CAPITULO III
-Permítame observar,
Sir Walter -dijo el señor Shepherd una mañana en Kellynch Hall, dejando el
periódico-, que las actuales circunstancias se inclinan a nuestro favor. Esta
paz traerá a tierra a todos nuestros ricos oficiales de marina. Todos
necesitarán alojamiento. No podía presentársenos mejor ocasión, Sir Walter, para elegir a unos inquilinos, a unos
inquilinos responsables. Se han hecho muchas grandes fortunas durante la
guerra. ¡Si tropezáramos con un opulento almirante, Sir Walter...!
-Sería
un hombre muy afortunado ése, Shepherd -replicó
Sir Walter-; esto es todo lo que tengo que
decir. Bonito botín sería para él Kellynch Hall; mejor dicho, el mejor de todos
los botines. No habrá hecho muchos parecidos, ¿no lo cree usted, Shepherd?
Shepherd sabía que se tenía que reír de
la agudeza, y se rió, agregando en seguida:
-Quisiera
añadir, Sir Walter, que en lo que a negocios se
refiere, los señores de la Armada son muy tratables. Conozco algo su manera de
negociar y no tengo reparos en confesar que son muy liberales, lo que los hace
más deseables como inquilinos que cualquier otra clase de gente con quien nos
pudiésemos topar. Por lo tanto, Sir Walter, lo
que yo- querría sugerirle es que si algún rumor trasciende su deseo de reserva
(cosa que debe ser tenida por posible, pues ya sabemos lo difícil que es
preservar los actos e intenciones de una parte del mundo del conocimiento y
curiosidad de la otra; la importancia tiene sus inconvenientes, y yo, Juan Shepherd, puedo ocultar cualquier asunto de familia,
porque nadie se tomaría la molestia de cuidarse de mí, pero Sir Walter Elliot tiene pendientes de él miradas que
son muy difíciles de esquivar), yo apostaría, y no me sorprendería nada que a
pesar de toda nuestra cautela se llegase a saber la verdad, en cuyo caso
querría observar, puesto que sin duda alguna se nos harán proposiciones, que
debemos esperarlas de alguno de nuestros enriquecidos jefes de la Armada
especialmente digno de ser -atendido, y me permito añadir que en cualquier
ocasión podría yo llegar aquí en menos de dos horas y evitarle a usted el
trabajo de contestar personalmente.
Sir Walter
sólo meneó la
cabeza. Pero poco después se levantó y, paseándose por el cuarto, dijo,
sarcástico:
-Me
figuro que habrá pocos señores en la Armada que no se mara villen
de encontrarse en una casa como ésta.
-Mirarían
a su alrededor, sin duda, y bendecirían su buena suerte -dijo la señora Clay, que se hallaba presente y a quien su padre
había llevado con él debido a que nada le sentaba mejor para su salud que una
visita a Kellynch-. Estoy de acuerdo con mi padre en creer que un marino sería
un inquilino muy deseable. ¡He conocido a muchos de esa profesión, y además de
su generosidad, son tan pulcros y esmerados en todo! Esos valiosos cuadros, Sir Walter, si quiere usted dejarlos, estarán
perfectamente seguros. ¡Cuidarían con tanto afán de todo lo que hay dentro y
fuera de la casa! Los jardines y florestas se conservarían casi en tan buen
estado como están ahora. ¡No tema usted, señorita Elliot, que dejen abandonado
su precioso jardín de flores!
-En
cuanto a eso -replicó desdeñosamente Sir Walter-, aun
suponiendo que me decidiese a dejar mi casa, no he pensado en nada que se
refiera a los privilegios anexos a ella. No estoy dispuesto en favor de ningún
inquilino en particular. Claro está que se le permitiría entrar en el parque,
lo cual ya es un honor que ni los oficiales de la Armada ni ninguna otra clase
de hombre están acostumbrados a disfrutar; pero las restricciones que puedo
imponer en el uso de los terrenos de recreo son otra cosa. No me hago a la idea
de que alguien se acerque a mis plantíos y aconsejaría a la señorita Elliot
que tomase sus precauciones con respecto a su jardín de flores. Me siento muy
poco proclive a hacer ninguna concesión extraordinaria a los arrendatarios de
Kellynch Hall, se lo aseguro a usted, tanto si son marinos como si son
soldados.
Después
de una breve pausa, Shepherd se aventuró a decir:
-En
todos estos casos hay costumbres establecidas que lo allanan y facilitan todo
entre el dueño y el inquilino. Sus intereses, Sir Walter, están en muy buenas manos. Puede estar usted
tranquilo; me cuidaré muy bien de que ningún nuevo habitante goce de más derechos
de los que le correspondan en justicia. Me atrevo a insinuar que Sir Walter Elliot no pone en sus propios asuntos ni la
mitad del celo que pone Juan Shepherd.
Al
llegar a este punto, Ana terció:
-Creo
que los marinos, que tanto han hecho por nosotros, tienen los mismos derechos
que cualquier otro hombre a las comodidades y los privilegios que todas las
casas pueden proporcionar. Debemos permitirles el bienestar por el que tan
duramente han trabajado.
-Muy
cierto, en efecto. Lo que dice la señorita Ana es muy cierto -apoyó el señor Shepherd.
-¡Ya
lo creo! -agregó su hija.
Pero
Sir Walter replicó poco después:
-Esa
profesión tiene su utilidad, pero lamentaría que cualquier amigo mío
perteneciese a ella.
-¡Cómo!
-exclamaron todos muy sorprendidos.
-Sí,
esa carrera me disgusta por dos motivos; tengo dos poderosos argumentos. El
primero es que da ocasión a gente de humilde cuna a encumbrarse hasta
posiciones indebidas y alcanzar honores que nunca habrían soñado sus padres ni
sus abuelos. Y el segundo es que destruye de un modo lamentable la juventud y
el vigor de los hombres; un marino se vuelve viejo más pronto que cualquier
otro hombre. Lo he observado toda mi vida. Un hombre corre el riesgo en la
Marina de ser insultado por el ascenso de otro a cuyo padre hubiese desdeñado
dirigir la palabra el padre del primero, y de convertirse prematuramente en un
guiñapo, cosa que no sucede en ninguna otra profesión. Un día de la pasada
primavera, en la ciudad, estuve en compañía de dos hombres cuyo ejemplo me impresionó
tanto que por eso lo digo: Lord
St. Ives, a cuyo
padre hemos conocido todos cuando era un simple pastor rural que no tenía ni
pan que llevarse a la boca. Tuve que ceder el paso a Lord St. Ives y a un cierto almirante Baldwin, el sujeto
peor trazado que puedan ustedes imaginar: con la cara de color caoba, tosca y
peluda en extremo, surcada de líneas y de arrugas, con nueve pelos grises a un
lado de la cabeza y nada más que una mancha de polvos en la coronilla. “¡Por
Dios!, ¿quién es ese vejete?”, pregunté a un amigo mío que estaba allí cerca (Sir Basil Morley). “¿Cómo que vejete?”, exclamó Sir Basil. “Es el almirante Baldwin. ¿Qué edad cree
usted que tiene?”; yo respondí que sesenta o sesenta y dos años. “Cuarenta”,
replicó Sir Basil, “cuarenta solamente”. Figúrense
mi estupor; no olvidaré tan fácilmente al almirante Baldwin. Jamás vi una
muestra tan lastimosa de lo que puede hacer el andar viajando por los mares. Me
consta que, en mayor o menor grado, a todos los marinos les sucede lo mismo.
Siempre andan golpeados, expuestos a todos los climas y a todos los tiempos,
hasta que ya no se les puede ni mirar. Es una lástima que no reciban un golpe
en la cabeza de una vez antes de llegar a la edad del almirante Baldwin.
-No
tanto, Sir Walter -exclamó la señora Clay-; eso es demasiado severo. Un poco de compasión
para esos pobres hombres. No todos hemos nacido para ser hermosos. Es cierto
que el mar no embellece, y que los marinos envejecen antes de tiempo; lo he
observado a menudo; pierden en seguida su aspecto juvenil. Pero ¿acaso no sucede
lo mismo con muchas otras profesiones, tal vez con la mayoría? Los soldados en
servicio activo no acaban mucho mejor; y hasta en las profesiones más
tranquilas hay un desgaste y un esfuerzo del pensamiento, cuando no del cuerpo,
que raras veces sustraen el aspecto del hombre de los efectos naturales del
tiempo. Los afanes del abogado consumido por las preocupaciones de sus
pleitos; el médico que se levanta de la cama a cualquier hora y que trabaja,
llueva, truene o relampaguee; y hasta el clérigo... -se detuvo un momento para
pensar qué podría decir del clérigo- y hasta el clérigo, ya sabe usted, que se
ve en la obligación de acudir a viviendas infectas y a exponer su salud y su
físico a las injurias de una atmósfera envenenada. En otras palabras, estoy
absolutamente convencida de que todas las
profesiones son a la vez necesarias y honrosas; sólo los pocos que no necesitan
ejercer ninguna pueden vivir de un modo regular, en el campo, disponiendo de su
tiempo como se les antoja, haciendo lo que les da la gana y morando en sus
propiedades, sin el tormento de tener que ganarse el pan. Como digo, esos pocos
son los únicos que pueden gozar de los dones de la salud y del buen ver hasta
el máximo. No conozco otro género de hombres que no pierdan algo de su
personalidad al dejar atrás la juventud.
Parecía
que el señor Shepherd, con su afán de inclinar la
voluntad de Sir Walter hacia un oficial de la Marina,
para inquilino, había sido dotado con la facultad de la adivinación, pues la
primera solicitud recibida procedió de un tal almirante Croft, a quien conociera poco después en las sesiones de la Audiencia de Taunton y que le había mandado avisar por medio de
uno de sus corresponsales de Londres. Según las referencias que se apresuró a
llevar a Kellynch, el almirante Croft era
oriundo de Somersetshire y dueño de una respetable fortuna, y deseando
establecerse en tierra, había ido a Taunton para
ver algunas de las casas anunciadas, las que no fueron de su agrado. Por casualidad
se enteró de que Kellynch Hall iba a ser desalojado -pues ya Shepherd había predicho que los asuntos de Sir Walter no podrían permanecer en secreto- y,
sabiendo que Shepherd tenía que ver con el
propietario, se hizo presentar a él con objeto de requerir datos concretos. En
el curso de una grata y prolongada conversación manifestó por el lugar una
inclinación todo lo decidida que podía ser en vista de que sólo lo conocía por
las descripciones. Por las explícitas noticias de sí mismo que le dio al señor Shepherd, podía tenérsele por hombre digno de la mayor
confianza y de ser aceptado como inquilino.
-¿Y
quién es ese almirante Croft?
-preguntó Sir Walter en tono de frío recelo.
El
señor Shepherd le informó que pertenecía a una
familia de caballeros y nombró el lugar de donde eran naturales. Siguió una
breve pausa y Ana agregó:
-Es
un contralmirante. Estuvo en la batalla de Trafalgar y pasó luego a las Indias Orientales, donde
permaneció, según creo, varios años.
-Si
es así, doy por descontado -observó Sir Walter- que
tiene la cara anaranjada como las bocamangas y cuellos de mis libreas.
El
señor Shepherd se dio prisa en asegurarle que
el almirante Croft era un hombre sano, cordial y
de buena presencia; algo atezado, naturalmente, por los vendavales, pero no
demasiado; un perfecto caballero en sus principios y costumbres y nada
exigente en lo tocante a las condiciones. Lo único que quería era tener una
vivienda cómoda lo antes posible; sabía que tendría que pagarse el gusto y no
se le ocultaba que una casa lista y amueblada de aquel modo le costaría una
buena suma, por lo que no se extrañaría que Sir Walter le pidiese más dinero. Preguntó por el
propietario y dijo que le gustaría presentarse, desde luego, aunque sin
insistir sobre este punto. Agregó que a veces tomaba una escopeta, pero que
nunca era para matar. En fin, se trataba de todo un caballero.
El
señor Shepherd derrochó elocuencia sobre el
particular, señalando todas las circunstancias relativas a la familia del
almirante que lo hacían particularmente deseable como inquilino. Era casado pero no tenía hijos; el estado ideal. El
señor Shepherd observaba que una casa nunca
está bien cuidada sin una señora; no sabía si el mobiliario corría mayor
peligro no habiendo señora que habiendo niños. Una señora sin hijos era la
mejor garantía imaginable para la conservación de los muebles. En Taunton vio a la señora Croft con el almirante, y estuvo presente mientras ellos trataron del
asunto.
-Parece
una señora muy bien hablada, fina y discreta -siguió diciendo Shepherd-. Hizo más preguntas acerca de la casa, de las
condiciones y de los impuestos que el mismo almirante; creo que es más experta
que él en los negocios. Y además, Sir Walter, descubrí
que ni ella ni su marido son extraños en esta comarca, pues sabrá usted que
ella es hermana de un caballero que vivió pocos años atrás en Monkford. ¡Ay,
caramba!, ¿cómo se llamaba? En este momento no puedo recordar su nombre, a
pesar de que hace poco lo he oído. Penélope, querida, ayúdame, ¿recuerdas tú el
nombre del señor que vivió en Monkford, el hermano de la señora Croft?
Pero
la señora Clay hablaba tan animadamente con la
señorita Elliot, que no oyó la pregunta.
-No
tengo idea de a quién puede usted referirse, Shepherd; no recuerdo a ningún caballero residente en
Monkford desde los tiempos del viejo gobernador Trent.
-¡Caramba,
qué fastidio! A este paso pronto voy a olvidar mi propio nombre. ¡Un nombre con
el que estoy tan familiarizado! Conozco al señor como conozco mis propias
manos; lo he visto cientos de veces; recuerdo que en una ocasión vino a
consultarme acerca de un atropello de que le hizo víctima uno de sus vecinos:
un labriego que entró en su huerto saltando por la tapia, para robarle unas
manzanas y que fue cogido in fraganti. Luego, contra mi parecer, el
hecho fue resuelto por amigables componedores. ¡Qué cosa más rara!
Se
hizo una pausa y Ana apuntó:
-¿Se
refiere usted al señor Wentworth?
Shepherd se deshizo en alardes de
gratitud.
-¡Wentworth!
¡Claro que sí! Al señor Wentworth me estaba refiriendo. Tuvo el curato de
Monkford, ¿sabe usted, Sir
Walter?, durante
dos o tres años. Vino hacia el año 5, eso es. Estoy seguro de que lo recuerdan
ustedes.
-¿Wentworth?
¡Acabáramos! El párroco de Monkford. Me desorientó usted dándole el tratamiento
de caballero. Pensé que hablaba usted de algún propietario. Ese señor Wentworth
no era nadie, ya recuerdo. Completamente desconocido, sin ninguna relación con
la familia de Strafford. No puede uno menos que
extrañarse al ver tan vulgarizados muchos de nuestros nombres más ilustres.
Cuando
el señor Shepherd se dio cuenta de que este
parentesco de los Croft no impresionaba a Sir Walter favorablemente, la dejó de lado y volvió con
el mayor celo a insistir en las otras circunstancias más convincentes. La edad,
el número y la fortuna de los componentes de la familia Croft; el alto concepto que tenían de Kellynch Hall y su extremado empeño en
arrendarlo; hasta tal punto que no parecía sino que para ellos no había en esta
tierra más felicidad que la de llegar a ser inquilinos de Sir Walter Elliot, lo cual suponía por cierto un gusto
extraordinario, que les hacía acreedores a que Sir Walter les considerase dignos de ello.
El
arrendamiento se llevó a efecto. No obstante Sir Walter miraba con muy malos ojos a cualquier
aspirante a habitar en su casa, y que lo habría considerado infinitamente
beneficiado permitiéndole alquilarla en condiciones leoninas, se vio forzado a
consentir en que el señor Shepherd
procediese a cerrar
el trato, autorizándolo a visitar al almirante Croft, que aún residía en Taunton,
para fijar el día
en que verían la casa.
Sir Walter
no era muy listo,
pero tenía la suficiente experiencia de las cosas para comprender que
difícilmente podía presentársele un inquilino menos objetable en todo lo esencial
que el almirante Croft. Su entendimiento no llegaba a
más, y su vanidad encontraba cierto halago adicional en la posición del
almirante, que era todo lo elevada que se requería, pero no demasiado. “He
alquilado mi casa al almirante Croft” era una
afirmación altisonante; mucho mejor que decir a cualquier señor X. Un señor X
(salvo, quizás, una media docena de nombres de la nación) siempre necesita una
explicación. La importancia de un almirante se explica por sí misma y, al
mismo tiempo, nunca puede mirar a un baronet por
encima del hombro. En todo momento Sir Walter Elliot
tendría la preeminencia.
Nada
podía hacerse sin que lo supiera Isabel; pero su inclinación a cambiar de lugar
iba siendo tan decidida que le encantó el que ya estuviese fijado y resuelto
con un inquilino a mano, por lo que se guardó muy bien de pronunciar una sola
palabra que pudiese suspender el acuerdo.
Se
invistió al señor Shepherd de omnímodos poderes y tan
pronto como quedó todo ultimado, Ana, que había escuchado sin perderse palabra,
salió de la habitación en busca del alivio del aire fresco para sus encendidas
mejillas; y mientras paseaba por su arboleda favorita, dijo con un dulce
suspiro:
-Unos
meses más y quizá él se pasee por aquí.
Continuará...
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