidencia? ¿Cuándo había empezado a ejercer
su influencia, aquella clase de influencia, sobre ella? ¿Cuándo había
conseguido ocupar en su afecto el lugar que Frank Churchill por un breve espacio de tiempo había ocupado
también? Intentó recordar; comparó a los dos... les comparó según la
estimación que había sentido por cada uno de ellos desde la época en que
conoció a Frank... y como tarde o temprano hubiera
tenido que compararlos... ¡Oh! ¡Qué feliz ocurrencia hubiese tenido si se le
hubiera ocurrido antes hacer aquella comparación! Se daba cuenta de que en todo
momento había considerado al señor Knightley como infinitamente superior al
otro, que en todo momento había sentido por él un afecto mucho mayor. Se daba
cuenta de que al convencerse a sí misma de lo contrario, al imaginarse que así
debía ser y obrar en consecuencia, se había engañado, ignorando totalmente lo
que había en su propio corazón... y en resumen... ¡que en realidad nunca había
sentido la menor atracción por Frank Churchill!
Ésta
fue la conclusión de sus primeras reflexiones. Ésta fue la primera convicción
sobre sí misma a la que llegó respondiendo a las primeras preguntas que se
había formulado; y sin que necesitara mucho tiempo para ello... Se sentía a un
tiempo enojada y apenada... Y se avergonzaba de todos sus sentimientos, menos
del que acababa de descubrir... su afecto por el señor Knightley... Todo lo
demás que encontraba en su interior le repugnaba.
Con
una imperdonable vanidad, se había creído poseedora del secreto de los
sentimientos de todo el mundo; con una inexcusable arrogancia, se había
propuesto arreglar las vidas de todo el mundo. Y se había demostrado que se
había equivocado en todo; y ni siquiera no había hecho nada... porque había
provocado desgracias... Había traído la desgracia a Harriet, a ella y mucho se temía que también al señor
Knightley.... Si aquella unión, la más desigual de todas las que podían
imaginarse, llegaba a ser una realidad, ella sería la responsable de haberla
alentado en sus inicios; porque sólo podía pensar que aquel mutuo afecto no
había nacido de otra cosa que de la actitud de Harriet; y aunque no hubiera sido así, él nunca
hubiera llegado a conocer a Harriet de no
ser por las fantásticas imaginaciones de Emma.
¡El señor Knightley y Harriet Smith!
Una unión como para
hacer olvidar el asombro que pudiera producir cualquier otro enlace... Al lado
de éste, el enamoramiento entre Frank Churchill y
Jane Fairfax era una cosa corriente,
vulgar, que no despertaba ninguna sorpresa ni ofrecía ninguna disparidad, que
no se prestaba a decir ni a comentar nada... ¡El señor Knightley y Harriet Smith! ¡Cómo iba a encumbrarse ella y cómo iba a
rebajarse él! A Emma le horrorizaba pensar en cómo
iba a desmerecer su amigo en la opinión general, le horrorizaba prever las
sonrisas, las burlas, las mofas que se harían a sus expensas; la humillación y
el desdén de su hermano, las mil dificultades que aquello representaría para él
mismo... ¿Era posible? No; no lo era. Y sin embargo estaba lejos, muy lejos de
ser algo imposible... ¿Sería la primera vez que un hombre de grandes prendas se
sintiese atraído por una mujer muy inferior a él? ¿Sería la primera vez que
alguien, quizá demasiado ocupado en sus negocios para buscar por sí mismo, se
dejase seducir por una muchacha interesada en agradarle? ¿Sería la primera vez
que ocurría en el mundo algo desproporcionado, inconsistente, incongruente...
y que un azar o unas circunstancias, como causas segundas, dirigiesen el
destino humano?
¡Oh!
¡Ojalá no se le hubiera ocurrido nunca la idea de querer mejorar la posición
de Harriet! ¡Ojalá la hubiera dejado en el
puesto que debía ocupar y que él siempre le había dicho que era el suyo! ¡Ojalá
nunca hubiese impedido, cometiendo una insensatez que no tenía palabras
bastantes para expresar, que se hubiese casado con un joven irreprochable que
la hubiese hecho feliz y respetada dentro del género de vida al que debía
pertenecer, y no hubiese ocurrido nada de todo aquello! No se hubieran
producido ninguna de aquellas terribles consecuencias.
¿Cómo
había sido posible que Harriet
se hubiera atrevido
a pensar en el señor Knightley? ¿Cómo podía atreverse a imaginar que era la
elegida de un hombre como aquél antes de que él se lo asegurara formalmente?
Pero Harriet era menos humilde, tenía menos
escrúpulos que antes... Parecía sentirse menos inferior, tanto intelectualmente
como de posición social... Había parecido admirarse más de que el señor Elton
accediera a casarse con ella, de que fuese el señor Knightley quien lo
hiciese... ¡Pero, ay! ¿No era ésta también su propia obra? ¿Quién si no ella se
había preocupado tanto por conseguir que Harriet se valorase a sí misma?
¿Quién sino ella le había inculcado que iba a encumbrarse socialmente, dentro
de lo que fuera posible, y que tenía grandes condiciones para aspirar a una
situación mucho más elevada? Si Harriet había
dejado de ser humilde para ser vanidosa, ésta era también obra suya.
CAPÍTULO XLVIII
HASTA
entonces, en que se veía amenazada de perderlo, Emma nunca se había detenido a pensar en lo mucho que dependía su felicidad
del hecho de ser la primera para el señor Knightley, la primera en su
interés y en su afecto... Convencida de que era así, y creyendo que era como un
derecho suyo, había disfrutado de ello sin pararse a reflexionar; y sólo ante
el temor de verse suplantada advirtió lo indeciblemente importante que había
sido para ella... Hacía tiempo, mucho tiempo que sabía que era la primera; ya
que, al no tener mujeres en su familia, sólo Isabella podía aspirar a compararse con ella, y Emma siempre había sabido exactamente hasta qué
punto quería y apreciaba a Isabella.
Durante muchos años
Emma siempre había sido su amiga
favorita. Ella no lo había merecido; a menudo se había mostrado indiferente, e
incluso con mala intención, había desdeñado sus consejos y en ocasiones incluso
se había opuesto voluntariamente a él, sin reconocer ni la mitad de sus
méritos, disputando con él porque se negaba a admitir la falsa e insolente idea
que tenía de sí misma... pero, a pesar de todo, por la relación familiar y por
la costumbre, y gradas a su espíritu superior, él la había querido, y había
velado por ella desde niña con el propósito de que fuera mejor y con un afán de
que obrara rectamente que nadie más había compartido con él. A pesar de todos
sus defectos, Emma sabía que la quería; acaso podía
decir que la quería mucho... Sin embargo, cuando pensaba en las posibilidades
del futuro no se veía con ánimos de verlas muy halagüeñas. Harriet Smith podía considerarse a sí misma digna de ser
amada de un modo especial, exclusivamente, apasionadamente por el señor Knightley.
Ella no. No podía engañarse a sí misma pensando que él estaba ciego al sentirse
interesado por Harriet. Tenía una prueba muy reciente
de su imparcialidad... ¡Cómo se había disgustado al ver su proceder con la
señorita Bates! ¡De qué modo tan claro y tan enérgico se había expresado sobre
aquel caso! No demasiado enérgico si se tenía en cuenta la ofensa... pero sí,
con mucho, demasiado enérgico, como para suponer que detrás de aquella actitud
había un sentimiento menos rígido que el de una justicia inexorable y una
buena voluntad clarividente... No tenía esperanzas, nada que mereciera el
nombre de esperanzas de que pudiera sentir por ella aquella clase de afecto en
la que ahora pensaba; pero había una esperanza (a veces débil, otras mayor) de
que Harriet se hubiese engañado a sí misma y
diera al afecto que el señor Knightley sentía por ella más importancia de la
que en realidad tenía... debía desear por el bien de su amigo... que ella fuera
la única en pagar las consecuencias, pero que siguiera soltero hasta el fin de
su vida. Si Emma hubiera estado segura de esto,
de que él nunca se iba a casar, estaba convencida de que quedaría totalmente satísfecha... Sólo que siguiera siendo el mismo
señor Knightley para ella y para su padre, el mismo señor Knightley para todo
el mundo; que Donwell y Hartfield no perdieran nada de su inapreciable trato
amistoso y cordial, y la paz de Emma quedaría
asegurada para siempre... en realidad el matrimonio no estaba hecho para ella.
Sería incompatible con sus deberes para con su
padre y con lo que sentía por él. Nada podría separarla de su padre. No se
casaría, ni siquiera si se lo pidiese el señor Knightley.
Su
más ardiente deseo debía ser que Harriet tuviera
una decepción; y confiaba que cuando pudiera volver a verles juntos por lo
menos podría conjeturar qué posibilidades habían para ello. A partir de entonces
les observaría con la máxima atención; y por desgracia como hasta entonces ni
siquiera había sabido comprender a las personas que había estado vigilando, no
sabía cómo llegar a admitir que también en aquella ocasión podía
equivocarse... Esperaba volver a ver al señor Knightley un día u otro. No
tardaría en poder ejercitar sus dotes de observación... incluso le parecía
demasiado pronto cuando pensaba en el rumbo que podían tomar las cosas. Entre
tanto decidió no volver a ver a Harriet... No
beneficiaría a ninguna de las dos ni se sacaría ninguna ventaja de hablar más
de aquel asunto... Estaba decidida a no dejarse convencer mientras pudiera
dudar, y sin embargo no tenía motivos para oponer a las esperanzas de Harriet. Hablando sólo conseguiría enojarse... Por lo
tanto le escribió de un modo amable pero resuelto rogándole que por el momento
no fuera por Hartfield; reconociendo de que estaba convencida que era mejor
evitar toda nueva discusión confidencial acerca de cierto tema; y
diciendo que confiaba que si dejaban pasar unos cuantos días sin verse excepto
en compañía de otras personas... sólo se oponía a un tête-à-tête... podrían obrar como si hubiesen olvidado la
conversación del día anterior... Harriet se
sometió, aprobó la idea y manifestó su gratitud.
Apenas
acababa de resolver esta cuestión, cuando tuvo una visita que vino a distraerla
un poco de aquel único tema en el que había estado pensando tanto dormida como
despierta, durante las últimas veinticuatro horas. La señora Weston que había
visitado a su futura nuera, al regresar a su casa había decidido pasar por
Hartfield considerando como un deber para con Emma y un placer para ella misma el referirle todos
los detalles de una entrevista tan interesante.
El
señor Weston la había acompañado a casa de la señora Bates, y allí había
desempeñado el papel que le correspondía con toda dignidad; pero luego su
esposa había convencido a la señorita Fairfax para que salieran juntas a dar un
paseo, y ahora volvía con muchas más cosas que contar, y muchas más cosas que
contar con satisfacción, de las que un cuarto de hora pasado en el salón de la
señora Bates, en la embarazosa situación que allí se hubiera creado, hubiesen
podido sugerirle.
Emma sentía un poco de curiosidad; y
prestó mucha atención a todo lo que le iba contando su amiga. La señora Weston
había efectuado aquella visita en un estado de ánimo muy incierto; y al
principio había pensado que por el momento
era mejor no visitarlas, y conformarse con escribir a la señorita Fairfax
aplazando esta ceremoniosa visita hasta que hubiera pasado algún tiempo más, y
el señor Churchill accediera a que se hiciese
público el compromiso; ya que había que tener en cuenta que en su opinión una
visita como aquélla no podía hacerse sin que se diera pábulo a comentarios...
Pero el señor Weston pensaba de un modo muy distinto; estaba
extraordinariamente ansioso por demostrar a la señorita Fairfax y a su familia
que aprobaba la elección de su hijo, y no concebía que aquello pudiese
despertar ninguna sospecha; y en caso de ser así, no tendría ninguna
importancia; porque «esas cosas», según dijo, «siempre acaban por saberse». Emma sonrió y pensó que el señor Weston tenía muy
buenas razones para opinar de este modo. En resumen, que habían ido...
encontrándose con que el desconcierto y la turbación de la joven no podía ser
mayor. Apenas había podido decir ni una palabra, y todo su aspecto y sus
actitudes demostraban que se hallaba profundamente afectada. La serena y cordial
satisfacción de la anciana y la entusiástica alegría de su hija, que resultó
ser tan intensa que ni siquiera le dejaba hablar tanto como de costumbre,
constituyeron en medio de todo un grato espectáculo, casi conmovedor; tan
respetable parecía su felicidad, tan desinteresada en sus manifestaciones;
pensaban tanto en Jane, tanto en todo el mundo, y tan
poco en ellas mismas, que suscitaban los sentimientos más entrañables. La
reciente enfermedad de la señorita Fairfax ofreció a la señora Weston una
excelente excusa para invitarla a dar un paseo; al principio se había mostrado
retraída y había rechazado el ofrecimiento, pero al ver que se insistía,
terminó aceptando; y durante aquel paseo en coche la señora Weston, alentándola
con palabras llenas de afecto, consiguió vencer su reserva, y hacer que
conversaran sobre el tema que a ambas les interesaba más. Jane empezó por excusarse por el silencio poco amable con que había
recibido a los dos esposos, y manifestó la enorme gratitud que siempre había
sentido por ella y por el señor Weston; pero una vez terminadas estas efusiones,
hablaron durante un buen rato del estado presente y futuro de aquel compromiso
matrimonial. La señora Weston estaba convencida de que aquella conversación
debía constituir un gran alivio para su compañera, que durante tanto tiempo
había estado tan encerrada en sí misma, y quedó muy complacida con todo lo que
ella le dijo acerca del caso.
-Sobre
todo lo que había sufrido, ocultándolo durante tantos meses -continuó la señora
Weston-, me ha hablado con mucha energía. Una de las cosas que me ha dicho ha
sido: «No voy a decir que desde que me prometí con él no haya tenido momentos
felices; pero sí que desde entonces no he disfrutado de una sola hora de
tranquilidad...» Y al decir esto le temblaban los labios, Emma, y te aseguro que ha sido algo que me ha
llegado muy hondo.
-¡Pobre
muchacha! -dijo Emma-. Entonces, ella cree que hizo mal
al aceptar el prometerse en secreto, ¿no?
-¿Que
hizo mal? Creo que nadie le haría más reproches de los que está dispuesta a
hacerse a sí misma. «Las consecuencias», me decía, «para mí han sido un estado
de continua zozobra; y así tenía que ser; pero a pesar de todo el castigo que
un mal proceder puede acarrearnos, el proceder no por eso deja de ser menos
malo. Sufrir no es expiar. No puedo disculparme. He estado obrando contrariamente
a lo que yo creía que era justo; y el final feliz que ahora ha tenido todo y
las atenciones que estoy recibiendo es lo que mi conciencia me dice que no
merezco». «No se imagine usted», me ha dicho también, «que he recibido malas
enseñanzas. No crea que pueden tener la culpa los principios que me dieron ni
los amigos que se cuidaron de educarme. El error ha sido sólo mío; y le aseguro
que, a pesar de todas las disculpas que las presentes circunstancias
aparentemente puedan darme, espero con mucho temor el momento en que tenga que
contar esta historia al coronel Campbell».
-¡Pobre
muchacha! -repitió Emma-. Estoy segura de que le quiere
apasionadamente. Sólo el amor ha podido empujarla a aceptar una situación como
ésta. Sus sentimientos pudieron más que su razón.
-Sí,
no tengo la menor duda de que está muy enamorada de él.
-Me
temo -replicó Emma suspirando- que yo muchas veces
debo haber contribuido a que se sintiera desgraciada.
-¡Oh,
querida! Por tu parte tú no podías ser más inocente. Pero probablemente ella
estaba pensando en algo de eso cuando ha aludido a las desavenencias de que Frank ya nos había dicho algo. Me decía que una
consecuencia natural de esta situación insostenible en la que ella misma se
había puesto, era que se había vuelto poco comprensiva. Al ser consciente de
que obraba mal, estaba expuesta a mil inquietudes y se había vuelto suspicaz e
irritable, hasta un extremo que forzosamente tenía, como así fue, que resultar
difícil de soportar para él. «Yo no era comprensiva, como debía haberlo sido»,
me ha dicho, «con su manera de ser, con su carácter alegre, expansivo, con su
propensión a tomarlo todo un poco como un juego, que en cualquier otra circunstancia
estoy segura de que me hubieran hechizado constantemente como me hechizaron en
un principio». Luego me ha empezado a hablar de ti, de lo amable que habías
estado con ella durante su enfermedad; y ruborizándose de un modo que me ha
demostrado hasta qué punto estaba relacionada una cosa con la otra, me ha
suplicado que cuando tuviera ocasión te diera las gracias... Yo nunca podré
agradecerte bastante todos tus deseos y todos tus intentos de ayudarla. Ella se
da cuenta de que nunca te ha correspondido como merecían tus buenas
intenciones.
-Si
yo ahora no supiese que ella es feliz -dijo Emma muy seria-, y tiene que serlo, a pesar de los escrúpulos de
conciencia que pueda tener en estos momentos, no podría aceptar que me diese
las gracias... Porque si fuéramos a hacer recuento de todo el bien y todo el
mal que yo he hecho a Jane Fairfax... Bueno -dominándose,
e intentando mostrarse más alegre-, hay que olvidar todo eso. Has sido muy
amable al darme todos esos pormenores tan interesantes. Demuestran lo mucho
que vale esta muchacha. Estoy segura de que es muy buena... y espero que será
muy feliz. Es mejor que ya que la fortuna está toda de parte de él, las
cualidades estén todas de parte de ella.
La
señora Weston no podía dejar de dar una réplica a esta conclusión. Ella seguía
pensando bien de Frank en casi todos los aspectos; y,
más aún, le quería mucho, y su defensa fue por lo tanto muy apasionada;
impulsada por su gran afecto, expuso una serie de argumentos muy razonables...
pero todo aquello no bastaba para retener la atención de Emma; ésta no tardó en estar pensando en Brunswick Square o en Donwell y se olvidó de escuchar. Y
cuando la señora Weston terminó diciendo «Todavía no hemos recibido la carta
que estamos esperando con tanto interés, pero no creo que pueda tardar
mucho...», se vio obligada a hacer una pausa antes de contestar, y por fin a
contestar al buen tuntún, antes de que pudiese recordar qué carta era aquella
que tenían tanto interés por recibir.
-¿Te
encuentras bien, Emma? -fue la última pregunta de la señora
Weston al despedirse.
-¡Oh!
Perfectamente... Yo siempre me encuentro bien, ya lo sabes. No te olvides de
decirme algo de la carta tan pronto como la recibáis.
Las
confidencias de la señora Weston proporcionaron a Emma más materia para reflexiones desagradables al aumentar su estima y su
compasión, por la señorita Fairfax, y al avivar el recuerdo de lo injusta que
había sido con ella tiempo atrás. Lamentaba amargamente no haber intentado
tener con ella una amistad más íntima, y enrojecía de vergüenza al tensar que
en buena parte la causa de su actitud no había sido otra que la envidia. Si
hubiese hecho caso de los deseos del señor Knightley prestando estas atenciones
a la señorita Fairfax, como era en todos los aspectos su deber; si hubiese
intentado conocerla mejor; si hubiese hecho todo lo posible por su parte porque
se estableciera un trato más íntimo; si hubiese tratado de hacer de ella su
amiga en vez de elegir a Harriet
Smith... De haber
obrado así, según todas las probabilidades ahora se hubiese ahorrado aquellas
zozobras que entonces estaban acosándola... Por su cuna, por sus aficiones, por
su educación, parecía destinada a ser amiga suya, a que ella la acogiese con
agrado; y por parte de Jane...
¿Cómo era aquella
muchacha? Suponiendo incluso que nunca hubieran llegado a ser amigas íntimas;
que la señorita Fairfax no hubiese tenido la suficiente confianza con ella como
para revelarle el secreto... lo cual era lo más probable... a pesar de todo,
conociéndola como hubiese podido y debido conocerla, se hubiese evitado
concebir aquellas odiosas sospechas acerca de un indigno enamoramiento con el
señor Dixon, sospechas que no sólo había concebido y alimentado en su mente,
sino que también había confiado de un modo imperdonable a otras personas; una
idea que ella mucho temía que hubiera sido uno de los mayores motivos de
aflicción para los delicados sentimientos de Jane, debido a la ligereza y al atolondramiento de Frank Churchill. De todo lo que podía hacer daño a la joven
desde su llegada a Highbury, estaba convencida de que ella había sido la fuente
principal de sus inquietudes. Tenía que ver en ella a un enemigo perpetuo. Los
tres nunca habían estado juntos sin que Emma no hubiese
perturbado la paz de Jane Fairfax en mil detalles; y en Box Hill tal vez había conocido unos sufrimientos
espirituales que le habían hecho pensar que ya no podía resistir más.
Aquel
día en Hartfield el atardecer fue muy largo y muy triste. Y el tiempo pareció
contribuir a hacer más sombrías aquellas horas. Se desató una borrasca de
lluvia fría, y julio sólo era patente en los árboles y arbustos, que el viento
iba desnudando, y en la duración de la luz, que prolongaba aún por más tiempo
aquel melancólico espectáculo.
El
mal tiempo afectaba al señor Woodhouse; y el único modo de que se sintiera
pasablemente a gusto fue recibir constantes atenciones por parte de su hija,
que a Emma le costaron doble esfuerzo del
que hasta entonces había necesitado en aquellos casos. Aquella tarde le
recordaba la primera vez en que padre e hija quedaron solos, la tarde del día
en que se casó la señora Weston; pero poco después del té, el señor Knightley
había ido a visitarles disipando así hasta la última sombra de tristeza. Pero,
¡ay!, aquellas gratas demostraciones de la atracción que ejercía Hartfield,
como lo probaba aquel tipo de visitas, no tardarían mucho en tener un fin. Las
perspectivas de tedio que entonces Emma había
previsto para el invierno siguiente habían resultado erróneas; ningún amigo les
había abandonado, no habían perdido ninguna distracción... Pero ahora temía que
no iba a ser tan afortunada como entonces en el resultado de sus sombrías predicciones...
El porvenir que se abría ante ella era tan amenazador que no podía ser
totalmente conjurado... que ni siquiera en parte parecía poder llegar a ser más
halagüeño. Si todo lo que podía ocurrir en el círculo de sus amistades
ocurría, Hartfield debía quedar relativamente abandonado; y ella tendría que
alentar a su padre con los ánimos que le quedaran de su desaparecida felicidad.
El
niño que iba a nacer en Randalls
crearía un vínculo
mucho más fuerte que el que representaba ella misma; y el corazón y el tiempo
de la señora Weston serían absorbidos por él. La perderían. Y probablemente en
gran parte iban a perder también a su marido... Frank Churchill no volvería más; y era lógico suponer que la
señorita Fairfax pronto dejara de pertenecer a Highbury. Se casarían y se
instalarían en Enscombe o cerca de allí. Iba a perder a las personas que más
apreciaba; y si a estas pérdidas había que añadir la de Donwell, ¿qué amigos
cordiales e inteligentes iban a quedar cerca de ella? ¡El señor Knightley ya no
volvería a hacerles compañía por las tardes! ¡Ya no volvería a visitarles a
todas horas, como si estuviera siempre dispuesto a cambiar su propio hogar por
el suyo! ¿Cómo iba a poder soportar todo eso? Y si la causa de que le perdieran
era Harriet; si a partir de entonces había
que resignarse a la idea de que encontraba en la compañía de Harriet todo lo que él necesitaba; si Harriet iba a ser para él la elegida, la primera, la
amiga más querida, la esposa en quien debía cifrar toda la felicidad del
mundo; ¿qué idea podía resultar más desconsoladora para Emma, sino la que no podría jamás apartarse de su mente, de que todo habría
sido obra suya?
Cuando
sus reflexiones llegaban a este punto extremo, no podía evitar estremecerse,
emitir un profundo suspiro e incluso pasear por la habitación durante unos
breves segundos... y el único pensamiento del que podía extraer algo parecido
a un consuelo, a una resignación, era su decisión de que a partir de entonces
iba a corregirse, y la esperanza de que, aunque el próximo invierno y todos los
demás inviernos que vinieran no pudieran compararse a los pasados en animación
y en alegría, iban a encontrarla más sensata, conociéndose más a sí misma, y
terminarían dejándole menos cosas de que arrepentirse.
CAPÍTULO XLIX
DURANTE toda la mañana siguiente continuó haciendo más o menos el mismo
tiempo; y en Hartfield parecía reinar la misma soledad y la misma melancolía...
pero a primera hora de la tarde el cielo
se despejó; el viento cedió en fuerza; las nubes se disiparon; lució el sol;
había vuelto el verano; con toda la vehemencia que inspira un cambio de tiempo
como éste, Emma se propuso salir al aire libre
lo antes posible. Nunca el mara villoso
espectáculo, los olores, la sensación de la naturaleza tranquila, cálida,
brillante, después de una tempestad, le habían resultado más atractivos;
ansiaba la serenidad que todo ello iba a introducir gradualmente en su espíritu;
y al visitarles el señor Perry poco después de comer, con toda una hora libre
para consagrar a su padre, aprovechó en seguida la ocasión para salir al
jardín... Allí, con el ánimo más reposado, y las ideas un poco calmadas, dio
unas cuantas vueltas; cuando vio al señor Knightley franqueando la puerta del
jardín y dirigiéndose hacia ella... Era la primera noticia que tenía de que
había vuelto de Londres. Un momento antes Emma había estado pensando en él considerándole sin la menor vacilación a
dieciséis millas de distancia. Sólo tenía tiempo para hacer una rápida
composición de lugar. Tenía que dominarse y sosegarse. Al cabo de medio minuto
estuvieron el uno enfrente del otro. Los «¿Cómo está usted?» fueron tranquilos
y mesurados por una y otra parte. Ella le preguntó por sus amigos mutuos;
estaban todos bien.
-¿Cuándo
ha salido de Londres?
-Esta
misma mañana.
-Ha
debido mojarse por el camino.
-Sí.
Emma vio que deseaba que dieran un
paseo juntos.
-He
echado una ojeada al comedor, y como he visto que no me necesitaban prefiero
estar al aire libre.
Por
su aspecto y su manera de hablar parecía contrariado; y la joven, inspirada por
sus temores, pensó que posiblemente la causa de ello era que tal vez había
comunicado sus proyectos a su hermano, y estaba preocupado por la actitud con
que éste los había acogido. Se pusieron a andar juntos. Él guardaba silencio. Emma tenía la impresión de que de vez en cuando
la miraba de reojo, como si quisiera leer en su rostro más de lo que a ella le
convenía dejar entrever. Y esta suposición le inspiró otro temor. Quizá quería
hablarle de su amor por Harriet;
posiblemente sólo
esperaba que ella le diera pie para empezar sus confidencias... Pero Emma no lo hacía, no podía hacerlo, no se sentía
con fuerzas para hacer que la conversación derivase hacia aquel tema. Él
tendría que hacérselo todo. Pero no podía soportar aquel silencio, que,
tratándose de él, era algo tan fuera de lo común. Estuvo pensando... se decidió... y por
fin, intentando sonreír, empezó:
-Ahora
que ha regresado se enterará usted de noticias que más bien le sorprenderán.
-¿De
veras? -dijo él con calma, mirándola-. Y ¿de qué clase?
-¡Oh!
Las mejores noticias del mundo... una boda.
Tras
hacer una breve pausa, como para asegurarse de que ella no iba a decir nada
más, replicó:
-Si
se refiere a la de la señorita Fairfax y Frank Churchill ya
me lo han dicho.
-¿Cómo
es posible? -exclamó Emma, volviendo hacia él su rostro
encendido.
Pero
mientras hablaba se le ocurrió que yendo hacia allí podía haberse detenido a
visitar a la señora Goddard.
-Esta
mañana he recibido una carta del señor Weston sobre asuntos de la parroquia, y
al final me hacía un pequeño resumen de todo lo que había ocurrido.
Emma se sintió más aliviada, y al
momento pudo decir con un poco más de serenidad:
-Entonces
probablemente le habrá sorprendido menos que a los demás, porque usted ya tenía
sus sospechas... No he olvidado que en cierta ocasión usted intentó
prevenirme... Ojalá le hubiera hecho caso... pero -bajando la voz y dando un
profundo suspiro- está visto que estoy condenada a no saber ver nunca esas
cosas...
Durante
unos momentos hubo un silencio, y Emma no
advirtió que sus palabras habían causado una profunda impresión en su interlocutor,
hasta que sintió que le cogía la mano y se la llevaba al corazón, y le oyó
decir en voz baja en un tono muy emocionado:
-El
tiempo, mi querida Emma, el tiempo curará esta herida...
Tiene usted un gran sentido común... tiene que hacer un esfuerzo pensando en su
padre... ya sé que para usted misma...
Volvió
a apretar de nuevo la mano de la joven, mientras añadía con voz aún más cálida
y más entrecortada:
-El
más fiel de los amigos... indignación... aquel odioso canalla... -Y en un tono
más bajo, más resuelto-: Pronto se irá... Pronto se irán al Yorkshire. Lo siento por ella. Merece mejor
suerte.
Emma le comprendió; y apenas pudo
recuperarse de la intensa sensación de gozo que le había producido aquella
prueba de afecto por parte de él, replicó:
-Es
usted muy bueno... pero se equivoca... Y tengo que decirle cuál es la verdad...
No necesito esta clase de compasión. Mi ceguera ante todo lo que estaba pasando
me llevó a actuar de un modo del que siempre me avergonzaré, y me vi neciamente
tentada a decir y a hacer muchas cosas que pudieron dar pie a las suposiciones
más desagradables, pero ésta es la única razón que tengo para lamentar el no
haber estado antes en el secreto.
-¡Emma! -exclamó él mirándola
afanosamente-. ¿Es cierto lo que dice? -Pero en seguida, dominando su
entusiasmo-: No, no... ya le entiendo. Perdóneme... me alegro de que pueda
decir eso... No, ciertamente no vale la pena lamentar su pérdida. Y confío en
que no pase mucho tiempo antes de que no sea sólo su razón la que reconozca
todo eso... ¡Ha tenido usted suerte de que su corazón no se hubiera
comprometido más! Le confieso que, por la actitud de usted, yo nunca podía
estar seguro de hasta dónde llegaban sus sentimientos... sólo tenía la
seguridad de que había una predilección... una predilección de la que yo nunca
le consideré merecedor. Es alguien que deshonra el apelativo de hombre... ¿Y un
ser así ha de recibir en recompensa una muchacha tan encantadora? ¡Jane, Jane! ¡Qué desgraciada serás!
-Señor
Knightley -dijo Emma, tratando de mostrarse animosa, pero
sintiéndose en realidad en medio de la mayor confusión-, me pone usted en una
situación muy delicada. No puedo dejar que siga en este error; y, sin embargo,
tal vez, puesto que mi proceder le dio esta impresión, no me faltan motivos
para sentirme tan avergonzada de confesar que nunca me he sentido enamorada de
la persona de que estamos hablando, como podría sentirse una mujer que confesara
exactamente todo lo contrario... ¡Nunca...!
Él
la escuchó en silencio. Emma hubiese querido que le hablara,
pero él seguía callado. Supuso que debía añadir algo más antes de hacerse
merecedora de su clemencia; pero se resistía a verse obligada a rebajarse a sí
misma ante él. Sin embargo, siguió diciendo:
-Mi
proceder tiene pocas disculpas... Me tentaron sus atenciones, y me permití a mí
misma mostrarme complacida... Una vieja historia... probablemente un caso muy
corriente... algo que les habrá ocurrido a centenares de mujeres antes que a
mí; y con todo no es la más disculpable la que como yo sienta plaza de «inteligente».
Concurrieron muchas circunstancias en esa tentación. Él era el hijo del señor
Weston... le tenía constantemente junto a mí... siempre le encontraba muy
agradable... y, en resumen -con un suspiro-, no voy a ocultarle con frases
ingeniosas cuál ha sido la causa más importante de todo esto... halagaba mi
vanidad, y consentí sus atenciones. Sin embargo, en estos últimos tiempos...
la verdad es que durante cierto tiempo yo no pensaba que aquello pudiera
significar algo... lo consideraba como una costumbre, un juego... nada que me
comprometiese seriamente ante mí misma... En cierto modo había triunfado sobre
mí, pero sin hacerme daño. Nunca había estado enamorada de él. Y ahora puedo
interpretar aproximadamente su conducta. Él nunca quiso enamorarme. Aquello no
era más que una pantalla para ocultar su verdadera situación con otra mujer...
-Su propósito era engañar a todos los que le rodeaban; y estoy segura de que
nadie pudo engañarse de un modo más efectivo que yo... sólo que no me
engañé... ésta fue mi mayor suerte... por el motivo que fuera, me libré de él.
Al
llegar a este punto Emma hubiera deseado que él le respondiera...
aunque sólo fueran unas pocas palabras para decir que por lo menos su conducta
era comprensible; pero seguía en silencio; y, por lo que ella podía conjeturar,
sumido en sus pensamientos. Por fin, casi en su tono habitual, dijo:
-Nunca
he tenido una buena opinión de Frank Churchill... Sin
embargo, siempre puedo suponer que no haya sabido apreciar sus cualidades... Mi
relación con él ha sido muy superficial. E incluso admitiendo que hasta ahora
le haya juzgado como merece, creo que puede llegar a ser mucho mejor... Con una
mujer como Jane tiene una posibilidad... No tengo
ningún motivo para desearle mal... y por el bien de ella, cuya felicidad va a
depender de su buen carácter y de su conducta, desde luego le deseo todo el
bien del mundo.
-No
tengo ninguna duda de que serán felices juntos -dijo Emma-; estoy segura de que están sinceramente enamorados el uno del otro.
-¡Es
un hombre afortunado! -exclamó el señor Knightley con énfasis-. Tan joven aún,
a los veintitrés años, a una edad en la que cuando un hombre elige esposa
generalmente elige mal... ¡A los veintitrés años conseguir algo de tanto valor!
Dentro de lo que es humanamente posible prever, ¡cuántos años de felicidad le
esperan! Haber conquistado el amor de una mujer como ella... un amor desinteresado,
porque el modo de ser de Jane
Fairfax es el de
una persona del máximo desinterés; todo está en favor de él... igualdad de situación...,
me refiero, por lo que respecta
a la sociedad, y
todas las costumbres y modales que realmente cuentan; hay igualdad en todos los
aspectos, excepto en uno... y éste, ya que no es posible dudar de la pureza de
intenciones de ella, aún contribuirá a la felicidad de él, ya que le permitirá
ofrecerle las únicas ventajas de las que ella carece ahora... Un hombre siempre
desea dar a una mujer un hogar mejor que aquel de donde la ha sacado; y quien
puede hacerlo, cuando no hay dudas acerca del amor de ella, debe de ser, en mi
opinión, el más feliz de los mortales... Sí, Frank Churchill es un favorito de la fortuna. Todo lo que le
ocurre es en beneficio suyo... Conoce a una joven en un balneario, conquista su
afecto, ni siquiera la alarma con la ligereza de su carácter... y si él y toda
su familia hubiesen dado la vuelta al mundo buscándole una esposa perfecta, no
la hubiesen encontrado superior a ella... Su tía se opone... su tía muere...
Sólo tiene que hablar... Sus amigos están dispuestos a ayudarle a ser feliz...
Se ha portado mal con todo el mundo... y todo el mundo está encantado de
perdonarle... ¡La verdad es que es hombre de suerte!
-Habla
usted como si le envidiase.
-Y
le envidio, Emma. En una cosa le aseguro que le
envidio.
Emma no se atrevió a decir nada más.
Parecían estar ya a medio camino de hablar de Harriet, y en aquel momento todo lo que quería era
evitar aquel tema, si era posible. Se trazó un plan; le hablaría de algo
totalmente distinto... los niños de Brunswick Square; y
cuando ya se disponía a hablar, el señor Knightley la sorprendió diciendo:
-No
va usted a preguntarme en qué le envidio... Veo que está decidida a no tener
curiosidad... Es usted prudente... pero yo no puedo serlo. Emma, debo decirle lo que no va a preguntarme, a
pesar de que quizás un momento después me arrepienta de haberlo dicho.
-¡Oh!
Entonces no me lo diga, no me lo diga -exclamó ella rápidamente-. Tómese más
tiempo, reflexione, no se precipite.
-Muchas
gracias -dijo él en un tono ofendido.
Y
no añadió ni una sílaba más. Emma no podía
soportar la idea de haberle hecho daño. Él tal vez deseaba hacerle una
confidencia... tal vez consultarle algo...; por mucho que le costara, le
escucharía. Podía ayudarle a resolverse o a confirmarle en su opinión. Podía
limitarse a elogiar a Harriet
o, recordándole el
valor de su independencia, sacarle de aquel estado de indecisión que para un
espíritu como el suyo debía de ser más doloroso que cualquier alternativa...
Habían llegado frente a la puerta de la casa.
-¿Entra usted? -le preguntó él.
-No
-replicó Emma, segura ya de su decisión, al ver
el abatimiento que demostraba él al hablar-. Me gustaría seguir el paseo. El
señor Perry aún no se ha ido.
Y
después de dar unos pasos añadió:
-Hace
un momento le he interrumpido muy bruscamente, señor Knightley, y temo haberle
ofendido... Pero si desea hablar francamente conmigo como amiga, o pedirme la
opinión sobre cualquier cosa que tenga usted en proyecto... como amiga estoy a
su disposición. Escucharé todo lo que quiera decirme. Y le diré exactamente lo
que piense.
-¡Como
amiga! -repitió el señor Knightley-. Emma, lo que
temo es una palabra... No, no, prefiero que no... Sí... quédese... ¿por
qué voy a vacilar? Ya he ido demasiado lejos para poder ocultarlo ahora... Emma, acepto su ofrecimiento... Por raro que pueda
parecerle, lo acepto y me confío a usted como amiga... Dígame... ¿Puedo tener
alguna esperanza?
Se
interrumpió como para dar más énfasis a su pregunta, mientras con la mirada
dominaba completamente a la joven.
-Mi
querida Emma -siguió diciendo-, porque
querida lo será usted siempre para mí, sea cual sea el resultado de esta hora
de conversación, mi querida Emma,
mi amada Emma... contésteme en seguida. Diga «no» si es eso lo
que tiene que decir.
Emma era absolutamente incapaz de decir nada, y él exclamó muy excitado:
-¡Se
calla usted! ¡No dice nada! Por ahora no pregunto más.
Emma estaba casi a punto de
desvanecerse por la emoción de aquellos momentos. Entonces el sentimiento más
acusado en ella era el temor a despertar del más feliz de los sueños.
-No
soy hombre de muchas palabras, Emma -siguió
diciendo en un tono tan sincero, tan decidido, tan afectuoso, que no podía sino
convencer-. Si la quisiera menos tal vez podría hablar más. Pero ya sabe cómo
soy... De mí sólo ha oído la verdad... Yo le he hecho reproches y la he
sermoneado, y usted lo ha soportado como ninguna otra mujer en toda Inglaterra
lo hubiese hecho... Soporte ahora las verdades que tengo que decirle, mi
querida Emma, como siempre las ha soportado...
Mis modales tal vez no las abonan demasiado. Sé bien que no he sido un
enamorado ejemplar... Pero usted ya me comprende... Sí, usted ve, usted
comprende mis sentimientos... Y, si puede, corresponderá a ellos. Ahora sólo
le ruego que me deje oír, aunque sólo sea una vez, que me deje oír su voz.
Mientras
el señor Knightley hablaba, la mente de ella estaba en plena actividad, y con
toda la prodigiosa celeridad del pensamiento había podido, sin perder ni una
palabra, captar y comprender cuál era la verdad exacta de todo aquello; ver que
las esperanzas de Harriet habían sido totalmente
infundadas, un error, un engaño, un engaño tan total como cualquiera de los
suyos propios... que Harriet no era nada para él; que ella lo
era todo; que lo que ella había estado diciendo relativo a Harriet había sido tomado como expresión de sus
propios sentimientos; y que su agitación, sus dudas, su contrariedad, su
desánimo, él los había tomado como un medio de desanimarle a él que Emma había adoptado... y no sólo tenía que ir
haciéndose cargo de todas esas cosas que significaban tanta felicidad para el
porvenir; había también que alegrarse de no haber revelado el secreto de Harriet, y de decidir que ya no era necesario, ni se
haría... Ahora era todo lo que podía hacer por su pobre amiga; ya que, por lo
que se refiere al heroísmo del sentimiento que podía haberla impulsado a
intentar que él transfiriese su amor de Emma a Harriet, como la más digna, infinitamente más digna,
de las dos... o incluso a la actitud mucho más sencilla y sublime de decidir
rechazarle al momento y para siempre, sin confesar los motivos, por el hecho
de que no pudiera casarse con ambas... No, Emma no estaba dispuesta a esos sacrificios. Pensaba en Harriet con pena y arrepentimiento; pero en su
espíritu el impulso de generosidad no alcanzó extremos de insensatez que se
hubieran opuesto a todo lo que podía ser probable o razonable. Había
desencaminado a su amiga, y ésta sería siempre para ella un reproche viviente;
pero su buen juicio era tan firme como sus sentimientos, tan firme como lo
había sido siempre, y no podía aceptar para él una unión como aquélla, tan
desigual y tan impropia. El camino que Emma veía ante
sí era claro, pero no sin dificultades... Ante sus
apremios se vio forzada a hablar... ¿Qué es lo que dijo? Exactamente lo que
debía decir, por supuesto... Como hace siempre una dama... Dijo lo suficiente
para darle a entender que no tenía por qué desesperarse... invitándole a decir
algo más. Por un momento él había perdido las esperanzas, al ver que se le instaba
a la prudencia y al silencio, como si aquello representase una negativa... ella
había empezado por, negarse a oírle... Luego el cambio de actitud había sido
un tanto brusco... Su proposición de seguir paseando, el modo en que Emma había reanudado la conversación que ella misma
acababa de interrumpir no había dejado de causarle sorpresa... Ella se daba
cuenta de que había obrado de un modo incongruente; pero el señor Knightley fue
tan amable que prefirió olvidar el caso, y no le pidió más explicaciones.
Pocas
veces, muy pocas, sucede que los seres humanos pueden obrar mostrando la verdad
completa acerca de sus actos; casi siempre queda algo un poco oculto, algo en
una cierta penumbra; pero cuando, como en este caso, si hay algo oculto en la
manera de obrar, pero no en los sentimientos, no tiene gran importancia... El
señor Knightley no podía encontrar un corazón más enamorado que el de Emma, un corazón más dispuesto a aceptar el suyo.
En
realidad él no había tenido ni la menor sospecha de la influencia que ejercía
sobre la joven; había salido a su encuentro en el jardín sin la intención de
ponerla a prueba. Había acudido a Hartfield preocupado por ver cómo ella había
tomado la noticia del compromiso matrimonial de Frank Churchill, sin ninguna mira egoísta, sin ninguna
intención de ninguna clase, excepto la de intentar, si ella se lo permitía,
consolarla o aconsejarla... El resto había sido obra de las circunstancias, el
efecto inmediato de lo que oyó y también de sus sentimientos. La grata
certidumbre de que Emma sólo sentía indiferencia por Frank Churchill, de que jamás le había entregado
su corazón, hizo nacer en él la esperanza de que con el tiempo podía llegar a
conquistarlo para sí; pero no había sido una esperanza de algo concreto, inmediato... tan sólo, en aquellos momentos en los que
la vehemencia de su anhelo se impuso a su razón, aspiraba a oír que ella no se
oponía a su tentativa de llegar a conquistar su amor... Las esperanzas de algo
más que progresivamente se le fueron ofreciendo le dejaron enajenado de
alegría... El afecto que él había estado rogando que le permitiera crear
dentro de lo posible, era ya suyo... En media hora había pasado de un estado
de ánimo totalmente abatido, a algo tan semejante a la felicidad perfecta, que
éste era el único nombre que podía darle.
El
cambio experimentado por ella fue parecido... Aquella media hora había dado a
ambos la misma inapreciable certeza de ser amados, había disipado en uno y
otro las mismas brumas de la incomprensión, de los celos, de la
desconfianza... Por parte de él habían sido unos celos muy antiguos, que se
remontaban a la época de la llegada de Frank Churchill, e
incluso antes, cuando aún se le esperaba... Había estado enamorado de Emma y celoso de Frank Churchill desde aquellos días en los que probablemente
un sentimiento le había permitido darse cuenta del otro... Habían sido sus
celos de Frank Churchill que le habían hecho dejar
Highbury... La excursión a Box
Hill le había
impulsado a partir. Consideró que por lo menos así evitaría el volver a ser
testigo de todas aquellas atenciones que ella permitía y alentaba... Se había
ido para aprender a ser indiferente... Pero para ello había elegido un mal
lugar. Había demasiada felicidad doméstica en la casa de su hermano; la mujer
representaba allí un papel demasiado atractivo; Isabella se parecía demasiado a Emma... diferenciándose sólo de ella en una serie de
cosas en las que era claramente inferior, y que no hacían más que evocarle con
mucha más fuerza el recuerdo de su amiga; por mucho que hubiese hecho, aunque
se hubiese quedado allí mucho más tiempo, hubiese sido inútil. Sin embargo,
permaneció allí tercamente, día tras día... hasta que aquella misma mañana el
correo le había traído la historia de Jane Fairfax...
Entonces, junto a la alegría que forzosamente debía sentir, y que no sentía el
menor escrúpulo en sentir, porque nunca había creído que Frank Churchill mereciera a Emma, surgió en su ánimo una solicitud tan afectuosa, una inquietud tan
intensa por ella, que no pudo seguir en Londres ni un día más. Había regresado
a Highbury bajo la lluvia; e inmediatamente después de comer se había encaminado
a Hartfield para ver cómo la mejor y la más encantadora de todos los seres
humanos, perfecta a pesar de sus imperfecciones, sobrellevaba la noticia.
La
encontró nerviosa y deprimida... Frank Churchill era
un villano... Emma le dijo que nunca le había
amado... Al fin y al cabo, Frank
Churchill no era un
caso tan ruin como podría suponerse... Cuando ambos volvieron a la casa, Emma era ya «su» Emma, su mano y sus palabras lo atestiguaban; y si entonces hubiera podido
pensar en Frank Churchill, probablemente le hubiera
considerado como un excelente muchacho.
CAPÍTULO L
¡QUÉ enorme diferencia había entre los sentimientos de Emma al salir de su casa y al volver a entrar en
ella! Había salido al jardín sin atreverse a esperar más que un pequeño respiro
para sus zozobras... Y ahora se sentía invadida por una mara villosa
sensación de felicidad... felicidad que, además, sabía que iba a ser aún mayor
cuando hubiese pasado la turbación de aquellos primeros momentos.
Se
sentaron a tomar el té... las mismas personas reunidas en torno a la misma
mesa... ¡Cuántas veces se habían reunido los tres en aquel mismo lugar! ¡Y
cuántas veces los ojos de Emma
se habían posado
en los mismos arbustos que crecían entre la hierba, y habían contemplado el
hermoso efecto de la puesta de sol! Pero nunca en aquel estado de ánimo, nunca
como aquella vez; y ahora le resultaba difícil dominarse lo suficiente para ser
la atenta ama de casa de siempre, incluso la hija cariñosa de costumbre.
El
pobre señor Woodhouse no podía estar más lejos de sospechar lo que se estaba
tramando contra él en el corazón de aquel hombre a quien había acogido con
tanta cordialidad, a quien había preguntado con tanto interés si no se había
resfriado al venir de Londres bajo la lluvia... De haber podido penetrar en su
corazón, se hubiera preocupado muy poco por sus pulmones; pero sin imaginar ni
el más remoto atisbo de los peligros que le amenazaban, sin advertir ni la
menor diferencia anormal en el aspecto o la actitud de ninguno de los dos, les
repitió feliz y tranquilo todas las noticias que acababa de darle el señor Perry,
y siguió conversando
con ellos muy satisfecho de sí mismo, incapaz de sospechar las noticias que
ellos a su vez hubieran podido contarle.
Mientras
el señor Knightley permaneció en la casa, la agitación de Emma no se calmó; pero una vez se hubo ido empezó a tranquilizarse un poco
y a lograr dominarse... y durante toda la noche que pasó en vela, que fue el
precio que tuvo que pagar por una tarde como aquella, vio que había una o dos
cuestiones muy graves sobre las que reflexionar y que le hicieron advertir que
incluso su felicidad no iba a dejar de tener ciertas sombras. Su padre... y Harriet. No podía quedarse a solas sin darse cuenta de
la enorme importancia que tenían para ella los derechos de ambos; y lo difícil
era conseguir para los dos la máxima felicidad posible. Con respecto a su padre
el problema sólo admitía una solución. Apenas sabía aún lo que el señor Knightley
iba a exigir; pero tras un breve sondeo de su propio corazón, adoptó la solemne
decisión de no abandonar nunca a su padre... Incluso descartó la simple idea
de hacerlo, como si sólo al pensarlo se hiciese responsable de una grave culpa.
Mientras él viviera sólo debía prometerse, no casarse; pero se dijo a sí misma
que, alejado el peligro de perderla, aumentaría el bienestar y la seguridad de
su padre... En cuanto al mejor modo de obrar respecto a Harriet, la decisión era mucho más difícil... ¿Cómo
evitarle un dolor innecesario? ¿Cómo sacrificarse por ella dentro de lo que
fuera posible? ¿Cómo conseguir demostrarle que no era su enemiga? En lo tocante
a estos puntos, sus dudas y su desasosiego no podían ser mayores... y su memoria
tuvo que volver a evocar una y otra vez aquellos amargos reproches, aquellas
penosas lamentaciones que no habían dejado de obsesionarla en los últimos
días... Por último sólo pudo decidir que seguiría evitando encontrarse con
ella y que le comunicaría todo lo que tuviera que decirle por carta; pensó que
en aquella situación lo mejor sería que Harriet se
fuera de Highbury por algún tiempo, y pasando ya a esbozar otro plan, casi
concluyó que podría lograrse que la invitaran en Brunswick Square... Isabella estaría encantada de tener a Harriet a su lado... y unas cuantas semanas en
Londres no dejarían de distraerla... Por otra parte no creía que Harriet fuese una muchacha como para olvidar sus
pesares distrayéndose con cosas nuevas y distintas, con calles, tiendas y
niños. En todo caso, sería una prueba de atención y de cariño por parte de
ella, que era la responsable de todo; una separación momentánea; un
aplazamiento de aquel triste día en el que era forzoso que volvieran a
encontrarse todos juntos.
Se
levantó temprano y escribió la carta a Harriet; una
ocupación que la dejó tan pensativa, casi podría decirse tan triste, que cuando
el señor Knightley llegó a Hartfield para desayunar aún le pareció que llegaba
demasiado tarde; luego necesitó media hora de pasear con él y de conversar
sobre los últimos acontecimientos, para poder recuperar la misma sensación de
felicidad de la tarde anterior.
Al
poco rato de haberla dejado, demasiado poco para que Emma tuviese aún la menor tentación de pensar en nadie más, trajeron una
carta de Randalls... un sobre muy abultado; Emma adivinó lo que contenía y pensó que era
necesario leerla... En aquellos momentos se sentía muy benévola para con Frank Churchill; no quería explicaciones... sólo
quería que la dejaran a solas con sus pensamientos... y por otra parte se
sentía incapaz de comprender nada de lo que él podía escribir; sin embargo
tenía que desembarazarse de aquella cuestión. Abrió el sobre, segura de lo que
contenía... Una breve nota de la señora Weston dirigida a ella, acompañada de
la carta que Frank Churchill
había escrito a la
señora Weston:
Mi querida Emma, te
envío con el mayor placer la carta adjunta. Sé que sabrás apreciarla en todo lo
que vale y que no tendrás la menor duda de las buenas consecuencias que ha
tenido... No creo que nunca más volvamos a disentir gravemente en nuestra
opinión acerca de quien la ha escrito; pero no quiero entretenerte más haciendo
un prólogo demasiado largo... Estamos todos bien... Esta carta ha sido la mejor
medicina para todos los pequeños trastornos nerviosos que he tenido
últimamente... No me dejó tranquila el aspecto que tenías el martes, pero la
mañana no era de las más propicias; y aunque tú nunca quieres reconocer que el tiempo
te influye en tu estado de ánimo, creo que todo el mundo se resiente cuando
sopla viento del noreste. Me acordé mucho de tu querido padre durante la
tormenta del martes por la tarde y de ayer por la mañana, pero ayer por la
noche me tranquilicé al saber por el señor Perry que no se había encontrado
mal. Recibe un cariñoso saludo de
A. W.
(A la señora Weston)
Windsor. Julio.
Apreciada
señora:
Si
ayer supe expresarme como era mi deseo, habrán estado ustedes esperando esta
carta; pero tanto si la esperaban como si no, sé que será leída con buena
voluntad y con indulgencia... Usted, tan bondadosa, creo que necesitará
recurrir a toda su bondad para disculpar ciertos aspectos de mi pasada
conducta... Pero ya he sido perdonado por alguien que tenía más motivos para
sentirse ofendido. A medida que voy escribiendo me siento con más valor. Es
difícil para el afortunado ser humilde. Yo he tenido ya tanta fortuna en las
dos ocasiones en las que he solicitado perdón, que corro el peligro de creerme
demasiado seguro de obtener el de usted ahora, y luego el de aquellos de sus
amigos que tengan algún motivo para considerar que me he portado mal con ellos.
Todos ustedes deben intentar comprender cuál era exactamente mi situación
cuando llegué por vez primera a Randalls; debe
usted pensar que entonces poseía un secreto que debía seguir siéndolo costara
lo que costase. Ésta era la realidad. El derecho que tenía a ponerme en una
situación que requería tal disimulo ya es otro asunto. No voy a discutirlo
aquí. En lo referente a mi tentación de creerlo un derecho, remito a quien no
opine así a una casa de ladrillos de Highbury, una casa con simples ventanas en
la planta baja y con puertas ventanas en el primer piso. Yo no me atrevía a
dirigirme a ella abiertamente; mis dificultades, en el estado de cosas que
había entonces en Enscombe, son ya lo bastante conocidas para que necesite
explicarme más; y fui tan afortunado que conseguí mi propósito antes de que nos
separáramos en Weymouth,
y convencí a
la mujer más recta de toda la creación para que consintiese, dadas las
circunstancias, en un compromiso matrimonial secreto... Si ella se hubiese
negado me hubiera vuelto loco... Supongo que usted me preguntará qué esperaba
conseguir con todo eso... Cuáles eran mis propósitos... Yo esperaba cualquier
cosa, todo... que pasara el tiempo, que surgiera una posibilidad, que se diese
una circunstancia favorable... lo esperaba todo de los efectos lentos, de los
estallidos imprevistos, de la perseverancia y del cansancio, de la salud y de
la enfermedad. Tenía ante mí todas las posibilidades de felicidad, y asegurada
la mayor de las dichas al conseguir que me prometiera fidelidad y
correspondencia. Si necesita usted más explicaciones, mi apreciada señora, sólo
le diré que tengo el honor de ser el hijo de su esposo, y la ventaja de -haber
heredado su predisposición a esperar que las cosas siempre salgan bien,
herencia que siempre será mucho más valiosa que la de casas y tierras...
Piense usted entonces en mí, en estas circunstancias, efectuando mi primera
visita a Randalls; en este punto tengo conciencia
de haber obrado mal, porque aquella visita debiera haberla hecho mucho antes.
Si recuerda usted aquellos meses advertirá que yo no acudí hasta que la
señorita Fairfax estuvo en Highbury; y como era precisamente usted la persona a quien hice
el desaire, sabrá perdonarme inmediatamente; pero diré, para atraerme el perdón
de mi padre, que debo recordarle que si permanecí tanto tiempo alejado de su
casa, fue tiempo en el que no pude disfrutar del bien de conocerla a usted.
Confío en que mi conducta durante aquellas dos semanas tan felices que pasé
con ustedes no merezca ningún reproche, exceptuando un aspecto. Y ahora entro
en lo principal, el único aspecto importante de mi conducta mientras estuve en
su casa que me tiene inquieto y que requiere explicaciones más detalladas. Con
el máximo respeto y con los sentimientos de la más afectuosa de las amistades,
tengo que mencionar aquí a la señorita Woodhouse; mi padre tal vez pensará que
debería añadir «y con la más profunda humillación»... Por algunas palabras que
se le escaparon ayer vi cuál era su opinión, y reconozco que yo mismo considero
justos ciertos reproches... A mi entender, mi trato con la señorita Woodhouse
se interpretó de un modo exagerado... A fin de contribuir a guardar aquel secreto
tan esencial para mí, me vi empujado a hacer un usa indebido de la amistad que
se estableció inmediatamente entre nosotros... No puedo negar que la señorita
Woodhouse era ostensiblemente el objeto de todas mis atenciones... Pero estoy
seguro de que me creerá usted si le digo que de no haber estado yo convencido
de que le era indiferente, no hubiese consentido que mis miras personales me
impulsaran a seguir adelante... La señorita Woodhouse, aun siendo tan afectuosa,
tan encantadora, nunca me dio la impresión de una joven fácil de enamorar; y
el que ella fuese completamente ajena a cualquier propensión a enamorarse de
mí, era no sólo mi convicción, sino también mi deseo... Acogía mis deferencias
del modo desenvuelto, amistoso, jovial, que a mí más me convenía. Parecíamos
entendernos muy bien. Y en nuestras respectivas situaciones, yo estaba obligado
a tener aquellas deferencias, y ella también lo creía así... No sabría decir si
la señorita Woodhouse empezó a entenderme de veras antes de que terminaran
aquellos quince días; cuando la visité para despedirme de ella, recuerdo que
estuve a punto de confesarle la verdad, y que entonces imaginé que ella no
dejaba de abrigar ciertas sospechas; pero no tengo la menor duda de que a
partir de aquel momento me ha descubierto, aunque no sé hasta qué punto...
Quizá no lo haya descubierto todo, pero con su agudeza ha tenido que darse
cuenta de algo... No me cabe ninguna duda. Ya comprobará usted, cuando pueda
hablarse con más liberta d que ahora
de todo este asunto, que no va a tener una gran sorpresa. En muchas ocasiones
me lo insinuó. Recuerdo que en el baile me dijo que yo tenía que estar muy
agradecido a la señora Elton por las atenciones que tenía con la señorita
Fairfax. Confío en que toda esta historia de mi proceder con ella será admitida
por usted y por mi padre como un considerable atenuante de lo que ustedes hayan
considerado reprochable en mi conducta. Mientras consideren que me he portado muy
mal con Emma Woodhouse, no merece la
estimación de ninguno de los dos. Discúlpenme en este punto y aboguen por mí
cuando sea posible, para que la señorita Woodhouse me otorgue su perdón y me
devuelva su amistad; díganle que siento por ella un afecto de verdadero
hermano, y que sólo deseo que llegue a estar tan enamorada y que sea tan feliz
como yo lo soy ahora... Ahora ya saben ustedes cómo interpretar todas las cosas
extrañas que dije o hice durante aquellas dos semanas. Mi corazón estaba en
Highbury, y yo sólo procuraba trasladarme allí tan a menudo como me era posible
sin despertar sospechas. Si recuerda usted alguna rareza mía, sepa ahora a lo
que debe atribuirla. Por lo que se refiere a aquel piano del que tanto se
habló, sólo creo necesario decir que lo compré sin que la señorita Fairfax
tuviera la menor noticia de ello, ya que en caso de habérselo comunicado nunca hubiese querido aceptarlo... La delicadeza
de sentimientos de la que ha dado prueba durante todo este tiempo, mi apreciada
señora, va mucho más allá de todo lo que yo podría explicarle. No tardará
usted, como deseo vivamente, en conocerla bien por sí misma. Nada de lo que yo
le diga serviría para describirla. Ella misma le demostrará a usted cómo es...
pero no de palabra, pues hay muy pocas personas tan empeñadas como ella en
ocultar sus propios méritos. Mientras estaba escribiendo esta carta, que será
más larga de lo que yo preveía, he tenido noticias suyas... Buenas noticias en
lo que respecta a su salud... pero como nunca se
queja, no me atrevo a estar seguro sobre este punto. Prefiero tener su opinión
acerca de su aspecto. Sé que usted no tardará en visitarla; ella teme esta
visita. Tal vez la haya hecho ya. Dígame algo acerca de esto lo antes posible;
estoy impaciente por que me dé mil detalles. Recuerde qué pocos minutos estuve
en Randalls, y en qué estado de ánimo tan
turbado y exaltado; aún no estoy mucho mejor. Aún turbado tanto por la
felicidad como por el dolor. Cuando pienso en la amabilidad y el afecto que han
tenido para conmigo, en lo que ella vale y en la paciencia que ha tenido, y en
la generosidad de mi tío, me vuelvo loco de alegría; pero cuando recuerdo todos
los trastornos que he ocasionado y lo poco que merezco que me perdonen, me
pongo loco de ira. ¡Si pudiese volver a verla! Pero aún no debo hacer tal
cosa. Mi tío ha sido demasiado bueno conmigo para que yo abuse de este modo...
Todavía no he terminado con esta larga misiva. Aún no le he dicho todo lo que
debería usted saber. Ayer no pude darles muchos detalles más; pero lo
inesperado, y en cierto modo lo inoportuno, del modo en que se ha desvelado el
secreto, necesita explicación; pues aunque el acontecimiento del pasado día
26, como usted ya habrá pensado, significó para mí la posibilidad de las más
felices perspectivas, yo no hubiera tomado medidas tan rápidas de no forzarme a
ello circunstancias muy peculiares que me obligaron a no perder ni una hora. Yo
hubiese querido evitar todo este apresuramiento, y ella hubiese compartido
todos mis escrúpulos con mucha más intensidad y una delicadeza mucho mayor que
la mía... Pero no pude elegir... El inesperado compromiso que había contraído
con aquella señora... Aquí, mi apreciada señora, me veo obligado a interrumpir
bruscamente esta carta, y a serenarme un poco... He estado paseando por el
campo y ahora creo que estoy lo suficientemente sosegado para escribir el resto
de la carta como debo hacerlo... En realidad éstos son recuerdos muy penosos
para mí. Me porté de un modo vergonzoso. 'Y aquí puedo admitir que mi actitud
con la señorita Woodhouse, de querer ser desagradable para la señorita
Fairfax, fue verdaderamente indigna. Ella quedó muy contrariada y esto hubiera
debido bastarme para reparar en lo que hacía; no consideró justificada mi
excusa de hacer todo lo posible por ocultar la verdad... Quedó muy
contrariada; yo pensaba que sin fundamento; yo consideraba que en muchas
ocasiones era innecesariamente escrupulosa y precavida; incluso me parecía
demasiado fría. Pero siempre tenía razón. Si yo hubiese seguido su criterio y
hubiese dominado mi carácter hasta el punto en que ella lo creía conveniente,
hubiese evitado los mayores sinsabores que he conocido en toda mi vida...
Disputamos... ¿Recuerda usted la mañana que pasamos en Donwell? Allí todas las
pequeñas diferencias que hasta entonces habíamos tenido desembocaron en una
verdadera crisis. Yo llegué tarde; la encontré regresando a su casa sola y
quise acompañarla, pero ella no lo consintió. Se negó rotundamente a
permitírmelo, lo cual entonces me pareció lo más irracional del mundo. Ahora
sin embargo sólo veo en ello una actitud de discreción muy natural y muy fundada.
Mientras yo, para engañar a todos ocultando nuestro compromiso, dedicaba todas
mis preferencias a otra mujer, de un modo muy poco grato para ella, ¿cómo iba
al día siguiente a aceptar una proposición que podía hacer completamente
inútiles todas las precauciones anteriores? Si alguien nos hubiera visto juntos
en el camino entre Donwell y Highbury, hubiera debido sospecharse la verdad...
Sin embargo, yo fui lo suficientemente loco como para ofenderme... Dudé de su
cariño. Dudé aún más al día siguiente en Box Hill; cuando, provocada por mi conducta, por
aquella indiferencia insolente y humillante que yo le mostraba y por la
aparente predilección que manifestaba por la señorita Woodhouse, hasta un
extremo que ninguna mujer de sensibilidad hubiera podido soportar, expresó su
resentimiento con unas palabras que yo comprendí perfectamente. En resumen, mi
apreciada señora, que fue una disputa de la que ella no tenía la menor culpa, y
yo la tenía toda; aunque hubiese podido quedarme en casa de usted hasta la
mañana siguiente, yo volví a Richmond aquella
misma tarde, simplemente porque no podía estar más encolerizado con ella. Aún
entonces no fui tan necio como para no pensar que ya volvería a reconciliarme
con ella; pero yo era el ofendido, ofendido por su frialdad, y me fui decidido
a que fuese ella quien diese el primer paso. Siempre me alegraré de que usted
no fuera a la excursión de Box Hill. De
haber presenciado usted la conducta mía allí, dudo que nunca más hubiera vuelto
a tener una buena opinión de mí. El efecto que tuvo en ella se vio por la
decisión inmediata que tomó; tan pronto como supo que yo me había ido de veras
de Randalls, aceptó el ofrecimiento de la
entrometida de la señora Elton; cuyo modo de tratarla, dicho sea de paso,
siempre me había llenado de indignación y me la había hecho antipática. No
puedo hablar_ ahora contra un espíritu de tolerancia del que han dado muestras tantas personas para conmigo; pero de no
ser así protestaría airadamente por el modo en que se le tolera todo a esta
mujer... ¡Jane!»... ¡Santo Dios! Habrá usted
observado que aún no me permito llamarla por este nombre, ni siquiera
dirigiéndome a usted. Hágase usted cargo de lo insufrible que me era el verlo
citado continuamente por los Elton con toda la vulgaridad de las repeticiones
innecesarias y toda la insolencia de una supuesta superioridad. Tenga paciencia
conmigo, no tardaré en terminar... Aceptó este ofrecimiento decidida a romper
definitivamente conmigo, y al día siguiente me escribió diciendo que nunca más
volveríamos a vernos. Decía que se había dado cuenta de que nuestro compromiso
sólo nos había traído sinsabores y desdichas a los dos, y que por lo tanto lo
consideraba deshecho... Esta carta llegó a mis manos la misma mañana en que
murió mi pobre tía. Al cabo de una hora ya la había contestado. Pero debido a
la confusión de mi espíritu y a las innumerables cuestiones que tenía que
resolver en seguida, mi respuesta, en vez de enviarse con las otras muchas
cartas de aquel día, se quedó encerrada dentro de mi escritorio; y yo, confiado
que ya le había dicho lo suficiente para tranquilizarla, a pesar de que no eran
más que unas breves líneas, me quedé sin ninguna
inquietud... Me decepcionó un poco no tener respuesta suya inmediatamente; pero
la disculpé, y estaba demasiado atareado, y ¿se me permite decirlo?, demasiado
contento con las perspectivas que se me ofrecían, para reparar en aquello; nos
fuimos a Windsor... y dos días más tarde recibí un
paquete de ella que contenía todas mis cartas... y al mismo tiempo unas breves
líneas por correo en las que expresaba la gran sorpresa que había tenido al no
recibir ninguna respuesta a la última de sus cartas; y añadía que como mi
silencio sobre aquella cuestión no podía interpretarse más que de una manera,
lo mejor para ambos era que todos los detalles secundarios se resolvieran lo
antes posible, que me enviaba por conducto seguro todas mis cartas, y me
rogaba que si no podía mandarle las suyas a Highbury antes de una semana, que
se las mandase a su nombre a... En fin, que tenía ante mis ojos la dirección de
la casa de la señora Smallridge, cerca de Bristol. Yo sabía el nombre, el lugar,
estaba enterado de todo aquel asunto, e inmediatamente comprendí lo que había
decidido. Algo que estaba totalmente de acuerdo con un carácter tan resuelto
como yo sabía que era el suyo; y el secreto que había mantenido en su última
carta respecto a este propósito, revelaba también su extremada delicadeza...
Por nada del mundo hubiese consentido en decirme algo que hubiese sonado como
una amenaza... Imagine usted mi sorpresa y mi contrariedad; imagine cómo
maldije al servicio de correos, hasta que advertí que sólo se trataba de un
descuido mío. ¿Qué podía hacer? Sólo era posible una cosa... Debía hablar con
mi tío. Sin su consentimiento no podía esperar que volviera a escucharme... Le
hablé pues... Las circunstancias me eran favorables; la muerte tan reciente de
su esposa había suavizado su orgullo, y mucho antes de lo que yo había
previsto, se avenía a mis deseos. Y aún terminó diciendo con un profundo
suspiro, pobre hombre, que me deseaba que fuera tan feliz en el matrimonio
como él lo había sido... Yo pensé que sería muy diferente al suyo... ¿Se siente
usted inclinada a compadecerme por todo lo que sufrí al explicarle mi caso, y
por mi incertidumbre mientras todo parecía aún indeciso? No; no me compadezca
por eso, sino por cuando llegué a Highbury y me di cuenta de todo el daño que
le había hecho; no me compadezca sino por el momento en que volví a verla,
pálida y enferma. Llegué a Highbury a una hora en la que, por lo que sabía
acerca de sus costumbres sobre el desayuno, estaba seguro de tener probabilidades
de encontrarla sola... Y no me equivoqué; como no me equivoqué tampoco al
decidir efectuar aquel viaje. Tenía que disipar una contrariedad muy justa y
razonable por su parte. Pero lo logré; estamos reconciliados, y nos queremos
más, mucho más que antes, y en ningún momento habrá una nueva inquietud que
vuelva a interponerse entre nosotros. Ahora, mi apreciada señora, tengo que
concluir; pero no podía hacerlo antes. Mil y mil gracias por todas las bondades
que usted siempre me ha dispensado, y diez mil gracias por todas las atenciones
que su corazón quiera tener en lo sucesivo para con ella. Si cree usted que en
el fondo soy más feliz de lo que merezco, yo le doy toda la razón... La
señorita Woodhouse me llama el niño mimado de la fortuna. Confío en que tenga razón.
En un aspecto al menos mi buena suerte es indiscutible: en el de poder
considerarme como
su agradecido y afectuoso hijo
F. C. WESTON
CHURCHILL
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