CAPÍTULO XXVI
Regresó
con el cabello cortado, riéndose de sí mismo con mucha gracia, pero sin dar la
impresión de que se avergonzase ni lo más mínimo de lo que había hecho. No veía
ningún mal en querer llevar el pelo corto, ni consideraba reprochable este
deseo; no concebía que hubiese podido ahorrar aquel dinero y emplearlo en
algún otro fin más elevado. Se mostraba tan impertérrito y animado como de costumbre;
y después de haberle visto, Emma razonaba para sí del modo siguiente:
-No
sé si debería ser así, pero lo cierto es que las tonterías dejan de serlo
cuando las comete alguien que tiene personalidad y sin avergonzarse de ellas.
La maldad siempre es maldad, pero la tontería no siempre es tontería... Depende
de la personalidad de cada cual. El señor Knightley no es un joven
alocado y vanidoso. Si lo fuera hubiera hecho esto de un modo muy distinto. O
bien se hubiera jactado de lo que hacía o se hubiese sentido avergonzado. Se
hubiese tratado o de la ostentación de un petimetre o del temor de alguien
demasiado débil para defender sus propias vanidades. No, estoy completamente
segura de que no es ni un vanidoso ni un alocado.
El
martes le trajo la agradable perspectiva de volver a verle, y esta vez por más
tiempo de lo que le había sido posible hasta entonces; de juzgarle por su
actitud en general, y luego de deducir el significado que podía tener su
actitud con respecto a ella; de adivinar cuándo le sería necesario adoptar un
aire de frialdad; y de imaginarse cuáles serían los comentarios que harían los
demás al verles juntos por primera vez.
Se
proponía pasar una magnífica velada, a pesar de que el escenario tuviese que
ser la casa del señor Cole; y aunque no pudiese olvidar que
de los defectos del señor Elton, incluso en los tiempos en que gozaba de su
favor, ninguno le había inquietado más que su propensión a cenar con el señor Cole.
La
comodidad de su padre quedaba ampliamente asegurada, ya que tanto la señora
Bates como la señora Goddard podían ir a hacerle compañía; y antes de salir de
casa, su último y gustoso deber fue ir a despedirse cuando se hallaban de
sobremesa; y mientras su padre prorrumpía en entusiásticos comentarios sobre la
belleza de su vestido, se esforzó por atender a las dos señoras lo mejor que
pudo, sirviéndoles grandes trozos de pastel y vasos llenos de vino para
compensar las posibles e involuntarias negativas que hubiera podido motivar
durante la comida, el habitual interés que su padre sentía por la salud de sus
invitadas... Les había hecho preparar una abundante cena; pero tenía sus dudas
de que su padre hubiera consentido a las dos señoras el disfrutarla.
Cuando
Emma llegó a la puerta de la casa del
señor Cole, su coche iba precedido de otro;
y quedó muy complacida al ver que se trataba del señor Knightley; porque el
señor Knightley, que no tenía caballos y no disponía de mucho dinero sobrante,
y sí en cambio de una salud a toda prueba, de gran vigor y de una inusitada
independencia de criterio, era más que capaz, según la opinión de Emma, de presentarse por los sitios como le
pluguiera, y de no utilizar su coche tan a menudo como correspondía al propietario
de Donwell Abbey. Y entonces tuvo ocasión de
manifestarle su aprobación más calurosa por haber ido en coche, ya que él se le
acercó para ayudarla a bajar.
-Esto
es presentarse como es debido -le dijo-, como un caballero. Me alegro mucho de
ver que ha cambiado de actitud. Él le dio las gracias, y comentó:
-¡Qué
feliz casualidad haber llegado en el mismo momento! Porque por lo visto, si
nos hubiéramos encontrado en el salón, no hubiera usted podido advertir si hoy
me mostraba más caballero que de costumbre... y no hubiera podido darse cuenta
por mi aspecto o mis modales.
-Oh,
no, estoy segura de que sí me hubiese dado cuenta. Cuando la gente se presenta
en un sitio de un modo que sabe que es inferior a lo que le corresponde por su
posición, siempre tiene un aire de indiferencia afectada, o de desafío. Debe
usted de creer que le sienta muy bien esta actitud, casi lo aseguraría, pero en
usted es una especie de bravata que le da un aire de despreocupación
artificial; en esos casos siempre que me encuentro con usted lo noto. Hoy en
cambio no tiene que esforzarse. No tiene usted miedo de que le supongan
avergonzado. No tiene que intentar parecer más alto que los demás. Hoy me
sentiré muy a gusto entrando en el salón en su compañía.
-¡Qué
muchacha más desatinada! -fue su respuesta, pero sin mostrar la menor sombra de
enojo.
Emma tuvo motivos para quedar tan
satisfecha del resto de los invitados como del señor Knightley. Fue acogida con
una cordial deferencia que no podía por menos de halagarla, y se le tuvieron
todas las atenciones que podía desear. Cuando llegaron los Weston, las miradas
más afectuosas y la mayor admiración fueron para ella, tanto por parte del
marido como de la mujer; su hijo la saludó con una jovial desenvoltura que
parecía distinguirla de entre todas las demás, y al acercarse a la mesa se
encontró con que el joven se sentaba a su lado... y, por lo menos así lo creyó Emma firmemente, Frank Churchill no era ajeno a aquella «coincidencia».
La
reunión era más bien numerosa, ya que se había invitado también a otra familia
-una familia muy digna y a la que no podía hacerse ningún reproche, que vivía
en el campo, y que los Cole tenían la suerte de contar entre
sus amistades- y los miembros varones de la familia del señor Cox, el abogado
de Highbury. El elemento femenino de menos posición social, la señorita Bates,
la señorita Fairfax y la señorita Smith, llegarían
después de la cena; pero ya durante ésta, las damas eran lo suficientemente
numerosas para que cualquier tema de conversación no tardara en generalizarse;
y mientras se hablaba de politica
y del señor Elton, Emma pudo dedicar toda su atención a las
galanterías de su vecino de mesa. No obstante, al oír citar el nombre de Jane Fairfax se sintió obligada a prestar
atención. La señora Cole parecía estar contando algo referente
a ella que al parecer todos consideraban como muy interesante. Se puso a
escuchar y se dio cuenta de que era algo digno de oírse. Su imaginación, tan
desarrollada en ella, encontró allí una grata materia sobre la que actuar. La
señora Cole estaba contando que había
visitado a la señorita Bates y que, apenas entrar en la sala, se había quedado
asombrada al verse delante de un piano... un magnífico instrumento, muy
elegante... cuadrado, no demasiado' grande, pero sí de unas dimensiones
considerables; y el meollo de la historia, el final de todo el diálogo que
siguió a aquella sorpresa, y las preguntas, y la enhorabuenta por parte de la
visitante, y las explicaciones por parte de la señorita Bates, era que el piano
lo habían mandado de la casa Broadwood el día anterior, con el gran asombro de
ambas, tía y sobrina, ante aquel inesperado regalo; que al principio, según
había dicho la señorita Bates, la propia Jane tampoco
sabía qué pensar de aquello, y tampoco tenía la menor idea de quién hubiera
podido enviarlo... pero que luego ambas se habían convencido plenamente de que
el piano no podía tener más que un origen; tenía que tratarse forzosamente de
un obsequio del coronel Campbell.
-Era
la única explicación posible -añadía la señora Cole-, y a mí sólo me sorprendió que hubieran tenido dudas acerca de esto.
Pero parece ser que Jane acababa de tener carta suya, y
no le decían ni una palabra del piano. Ella conoce mejor su manera de ser;
pero yo no consideraría su silencio como un motivo para descartar la idea de
que han sido los Campbell quienes le han hecho el regalo.
Es posible que hayan querido darle una sorpresa.
Todos
los presentes estaban de acuerdo con la señora Cole, y al dar su opinión nadie dejó de mostrarse igualmente convencido de
que el obsequio procedía del coronel Campbell, y de
alegrarse de que hubiesen tenido una fineza semejante; y como fueron muchos los
que se mostraron dispuestos a comentar lo ocurrido, Emma tuvo ocasión de formarse un criterio personal, sin dejar por ello de
escuchar a la señora Cole, quien seguía diciendo:
-Les
aseguro que hace tiempo que no había oído una noticia que me alegrase más...
Siempre he sentido mucho que Jane Fairfax,
que toca tan mara villosamente, no
tuviese un piano. Me pareció una vergüenza, sobre todo teniendo en cuenta que
hay tantas casas en las que hay pianos magníficos que no sirven para nada. Yo
esto casi lo considero como un bofetón para nosotros, y ayer mismo le decía al
señor Cole que me sentía verdaderamente
avergonzada de mirar nuestro gran piano nuevo del salón y de pensar que yo no
distingo una nota de otra y que nuestras hijitas, que apenas empiezan ahora a
estudiar música, tal vez nunca harán nada de este piano; y aquí está la pobre Jane Fairfax que entiende tanto en música y que no
tiene nada que se parezca a un instrumento ni siquiera la espineta más vieja y
más lamentable
para distraerse un poco... Ayer mismo le estaba diciendo todo eso al señor Cole, y él estaba completamente de acuerdo conmigo;
pero es tan extraordinariamente aficionado a la música que no resistió la
tentación de comprarlo, confiando que alguno de nuestros buenos vecinos fuera tan
amable que viniese de vez en cuando a darle un uso más adecuado del que a
nosotros nos es posible darle; y en realidad éste es el motivo de que se
comprara el piano... de no ser así estoy convencida de que deberíamos
avergonzamos de tenerlo... Tenemos la esperanza de que esta noche la señorita
Woodhouse accederá a tocar para nosotros.
La
señorita Woodhouse dio la debida conformidad; y viendo que no iba a enterarse
de nada más por las palabras de la señora Cole se volvió a Frank
Churchill.
-¿Por
qué sonríe? erijo ella.
-¿Yo?
¿Y usted?
-¿Yo?
Supongo que sonrío por la alegría que me da el ver que el coronel Campbell es tan rico y tan generoso... Es un regalo
precioso.
-Lo
es.
-Lo
que me extraña es que no se lo hubiese hecho antes.
-Tal
vez la señorita Fairfax es la primera vez que pasa aquí tanto tiempo.
-O
que no le regalara su propio piano... que ahora debe de estar en Londres
cerrado y sin que nadie lo toque.
-Debe
de ser un piano muy grande y debía de pensar que en casa de la señora Bates no
tendrían espacio suficiente.
-Puede
usted decir lo que quiera... pero su actitud demuestra que su opinión acerca de
este asunto es muy semejante a la mía.
-No
sé. Más bien creo que me considera usted más agudo de lo que en realidad soy.
Sonrío porque usted sonríe, y probablemente sospecharé siempre que usted
sospeche; pero ahora no acierto a ver claro en todo eso. Si no ha sido el
coronel Campbell, ¿quién habrá podido ser?
-¿No
ha pensado usted en la señora Dixon?
-¡La
señora Dixon! Cierto, tiene usted mucha razón. No había pensado en la señora
Dixon. Ella debe de saber igual que su padre la ilusión que le haría un regalo
así; y tal vez el modo de hacerlo, el misterio, la sorpresa, todo ello es más propio
de la mentalidad de una joven que la de un anciano. Estoy seguro de que ha sido
la señora Dixon. Ya le he dicho que serían sus sospechas las que guiarían las
mías.
-Si
es así, debe usted extender sus sospechas y hacer que alcancen también al señor
Dixon.
-¡El
señor Dixon! Muy bien, de acuerdo. Ahora me doy cuenta de que ha tenido que ser
un regalo conjunto del señor y la señora Dixon. El otro día ya sabe usted que
estábamos hablando de que él era un apasionado admirador de sus dotes
musicales.
-Sí,
y lo que entonces me dijo usted acerca de este caso confirmó una suposición
que yo me había hecho hacía tiempo... No dudo de las buenas intenciones del
señor Dixon o de la señorita Fairfax, pero no puedo por menos de sospechar que,
o bien después de haber hecho proposiciones matrimoniales a su amiga tuvo la
desgracia de enamorarse de ella, o bien se dio cuenta de que Jane sentía por él algo más que afecto. Claro está
que siempre es posible imaginar veinte cosas sin llegar a acertar la verdad;
pero estoy segura de que ha tenido que haber un motivo concreto para que
prefiera venir a Highbury en vez de acompañar a Irlanda a los Campbell. Aquí tiene que llevar una vida de privaciones
y aburrimiento; allí todo hubieran sido placeres. En cuanto a lo de que le convenía
volver a respirar el aire de su tierra natal, lo considero como una simple
excusa... Si hubiera sido en verano, aún; pero ¿qué importancia puede tener
para alguien el aire de la tierra natal en los meses de enero, febrero y marzo?
Una buena chimenea y un buen coche son más indicados en la mayoría de los casos
de una salud delicada, y me atrevería a decir que en el suyo también. Yo no le
pido que me siga usted en todas mis sospechas, aunque sea usted tan amable como
para pretenderlo; yo sólo le digo honradamente lo que pienso.
-Y
yo le doy mi palabra de que sus suposiciones me parecen muy probables. Lo que
puedo asegurarle es que la preferencia que siente el señor Dixon por la manera
de tocar de la señorita Fairfax es muy acentuada.
-Y
además él le salvó la vida. ¿Ha oído usted hablar alguna vez de eso? Un paseo
en barca; no sé qué pasó que ella estuvo a punto de caer al agua. Y él la
sujetó a tiempo.
-Sí,
ya lo sé. Yo estaba allí... iba con ellos en la barca.
-¿De
veras? ¡Vaya! Pero por supuesto entonces usted no advirtió nada, porque al
parecer eso no se le había ocurrido antes de ahora... Si yo hubiera estado allí
no hubiera dejado de hacer algún descubrimiento.
-Estoy
seguro de que los hubiera hecho; pero yo, pobre de mí, sólo vi el hecho que la
señorita Fairfax estuvo a punto de caer al agua y de que el señor Dixon la
sujetó a tiempo... Todo ocurrió en un momento y aunque la consiguiente sorpresa
y el susto fueron muy grandes y duraron más tiempo (la verdad es que creo que
pasó media hora antes de que ninguno de nosotros volviera a tranquilizarse) fue
una impresión demasiado general para que nos fijáramos en los matices de las
reacciones. Sin embargo eso no quiere decir que usted no hubiese podido
descubrir algo más.
La
conversación se interrumpió en este punto. Se vieron obligados a compartir con
los demás el tedio de una pausa demasiado larga entre plato y plato, y a
intercambiar con los otros invitados las frases triviales y corteses de rigor;
pero cuando la mesa volvió a estar convenientemente cubierta de platos, cuando
cada fuente ocupó exactamente el lugar que le correspondía y se restableció la
calma y la normalidad, Emma dijo:
-La
llegada de este piano ha sido algo decisivo para mí. Yo quería saber un poco
más y esto me lo revela todo. Puede usted estar seguro, no tardaremos en oír
decir que ha sido un regalo del señor y la señora Dixon.
-Y
si los Dixon afirmara n que no saben
absolutamente nada de ello tendremos que concluir que han sido los Campbell.
-No,
estoy segura de que no han sido los Campbell. La
señorita Fairfax sabe que no han sido los Campbell, o de lo contrario lo hubiese adivinado desde
el primer momento. No hubiera tenido ninguna duda si se hubiese atrevido a
pensar en ellos. Tal vez no le he convencido a usted, pero yo estoy totalmente
convencida de que el señor Dixon ha tenido el papel principal en este asunto.
-Le
aseguro que me ofende usted suponiendo que no me ha convencido. Sus
razonamientos han hecho cambiar totalmente mi criterio. Al principio, cuando
yo suponía que estaba usted convencida de que el coronel Campbell había sido el donante, lo consideraba sólo como una muestra de afecto paternal y creía que era
la cosa más natural del mundo. Pero cuando usted ha mencionado a la señora
Dixon me he dado cuenta de que era mucho más probable que se tratara de un
tributo de cálida amistad entre mujeres. Y ahora sólo puedo verlo como una
prueba de amor.
No
hubo ocasión para ahondar más en la materia. El joven parecía verdaderamente
convencido; daba la impresión de que era sincero. Emma no insistió más y se pasó a otros temas de conversación; y mientras
terminó la cena; se sirvieron los postres, entraron los niños y fueron ellos
los que atrajeron la atención de todos y motivaron las frases de ritual en esos
casos; se oían algunas frases inteligentes, muy pocas, algunas rematadamente
bobas, tampoco muchas, y la gran mayoría no era ni una cosa ni otra... Nada más
y nada menos que los comentarios de siempre, los tópicos anodinos, las viejas
noticias que todo el mundo sabía y las bromas de dudosa gracia.
Hacía
poco que las señoras se habían instalado en la sala de estar cuando llegaron
las otras damas en diversos grupos. Emma prestó
mucha atención a la entrada de su amiga más íntima; y aunque su elegancia y su
distinción no fueran como para entusiasmarla demasiado, no pudo por menos de
admirar su lozanía, su dulzura, y la espontaneidad de sus movimientos, y de
alegrarse de todo corazón de que poseyera aquel carácter superficial, alegre y
poco dado al sentimentalismo, que le permitían distraerse tan fácilmente en
medio de las congojas de un amor contrariado. Hela allí sentada... ¿Y quién
hubiera podido adivinar las incontables lágrimas que había vertido hacía tan
poco tiempo? Verse rodeada de gente, llevando un vestido bonito y viendo que
las demás llevaban también otros muy lindos, verse sentada en un salón
sonriendo y sabiéndose atractiva, y no decir nada, era suficiente para la
felicidad de aquel momento. Jane
Fairfax la
aventajaba en belleza y en gracia de movimientos; pero Emma sospechaba que se hubiera cambiado muy gustosa por Harriet, que muy gustosamente hubiera aceptado la
mortificación de haber amado (sí, de haber amado en vano, incluso al señor
Elton) a cambio de poderse privar del peligroso placer de saberse amada por el
marido de su amiga.
En
una reunión tan concurrida no era indispensable que Emma la abordara. No quería hablar del piano, se sentía poseedora del
secreto y no le parecía honrado demostrar curiosidad o interés, y por lo tanto
se mantuvo lejos de ella a propósito; pero los demás introdujeron
inmediatamente este tema de conversación, y Emma advirtió el sonrojo con el que recibía las felicitaciones, el sonrojo
de culpa que acompañaba el nombre de «mi excelente amigo el coronel Campbell».
La
señora Weston, siempre cordial y además muy aficionada a la música, se mostraba
particularmente interesada por el caso, y Emma no pudo por menos de encontrar divertida su insistencia en tratar de
la cuestión; y sus innumerables preguntas y comentarios acerca del tono, del teclado
y de los pedales, totalmente ajena al deseo de decir lo menos posible sobre
aquello que podía leerse claramente en el agraciado rostro de la heroína de la
reunión.
No
tardaron en unirse al grupo varios de los caballeros; y el primero de todos
fue Frank Churchill, el más apuesto de los invitados;
y tras dedicar unas frases de cortesía a la señorita Bates y a su sobrina, se
dirigió directamente hacia el lado opuesto del grupo, donde estaba la señorita
Woodhouse; y no quiso sentarse hasta que no encontró sitio al lado de ella. Emma adivinaba lo que todos los presentes debían
de estar pensando. Ella era el objeto de sus preferencias y todo el mundo
tenía que darse cuenta. Emma le presentó a su amiga, la
señorita Smith, y algo más tarde, cuando se presentó
la ocasión, pudo enterarse de las opiniones respectivas que cada uno de los dos
se había formado del otro. La del joven: «Nunca había visto una cara tan
atractiva, me encanta su ingenuidad.» La de ella, que sin duda pretendía ser
un gran elogio: «Tiene algo que me recuerda un poco al señor Elton.» Emma contuvo su indignación y se limitó a volverle
la espalda en silencio.
La
joven y Frank Churchill cambiaron unas sonrisas de
inteligencia cuando ambos divisaron a la señorita Fairfax; pero lo más prudente
era evitar todo comentario. Él le dijo que había estado impaciente por salir
del comedor... que no le gustaba prolongar la sobremesa... y que siempre era el
primero en levantarse cuando podía hacerlo... que su padre, el señor
Knightley, el señor Cox y el señor Cole se habían
quedado allí discutiendo animadamente sobre asuntos de la parroquia... pero
que, a pesar de todo, el rato que había estado con ellos no se había aburrido,
ya que había visto que en general eran personas distinguidas y de muy buen criterio;
y empezó a hacer tales elogios de Highbury, considerándolo como un lugar en el
que abundaban extraordinariamente las familias de trato muy agradable, que Emma estuvo tentada de pensar que hasta entonces
no había sabido apreciar debidamente el pueblo en que vivía. Ella le hizo
preguntas acerca de la vida de sociedad que se llevaba en el condado de York,
acerca de los vecinos que tenían en Enscombe y otras cosas por el estilo; y de
sus respuestas dedujo que por lo que se refería a Enscombe, la vida social era
muy limitada, que sólo se trataban con unas pocas familias de gran posición,
ninguna de las cuales vivía muy cerca de allí; y que incluso cuando se había
fijado una fecha y se había aceptado una invitación, no era demasiado raro que
la señora Churchill, bien por falta de salud, bien
por falta de humor, no se viera con ánimos para salir de su casa; que tenían a
gala no hacer visitas a nadie que no conocieran de tiempo atrás; y que, aunque
él tenía sus amistades particulares, se veía obligado a vencer una gran
resistencia y a desplegar toda su habilidad para que, sólo
de vez en cuando, le
permitieran efectuar visitas él solo o introducir en la casa por una noche a
alguno de sus conocidos de todo lo que se propusiera con tal de disponer de
tiempo.
Emma se daba cuenta de que en
Enscombe no se encontraba demasiado a gusto y que era natural que Highbury,
mirado con buenos ojos, atrajera más a un joven que en su casa llevaba una
vida mucho más retirada de lo que hubiera deseado. La influencia de que gozaba
en Enscombe era más que evidente. Aunque no se jactaba de ello, por sus
palabras se adivinaba que en cuestiones en las que su tío nada podía hacer, él
conseguía convencer a su tía, y cuando Emma se lo hizo
notar sonriendo él reconoció que creía que (exceptuando una o dos cosas) podía
llegar a convencer a su tía de todo lo que se propusiera con tal de disponer de
tiempo. Y entonces mencionó una de esas cosas en las que su influencia era
nula. Le hacía mucha ilusión salir al extranjero, y la verdad es que había
insistido mucho para que le permitieran emprender algún viaje, pero su tía no
quería ni oír hablar de ello. Eso había ocurrido el año anterior.
-Aunque
-añadió- ahora empiezo a no desearlo tanto como antes.
El
otro punto en el que su tía era irreductible el joven no lo mencionó, aunque Emma adivinaba que era portarse debidamente con su
padre.
-Acabo
de hacer un desagradable descubrimiento... -dijo él tras una breve pausa-.
Mañana hará una semana que estoy aquí... La mitad de mi tiempo disponible.
Nunca creí que los días pasaran tan aprisa. ¡Pensar que mañana hará una semana!
Y apenas he empezado a disfrutar de Highbury. El tiempo justo para conocer a la
señora Weston y a algunas otras personas... Me es muy penoso pensar en eso...
-Tal
vez empiece usted ahora a lamentar haber dedicado todo un día, teniendo tan
pocos, a hacerse cortar el cabello.
-No
-dijo él sonriendo-, eso no lo lamento en absoluto. No me encuentro a gusto
entre mis amigos si no tengo la seguridad de que mi aspecto es irreprochable.
Como
el resto de los invitados había entrado ya en el salón, Emma se vio obligada a separarse de él durante unos breves minutos y a
atender al señor Cole. Cuando el señor Cole tuvo que separarse de ella y pudo volver a
prestar atención al joven, vio que Frank Churchill estaba
mirando fijamente a la señorita Fairfax, que se hallaba exactamente enfrente de
él, en el lado opuesto de la estancia.
-¿Ocurre
algo? -le preguntó.
Él
se sobresaltó y contestó rápidamente:
-Gra cias por llamarme la atención. Creo que lo que estaba haciendo no era muy
cortés; pero es que la señorita Fairfax se ha peinado de un modo tan extraño...
tan extraño... que no puedo apartar los ojos de ella. ¡En mi vida había visto
algo tan exagerado! Esos rizos... Esa fantasía tiene que habérsele ocurrido a
ella. No veo que nadie más lleve un peinado semejante. Tengo que ir a preguntarle
si es una moda irlandesa. ¿Qué hago? Sí, iré a preguntárselo... Fíjese usted
cómo reacciona; a ver si se ruboriza.
El
joven se dirigió inmediatamente hacia ella; y Emma no tardó en verle de pie delante de la señorita Fairfax y hablándole;
pero lo que respecta a su reacción, Emma no pudo apreciar absolutamente nada, porque
sin querer Frank Churchill se había colocado entre las
dos, exactamente enfrente de la señorita Fairfax.
Antes
de que él volviera a su silla, la señora Weston reclamó su atención:
-Una
reunión con tanta gente es deliciosa -dijo-; una puede acercarse a todo el
mundo y hablar de todo con todos. Mi querida Emma, hace rato que estoy deseando hablar contigo. He estado enterándome de
una serie de cosas y haciendo planes, igual que tú, y tengo que hablar contigo
ahora que las ideas aún están frescas en la cabeza. ¿Ya sabes cómo han venido
la señorita Bates y su sobrina?
-¿Que
cómo han venido? Supongo que las invitaron, ¿no?
-¡Oh,
claro que sí! Quiero decir de qué modo han venido... quién las ha traído...
-Pues
supongo que han venido a pie; ¿de qué otro modo iban a venir?
-Cierto...
Pero, verás, hace un rato se me ha ocurrido que podría ser peligroso que Jane Fairfax volviera andando a su casa a una hora
ya tan avanzada y con lo frías que son ahora las noches. Y mientras .la
contemplaba, aunque la verdad es que nunca la había encontrado con un aspecto
más saludable, me di cuenta de que estaba un poco acalorada y que por lo tanto
era mucho más fácil que al salir de aquí se resfriase. ¡Pobre muchacha! No
podía soportar la idea de que se expusiera de este modo. De modo que, apenas
entró el señor Weston en el salón, cuando pude hablar con él a solas le propuse
que la acompañáramos en nuestro coche. Ya puedes suponer, que inmediatamente
estuvo dispuesto a complacerme; y contando con su aprobación, entonces me
dirigí a la señorita Bates para tranquilizarla y decirle que el coche estaría a
su disposición antes de que nos llevara a nosotros a casa; porque yo creía que
al decirle eso le quitaría un peso de encima. ¡Vaya por Dios! Desde luego te
aseguro que se mostró muy agradecida (ya sabes, «Nadie puede considerarse tan
afortunada como yo»), pero después de darnos las gracias no sé cuántas veces,
me dijo que no había motivo de que nos tomáramos ninguna molestia porque habían
venido en el coche del señor Knightley, y el mismo coche volvería a dejarlas
en su casa. Yo no podía quedarme más sorprendida; y muy contenta, desde luego;
pero realmente pasmada. Eso es una atención amabilísima... y además una
atención meditada de antemano... Algo que se les hubiera ocurrido a muy pocos
hombres. Y después de todo, conociendo su manera de ser, estoy casi segura que
fue tan solo para llevarlas a ellas que se decidió a sacar su coche. Me sospecho
que para él solo no se hubiera molestado en buscar un par de caballos, y que si
lo hizo fue exclusivamente para poder hacerles este favor.
-Es
muy probable -dijo Emma-, eso es lo más probable de todo.
No conozco a nadie más propenso que el señor Knightley a hacer ese tipo de
cosas... a hacer cualquier cosa que sea realmente amable, útil, bien
intencionada y caritativa. No es un hombre galante, pero sí de muy buenos
sentimientos, muy humano; debe de haber tenido en cuenta la delicada salud de Jane Fairfax, y ha debido de creerlo un caso de
humanidad; no hay nadie como el señor Knightley para hacer una obra de caridad
con menos ostentación. Yo ya sabía que hoy había venido con caballos... porque
nos encontramos al llegar; y yo me reí de él por este motivo, pero no dejó
escapar ni una palabra acerca de todo eso.
-¡Vaya!
-dijo la señora Weston sonriendo-. Veo que en este caso le concedes una bondad
más desinteresada que yo; porque mientras la señorita Bates me estaba hablando
empecé a concebir una sospecha, y aún no he logrado desecharla. Cuanto más
pienso en ello, más probabilidades le veo. En fin, para resumir, que estoy
previendo una boda entre el señor Knightley y Jane Fairfax. ¡Ya ves las consecuencias de hacerte compañía! ¿A ti qué te
parece?
-¿El
señor Knightley y Jane Fairfax? -exclamó Emma-. Querida, ¿cómo se te ha podido ocurrir una
cosa semejante? ¡El señor Knightley! ¡El señor Knightley no tiene que casarse! No
querrás que el pequeño Henry
no herede Donwell,
¿verdad? ¡Oh, no, no, Donwell tiene que ser para Henry! De ningún modo puedo consentir que el señor Knightley se case; y
además estoy segura de que no hay la menor probabilidad de ello. Me deja
pasmada que hayas podido pensar en una cosa así.
-Mi
querida Emma, ya te he contado lo que ha hecho
que se me ocurriese esta idea. Yo no tengo ningún interés por que se haga esta
boda... ni quiero perjudicar al pequeño Henry... pero
han sido las circunstancias las que me lo han sugerido; y si el señor Knightley
quisiera realmente casarse no serías tú la que le hiciera desistir de su
proyecto con el argumento de Henry, un niño
de seis años que no sabe nada de todo esto.
-Sí
que lo conseguiría. No podría soportar el que alguien suplantara a Henry. ¡Casarse el señor Knightley! No, nunca se me
había ocurrido esta idea y ahora no puedo aceptarla. ¡Y además precisamente con
Jane Fairfax!
-Bueno,
sabes perfectamente que siempre tuvo una gran predilección por ella.
-¡Pero
una boda tan inoportuna!
-Yo
no digo que sea oportuna; sólo digo que es probable.
-Yo
no veo que sea nada probable, a no ser que tengas mejores argumentos que los
que me has contado. Su bondad, sus buenos sentimientos, como ya te he dicho,
bastan para explicar perfectamente lo de los caballos. Ya sabes que siente un
gran afecto por las Bates, independientemente de Jane Fairfax... Y siempre está dispuesto a hacerles un favor. Querida, no
te metas ahora a casamentera. Lo haces muy mal. ¡Jane Fairfax la dueña de Donwell Abbey! ¡Oh, no,
no!... No quiero ni imaginármelo. Por el propio bien del señor Knightley no
quisiera verle cometer una locura así.
-Podría
ser una cosa inoportuna... pero no una locura. Exceptuando la desigualdad de
fortuna y tal vez una pequeña diferencia de edades, no veo nada más que se
oponga.
-Pero
el señor Knightley no quiere casarse. Estoy segura de que jamás se le ha
ocurrido esta idea. No se la metas en la cabeza. ¿Por qué se tiene que casar?
Él solo es todo lo feliz que puede desear; con su granja, sus ovejas, sus
libros y toda la parroquia para manejar; y quiere muchísimo a los hijos de su
hermano. No tiene ningún motivo para casarse, no va a hacerlo ni para ocupar su
tiempo ni su corazón.
-Mi
querida Emma, mientras él piense así las cosas
serán como tú dices; pero si se enamora de veras de Jane Fairfax...
-¡Qué
bobada! El no piensa lo más mínimo en Jane Fairfax.
Fijarse en ella en el sentido de enamorarse, estoy segura de que no lo ha
hecho. A ella o a su familia les haría toda clase de favores; pero...
-Verás
-dijo riendo la señora Weston-, tal vez el mayor favor que podría hacerles
sería el de ofrecer un nombre tan respetable a Jane.
-Es
posible que esto fuera un bien para ella, pero estoy segura que para él las
consecuencias serían funestas; sería un enlace poco digno de su posición, del
que se avergonzaría. ¿Cómo iba a aceptar que la señorita Bates entrase en su
familia? ¿Qué cara iba a poner cuando la viese rondando por Donwell Abbey dándole las gracias durante todo el santo día
por la gran bondad que había mostrado al casarse con Jane? «¡Es un caballero tan amable, tan atento!... ¡Claro que siempre había
sido tan buen vecino!» Y siempre interrumpiéndose en mitad de una frase para
hablar de las faldas viejas de su madre. «No, en el fondo no es que sean unas
faldas tan viejas... porque todavía podrían durar mucho tiempo y la verdad es
que ya puede estar contenta de que sus faldas sean todas de un género tan
resistente...»
-¡Emma, por Dios, no la imites
escarneciéndola! Me haces reír, aunque mi conciencia me lo reproche. Y por mi
parte tengo que decirte que no creo que la señorita Bates causara muchas
molestias al señor Knightley. Las cosas pequeñas no le irritan. Desde luego
ella no para de hablar; y para decir algo no tendría otro remedio que hablar en
voz más alta y ahogar la suya. Pero la cuestión no está en si éste sería un
enlace poco digno de él, sino en si el señor Knightley lo desea; y a mí me
parece que así es. Yo le he oído hablar, y supongo que tú también, haciendo los
mayores elogios de Jane Fairfax. El interés que se toma
por ella... lo que se preocupa por su salud... lo que lamenta que no tenga
perspectivas más halagüeñas... ¡Le he oído hablar con tanto apasionamiento acerca
de todo eso...! ¡Es un admirador tan entusiasta de su habilidad como pianista y
de su voz! Le he oído decir que se pasaría la vida escuchándola. ¡Oh! Y aún se
me olvidaba una idea que se me ha ocurrido... ese piano que le ha regalado
alguien... aunque todos nosotros estemos tan convencidos de que haya sido un obsequio
de los Campbell, ¿no puede habérselo mandado el
señor Knightley? No puedo por menos de sospecharlo. Me parece que es la persona
más apropiada para hacer una cosa así incluso sin estar enamorado.
-Entonces
éste no es un argumento que pruebe que esté enamorado. Pero no me parece que
sea una cosa propia de él. El señor Knightley no hace nada de un modo
misterioso.
-Yo
le he oído lamentarse muchas veces de que Jane no tuviese piano; muchas más veces de lo que hubiera supuesto que una
circunstancia como ésta, si todo hubiera sido completamente normal, le hubiese
preocupado.
-Bien,
de acuerdo; pero si hubiera querido regalar un piano se lo hubiese dicho.
-Mi
querida Emma, ha podido tener ciertos
escrúpulos de delicadeza. He observado una cosa en él que me ha llamado mucho
la atención. Estoy segura de que cuando la señora Cole nos lo contó todo durante la cena su silencio era muy significativo.
-Querida,
cuando te empeñas en una cosa no hay quien te haga cambiar de opinión; y conste
que eso es algo que hace mucho tiempo que vienes reprochándome. Yo no veo que
nada demuestre este enamoramiento del que hablas... De lo del piano no creo
nada... Y necesitaría tener pruebas evidentes para convencerme de que el señor
Knightley ha pensado alguna vez en casarse con Jane Fairfax.
Siguieron
discutiendo la cuestión en términos parecidos durante un rato más, y era Emma la que parecía ir ganando terreno respecto a
la opinión de su amiga; porque de las dos la señora Weston era la que estaba
más acostumbrada a ceder; hasta que un pequeño revuelo en el salón les indicó
que el té había terminado y que se estaba disponiendo el piano; inmediatamente
el señor Cole se les acercó para rogar a la
señorita Woodhouse que les hiciese el honor de tocar alguna pieza. Frank Churchill, a quien ella había perdido de
vista en el arrebato de su discusión con la señora Weston, excepto para
advertir que se había sentado al lado de la señorita Fairfax, llegó tras el
señor Cole para terminar de convencerla con
sus insistentes súplicas; y como en todos los aspectos, le correspondía a Emma ser la primera, no tuvo inconveniente en dar
su conformidad.
La
joven conocía demasiado bien sus propias limitaciones como para atreverse a
tocar algo que no se supiera capaz de ejecutar con cierta brillantez; no le
faltaban ni gusto ni talento para la música, sobre todo en las composiciones de
poco empeño que suelen interpretarse en esos casos, y se acompañaba bien con
su propia voz. Pero esta vez tuvo la agradable sorpresa de oír que una segunda
voz acompañaba su canción... la de Frank Churchill, no
muy vigorosa, pero bien entonada. Al terminar la canción, Emma se disculpó como era de rigor, y se
sucedieron los cumplidos de costumbre. El joven, por su parte, fue acusado de
tener una voz muy bonita y un perfecto conocimiento de la música; lo cual él
negó como era de esperar, afirmando que era totalmente profano en la materia, y
dando toda clase de seguridades de que no tenía nada de voz. Ambos volvieron a
cantar juntos una nueva canción; y luego Emma tuvo que
ceder su lugar a la señorita Fairfax, cuya interpretación, tanto desde el punto
de vista vocal como instrumental, Emma no pudo
por menos de reconocer en su fuero interno que era infinitamente superior a la
suya.
Presa
de sentimientos contradictorios, Emma fue a
sentarse a cierta distancia de los invitados que formaban corro en torno al
piano para escuchar mejor. Frank
Churchill cantó de
nuevo. Al parecer ambos habían cantado juntos una o dos veces en Weymouth. Pero el hecho de ver que el señor Knightley
figuraba entre los oyentes más atentos, no tardó en distraer la atención de Emma; y empezó a reflexionar sobre las sospechas de
la señora Weston, y las bien entonadas voces de los dos cantores sólo
interrumpían momentáneamente sus meditaciones. Los inconvenientes que veía al
matrimonio del señor Knightley seguían pareciéndole muy graves. Era algo que sólo
podía traer malas consecuencias. Sería una gran decepción para el señor John Knightley; y por lo tanto también para Isabella. Algo que perjudicaría muchísimo a los
niños... un cambio que crearía una situación muy desagradable, y que
significaría una gran pérdida material para todos; el propio señor Woodhouse
sería uno de los que más lo sentirían, ya que vería sensiblemente alterado el
ritmo habitual de su vida... y en cuanto a ella, le resultaba inconcebible pensar
en Jane Fairfax como en la dueña de
Donwell Abbey. ¡Una señora Knightley ante la
cual todos deberían inclinarse! No, el señor Knightley no debía casarse. El
pequeño Henry tenía que seguir siendo el
heredero de Donwell.
En
aquel momento el señor Knightley volvió la cabeza, y al verla fue a sentarse al
lado de la joven. Al principio sólo hablaron de la música. Desde luego el
entusiasmo que manifestaba por las dotes de la intérprete era considerable;
pero Emma pensó que, de no ser por las
palabras de la señora Weston, ello no le hubiese sorprendido. Sin embargo,
como buscando una piedra de toque, Emma sacó a
relucir su amabilidad al traer a la reunión a tía y sobrina; y aunque su
respuesta fue la de alguien que preferiría cambiar de conversación, Emma consideró que ello sólo indicaba que su interlocutor era muy poco aficionado a
hablar de los favores que había hecho.
-Muchas
veces -dijo ella- pienso que es una lástima que nuestro coche no sea más útil
a los demás en estas ocasiones. Y no es que yo no quiera; pero ya sabe usted
que es imposible que mi padre se avenga a que James se ponga al servido de
otras personas.
-Desde
luego, no hay ni que pensarlo, ni que pensarlo -replicó-; pero estoy seguro de
que si pudiera usted lo haría muy a menudo.
Y
le sonrió como si estuviera tan satisfecho de esta convicción, que dio pie a Emma para intentar un paso más.
-Ese
regalo que han hecho los Campbell
-dijo ella-, este
piano, ha sido algo muy amable por su parte.
-Sí
-replicó, sin dejar de traslucir ni la menor sombra de embarazo-; pero
hubieran hecho mejor avisándola de antemano. Estas sorpresas son una tontería.
La alegría que proporcionan no es mayor, y a menudo los inconvenientes suelen
ser considerables. Yo creía que el coronel Campbell era un hombre de más criterio.
A
partir de aquel momento Emma hubiese jurado que el señor
Knightley no tenía nada que ver con el regalo del piano. Pero de lo que aún
tenía ciertas dudas era acerca de si no sentía ningún afecto especial por la
joven... de si no tenía por ella una clara preferencia. Hacia el final de la
segunda canción de Jane, su voz se hizo más grave.
-Basta
ya -dijo él, cuando hubo terminado, como pensando en voz alta-. Por esta noche
ya ha cantado suficientemente... ahora descanse.
Sin
embargo en seguida le rogaron que cantara otra canción. -Una más, por favor. No
le fatigará mucho, señorita Fairfax; y será la última que le pediremos.
Y
se oyó la voz de Frank
Churchill que
decía:
-Creo
que esta canción no le requerirá un gran esfuerzo; la primera voz no tiene gran importancia; es la segunda
la que lleva todo el peso.
El
señor Knightley se indignó.
-Ese
individuo -dijo encolerizado- no piensa en nada más que en exhibir su voz. Esto
no puede ser.
Y
abordando a la señorita Bates, que en aquel momento pasaba cerca de allí, le
dijo:
-Señorita Bates, ¿está usted loca? ¿Cómo
deja que su sobrina siga cantando con la ronquera que ya tiene? Haga algo por
impedirlo. No tienen compasión de ella.
La
señorita Bates, que estaba ya verdaderamente preocupada por la garganta de Jane, apenas sin tiempo para agradecer esta indicación,
se dirigió hacia el grupo e impidió que su sobrina siguiera cantando. Y aquí
terminó, pues, el concierto de la velada, ya que la señorita Woodhouse y la
señorita Fairfax eran las únicas jóvenes presentes que sabían música; pero muy
pronto (al cabo de unos cinco minutos) alguien -sin que se supiera exactamente
de quién había partido la iniciativa- propuso bailar, y el señor y la señora Cole acogieron la idea con tanto entusiasmo que
rápidamente se empezó a desembarazar el salón de estorbos para dejar espacio
libre. La señora Weston, especialista en las contradanzas, se sentó al piano, y
empezó a tocar un irresistible vals; y Frank Churchill, acercándose
a Emma con un gesto irreprochablemente
galante, la tomó de la mano y ambos iniciaron el baile.
Mientras
aguardaban que los demás jóvenes se les unieran, Emma, sin dejar de atender a los cumplidos que su pareja le dedicaba acerca
de su voz y de su talento musical, tuvo ocasión de mirar a su alrededor y de
fijarse en lo que hacía el señor Knightley. De la actitud que adoptase podía
sacar muchas deducciones. En general no solía bailar. Si ahora se apresuraba a
ofrecer su brazo a Jane Fairfax, el hecho sería muy
significativo. Pero de momento no parecía decidido a tal cosa. No... estaba
hablando con la señora Cole y mostraba un aire indiferente;
alguien sacó a bailar a Jane y él siguió hablando con la
señora Cole.
Emma dejó de sentir miedo por el
porvenir de Henry; sus intereses estaban a salvo; y
se entregó al placer del baile con una jovial y espontánea alegría. Sólo
llegaron a formarse cinco parejas; pero como había sido algo tan inesperado y
un baile era una cosa tan poco frecuente en Highbury, el acontecimiento
ilusionaba a todos, y por otra parte Emma estaba
satisfecha de su acompañante. Formaban una pareja digna de ser admirada.
Desgraciadamente
sólo pudieron permitirse dos bailes. Se iba haciendo tarde, y la señorita
Bates tenía prisa por volver a su casa, en donde le esperaba su madre. De modo
que, después de varios intentos frustrados para que se les dejara empezar un
nuevo baile, se vieron obligados a dar las gracias a la señora Weston y, muy a
pesar suyo, dar por terminada la velada.
-Quizás
ha sido mejor así -decía Frank
Churchill, mientras
acompañaba a Emma hasta su coche-. De lo contrario
hubiese tenido que sacar a bailar a la señorita Fairfax, y después de haberla
tenido a usted por pareja no hubiese podido adaptarme a su manera lánguida de
bailar.
CAPÍTULO XXVII
Pero
la felicidad perfecta, incluso en el recuerdo es poco frecuente; y había dos
puntos que la tenían intranquila. No estaba segura de no haber infringido el
deber de lealtad que toda mujer siente por las otras, haber revelado sus
sospechas acerca de los sentimientos de Jane Fairfax a Frank Churchill. Era algo difícil de excusar;
pero su convicción era tan fuerte que no había podido contenerse, y el que él
estuviera de acuerdo en todo lo que Emma le dijo
había sido un homenaje tal a su penetración que le hacía difícil persuadirse a sí
misma por completo de que hubiera sido mejor callarse lo que pensaba.
El
segundo motivo de inquietud se refería también a Jane Fairfax; y aquí sí que no cabía ninguna duda. A Emma le dolía de un modo clarísimo e inequívoco su inferioridad en la
interpretación y en el canto. Lo que más lamentaba era la pereza de su niñez...
y se sentó al piano y estuvo haciendo prácticas durante una hora y media.
Le
interrumpió la llegada de Harriet;
y si el elogio de Harriet hubiese podido satisfacerla, no hubiese
tardado mucho en consolarse.
-¡Oh!
¡Si yo pudiese tocar tan bien como tú y la señorita Fairfax!
-No
nos pongas a la misma altura, Harriet. Compararme
con ella es como comparar una lámpara con la luz del sol.
-¡Oh,
querida...! A mí me parece que de las dos tú eres la que tocas mejor. Tú lo
haces tan bien como ella. Te aseguro que yo prefiero escucharte a ti. Ayer por
la noche todo el mundo decía que tocabas muy bien.
-Los
que entienden algo en música tienen que haber notado la diferencia. La verdad, Harriet, es que yo sólo toco como para que se me hagan
algunos elogios, pero la ejecución de Jane Fairfax
está mucho más allá de todo eso.
-Pues
yo siempre pensaré que tocas tan bien como ella y que si hay alguna diferencia
nadie es capaz de notarlo. El señor Cole dijo que
tenías mucho talento; y el señor Frank Churchill estuvo
hablando un buen rato sobre tu gusto musical, y dijo que para él el gusto era
mucho más importante que la ejecución.
-Ah,
pero es que Jane Fairfax tiene las dos cosas.
-¿Estás
segura? Yo vi que tenía mucha práctica, pero me pareció que no tenía nada de
gusto. Nadie dijo nada de esto. Y a mí no me gusta el canto a la italiana. No
se entiende ni una palabra. Además, si toca tan bien, ¿sabes?, sólo es porque
tiene que saber mucho a la fuerza, porque tendrá que enseñar música. Ayer por
la noche los Cox se estaban preguntando si podría entrar en alguna casa bien.
¿Qué impresión te produjeron los Cox?
-La
de siempre... son muy vulgares, no tienen clase.
-Me
dijeron una cosa -dijo Harriet
titubeando-, pero
no es nada que tenga mucha importancia.
Emma se vio obligada a preguntar qué
era lo que le habían dicho, aunque temía que fuera algo referente al señor
Elton.
-Me
dijeron que el señor Martin cenó con ellos el sábado pasado.
-¡Oh!
-Fue
a ver a su padre para hablar de negocios, y le invitó a quedarse a cenar.
-¡Oh!
-Me
estuvieron hablando mucho de él, sobre todo Anne Cox. No sé lo que se proponía con eso; pero me preguntó si pensaba
volver a pasar una temporada en su casa el próximo verano.
-Se
proponía ser impertinente e intrometida, como siempre suele serlo Anne Cox.
-Me
dijo que había estado muy amable el día en que cenó con ellos. Se sentó a su
lado durante la cena. La señorita Nash opina que cualquiera de las Cox estaría
muy contenta de casarse con él.
-Es
muy probable... Creo que en cuanto a vulgaridad esas muchachas no tienen rival
en todo Highbury.
Harriet tenía que hacer unas compras en
casa Ford. Emma consideró más prudente acompañarla. Era
posible que se produjera otro encuentro casual con los Martin, y en el estado de ánimo en que se hallaba la
cosa hubiera podido ser peligrosa.
En
una tienda Harriet se encaprichaba de todo, no
acababa de decidirse por nada, y siempre necesitaba mucho tiempo para hacer sus
compras; y mientras estaba aún comparando unas muselinas y cambiando
continuamente de opinión, Emma
se asomó a la
puerta para distraerse. No podía esperarse mucho del movimiento de la calle,
incluso en las partes más céntricas de Highbury; el señor Perry andando
apresuradamente, el señor William
Cox entrando en su
despacho, el coche del señor Cole volviendo
de un paseo, o uno de los chicos que hacían de cartero luchando con una mula
rebelde que se obstinaba en llevarle en otra dirección, eran los personajes más
interesantes que podía esperar encontrar; y cuando su mirada tropezó tan sólo
con el carnicero con su batea, una pulcra anciana que se dirigía a su casa
después de salir de una tienda con su cesta llena, dos perros callejeros que se
disputaban un hueso sucio y una hilera de muchachos haraganeando delante del
pequeño escaparate del panadero, como si quisieran comerse con los ojos el pan
de jengibre, Emma pensó que no tenía motivos para
quejarse y que no le faltaba diversión; la suficiente para quedarse junto a la
puerta. Un espíritu despierto y equilibrado no necesita contemplar grandes
cosas, y para todo lo que ve encuentra respuesta.
Volvió
la vista hacia el camino de Randalls.
La escena se
amplió; aparecieron dos personas; la señora Weston y su hijastro; se dirigían
hacia Highbury; iban a Hartfield, por supuesto. Sin embargo se detuvieron
primero ante la casa de la señorita Bates; esta casa estaba un poco más cerca
de Randalls que el almacén de Ford; y apenas habían llamado cuando vieron a Emma... Inmediatamente cruzaron la calle y se dirigieron
hacia ella, y la agradable velada del día anterior pareció hacer aún más grato
este encuentro. La señora Weston le informó que iba a visitar a las Bates con
objeto de poder oír el nuevo piano.
-Frank -dijo ella- me ha recordado que
ayer por la noche prometí formalmente a la señorita Bates que esta mañana iría
a visitarla. Yo casi ni me di cuenta que se lo prometía. Ya no me acordaba que
había fijado una fecha, pero ya que él lo dice ahora mismo iba para allí.
-Y
mientras la señora Weston hace esta visita, espero -dijo Frank Churchill- que se me permita unirme a ustedes y
esperarla en Hartfield... si es que ya vuelven a su casa.
La
señora Weston pareció contrariada.
-Creía
que querías venir conmigo. Las Bates se alegrarían mucho de volver a verte.
-¿A
mí? Creo que estaría de más. Pero tal vez... tal vez estaré de más aquí. Parece
como si la señorita Woodhouse no desease mi compañía. Mi tía nunca quiere que
la acompañe cuando va de compras. Dice que la pongo enferma de los nervios; y
tengo la impresión que la señorita Woodhouse si se atreviera me diría algo semejante.
De modo que ¿qué hago?
-No
he venido a hacer compras para mí -dijo Emma-. Sólo
estoy esperando a mi amiga. Supongo que ya no tardará mucho en salir, y
entonces nos iremos a casa. Pero usted haría mejor de acompañar a la señora
Weston y oír cómo suena el piano.
-Bien... Si usted me lo aconseja... pero
-con una sonrisa- si el coronel Campbell se
hubiese valido para elegir el instrumento de un amigo poco cuidadoso, y si
ahora resultara que el piano no suena bastante bien... ¿Yo qué voy a decir? No
voy a hacer quedar muy bien a la señora Weston. Ella sola podrá salir del paso
perfectamente. Una verdad desagradable en sus labios debe de resultar incluso
grata, pero yo soy la persona más incapaz del mundo para decir una mentira
cortés.
-Eso
sí que no lo creo... -replicó Emma-. Estoy
convencida de que cuando es necesario puede usted ser tan insincero como
cualquier ser humano; pero no hay ningún motivo para suponer que el piano no
sea bueno. Yo más bien pensaría todo lo contrario, por lo que le oí decir a la
señorita Fairfax la noche pasada.
-Ven
conmigo -insistió la señora Weston-, si no es mucha molestia. No tenemos por
qué quedarnos mucho tiempo. Y luego iremos a Hartfield. No vamos a llegar mucho
más tarde que ellas. La verdad es que quiero que me acompañes en esta visita.
¡Lo considerarán como una atención tan grande! Además, yo creía que pensabas
venir.
El joven no se atrevió a replicar;
y con la esperanza de tener luego la compensación de ir a Hartfield, volvió
junto con la señora Weston hacia la puerta de la casa de las Bates. Emma vio cómo entraban y luego fue a reunirse con Harriet, que se hallaba confusa ante el mostrador... y
poniendo en juego toda su inteligencia, trató de convencerla de que si lo que
quería era muselina lisa no tenía ningún objeto el mirar la rameada; y que una
cinta azul, por muy bonita que fuera, nunca iba a armonizar con aquel modelo
amarillo. Por fin todos esos problemas quedaron resueltos, incluso el lugar al
que debían llevar el paquete.
-¿Prefiere
usted que se lo mande a casa de la señora Goddard, señorita? -preguntó la
señora Ford.
-Sí... No... Sí, a casa de la señora Goddard. Pero la falda envíenla a Hartfield.
No, no, envíelo todo a Hartfield, por favor, pero entonces la señora Goddard
querrá verlo... y yo podría llevar la falda a casa cualquier día. Pero
necesitaré en seguida la cinta... o sea que es mejor que lo envíen a
Hartfield... por lo menos la cinta. Podría usted hacer dos paquetes, señora Ford, ¿no?
-Harriet, no es necesario dar tantas
molestias a la señora Ford y hacerle hacer dos paquetes.
-No,
claro.
-No
es ninguna molestia, señorita, no faltaba más -dijo la amable señora Ford.
-¡Oh! Pero es que ahora la verdad es que prefiero
que sólo me hagan un paquete. Por favor, mándelo todo a casa de la señora
Goddard... pero, no sé... no, creo, Emma, que lo
mejor será que lo envíen todo a Hartfield y que yo me lo lleve todo a casa esta
noche. ¿A ti qué te parece?
-Que
no dediques ni medio segundo más a pensar en esta cuestión. A Hartfield, por
favor, señora Ford.
-Sí,
eso será mucho mejor -dijo Harriet
completamente satisfecha-;
no me gustaría nada que lo enviasen a casa de la señora Goddard.
Se
oyeron unas voces que se acercaban a la tienda... o mejor dicho, una voz y dos
señoras; la señora Weston y la señorita Bates se encontraron con ellas en la
puerta.
-Mi
querida señorita Woodhouse -dijo esta última-, precisamente venía a buscarla
para pedirle el favor de que viniera un rato a nuestra casa y nos diera su
opinión sobre el piano nuevo; usted y la señorita Smith. ¿Cómo está usted señorita Smith? Muy
bien, gracias... y he rogado también a la señora Weston que viniera con
nosotras para contar con otra opinión de peso.
-Espero
que la señora Bates y la señorita Fairfax estén...
-Muy
bien, no sabe cómo agradezco su interés. Mi madre está mara villosamente
bien y Jane no se resfrió ayer por la noche.
¿Cómo sigue el señor Woodhouse?... No sabe lo que me alegra saber que se
encuentra tan bien de salud. La señora Weston me ha dicho que estaban ustedes
aquí... ¡Oh! Y entonces yo me he dicho, voy en seguida antes de que se vayan,
estoy segura de que a la señorita Woodhouse no le importará que la moleste y le
pida que venga un ratito a casa; mi madre se alegrará tanto de verla... Y ahora
que somos tantos no podrá negarse. «Sí, sí, es una gran idea», ha dicho el
señor Frank Churchill, «será muy interesante conocer la
opinión de la señorita Woodhouse sobre el piano...» Pero, les he dicho yo, es
más probable que la convenza para venir si uno de ustedes me acompaña...»
«¡Oh!», ha dicho él, «espere medio minuto a que haya terminado mi trabajo».
Porque, no sé si querrá usted creerlo, señorita Woodhouse,
pero es un joven tan amable que estaba arreglando la montura de las gafas de mi
madre... Los cristales se salieron de la montura esta mañana, ¿sabe usted? ¡Oh,
es tan amable...! Porque mi madre no podía usar las gafas... no podía
ponérselas. Y a propósito, todo el mundo debería tener dos pares de gafas; sí,
sí, todo el mundo. Jane ya lo dijo. Yo esta mañana la
primera cosa que quería hacer era llevarlas a John Saunders, pero durante toda la mañana tenía
que hacer otras cosas que me iban distrayendo; primero una cosa, luego otra, no
se acaba nunca, ya sabe usted. Primero me vino Patty diciéndome que le parecía que había que limpiar la chimenea de la cocina. ¡Oh Patty!, dije yo, no me vengas ahora con esas malas
noticias. A la señora se le ha roto la montura de las gafas. Luego llegaron las
manzanas asadas que la señora Wallis me
mandaba con su chico; los Wallis
siempre son
extraordinariamente atentos y amables con nosotros... He oído decir a cierta
gente que la señora Wallis a veces es mal educada y
contesta de un modo muy grosero, pero con nosotros sólo han tenido atenciones.
Y no será porque somos clientes muy buenos, por el pan que les compramos,
¿sabe usted? Sólo tres panecillos... y eso que ahora tenemos con nosotros a Jane... Y es que ella no come prácticamente nada...
desayuna tan poco que se quedaría usted asustada si la viera. Yo no me atrevo
a decirle a mi madre lo poco que come... Y, mire, una vez digo una
cosa y luego digo otra y así va pasando. Pero hacia el mediodía tiene hambre y
no hay nada que le guste tanto como esas manzanas asadas, que por cierto es una
fruta muy saludable, porque el otro día tuve la ocasión de preguntárselo al
señor Perry; dio la casualidad de que le encontré en la calle. No es que yo
dudara de que fuera una fruta sana... Muchas veces le he oído recomendar al
señor Woodhouse las manzanas asadas. Creo que es el único modo que el señor
Woodhouse considera que la fruta es totalmente recomendable. Sin embargo
nosotras hacemos muchas veces tarta de manzana. Patty hace una tarta de manzana exquisita. Bueno, señora Weston, creo que ha
conseguido usted lo que nos proponíamos, confío en que estas señoras serán tan amables de venir a nuestra casa.
Emma estaba «realmente encantada de
visitar a la señora Bates», etcétera, y por fin salieron de la tienda sin más
demora que la obligada por parte de la señorita Bates:
-¿Cómo
está usted, señora Ford? Le ruego que me perdone. No la
había visto hasta ahora. Me han dicho que ha recibido usted de Londres un nuevo
surtido de cintas que es un primor. Ayer Jane llegó a
casa encantada con ellas. ¡Ah, los guantes son espléndidos...! Sólo que un poco
demasiado largos; pero Jane ya les está haciendo un
dobladillo.
-¿Qué
estaba diciendo? -dijo empezando de nuevo cuando todos hubieron salido a la
calle.
Emma se preguntó a cuál de las
innumerables cosas de las que había hablado se estaría refiriendo.
-Pues
confieso que no puedo acordarme de lo que estaba diciendo... ¡Ah, sí! Las
gafas de mi madre. ¡Ha sido tan amable el señor Frank Churchill! «¡Oh!», ha dicho, «me parece que puedo
arreglarles la montura; me encantan ese tipo de trabajos». Lo cual demuestra
que es un joven muy... la verdad, debo decirles que aunque antes de conocerle
ya había oído hablar mucho de él y le tenía en gran estima, la realidad es muy
superior a todo lo que... Señora Weston, le doy la enhorabuena de todo corazón.
A mi entender posee todo lo que el padre más exigente podría... «¡Oh!», me ha
dicho, «yo puedo arreglarles la montura; me encanta ese tipo de trabajos».
Nunca podré olvidar su amabilidad. Y cuando yo he sacado de la despensa las
manzanas asadas, confiando que nuestros amigos serían tan amables que las
probarían, «¡Oh!», ha dicho él en seguida, «no hay fruta mejor que ésa, y
además en mi vida habla visto unas manzanas asadas en casa que tuvieran tan
buen aspecto». Ya ve usted, eso es ser lo que se dice de lo más... Y por la
manera en que lo dijo estoy segura de que no era un cumplido. Claro está que
son unas manzanas deliciosas, y que la señora Wallis le saca todo el partido posible... Aunque sólo las hemos asado dos
veces y el señor Woodhouse nos hizo prometer que lo haríamos tres... Pero la
señorita Woodhouse será tan buena que no se lo contará ¿verdad? Estas manzanas
son las mejores que hay para asar, eso sin ninguna duda; todas son de
Donwell... Una parte de la generosa ayuda que nos presta el señor Knightley.
Todos los años nos manda un saco; y desde luego no hay mejores manzanas para
guardar que la de los árboles de sus tierras... Creo que sólo tiene dos
manzanos de esta clase. Mi madre dice que el huerto ya era famoso en su juventud.
Pero el otro día me llevé un verdadero disgusto porque el señor Knightley vino
a visitarnos una mañana y Jane
estaba comiendo
esas manzanas, y nosotras nos pusimos a alabarlas y le dijimos que a ella le
gustaban mucho, y él nos preguntó si ya las habíamos terminado. «Estoy seguro
de que tienen que habérseles terminado», nos dijo, «voy a mandarles otro saco;
yo tengo muchas más de las que puedo comer. Este año William Larkins me ha entregado una cantidad
superior a la de costumbre. Les enviaré unas cuantas más antes de que se
estropeen». Yo le supliqué que no lo hiciese... Pero como era verdad que se nos
estaba terminando la provisión tampoco podía decirle que nos quedaban
muchas... lo cierto es que sólo teníamos media docena; pero las guardábamos todas
para Jane; y yo no podía tolerar que nos
mandara más después de lo generoso que había sido con nosotras. Y Jane dijo lo mismo. Y cuando se hubo ido ella casi
se peleó conmigo... Bueno, no, no es que nos peleáramos, porque entre nosotras
nunca hay peleas; pero sintió tanto que yo hubiese reconocido que las manzanas
estaban a punto de terminarse; ella quería que yo le hiciese creer que aún nos
quedaban muchas. ¡Oh, querida!, le dije yo, no podía mentirle. Pero aquella
misma tarde se presentó William
Larkins con un enorme
cesto de manzanas, la misma clase de manzanas, por lo menos media arroba, y yo
quedé muy agradecida, y salí a hablar con William Larkins, y así se lo dije como ya pueden
ustedes suponer. ¡Hace tantos años que conocemos a William Larkins! Siempre me alegra volver a verle.
Pero luego me enteré por Patty
que William había dicho que aquellas eran todas las
manzanas de aquella clase que le quedaban a su amo. Las había traído todas... Y
ahora a su amo no le había quedado ni una sola para asar o para hacer hervida.
A William esto no parecía preocuparle lo
más mínimo, él estaba muy contento de pensar que su amo había vendido tantas;
porque ya saben ustedes que William
piensa más en los
beneficios de su amo que en ninguna otra cosa; pero dijo que la señora Hodges
se disgustó mucho al ver que se habían quedado sin ninguna. No podía tolerar
que su amo no pudiese volver a comer tartas de manzanas esta primavera. Eso es
lo que William le contó a Patty, pero le dijo que no se preocupara por ello y seguramente que no nos
dijera nada a nosotras, porque la señora Hodges se enfada a menudo, y como ya
se habían vendido muchos sacos no tenía mucha importancia quién se comiera el
resto. Y Patty me lo contó a mí, y yo tuve un
verdadero disgusto. Por nada del mundo consentiría que el señor Knightley se
enterara de nada de todo esto. Seguramente se pondría... Yo quería evitar que
se enterara Jane; pero por desgracia, cuando me di
cuenta ya lo había dicho.
Apenas
la señorita Bates había acabado de hablar cuando Patty abría la puerta; y sus visitantes empezaron a subir las escaleras ya
sin tener que prestar atención a ninguna historia, perseguidos tan sólo por las
manifestaciones inconexas de su buena voluntad.
-Por
favor, señora Weston, tenga cuidado, hay un escalón al dar la vuelta. Por
favor, señorita Woodhouse, la escalera es más bien oscura... Más oscura y más
estrecha de lo que sería de desear. Por favor, señorita Smith, tenga cuidado. Señorita Woodhouse, sufro por usted, estoy segura de
que está tropezando. Señorita Smith, cuidado con
el escalón que hay al dar la vuelta.
CAPÍTULO XXVIII
A
pesar de hallarse totalmente concentrado en lo que hacía, el rostro del joven
se iluminó con una sonrisa de placer al volver a ver a Emma.
-No
saben lo que me alegro -dijo más bien en voz baja-; llegan ustedes por lo
menos diez minutos antes de lo que había calculado. Como ven estoy tratando de
ser útil; díganme si lo conseguiré.
-¡Cómo!
-dijo la señora Weston-. ¿Todavía no has terminado? Al paso que vas no te
ganarías muy bien la vida arreglando gafas.
-Es
que también he estado haciendo otras cosas -replicó-; he ayudado a la señorita
Fairfax a intentar nivelar el piano; una de las patas quedaba en el aire;
supongo que era un desnivel del suelo. Como ve, hemos puesto una cuña de papel
debajo de una pata. Han sido ustedes muy amables al dejarse convencer para
venir. Yo casi temía que quisieran irse en seguida a casa.
Él
se las ingenió de modo que Emma
se sentase a su
lado; y se mostró tan solicito que eligió para ella la manzana mejor asada, intentando
que la joven le ayudara o le aconsejara en el trabajo que hacía, hasta que Jane Fairfax volvió a estar dispuesta a sentarse
de nuevo al piano. Pasó un rato antes de hacerlo, y Emma sospechó que la pausa era debida a su nerviosismo. Hacía poco tiempo
aún que poseía el instrumento y no podía tocarlo sin cierta emoción; tenía que
dominar sus nervios antes de poder tocar normalmente; y Emma no pudo por menos de compadecerse de ella y comprender sus reacciones,
fueran cuales fuesen sus motivos, y decidió no volver a hablar más de sus
sospechas a su joven amigo.
Por
fin, Jane empezó a tocar, y aunque los
primeros acordes resultaron demasiado débiles, gradualmente fueron poniéndose
de manifiesto todas las posibilidades del instrumento. La primera vez la
señora Weston había quedado encantada de su sonoridad, y ahora volvía a
estarlo; y los calurosos elogios de Emma se unieron
a los suyos; y después de haber matizado debidamente las frases de encomio, el
piano fue considerado en conjunto como un magnífico instrumento.
-Sea
quien sea, la persona a quien el coronel Campbell ha
hecho este encargo -dijo Frank
Churchill sonriendo
a Emma-, no ha elegido mal. Èn Weymouth se hablaba mucho del buen gusto del coronel Campbell; y estoy seguro de que la suavidad de las
notas altas es exactamente lo que él y todos sus
amigos de allí hubieran
apreciado más. Me atrevería a decir, señorita Fairfax, que o bien dio él mismo
instrucciones muy precisas a su amigo o bien escribió en persona a Broadwood.
¿No lo cree usted así?
Jane no se volvió. No estaba obligada
a escuchar lo que decían. La señora Weston en aquel mismo momento también
estaba dirigiéndole la palabra.
-Eso
no está bien -dijo Emma en un susurro-; lo que yo le
dije sólo fue una suposición hecha al azar. No la ponga en un aprieto.
Él negó con la cabeza mientras sonreía y adoptó
el aire de alguien que tiene muy pocas dudas y muy poca compasión. Poco después
comenzó de nuevo:
-¿Se
imagina usted, señorita Fairfax, lo contentos que estarán sus amigos de Irlanda
pensando en la ilusión que tendrá usted al recibir este regalo? Me atrevería a
suponer que piensan a menudo en usted y que incluso calculan el día, el día preciso
en que el piano habrá llegado a sus manos. ¿Cree usted que el coronel Campbell sabe que el piano está en su poder? ¿Supone
usted que este regalo ha sido la consecuencia inmediata de un encargo suyo o
más bien que sólo dio instrucciones generales, sin concretar la cuestión del
tiempo y haciéndolo depender de ciertas contingencias y conveniencias?
Hizo
una pausa. Esta vez la joven tenía que darse forzosamente por aludida; no podía
evitar el dar una respuesta...
-Hasta
que no tenga carta del coronel Campbell -dijo
ella con una voz forzadamente tranquila- no puedo suponer nada con seguridad.
Sólo pueden hacerse conjeturas.
-Conjeturas...
sí, a veces se hacen conjeturas acertadas, y a veces conjeturas erróneas. Lo
que me gustaría poder conjeturar es lo que aún tardaré en conseguir arreglar la
montura de estas gafas. ¡Cuántas tonterías dice uno cuando está absorbido por
un trabajo y se pone a hablar! ¿Verdad, señorita Woodhouse? Los trabajadores de
verdad supongo que están siempre callados; pero nosotros los caballeros que
trabajamos por afición, cuando oímos una palabra... La señorita Fairfax dijo
algo sobre las conjeturas. Por fin, ya está. Señora -dirigiéndose a la señora
Bates-, tengo el honor de devolverle sus gafas, por ahora arregladas.
Madre
e hija le dieron las gracias muy efusivamente; para tratar de escapar a esta
última se dirigió hacia el piano y rogó a la señorita Fairfax que aún estaba
sentada ante el instrumento que tocara algo más.
-Si
es usted tan amable -dijo él-, toque usted uno de aquellos valses que bailamos
ayer por la noche; me gustaría tanto volver a oírlos. Usted no disfrutó de la
velada tanto como yo; daba usted la impresión de estar cansada todo el tiempo.
Me parece que se alegró de que no bailáramos más; pero yo hubiera dado todo lo
del mundo y todos los mundos que hubiera tenido, por otra media hora.
Jane tocó lo que le habían pedido.
-¡Qué
placer volver a oír una melodía que nos ha hecho felices! Si no me equivoco
esta pieza la bailamos en Weymouth.
La
joven levantó por un momento la mirada hacia él, se ruborizó intensamente, y se
puso a tocar otra cosa. É1 cogió unos cuadernos de música que habían en una
silla cerca del plano, y volviéndose hacia Emma dijo:
-Esto
es algo completamente nuevo para mí. ¿Lo conoce usted? Cramer... Y ésta es una nueva colección de canciones
irlandesas. Claro que ya era de esperar que hubiese algo irlandés. Todo eso lo
enviaron con el piano. El coronel Campbell está
en todo, ¿verdad? Sabía que la señorita Fairfax aquí no disponía de música. Yo
reconozco mi admiración por estos detalles tan atentos; se ve que es algo
salido del corazón. Todo está hecho sin prisas, meditándolo bien, hasta el
último detalle. Se ve la mano de alguien a quien mueve un gran afecto.
Emma hubiera deseado que el joven se
mostrara menos intencionado, pero la situación no dejaba de divertirla; y
cuando al mirar de reojo a Jane Fairfax se dio cuenta de que en sus labios
flotaba una vaga sonrisa, cuando advirtió que al rubor de la responsabilidad de
poco antes había sucedido una sonrisa de oculta complacencia, sintió menos
escrúpulos de que todo aquello le divirtiera y mucha menos compasión por
ella... La encantadora, digna, perfecta Jane Fairfax,
al parecer se complacía en sentimientos muy reprensibles.
Frank
Churchill entregó a
Emma todos los cuadernos de música, y
ambos los ojearon juntos... Emma
aprovechó la
oportunidad para susurrar:
-Habla
usted demasiado claro. Tiene a la fuera que entenderlo.
-Así
lo espero. Lo que quisiera es que me entendiese. No me avergüenzo lo más mínimo
de lo que estoy diciendo.
-Pues
le aseguro que yo sí que estoy un poco avergonzada, y preferiría que no se me
hubiese ocurrido la idea.
-Yo
me alegro mucho de que se le ocurriera y también de que me la comunicase. Ahora
ya sé cómo interpretar sus rarezas y sus extravagancias. Déjele que se
avergüence. Si obra mal debería darse cuenta de lo que hace.
-A
mí me parece que no deja de darse cuenta.
-No
me da la impresión de que esté muy arrepentida. En este momento está tocando Robing Adair...
La canción favorita
de él.
Poco
después la señorita Bates, al pasar cerca de la ventana, descubrió al señor
Knightley que pasaba a caballo no lejos de allí.
-¡El
señor Knightley! ¡Qué sorpresa! Tengo que hablar con él en seguida aunque sólo
sea para darle las gracias. Pero no quiero abrir esta ventana; podrían
resfriarse todos ustedes; pero ¿saben lo que voy a hacer? Abriré la ventana del
cuarto de mi madre. Estoy segura de que entrará cuando sepa quién hay en casa.
¡Oh, qué alegría tenerles a todos reunidos aquí! ¡Qué honor para nuestra humilde
casa!
Cuando
acabó de pronunciar esta frase ya estaba en la estancia de al lado, y después
de abrir la ventana inmediatamente llamó la atención del señor Knightley, y
hasta la última sílaba de la conversación que sostuvieron fue perfectamente
oída por los demás, como si la escena tuviese lugar en aquella misma
habitación.
-¿Cómo
está usted?... ¿Cómo está usted?... Muy bien, gracias. Agradecidísima porque
ayer nos prestara el coche. Llegamos a muy buena hora; mi madre nos estaba
esperando. Por favor, entre usted, se lo ruego. Encontrará usted aquí a varios
amigos.
Así
empezó la señorita Bates; y el señor Knightley pareció firmemente resuelto a
dejarse oír, porque replicó de un modo decidido y tajante:
-¿Cómo
está su sobrina, señorita Bates? Dígame usted cómo se encuentran todos, pero
sobre todo su sobrina, ¿cómo está la señorita Fairfax?
Supongo que ayer por la noche no se resfrió. ¿Cómo se encuentra hoy? Dígame
cómo sigue la señorita Fairfax.
Y
la señorita Bates se vio obligada a dar respuesta a todas estas preguntas antes
de que él consintiera en oírla hablar de algo más. Los oyentes sonreían
divertidos; y la señora Weston dirigió una mirada de inteligencia a Emma. Pero ésta movió negativamente la cabeza como
reafirmándose en su escepticismo.
-¡Le
estamos tan agradecidas! ¡Le estamos tan agradecidas por el coche...!
-prosiguió la señorita Bates.
Pero
él la interrumpió bruscamente diciendo:
-Voy
a Kingston. ¿Desea usted algo?
-¡Oh!
¿De veras? ¿De veras va usted a Kingston? El otro día la señora Cole me decía que necesitaba algo de Kingston.
-La
señora Cole puede enviar a sus criados.
¿Desea algo para usted?
-No,
gracias. Pero, por favor, entre usted un momento. ¿Quién cree usted que está
aquí? La señorita Woodhouse y la señorita Smith; han sido tan amables que nos han hecho una visita para oír el nuevo
piano. Por favor, deje usted el caballo en la Corona y entre un momento.
-De
acuerdo -dijo de modo resuelto-, pero sólo cinco minutos.
-¡También
están aquí la señora Weston y el señor Frank Churchill! ¡Ay,
qué alegría! ¡Ver reunidos a tantos amigos!
-No,
no, gracias, ahora no puedo. No podría quedarme ni dos minutos. Tengo mucha
prisa por llegar a Kingston.
-¡Oh,
por favor, entre un momento! Se alegrarán tanto de verle.
-No,
no, ya tiene usted bastante gente en casa. Ya les visitaré otro día y oiré el
piano.
-Bueno,
como quiera, pero lo siento mucho... ¡Oh, señor Knightley! ¡Qué velada más
deliciosa la de ayer! ¡Que agradable fue! ¿Había usted visto alguna vez un
baile como aquél? ¿No fue verdaderamente encantador? ¡Qué pareja formaban la
señorita Woodhouse y el señor Frank Churchill! Yo
nunca había visto nada parecido.
-¡Oh,
sí, sí, sí, verdaderamente delicioso! No puedo decir otra cosa porque supongo
que la señorita Woodhouse y el señor Frank Churchill estarán
oyendo todo lo que hablamos. Y -levantando aún más la voz- no sé por qué no
menciona también a la señorita Fairfax. En mi opinión la señorita Fairfax baila
muy bien. Y la señora Weston tocando contradanzas no tiene rival en toda
Inglaterra. Ahora si sus amigos fueran un poco agradecidos para corresponder
tendrían que hacer algunos elogios en voz alta sobre usted y sobre mí; pero no
puedo quedarme más tiempo para oírlos.
-¡Oh,
señor Knightley, espere un momento! Es algo importante... ¡Lo sentimos tanto! ¡Jane y yo hemos sentido tanto lo de las manzanas!
-¿De
qué me está usted hablando ahora?
-¡Pensar
que nos ha enviado usted todas las manzanas que le quedaban! Usted dijo que
tenía muchas, pero ahora se ha quedado sin ninguna. ¡Le aseguro que lo hemos
sentido tanto! La señora Hodges tiene motivos para estar enfadada. William Larkins nos lo contó. No debería usted
haberlo hecho. No, le aseguro que no debería haberlo hecho. ¡Oh! Ya se ha ido.
No puede sufrir que le den las gracias. Pero yo creía que iba a entrar, y
hubiera sido una lástima no haber mencionado... Bueno -volviendo a entrar en
el salón-, no he tenido éxito. El señor Knightley no podía detenerse. Iba
camino de Kingston. Me ha preguntado si necesitaba algo de...
-Sí
-dijo Jane-, ya hemos oído sus amables
ofrecimientos, lo hemos oído todo.
-¡Oh,
sí, querida, ya supongo que habéis podido oírlo!; porque, verán ustedes lo que
pasaba, la puerta estaba abierta y la ventana también, y el señor Knightley
hablaba en voz muy alta. Desde luego, seguro que han tenido que oírlo todo.
«¿Desea usted algo de Kingston?», me ha dicho; y yo, claro, me he acordado...
¡Oh!, señorita Woodhouse, ¿ya tiene usted que marcharse? Pero si acaba de
llegar... Ha sido usted tan amable...
Emma consideró que ya había llegado
la hora de volver a su casa; la visita había durado mucho; y al consultar los
relojes vieron que había pasado buena parte de la mañana, de modo que la señora
Weston y su acompañante también se despidieron, sin poder permitirse más que
acompañar a las dos jóvenes hasta la entrada de Hartfield antes de tomar el
camino de Randalls.
CAPÍTULO XXIX
Frank
Churchill ya había
bailado una vez en Highbury, y ahora suspiraba por volver a bailar; y la última
media hora de una velada que el señor Woodhouse consintió en pasar con su hija
en Randalls, los dos jóvenes la dedicaron a
hacer proyectos sobre aquella cuestión. La iniciativa había sido de Frank, así como el mayor interés en conseguir lo que
deseaba; ya que ella prestaba gran atención a las dificultades, y consideraba
que debía ser algo digno y adecuado a las circunstancias. Pero, a pesar de
todo, Emma tenía tantos deseos de volver a
demostrar lo mara villosamente que
bailaban el señor Frank
Churchill y la
señorita Woodhouse -algo de lo que no tenía que enrojecer al compararse con Jane Fairfax- ...y también tantos deseos
simplemente de bailar, sin que contara el maligno aguijón de la vanidad... que
le ayudó primero a medir el salón en que estaban para saber cuántas personas
podrían caber allí... y luego a tomar las medidas de la otra sala de estar, con
la esperanza de descubrir -a pesar de todo lo que el señor Weston podía
decirles que eran exactamente de las mismas dimensiones- que era un poco más
grande.
La
primera proposición del joven de que el baile que había empezado en casa del
señor Cole debía terminar en aquella
casa... que se reunirían las mismas personas que la vez anterior... y que la
encargada de tocar el piano sería la misma... halló la aprobación más
inmediata. El señor Weston acogió la idea con gran entusiasmo, y la señora
Weston se comprometió gustosamente a tocar durante todo el tiempo que ellos
quisieran dedicarse al baile; y acto seguido se aplicaron a la grata tarea de
calcular exactamente cuáles serían las parejas, y a destinar a cada una de
ellas la porción de espacio indispensable.
-Usted,
la señorita Smith y la señorita Fairfax serán
tres, y las dos señoritas Cox cinco -repetía Frank Churchill una y otra vez. Y por otra parte están los
dos Gilbert, Cox hijo, mi padre y yo, y
además el señor Knightley. Sí, seremos los suficientes para divertirnos.
Usted, la señorita Smith y la señorita Fairfax, serán
tres, y las dos señoritas Cox, cinco; y para cinco parejas habrá mucho espacio.
Pero
no tardó mucho en cambiar de opinión.
-Bueno,
no sé si habrá espacio suficiente para cinco parejas... Casi me parece que no.
Y
poco después:
-Después
de todo, por cinco parejas no vale la pena organizar nada. Si uno piensa con
calma en lo que eso significa, cinco parejas no son nada. No va a salir bien
invitando sólo a cinco parejas. Ha sido una idea que se nos ha ocurrido en un
mal momento.
Alguien
dijo que estaban esperando a la señorita Gilbert en casa
de su hermano, y que debía ser invitada con los demás. Otro era de la opinión
que la señora Gilbert, si se lo hubiesen pedido, hubiera
bailado en casa de los Cole. Se habló también del hijo menor
de los Cox; y por fin, después de que el señor Weston hubiese nombrado a unos
primos suyos que también debían ser incluidos en la lista, y de otra amistad
suya muy antigua a la que no podía desairar, se llegó al convencimiento de que
las cinco parejas serían por lo menos diez, y empezaron a hacerse curiosos
cálculos acerca de las posibilidades de meter a toda aquella gente en el salón.
Las
puertas de las dos salas se hallaban enfrente la una de la otra.
-¿No
podríamos usar las dos salas y aprovechar también el espacio de la puerta para
bailar?
Ésta
parecía ser la mejor idea; pero la mayoría pidió que se buscase una solución
más adecuada. Emma dijo que resultaría un poco
vulgar; la señora Weston se preocupaba por la cena; y el señor Woodhouse se
opuso decididamente por motivos de salud. La cosa le hubiera inquietado tanto
que había que desechar el proyecto.
-¡Oh,
no! -dijo-. Esto sería el colmo de la imprudencia. No puedo consentirlo por Emma... Emma no es una muchacha fuerte. Iba a pillar un
resfriado terrible. Y la pobre Harriet también.
Y todos ustedes igual. Señora Weston, tendría usted que guardar cama; no les
deje hablar de disparates como éste; por favor, no les deje hablar de estas
cosas. Ese joven -dijo bajando la voz- no tiene ni pizca de seso. No se lo diga
a su padre, pero ese joven no rige bien. Toda la tarde a cada momento está
abriendo las puertas y las deja abiertas sin ninguna consideración. No piensa
en las corrientes de aire. Yo no quiero indisponerle con él, pero le aseguro
que ese joven de seso tiene muy poco.
La
señora Weston quedó muy apenada al oír estas frases de reproche. Sabía la
importancia que tenían e hizo todo lo que pudo por disipar sus aprensiones. Se
cerraron todas las puertas, se abandonó el proyecto de comunicar las dos salas
y se volvió de nuevo al plan primitivo de bailar tan sólo en el salón en el que
entonces se encontraban; y con tan buena voluntad por parte de Frank Churchill que el espacio que un cuarto de hora antes apenas
se consideraba suficiente para cinco parejas, se intentó convertirlo en holgado
para diez.
-Hemos
sido demasiado generosos -dijo-; concedíamos mucho más espacio del necesario.
Aquí diez parejas caben perfectamente.
Emma protestó:
-Sería
un gentío... un gentío horrible; no hay nada peor que bailar sin espacio para
moverse.
-Sí,
sí, cierto -replicó él muy serio-, sería horrible.
Pero
siguió tomando medidas y por fin terminó diciendo:
-A
pesar de todo, creo que diez parejas tendrían espacio más que suficiente.
-No,
no -dijo Emma-, sea usted un poco razonable.
Sería horroroso estar tan apretados. No hay nada más desagradable que bailar
rodeado de mucha gente... ¡y ese gentío en un sitio tan pequeño!
-Desde
luego, eso no puedo negarlo -replicó-. Estoy totalmente de acuerdo con
usted... Ese gentío en un sitio tan pequeño... Señorita Woodhouse, tiene usted
el don de describir muy gráficamente las cosas en muy pocas palabras.
¡Exquisito, verdaderamente exquisito! Sin embargo, después de haberle dado tanta
vueltas cuesta mucho dejarlo correr. Mi padre se llevaría una decepción... y
en resumidas cuentas... aunque no sé muy bien por qué... yo más bien soy de la
opinión de que diez parejas cabrían perfectamente aquí dentro.
Emma se dio cuenta de que sus galanterías
no eran muy espontáneas, y que él opondría resistencia antes de renunciar al
placer de bailar con ella; pero aceptó el cumplido y olvidó todo lo demás. Si
alguna vez llegaba a pensar en casarse con él, valdría la pena detenerse
a pensar con calma y tratar de calibrar el valor de su inclinación por ella, y
de comprender las características de su temperamento; pero para todos los
efectos de su amistad el joven era más que suficientemente amable.
Antes
de las doce de la mañana del día siguiente, Frank Churchill llegaba a Hartfield; y entró en la sala
exhibiendo una sonrisa tan agradable que demostraba bien a las claras que no
había abandonado su proyecto. Pronto se vio que venía a anunciar alguna idea
feliz.
-Bueno,
señorita Woodhouse -empezó a decir casi inmediatamente-, confío que la afición
que usted siente por bailar no ha desaparecido por completo con el terror que
le inspiran las reducidas dimensiones de las salitas de la casa de mi padre.
Traigo una nueva proposición acerca de este asunto: ha sido una idea de mi
padre que sólo espera su aprobación para ser puesta en práctica. ¿Puedo aspirar
al honor de que me conceda usted los dos primeros bailes de esta pequeña velada
que pensamos que podría celebrarse no en Randalls, sino
en la Hostería de la Corona?
-¿En
la Corona?
-Sí;
si usted y el señor Woodhouse no ven ningún obstáculo y confío en que no, mi
padre espera de la amabilidad de sus amigos que le honren con su visita en la
hostería. Allí puede ofrecerles más comodidades y una acogida no menos cordial
que en Randalls. Ha sido idea suya. La señora
Weston no ve ningún inconveniente, con tal de que ustedes estén de acuerdo. Y
ésta es también nuestra opinión. ¡Oh! Tenía usted toda la razón. Diez parejas
en cualquiera de las dos salas de Randalls hubiera
sido algo realmente insufrible. ¡Qué horror! Durante todo el rato yo ya me daba
cuenta de que usted tenía mucha razón, pero tenía demasiados deseos de defender
algo para demostrar que cedía. ¿No le parece una idea mucho mejor?
¿Está usted de acuerdo? Confío en que dará usted su consentimiento.
-Me
parece que es un proyecto al que nadie puede poner reparos, si no los ponen el
señor y la señora Weston. A mi modo de ver es espléndido. Y por lo que a mí respecta, estaré contentísima de... Sí, creo que era la
única solución que podía encontrarse. Papá, ¿no te parece una solución
excelente?
Emma se vio obligada a explicárselo
de nuevo antes de ser comprendida del todo; y luego, como se trataba de algo
nuevo, para que lo aceptara fue preciso que le hicieran una serie de consideraciones.
-No;
a mí lo que me parece es que dista mucho de ser una solución excelente... es
una idea muy desafortunada... mucho peor que la otra. La sala de una posada
siempre es un sitio húmedo y peligroso, nunca está bien ventilado y no es un
lugar propio para ser habitado. Si tienen que bailar es mejor que bailen en Randalls. Nunca he estado en esta sala de la Corona...
ni conozco a nadie que la haya visto por dentro... pero, ¡no, no! Lo encuentro
un plan pero que muy malo. En la Corona todo el mundo va a pillar unos
resfriados peores que en cualquier otro sitio.
-Precisamente
iba a decirle -dijo Frank
Churchill- que una
de las grandes ventajas de este nuevo proyecto es el poco peligro que hay de
que alguien coja un resfriado... ¡En la Corona el peligro es mucho menor que
en Randalls! Quizás el señor Perry tuviera
motivos para lamentar este cambio, pero nadie más.
-Caballero
-dijo el señor Woodhouse, acalorándose un poco-, se equivoca usted de medio a
medio si supone que el señor Perry es un hombre capaz de una cosa así. El señor
Perry lo siente muchísimo cuando alguno de nosotros cae enfermo. Pero lo que
no entiendo es por qué cree usted que el salón de la Corona será un lugar más
seguro que el de casa de su padre.
-Pues
sencillamente por el simple hecho de que es más espacioso. No tendremos
necesidad de abrir ninguna ventana... ni una sola ventana en toda la velada; y
es esta horrible costumbre de abrir las ventanas, dejando que entre el aire
frío que actúa sobre el cuerpo sudoroso, la que (como usted sabe muy bien) es
la responsable de esas desgracias.
-¡Abrir
las ventanas! Pero sin duda alguna, señor Churchill, a nadie se le hubiera ocurrido abrir las
ventanas en Randalls. ¡Nadie hubiera podido ser tan
imprudente! En mi vida he oído decir una cosa semejante. ¡Bailar con las
ventanas abiertas! Estoy seguro de que ni su padre ni la señora Weston (la
pobre señorita Taylor, como antes la llamábamos) lo
hubieran consentido.
-¡Ah!
Pero siempre hay algún joven alocado que se escurre sin que nadie le vea detrás
de una cortina, y entreabre la ventana. Yo mismo lo he visto hacer muchas
veces.
-¿Lo
dice de veras? ¡Dios nos asista! Nunca lo hubiera supuesto. Pero es que yo
vivo fuera del mundo, y muchas veces me quedo asombrado de lo que me dicen. Sin
embargo, esto ya significa una diferencia; y quizá, cuando volvamos a hablar
de ello... pero esta clase de cosas requieren pensárselo mucho. No se pueden decidir
con prisas. Si el señor y la señora Weston fueran tan amables que vinieran a verme
una mañana, podríamos hablar del asunto, y veríamos lo que se puede hacer.
-Pero
es que, por desgracia, dispongo de tan poco tiempo...
-¡Oh!
-interrumpió Emma-, tendremos tiempo de sobras para
hablar de todo. No hay ninguna prisa. Si pudiera lograrse que el baile fuera en
la Corona, papá, sería muy conveniente para los caballos. Tendrían las cuadras
muy cerca.
-Sí,
querida, en eso tienes toda la razón. Esto es una gran cosa. No es que James se
queje nunca; pero siempre que se pueda es mejor tener consideración con los
caballos. Si pudiera estar seguro de que la sala estará bien ventilada... pero
¿podemos fiarnos de la señora Stokes? Lo
dudo. Yo no la conozco ni de vista.
-Puedo
responder de todos esos detalles porque la señora Weston en persona se ocupará
de ellos. La señora Weston se encarga de la dirección general de todo.
-¡Ya
ves, papá! Supongo que esto te tranquilizará... Nuestra querida señora Weston,
que es el cuidado personificado. ¿Te acuerdas de lo que dijo el señor Perry,
hace muchos años, cuando tuve el sarampión? «Si la señorita Taylor se encarga de arropar a la señorita Emma, no tiene que tener usted ningún miedo de que
se destape.» Muchas veces te lo he oído contar como haciéndole un gran elogio.
-Sí,
sí, es verdad, es verdad que el señor Perry lo dijo. Nunca lo olvidaré. ¡Mi
pobre Emmita! Llegaste a estar muy mal con el sarampión; bueno, quiero decir
que hubieses llegado a estar muy mal, de no ser por los muchos cuidados de
Perry. Durante una semana vino cuatro veces al día. Desde el principio ya dijo
que era un sarampión muy benigno... y esto era lo que nos consolaba más, pero a
pesar de todo el sarampión siempre es una enfermedad terrible. Confío en que
cuando alguno de los pequeños de la pobre Isabella tenga el sarampión, mandará llamar a Perry.
-Mi
padre y la señora Weston están en la Corona en estos momentos -dijo Frank Churchill- estudiando la capacidad del
local. Yo les dejé allí, y vine a Hartfield porque estaba impaciente por saber
su opinión, y también porque esperaba que la convencería para que fuera a
reunirse con ellos y pudiera exponer su criterio sobre el terreno. Los dos me
rogaron que se lo dijera así. Les daría usted una gran alegría si ahora me
permitiera acompañarla hasta allí. Sin usted no podemos tomar ninguna decisión
definitiva.
Emma se sintió muy halagada al ver
que la convocaban para tal asamblea; y después de hacer prometer a su padre que
durante su ausencia reflexionaría sobre todo lo que habían estado hablando, los
dos jóvenes salieron inmediatamente en dirección a la Hostería de la Corona.
Allí les esperaban el señor y la señora Weston; muy contentos de verla y de
recibir su aprobación, muy ocupados, y muy felices, cada cual de un modo
diferente; ella poniendo pequeños reparos, y él encontrándolo todo perfecto.
-Emma -dijo ella-, el papel de las
paredes está en peor estado de lo que yo pensaba. ¡Mira! Hay trozos en que ya
ves que está espantosamente sucio; y el arrimadero está mucho más amarillento
y deslucido de lo que podía imaginarme.
-Querida,
eres demasiado exigente -dijo su esposo-. ¿Qué importancia tiene? A la luz de
las velas no vas a ver nada de todo eso. Te parecerá tan limpio como Randalls a la luz de las velas. Nunca nos fijamos en
esas cosas cuando vamos a un club.
Aquí
probablemente las señoras cambiaron una mirada que significaba: «Los hombres
nunca saben cuándo las cosas están limpias o no lo están»; y los caballeros tal
vez pensaron para sus adentros: «Las mujeres siempre se preocupan por esas
pequeñeces y naderías.»
Sin
embargo, surgió una dificultad que los propios caballeros no desdeñaron. Se
trataba del comedor. En la época en que se construyó la sala de baile no se
había pensado en la posibilidad de que allí se celebrasen también comidas; y el
único anexo que habían añadido había sido una pequeña sala de juego. Ahora
bien, esta sala de juego se necesitaría como tal; y, en el caso de que los
cuatro organizadores considerasen más conveniente prescindir del juego, ¿no era
demasiado pequeña para que allí se pudiera cenar cómodamente? Para aquel objeto
podía disponerse también de otro salón mucho más espacioso; pero se hallaba en
el otro extremo del edificio, y para llegar hasta él se tenía que pasar por un
corredor muy poco presentable. Eso creaba una dificultad. La señora Weston
temía que en este corredor, los jóvenes estuvieran demasiado expuestos a las
corrientes de aire; y ni Emma
ni los dos
caballeros se resignaban a la perspectiva de tener que cenar apretujados en una
estancia pequeña.
La
señora Weston propuso que no se preparara una cena en toda regla; sino que sólo
se sirvieran emparedados, etc. en la salita más
reducida; pero la sugerencia se descartó como una idea poco afortunada. Un
baile particular, en el que los invitados no pudieran sentarse a la mesa para
cenar, fue considerado como un vergonzoso fraude a los derechos de las damas y
de los caballeros; y la señora Weston tuvo que renunciar a volver a hablar de
ello. Pero poco después se le ocurrió otra solución, y asomándose a la salita de juego, comentó:
-Tampoco
me parece que sea tan pequeña. Al fin y al cabo tampoco seremos tantos.
Y
al mismo tiempo el señor Weston, mientras recorría a grandes pasos el corredor,
exclamaba:
-Querida,
me parece que exageras un poco con este corredor; después de todo, no es tan
largo como dices; y no se nota ni la menor corriente de aire de la escalera.
-Lo
que yo quisiera -rujo la señora Weston- es saber lo que preferirían la mayoría
de nuestros invitados; debemos decidirnos por lo que sea del agrado del mayor
número de nuestros amigos... si es que puede averiguarse qué es lo que piensa
la mayoría...
-Sí,
esto es verdad -exclamó Frank-,
la pura verdad.
Usted quiere saber cuál es la opinión de sus vecinos. Es una idea que sólo
podía ocurrírsele a usted. Si pudiéramos consultar a los principales... a los
Coles, por ejemplo. No viven muy lejos de aquí. ¿Voy a visitarles? ¿O la
señorita Bates? Aún vive más cerca... Aunque no sé si la señorita Bates
representaría la opinión del resto de los invitados... Me parece que
necesitamos consultar con más personas. ¿Qué les parece si voy a ver a la
señorita Bates y le digo que venga a reunirse con nosotros?
Pues...
me parece muy bien, si es usted tan amable -dijo vacilando la señora Weston-.
Si cree usted que puede sernos de alguna utilidad...
-La
señorita Bates no nos va a solucionar nada -dijo Emma-. Se deshará en cumplidos y en agradecimientos, pero no nos va a
resolver el problema. Ni siquiera prestará atención a lo que se le pregunte. No
veo ninguna ventaja en consultar a la señorita Bates.
-¡Pero
es tan divertida, tan extraordinariamente divertida! A mí me encanta oír hablar
a la señorita Bates. Y tampoco necesito traer a toda la familia.
En
este punto el señor Weston se incorporó al grupo, y al oír la proposición que
se había hecho, le dio su decidida aprobación.
-Sí,
sí, Frank; ve a buscar a la señorita Bates,
y terminemos de una vez con este asunto. Estoy seguro de que le entusiasmará la
idea; y no conozco a ninguna persona más indicada que ella para ayudarnos a
resolver estas dificultades. Ve a buscar a la señorita Bates. Nos estamos
poniendo demasiado escrupulosos. Ella es una lección viviente de cómo ser
feliz. Pero trae a las dos. Diles a las dos que vengan.
-¿Las
dos? ¿Aquella señora anciana...?
-¿Qué
anciana? ¡No, hombre, no, te estoy hablando de la joven! Te consideraré un
zoquete si traes a la tía sin la sobrina.
-¡Oh,
comprendido, comprendido! Al principio no lo había captado. Pues, desde luego,
si lo prefiere así intentaré convencerlas a las dos para que vengan.
Y
salió rápidamente. Mucho antes de que regresara acompañando a la menuda, pulcra
y vivaz tía, y a su elegante sobrina, la señora Weston, como mujer equilibrada
y como buena esposa, había vuelto a examinar las condiciones del corredor, y
advirtió que sus inconvenientes eran mucho menores de lo que antes había
supuesto... la verdad es qué casi insignificantes; y aquí terminaron las
dificultades para tomar una decisión. Todo lo demás, por lo menos en teoría, no
presentaba ningún problema. Los detalles complementarios de la mesa y las
sillas, las luces y la música, el té y la cena, se resolverían solos; o se
dejaron de lado como nimiedades, a resolver en cualquier momento entre la
señora Weston y la señora Stokes...
No cabía duda de
que todos los invitados iban a asistir; Frank ya había
escrito a Enscombe, proponiendo prolongar su estancia en Highbury durante unos
cuantos días más de las dos semanas acordadas, y no era posible que se negaran
a complacerle. Iba, pues, a celebrarse un magnífico baile.
Cuando
llegó, la señorita Bates se declaró totalmente de acuerdo con todo lo que le
propusieron. Ya no se requería su ayuda para dar ideas; pero para aprobarlas (y
en ese aspecto era mucho más de fiar) fue acogida con toda cordialidad. Su
aprobación, que fue total e inmediata, circunstanciada, calurosa e incesante,
no podía por menos de complacer a todos; y durante media hora más estuvieron
yendo de un lado a otro de las diferentes salas, los unos haciendo sugerencias,
los otros recibiéndolas y todos gozando ya de antemano de la alegre reunión que
se estaba organizando. El grupo no se disolvió sin que Emma no hubiese prometido en firme al héroe de la velada los dos primeros
bailes, ni sin que el señor Weston, que la había oído por casualidad, murmurase
al oído de su esposa:
-Se
los ha pedido a ella, querida. La cosa marcha. ¡Ya sabía ya que lo haría!
CAPÍTULO XXX
Emma sólo echaba de menos una cosa para que el proyecto del baile fuese completamente satisfactorio: el que la fecha fijada cayera dentro de las dos semanas que su familia había concedido a Frank Churchill para su estancia en Highbury; pues, a pesar de la confianza del señor Weston, la joven no consideraba tan imposible que los Churchill no consintieran a su sobrino quedarse allí un día más de los quince que le habían concedido. Pero esto no era factible. Los preparativos requerían tiempo, y no podía prepararse nada para antes de que empezara la tercera semana de su estancia, y durante unos cuantos días tenían que hacer planes, preparativos y concebir esperanzas en la incertidumbre -en el peligro-, según su opinión el gran peligro, de que todo fuera en vano.
Sin
embargo, en Enscombe se mostraron generosos, generosos en los hechos, ya que no
en las palabras. Evidentemente, su deseo de quedarse más tiempo allí les
contrarió; pero no se opusieron. Se hallaban, pues, seguros, y se siguió
adelante con el proyecto; y como una preocupación generalmente al desaparecer
cede su lugar a otra, Emma, una vez ya segura de que el
baile iba a efectuarse, empezó a considerar con inquietud la provocadora indiferencia
que el señor Knightley mostraba para con estos planes. Ya fuera porque él no
bailaba, ya porque los planes se habían hecho sin consultarle, parecía haber
decidido que no sentía ningún interés por aquello, que no sentía ninguna
curiosidad por enterarse de los detalles, y que para él la fiesta no iba a
proporcionarle ningún género de diversión. Cuando Emma, entusiasmada, le explicó de lo que se trataba, no logró obtener una
respuesta más aprobadora que ésta:
-Perfectamente.
Si los Weston consideran que vale la pena tomarse todas estas molestias por
unas cuantas horas de ruidosas expansiones, yo no tengo nada que decir en
contra, pero que nadie quiera elegírmelas diversiones por mí... ¡Oh, sí! Claro
está que tengo que ir; no puedo negarme; y procuraré estar tan animado como
pueda; pero preferiría quedarme en casa repasando las cuentas que cada semana
me presenta William Larkins; confieso que preferiría
esto mucho más. ¿Es un placer ver cómo bailan los demás? No para mí, se lo
aseguro... Nunca me ha gustado ver bailar... ni sé de nadie que le guste. En mi
opinión, el bailar bien, como la virtud, no necesita espectadores, y la
satisfacción que proporciona basta. Generalmente los que se quedan a ver bailar
suelen estar pensando en otras cosas muy diferentes.
Emma se dio cuenta de que se estaba
refiriendo a ella, y esto la puso fuera de sí. Sin embargo no era para
favorecer a Jane Fairfax que se mostraba tan
indiferente y tan ofensivo; no pensaba en ella al censurar la idea del baile,
ya que Jane se hallaba entusiasmadísima con
el proyecto; tanto que parecía más alegre, más franca, y le había dicho por
propia iniciativa:
-¡Oh,
señorita Woodhouse! Supongo que no ocurrirá nada que impida que se dé el baile.
¡Qué desilusión tendríamos! Confieso que pienso en este baile con muchísima ilusión.
No
era pues para halagar a Jane Fairfax que prefería la compañía
de William Larkins. No... cada vez estaba
más convencida de que la señora Weston se había equivocado completamente en sus
suposiciones. Lo que él sentía por la joven era mucha amistad y una gran
compasión... pero no amor.
Pero,
¡ay!, no tardó en pasar mucho tiempo sin que dejara de haber motivos para
disputar con el señor Knightley. Dos días de jubilosa seguridad fueron seguidos
inmediatamente por el derrumbamiento de todas sus ilusiones. Llegó una carta
del señor Churchill instando a su sobrino a regresar
lo antes posible. La señora Churchill
estaba enferma...
demasiado enferma para poder prescindir de su presencia; cuando había escrito a
su sobrino dos días antes ya se encontraba muy mal (según decía su esposo),
pero resistiéndose, como era habitual en ella,, a preocupar a los demás y
siguiendo su invariable costumbre de no pensar nunca en sí misma, no lo había
mencionado; pero ahora se había agravado tanto que la cosa no podía tomarse a
la ligera, y debía rogar a Frank
que regresase a
Enscombe inmediatamente, sin la menor demora.
La
señora Weston anticipó a Emma
lo esencial de la
carta en una nota que se apresuró a enviarle. En cuanto a la partida del joven
era inevitable. Debía partir al cabo de pocas horas, aunque sin sentir ni la
menor alarma por el estado de su tía que pudiera contrarrestar su repugnancia a
irse. Ya conocía sus enfermedades, que sólo se presentaban cuando le convenía.
La
señora Weston añadía que «Frank
sólo tendrá tiempo
de pasar un momento por Highbury, después de desayunar, para despedirse de los
pocos amigos que supone que sienten algún interés por él; de modo que no
tardará mucho en aparecer por Hartfield».
Esta
triste nota llegó a las manos de Emma cuando
terminaba de desayunar. Una vez la hubo leído no pudo por menos de lamentarse
de su mala suerte. Adiós al baile... adiós al joven... ¡y cómo debía de
sentirlo Frank Churchill! ¡Era demasiada mala suerte! ¡Una
fiesta tan mara villosa como hubiera
sido! ¡Todo el mundo hubiese sido tan feliz! ¡Y ella y su pareja los más
felices de todos!
-¡Yo
ya dije que pasaría eso! -fue su único consuelo.
Mientras,
su padre se preocupaba por cosas totalmente distintas; pensaba sobre todo en la
enfermedad de la señora Churchill,
y quería saber qué
tratamiento seguía; y en cuanto al baile, sentía que su querida Emma hubiese tenido aquella desilusión; pero
estarían más seguros quedándose en casa.
Emma estaba ya dispuesta a recibir a
su visitante un rato antes de que éste apareciera; pero si su tardanza no decía
mucho en favor de su impaciencia por verla, su aire apenado y el absoluto
desánimo que reflejaba su rostro cuando llegó, bastaban para que se le perdonara.
Su marcha entristecía demasiado al joven para que quisiera hablar de ella. Su
abatimiento era evidente. Durante unos minutos permaneció en silencio, sin
saber qué decir; y cuando logró dominarse, fue sólo para comentar:
-De
todas las cosas horribles, la peor es una despedida.
-Pero
volverá usted -dijo Emma-. Esta no será la única visita
que haga a Randalls.
-¡Ah! -dijo cabeceando tristemente-, ¡es tan
incierto el día en que podré regresar! Pondré de mi parte todo lo posible... No
pensaré en nada más, ni me ocuparé de otra cosa, se lo aseguro... y si mis
tíos van a Londres esta primavera... pero temo... la primavera pasada no
salieron de Enscombe... temo que ésta sea una costumbre que haya desaparecido
para siempre.
-O
sea que hay que abandonar la idea de nuestro pobre baile...
-¡Ah!
El baile... ¿Por qué hemos puesto nuestra ilusión en una esperanza? ¿Por qué no
aprovechamos la felicidad cuando pasa por nuestro lado? ¡Cuántas veces la dicha
queda destruida por los preparativos, los necios preparativos! Usted ya dijo
que pasaría esto... ¡Oh, señorita Woodhouse! ¿Por qué tiene usted siempre tanta
razón?
-Le
aseguro que en este caso siento mucho haber tenido razón. Hubiese preferido
mucho más no tenerla y ser feliz.
-Si
puedo volver, celebraremos nuestro baile. Mi padre no abandona la idea. Y usted
no olvide lo que me prometió.
Emma sonrió halagada, y él siguió
diciendo:
-¡Qué
dos semanas hemos tenido! ¡Cada día más radiante y más mara villoso
que el día anterior! Cada día haciéndome más incapaz de soportar la vida en
cualquier otro sitio. ¡Felices los que pueden quedarse en Highbury!
-Ya
que ahora es usted tan amable con nosotros -dijo Emma riendo-, me arriesgaré a preguntarle si no vino usted con ciertos
recelos. ¿No nos ha encontrado usted más interesantes de lo que esperaba? Estoy
segura de que sí. Estoy segura de que no confiaba usted mucho en encontrarse a
gusto en este pueblo. Si hubiera tenido una buena opinión de Highbury, no
hubiese tardado tanto en venir.
Él
se rió un poco forzadamente; y aunque negó las predisposiciones que le
atribuían, Emma estaba convencida de que estaba
en lo cierto.
-Y
¿tiene usted que ir esta misma mañana?
-Sí;
mi padre vendrá aquí a buscarme; volveremos juntos a Randalls y en seguida me pondré en camino. Casi tengo
miedo de que se presente aquí de un momento a otro.
-¿Y
no ha tenido ni cinco minutos para despedirse de sus amigas la señorita
Fairfax y la señorita Bates? ¡Qué mala suerte! Los convincentes y sólidos
argumentos de la señorita Bates quizá hubiesen podido consolarle.
-Sí...
ya he estado en su casa; pasaba por delante, y he pensado que era mejor
entrar. Tenía que hacerlo. Entré sólo para quedarme tres minutos, pero me
entretuve más porque la señorita Bates estaba ausente. Había salido; y me
pareció que era forzoso esperar a que volviera. Es una persona de la que uno se
puede, y casi diría que se debe, reír; pero a la que no se es capaz de dar un
desaire. O sea que lo mejor era que aprovechase la ocasión para hacer la
visita...
El
joven titubeó, se levantó y se dirigió hacia la ventana. Luego siguió diciendo:
-En
fin, señorita Woodhouse, tal vez... creo que usted ya debe de haber sospechado
algo...
Él
la miró como si quisiera leer en su pensamiento. Emma casi no sabía qué decir. Aquello parecía como el anuncio de algo muy
serio de lo que ella no deseaba enterarse. De modo que haciendo un esfuerzo por
hablar, con la esperanza de que él no siguiera adelante, dijo con mucha calma:
-Obró
usted muy bien; era la cosa más natural del mundo aprovechar la ocasión para
hacer la visita...
Él
guardaba silencio. Emma creía que la estaba mirando;
probablemente reflexionaba sobre lo que ella le había dicho y trataba de
interpretar su actitud. Le oyó suspirar. Era natural que se creyese con motivos
para suspirar. Era imposible creer que ella le estaba alentando. Pasaron unos
momentos embarazosos, y el joven volvió a sentarse; y de un modo más resuelto
dijo:
-Eso
me hizo caer en la cuenta de que todo el tiempo restante de que disponía iba a
dedicarlo a Hartfield. Siento un gran afecto por Hartfield...
Volvió
a interrumpirse, se levantó de nuevo y dio la impresión de hallarse muy
turbado... Estaba más enamorado de ella de lo que Emma había supuesto; y ¿quién sabe cómo hubiese podido terminar aquella
escena si su padre no hubiese entrado en aquellos momentos? El señor Woodhouse
no tardó mucho en hacer acto de presencia; y la necesidad obligó al joven a
dominarse.
Sin
embargo, pasaron todavía varios minutos antes de que se pusiera fin a aquella
penosa situación. El señor Weston, siempre tan activo cuando había algo que
hacer, y tan incapaz de diferir un mal que era inevitable, como de prever el
que era incierto, dijo:
-Ya
es hora de irnos.
Y
el joven tuvo que resignarse a lanzar un suspiro, asentir con la cabeza y
levantarse para despedirse.
-Tendré
noticias de todos ustedes -dijo-; esto es lo que más me consuela. Me enteraré
de todo lo que les ocurra. He hecho prometer a la señora Weston que me
escribirá. Ha sido tan buena que me ha asegurado que no dejará de hacerlo. ¡Oh!
¡Qué mara villoso es poder contar
con una mujer que nos escriba cuando se está realmente interesado por alguien
ausente! Ella me lo contará todo. Gra cias
a sus cartas volveré a estar en este querido Highbury.
Un
fuerte apretón de manos y un cordialisimo «adiós» siguieron a sus palabras, y
la puerta no tardó en cerrarse detrás de Frank Churchill. La
comunicación había sido breve... y breve su entrevista; él se había ido; y Emma se encontraba tan apenada por su marcha, y
preveía que su ausencia iba a ser una pérdida tan grande en su pequeño círculo
de amistades, que empezó a tener miedo de estar demasiado triste y de sentirlo
demasiado.
Frank dejaba un gran vacío. Desde su
llegada a Highbury se habían visto casi todos los días. Desde luego su
presencia en Randalls había animado mucho aquellas dos
semanas que acababan de transcurrir... una vida indescriptible; la idea, la
ilusión de verle que le había traído cada mañana, la seguridad de sus
delicadezas, de su alegría, de sus cumplidos... Habían sido dos semanas muy
felices y ahora costaba resignarse volver al curso ordinario de la vida de
Hartfield. Y además de todo eso, él casi le había dicho que la amaba. La
firmeza, la constancia en el afecto de que podía ser capaz ya era otra
cuestión; pero por el momento Emma no podía
tener ninguna duda de que sentía por ella una cálida admiración y una sensible
preferencia; y esta convicción, unida a todo lo demás, le hizo pensar que
también ella debía de estar un poco enamorada del joven a pesar de todos sus
prejuicios en contra de ello.
«Sí,
sin duda debo estarlo -se decía-. ¡Esa sensación de desánimo, de cansancio, de
agotamiento, esa falta de ganas de ponerme a hacer algo, esa impresión de que
todo lo que me rodea en la casa es triste, aburrido, insípido...! Sí, debo de
estar enamorada; sería el ser más extraño de la creación si no lo estuviera...
al menos durante unas semanas. Bueno, lo que para unos es malo es bueno para
otros. Muchos se lamentarán conmigo por lo del baile, ya que no por la marcha
de Frank Churchill; pero el señor Knightley estará
contento. Ahora si quiere podrá quedarse en casa con su querido William Larkins.»
Sin
embargo, el señor Knightley no demostró una alegría desbordante. No podía
decir que lo lamentaba, por lo que a él se refería; la vivaz expresión de su
rostro hubiera contrarrestado el efecto de sus palabras; pero lo que dijo, y
ello con gran convicción, era que lo sentía por la desilusión que habían tenido
los demás, y añadió con una notable amabilidad:
-Usted,
Emma, que tiene tan pocas
oportunidades para bailar, usted sí que tiene mala suerte; ¡ha tenido usted muy
mala suerte!
Transcurrieron
varios días antes de que la joven volviera a ver a Jane Fairfax y pudiese juzgar cómo había reaccionado ante aquella terrible
decepción; pero cuando volvieron a verse la fría compostura de Jane le resultó odiosa. Sin embargo, en los
últimos días se había encontrado bastante mal, y había tenido tales jaquecas
que habían hecho decir a su tía que de haberse celebrado el baile en su opinión
Jane no hubiese podido asistir; y era
más caritativo atribuir aquella indiferencia afectada a la postración que le
producía su falta de salud.
3 comentarios:
Me tomó de sorpresa tantos capítulos juntos, pero me quedo con los "celos" ocultos de Emma ante la idea que Mr Knigthley decidiera casarse...por supuesto, por el bien de su sobrino!
Otro punto, el famoso Mr Frank C, tan descaradamente cómplice de las fantasías de Emma.
A ver que nos cuenta el fanático nº1 de este personaje, que creo que lo ama casi tanto como a Henry Crawford.
Besos.
Querida Lu, pues sí, decidí colgar varios capítulos de un golpe porque ando bastante liada de tiempo, y como preveía, pues no actualizaron mis entradas...Suele suceder cuando le doy demasiada carga al servidor de blogger pero ya me resigné a que pase cuando pasa :)
Si te digo que el presidente del Club de fans de Mr.Knightley está perdido en su mar Mediterráneo, no lo vas a creer, pero es así. Y para colmo ha naufragado en aguas misteriosas en donde no hay acceso a internet solo a los placeres frívolos de la vida vacacional (por cierto, qué envidia), y lo mejor o será lo peor?...está siendo víctima del acoso de bellas y mortales sirenas. Así es que por el momento nos tiene abandonadas a sus humildes amigas de dos piernas. ;)
Un gran beso y gracias por pasar.
Bueno, bueno, muchas cosas han ocurrido en estos capítulos y sigo pensando en que ésta es la novela más informativa de Jane Austen respecto a la época y las costumbres de la pequeña burguesía rural.
Cien detallitos en todo lo referido a los bailes y las suposiciones de relaciones reales o imaginarias entre los solteros, lo disfruté mucho. Qué líos se hacían, por Dios!
Pero lo que más me gustó es la parte en que la señora Weston le indica a Emma que el señor K. podría estar enamorado de Jane Fairfax, cómo nuestra heroína casi sin darse cuenta se opone ferozmente a cualquier insinuación y prefiere toda la vida que su amigo esté solo y soltero "por el bien de Henry". Todo ese diálogo es brillante.
Por parte de Frank Churchill todavía no logro entenderlo bien, está a oscuras todavía para mí en cuanto a sus padres adoptivos, su opinión de Jane Fairfax y su interés en Emma...
Lo que sí, no me cae muy simpático.
Gracias por subir los capis, aunque blogger no actualiza por nada del mundo.
Besos.
Jazmín.
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