martes, 17 de abril de 2012

Emma Capítulo IV

CAPÍTULO IV

 La intimidad de Harriet Smith en Hartfield pronto fue un hecho. Rápida y decidida en sus medios, Emma no perdió el tiempo y la invitó repetidamente, diciéndole que fuese a su casa muy a menudo; y a medida que su amistad aumentaba, aumentaba también el placer que ambas sentían de estar juntas. Desde los primeros momentos Emma ya había pensado en lo útil que podía serle como compañera de sus paseos. En este aspecto, la pérdida de la señora Weston había sido importante. Su padre nunca iba más allá del plantío, en donde dos divisiones de los terrenos señalaban el final de su paseo, largo o corto, según la época del año; y desde la boda de la señora Weston los paseos de Emma se habían reducido mucho. Una sola vez se había atrevido a ir sola hasta Randalls, pero no fue una experiencia agradable; y por lo tanto una Harriet Smíth, alguien a quien podía llamar en cualquier momento para que le acompañara a dar un paseo, sería una valiosa adquisición que amplia­ría sus posibilidades. Y en todos los aspectos, cuanto más la trataba, más la satisfacía, y se reafirmó en todos sus afectuosos propósitos.

Evidentemente, Harriet no era inteligente, pero tenía un carácter dulce y era dócil y agradecida; carecía de todo engreimiento, y sólo deseaba ser guiada —por alguien a quien pudiese considerar como su­perior. Lo espontáneo de su inclinación por Emma mostraba un tem­peramento muy afectuoso; y su afición al trato de personas selectas, y su capacidad de apreciar lo que era elegante e inteligente, de­mostraba que no estaba exenta de buen gusto, aunque no podía pedírsele un gran talento. En resumen, estaba completamente conven­cida de que Harriet Smith era exactamente la amiga que necesita­ba, exactamente lo que se necesitaba en su casa.

En una amiga como la señora Weston no había ni que pensar. Nunca hubiera encontrado otra igual, y tampoco la necesitaba. Era algo completamente distinto, un sentimiento diferente y que no tenía nada que ver con el otro. Por la señora Weston sentía un afecto basado en la gratitud y en la estimación. A Harriet la apre­ciaba como a alguien a quien podía ser útil. Porque por la señora Weston no podía hacer nada; por Harriet podía hacerlo todo.

Su primer intento para serle útil consistió en intentar saber quié­nes eran sus padres; pero Harriet no se lo dijo. Estaba dispuesta a decirle todo lo que supiera, pero las preguntas acerca de esta cuestión fueron en vano. Emma se vio obligada a imaginar lo que quiso, pero nunca pudo convencerse de que, de encontrarse en la misma situación, ella no hubiese revelado la verdad. Harriet carecía de curiosidad. Se había contentado con oír y creer lo que la señora Goddard había querido contarle, y no se preocupó por averiguar nada más.

La señora Goddard, los profesores, las alumnas, y en general to­dos Ios asuntos de la escuela formaban como era lógico una gran parte de la conversación, y a no ser por su amistad con los Martin de Abbey-Mill-Farm, no hubiera hablado de otra cosa. Pero los Martin ocupaban gran parte de sus pensamientos; había pasado con ellos dos meses muy felices, y ahora le gustaba hablar de los pla­ceres de su visita, y describir los numerosos encantos y delicias del lugar. Emma le incitaba a charlar, divertida por esta descripción de un género de vida distinto al suyo, y gozando de la ingenuidad juvenil con la que hablaba con tanto entusiasmo de que la señora Martin tenía «dos salones, nada menos que dos magníficos salones»; uno de ellos tan grande como la sala de estar de la señora God­dard; y de que tenía una sirvienta que ya llevaba con ella veinti­cinco años; y de que tenía ocho vacas, dos de ellas Alderneys, y otra de raza galesa, la verdad es que una linda vaquita galesa; y de que la señora Martin decía, ya que la tenía mucho cariño, que tendría que llamársele su vaca; y de que tenían un precioso pabellón de verano en su jardín, en donde el año pasado algún día tomaban todos el té: realmente un precioso pabellón de verano lo suficien­temente grande para que cupieran una docena de personas.

Durante algún tiempo esto divirtió a Emma sin que se preocu­pase de pensar en nada más; pero a medida que fue conociendo me­jor a la familia surgieron otros sentimientos. Se había hecho una idea equivocada al imaginarse que se trataba de una madre, una hija y un hijo y su esposa que vivían todos juntos; pero cuando comprendió que el señor Martin que tanta importancia tenía en el relato y que siempre se mencionaba con elogios por su gran bon­dad en hacer tal o cuál cosa, era soltero; que no había ninguna señora Martin, joven, ninguna nuera en la casa; sospechó que podía haber algún peligro para su pobre amiguita tras toda aquella hospi­talidad y amabilidad; y pensó que sí alguien no velaba por ella corría el riesgo de ir a menos para siempre.

Esta sospecha fue la que hizo que sus preguntas aumentaran en número y fuesen cada vez más agudas; y sobre todo hizo que Harriet hablara más del señor Martin... y evidentemente ello no de­sagradaba a la joven. Harriet siempre estaba a punto de hablar de la parte que él había tomado en sus paseos a la luz de la luna y de las alegres veladas que habían pasado juntos jugando; y se complacía no poco en referir que era hombre de tan buen ca­rácter y tan amable. Un día había dado un rodeo de tres millas para llevarle unas nueces porque ella había dicho que le gustaban mucho... y en todas las cosas ¡era siempre tan atento! Una noche había traído al salón al hijo de su pastor para que cantara para ella. A Harriet le gustaban mucho las canciones. El señor Martin también sabía cantar un poco. Ella le consideraba muy inteligente y creía que entendía de todo. Poseía un magnífico rebaño; y mientras la joven permaneció en su casa había visto que venían a pedirle más lana que a cualquier otro de la comarca. Ella creía que todo el mundo hablaba bien de él. Su madre y sus hermanas le querían mucho. Un día la señora Martin le había dicho a Harriet (y ahora al repetirlo se ruborizaba) que era imposible que hubiese un hijo mejor que el suyo, y que por lo tanto estaba segura de que cuando se casara sería un buen esposo. No es que ella quisiera casarle. No tenía la menor prisa.

-¡Vaya, señora Martin! -pensó Emma-. Usted sabe lo que se hace.

-Y cuando yo ya me hube ido, la señora Martin fue tan amable que envió a la señora Goddard un magnífico ganso; el ganso más her­moso que la señora Goddard había visto en toda su vida. La señora Goddard lo guisó un domingo e invitó a sus tres profesoras, la se­ñorita Nash, la señorita Prince y la señorita Richardson a cenar con ella.


-Supongo que el señor Martin no será un hombre que tenga una cultura muy superior a la que es normal entre los de su clase. ¿Le gusta leer?

-¡Oh, sí! Es decir, no; bueno no lo sé... pero creo que ha leído mucho... aunque seguramente son cosas que nosotros no leemos. Lee las Noticias agrícolas y algún libro que tiene en una estantería junto a la ventana; pero de todo eso no habla nunca. Aunque a ve­ces, por la tarde, antes de jugar a cartas, lee en voz alta algo de El compendio de la elegancia, un libro muy divertido. Y sé que ha leído El Vicario de Wakefield. Nunca ha leído La novela del bos­que ni Los hijos de la abadía. Nunca había oído hablar de estos libros antes de que yo se los mencionase, pero ahora está decidido a conseguirlos lo antes posible.

La siguiente pregunta fue:

-¿Qué aspecto tiene el señor Martin?

-¡Oh! No es un hombre guapo, no, ni muchísimo menos. Al principio me pareció muy corriente, pero ahora ya no me parece tan corriente. Al cabo de un tiempo de conocerle ya no lo parece, ¿sa­bes? Pero ¿no le has visto nunca? Viene a Highbury bastante a menudo, y por lo menos una vez por semana es seguro que pasa por aquí a caballo camino de Kingston. Has tenido que cruzarte con él muchas veces.

-Es posible, y quizá le haya visto cincuenta veces, pero sin tener la menor idea de quién era. Un joven granjero, tanto si va a caballo como a pie es la última persona que despertaría mi curiosidad. Esos hacendados son precisamente una clase de gente con la que siento que no tengo nada que ver. Personas que estén por debajo de su clase social, con tal de que su aspecto inspire confianza, pueden in­teresarme; puedo esperar ser útil a sus familias de un modo u otro. Pero un granjero no necesita nada de mí, por lo tanto en cierto sentido está tan por encima de mi atención como en todos los de­más está por debajo.

-Sin duda alguna. ¡Oh! Sí, no es probable que te hayas fijado en él... pero él sí que te conoce muy bien... quiero decir de vista.

-No dudo de que sea un joven muy digno. La verdad es que sé que lo es, y como a tal le deseo mucha suerte. ¿Qué edad crees que puede tener?

-El día ocho del pasado junio cumplió veinticuatro años, y mi cumpleaños es el día veintitrés... ¡exactamente dos semanas y un día de diferencia! Qué casual, ¿verdad?

-Sólo veinticuatro años. Es demasiado joven para casarse. Su ma­dre tiene toda la razón al no tener prisa. Ahora parece ser que viven muy bien, y si ella se preocupara por casarle probablemente se arrepentiría. Dentro de seis años si conoce a una buena muchacha de su misma clase con un poco de dinero, la cosa podría ser muy conveniente.

-¡Dentro de seis años! Pero, querida Emma, ¡él entonces ya ten­drá treinta años!

-Bueno, ésa es la edad a la que la mayoría de los hombres que no han nacido ricos tienen que esperar para casarse. Supongo que el señor Martin aún tiene que labrarse un porvenir; y antes de eso no puede hacerse nada. Por mucho dinero que heredase al morir su padre, por importante que sea su parte en la propiedad de la familia me atrevería a decir que todo no está disponible, que está empleado en el rebaño; y aunque con laboriosidad y buena suerte dentro de un tiempo puede hacerse rico, es casi imposible que aho­ra lo sea.

-Desde luego tienes razón. Pero viven muy bien. No tienen nin­gún criado en la casa, pero no les falta nada, y la señora Martin habla de contratar a un mozo para el año próximo.

-Harriet, no quisiera que te encontraras con dificultades cuando él se case; me refiero a tus relaciones con su esposa, pues aunque sus hermanas hayan recibido una educación superior y no pueda objetárseles nada, eso no quiere decir que él no pueda casarse con alguien que no sea digno de alternar contigo. La desgracia de tu nacimiento debería hacerte aún más cuidadosa con la gente que tra­tas. No cabe ninguna duda de que eres la hija de un caballero y debes mantenerte en esta categoría por todos los medios a tu al­cance, o de lo contrario serán muchos los que se complacerán en rebajarte.

-Sí, sí, tienes razón, supongo que hay gente así. Pero mientras YO frecuente Hartfield y tú seas tan amable conmigo no tengo mie­do de lo que otros puedan hacer.

-Harriet, comprendes muy bien lo que influyen las amistades; Pero yo quisiera verte tan sólidamente establecida en la sociedad que fueras independiente incluso de Hartfield y de la señorita Woodhouse. Quiero verte bien relacionada y ello de un modo permanente... y para eso sería aconsejable que tuvieses tan pocas amistades infe­riores como fuera posible; y por lo tanto lo que te digo es que si aún sigues en la comarca cuando el señor Martin se case, sería preferible que tu intimidad con sus hermanas no te obligara a re­lacionarte con su esposa, que probablemente será la hija de un simple granjero, sin ninguna educación.


-Desde luego. Sí. Pero no creo que el señor Martin se case con alguien que no tenga un poco de educación y que no sea de bue­na familia. Sin embargo, no quiero decir con eso que te contradiga, yo estoy segura de que no sentiré ningún deseo de conocer a su esposa. Siempre tendré mucho afecto a sus hermanas, sobre todo a Elizabeth, y sentiría mucho dejar de tratarlas, porque han recibido tan buena educación como yo. Pero si él se casa con una mujer vulgar y muy ignorante claro está que haría mejor en no visitarla, si puedo evitarlo.



Emma estuvo analizándola a través de las fluctuaciones de este ra­zonamiento y no vio en ella síntomas alarmantes de amor. El joven había sido su primer admirador, pero ella confiaba que las cosas no habían pasado de ahí, y que no habrían dificultades muy grandes por parte de Harriet como para oponerse al partido que ella pen­saba proponerle.

Al día siguiente se encontraron con el señor Martin mientras paseaban por Donwell Road. Él iba a pie, y tras mirar respetuosa­mente a Emma, miró a su compañera con una satisfacción no disi­mulada.


Emma no lamentó disponer de esta oportunidad para estu­diar sus reacciones; y se adelantó unas cuantas yardas, mientras ellos hablaban y su aguda mirada no tardó en formarse una idea sufi­ciente acerca del señor Robert Martin. Su aspecto era muy pulcro y pa­recía un joven juicioso, pero su persona carecía de otros encantos; y cuando lo comparó mentalmente con otros caballeros, pensó que era forzoso que perdiese todo el terreno que había ganado en el corazón de Harriet. Harriet no era insensible a las maneras distinguidas, y le había llamado la atención la cortesía del padre de Emma, de la que hablaba con admiración, maravillada. Y parecía que el señor Martin no supiera ni lo que eran las buenas maneras.
Sólo estuvieron juntos unos pocos minutos, ya que no podían hacer esperar a la señorita Woodhouse; y entonces Harriet alcanzó corriendo a su amiga, tan confusa y con una sonrisa en el rostro, que la señorita Woodhouse no tardó en interpretar debidamente.

-¡Piensa lo casual que ha sido el encontrarle! ¡Qué coincidencia! Me ha dicho que ha sido mucha casualidad que no haya ido a dar la vuelta por Randalls. Él no sabía que paseáramos por aquí. Creía que la mayoría de los días paseábamos en dirección a Ran­dalls. Aún no ha podido conseguir un ejemplar de La novela del bosque. La última vez que estuvo en Kingston estaba tan ocu­pado que se olvidó por completo, pero mañana volverá allí. ¡Qué casualidad que le hayamos encontrado! Bueno, dime, ¿es como tú creías? ¿Qué te ha parecido? ¿Te parece muy vulgar?

-Desde luego lo es, y bastante; pero eso no es nada comparado con su absoluta falta de «dase»; no tenía por qué esperar mucho de él, y la verdad es que no me hacía muchas ilusiones; pero no suponía que fuese tan basto, de tan poca categoría. Confieso que le imaginaba un poco más refinado.

-Desde luego -dijo Harriet, en un tono de contrariedad-, no tiene los modales de un verdadero caballero.

-Me parece, Harriet, que desde que tratas con nosotros has tenido muchas ocasiones de estar en compañía de verdaderos caba­lleros, y que debe llamarte la atención la diferencia entre éstos y el señor Martin. En Hartfield has conocido a modelos de hombres bien educados y distinguidos. Me sorprendería si ahora que los co­noces pudieras tratar al señor Martin sin darte cuenta de que es muy inferior, y más bien asombrándote de que antes hubieras po­dido considerarlo como una persona agradable. ¿No empiezas a sentir algo así? ¿No te ha llamado la atención esto? Estoy segura de que has tenido que reparar en su aspecto desmañado, en sus mo­dales bruscos y en la rudeza de su voz, que incluso desde aquí se advertía que no tenía la menor modulación.

-Desde luego no es como el señor Kníghtley. No tiene un aire tan distinguido como él, ni sabe andar como el señor Knightley. Veo muy bien la diferencia. Pero el señor Knightley ¡es un hombre tan elegante!

-El señor Knightley es tan distinguido que no me parece bien compararle con el señor Martin. Entre cien caballeros no encontra­rías uno que mereciera tan bien este nombre como el señor Knightley. Pero no es el único caballero a quien has tratado en estos últimos tiempos. ¿Qué me dices del señor Weston y del señor Elton? Compara al señor Martin con cualquiera de los dos. Compara sus maneras; su modo de andar, de hablar, de guardar silencio. Tienes que ver la diferencia.


-¡Oh, sí! Hay una gran diferencia. Pero el señor Weston es casi un viejo. El señor Weston debe de tener entre cuarenta y cin­cuenta años.

-Lo cual aún da más mérito a sus buenas maneras. Harriet, cuanta más edad tiene una persona más importante es que tenga buenas maneras... y es más notoria y desagradable cualquier falta de tono, grosería o torpeza. Lo que es tolerable en la juventud, es imperdonable en la edad madura. Ahora el señor Martin es rudo y desmañado; ¿cómo será cuando tenga la edad del señor Weston?

-Eso nunca puede decirse -replicó Harriet con cierto énfasis.

-Pero es bastante fácil de adivinar. Será un granjero tosco y completamente vulgar, que no se preocupará lo más mínimo por las apariencias y que sólo pensará en lo que gana o deja de ganar.

-Si es así, la verdad es que no será muy atractivo.

-Hasta qué punto, incluso ahora, le absorben sus ocupaciones, se advierte por el hecho de que haya olvidado buscar el libro que le recomendaste. Estaba tan preocupado por sus negocios en el mer­cado que no ha pensado en nada más... que es precisamente lo que debe hacer un hombre que quiera prosperar. ¿Qué tiene él que ver con los libros? Y yo no dudo de que prosperará y de que con el tiempo llegará a ser muy rico... y el que sea un hombre poco refinado y de pocas letras no tiene por qué preocuparnos.

-Me extraña que se olvidara del libro -fue todo lo que res­pondió Harriet, y en su voz había un matiz de profunda contrarie­dad en la que Emma no quiso intervenir. Por lo tanto, dejó pasar unos minutos en silencio, y luego recomenzó:

-En cierto aspecto quizá las maneras del señor Elton son su­periores a las del señor Knightley o el señor Weston; son más delicadas. Podrían considerarse como más modélicas que las de los otros. En el señor Weston hay una franqueza, una vivacidad, casi una brusquedad, que en él todo el mundo encuentra bien porque responden a lo expansivo de su carácter... pero que no deberían ser imitadas. Y lo mismo ocurre con la llaneza, ese aire resuelto e imperioso del señor Knightley, aunque a él le siente muy bien; su rostro y su aspecto físico, e incluso su situación en la vida, pare­cen permitírselo; pero si cualquier joven se pusiera a imitarle re­sultaría insufrible. Por el contrario, a mi entender, a un joven podría recomendársele muy bien que tomase por modelo al señor Elton. Tiene buen carácter, es alegre, amable y cortés. Y me parece que en estos últimos tiempos se muestra especialmente amable. No sé si tiene el propósito de llamar la atención de alguna de las dos, Harriet, redoblando sus amabilidades, pero me sorprende que sus maneras sean aún más delicadas de lo que eran antes. Si algo se propone tiene que ser agradarte. ¿No te dije lo que había dicho de ti el otro día?

Y entonces repitió una serie de calurosos elogios que el señor Elton había hecho de su amiga, sin omitir ni inventar nada; y Ha­rriet se ruborizó y sonrió, y dijo que siempre había creído que el señor Elton era muy agradable.

El señor Elton era precisamente la persona elegida por Emma para conseguir que Harriet no pensara más en el joven granjero. Le parecía que iba a formar una magnífica pareja; sólo que una pareja demasiado evidente, natural y probable para que, para ella, tuviese demasiado mérito el planear su boda. Temía que no fuese algo que todos los demás debían pensar y predecir. Sin embargo, lo que no era probable era que a nadie más se le hubiese ocurrido antes que a ella, ya que la idea la había tenido la primera vez que Harriet fue a Hartfield. Cuanto más lo pensaba, más oportuna le parecía aquella reunión. La situación del señor Elton era la más fa­vorable, ya que era un perfecto caballero y no tenía relación con gente inferior, y al propio tiempo no tenía familia que pudiese poner objeciones al dudoso nacimiento de Harriet. Podía ofrecer a su esposa un hogar confortable, y Emma suponía que también una posición económica decorosa; pues aunque la vicaría de Highbury no era muy grande, se sabía que poseía algunos bienes personales; y tenía muy buen concepto de él, considerándolo como un joven de buen_, carácter, juicio claro y respetabilidad, sin nada que entur­biase su comprensión o conocimiento de las cosas del mundo.

Emma estaba satisfecha de que él considerase atractiva a Harriet, y confiaba que contando con que se encontraran frecuentemente en Hartfield, en principio aquello bastaba para interesar al señor Elton; y en cuanto a Harriet, no cabía apenas duda de que la idea de ser admirada por él tendría la influencia y la eficacia que tales cir­cunstancias suelen tener. Y es que él era realmente un joven muy agradable, un joven que debía gustar a cualquier mujer que no fuera melindrosa. Se le consideraba como muy atractivo; su perso­na en general era muy admirada, aunque no por ella, ya que echa­ba de menos una distinción en sus facciones que le era imperdo­nable; pero la muchacha que sentía tanto agradecimiento porque un Robert Martin recorriese unas millas a caballo para llevarle unas nueces, bien podía ser conquistada por la admiración del señor Elton.

Continuará... 


5 comentarios:

Juan A. dijo...

Querida y dulce amiga, cada reencuentro contigo, con tus letras, con tu universo estético, es un placer y la constatación de que existen cosas en las que había dejado de creer.

Besos para ti.

LADY DARCY dijo...

Querido Juan Antonio, que enorme alegría me provoca tu presencia y tus palabras. Nuestra sincera amistad es una realidad tan tangible como inevitable, y lo sabes.
Creer, y nunca dejar de creer...Eso es mucho, si no lo es ya Todo.

Besos miles.

Fernando García Pañeda dijo...

Me encanta la ironía, con mayor o menor sutilidad, que impregna a este capítulo (en realidad, a toda la obra). En mi opinión, esta es la novela en la que Austen desplegó toda su capacidad en este sentido, más que en otras en las que dio más rienda suelta a unu mordacidad más visible.
También me llama la atención el tema de los prejuicios sociales, algo que aparece también en todas sus obras principales. Prejuicios a los que, curiosamente, no son inmunes personajes dotados de inteligencia y bondad. Y es que, como dijo Einstein, «es más difícil desintegrar un átomo que un prejuicio».
Quedo alegre y complacido en mi visita, Señora, como siempre.

J.P. Alexander dijo...

Uy por fin puedo publicar un comentario no me dejaba. Amo esta obra por la forma que va madurando Emma te mando un beso y te me cuidas

princesa jazmin dijo...

"Un joven granjero, tanto si va a caballo como a pie es la última persona que despertaría mi curiosidad" qué buena línea! retrata muy bien el universo mental de Emma en este punto del relato y nos da una pista del pensamiento de la clase alta o media alta de la época, en cuanto a las personas que trabajaban para vivir.
Qué importan las virtudes que pueda tener un granjero? nada comparado a los modales, el refinamiento y la conversación...
Es admirable la forma cómo Emma va manipulando el pensamiento de Harriet, plantándole sus propios prejuicios en la mente y sintiéndose muy satisfecha por ello.
También comenzamos a saber más cosas sobre el señor Knightley, según las alabanzas de las chicas.
Y entra al juego Mr.Elton.
Voy al próximo.
Besos!
Jazmín.