CAPÍTULO XXII
La naturaleza humana está tan predispuesta en favor de los que se
encuentran en una situación excepcional, que la joven que se casa o se muere
puede tener la seguridad de que la gente habla bien de ella.
Aún
no había pasado una semana desde que en Highbury se mencionó por vez primera
el nombre de la señorita Hawkins, cuando de un modo u otro se le descubrían
toda la clase de excelencias físicas e intelectuales; era hermosa, elegante,
muy bien educada y de trato muy agradable. Y cuando el propio señor Elton llegó
para gozar del triunfo de tan fausta nueva y para difundir la fama de sus
méritos, apenas tuvo otra cosa que hacer que decir cuál era su nombre de pila y
explicar por qué clase de música tenía preferencia.
El señor Elton regresó rebosando
felicidad. Se había ido rechazado y herido en su amor propio... viendo
frustradas sus mayores esperanzas, después de una serie de hechos que él había
interpretado como favorables síntomas de aliento; y no sólo no había conseguido
el partido que le interesaba, sino que se había visto rebajado al mismo nivel
de otro por el que no sentía el menor interés. Se había ido profundamente
ofendido... regresó prometido con otra joven... y con otra que era, por
supuesto, tan superior a la primera como en esas circunstancias suele serlo siempre
cuando se compara lo que se ha conseguido con lo que se acaba de perder.
Regresó contento y satisfecho de sí mismo, activo y lleno de proyectos, sin
preocuparse lo más mínimo por la señorita Woodhouse y desafiando a la señorita Smith.
La
encantadora Augusta Hawkins añadía a todas las ventajas inherentes a una
perfecta belleza y a sus grandes méritos, la del hecho de estar en posesión de
una fortuna personal de unos millares de libras que siempre se cifraban en diez
mil; cuestión que afectaba tanto a su dignidad como a sus intereses; los hechos
demostraban perfectamente que no había malogrado sus posibilidades... había conseguido
una esposa de diez mil libras, poco más o menos... y la había conseguido con
una rapidez tan asombrosa... la primera hora que siguió a su primer encuentro
había sido tan pródiga en grandes acontecimientos; el relato que había hecho a
la señora Cole acerca del origen y del
desarrollo del idilio le presentaba bajo un aspecto tan favorable... todo había
ido tan aprisa, desde su encuentro casual hasta la cena en casa del señor Green y la fiesta en casa de la señora Brown... sonrisas y rubores creciendo en
importancia... cavilaciones e inquietudes floreciendo profusamente por
doquier... ella había quedado impresionada en seguida... se había mostrado tan
favorablemente dispuesta para con él... en resumen, y para decirlo con palabras
más claras, demostró tan buenas disposiciones para aceptarle que la vanidad y
la prudencia quedaron satisfechas por igual.
Lo
había conseguido todo, fortuna y afecto, y era exactamente el hombre feliz que
siempre había soñado ser; hablando tan sólo de sí mismo y de sus cosas...
esperando ser felicitado... dispuesto en todo momento a reír... y ahora, con
amables sonrisas libres de todo temor, dirigiendo la palabra a las jóvenes del
lugar, a quienes tan sólo unas pocas semanas antes hubiera hablado de un modo
mucho más circunspecto y cauteloso.
La
boda era un acontecimiento que no podía estar muy lejos, ya que ambos no habían
tenido otro trabajo que el de gustarse, y sólo tenían que esperar los
preparativos necesarios; y cuando él volvió de nuevo a Bath, todo el mundo supuso, y el aire que adoptó la señora Cole no parecía contradecir esas suposiciones, que
cuando regresara a Highbury sería ya acompañado de su esposa.
Durante
esta breve estancia suya, Emma
apenas le había
visto; lo justo para tener la sensación de que se había roto el hielo, y para
que ella pensara que la presuntuosa jactancia de que ahora hacía gala el señor
Elton no le favorecía en nada; lo cierto es que Emma empezaba a preguntarse cómo había sido posible que hubiera llegado a
considerarle como un hombre atractivo; y su persona iba tan indisolublemente unida a recuerdos tan desagradables, que, excepto
con un fin moral, como penitencia, como lección, como fuente de una provechosa
humillación para su espíritu, hubiera sentido un gran alivio de tener la
seguridad de no volverle a ver nunca más. Le deseaba todas las venturas; pero
su presencia la turbaba, y hubiese quedado mucho más satisfecha de saberle
feliz a veinte millas de distancia.
Sin
embargo, la turbación que le proporcionaba el hecho de que siguiera residiendo
en Highbury, sin duda iba a aminorarse con su boda. Iban a evitarse muchos
cumplidos inútiles y muchas situaciones embarazosas se suavizarían. La
existencia de una señora Elton sería un buen pretexto para todos los
cambios que hubieran en sus relaciones; su intimidad de antes podía
desaparecer sin que a nadie le pareciera extraño. Ambos podrían casi
reemprender de nuevo su vida social.
Sobre
ella personalmente Emma no hubiera sabido qué decir. Sin
duda era digna del señor Elton; con una educación suficiente para Highbury...
lo suficientemente atractiva también... aunque lo más probable es que
desmereciera al lado de Harriet.
En cuanto a posición
social, Emma sabía muy bien a qué atenerse;
estaba convencida de que a pesar de todos sus presuntuosos alardes y de su
desdén por Harriet, la realidad había sido muy
distinta. Sobre esta cuestión la verdad parecía estar muy clara. No se sabía
exactamente qué era; pero quién era fácil saberlo; y dejando
aparte las diez mil libras, en nada parecía ser superior a Harriet. No aportaba ni un apellido ilustre, ni
sangre noble, ni siquiera relaciones distinguidas. La señorita Hawkins era la
menor de las dos hijas de un... comerciante -desde luego, hay que llamarle así-
de Bristol; pero como, a fin de cuentas, los beneficios de su comercio no
parecían haber sido muy elevados, era lógico suponer que los negocios a que se
había dedicado no habían sido tampoco de mucha importancia. Cada invierno solía
pasar una temporada en Bath; pero su casa estaba en Bristol,
en el mismo centro de Bristol; pues aunque sus padres habían muerto hacía ya
varios años, le quedaba un tío... que trabajaba con un abogado... todo lo que
se atrevieron a decir de él fue que «trabajaba con un abogado»...; y la joven
vivía en su casa. Emma suponía que se trataba del
empleadillo de algún procurador y que era demasiado obtuso para subir de
categoría. Y todo el lustre de la familia parecía depender de la hermana
mayor, que estaba «muy bien casada» con un caballero que vivía «a lo grande»
cerca de Bristol, y que tenía ¡nada menos que dos coches! Éste era el punto
culminante de toda la historia; éste era el máximo motivo de orgullo de la señorita Hawkins.
¡Ah,
si Emma pudiese lograr que Harriet pensara como ella acerca de todo aquel
asunto! Ella había introducido a Harriet en el
amor; pero ¡ay!, ahora no era tan fácil arrancarlo de su corazón. No era
posible desvanecer el hechizo de algo que ocupaba tantas horas vacías como
tenía Harriet. Sólo podía ser desvirtuado por
otro; y sin duda llegaría este momento; nada podía estar más claro; pero Emma temía que esto era lo único que podía
curarla. Harriet era una de esas personas que una
vez han conocido el amor, durante todo el resto de su vida tienen que estar
enamoradas. Y ahora, ¡pobre muchacha!, lo pasaba mucho peor desde que el señor
Elton había regresado. En todas partes creía descubrir su silueta. Emma sólo le había visto una vez; pero Harriet dos o tres veces cada día estaba segura de
estar a punto de encontrarse con él, o a punto de oír su voz, o a
punto de divisar sus hombros, a punto de que ocurriera algo que
mantuviera vivo el recuerdo de él en su imaginación, con toda la favorable
calidez de la sorpresa y de la conjetura. Además, continuamente estaba oyendo
hablar de él; pues, excepto cuando estaba en Hartfield, se hallaba siempre
entre personas que no veían ningún defecto en el señor Elton, y que
consideraban que no había nada tan interesante como discutir acerca de sus
asuntos; y por lo tanto todas las noticias, todas las suposiciones... todo lo
que ya había ocurrido, todo lo que podía llegarle a ocurrir en el desarrollo de
sus asuntos, incluyendo su renta anual, sus criados y sus muebles, eran temas
que se debatían sin cesar en torno a ella. Sus sentimientos se robustecían al
no oír más que elogios del señor Elton, su pesar se avivaba, y se sentía herida
ante las incesantes ponderaciones de la felicidad de la señorita Hawkins y por
los continuos comentarios acerca de la intensidad del afecto que el vicario le
profesaba... el aire que tenía cuando andaba por la casa... incluso el modo en
que se ponía el sombrero... todo eran pruebas de lo enamorado que llegaba a
estar...
De
haber sido posible tomarlo a broma, de no ser algo tan penoso para su amiga y
que implicaba tantos reproches para sí misma, todas aquellas desazones del
estado de ánimo de Harriet hubieran constituido un motivo
de diversión para Emma. A veces era el señor Elton
quien predominaba, otras los Martin; y el
uno servía para contrarrestar los efectos del otro. La noticia del próximo
matrimonio del señor Elton había sido el mejor remedio para la desazón que le
produjo el encuentro con el señor Martin. La
tristeza que le produjo esta noticia había sido superada en gran parte por la
visita que pocos días después Elizabeth Martin efectuó
a la señora Goddard. Harriet no estaba en casa; pero le había
escrito y dejado una nota redactada de un modo que no pudo por menos de
conmoverla; una mezcla de un poco de reproche y un mucho de afectuosidad; y
hasta que reapareció el señor Elton estuvo muy ocupada reflexionando sobre
aquello, cavilando acerca de lo que debía hacer para corresponder, y deseando
hacer más de lo que se atrevía a confesarse. Pero el señor Elton en persona
había alejado todas aquellas preocupaciones. Mientras él estuvo en Highbury
los Martin fueron olvidados; y en la misma
mañana en que salió de nuevo para Bath, Emma, para disipar la penosa impresión
que aquello producía en su amiga, opinó que lo mejor que podía hacer era
devolver la visita a Elizabeth
Martin.
Qué
debía pensarse de aquella visita... qué es lo que era necesario hacer... y qué
era lo más seguro, habían sido cuestiones sobre las que era muy difícil tomar
una determinación. No hacer ningún caso de la madre y de las hermanas, cuando
se la invitaba, hubiera sido una ingratitud. No era posible; y sin embargo ¿y
el peligro de que se reanudase aquella amistad?
Después
de mucho pensar decidió, a falta de una idea mejor, que Harriet devolviese la visita; pero de un modo que, si
ellos eran un poco despiertos se convencieran de que aquello no aspiraba a ser
más que una relación formularia. Emma decidió
que acompañaría a Harriet en su coche, que la dejaría en Abbey Hill, y que ella seguiría adelante durante un
corto trecho, y que volvería a recogerla al cabo de poco rato, para evitar
ocasión de que hubiesen demasiadas evocaciones intencionadas y peligrosas del
pasado, dando también así la prueba más concluyente de qué grado de intimidad
tenía que haber entre ellos en el futuro.
No
se le ocurrió nada mejor; y aunque había algo en todo aquel plan que en el
fondo no podía aprobar... como una sombra de ingratitud apenas disimulada...
debía hacerse así, de lo contrario, ¿qué iba a ser de Harriet?
CAPÍTULO XXIII
Pocos
ánimos tenía Harriet para ir de visita. Tan sólo
media hora antes de que su amiga pasara a recogerla por casa de la señora
Goddard, su mala estrella la condujo precisamente al lugar en donde en aquel
momento un baúl dirigido al «Reverendo Philip Elton,
White-Hart, Bath», era cargado en el carro del
carnicero que debía llevarlo hasta donde pasaba la diligencia; y para Harriet todo lo demás del universo, excepto aquel
baúl y su rótulo, dejaron de existir.
No
obstante se puso en camino; y cuando llegaron a la granja y descendió del coche
al final del ancho y limpio sendero engravillado que entre manzanos dispuestos
a espaldera conducía hasta la puerta principal, el ver todas aquellas cosas que
el otoño anterior le habían proporcionado tanto placer, empezó a producirle
una cierta desazón; y cuando se separaron Emma advirtió que miraba a su alrededor con una especie de curiosidad
temerosa que la decidió a no permitir que la visita se prolongara más allá del
cuarto de hora que se habían propuesto. Emma siguió
adelante para dedicar aquel rato a un antiguo criado que se había casado y que
vivía en Donwell.
Al
cabo de un cuarto de hora, puntualmente, volvía a estar de nuevo ante la blanca
entrada; y la señorita Smith,
obedeciendo a sus
llamadas, no tardó en reunirse con ella sin la compañía de ningún peligroso
joven. Se acercó sola por el sendero de grava... sólo una señorita Martin apareció en la puerta, despidiéndola al
parecer con ceremoniosa cortesía.
Harriet tardó un poco en poder dar una
explicación medianamente inteligible de lo que había ocurrido. Sus sentimientos
eran demasiado intensos; pero por fin Emma logró
enterarse de lo suficiente como para hacerse cargo de cómo se había
desarrollado aquella entrevista y de qué clase de heridas había dejado en su
amiga. Sólo había visto a la señora Martin y a sus
dos hijas. La habían acogido de un modo receloso, por no decir frío; y casi
durante todo el tiempo no se había hablado más que de simples lugares
comunes... hasta el último momento, cuando inesperadamente la señora Martin había dicho que tenía la impresión de que la
señorita Smith había crecido, llevando así la
conversación hacia un tema más interesante y mostrándose más efusiva. En el
pasado mes de setiembre, en aquella misma habitación Harriet había comparado su estatura con la de sus dos
amigas. Allí estaban aún las señales de lápiz y las inscripciones en el marco
de la ventana. Lo había hecho él. Todos parecieron recordar el día, la
hora, la fiesta, la ocasión... sentir la misma inquietud, el mismo pesar...
estar dispuestos a volver a ser los mismos de antes; y ya iban haciéndose a la
idea de que todo volviera a ser igual que unos meses atrás (Harriet, como Emma debía de
sospechar, estaba tan dispuesta como cualquiera de ellas a mostrarse de nuevo
tan afectuosa y tan contenta como antes), cuando reapareció el coche y todo se
esfumó. Entonces el carácter de la visita y su brevedad se sintieron más
intensamente. ¡Conceder catorce minutos a las personas a quienes hacía menos de
seis meses debía agradecer una feliz estancia de seis semanas! Emma no podía por menos de imaginarse la situación
y de darse cuenta de la razón que tenían de sentirse ofendidos, y de lo natural
que era que Harriet sufriera por todo ello. Era un
mal asunto. Ella hubiera estado dispuesta a hacer cualquier cosa, hubiera
tolerado cualquier cosa para conseguir que los Martín estuvieran en un nivel
social más elevado. Tenían tan buena voluntad que sólo un poco más de
altura ya hubiera podido bastar; pero, tal como estaban las cosas, ¿de qué otra
manera podía obrar? Imposible... No podía arrepentirse. Tenían que separarse;
pero aquella era una operación muy dolorosa... para ella tanto en aquella
ocasión que en seguida sintió la necesidad de buscar un poco de consuelo, y
decidió regresar a su casa pasando por Randalls para
procurárselo. Estaba ya harta del señor Elton y de los Martin. El refrigerio de Randalls era absolutamente necesario.
Había
sido una buena idea. Pero al acercarse a la puerta les dijeron que «ni el
señor ni la señora estaban en casa»; los dos habían salido hacía ya bastante
rato; el criado suponía que habían ido a Hartfield.
-¡Qué
mala suerte! -exclamó Emma mientras volvían al coche-. Y
ahora cuando lleguemos allí ellos se habrán acabado de ir; ¡esto ya es
demasiado! Hacía tiempo que no me fastidiaba tanto una cosa así.
Y
se recostó en un rincón del coche para desfogar su mal humor o para disiparlo a
fuerza de razonamientos; probablemente un poco ambas cosas... como suele
ocurrir con las personas de buen natural. De pronto el coche se detuvo;
levantó la mirada; lo habían detenido el señor y la señora Weston, que estaban
ante ella disponiéndose a hablarle. Sintió una gran alegría al verles, alegría
que fue aún mayor cuando oyó el sonido de sus voces... porque el señor Weston
la abordó inmediatamente.
-¿Qué
tal, cómo está? ¿Qué tal? Hemos visitado a su padre... y nos ha alegrado mucho
verle con tan buen aspecto. Frank
llega mañana...
esta misma mañana he tenido carta suya... mañana a la hora de comer ya lo
tendremos en casa, esta vez es seguro... hoy está en Oxford, y viene para pasar dos semanas completas; ya
sabía yo que tenía que ser así. Si hubiera venido por Navidad no hubiese
podido quedarse con nosotros más que tres días; yo desde el primer momento me
alegré de que no viniera por Navidad; ahora disfrutaremos de un tiempo mucho
mejor, hace unos días claros, secos, el tiempo es estable. De este modo
disfrutaremos mucho más de su compañía; todo ha salido mejor de lo que
hubiéramos podido desearlo.
No
había modo de resistir a estas noticias, ni posibilidad de evitar la
influencia de un rostro tan feliz como el del señor Weston, confirmándolo todo
las palabras y la actitud de su esposa, menos locuaz y más reservada, pero no
menos alegre por lo ocurrido. Saber que ella considerara segura la llegada de
su hijastro era suficiente para que Emma lo creyese
también así, y participó sinceramente de su júbilo. Era la más grata
recuperación de unos ánimos abatidos. Lo pasado se olvidaba ante las felices
perspectivas de lo que iba a ocurrir; y en aquel momento Emma tuvo la esperanza de que no volvería a hablarse más del señor Elton.
El
señor Weston les contó la historia de todo lo que había sucedido en Enscombe,
y que había permitido a su hijo escribirles diciendo que disponía de dos
semanas completas y describiéndoles cuál sería el camino que seguiría y el modo
en que llevaría a cabo el viaje; y la joven escuchaba, sonreía y se alegraba
muy de veras.
-Y
en seguida le llevaré a Hartfield erijo el señor Weston, como conclusión.
Al
llegar a este punto Emma supuso que su esposa le llamaba
la atención apretándole el brazo.
-Tendríamos
que irnos, querido -dijo-; estamos entreteniéndolas.
-Sí,
sí, cuando quieras... -y volviéndose de nuevo a Emma-: pero ahora no crea que es un joven tan apuesto, ¿eh?; usted sólo le
conoce a través de lo que yo le he dicho; me atrevería a decir que en realidad
no es nada tan extraordinario...
Pero
el centelleo que tenían sus ojos en aquel momento decía bien a las claras que
su opinión no podía ser más distinta. Emma por su
parte consiguió aparentar una total tranquilidad e inocencia, y responder de un
modo que no la comprometiera en absoluto.
-Emma, querida, piensa en mí mañana
alrededor de las cuatro -fue el ruego con el que se despidió la señora Weston;
y en sus palabras, que sólo iban dirigidas a ella, había una cierta inquietud.
-¡A
las cuatro! Puedes estar segura de que a las tres ya lo tendremos aquí -le
corrigió rápidamente el señor Weston.
Y
así terminó aquel afortunado encuentro. Emma había
cobrado nuevos ánimos y se sentía completamente feliz; todo parecía distinto;
James y sus caballos no parecían ni la mitad de lentos que antes. Cuando posó
la mirada en los setos pensó que los saúcos por lo menos no tardarían ya mucho
en echar brotes, y cuando se volvió a Harriet también
en su rostro creyó ver como un atisbo primaveral, algo semejante a una vaga
sonrisa. Pero la pregunta que hizo no era excesivamente prometedora:
-¿Crees
que el señor Frank Churchill además de pasar por Oxford pasará por Bath?
Pero
ni los conocimientos geográficos ni la tranquilidad se adquieren en un abrir y
cerrar de ojos; y en aquellos momentos Emma se sentía
dispuesta a conceder que tanto una cosa como otra ya llegarían con el tiempo.
Llegó
la mañana de aquel día tan esperado, y la fiel discípula de la señora Weston no
se olvidó ni a las diez, ni a las once ni a las doce, que a las cuatro tenía
que pensar en ella.
«¡Pobre
amiga mía! -se decía para sí mientras salía de su alcoba y bajaba las
escaleras-. ¡Siempre preocupándose tanto por el bienestar de todo el mundo y
sin pensar en el suyo! Ahora mismo te estoy viendo atareadísima, entrando y
saliendo mil veces de su habitación para asegurarte de que todo está en orden.
-El reloj dio las doce mientras atravesaba el recibidor-. Las doce, dentro de
cuatro horas no me olvidaré de pensar en ti. Y mañana a esta hora, poco más o
menos, o quizás un poco más tarde, pensaré que estarán todos a punto de venir
a visitarnos. Estoy segura de que no tardarán mucho en traerle aquí.»
Abrió
la puerta del salón y vio a su padre hablando con dos caballeros: el señor
Weston y su hijo. Hacía pocos minutos que habían llegado, y el señor Weston
apenas había tenido tiempo de acabar de explicar porqué Frank se había anticipado un día a lo previsto, y su padre se hallaba aún
dándoles la bienvenida y felicitándoles con sus ceremoniosas frases cuando
ella apareció para participar del asombro, de las presentaciones y de la
ilusión de aquellos momentos.
Frank
Churchill, de quien
tanto se había hablado, que tanta expectación había suscitado, estaba en
persona ante ella... se hicieron las presentaciones y Emma pensó que los elogios que se habían hecho de él no habían sido
excesivos; era un joven extraordinariamente apuesto; su porte, su elegancia,
su desenvoltura no admitían ningún reparo, y en conjunto su aspecto recordaba
mucho del buen temple y de la vivacidad de su padre; parecía despierto de
inteligencia y con talento. Emma advirtió
inmediatamente que sería de su agrado; y vio en él una naturalidad en el trato
y una soltura en la conversación, propias de alguien de buena crianza, que la
convencieron de que él aspiraba a ganarse su amistad, y de que no tardarían
mucho en ser buenos amigos.
Había
llegado a Randalls la noche antes. Emma quedó muy complacida al ver las prisas por
llegar que había tenido el joven y que le había hecho cambiar de plan, ponerse
en camino antes de lo previsto, hacer jornadas más largas y más intensas para
poder ganar medio día.
-Ya
le decía ayer -exclamaba el señor Weston lleno de entusiasmo-, yo ya les había
dicho a todos que le tendríamos con nosotros antes del tiempo fijado. Me
acordaba de lo que yo solía hacer a su edad. No se puede viajar a paso de
tortuga; es inevitable que uno vaya mucho más aprisa de lo que había planeado;
y la ilusión de sorprender a nuestros amigos cuando no se lo esperan vale mucho
más que las pequeñas molestias que trae consigo una cosa así.
-Hace
mucha ilusión poder dar una sorpresa como ésta -dijo el joven-, aunque no me
atrevería a hacerlo en muchas casas; pero tratándose de mi
familia pensé
que podía permitírmelo todo.
La
expresión «mi familia» hizo que su padre le dirigiera una mirada de viva
complacencia. Emma se convenció plenamente de que
el joven sabía cómo hacerse agradable; y esta convicción se robusteció oyéndole
hablar más. Hizo muchos elogios de Randalls, la
consideró como una casa admirablemente ordenada, apenas quiso conceder que era
pequeña, elogió su situación, el camino de Highbury, el propio Highbury, Hartfield
todavía más, y aseguró que siempre había sentido por la comarca el interés que
sólo puede despertar la tierra propia, y que siempre había sentido una enorme
curiosidad por visitarla. Por la mente de Emma cruzó suspicazmente la idea de que era extraño que hubiese tardado
tanto tiempo en poder cumplir este deseo; pero incluso si sus palabras no eran
sinceras, resultaban gratas, y eran hábiles y oportunas. No daba la impresión
de una persona afectada o amanerada. Lo cierto es que su entusiasmo parecía
totalmente sincero.
En
general, el tema de la conversación fue el normal entre personas que acaban de
conocerse. Él le preguntó si montaba a caballo, si le gustaba pasear por el
campo, si tenía muchos amigos por aquellos contornos, si estaba satisfecha de
la vida social que podía proporcionarles un pueblo como Highbury -«He visto
que hay casas preciosas por estos alrededores»-, si había bailes, si celebraban
reuniones de carácter musical...
Pero
una vez satisfecha su curiosidad acerca de todos esos puntos, y cuando su
conversación se hizo ya un poco más íntima, el joven se las ingenió para
encontrar la oportunidad, mientras sus padres conversaban solos aparte, para
hablar de su madrastra y hacer de ella los mayores elogios, declarándose un
gran admirador suyo, y diciendo que le profesaba tanta gratitud por la
felicidad que había proporcionado a su padre y por la cálida acogida que le
había dispensado a él, que venía a constituir una prueba más de que sabía cómo
agradar... y de que sin duda consideraba que valía la pena intentar atraérsela.
Sin embargo, sus elogios nunca rebasaron lo que Emma sabía que la señora Weston merecía sobradamente; pero claro está que
él tampoco podía saber demasiado acerca de ella. Lo que sabía era que sus
palabras iban a ser agradables; pero no podía estar seguro de muchas cosas más.
-La
boda de mi padre -dijo- ha sido una de sus decisiones más afortunadas; todos
sus amigos deben alegrarse; y la familia gracias a la cual ha sido posible
esta gran suerte para mí siempre será merecedora de la mayor gratitud.
Casi
llegó a agradecer a Emma los méritos de la señorita Taylor, aunque sin dar la impresión de que olvidara
completamente, que, en buena lógica, era más natural suponer que había sido la
señorita Taylor quien había formado el carácter
de la señorita Woodhouse que la señorita Voodhouse el de la señorita Taylor. Y por fin, como decidiéndose a justificar su
criterio atendiendo a todos y cada uno de los aspectos de la cuestión,
manifestó su asombro por la juventud y la belleza de su madrastra.
-Yo
suponía -dijo- que se trataba de una dama elegante y de maneras distinguidas;
pero confieso que en el mejor de los casos no esperaba' que fuese más que una
mujer de cierta edad todavía de buen ver; no sabía que la señora Weston era una
joven tan linda.
-A
mi entender -dijo Emma- exagera usted un poco al encontrar
tantas perfecciones en la señora Weston; si descubriera usted que tiene
dieciocho años, no dejaría de darle la razón; pero estoy segura de que ella se
enojaría con usted si supiese que le dedica frases como ésas. Procure que no se
entere de que habla de ella como de una joven tan linda.
-Espero
que sabré ser discreto -replicó-; no, puede usted estar segura (y al decir esto
hizo una galante reverencia) de que hablando con la señora Weston sabré a quién
poder elogiar sin correr el riesgo de que se me considere exagerado o
inoportuno.
Emma se preguntó si las mismas
suposiciones que ella se había hecho acerca de las consecuencias que podía traer
el que los dos se conocieran, y que habían llegado a adueñarse tan
completamente de su espíritu, habían cruzado alguna vez por la mente de él; y
si sus cumplidos debían interpretarse como muestras de aquiescencia o como una
especie de desafío. Tenía que conocerle más a fondo para saber qué es lo que se
proponía; por el momento lo único que podía decir era que sus palabras le eran
agradables.
No
tenía la menor duda de los proyectos que el señor Weston había estado forjando
sobre todo aquello. Había sorprendido una y otra vez su penetrante mirada fija
en ellos con expresión complacida; e incluso cuando él decidía no mirar, Emma estaba segura de que a menudo debía de estar
escuchando.
El
que su padre fuera totalmente ajeno a cualquier idea de ese tipo, el que fuese
absolutamente incapaz de hacer tales suposiciones o de tener tales sospechas,
era ya un hecho más tranquilizador. Por fortuna estaba tan lejos de aprobar su
matrimonio como de preverlo... Aunque siempre ponía reparos a todas las bodas,
nunca sufría de antemano por el temor de que llegara este momento; parecía como
si no fuese capaz de pensar tan mal de dos personas, fueran cuales fuesen,
suponiendo que pretendían casarse, hasta que hubieran pruebas concluyentes
contra ellas. Emma bendecía aquella ceguera tan
favorable. En aquellos momentos, sin tener que preocuparse por ninguna
conjetura poco grata, sin llegar a adivinar en el futuro ninguna posible
traición por parte de su huésped, daba libre curso a su cortesía espontánea y
cordial, interesándose vivamente por los problemas de alojamiento que había
tenido Frank Churchill durante su viaje -con molestias
tan penosas como el dormir dos noches en camino-, preguntando ansiosamente sí
era cierto que no se había resfriado... lo cual, a pesar de todo, él no
consideraría totalmente seguro hasta después de haber pasado otra noche.
Había
transcurrido ya un tiempo razonable para la visita, y el señor Weston se
levantó para irse.
-Ya
es hora de que me vaya. Tengo que pasar por la hostería de la Corona para
hablar de un heno que necesito, y la señora Weston me ha hecho muchísimos
encargos para la tienda de Ford;
pero no es preciso
que me acompañe nadie.
Su
hijo, demasiado bien educado para recoger la insinuación, también se levantó
inmediatamente diciendo:
-Mientras
te ocupas de todos esos asuntos, yo aprovecharía la ocasión para hacer una
visita que tengo que hacer un día u otro, y por lo tanto puedo quedar bien hoy
mismo. Tuve el gusto de conocer a un vecino suyo -volviéndose hacia Emma-, una señora que vive en Highbury, o por aquí
cerca; una familia cuyo nombre es Fairfax. Supongo que no tendré dificultad en
encontrar la casa; aunque creo que no se apellidan Fairfax propiamente... es
algo así como Barnes o Bates. ¿Conoce usted alguna
familia que se llame así?
-¡Ya
lo creo! -exclamó su padre-; la señora Bates... cuando pasamos por delante de
su casa vi que la señorita Bates estaba asomada a la ventana. Cierto, cierto
que conoces a la señorita Fairfax; me acuerdo que la conociste en Weymouth, y es una muchacha excelente. Sobre todo no
dejes de visitarla.
-No
es necesario que vaya a visitarles esta misma mañana -dijo el joven-; puedo ir
cualquier otro día; pero en Weymouth
nos hicimos tan
amigos que...
-Nada,
nada, no dejes de ir hoy mismo; no tienes por qué aplazar la visita. Nunca es
demasiado pronto para hacer lo que se debe. Y además, Frank, tengo que hacerte una advertencia; aquí tendrías que poner mucho cuidado
en evitar todo lo que pudiera parecer un desaire para con ella. Cuando tú la
conociste vivía con los Campbell
y estaba a la misma
altura de todos los que la trataban, pero aquí está con su abuela, que es una
anciana pobre, que apenas tiene la suficiente para vivir. O sea que si no la
visitas pronto le harás un desaire.
Su
hijo pareció quedar convencido. Emma dijo:
-Ya
le he oído hablar de su amistad; es una joven muy elegante.
Él
asintió, pero con un «sí» tan escueto que casi hizo dudar a Emma de que ésta era su opinión; y sin embargo, en
el gran mundo se debía de tener una idea muy distinta de la elegancia si Jane Fairfax sólo era considerada como una joven
corriente.
-Si
antes de ahora nunca le habían llamado la atención sus maneras -dijo ella-,
creo que hoy le impresionarán. Podrá verla en un ambiente que le da más realce;
verla y oírla... bueno, aunque me temo que no le oirá decir ni una palabra,
porque tiene una tía que no para de hablar ni un momento.
-¿De
modo que conoce usted a la señorita Jane Fairfax?
-dijo el señor Woodhouse, siempre el último en tomar parte en la conversación-;
entonces permítame asegurarle que le parecerá una joven muy agradable. Está
pasando una temporada aquí, en casa de su abuela y de su tía, gente muy bien;
les conozco de toda la vida. Se alegrarán muchísimo de verle, estoy seguro, y
uno de mis criados le acompañará para enseñarle el camino.
-¡Por
Dios, señor Woodhouse, de ninguna manera, no faltaba más! Mi padre puede
guiarme.
-Pero
su padre no va tan lejos; va sólo a la Corona, que está al otro lado de la
calle, y por allí hay muchas casas y es fácil equivocarse; puede usted
desorientarse, y se va a poner perdido de andar por allí si no cruza por el
mejor paso; pero mi cochero puede indicarle el mejor sitio para cruzar la
calle.
Frank
Churchill siguió
declinando el ofrecimiento, con toda la seriedad de que era capaz, y su padre
acudió en su ayuda exclamando:
-¡Mi
querido amigo, pero si es completamente innecesario! Frank no es tan tonto como para meterse en un charco sin verlo, y desde la
Corona puede llegar a casa de la señora Bates en un instante.
Se
les permitió que se fueran solos; y con un cordial movimiento de la cabeza por
parte de uno y una graciosa reverencia por parte del otro, los dos caballeros
se despidieron. Emma quedó muy complacida con el
comienzo de esta amistad, y a partir de entonces a cualquier hora del día que
pensara en todos los miembros de la familia de Randalls, tenía plena confianza en que eran felices.
CAPÍTULO XXIV
A
la mañana siguiente Frank
Churchill se
presentó de nuevo allí. Vino con la señora Weston, por quien, como por el propio
Highbury, parecía sentir gran afecto. Al parecer ambos habían estado charlando
amigablemente en su casa hasta la hora en que se solía dar un paseo; y cuando
el joven tuvo que decidir la dirección que tomarían, inmediatamente se
pronunció por Highbury.
-Él
ya sabe que yendo en todas direcciones pueden darse paseos muy agradables, pero
si se le da a elegir siempre se decide por lo mismo. Highbury, ese oreado,
alegre y feliz Highbury, ejerce sobre él una constante
atracción...
Highbury
para la señora Weston significaba Hartfield; y ella confiaba en que para su
acompañante lo fuese también. Y hacia allí encaminaron directamente sus pasos.
Emma no les esperaba; porque el señor
Weston, que les había hecho una rapidísima visita de medio minuto, justo el tiempo
de oír que su hijo era muy buen mozo, no sabía nada de sus planes; y por lo
tanto para la joven fue una agradable sorpresa verles acercarse a la casa
juntos, cogidos del brazo. Había estado deseando volver a verle, y sobre todo
verle en compañía de la señora Weston, ya que de su proceder con su madrastra
dependía la opinión que iba a formarse de él. Si fallaba en este punto, nada de
lo que hiciera podría justificarle a sus ojos. Pero al verles juntos quedó
totalmente satisfecha.. No era sólo con buenas palabras ni con cumplidos hiperbólicos
como cumplía sus deberes; nada podía ser más adecuado ni más agradable que su
modo de comportarse con ella... nada podía demostrar más agradablemente su
deseo de considerarla como una amiga y de ganarse su afecto; y Emma tuvo tiempo más que suficiente de formarse
un juicio más completo, ya que su visita duró todo el resto de la mañana. Los
tres juntos dieron un paseo de una o dos horas, primero por los plantíos de
árboles de Hartfield y luego por Highbury. El joven se mostraba encantado con
todo; su admiración por Hartfield hubiera bastado para llenar de júbilo al
señor Woodhouse; y cuando decidieron prolongar el paseo, confesó su deseo de
que le informaran de todo lo
relativo al pueblo, y halló motivos de elogio y de interés mucho más a menudo
de lo que Emma hubiera podido suponer.
Algunas
de las cosas que despertaban su curiosidad demostraban que era un joven de
sentimientos delicados. Pidió que le enseñaran la casa en la que su padre había
vivido durante tanto tiempo, y que había sido también la casa de su abuelo
paterno; y al saber que una anciana que había sido su ama de cría vivía aún,
recorrió toda la calle de un extremo al otro en busca de su cabaña; y aunque
algunas de sus preguntas y de sus comentarios, no tenían ningún mérito
especial, en conjunto demostraban muy buena voluntad para con Highbury en
general, lo cual para las personas que le acompañaban venía a ser algo muy
semejante a un mérito.
Emma, que le estudiaba, decidió que
con sentimientos como aquellos con los que ahora se mostraba, no podía
suponerse que por su propia voluntad hubiera permanecido tanto tiempo alejado
de allí; que no había estado fingiendo ni haciendo ostentación de frases insinceras;
y que sin duda el señor Knightley no había sido justo con él.
Su
primera visita fue para la Hostería de la Corona, una hostería de no demasiada
importancia, aunque la principal en su ramo, donde disponían de dos pares de
caballos de refresco para la posta, aunque más para las necesidades del
vecindario que para el movimiento de carruajes que había por el camino; y sus
acompañantes no esperaban que allí el joven se sintiese particularmente
interesado por nada; pero al entrar le contaron la historia del gran salón que
a simple vista se veía que había sido añadido al resto del edificio; se había
construido hacía ya muchos años con el fin de servir para sala de baile, y se
había utilizado como tal mientras en el pueblo los aficionados a esta diversión habían sido numerosos; pero
tan brillantes días quedaban ya muy lejos, y en la actualidad servía como
máximo para albergar a un club de whist que
habían formado los señores y los medios señores del lugar. El joven se interesó
inmediatamente por aquello. Le llamaba la atención que aquello hubiera sido una
sala de baile; y en vez de seguir adelante, se detuvo durante unos minutos ante
el marco de las dos ventanas de la parte alta, abriéndolas para asomarse y
hacerse cargo de la capacidad del local, y luego lamentar que ya no se
utilizase para el fin para el que había sido construido. No halló ningún
defecto en la sala y no se mostró dispuesto a reconocer ninguno de los que
ellas le sugirieron. No, era suficientemente larga, suficientemente ancha, y
también lo suficientemente bien decorada. Allí podían reunirse cómodamente las
personas necesarias. Deberían organizarse
bailes por lo menos cada dos semanas durante el invierno. ¿Por qué la señorita
Woodhouse no hacía que aquel salón conociese de nuevo tiempos tan brillantes
como los de antaño? ¡Ella que lo podía todo en Highbury! Se le objetó que en el
pueblo faltaban familias de suficiente posición, y que era seguro que nadie que
no fuera del pueblo o de sus inmediatos alrededores se sentiría tentado de
asistir a esos bailes; pero él no se daba por vencido. No podía convencerse de
que con tantas casas hermosas como había visto en el pueblo, no pudiera
reunirse un número suficiente de personas para una velada de ese tipo; e
incluso cuando se le dieron detalles y se describieron las familias, aún se
resistía a admitir que el mezclarse con aquella clase de gente fuera un
obstáculo, o que a la mañana siguiente habría dificultades para que cada cual
volviera al lugar que le correspondía. Argumentaba como un joven entusiasta
del baile; y Emma quedó más bien sorprendida al
darse cuenta de que el carácter de los Weston prevalecía de un modo tan
evidente sobre las costumbres de los Churchill. Parecía
tener toda la vitalidad, la animación, la alegría y las inclinaciones sociales de su padre, y nada del orgullo o de la reserva
de Enscombe. La verdad es que tal vez de orgullo tenía demasiado poco; su
indiferencia a mezclarse con personas de otra dase lindaba casi con la falta de
principios. Sin embargo no podía darse aún plena cuenta de aquel peligro al que
daba tan poca importancia. Aquello no era más que una expansión de su gran
vitalidad.
Por
fin le convencieron para alejarse de la fachada de la Corona; y al hallarse
ahora casi enfrente de la casa en que vivían las Bates, Emma recordó que el día anterior quería hacerles una visita, y le preguntó
si había llevado a cabo su propósito.
-Sí,
sí, ya lo creo -replicó-; precisamente ahora iba a hablar de ello. Una visita
muy agradable... Estaban las tres; y me fue muy útil el aviso que usted me dio;
si aquella señora tan charlatana me hubiera cogido totalmente desprevenido,
hubiese sido mi muerte; y a pesar de todo me vi obligado a quedarme mucho más
tiempo del que pensaba. Una visita de diez minutos era necesaria y oportuna...
y yo le había dicho a mi padre que estaría de vuelta en casa antes que él; pero
no había modo de irse, no se hizo ni la menor pausa; e imagínese cuál sería mi
asombro cuando mi padre al no encontrarme en ningún otro sitio por fin vino a
buscarme, y me di cuenta que había pasado allí casi tres cuartos de hora; antes
de entonces la buena señora no me dio la posibilidad de escaparme.
-¿Y
qué impresión le produjo la señorita Fairfax?
-Mala,
muy mala... es decir, si no es demasiado descortés decir de una señorita que
produce mala impresión. Pero su aspecto es realmente inadmisible, ¿no le
parece, señora Weston? Una dama no puede tener ese aire tan enfermizo. Y,
francamente, la señorita Fairfax está tan pálida que casi da la impresión de
que no goza de buena salud... Una deplorable falta de vitalidad.
Emma no estaba de acuerdo con él y
empezó a defender acaloradamente el saludable aspecto de la señorita Fairfax.
-Es
cierto que nunca da la sensación de que rebosa salud, pero de eso a decir que
tiene un color quebrado y enfermizo va un abismo; y su piel tiene una suavidad
y una delicadeza que le da una elegancia especial a sus facciones.
Él
la escuchaba con una cortés deferencia; reconocía que había oído decir lo mismo
a mucha gente... pero, a pesar de todo debía confesar que a su juicio nada
compensaba la ausencia de un aspecto saludable. Cuando la belleza no era
excesiva, la salud y la lozanía daban realce e incluso hermosura a la persona;
y cuando la belleza y la salud se daban juntas... en este caso añadió con
galantería, no era preciso describir cuál era el efecto que producían.
-Bueno
-dijo Emma-, sobre gustos no hay nada
escrito... Pero por lo menos, exceptuando el color de la tez, puede decirse que
le ha producido buena impresión.
El
joven sacudió la cabeza y se echó a reír:
-No
sabría dar una opinión sobre la señorita Fairfax sin tener en cuenta este
hecho.
-¿La
veía usted a menudo en Weymouth?
¿Se encontraban con
frecuencia en los mismos círculos sociales?
En
aquel momento se estaban acercando a la tienda de Ford, y él se apresuró a exclamar:
-¡Vaya!
Ésta debe de ser la tienda a la que, según dice mi padre, acude todo el mundo
cada día sin falta. Dice que de cada semana seis días viene a Highbury y
siempre tiene algo que hacer aquí. Si no tienen ustedes inconveniente me
gustaría entrar para demostrarme a mí mismo que pertenezco al pueblo, que soy
un verdadero ciudadano de Highbury. Tendría que hacer unas compras. Me someto,
abdico de mi independencia de criterio... Supongo que venderán guantes ¿no?
-¡Oh,
sí! Guantes y todo lo que usted quiera. Admiro su patriotismo. Le adorarán en
Highbury. Antes de su llegada ya era muy popular por ser el hijo del señor
Weston... pero deje usted media guinea en casa Ford y tendrá mucha más popularidad de la que merece por sus virtudes.
Entraron,
y mientras traían y desplegaban sobre el mostrador los suaves y bien liados
paquetes de «Men's Beavers» y «York Tan»,
el joven dijo:
-Le
ruego que me disculpe, señorita Woodhouse, me estaba usted hablando, ¿qué me
decía en el momento de mi estallido de amor patriae? ¿Sería tan amable de
repetírmelo? Le aseguro que por mucho que aumentara mi renombre en el pueblo,
no me consolaría de la pérdida de un gramo de felicidad en mi vida privada.
-Sólo
le preguntaba si había tratado mucho a la señorita Fairfax en Weymouth.
-Ahora
que entiendo su pregunta, debo confesarle que me parece muy delicada. El
derecho de decidir el grado de amistad que se tiene con un caballero siempre se
concede a las damas. La señorita Fairfax ya debe haber dado su parecer sobre la
cuestión. No voy a ser tan indiscreto como para atreverme a atribuirme más del
que ella haya decidido concederme.
-Palabra que contesta usted con tanta
discreción como podría hacerlo ella misma. Pero siempre que ella hablaba de
algo lo hace de una manera tan ambigua, es tan reservada, se resiste tanto a
dar la menor información acerca de cualquiera, que creo que usted puede
decirnos lo que le plazca acerca de su amistad con ella.
-¿De
veras? Entonces les diré la verdad, y nada me complace tanto como poder
hacerlo. En Weymouth la veía con frecuencia. En
Londres yo había tenido cierto trato con los Campbell; y en Weymouth frecuentábamos
los mismos círculos. El coronel Campbell es un
hombre muy agradable, y la señora Campbell una
dama muy amable y muy cordial. Les profeso un gran afecto.
-Entonces
supongo que conocerá usted la situación de la señorita Fairfax; la clase de vida que le espera.
-Sí
contestó titubeando-, creo estar enterado de todo eso.
-Emma -dijo la señora Weston
sonriendo-, ésas son cuestiones muy delicadas; recuerda que estoy yo presente.
El señor Frank Churchill apenas sabe qué decir cuando le
hablas de la situación de la señorita Fairfax. Si no te importa, me apartaré un
poco.
-La
verdad es que me olvido de pensar en ti erijo Emma-, porque para mí nunca has sido otra cosa que mi amiga, la mejor de mis
amigas.
El
joven pareció comprender todo el sentido de las palabras de Emma y rendir homenaje a sus sentimientos. Y una
vez comprados los guantes, de nuevo en la calle, Frank Churchill dijo:
-¿Ha
oído tocar alguna vez a la señorita de la que estábamos hablando?
-¿Si
la he oído tocar? -exclamó Emma-.
Olvida usted que ha
pasado muchas temporadas en Highbury. La he oído todos y cada uno de los años
de nuestra vida desde que las dos empezamos a estudiar música. Toca de una
manera encantadora.
-¿De
veras lo cree así? Tenía interés por conocer la opinión de alguien que pudiera
juzgar con conocimiento de causa. A mí me parecía que tocaba bien, es decir,
con mucho gusto, pero yo no entiendo nada en estas cuestiones... Soy muy
aficionado a la música, pero me considero un profano, y no me creo con derecho
a juzgar a nadie... Siempre que la oía tocar me quedaba admirado; y recuerdo
una ocasión en que vi que la consideraban como una buena intérprete: un
caballero muy entendido en música, y que estaba enamorado de otra dama...
estaban prometidos y faltaba poco para la boda... pues este señor siempre
prefería que fuera la señorita Fairfax la que se sentara a tocar en vez de su
prometida... nunca parecía tener interés en oír a la una si podía oír a la
otra. Eso en un hombre muy entendido en música, yo consideré que significaba algo.
-Pues
claro que sí -dijo Emma muy divertida-. El señor Dixon
entiende mucho de música, ¿verdad? Vamos a enterarnos de más cosas de todos
ellos en media hora gracias a usted que las que en medio año la señorita
Fairfax se hubiera dignado a decirnos.
-Sí,
el señor Dixon y la señorita Campbell eran
las personas a que aludía; y yo lo consideré como una prueba concluyente.
-Desde
luego, creo que lo es; para serle sincera, demasiado concluyente para que, si
yo hubiera sido la señorita Campbell,
la hubiese
aceptado de buen grado. No encontraría disculpas para un hombre que prestara
más atención a la música que al amor... que tuviera más oído que ojos... una
sensibilidad más aguzada para los sonidos armoniosos que para mis sentimientos.
¿Cómo reaccionó la señorita Campbell?
-Era
íntima amiga suya, ¿sabe usted?
-¡Vaya
consuelo! -dijo Emma riendo-. Yo preferiría verme
preterida por una extraña que por una amiga muy íntima... por lo menos con una
extraña hay la posibilidad de que la cosa no vuelva a suceder... pero lo triste
es que una amiga muy íntima siempre está cerca de nosotros, y si resulta que lo
hace todo mejor que una misma... ¡Pobre señora Dixon! Bueno, me alegro de que
haya decidido ir a vivir a Irlanda.
-Tiene
usted razón. No era muy halagador para la señorita Campbell; pero la verdad es que ella no parecía darse
cuenta.
-Tanto
mejor... o tanto peor... No lo sé. Pero, tanto si era por dulzura de carácter
como por tontería, porque siente intensamente la amistad o porque es corta de
luces, a mi entender había una persona que debería haberse dado cuenta de
ello: la propia señorita Fairfax. Era ella quien debía advertir lo impropio y
lo peligroso de las distinciones de que era objeto.
-Por
lo que a ella se refiere, no creo que...
-Oh,
no crea que espero que usted o cualquiera otra persona me describa cuáles son
los sentimientos de la señorita Fairfax. Ya supongo que nadie puede
conocerlos, excepto ella misma. Pero si seguía tocando siempre que se lo pedía
el señor Dixon, cada cual puede suponer lo que quiera.
-En
apariencia todos parecían vivir en muy buena armonía -empezó a decir
rápidamente, pero en seguida añadió como corrigiéndose-: aunque me sería
imposible decir exactamente en qué términos se hallaba su amistad... todo lo
que pudiera haber detrás de estas apariencias. Lo único que puedo decir es que
exteriormente no parecía haber dificultades. Pero usted que ha conocido a la
señorita Fairfax desde niña, debe de tener más elementos que yo para juzgarla y
para adivinar cómo puede llegar a conducirse en una situación crítica.
-Desde
luego, la he conocido desde niña; juntas hemos sido niñas y luego mujeres; y
es natural el suponer que tenemos intimidad... que hemos vuelto a vernos a
menudo siempre que visitaba a sus amigas. Pero nunca ha ocurrido así. Y no
sabría explicarle muy bien por qué; quizás haya influido un poco una cierta
malignidad mía que me ha llevado a sentir aversión por una muchacha tan idolatrada
y tan alabada como siempre ha sido ella, por su tía, su abuela y todas las
personas de su círculo. Por otra parte está su reserva... nunca he podido hacer
amistad con alguien que fuera tan extremadamente reservado.
-Ciertamente
-dijo él- es un rasgo de carácter muy poco agradable. Sin duda a menudo resulta
muy conveniente, pero nunca es grato. La reserva ofrece seguridad, pero no es
atractiva. No es posible querer a una persona reservada.
-No,
hasta que no abandone esta reserva para con uno; y entonces la atracción puede
ser mayor. Pero por lo que a mí respecta, hubiera
debido tener más necesidad de una amiga, de una compañera agradable, de la que
he tenido, para tomarme la molestia de conquistar la reserva de alguien para
atraérmelo. Una amistad íntima entre la señorita Fairfax y yo es totalmente
impensable. Yo no tengo motivos para pensar mal de ella... ni un solo motivo...
pero esa perpetua y extremada cautela en el hablar y en el obrar, ese temor a
dar una opinión clara sobre cualquiera se prestan a despertar la sospecha de
que tiene algo que ocultar.
El
joven estuvo totalmente de acuerdo con ella; y después de haberse paseado
juntos durante largo rato y de haber advertido que coincidían en muchas cosas, Emma se sintió tan familiarizada con su acompañante
que apenas podía creer que era sólo la segunda vez que le veía. No era
exactamente como ella había esperado; era menos mundano en algunas de sus
ideas, menos niño mimado de la fortuna, y por lo tanto mejor de lo que ella
esperaba. Sus ideas parecían más moderadas, sus sentimientos más efusivos. Lo
que más la sorprendió fue su actitud ante la casa del señor Elton, que al igual
que la iglesia estuvo contemplando por todos los lados, sin que les diera la
razón en encontrarle demasiados defectos. No, él no estaba de acuerdo en que
aquella casa tuviera tantos inconvenientes; no era una casa como para
compadecer a su dueño. Si tuviera que ser compartida con la mujer amada, en su
opinión ningún hombre podía ser compadecido por vivir allí. Forzosamente debía
tener habitaciones grandes que serían realmente cómodas. El hombre que
necesitase algo más tenía que ser un necio.
La
señora Weston se echó a reír, y le dijo que no sabía lo que estaba diciendo.
Que estaba acostumbrado a vivir en una casa grande, y que nunca se había parado
a pensar en las muchas ventajas y comodidades que representaba el disponer de
mucho espacio, y que por lo tanto no era la persona más indicada para opinar
acerca de las limitaciones propias de una casa pequeña. Pero Emma en su fuero interno decidió que el joven
sabía muy bien lo que estaba diciendo, y que demostraba una agradable
propensión a casarse pronto, y ello por motivos elevados. Posiblemente no se
hacía cargo de los trastornos que forzosamente tenían que ocasionar en la paz
doméstica el carecer de una habitación para el ama de llaves o el hecho de que
la despensa del mayordomo no reuniera las debidas condiciones, pero sin duda se
daba perfectamente cuenta de que Enscombe no podía hacerle feliz, y de que
cuando se enamorara renunciaría gustoso a muchos lujos con tal de poder casarse
pronto.
CAPÍTULO XXV
LA excelente opinión que Emma se había
formado de Frank Churchill, al día siguiente recibió un duro
golpe al oír que el joven se había ido a Londres sin más objeto que el de hacerse
cortar el cabello. A la hora del desayuno de pronto tuvo ese capricho, había
mandado a por una silla de postas y había partido con la intención de estar de
regreso a la hora de la cena, pero sin alegar motivo de más importancia que el
de hacerse cortar el cabello. Desde luego no había nada malo en que recorriera
dos veces una distancia de dieciséis millas con este fin; pero era algo de una
afectación tan exagerada y caprichosa que ella no podía aprobarlo. No
concordaba con la sensatez de ideas, la moderación en los gastos e incluso la
cordial efusividad ajena a toda presunción, que había creído observar en él el
día anterior. Aquello representaba vanidad, extravagancia, afición a los
cambios bruscos, inestabilidad de carácter, esa inquietud de ciertas personas
que siempre tienen que estar haciendo algo, bueno o malo; falta de atención
para con su padre y la señora Weston, e indiferencia para el modo en que su
proceder pudiera ser juzgado por los demás; se hacía acreedor a todas estas
acusaciones. Su padre se limitó a llamarle petimetre y a tomar a broma lo
sucedido; pero la señora Weston quedó muy contrariada, y ello se vio claramente
por el hecho de que procuró cambiar de conversación lo antes posible y no hizo
otro comentario que el de «todos los jóvenes tienen sus pequeñas manías».
Exceptuando
esta pequeña mancha, Emma consideraba que hasta entonces
sólo podía juzgar muy favorablemente el comportamiento del joven. La señora
Weston no se cansaba de repetir lo atento y amable que se mostraba siempre para
con ella y las muchas cualidades que en conjunto poseía su persona. Era de
carácter muy abierto, alegre y vivaz; no veía nada de malo en sus principios, y
sí en cambio mucho de inequívocamente bueno; hablaba de su tío en términos de
gran afecto, le gustaba citarle en su conversación... decía que sería el hombre
más bueno del mundo si le dejaran obrar según su modo de ser; y aunque no
profesaba el mismo cariño a su tía, no dejaba de reconocer con gratitud las
bondades que había tenido para con él, y daba la impresión de que se había
propuesto hablar siempre de ella con respeto. Todo ello obligaba a concederle
un margen de confianza; y sólo por la desdichada fantasía de querer cortarse el
cabello no podía considerársele indigno de la alta estima con que en su fuero
interno Emma le distinguía; estima que si no
era exactamente un sentimiento de amor por él, estaba muy cerca de serlo, y
cuyo único obstáculo era su terquedad (aún seguía firme en su decisión de no
casarse nunca)... estima que, en resumen, se traducía en el hecho de que Emma le consideraba por encima de todas las demás
personas que conocía.
Por
su parte, el señor Weston añadía a las excelencias de su hijo una virtud que
tampoco dejaba de tener su peso: había dejado entrever a Emma que Frank la admiraba
extraordinariamente... que la consideraba muy atractiva y llena de encantos; y
por lo tanto, con tantos elementos a su favor Emma creía que no debía juzgarle duramente. Como había comentado la señora
Weston, «todos los jóvenes tienen sus pequeñas manías».
Pero
no todas sus nuevas amistades del condado mostraban disposiciones tan benevolentes.
En general en las parroquias de Donwell y Highbury se le juzgaba sin malicia;
no se daba mucha importancia a las pequeñas extravagancias de un joven tan
apuesto... siempre sonriente y siempre amable con todos; pero había alguien que
no se ablandaba fácilmente, a quien reverencias y sonrisas no hacían deponer su
actitud crítica: el señor Knightley. El hecho en cuestión le fue referido en
Hartfield; por el momento no dijo nada; pero casi inmediatamente después Emma le oyó comentar para sí mismo, mientras se
inclinaba sobre el periódico que tenía entre las manos:
-Hum, no me equivocaba al suponer que
sería un memo y un vanidoso.
Emma estuvo a punto de replicarle; pero
en seguida se dio cuenta de que aquellas palabras no habían sido más que un
desahogo, y que no tenían ningún carácter de provocación; y las dejó sin
respuesta.
Aunque
por una parte eran portadores de malas noticias, la visita que aquella mañana
les hicieron el señor y la señora Weston en otro aspecto no pudo ser más
oportuna. Mientras ellos se hallaban en Hartfield ocurrió algo que hizo que Emma necesitara su consejo; y se dio la feliz
coincidencia de que necesitaba precisamente el mismo consejo que ellos le
dieron.
Las
cosas ocurrieron del modo siguiente: Hacía ya una serie de años que los Cole se habían instalado en Highbury, y eran personas excelentes... cordiales, generosos y
sencillos; pero, por otra parte eran de origen muy modesto, de familia de
comerciantes y no demasiado refinados en su educación. Cuando llegaron por vez prie mera a la comarca, vivían ajustándose a sus
posibilidades económicas, llevando una vida apacible, teniendo poco trato
social, y dentro de ese poco trato, sin grandes dispendios; pero en los últimos
dos años sus medios de fortuna habían aumentado considerablemente... su
negocio de Londres les había dado mayores beneficios y en general podía
decirse que la fortuna les había sonreído. Y al verse con más dinero, sus ambiciones
aumentaron; sintieron la necesidad de poseer una casa más grande y creyeron
oportuno tener más trato social. Agrandaron la casa, aumentaron el número de
criados y en todos los aspectos sus gastos se multiplicaron; y en aquella
época en fortuna y en tren de vida sólo eran superados por la familia de
Hartfield; su afán de alternar y su comedor nuevo hicieron suponer a todo el
mundo que no tardarían en tener invitados; y efectivamente había habido ya
algunas invitaciones, sobre todo a hombres solteros. Pero Emma no les creía tan audaces como para atreverse a invitar a las familias
más antiguas y de más posición, como las de Donwell, Hartfield o Randalls. Por nada del mundo se hubiese decidido a
aceptar una invitación suya, aunque los demás lo hicieran; y sólo lamentaba que
al ser conocidas de todos las costumbres de su padre, ello restara significado
a su negativa. Los Cole eran muy respetables a su
manera, pero debía enseñárseles que no eran ellos quienes debían establecer las
condiciones en las que las familias de más posición les visitaran. Y Emma temía mucho que esta lección sólo podrían
recibirla de ella misma; no podía esperar mucho del señor Knightley, y nada del
señor Weston.
Pero
se había preparado para enfrentarse con esta presunción tantas semanas antes
de que el caso se planteara, que cuando por fin llegó la ofensa la afectó de un
modo muy diferente. En Donwell y en Randalls habían
recibido una invitación, pero no había llegado ninguna para su padre y para
ella; y la explicación que dio la señora Weston («Supongo que con vosotros no
se tomarán esa libertad, ya saben
que nunca coméis fuera de casa»), no le bastó en absoluto. Se daba cuenta de
que hubiese preferido poder darles una negativa; y luego, como todas las
personas que iban a reunirse en casa de los Cole eran precisamente sus amigos más íntimos, empezó a darle vueltas y
más vueltas a la cuestión, y terminó sin estar ya muy segura de que no se
hubiera visto tentada a aceptar. Entre los invitados figuraría Harriet, y también las Bates. Estuvieron hablando de
ello mientras paseaban por Highbury el día anterior, y Frank Churchill había lamentado vivamente su ausencia. ¿No
era posible que la velada terminase con un baile?, había preguntado el joven.
La mera posibilidad de que fuese así sólo contribuyó a irritar más a Emma; y el hecho de que la dejaran en su orgullosa
soledad, aun suponiendo que la omisión debiera interpretarse como un cumplido,
era un mezquino consuelo para ella.
Y
fue precisamente la llegada de esta invitación, mientras los Weston estaban en
Hartfield, lo que hizo que su presencia fuera tan útil; porque aunque su primer
comentario al leerla fue «desde luego hay que rechazarla», se dio tanta prisa
en preguntarles qué le aconsejaban ellos, que su consejo de que aceptara la
invitación fue más decisivo.
Emma reconoció que, teniendo en
cuenta todas las circunstancias, no dejaba de sentir cierta inclinación por
aceptar. Los Coles se habían expresado con tanta delicadeza, habían puesto
tanta deferencia en el modo de formular la invitación, revelaba tanta consideración
para con su padre... «Hubiéramos solicitado antes el honor de su grata compañía, pero esperábamos que nos enviaran un biombo que
habíamos encargado en Londres y que confiamos protegerá al señor Woodhouse de
las corrientes de aire, suponiendo que ello contribuirá a hacerle otorgar el
consentimiento y a proporcionarnos así el placer de su asistencia...» En vista
de todo lo cual Emma se mostró muy dispuesta a
dejarse convencer; y después de acordar rápidamente entre ellos cómo podría
llevarse a cabo el proyecto sin contrariar a su padre -sin duda podía contarse
con la señora Goddard, si no con la señora Bates, para que le hicieran
compañía-, se planteó al señor Woodhouse la cuestión de que, con la
aquiescencia de su hija, pensaban aceptar una invitación para cenar fuera de
casa un día que ya estaba próximo, lo cual significaría verse privado de su
hija durante una serie de horas. Emma prefería
que su padre no considerase posible la idea de que él también podría asistir;
la reunión terminaría demasiado tarde y habría demasiada gente. El buen señor
se resignó inmediatamente.
-No
soy nada aficionado a esas invitaciones a cenar -dijoNunca lo he sido. Y Emma tampoco. El trasnochar no se ha hecho para
nosotros. Siento que el señor y la señora Cole hayan tenido esta idea. A mí me parece que hubiese sido mucho mejor
que hubieran venido cualquier tarde del próximo verano después de comer, y hubieran tomado el té con nosotros... y
luego hubiéramos podido dar un paseo juntos; eso no les hubiera costado ningún
esfuerzo porque nuestro horario es muy regular, y todos hubiéramos podido estar
de regreso en casa sin tener que exponernos al relente de la noche. La humedad
de una noche de verano es algo a lo que yo no quisiera exponer a nadie. Pero ya
que tienen tantos deseos de que Emma cene con
ellos, y como ustedes dos estarán allí también, y el señor Knightley igual, ya
cuidaréis de ella... yo no puedo prohibirle que vaya con tal de que el tiempo
sea como debe ser, ni húmedo, ni frío, ni ventoso.
Luego,
volviéndose hacia la señora Weston con una mirada de suave reproche, añadió:
-¡Ah,
señorita Taylor! Si no se hubiera casado se
hubiese podido quedar en casa conmigo.
-Bueno
-exclamó el señor Weston-, ya que fui yo quien me llevé de aquí a la señorita Taylor, a mí me corresponde encontrarle un
substituto, si es que puedo; si a usted le parece bien, puedo pasar ahora en un
momento a ver a la señora Goddard.
Pero
la idea de hacer algo «en un momento» no sólo no calmaba sino que aumentaba la
inquietud del señor Woodhouse. Ellas en cambio sabían cuál era la mejor
solución. El señor Weston no se movería de allí, y todo se haría de un modo más
pausado.
Cuando
desaparecieron las prisas, el señor Woodhouse no tardó en recuperarse lo
suficiente como para poder volver a hablar con toda normalidad.
-Me
gustaría charlar con la señora Goddard; siento un gran afecto por la señora
Goddard; Emma podría ponerle unas letras e invitarla.
James podría llevar la nota. Pero antes que nada hay que dar una respuesta por
escrito a la señora Cole. Tú, querida, ya me disculparás
todo lo cortésmente que sea posible. Dile que soy un verdadero inválido, que no
voy a ninguna parte y que por lo tanto me veo forzado a declinar su amable
invitación; empieza presentándole mis respetos, desde luego. Pero ya sé que tú
lo harás todo muy bien; no necesito decirte lo que tienes que hacer. Tenemos
que acordarnos de decir a James que necesitaremos el coche para el martes.
Yendo con él no tengo ningún miedo de que te pase nada. Creo que desde que se
construyó el nuevo camino no hemos ido por allí más que una vez; pero a pesar
de todo estoy segurísimo de que conduciendo James no te va a ocurrir nada; y
cuando lleguéis allí tienes que decirle a qué hora quieres que vuelva a recogerte;
y sería mejor que no fuera muy tarde. Ya sabes que a ti no te gusta trasnochar.
Cuando terminéis de tomar el té ya estarás cansadísima.
-Pero,
papá, no querrás que me vaya antes de estar cansada, ¿no?
-¡Oh,
claro está que no, pequeña mía! Pero te sentirás cansada en seguida. Habrá
mucha gente que se pondrá a hablar a la vez. A ti no te gusta el ruido.
-Pero,
querido amigo -exclamó el señor Weston-, si Emma se va temprano se deshará toda la reunión.
-Pues
no veo que nadie salga perjudicado porque se deshaga pronto -dijo el señor
Woodhouse-. Una velada de ésas cuanto antes se acabe mejor.
-Pero
piense usted en el mal efecto que eso produciría en los Cole; el que Emma se fuese inmediatamente después
del té podría parecer como una ofensa. Son gente de buen natural, y no creo que
sean demasiado susceptibles; pero a pesar de todo tienen que pensar que el que
alguien se vaya con tanta prisa no es hacerles un gran cumplido; y si fuese la
señorita Woodhouse la que lo hiciera, se notaría más que cualquier otra persona
de la reunión. Y estoy seguro de que usted no desea hacer un desaire y
mortificar a los Cole; siempre han sido buena gente,
muy cordiales, y en estos últimos diez años han sido vecinos suyos.
-No,
no, señor Weston, por nada del mundo consentiría una cosa así, le estoy muy
agradecido por habérmelo hecho ver. Me sabría muy mal darles un disgusto. Ya sé
que son gente muy digna. Perry me ha dicho que el señor Cole nunca prueba ninguna clase de cerveza. Nadie lo diría al verle, pero
padece de la bilis... El señor Cole es muy
bilioso. No, desde luego no puedo consentir que por mi culpa tenga un disgusto.
Querida Emma, tenemos que tener en cuenta
esto. Estoy decidido: antes que correr el riesgo de ofender al señor y a la
señora Cole es mejor que te quedes hasta un
poco más tarde de lo que tú hubieras preferido. Procura que no se te note el
cansancio. Ya sabes que estarás entre amigos, no tienes que preocuparte por
nada.
-Desde
luego que no, papá. Por mí no tengo ningún miedo; y yo no tendría ningún inconveniente
en quedarme hasta que se fuera la señora Weston, si no fuera por ti. Lo único
que me preocupa es el que me esperes durante demasiado tiempo. Ya sé que
estarás muy a gusto con la señora Goddard. A ella le gusta jugar a los cientos,
ya lo sabes; pero cuando ella vuelva a su casa, tengo miedo de que te quedes
levantado esperándome, en vez de acostarte a la hora de siempre... y sólo de
pensar en esto yo ya no puedo estar tranquila. Tienes que prometerme que no me
esperarás.
Y
así lo hizo, aunque poniendo como condición que ella le hiciera a su vez una serie de promesas tales como: que si al regresar
tenía frío no se olvidara de calentarse convenientemente; que si tenía hambre,
no dejaría de comer algo; que su doncella se quedase esperándola; y que Serle y
el mayordomo se ocuparan de comprobar que en la casa todo estaba en orden,
como de costumbre.
Continuará...
1 comentario:
Es increíble como todo el talento y la ironía de Jane se pueden plasmar en tres líneas: "La naturaleza humana está tan predispuesta en favor de los que se encuentran en una situación excepcional, que la joven que se casa o se muere puede tener la seguridad de que la gente habla bien de ella"
Magistral.
Emma va dándose cuenta de lo equivocada que estaba, y habla bien de ello el hecho de que no le quita importancia sino que se lo repite a sí misma como una lección.
Así que por fin llegó al pueblo el señor Frank Churchill, y es tan apuesto como Emma hubiera esperado, la primera impresión ha sido muy favorable, veremos cómo se desarrolla esta relación...
Me causa gracia Mr.Woodhouse, siempre ajeno a las tramas mentales de su hija y sin preocuparse en lo más mínimo de que ella alguna vez quisiera casarse y dejarlo.
En el último capítulo hay mucho de su típico estilo, es un viejito divino,tan preocupado por todos los detallitos, me encanta.
Sigo con el próximo.
Besos.
Jazmín.
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