Hubieron demasiados cambios en mi vida y demasiado tiempo innecesario de ausencia en este rincón...Pido disculpas por ello. Pero existen cosas que no pueden cambiar a pesar de las adversidades; sensaciones tan placenteras como el primer día que descubrí a Jane Austen y que sólo podría comparar con el placer que he sentido después de tanto tiempo, al regresar y pisar de nuevo este saloncito azul...
CAPITULO II
El señor Shepherd, abogado cauto y político, cualesquiera que
fuesen su concepto de Sir
Walter y sus
proyectos acerca del mismo, quiso que lo desagradable le fuese propuesto por
otra persona y se negó a dar el menor consejo, limitándose a pedir que le
permitieran recomendarles el excelente juicio de Lady Russell, pues estaba seguro de que su proverbial buen
sentido les sugeriría las medidas más aconsejables, que sabía habrían de ser
finalmente adoptadas.
Lady
Russell se preocupó
muchísimo por el asunto y les hizo muy graves observaciones. Era mujer de
recursos más reflexivos que rápidos y su gran dificultad para indicar una
solución en aquel caso provenía de dos principios opuestos. Era muy íntegra y
estricta y tenía un delicado sentido del honor; pero deseaba no herir los
sentimientos de Sir Walter y poner a resguardo, al mismo
tiempo, la buena fama de la familia; como persona honesta y sensata, su
conducta era correcta, rígidas sus nociones del decoro y aristocráticas sus
ideas acerca de lo que la alcurnia reclamaba. Era una mujer afable, caritativa
y bondadosa, capaz de las más sólidas adhesiones y merecedora por sus modales
de ser considerada como arquetipo de la buena crianza. Era culta, razonable y
mesurada; respecto del linaje abrigaba ciertos prejuicios y otorgaba al rango y
al concepto social una significación que llegaba hasta ignorar las debilidades
de los que gozaban de tales privilegios. Viuda de un sencillo hidalgo, rendía
justa pleitesía a la dignidad de baronet; y
aparte las razones de antigua amistad, vecindad solícita y amable hospitalidad,
Sir Walter tenía para ella, además de la
circunstancia de haber sido el marido de su queridísima amiga y de ser el
padre de Ana y sus hermanas, el mérito de ser Sir Walter, por lo que era acreedor a que se lo
compadeciese y se lo considerase por encima de las dificultades por las que
atravesaba.
No
tenían más alternativa que moderarse; eso no admitía dudas. Pero Lady Russell ansiaba lograrlo con el menor sacrificio
posible por parte de Isabel y de su padre. Trazó planes de economía, hizo
detallados y exactísimos cálculos, llegando hasta lo que nadie hubiese
sospechado: a consultar a Ana, a quien nadie reconocía el derecho de
inmiscuirse en el asunto. Consultada Ana e influida Lady Russell por ella en alguna medida, el proyecto de
restricciones fue ultimado y sometido a la aprobación de Sir Walter. Todos los cambios que Ana proponía iban
destinados a hacer prevalecer el honor por encima de la vanidad. Aspiraba a
medidas rigurosas, a una modificación radical, a la rápida cancelación de las
deudas y a una absoluta indiferencia para todo lo que no fuese justo.
-Si
logramos meterle a tu padre todo esto en la cabeza -decía Lady Russell paseando la mirada por su proyecto- habremos
conseguido mucho. Si se somete a estas normas, en siete años su situación estará
despejada. Ojalá convenzamos a Isabel y a tu padre de que la respetabilidad de
la casa de Kellynch Hall quedará incólume a pesar de estas restricciones y de
que la verdadera dignidad de Sir Walter Elliot
no sufrirá ningún menoscabo a los ojos de la gente sensata, por obrar como corresponde
a un hombre de principios. Lo que él tiene que hacer se ha hecho ya o ha debido
hacerse en muchas familias de alto rango. Este caso no tiene nada de
particular, y es la particularidad lo que a menudo constituye la parte más
ingrata de nuestros sufrimientos. Confío en el éxito, pero tenemos que actuar
con serenidad y decisión. Al fin y al cabo, el que contrae una deuda no puede
eludir pagarla, y aunque las convicciones de un - caballero y jefe de familia
como tu padre son muy respetables, más respetable es la condición de hombre
honrado.
Estos
eran los principios que Ana quería que su padre acatase, apremiado por sus
amigos. Estimaba indispensable acabar con las demandas de los acreedores tan
pronto como un discreto sistema de economía lo hiciese posible, en lo cual no
veía nada indigno. Había que aceptar este criterio y considerarlo una
obligación. Confiaba mucho en la influencia de Lady Russell, y en cuanto al grado severo de propia
renunciación que su conciencia le dictaba, creía que sería poco más difícil
inducirlos a una reforma completa que a una reforma parcial. Conocía bastante
bien a Isabel y a su padre como para saber que sacrificar un par de caballos
les sería casi tan doloroso como sacrificar todo el tronco, y pensaba lo mismo
de todas las demás restricciones por demás moderadas que constituían la lista
de Lady Russell.
La
forma en que fueron acogidas las rígidas fórmulas de Ana es lo de menos. El
caso es que Lady Russell no tuvo ningún éxito. Sus planes
eran tan irrealizables como intolerables.
-¿Cómo?
¡Suprimir de golpe y porrazo todas las comodidades de la vida! ¡Viajes,
Londres, criados, caballos, comida, limitaciones por todas partes! ¡Dejar de
vivir con la decencia que se permiten hasta los caballeros particulares! No,
antes abandonar Kellynch Hall de una vez que reducirlo a tan humilde estado.
¡Abandonar
Kellynch Hall! La proposición fue en el acto recogida por el señor Shepherd, a cuyos intereses convenía una auténtica
moderación del tren de gastos de Sir Walter, y
quien estaba absolutamente convencido de que nada podría hacerse sin un cambio
de casa. Puesto que la idea había surgido de quien más derecho tenía a sugerirla,
confesó sin ambages que él opinaba lo mismo.
Sabía muy bien que Sir Walter
no podría cambiar
de modo de vivir en una casa sobre la que pesaban antiguas obligaciones de
rango y deberes de hospitalidad. En cualquier otro lugar, Sir Walter podría ordenar su vida según su propio
criterio y regirse por las normas que la nueva existencia le plantease.
Sir Walter
saldría de Kellynch Hall. Después de algunos días de dudas e indecisiones, quedó resuelto el
gran problema de su nueva residencia y fijaron las primeras líneas generales
del cambio que iba a producirse.
Había
tres alternativas: Londres, Bath
u otra casa de la
misma comarca. Ana prefería esta última; toda su
ilusión era vivir en una casita de aquella misma vecindad, donde pudiese seguir
disfrutando de la compañía de Lady Russell, seguir
estando cerca de María y seguir teniendo
el placer de-ver de cuando en cuando los prados y los bosques de Kellynch. Pero
el hado implacable de Ana no habría de complacerla; tenía que imponerle algo
que fuese lo más opuesto posible a sus deseos. No le gustaba Bath y creía que no le sentaría; pero en Bath se fijó su domicilio.
En
un principio, Sir Walter pensó en Londres. Pero Londres
no inspiraba confianza a Shepherd,
y éste se las
ingenió para disuadirlo de ello y hacer que se decidiera por Bath. Era aquél un lugar inmejorable para una persona
de la clase de Sir Walter, y podría sostener allí un rango
con menos dispendios. Dos ventajas materiales de Bath sobre Londres hicieron inclinar la balanza: no hallarse más que a
quince millas de distancia de Kellynch y dar la coincidencia de que Lady Russell pasaba allí buena parte del invierno todos
los años. Con gran satisfacción de ella, cuyo primer dictamen al cambiarse el
proyecto fue favorable a Bath,
Sir Walter e Isabel
terminaron por aceptar que ni su importancia ni sus placeres sufrirían mengua
por ir a establecerse a ese lugar.
Lady
Russell se vio
obligada a contrariar los deseos de Ana, deseos que conocía muy bien. Habría
sido demasiado pedir a Sir
Walter descender a
ocupar una vivienda más modesta en sus propios dominios. La misma Ana hubiese
tenido que soportar mortificaciones mayores de las que suponía. Había que
contar además con lo que aquello habría humillado a Sir Walter; y en cuanto a la aversión de Ana por Bath, no era más que una manía y un error que
provenían sobre todo de la circunstancia de haber pasado allí tres años en un
colegio después de la muerte de su madre, y de que durante el único invierno
que estuvo allí con Lady
Russell se halló de
muy mal ánimo.
La
oposición de Sir Walter a mudarse a otra casa de
aquellas vecindades estaba fortalecida por una de las más importantes partes
del programa que tan bien acogida fuera al principio. No sólo tenía que dejar
su casa, sino verla en manos de otros, prueba de resistencia que temples más
fuertes que el de Sir Walter
habrían sentido
excesiva. Kellynch Hall sería desalojado; sin embargo, se guardaba sobre ello
un hermético secreto; nada debía saberse fuera del círculo de los íntimos.
Sir Walter
no podía soportar
la humillación de que se supiese su decisión de abandonar su casa. Una vez el
señor Shepherd pronunció -la palabra “anuncio”,
pero nunca más osó repetirla. Sir Walter abominaba
de la idea de ofrecer su casa en cualquier forma que fuese y prohibió
terminantemente que se insinuase que tenía tal propósito; sólo en el caso de
que Kellynch Hall fuese solicitada por algún pretendiente excepcional que aceptase
las condiciones de Sir Walter
y como un gran
favor, consentiría en dejarla.
¡Qué
pronto surgen razones para aprobar lo que nos gusta! Lady Russell en seguida tuvo a mano una excelente para
alegrarse una enormidad de que Sir Walter y su
familia se alejasen de la comarca. Isabel había entablado recientemente una
amistad que Lady Russell deseaba ver interrumpida. Tal
amistad era con una hija de Shepherd
que acababa de
volver a la casa paterna con el engorro de dos pequeños hijos. Era una chica
inteligente, que conocía el arte de agradar o, por lo menos, el de agradar en
Kellynch Hall.
Logró
inspirar a Isabel tanto cariño que más de una vez se hospedó en su mansión, a
pesar de los consejos de precaución y reserva de Lady Russell, a quien esa intimidad le parecía del todo
fuera de lugar.
Pero
Lady Russell tenía escasa influencia sobre
Isabel, y más parecía quererla porque quería quererla que porque lo mereciese.
Nunca recibió de ella más que atenciones triviales, nada más allá de la
observancia de la cortesía. Nunca logró hacerla cambiar de parecer.
Varias
veces se empeñó en que llevasen a Ana a sus excursiones a Londres y clamó
abiertamente contra la injusticia y el mal efecto de aquellos -egoístas
arreglos en los que se prescindía de ella. Otras, intentó proporcionar a Isabel
las ventajas de su mejor entendimiento y experiencia, .pero siempre fue en
vano. Isabel quería hacer su regalada voluntad y nunca lo hizo con más
decidida oposición a Lady
Russell que en la
cuestión de su encaprichamiento por la señora Clay, apartándose del trato de una hermana tan buena, para entregar su
afecto y su confianza a una persona que no debió haber sido para ella más que
objeto de una distante cortesía.
Lady
Russell estimaba
que la condición de la señora Clay era muy
inferior, y que su carácter la convertía en una compañera en extremo peligrosa.
De manera que un traslado que alejaba a la señora Clay y ponía alrededor de la señorita Elliot una selección de amistades más
adecuadas no podía menos que celebrarse.
continuará...
continuará...
1 comentario:
Uy adoro esa novela,te mando un beso y te me cuidas
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