CAPITULO V
La mañana fijada
para que el almirante Croft y su señora visitasen Kellynch
Hall, a Ana le pareció más natural dar su acostumbrado paseo hasta la casa de Lady Russell y quedarse allí hasta que la visita hubiese
concluido. Aunque luego le pareciera igualmente natural lamentar haberse
perdido la ocasión de conocerlos.
Esta
entrevista de las dos partes resultó muy satisfactoria y con ella se dejó el
negocio definitivamente resuelto. Ambas señoras estaban dispuestas de
antemano a llegar a un acuerdo y, por lo tanto, ninguna de las dos vio en la
otra más que buenos modales. Entre los caballeros hubo tanta cordialidad, buen
humor, franqueza, sinceridad y liberalidad por parte del almirante, que Sir Walter quedó conquistado, aunque las seguridades que
Shepherd le había dado de que el almirante
lo tenía por un dechado de buena educación, gracias a las referencias que él
le había entregado, lo halagaron y lo inclinaron a hacer gala de su mejor y más
cortés compostura.
La
casa, los terrenos y el mobiliario fueron aprobados; los Croft fueron también aprobados, y las condiciones y plazo, cosas y personas,
quedaron arreglados. El escribiente del señor Shepherd se sentó a trabajar sin que hubiese ni una
mínima diferencia preliminar que modificar en todo lo que “este contrato
establece...”
Sir Walter
declaró sin vacilar
que el almirante era el marino más apuesto que había visto nunca, y llegó hasta
decir que si su propio criado le hubiera ordenado un poco el pelo no se habría
avergonzado de que lo viesen con él en cualquier parte. El almirante, con
simpática cordialidad, comentó a su esposa, mientras paseaban por el parque:
-Estoy
pensando, querida, que a pesar de todo lo que nos contaron en Taunton, nos hemos entendido muy pronto. El baronet no es nada del otro mundo, pero no parece un
mal hombre.
Estos
cumplidos recíprocos dejan a la vista que ambos hombres habían formado el uno
del otro el mismo concepto poco más o menos.
Los
Croft debían tomar posesión de la casa
por San Miguel y Sir Walter propuso trasladarse a Bath en el curso del mes precedente, de modo que
no había tiempo que perder en hacer los preparativos de la mudanza.
Lady
Russell, convencida
de que no se permitiría a Ana tener ni voz ni voto en la elección de la casa
que iban a tomar, sintió mucho verse separada tan pronto de ella e hizo todo
lo posible por que se quedase a su lado hasta que fuesen ambas a Bath pasadas las Navidades. Pero unos compromisos,
que la retuvieron fuera de Kellynch varias semanas, le impidieron insistir en
su invitación todo lo que hubiese querido. Y Ana, aunque temía los posibles
calores de septiembre en la blanca y deslumbrante Bath y la apesadumbraba renunciar a la dulce y melancólica influencia de
los meses otoñales en el campo, pensó que, bien mirado, no deseaba quedarse.
Sería mejor y más prudente, y por lo tanto la haría sufrir menos, irse con los
otros.
No
obstante ocurrió algo que dio a sus ideas un giro inesperado. María , que estaba a menudo algo delicada, siempre
ocupada en sus propias lamentaciones, y que tenía la costumbre de acudir a Ana en
cuanto le pasaba algo, se hallaba indispuesta. Previendo que no tendría un día
bueno en todo el otoño, le rogó, o mejor dicho le exigió, pues a decir verdad
no podía llamarse a eso un ruego, que fuese a su quinta de Uppercross para
hacerle compañía todo el tiempo que la necesitase en vez de irse a Bath.
-No
puedo hacer nada sin Ana -argüía María .
E
Isabel replicaba:
-Pues,
siendo así, estoy segura de que Ana hará mejor en quedarse, porque en Bath no hace la menor falta.
Ser
solicitada como algo útil, aunque sea en una forma impropia, vale más, al fin y
al cabo, que ser rechazada como algo inútil. Y Ana, contenta de que la
considerasen necesaria y de tener que cumplir algún deber; segura además de que
lo cumpliría con alegría en el escenario de su propia y querida comarca,
accedió sin dilación a quedarse.
Esta
invitación de María allanó todas las
dificultades de Lady
Russell; y, por
consiguiente, se acordó que Ana no iría a Bath hasta que Lady
Russell la
acompañase y que, entretanto, distribuiría su tiempo entre la quinta de
Uppercross y la casita de Kellynch.
Hasta
aquí todo iba a pedir de boca; pero a Lady Russell le
faltó poco para desmayarse cuando se enteró del disparate que entrañaba una de
las partes del plan de Kellynch Hall y que consistía en lo siguiente: la
señora Clay sería invitada a ir a Bath con Sir Walter e
Isabel en calidad de importante y valiosa ayuda para esta última en todos los
trabajos que les esperaban. Lady
Russell sentía
muchísimo que hubiesen recurrido a tal medida; la asombraba, la afligía y la
asustaba. Y la afrenta que significaba para Ana el hecho de que la señora Clay fuese tan necesaria mientras ella no servía
para nada, era una agravante aún más penosa.
Ana
ya estaba acostumbrada a ese género de afrentas; pero sintió la imprudencia de
aquella decisión tan agudamente como Lady Russell. Dotada
de una gran capacidad de serena observación y con un conocimiento tan profundo
del carácter de su padre, que a veces hubiera preferido no tener, se daba
cuenta de que era más que probable que aquella intimidad tuviese serias consecuencias
para su familia. No podía creer que a su padre se le ocurriese por el momento
nada semejante. La señora Clay
era pecosa, tenía
un diente salido y las muñecas gruesas, cosas que Sir
Walter criticaba severa y
constantemente cuando ella no estaba presente; pero era joven y muy bien
parecida en conjunto, y su sagacidad y asiduas y agradables maneras le daban
un atractivo muchísimo más peligroso que el que pudiese tener una persona
meramente agraciada. Ana estaba tan impresionada por el grado de aquel peligro,
que creyó indispensable tratar de hacérselo ver a su hermana. No esperaba
grandes resultados, pero pensaba que Isabel, quien, si la catástrofe se producía,
sería más digna de compasión que ella, no podría reprocharle en modo alguno el
no haberla puesto sobre aviso.
Le
habló, pero, al parecer, lo único que logró fue ofenderla. Isabel no pudo
comprender cómo le había pasado por la mente tan absurda sospecha, y le
contestó, indignada, que cada cual sabe muy bien cuál es el lugar que ocupa.
-La
señora Clay -dijo acaloradamente- nunca
olvida quién es; y como yo estoy mucho mejor enterada de sus sentimientos que
tú, puedo asegurarte que sus ideas sobre el matrimonio son discretas, y que
reprueba la desigualdad de condición y de rango con más energía que muchas
otras personas. En cuanto a papá, no puedo admitir, en verdad, que él, que ha
permanecido viudo tanto tiempo en atención a nosotras, tenga que pasar ahora
por esta sospecha. Si la señora Clay fuese una
mujer muy hermosa, te concedo que no estaría bien que anduviese demasiado
conmigo; no porque haya nada en el mundo, estoy segura, que indujese a papá a
hacer un matrimonio degradante, sino porque eso podría hacerlo desgraciado.
¡Pero la pobre señora Clay, que, con todos sus méritos,
nunca ha sido ni pasablemente bonita! Creo en verdad que la pobre señora Clay puede estar aquí bien a salvo. ¡Cualquiera diría que nunca has oído
hablar a papá de sus defectos, y lo has oído cincuenta veces!, ¡con aquel
diente y aquellas pecas! A mí las pecas no me disgustan tanto como a él; conocí
a una persona que tenía la cara no del todo desfigurada por unas cuantas, pero
papá las detesta. Ya debes haberle oído comentar las pecas de la señora Clay.
-Rara
vez se encuentra un defecto personal -repuso Ana- que la simpatía no nos haga
olvidar poco a poco.
-Pues
yo no pienso lo mismo -replicó Isabel vivamente-. La simpatía puede
sobreponerse a unos rasgos hermosos, pero nunca puede cambiar los vulgares. Sea
como sea, y ya que estoy más enterada de este asunto que nadie, puedes
ahorrarte tus advertencias.
Ana
había cumplido con su deber y se alegraba de ello, sin desesperar del todo de
su eficacia. Isabel se sintió molesta con la sospecha, pero en lo sucesivo
estaría más atenta.
El
último servicio de la carroza de cuatro caballos fue conducir a Sir Walter, a la señorita Elliot y a la señora Clay a Bath. Los
viajeros partieron animadísimos. Sir Walter dispensó
condescendientes saludos a los afligidos arrendatarios y labriegos, a quienes
se había avisado para que fuesen a despedirlo. Y Ana se encaminó con una
especie de tranquilidad desolada a la casita donde iba a pasar su primera
semana.
Su
amiga no estaba de mejor humor que ella. Lady Russell sentía
con gran intensidad el trasplante de la familia. Su respetabilidad le era tan
cara como la suya propia, y su cotidiano intercambio con los Elliot se le había
hecho indispensable con la costumbre. La entristecía verlos abandonar aquellas
tierras y más aún pensar que iban a dar a otras manos. Para huir de la soledad
y de la melancolía de aquel lugar tan cambiado y no presenciar la llegada del
almirante Croft y de su mujer, determinó
ausentarse de su casa e ir a buscar a Ana a Uppercross. Acordaron las dos que
partirían de allí, y Ana se instaló en la quinta que sería la primera etapa del
viaje de Lady Russell.
Uppercross
era un pueblo relativamente pequeño que pocos años antes aún conservaba -todo
el viejo estilo inglés.
Ana
había estado allí varias veces. Conocía los caminos de Uppercross tan bien como
los de Kellynch. Las dos familias estaban juntas tan constantemente y tenían
tal costumbre de entrar y salir de una y otra casa a todas horas, que se llevó
una sorpresa al encontrar a María
sola. Estar sola y sentirse enferma y malhumorada eran casi la misma cosa para
ella. Aunque de mejor condición que su hermana mayor, María
no tenía ni el entendimiento ni el buen carácter de Ana. Mientras se
encontraba bien y se sentía feliz y agasajada, estaba de muy buen talante y animadísima;
pero cualquier indisposición la hundía por completo; no tenía recursos para la
soledad; y habiendo heredado una parte considerable de la presunción de los
Elliot, estaba muy dispuesta a añadir a sus otras congojas la de creerse
abandonada y maltratada. Físicamente era inferior a sus dos hermanas, e
incluso cuando estaba en lo mejor de su edad no llegó a ser más que
regularcilla. Estaba tendida en el desvencijado sofá del amable saloncillo cuyo
mobiliario elegante en un tiempo había ido desluciéndose bajo la acción de
cuatro veranos y dos niños. Cuando vio aparecer a Ana la recibió, diciéndole:
¡Vamos!
¡Por fin llegaste! Ya empezaba a creer que no te volvería a ver. Estoy tan
enferma que apenas puedo hablar. ¡No he visto a nadie en toda la mañana!
-Siento
que no te encuentres bien -repuso Ana-. ¡Pero si el jueves me mandaste decir
que estabas como una rosa!
-Sí,
saqué fuerzas de flaqueza, como hago siempre. Pero no me sentía bien ni mucho
menos, y creo que nunca en mi vida he estado tan mal como esta mañana. No estoy
en situación de que se me deje sola. Supónte que me diese algo horrible de
repente y que no fuese capaz ni de tirar de la campanilla. Lady Russell no debe salir de su casa. Me parece que en
todo el verano ha venido tres veces a esta casa.
Ana
dijo lo que hacía a propósito y preguntó luego a María
por su marido.
-¡Ah!
Carlos se fue de caza. No lo he visto desde las siete. Se ha querido marchar, a
pesar de que le dije lo enferma que estaba. Respondió que no estaría mucho
fuera, pero todavía no ha regresado y ya es casi la una. Es lo que te decía,
no he visto un alma en toda esta larguísima mañana.
-¿No
has estado con tus niños?
-Sí,
mientras he podido soportar su bullicio; pero son tan traviesos que me hacen
más mal que bien. Carlitos no obedece en nada y Walter crece igual de malo.
-Bueno;
ahora te pondrás mejor -replicó Ana jovialmente-. Ya sabes que siempre te curo
en cuanto llego. ¿Cómo están tus vecinos de la Casa Gra nde?
-No
puedo decirte nada de ellos. Hoy no he visto más que al señor Musgrove, que se
ha detenido un momento y me ha hablado por la ventana, pero sin bajar del
caballo. Por mucho que les dije lo mal que estaba, ninguno de ellos se me
acercó. Me figuro que habrá sido porque a las señoritas Musgrove no les venía
de paso y nunca se salen de su camino.
-Tal
vez los veas antes de que pase la mañana. Es temprano todavía. -
-Ni falta que me hacen, puedes estar
segura. Encuentro que charlan y ríen demasiado. ¡Ay, Ana, qué mal estoy! ¿Cómo
no viniste el jueves?
-Querida
María , acuérdate de que me mandaste
decir que estabas bien. Me escribiste con la mayor alegría diciéndome que te
hallabas perfectamente y que no me diera prisa en venir. Por ello quise
quedarme hasta el final con Lady
Russell; y además
del cariño que le tengo, estuve tan ocupada, y he tenido tanto que hacer que
de ninguna manera hubiese podido salir antes de Kellynch.
-Pero,
¿qué es lo que tuviste que hacer?
-Muchísimas
cosas, te lo aseguro. Más de las que puedo recordar en este momento, pero voy a
decirte algunas. Hice un duplicado del catálogo de libros y cuadros de mi
padre. Estuve varias veces en el jardín con Mackenzie, tratando de entender y dándole a entender a
él cuáles eran las plantas de Isabel que debían apartarse para Lady Russell. Tuve que arreglar muchas pequeñas cosas mías:
libros y música que separar; y tuve que rehacer todos mis baúles, debido- a que no supe a tiempo lo que se había decidido
acerca de los acarreos. Y tuve que hacer una cosa, María ,
más fatigosa aún: ir a casi todas las casas de la parroquia en visita de
despedida, pues así me lo encargaron. Todas estas cosas llevan mucho tiempo.
-¡Sin
duda!
Y
después de una pausa:
-Pero
no me has preguntado nada de nuestra cena de ayer en casa de los Poole.
-¿Conque fuiste? No te pregunté nada
porque me figuré que habías tenido que renunciar a la invitación.
-Claro
que fui. Ayer me encontraba muy bien; no he sentido nada hasta esta mañana.
Habría parecido muy raro si no hubiese ido.
-Me
alegro de que estuvieses lo bastante bien y supongo que pasaste un rato muy
agradable.
-Nada
del otro mundo. Siempre se sabe de antemano lo que va a ser una cena y a
quiénes vas a encontrar allí. ¡Y es tan incómodo no tener coche propio! Los
señores Musgrove me llevaron en el suyo y anduvimos como sardinas en lata ¡Son
tan corpulentos y ocupan tanto espacio! El señor Musgrove siempre se sienta
delante. Yo iba aplastada en el asiento trasero entre Enriqueta y Luisa. No me
extrañaría que toda mi enfermedad de hoy se debiera a eso.
Con
un poco más de perseverante paciencia y de forzada jovialidad consiguió Ana que
María se restableciese prontamente.
Al poco rato ya pudo incorporarse en el sofá y empezó a acariciar la esperanza
de poder dejarlo para la hora de la comida. Luego olvidó su postración y se fue
al otro extremo del salón para arreglar un ramo de flores. Se comió unos
fiambres y se sintió tan aliviada que propuso ir a dar un paseo.
-¿Adónde
iremos? -preguntó en cuanto estuvieron listas-. Me imagino que no querrás ir a
visitar a los de la Casa Gra nde
antes de que ellos hayan venido a verte.
-No
tengo ningún inconveniente -replicó Ana-. Nunca se me ocurriría reparar en esas
formalidades con gente como los señores y las señoritas Musgrove, a los que
tanto conozco.
-Sí,
pero son ellos los que deben visitarte a ti primero. Deben saber cómo han de
tratarte por ser mi hermana. Sin embargo, podemos ir muy bien y sentarnos con
ellos un ratito, y cuando ya estemos satisfechas de la visita, nos distraemos
con el paseíto de vuelta.
Ana
siempre había considerado esa clase de trato como una gran imprudencia, pero
desistido de oponerse porque creía que a pesar de que las dos familias se
inferían mutuamente continuas ofensas, no podían estar la una sin la otra. Se
dirigieron por tanto a la Casa Gra nde
y estuvieron una buena media hora en el cuadrado gabinete decorado a la
antigua usanza, con su pequeña alfombra y su lustroso suelo, al que las
actuales hijas de la casa fueron dando gradualmente su aire peculiar de
confusión, con un gran piano, un arpa, floreros y mesitas a diestra y
siniestra. ¡Ah, si los originales de los retratos colgados contra el arrimadero,
si los caballeros vestidos de pardo terciopelo y las damas envueltas en rasos
azules hubiesen visto lo que pasaba y hubiesen tenido conciencia de aquel
atentado contra el orden y la pulcritud! Aquellos mismos retratos parecían
estar contemplando boquiabiertos todo a su alrededor.
Los
Musgrove, al igual que su casa, estaban en un estado de mudanza que tal vez era
para bien. El padre y la madre se ajustaban a la vieja tradición inglesa, y la
gente joven, a la nueva. El señor y la señora Musgrove eran de muy buena pasta,
amistosos y hospitalarios, no muy educados y nada elegantes. Las ideas y
modales de sus hijos eran más modernos. Era una familia numerosa, pero los dos
únicos hijos crecidos, excepto
Carlos,
eran Enriqueta y Luisa, jóvenes de diecinueve y veinte años, que tenían de una
escuela de Exeter todo el acostumbrado bagaje de
talentos, y que ahora se dedicaban, como miles de otras señoritas, a vivir a
la moda, felices y contentas. Sus trajes tenían todas las gracias, sus caras
eran más bien bonitas, su humor excelente y sus modales, desenvueltos y
agradables; eran muy consideradas en su casa y mimadas fuera de ella. Ana
siempre las había mirado como a unas de las más dichosas criaturas que había
conocido; no obstante, por esa grata sensación de superioridad que solemos
experimentar y que nos salva de desear cualquier posible cambio, no habría
trocado su más fina y cultivada inteligencia por todos los placeres de Luisa y
Enriqueta; lo único que les envidiaba era aquella apariencia de buena armonía y
de mutuo acuerdo y aquel afecto alegre y recíproco que ella había conocido tan
poco con sus dos hermanas.
Las
recibieron con gran cordialidad. Nada parecía mal en el seno de la familia de
la Casa Gra nde; toda ella -como Ana
sabía muy bien- era completamente irreprochable. La media hora transcurrió
agradablemente, y Ana no se sorprendió en absoluto cuando al marcharse María invitó a las dos señoritas Musgrove a que las
acompañaran en su paseo.
3 comentarios:
Eres tan generosa... tan maravillosa. Gracias por compartir. Bss
No hay de qué amiga mía. Es un placer...
Lindo tu blog :)
Mil gracias
Publicar un comentario