CAPITULO IV
El no era el señor
Wentworth, el otrora párroco de Monkford, a pesar de lo que hayan podido dictar
las apariencias, sino el capitán Federico Wentworth, hermano del primero, que
fuera ascendido a comandante a raíz de la acción de Santo Domingo. Como no lo
destinaron de inmediato, fue a Somersetshire en el verano de 1806, y, muertos
sus padres, vivió en Monkford durante medio año. En aquel tiempo era un joven
muy apuesto, de inteligencia destacada, ingenioso y brillante. Ana era una
muchacha muy bonita, gentil, modesta, delicada y sensible. Con la mitad de los
atractivos que poseía cada uno por su lado había bastante para que él no
tuviese que esforzarse para- conquistarla y para que ella difícilmente pudiese
amar a alguien más. Pero la coincidencia de tan generosas circunstancias había
de dar frutos. Poco a poco fueron conociéndose y se enamoraron el uno del otro
rápida y profundamente. ¿Cuál de los dos vio más perfecciones en el otro?,
¿cuál de los dos fue más feliz: ella, al escuchar su declaración y sus
proposiciones, o él, cuando ella las aceptó?
Siguió
un período de felicidad exquisita, aunque muy breve. No tardaron en surgir los
sinsabores. Sir Walter, al enterarse del romance, no dio
su consentimiento ni dijo si lo daría alguna vez; pero su negativa quedó de
manifiesto por su gran asombro, su frialdad y su declarada indiferencia respecto
de los asuntos de su hija. Consideraba aquella unión degradante; y Lady Russell, a pesar de que su orgullo era más templado y
más perdonable, la tuvo también por una verdadera desdicha.
¡Ana
Elliot, con todos sus títulos de familia, bella e inteligente, malograrse a los
diecinueve años; comprometerse en un noviazgo con un joven que no tenía para
abonarle a nadie más que a sí mismo, sin más esperanzas de alcanzar alguna
distinción que la que proporcionan los azares de una carrera de las más
inciertas, y sin relaciones que le asegurasen un ulterior encumbramiento en
aquella profesión! ¡Era un desatino que sólo pensarlo la horrorizaba! ¡Ana
Elliot, tan joven, tan inexperta, atarse a un extraño sin posición ni fortuna;
mejor dicho, hundirse por su culpa en un estado de extenuante dependencia,
angustiosa y devastadora! No debía ser, si la intervención de la amistad y de
la autoridad de quien era para ella como una madre y que tenía sus derechos podían
evitarlo.
El
capitán Wentworth no tenía bienes. Había sido afortunado en su carrera, pero
gastó liberalmente lo que con igual liberalidad había recibido y no conservó
nada. No obstante, confiaba en ser rico pronto. Lleno de fuego y de vida, sabía
que pronto podría tener un barco y que a poco andar llegaría el tiempo en que
podría disponer de cuanto se le antojase. Siempre fue hombre de suerte y sabía
que seguiría siéndolo. Esta confianza, poderosa por su mismo entusiasmo y
hechicera por el talento con que solía expresarla, a Ana le bastaba; pero Lady Russell lo veía de otra manera. El temperamento
sanguíneo y la atrevida fantasía de Wentworth operaban en ella de un modo del
todo distinto. Le parecía que no hacían más que agravar el mal y añadir a los
inconvenientes de Wentworth el de un carácter peligroso. Era un hombre
brillante y testarudo. A Lady
Russell le gustaba
muy poco el ingenio, y cualquier cosa que se aproximase a la temeridad le
causaba horror. Así, pues, las relaciones de Ana con Wentworth le parecían
reprobables desde todo punto de vista.
Semejante
oposición y los sentimientos que provocaba superaban las fuerzas de Ana; con su
juventud y su gentileza todavía hubiese podido hacer frente a la malquerencia
de su padre; pero la firme opinión y las dulces maneras de Lady Russell, a la que siempre había querido y obedecido,
no podían asediarla siempre en vano. Se convenció de que aquel noviazgo era una
cosa disparatada, indiscreta, impropia, que difícilmente podría dar buen
resultado y que no convenía. Pero al romper el compromiso no actuó sólo inducida
por una egoísta cautela. Si no hubiera creído que lo hacía en bien de
Wentworth más que en el suyo propio, no sin dificultad habría podido
despedirlo. Se imaginó que su prudencia y renunciación redundaban sobre todo
en beneficio del capitán, y éste fue su mayor consuelo en medio del dolor de
aquella ruptura definitiva. Precisó de todos los consuelos, pues por si su pena
fuese poca, tuvo que soportar también la de él, que no se dio por convencido en
absoluto y permaneció inflexible, herido en sus sentimientos al obligársele a
aquel abandono. A causa de ello se alejó de la comarca.
En
pocos meses tuvo lugar el principio y el fin de sus relaciones. Pero Ana no
dejó en pocos meses de sufrir. Su amor y sus remordimientos le impidieron por
mucho tiempo gozar de los placeres de la juventud, y la
temprana pérdida de su frescura y animación le dejaron impresa una huella que
no se borraría.
Más
de siete años habían pasado ya desde el final de esa pequeña historia de
mezquinos intereses. El tiempo había suavizado mucho y casi apagado del todo
el amor del capitán; pero Ana no había encontrado más lenitivo que el del tiempo.
Ningún cambio de lugar, excepto una visita a Bath poco después de la ruptura, ni ninguna novedad o ampliación en sus
relaciones sociales le ayudaron a olvidar. No entró nadie en el círculo de
Kellynch que pudiese compararse con Federico Wentworth tal como ella lo
recordaba. Ningún otro cariño, que hubiese sido la única cura en verdad
natural, eficaz y suficiente a su edad, fue posible, dadas las exigencias de su
buen discernimiento y lo amargado de su gesto, en los estrechos límites de la
sociedad que la rodeaba. Al frisar en los veintidós años le solicitó que cambiase
de nombre un joven que poco después encontró una mejor disposición en su
hermana menor. Lady Russell lamentó que hubiera rehusado,
pues Carlos Musgrove era el primogénito de un señor que en propiedades y
significación no cedía en la comarca más que a Sir Walter; y poseía, además, muy buenos aspecto y
carácter. Lady Russell hubiese aspirado a algo más
cuando Ana tenía diecinueve años, pero ya a los veintidós le habría encantado
verla alejada de un modo tan honorable de la parcialidad e injusticia de su
casa paterna, y establecida para siempre a su vera. Pero esta vez Ana no hizo
caso de los consejos ajenos. Y aunque Lady Russell, tan
satisfecha como siempre de su propia discreción, nunca pensaba en rectificar
el pasado, empezaba ahora a sentir un ansia que rayaba en la desesperación, de
que Ana fuese invitada por un hombre hábil e independiente a entrar en un
estado para el cual la creía particularmente dotada por su ardiente
afectividad y sus inclinaciones hogareñas.
Ni
la una ni la otra sabían si sus opiniones respecto al punto fundamental de la
existencia de Ana habían cambiado o persistían, porque no volvieron a hablar
de aquel asunto; pero Ana, a los veintisiete años, pensaba de muy distinta
manera que a los diecinueve. Ni censuraba a Lady Russell ni se censuraba a sí misma por haberse dejado
guiar por ella; pero sentía que si cualquier jovencita en similar situación
hubiese acudido a ella en busca de consejo, de seguro no se habría llevado
ninguno que le acarrease tan cierta desdicha de momento y tan incierta
felicidad futura. Estaba convencida de que a pesar de todas las desventajas y
oposiciones de su casa, de todas las zozobras inherentes a la profesión de
Wentworth y de todos los probables temores, dilaciones y disgustos, habría
sido mucho más feliz manteniendo su compromiso de lo que lo había sido
sacrificándolo. Y eso se podía aplicar, estaba cierta de ello, a la mayor
parte de tales solicitaciones y dudas, aunque sin referirse a los actuales
resultados de su caso, pues sucedió que podía haberle procurado una
prosperidad más pronto de lo que razonablemente se hubiera calculado. Todas
las sanguíneas esperanzas de Wentworth y toda su fe habían quedado
justificadas. Parecía que su genio y su ánimo habían previsto y dirigido su
próspero camino. Muy poco después de la ruptura, Wentworth consiguió una plaza;
y todo lo que dijo que Ocurriría ocurrió. Su distinguida actuación le valió un
rápido ascenso, y a la sazón, gracias a sucesivas capturas, debía haber hecho
una buena fortuna. Ana no podía saberlo más que por las listas navales y los
periódicos, pero no podía dudar de que fuese rico y, en razón de su constancia,
no podía creer que se hubiese casado.
¡Cuán
elocuente pudo haber sido Ana Elliot -y cuán elocuentes fueron al fin y al cabo
sus deseos en favor de un temprano y caluroso afecto y de una gozosa fe en el
porvenir contra aquellas exageradas precauciones que parecían insultar el
esfuerzo propio y desconfiar de la Providencia! La obligaron a ser prudente en
su juventud y con la edad se volvía romántica, obligada consecuencia de un
inicio antinatural.
Con
todas estas circunstancias, recuerdos y sentimientos, no podía oír decir que
la hermana del capitán Wentworth viviría a lo mejor en Kellynch sin que su
antiguo dolor se reavivase. Y fueron necesarios muchos paseos solitarios y
muchos suspiros para calmar la agitación que dicha idea le producía. A menudo
se dijo que era una insensatez, antes de haber apaciguado sus nervios lo
bastante para resistir sin peligro las continuas discusiones acerca de los Croft y de sus asuntos. La ayudaron, no obstante,
la perfecta indiferencia y la aparente inconsciencia de los tres únicos amigos
que estaban al tanto de lo pasado, y que parecían haberlo olvidado por
completo. Reconocía que los motivos de Lady Russell fueron
más nobles que los de su padre y su hermana, y justificaba su tranquilidad; y,
por lo que pudiese suceder, era preferible que todos hubiesen borrado de sus
mentes lo ocurrido. En caso de que los Croft arrendasen
realmente Kellynch Hall, Ana se alegraba de nuevo con una convicción que
siempre le había sido grata: que lo pasado no era conocido más que por tres de
sus familiares a los que creía no se les había escapado la más mínima
indiscreción, y con la certeza de que entre los de él, sólo el hermano con
quien Wentworth vivió tuvo alguna información de sus breves relaciones. Ese
hermano hacía mucho tiempo que había sido trasladado, y como era un hombre
delicado y además soltero, Ana estaba segura de que no habría dicho nada de
ello a nadie.
Su
hermana, la señora Croft, había estado fuera de
Inglaterra, acompañando a su marido en unos viajes por el extranjero. Su propia
hermana María estaba en la escuela
al ocurrir los hechos, y el orgullo de unos y la delicadeza de otros nunca
permitirían que se supiese nada.
Con
estas seguridades, Ana esperaba que su relación con los Croft, que anticipaba el hecho de estar aún en Kellynch Lady Russell y María
sólo a tres millas de allí, no ocasionaría ningún contratiempo.
Continuará...
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