CAPÍTULO XVI
Una vez cepillado el cabello y despedida la criada, Emma se puso a meditar en sus desventuras... ¡La verdad es que todo había salido mal! Todos sus planes deshechos, todas sus esperanzas frustradas ¡y de qué modo! ¡Qué golpe para Harriet! Eso era lo peor de todo. Todas las circunstancias de aquella cuestión eran penosas y humillantes por un motivo u otro; pero comparándolo con el mal que se había hecho a Harriet, lo demás carecía de importancia; y Emma hubiera aceptado gustosa haberse equivocado aún más -haberse hundido aún más en el error-, tenerse que reprochar una falta de criterio aún mayor, con tal de que ella fuera la única que pagase por sus torpezas.
-Si
yo no hubiese convencido a Harriet
para que se
inclinara hacia él, ahora me sería más fácil sobrellevarlo todo. Él quizás hubiera
redoblado sus pretensiones respecto a mí... pero ¡pobre Harriet!
¡Cómo
podía haber estado tan ciega! Y él aseguraba que nunca había pensado seriamente
en Harriet... ¡nunca! Intentó recapitular lo
ocurrido en aquellas semanas; pero todo lo veía confuso. Supuso que tenía una
idea fija y que había hecho que todo lo demás se acomodara a su prejuicio. Sin
embargo, el modo de comportarse del señor Elton forzosamente tenía que haber
sido ambiguo, incierto, poco claro, o de lo contrario ella no hubiera podido
equivocarse tanto.
¡El
cuadro! ¡Cómo se había interesado por aquel cuadro! ¡Y la charada! Y cien
detalles más...; ¡todos parecían apuntar tan claramente a Harriet...! Desde luego que la charada con aquello del «ingenio»...
aunque por otra parte lo de los «dulces ojos»... El hecho era que aquello podía
decirse de cualquiera; era un embrollo de mal gusto y sin gracia. ¿Quién
hubiera podido sacar algo en claro de aquella tontería tan insípida?
Claro
está que a menudo, sobre todo últimamente, Emma había notado que sus modales para con ella eran innecesariamente galantes;
pero lo había considerado como una rareza suya, como una de sus exageraciones,
una muestra más de su falta de tacto, de buen gusto, una prueba más de que no
siempre había alternado con la mejor sociedad; que a pesar de lo cortés de su
trato a veces ignoraba lo que era la verdadera distinción; pero hasta aquel
mismo día, nunca ni por un momento había imaginado que todo aquello significaba
algo más que un respeto agradecido como amiga de Harriet.
Debía
al señor John Knightley el primer vislumbre de
la verdadera situación, la primera noticia de que aquello era posible. Era
innegable que ambos hermanos tenían el juicio muy dato. Recordaba lo que el
señor Knightley le había dicho en cierta ocasión acerca del señor Elton, la
prudencia que le había aconsejado, la seguridad que tenía de que el señor Elton
no renunciaría a una boda ventajosa; y Emma se
sonrojaba al pensar que aquellas opiniones demostraban un conocimiento mucho
mayor del carácter de aquella persona que a lo que ella había llegado. Era algo
terriblemente mortificante; pero el señor Elton en muchos aspectos demostraba
ser todo lo contrario de lo que ella había creído; orgulloso, arrogante, lleno
de vanidad; muy convencido de sus propias excelencias, y muy poco preocupado
por los sentimientos de los demás.
Contrariamente
a lo que suele ocurrir, el señor Elton al querer rendir homenaje a Emma había perdido toda estimación ante los ojos
de la joven. Su declaración de amor y sus proposiciones no le sirvieron de
nada. Ella no se sintió halagada por esta predilección, y sus pretensiones le
ofendieron. El señor Elton quería hacer una boda ventajosa y tenía el
atrevimiento de poner los ojos en ella, de fingir que estaba enamorado; pero de
lo que estaba totalmente segura es de que su decepción no sería muy profunda,
ni había por qué preocuparse por ella. Ni en sus palabras ni en su manera de
actuar había verdadero afecto. Gra n
abundancia de suspiros y de palabras
bonitas; pero Emma apenas podía concebir expresiones, un tono de
voz que tuviesen menos que ver con el amor verdadero. No tenía por qué
preocuparse por compadecerle. Lo único que él quería era medrar y
enriquecerse; y si la señorita Woodhouse de Hartfield, la heredera de treinta
mil libras anuales de renta, no era tan fácil de conseguir como él había
imaginado, no tardaría en probar fortuna con otra joven que sólo tuviera veinte
mil, o diez mil.
Pero...
que él hablara de que Emma le había «alentado», que le
supusiera enterada de sus intenciones, aceptando sus deferencias, en resumen,
consintiendo en casarse con él... ¡Eso significaba que creía que ambos eran
iguales en posición social y en inteligencia! Que miraba por encima del hombro
a su amiga, distinguiendo cuidadosamente entre las categorías sociales que
estaban por debajo de la suya, y que era tan ciego para todo lo que estaba por
encima de él como para imaginarse que poner los ojos en ella no era ningún atrevimiento
excesivo... En fin, ¡era algo indignante!
Tal
vez no tenía derecho a esperar que él comprendiera el abismo que les separaba
en talento natural y en delicadezas de espíritu. La simple ausencia de esta
igualdad impedía que se diera cuenta de ello; pero lo que sí debía saber era
que en fortuna y en posición social ella estaba muy por encima. Debía saber que
los Woodhouse, que procedían de la rama segundona de una antiquísima familia,
se hallaban instalados en Hartfield desde hacía varias generaciones... y que
los Elton no eran nadie. Ciertamente que las tierras que dependían de
Hartfield no eran de una gran extensión, ya que constituían sólo como una
especie de mella de la heredad de Donwell Abbey, a la que pertenecía todo el resto de Highbury; pero su fortuna, que
procedía de otras fuentes, les situaba en una posición que sólo cedía en
importancia a la de los propietarios de la misma Donwell Abbey; y los Woodhouse hacía ya tiempo que eran considerados como una de las
familias más distinguidas y estimadas de aquellos contornos, a los que el
señor Elton había llegado hacía menos de dos años para abrirse camino como
pudiera, sin contar con otras amistades que comerciantes, y sin otra
recomendación que su cargo y sus maneras corteses.
Pero
había llegado a imaginar que Emma estaba
enamorada de él; evidentemente eso había sido lo que le dio confianza; y tras
haber fantaseado un poco pensando en la poca adecuación que a veces existía
entre unos modales corteses y una mente vanidosa, Emma, con toda honradez se vio obligada a hacer alto y a admitir que se
había mostrado con él tan complaciente y tan amable, tan llena de cortesías y
de atenciones (suponiendo que él no se hubiese dado cuenta de cuál era el
verdadero móvil que la guiaba) que podía autorizar a un hombre cuyas dotes de observación y buen criterio no eran excesivos,
como era el caso del señor Elton, a imaginarse que ella le distinguía con sus
preferencias. Si Emma se había engañado de tal modo
acerca de los sentimientos del joven, no tenía mucho derecho a extrañarse de
que él, cegado por el interés, también hubiera interpretado mal las
intenciones de ella.
El
primer error y el más grave de todos lo había cometido ella. Era un disparate,
una gran equivocación empeñarse en casar a dos personas. Era ir demasiado
lejos, hacer algo que no le incumbía, convertir en frívolo algo que debería ser
serio, en artificioso lo que debería ser natural. Estaba muy preocupada por
todo aquello y sentía vergüenza de sí misma, y decidió no volver nunca más a
hacer nada parecido.
«He
sido yo -se decía a sí misma- quien ha convencido a la pobre Harriet para que se sintiera atraída por ese hombre.
Si no hubiera sido por mí, nunca hubiera pensado en él; y desde luego nunca
hubiera pensado en él alimentando esperanzas si yo no le hubiese asegurado que
el señor Elton se interesaba por ella, porque Harriet es tan modesta y humilde como yo creía que
era él. ¡Oh! ¡Si me hubiera contentado con convencerla de que no aceptase al
joven Martin! En eso sí que no me equivoqué.
Hice bien; pero tendría que haberme conformado con eso y dejar que el tiempo y
la suerte hicieran lo demás. Yo la estaba introduciendo en la buena sociedad y
dándole ocasión de que alguien de más categoría se sintiera atraído por ella;
no debería haber intentado nada más. Pero ahora, pobre muchacha, se le acabó el
sosiego durante algún tiempo. Sólo he sido buena amiga a medías; pero es que
aparte de la decepción que ahora pueda tener, no se me ocurre nadie más que
pueda convenirle del todo... ¿William Cox...? ¡Oh, no! A William Cox no puedo soportarle... un abogadillo
presuntuoso...»
Se
detuvo para sonrojarse y se echó a reír al ver cómo reincidía; pero en seguida
se puso a reflexionar más seriamente, aunque con menos optimismo, acerca de lo
que había ocurrido y lo que podía y debía ocurrir. La penosa explicación que
tenía que dar a Harriet y todo lo que iba a sufrir la
pobre Harriet, además de lo violentas que iban
a ser para las dos las futuras entrevistas, las dificultades de seguir con
aquella amistad o de romper, de dominar su pena, disimular su resentimiento y
evitar que se supiera todo aquello, bastaron para ocuparla en melancólicas
reflexiones durante algún tiempo más, y por fin se acostó sin haber decidido
nada, pero convencida de haber cometido una terrible equivocación.
Emma, con su temperamento juvenil y
espontáneamente alegre, con la llegada del nuevo día no podía dejar de sentirse
animosa de nuevo, a pesar de los sombríos pensamientos que la habían dominado
la noche anterior. La juventud y alegría de la mañana parecían corresponder a
las de su espíritu, y ejercían sobre él una poderosa influencia; y si sus
cuitas no habían sido lo suficientemente graves como para impedirle cerrar los
ojos, éstos al abrirse hallaron sin duda las cuitas más aliviadas y las
esperanzas más luminosas.
Por
la mañana Emma se levantó mejor dispuesta para
encontrar soluciones de lo que se había acostado, más resuelta
a ver con buen ánimo los problemas que tenía que afrontar, y con más confianza
para salir airosa de ellos.
Era un gran alivio que el señor Elton no estuviese
realmente enamorado de ella y que no fuera una persona de extremada delicadeza
a quien sentía tener que causar una decepción... que Harriet no
tuviera tampoco una de esas sensibilidades superiores en las que los
sentimientos son más intensos y duraderos... y que no hubiera necesidad de que
nadie más se enterara de lo que había pasado, que todo quedara entre ellos
tres, y sobre todo que su padre no tuviera ni un momento de preocupación por
todo aquello.
Éstos eran pensamientos muy alentadores; y la espesa
capa de nieve que cubría la tierra vino también en su ayuda, ya que en aquellos
momentos cualquier cosa que pudiese justificar el que los tres se mantuvieran
totalmente alejados los unos de los otros debía ser bien acogida.
Así pues, el tiempo le era francamente favorable; a
pesar de ser día de Navidad no podía ir a la iglesia. El señor Woodhouse se hubiese
preocupado mucho si su hija lo hubiera intentado, y por lo tanto Emma se
evitaba así el suscitar o revivir ideas desagradables y deprimentes. Como la
nieve lo cubría todo y la atmósfera se hallaba en este estado inestable entre
la helada y el deshielo, que es el que menos invita a estar al aire libre, y
como cada mañana empezaba con lluvia o nieve y al atardecer volvía a helar,
durante muchos días Emma tuvo el mejor pretexto para considerarse
como prisionera en su casa. No podía comunicarse con Harriet más
que por escrito; no podía ir a la iglesia ningún domingo, igual que el día de
Navidad; y no necesitaba dar ninguna excusa para justificar la ausencia del
señor Elton.
El tiempo que hacía explicaba perfectamente que todo
el mundo se encerrara en su casa; y aunque Emma confiaba,
y casi estaba segura de ello, que el señor Elton se consolaría con el trato de
alguna otra persona, era muy tranquilizador ver que su padre se hallaba tan
convencido de que el vicario no se movía de su casa, y de que era demasiado
prudente para exponerse a salir; y oírle decir al señor Knightley, a quien
ningún tiempo podía impedir que les visitara:
-¡Ah, señor Knightley! ¿Por qué no se queda usted en
su casa como el pobre señor Elton?
Aquellos días de reclusión fueron muy gratos para
todos -excepto para Emma, que seguía con sus íntimas vacilaciones- ya
que este tipo de vida era muy del agrado de su cuñado, cuyo estado de ánimo era
siempre de gran importancia para los que le rodeaban; el señor Knightley,
además de haber dejado todo su mal humor en Randalls, durante
el resto de su estancia en Hartfield no había dejado de mostrarse amable y
contento. Estaba siempre lleno de cordialidad y de deferencias, y hablaba bien
de todo el mundo. Pero a pesar de sus esperanzas optimistas y del alivio que le
proporcionaba aquella tregua, Emma se sentía amenazada por la idea de que
tarde o temprano tendría que dar una explicación a Harriet, y
ello hacía imposible que la joven se sentía totalmente tranquila.
Continuará...
Continuará...
7 comentarios:
Uy pobre Harriet le va doler mucho. Lo que mas me gusta a pesar de las metidas de pata Emma quiere a su amiga.
Leyendo este capítulo albergo cierta esperanza en lo que a este servidor suyo se refiere, pues a diferencia del relamido y falaz Elton, uno sí se percata y comprende «el abismo que les separaba en talento natural y en delicadezas de espíritu». Nada de manejar paleta y pincel, ni de bordar palabras... A algunos el talento sólo nos alcanza para dar patadas a un balón, con la delicadeza de espíritu que eso conlleva ;D
Por cierto, ¿acierta a comprender mi Señora esa pertinacia de Knightley en visitar Hartfield, sin que ningún tiempo le pueda impedir tales visitas? Podría ser por la siempre aguda e inspirada conversación del señor Woodhouse, pero tengo mis dudas.
Rudo y sin talento, pero suyo siempre, milady.
Creo que a mi Señor le han gustado mucho mis mimos anteriores, pues de lo contrario no me explico la insistencia en demostrarme que carece de talento natural y delicadeza de espíritu...
Tal vez me encuentre más adelante con la soltura suficiente para prodigarle alguna tímida caricia, quién sabe...
Sin duda el Señor Woodhouse ha de tener su encanto ;)
Sin embargo, no dudo que algo se trae entre manos. Como suele suceder en algunos caballeros que inventan excusas de encuentros casuales, paseos para charlar sobre alguna novela o una pintura, ilustraciones para libros, en fin...
Son cosas que pasan, pero no sé...también tengo mis dudas.
Con el mismo afecto, Milord.
Querida Citu,
Emma reflexionó sobre el alcance de sus actos y no hay duda que es una fuerte amistad la que le une a Harriet, de ahí su aflicción. Lo lamentable, es que sabemos que ese error no será suficiente para ayudarla a madurar.
Un beso mi querida amiga y nos seguimos leyendo.
Me divierte mucho Enma, la verdad, se preocupa en asumir papeles que no le acaban de sentar como el de casamentera, su forma de ver las cosas no suele coincidir con la del resto de su circulo de ahí que yerre una y otra vez, quizás debería de estar más atenta a sus cosas y dejar de intentar llevar para adelante la vida de los demás, está claro que tendrá que aprender a base de errores, menos mal que su espíritu no es derrotista y aunque lamenta las situaciones que le imponen sus catos sigue animosa con sus planes, no se regodea en el papel de victima.
¿Cómo se tomará todo esto Harriet?.
Besos, querída.
¿Insinúa que hay caballeros que inventan excusas de esa especie? Qué horror. novela, pintura, ilustraciones para libros... Desde luego, no pueden traer nada bueno. Aunque, bien mirado, también Knightely se trae algo parecido entre manos visitando a los Woodhouse cada día, así se caiga el cielo a cántaros o se deshaga en nieve... Y él sí que es un sujeto de fiar. ¿Quizá no sea algo tan malo?
Sea como sea, manténgase alejada de ese tipo de sujetos si se topa con alguno.
O avíseme en tal caso...
A pesar de que por fin Emma reflexiona realmente sobre sus actos, a la luz de sus errores acerca de las intenciones del señor Elton, no deja nunca de justificarse a sí misma y minimizar el alcance de sus acciones.
El señor Elton no sufriría mucho y Harriet no tenía suficiente espíritu para sentirlo muy profundamente tampoco...
Así que Mr.K pasa a Hartfield hasta en la época más inclemente del año?mmm, eso sí que es un buen amigo,jeje.
Este capítulo fue como entrar a la cabecita de nuestra caprichosa heredera, interesante.
Besos!
Jazmín.
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