miércoles, 16 de marzo de 2011

SÓLO QUEDAN ESTAS TRES Capítulo II

Una novela de Pamela Aidan


Precioso para poseerlo




Los ruidos procedentes del vestidor eran inconfundibles. Darcy se giró pesadamente y se hundió entre las almohadas, haciendo un último intento por encontrar una posición cómoda en la inmensa cama, antes de que Fletcher…


—¡Buenos días, señor!


¡Demasiado tarde! Darcy soltó un gruñido y luego, con la decisión que lo caracterizaba, agarró las sábanas y apartó las mantas. Con un solo movimiento, dio una vuelta sobre aquel instrumento de tortura nocturna y se puso en pie.


—Es una hermosa mañana de domingo, señor. Tal como debe ser en Pascua. —Fletcher levantó las manos y corrió las pesadas cortinas de damasco que habían estado ocultando la mañana hasta ese momento. Se volvió hacia su patrón y le dijo con ojos sonrientes—: Lady Catherine desea que le recuerde que la calesa saldrá a las diez en punto y que el desayuno se servirá en famille a las nueve, en el salón del desayuno.


—Como sucede todas las Pascuas, al menos desde que yo tengo cuatro años —refunfuñó Darcy, tratando de estirar los músculos de su espalda dolorida. Bostezó y se dirigió hasta la ventana para juzgar por sí mismo la exactitud de la afirmación de Fletcher sobre el día que empezaba. Entrecerró los ojos y observó el parque bañado por el sol. Sí, sería un día espléndido. Las únicas nubes que se recortaban en el amplio cielo azul parecían copos blancos de algodón, totalmente inofensivos. Una ligera brisa agitaba las hojas del bosquecillo que separaba Rosings de la aldea de Hunsford y Darcy pensó que le habría gustado traer a Nelson, su caballo, para aprovechar el día como a él le gustaba.


—Son las siete en punto, señor Darcy. —La voz de Fletcher interrumpió su contemplación de las colinas verdes y los caminos bordeados de árboles, mientras galopaba en su caballo—. ¿Desea usted que prepare…?


Un golpe enérgico en la puerta de la habitación interrumpió la pregunta del ayuda de cámara e hizo que los dos hombres se giraran sorprendidos, al mismo tiempo que la puerta se abría y aparecía la cabeza del coronel Fitzwilliam.


—¡Oh, excelente, Fitz! ¡Estás levantado! Pero, Fletcher… —Fitzwilliam entró, cerrando la puerta tras él con suavidad—. ¡Usted todavía no lo ha afeitado! Son ya las siete.


—Sí, señor, estaba a punto de…


—Bueno, entonces, ¡póngase en marcha, hombre! El tiempo corre inexorablemente. —Richard le dirigió una sonrisa al ayuda de cámara, que se inclinó ante las órdenes de un oficial superior y enseguida se puso a preparar los útiles de afeitar. Richard se giró hacia su primo—. ¿He dicho «en marcha»? —preguntó con ironía y luego fingió un suspiro—. Supongo que llevo mucho tiempo en el ejército. ¡Pronto ya no seré buena compañía!


Darcy resopló, concentrándose de nuevo en la contemplación del parque.


—¡No hay nada que temer! Pareces hacerlo bastante bien.


—¡Sí, en realidad así es! —se enorgulleció Fitzwilliam—. Y ésa es la razón para que esté aquí. Quisiera agilizar un poco el protocolo de la mañana, de manera que pueda disfrutar de la compañía de las damas de la rectoría antes de que empiecen los servicios. —Hizo una pausa, esperando algún comentario de Darcy, pero como su primo no dijo nada, continuó—: Me atrevería a decir que la agradable conversación de la Bennet será una buena compensación por la tortura de oír el sermón del señor Collins.


—Por fin te has hartado de él, ¿no es verdad? Has ido de visita al menos dos veces esta semana —murmuró Darcy, mientras recorría con la mirada el camino que atravesaba el bosque. Por encima de las copas de los árboles, alcanzaba a ver una esquina de la torre de la iglesia. La rectoría estaba a la derecha, ¿no?


—¡Más que hartarme, sin duda! Pero me habría arriesgado a soportar su aburrido parloteo más veces si hubiese sido apropiado… Si tú hubieses dejado a un lado los libros de contabilidad y me hubieses acompañado, Fitz, para mantener ocupado al buen Collins, como debe hacer todo primo devoto. ¡Que me parta un rayo si la Bennet no puede mantener fácilmente mi atención por…! ¿Qué?


Darcy se volvió bruscamente hacia su primo.


—¿Será posible que no podamos tener una conversación sin que la señorita Elizabeth Bennet salga siempre a colación?


Fitzwilliam lo miró con asombro.


—Me imagino que sí, primo; pero nunca antes había visto que te molestara hablar de una jovencita hermosa. Si eso es lo que quieres…


—Eso es lo que quiero —interrumpió Darcy de manera enérgica y comenzó a dirigirse hacia el vestidor. Seguramente Fletcher ya estaba listo, y si afeitarse le servía de pretexto para acabar con la charla de Richard, mejor.


Fitzwilliam se encogió de hombros en señal de acuerdo, pero luego cruzó los brazos y adoptó una actitud de disculpa.


—Muy bien, pero entonces he de decirte que te traigo malas noticias.


Darcy se detuvo en el umbral con el ceño fruncido por la contrariedad.


—¿A qué te refieres, Richard?


—Anoche, después de decir que estabas cansado y te retiraras, le sugerí a nuestra tía que invitara al párroco a tomar el té esta noche. —Se detuvo un momento para observar la curiosa expresión que adoptó su primo y luego continuó con una sonrisa pícara—: Así que no sólo te verás obligado a soportar que la señorita Elizabeth Bennet aparezca en la conversación, sino que tendrás que tolerar la presencia de la mismísima señorita Elizabeth…


Darcy cerró la puerta del vestidor con rabia y se recostó contra ella, mientras oía cómo Fitzwilliam se reía a carcajadas desde el otro lado, antes de marcharse. Miró por encima del hombro. La estancia estaba vacía y por fortuna estaba solo. Apoyó la cabeza contra la puerta y cerró los ojos. Los últimos cinco días habían sido terribles para él, y la incomodidad de la cama del cuarto de invitados importantes de su tía no era precisamente la causa principal de haber pasado las noches en vela. Sacudió la cabeza al pensar en los caprichos de la providencia, que había traído nuevamente a Elizabeth hacia él; luego se retiró de la puerta y se desplomó en la silla de afeitado. Se reclinó contra el respaldo, echó la cabeza hacia atrás y comenzó un minucioso examen del techo.


Tras la desastrosa conversación que Darcy había tenido con Elizabeth acerca de su hermana, Richard se dio cuenta de que su primo quería marcharse de Hunsford y facilitó la despedida. Pero tan pronto estuvieron lejos de la casa parroquial y de la posibilidad de que alguien del pueblo los oyera, había comenzado a preguntar a su primo por su extraño comportamiento.


—¡Ya basta, Richard! —le había advertido Darcy tajantemente. Richard reconoció el tono de su primo y guardó silencio. Pero aunque aparentemente había hecho caso, poco le importaron los motivos de Darcy para pedirle que se callara y emprendió una nueva estrategia, en la cual comenzó a enumerar los múltiples encantos de Elizabeth, mientras le pedía a su primo su opinión en cada punto, hasta que éste le dirigió una mirada asesina.


—Sí, ella es muy agradable —había dicho Darcy de manera lacónica, con los dientes apretados, mientras regresaban a Rosings a grandes zancadas—, pero ten cuidado, Richard. Conozco bien su situación y te advierto que no hay mucho que esperar de ella y además no está muy bien relacionada. Tú, mi querido primo, eres demasiado caro para ella. —Darcy se detuvo entonces un momento, mirando a Richard con aire de desaprobación—. ¡Y ella es la hija de un caballero!


Fitzwilliam había levantado las manos en señal de protesta.


—¡Por supuesto, Fitz! ¡Por Dios! No creerás que voy a flirtear con una mujer ante las mismísimas narices del párroco, ¿o sí? —Darcy se limitó a lanzarle una mirada penetrante como respuesta y se giró nuevamente hacia el camino—. Bueno, no puedes oponerte a que yo quiera visitarla —declaró su primo, después de alcanzarlo—. Rosings es tan mortalmente aburrido… Siempre ha sido así, desde que éramos niños. Y ahora por fin hay una diversión lo suficientemente encantadora e interesante como para hacer que esta interminable obligación pase más rápido.


—Yo no tengo tiempo para hacer visitas, Richard. Hay que revisar las cuentas, entrevistar al administrador de la propiedad e inspeccionar las granjas. Tu ayuda sería muy útil —replicó Darcy.


—Y la tendrás, Fitz —le aseguró su primo con seriedad—, pero supongo que no me necesitarás todo el tiempo. ¡Y yo me pongo insoportable cuando no tengo nada que hacer, ya lo sabes! Así que, para evitar que terminemos peleándonos, cuando no me necesites, podré ir a hacer una visita a Hunsford. ¡Ah, y tendré mucho cuidado! —exclamó al ver la mirada de Darcy—. ¡Seré todo un modelo de discreción y decoro!


Así, durante los últimos cuatro días, mientras Darcy se sumergía en los asuntos de su tía, en un esfuerzo deliberado por mantenerse lo más ocupado posible para no pensar en la huésped de Hunsford, Richard había estado disfrutando de su compañía, ¡dos veces! En ambas ocasiones había pasado antes por la biblioteca de Rosings, de la que se apoderaba Darcy durante su estancia, para preguntarle si le gustaría acompañarlo a la rectoría. Pero Darcy había logrado dar la impresión de estar tremendamente ocupado, y lo había despachado, aunque lo había mirado desde la ventana consumido por los celos, mientras desaparecía de su vista por el camino que llevaba hacia Hunsford… hacia Elizabeth. Luego había regresado a la mesa y a los libros de contabilidad que tenía abiertos, contando los minutos hasta que Richard regresaba. El muy sinvergüenza lo saludaba desde la puerta y le informaba sobre el placentero rato que había pasado con la Bennet, como la había bautizado. ¡Cómo le molestaba a Darcy ese apelativo! Aunque para él ella era «Elizabeth» desde hacía mucho tiempo, creía que al hablar de ella en público debería ser «la señorita Elizabeth Bennet»; pero si se atrevía a hacer algún comentario al respecto, su primo se lanzaría sobre él como un ave de rapiña.


Sin embargo, la intensa curiosidad que Darcy sentía por todo lo que tenía que ver con ella casi le había hecho ponerse en evidencia. Era toda una tortura oír los comentarios que Richard hacía ocasionalmente sobre sus visitas y no poder pedirle más explicaciones para analizarlos con más detenimiento. La noche anterior, por ejemplo, mientras disfrutaban de un brandy después de la cena, su primo se había referido a un libro que le había prestado a Elizabeth de la biblioteca de su tía.


—¿Ah, sí? —había contestado Darcy, con un interés tan evidente que había hecho que Richard se quedara callado. Darcy ardía en deseos de preguntarle por el título, saber cómo se había enterado de que ella deseaba ese libro y cuál había sido su reacción cuando se lo había llevado; pero en lugar de eso bajó la cabeza, concentrándose en su brandy y se reprendió en silencio por semejante imprudencia. Darcy sabía que ella leía, bordaba, escribía, caminaba; sabía todo eso desde su estancia en Hertfordshire. Pero ahora quería enterarse de sus gustos literarios. ¿Habría retomado la lectura de Milton? ¿Qué opinaba sobre él? ¿Le gustaba bordar y disfrutaba de sus paseos? ¿Cuáles eran las preocupaciones que inquietaban su corazón y la hacían escribir? Darcy quería oír la voz de Elizabeth, disfrutar de su sonrisa y perderse en sus ojos.


Unos pasos rápidos tras la puerta de servicio le alertaron sobre el inminente regreso de Fletcher. Se enderezó en la silla cuando el ayuda de cámara entró, pero el criado lo hizo recostarse de nuevo y le puso sobre la cara una toalla caliente húmeda, para suavizar la incipiente barba que había salido durante la noche. Los movimientos familiares del sirviente le tranquilizaron. ¡Al menos algunas cosas seguían como siempre!


—¿Señor Darcy? —La pregunta de Fletcher irrumpió en medio de la sensación de comodidad que le producía la toalla caliente—. Creo que podría usar la azul… ¿la chaqueta nueva de Weston's, señor? Y los pantalones de nanquín a la rodilla color crema con el chaleco a juego. —Darcy había pensado lo mismo. Después de todo, ¡era Pascua! Trató de alejar el pensamiento de que seguramente se iba a encontrar otra vez con Elizabeth.


—Es Pascua, señor —apostilló el ayuda de cámara, al ver que él no respondía.


—En efecto. Llevaré la azul, entonces. —El caballero sonrió para sus adentros, mientras buscaba una postura más cómoda y levantaba la barbilla para prepararse para la navaja, pero, de repente, detuvo la mano de Fletcher con súbita precaución—. ¡Con cuidado, Fletcher!


—Desde luego, señor Darcy. ¡Si usted se queda quieto!


El tradicional desayuno de Pascua en famille de lady Catherine transcurrió con la misma solemnidad de los últimos veinte años. La única diferencia que Darcy notó esa mañana fue su propia impaciencia para acabar rápidamente con el asunto para dirigirse a la iglesia de Hunsford. El hecho de que Richard también estuviese impaciente por marcharse fue una novedad que hasta lady Catherine observó, molesta.


—¡Fitzwilliam! —exclamó lady Catherine, mirándolo con severidad—. Hago una excelente digestión, tan buena como la de cualquier súbdito del reino; de hecho, me congratulo por ello y animo a la gente joven a que siga mi ejemplo. Pero si tú no dejas de moverte con tanto nerviosismo, ten por seguro que el desayuno acabará por indigestárseme.


—Mis disculpas, señora. —Fitzwilliam se sonrojó y le lanzó una mirada de súplica a Darcy.


—También tengo entendido que esta mañana te has levantado mucho más temprano de lo que acostumbras —siguió diciendo lady Catherine—. Me pregunto a qué se debe. Nunca había oído que fueras un hombre piadoso, Fitzwilliam. En las cartas, tu madre siempre se queja de que nunca honras con tu presencia el banco de la familia en la iglesia. ¡Espero que no hayas enloquecido y te hayas convertido en un «entusiasta»! No toleraré ninguna de esas tonterías en nuestra familia.


—Mi querida tía… —comenzó a decir Richard.


—Entonces, no tienes razón para estar impaciente. ¡Collins esperará! ¿Qué otra cosa puede hacer? —Sin saber qué responder, Richard adoptó una estudiada inmovilidad hasta que no fue capaz de soportar la inactividad durante más tiempo y agarró otra tostada, untándola con una cantidad exagerada de mermelada. Tras dirigirle una mirada a su primo desafeándolo a decir algo, se la llevó a la boca y comenzó a masticarla tan vigorosamente como era posible, tratando de no despertar otra vez la ira de su tía. Darcy se mordió el labio, invadido por un ataque de incomodidad y rabia, mientras lady Catherine seguía disertando sobre su nuevo tema. Después de todo, había sido buena idea no traer a Georgiana a Kent con él. Independientemente de sus propias reservas acerca del nuevo interés de Georgiana por la religión, Darcy no se arriesgaría a someter la recuperación de su hermana a las categóricas opiniones de lady Catherine. Darcy se quedó mirando a su tía mientras ella seguía hablando, prometiéndose en silencio no permitir nunca que lady Catherine molestara a su hermana acerca de un tema que le había servido para recuperar la alegría y volver a él.


Cuanto más se acercaban las manecillas del reloj dorado a la hora en que partirían hacia la iglesia de Hunsford, más necesario se hacía para Darcy iniciar cualquier tipo de actividad que le ayudara a controlar la creciente impaciencia. Sin poder soportar durante más tiempo el confinamiento de la mesa y la conversación de su tía, se levantó con brusquedad. Ante el asombro de sus parientes, se disculpó y, después de lanzarle una mirada a Richard para disuadirlo de acompañarlo, abandonó la sala del desayuno hacia el jardín de Rosings. Cuando atravesó las puertas de la mansión, se detuvo, llenó sus pulmones con el vigorizante aire matutino y concentró su atención en el jardín y el desorden de sus propias emociones. Acompañado solamente por el crujido de la gravilla blanca del sendero debajo de sus botas, comenzó a deambular con aire pensativo entre las jardineras y los setos geométricos que lady Catherine pensaba que debían adornar un jardín elegante. Allí no había ningún atisbo de naturalidad, no se toleraba ni la más mínima insinuación de desorden, sólo el orden matemático de los ángulos rectos y las jardineras perfectamente simétricas. Un jardín formal y lógico, pensó Darcy, mientras ponía tanta distancia entre Rosings y él como era posible. ¿Acaso la geometría del jardín podría penetrar en sus huesos, para que él pudiera disciplinar sus indomables pensamientos y emociones y hacer que volvieran al camino por el que habían transitado hasta su estancia en Netherfield? Disminuyó el paso; el sendero llegaba a su fin, pero se dividía en dos, a derecha e izquierda, para circundar el perímetro del jardín. Darcy suspiró y se dirigió de nuevo hacia la mansión y la verdad.


Estaba loco por verla; no podía negar la verdad. Pero también era cierto que sentía un gran temor sólo de pensar en encontrarse con ella. El recuerdo de ese momento en la casa parroquial, cuando la presencia de Elizabeth y las fantasías de su imaginación lo hicieron dudar de su razón, había sido un tormento continuo desde entonces. La escena había estado presente en cada uno de sus pensamientos y acompañaba todas sus acciones. A veces el recuerdo le resultaba tan placentero que habría dado cualquier cosa para volver a estar en la misma circunstancia, pero otras veces, cuando la realidad de la situación se confirmaba, juraba que preferiría no volver a vivirla. Apretó los puños. ¡Aquel ir y venir de sus pensamientos y deseos se estaba volviendo insoportable! Su determinación se había derretido bajo el ardor de los ojos de Elizabeth. Su propósito de dedicarse a sus obligaciones había fracasado. ¿Es que no había forma de extinguir esta fascinación?


La única respuesta a su súplica fue el chillido estridente de uno de los pavos reales que se paseaban por el parque. Enseguida oyó que lo llamaban desde la mansión. Al mirar en esa dirección, vio a Fitzwilliam, que se dirigía rápidamente hacia él desde el otro extremo del jardín. Seguramente venía a atormentarlo. Pero a medida que Richard avanzaba, Darcy recordó algo que su primo había dicho por la mañana. ¿Qué era? ¿Algo sobre haberse hartado de Collins? A Darcy se le ocurrió una idea. ¿Acaso ésa podía ser la solución para su obsesión por Elizabeth?


—¡Fitz! ¡Es hora de irnos! ¿Qué demonios estás haciendo aquí afuera? —preguntó Richard con tono quejumbroso, cuando llegó hasta donde estaba su primo—. ¿Por qué me abandonaste en las fauces del dragón? ¡Fitz! —volvió a decirle, al ver que no había respuesta—. ¿Y de qué demonios te estás riendo?


********************



En realidad era una hermosa mañana de Pascua. Los encantos de la campiña de Kent, desplegados en todo su esplendor, fueron entonces rigurosamente analizados bajo la severa dirección y los comentarios de la dama, pero Darcy no oyó ni una palabra durante su viaje hasta Hunsford y sospechaba que su primo tampoco lo había hecho. Pero eso no tenía importancia, porque todo lo que lady Catherine esperaba o deseaba recibir de sus sobrinos era una mirada ocasional o un gesto de asentimiento de vez en cuando. Cualquier respuesta más extensa la habría hecho sospechar de la presencia de tendencias «artísticas», que despreciaba casi tanto como las tendencias «entusiastas» en los hombres de clase alta.


La distancia hasta Hunsford no era larga si uno iba en coche, pero a juzgar por la actitud de agitación del párroco mientras se paseaba por el atrio, llegaban con retraso. Como el paseo de Darcy por el jardín de Rosings apenas los había entretenido escasos minutos, estaba claro que el programa que lady Catherine había diseñado tenía como propósito hacer una gran entrada. Acompañados de los miembros más distinguidos de la burguesía local, el señor y la señora Collins estaban esperando a las puertas de la iglesia para saludar a lady Catherine y sus distinguidos sobrinos, pero Elizabeth no estaba con ellos. Darcy se puso tenso cuando el coche finalmente se detuvo y se hizo evidente que tampoco estaba en el atrio de la iglesia. Apesadumbrado, miró a Fitzwilliam, que observaba con enojo primero a su tía y luego a la multitud reunida al pie de las escalinatas de la iglesia.


—¡Demasiado tarde! —refunfuñó Fitzwilliam, al tiempo que uno de los criados de librea roja de Rosings se apresuraba a abrir la portezuela de la calesa—. ¡Y una maldita tortura! —Cuando la puerta se abrió, Richard se bajó apresuradamente del coche y alcanzó a dar dos pasos, antes de que Darcy lo agarrara del brazo para recordarle la cortesía que le debía a su tía.


—¡Richard! —siseó Darcy. Fitzwilliam se detuvo y estaba a punto de preguntar qué sucedía, cuando su primo le respondió con un silencioso gesto de la cabeza.


—¡Oh, Dios santo! —susurró Fitzwilliam aterrado y, tras esbozar una sonrisa, retrocedió hasta el coche para ofrecerle su mano a lady Catherine y ayudarla a bajar.


—Fitzwilliam, le voy a escribir a tu madre —anunció lady Catherine, mientras tomaba la mano de su sobrino y descendía del carruaje, examinando la expresión atemorizada de Richard con ojos escrutadores— para informarle de tu extraño comportamiento. Más aún, le aconsejaré que le lea mi carta al conde de Matlock.


—Milady —dijo Fitzwilliam como si se sintiera ofendido—, le ruego que me crea que no me he vuelto metodista.


—¡Espero que no! —lo interrumpió su tía—. Fuiste bautizado en la religión anglicana, de lo cual yo misma fui testigo, y eso es todo, señor. ¡No quiero oír más tonterías! —Tomó el brazo de Richard y señaló con la cabeza hacia la puerta de la iglesia. Hirviendo de cólera, Fitzwilliam la acompañó obedientemente.


Impaciente por dejar atrás la «tortura» de Richard, como él bien la había descrito, Darcy se volvió hacia su prima y le ofreció la mano. Anne apoyó ligeramente los dedos sobre el brazo del caballero sólo unos instantes, pues tan pronto como alcanzó el suelo retiró rápidamente la mano, para sorpresa de su primo. La miró con curiosidad, pero ella desvió la mirada, protegida por el ala y las flores del sombrero. Darcy recordó entonces que su prima no había dicho ni una palabra durante el desayuno ni durante el viaje, y tampoco la había visto prestar atención a otra cosa distinta del paisaje o sus propias manos enguantadas, que reposaban entrelazadas sobre el regazo. Tampoco en aquel momento dijo nada, se limitó a quedarse inmóvil como la esposa de Lot, esperando en el sitio donde había descendido del coche.


—¿Vamos, Anne? —preguntó Darcy con voz firme. El sombrero se movió lentamente hacia arriba y hacia abajo, y a él le pareció haber oído un suspiro cuando le volvió a ofrecer el brazo a su prima. Dos delgados dedos se apoyaron entonces sobre la manga de su chaqueta azul, pero Darcy sólo se dio cuenta porque los vio, pues no pesaban nada. El caballero comenzó a avanzar lentamente, esperando cierta reticencia por parte de ella que requeriría un poco de presión, pero la muchacha reaccionó a su señal y caminó simultáneamente con él hasta la puerta de la iglesia. Todavía sin mirarlo, se detuvo cuando se dio cuenta de que él necesitaba cambiarse de mano el bastón para quitarse el sombrero a la entrada de la iglesia. Darcy se inclinó brevemente ante el grupo reunido allí, imposibilitando todo tipo de conversación, y la condujo al interior.


La súbita y fría oscuridad de la entrada de la iglesia, debajo del campanario, los apartó momentáneamente de todas las miradas, pero Anne pareció encogerse todavía más, cuando un estremecimiento hizo que sus dedos temblaran. Darcy bajó la vista enseguida y trató de mirarla a la cara, pero la penumbra y el sombrero siguieron ocultando el rostro de su prima. Por primera vez sintió un poco de preocupación por Anne. Era evidente que algo iba mal, pero ¿qué podía ser? Se sintió súbitamente inundado por un sentimiento de vergüenza, al darse cuenta de que nunca podría descubrir qué le pasaba a su prima porque nunca había sentido el más mínimo interés por sus preocupaciones. Ella siempre había sido sólo Anne, la «prometida no deseada», su prima enferma: una criatura patética que sólo inspiraba compasión y con la cual no tenía nada que ver ningún hombre joven y saludable. Y, para deshonra de Darcy, él no tenía nada que ver con ella.


La iglesia de Hunsford era un edificio respetable. La estructura en sí no era muy imponente, ni la nave particularmente larga, pero casi le dio la sensación de que era la mismísima abadía de Westminster, a juzgar por el tiempo que pareció necesitar para escoltar a su prima hasta el banco de los De Bourgh y llevarla junto a lady Catherine. Después de completar por fin el recorrido, Darcy dejó a Anne en el banco, pensando que había quedado libre para mezclarse con el resto de la congregación y buscar el perfil de Elizabeth. Mientras colocaba a un lado el bastón y el sombrero, pensó que Richard ya debía de haberla encontrado, y que sólo necesitaría fijarse en la dirección de la mirada de su primo. Sin embargo, tras lanzarle una ojeada furtiva a Fitzwilliam por encima de Anne, comprobó que, lejos de estar coqueteando con Elizabeth, el habitual buen humor de su primo parecía haberse esfumado. Sabía por experiencia que la única persona que se había podido enfrentar a lady Catherine y hacerle adoptar una cierta reserva femenina había sido su padre. Desde su muerte, los aspectos más femeninos de la naturaleza de su tía habían desaparecido totalmente bajo la tendencia autoritaria a no tener en cuenta cualquier opinión distinta a la suya, y Richard estaba sufriendo en aquel momento el impacto de su último ataque.


Un ligero movimiento y una canción procedentes de la parte posterior de la iglesia hicieron que la congregación se pusiera en pie. Como si actuara por inercia, Darcy se levantó enseguida, tratando de olvidar las desventuras de sus primos y concentrándose en localizar a Elizabeth en medio de los feligreses. Dando gracias otra vez por su estatura, comenzó a observar atentamente la multitud de sombreros adornados con flores y frutas, en busca del que protegía la esplendorosa belleza de Elizabeth de las miradas furtivas, pero en ese momento el coro de niños comenzó la procesión y sus voces —no del todo afinadas, pero fuertes y claras— comenzaron a resonar entre los antiguos muros. Darcy miró rápidamente a lo largo del pasillo. Detrás de los niños, con paso solemne y los ojos dirigidos con devoción hacia el cielo, venía el señor Collins, cuya casulla blanca almidonada parecía casi ahogarlo. Así siguió hasta que llegó al banco de los De Bourgh, donde sorprendió a Darcy y a Fitzwilliam y se volvió rápidamente en dirección de la familia, para inclinarse ante cada uno de los parientes de su noble patrona. Justo cuando el ridículo hombre se estaba levantando de aquellas molestas adulaciones, Darcy vio detrás de él, y al otro lado del pasillo, un rayo azul que provenía de la cinta de un sombrero de paja adornado con lirios frescos del valle. Cuando el ala del sombrero se levantó, aparecieron un par de ojos castaños como de terciopelo, por encima de una nariz elegante y unos encantadores labios que su dueña cubría con delicados dedos enguantados, con el fin de ocultar la risa. La imagen le resultó extraordinariamente encantadora, y se sintió más que dispuesto a permitir que aquella fascinación lo envolviera.


Absortos en la contemplación del señor Collins, los vivaces ojos de Elizabeth parecían bailar de risa. Pero no contenta con observar las ridículas atenciones de su primo, la muchacha procedió a examinar el efecto que tenían sobre los demás y, para sorpresa de Darcy, comenzó con una inspección de su rostro. El brillo divertido en los ojos de Elizabeth y la dulce curvatura de sus labios lo atravesaron como un rayo, aturdiendo sus sentidos, y durante ese eterno segundo Darcy no pudo hacer otra cosa que esperar la reacción de la muchacha. Una ligera expresión de desconcierto se dibujó en el rostro de Elizabeth. Aunque eso le dio un respiro al caballero, la mirada de confusión de la dama avivó su curiosidad. ¿Qué era lo que tanto la intrigaba?



El final de oración indicó que la congregación podía volver a sentarse, lo cual le dio a Darcy sólo unos pocos segundos para lanzarle otra mirada furtiva a Elizabeth.




La curiosidad que había avivado el rostro de la muchacha había sido reemplazada ahora por una expresión reflexiva, mientras contemplaba las delicadas vidrieras, regalo del abuelo de sir Lewis, que decoraban majestuosamente el ábside, más allá del pulpito. Su serio semblante le confería un aire encantador. Darcy habría dado cualquier cosa por conocer la naturaleza de los pensamientos que provocaban semejante despliegue de belleza, pero luego se sintió culpable al darse cuenta de que, otra vez, estaba invadiendo la intimidad de la muchacha. Abandonó su secreta incursión con reticencia, y sin que ella se diera cuenta se concentró en el desafortunado pastor de Hunsford. Sus experiencias anteriores con el presuntuoso hombrecillo no habían incluido una muestra de sus sermones formales, así que aquél era, por decirlo de alguna manera, el «discurso inaugural» del clérigo. Darcy no tenía grandes expectativas, pero mientras el señor Collins colocaba varias veces sus notas en el pulpito, el visitante se preparó para concederle el beneficio de un voto de confianza.


Cuando finalmente logró organizar los papeles a satisfacción, el señor Collins se dirigió a la familia de su benefactora y, para consternación de Darcy, volvió a hacerles una reverencia, tras la cual lady Catherine hizo un gesto de asentimiento para indicar que lo autorizaba a proseguir. Con creciente inquietud, Darcy observó cómo el párroco adoptaba una expresión de solemnidad y le decía a sus fieles:


—Mi lectura de esta mañana pertenece a la Epístola a los Colosenses, capítulo tres: «Aspirad a las cosas celestiales, no a las terrenales». El tema para esta mañana de Pascua, mi fiel congregación, es el de las aspiraciones o, más precisamente, lo que se ha llamado afectos o emociones religiosas. Es decir, hoy os hablaré en contra de los vulgares excesos del «entusiasmo».



—¡Ay, no! —refunfuñó Fitzwilliam, mientras se encogía en el banco, pero Darcy se puso alerta. Aquello era obra de su tía, estaba seguro.


—El texto —continuó el portavoz de lady Catherine— nos invita a fijar nuestros afectos en las cosas superiores. Pero esto no se puede interpretar como un permiso para caer en arrebatos de emoción. ¡El cielo no lo permita! La religión es un asunto de una naturaleza más rigurosa; más sobria y firme. Ella rechaza tajantemente el apoyo de algo tan volátil, tan trivial e inútil como la imaginación vivaz y el flujo incontrolable de, si vosotros me perdonáis la expresión, el «espíritu animal». Esas cosas encuentran refugio en la imaginación calenturienta y desordenada de los «entusiastas», pero no en el entendimiento desapasionado y racional que el Ser Supremo exige al verdadero hombre religioso.


¿La imaginación calenturienta y desordenada? Darcy cruzó los brazos sobre el pecho y levantó su mirada penetrante hacia el títere de su tía.


—No, mis queridos feligreses. —Collins golpeó el púlpito con la palma de la mano con un gesto teatral—. La verdadera sabiduría, la verdadera religión nos invita a dominar las pasiones y sus desórdenes para poder cultivar las virtudes morales. Sólo debemos cumplir las condiciones que nos imponen el deber y el honor, aprender a conciencia esta lección del Evangelio y todo irá bien. Aspirar a las cosas celestiales es ser mejores personas, no ese fervor vano y autoenaltecedor.


¡Ser mejores personas! Darcy se movió con incomodidad, pues sentía que el banco se volvía cada vez más duro. El honor y el deber eran el aire que él siempre había respirado, pero ¿acaso no se había sentido últimamente tentado a abandonarlos? ¿Acaso no había estado increíblemente cerca de sucumbir a las estratagemas de lady Sylvanie, cuya trágica locura le había mostrado, no obstante, la profundidad del odio que albergaba en su propio corazón? ¿Y había podido extinguirlo en los meses que habían transcurrido desde entonces?


—Porque yo os digo que las exageraciones de fanáticos como esos infames de Newton o Whitefield, en el siglo pasado, o Bunyan y Donne, antes que ellos, no son más que eso. —Con un gesto despectivo, el señor Collins descalificó a hombres que lo superaban con creces en sus capacidades teológicas y literarias—. ¡Y no necesito recordaros adonde conduce eso! —Hizo una pausa para aumentar el efecto dramático de sus palabras y luego espetó—: ¡Al regicidio!


Fitzwilliam soltó otro gruñido.


—¡Por Dios, ahora lady Catherine le va a escribir a mi padre que estoy planeando matar al viejo George!


Darcy frunció el entrecejo con gesto amenazante y entrecerró los ojos hasta que no pudo ver más que una raya. Si aquello reflejaba la opinión de lady Catherine, y no le cabía ninguna duda de que el sermón de Collins había sido escrito bajo la dirección de su tía, ¡ella nunca debía estar dos minutos sola con Georgiana!


—Confiad, mejor, en la razón, la esclava de lo divino, y en vuestros padres espirituales, y yo me precio de haber sido nombrado y recomendado como tal por su señoría lady Catherine de Bourgh, para que os indiquen qué es una aspiración apropiada y aceptable a los ojos del cielo. Y así termina esta enseñanza. Amén.


Después de la bendición, los niños del coro comenzaron a cantar otra vez con voz desafinada e iniciaron el himno que marcaba el final del oficio, mientras se retiraban por el pasillo, seguidos por el señor Collins. Un suave suspiro cerca de su hombro le recordó a Darcy sus deberes para con su prima. Haciendo a un lado su disgusto, tomó rápidamente el sombrero y el bastón y recogió también el libro de plegarias de Anne. Luego le lanzó una mirada a Elizabeth, mientras salía del banco de los De Bourgh. Le pareció que ella estaba todavía más pensativa, más adorable que antes, y deseó profundamente poder acercársele, saludarla al menos, antes de marcharse. Pero el deber y la cortesía exigían que acompañara a su prima hasta el carruaje. De momento tenía que renunciar a ese placer, pero Darcy juró que esa noche no se negaría a nada que ella quisiera ofrecerle.


—Prima Anne. —Darcy se dirigió en voz baja a la figura fantasmagórica que había a su lado, ofreciéndole su brazo.


El viaje de regreso a Rosings se llevó a cabo en medio de un pesado silencio por parte de todos los que iban en la calesa, excepto su ocupante más noble. Obligada por la historia y la costumbre a guardar silencio dentro de las paredes de la iglesia, su señoría compensó esa imposición de las Escrituras con una interminable sucesión de comentarios sobre los vecinos, sus parientes, sus criados y sus amigos, mientras el coche recorría el camino hasta la mansión. Tanto Fitzwilliam como Darcy se mantuvieron inmóviles y con la mirada fija en el paisaje, durante el largo monólogo de su tía. Darcy le dirigió ocasionalmente unas cuantas miradas a su prima, con la esperanza de descubrir algo acerca de su persona que arrojara una luz sobre lo que la preocupaba. Pero ella también mantuvo la vista fija en el paisaje y las manos hechas un nudo entre los guantes y los hilos de su bolso, y no miró ni una sola vez a Darcy. El ala ancha de su sombrero siguió actuando como un escudo contra las preguntas de su primo. A pesar de lo inquietante que era el comportamiento de la joven, estaba claro que, en aquel momento, Darcy no podría hacer nada al respecto.






*************


Cuando los movimientos expertos del cepillo de Fletcher sobre sus hombros se detuvieron súbitamente, Darcy supo que, de acuerdo con los precisos estándares de su ayuda de cámara, ya estaba listo para abandonar la alcoba y presentarse ante su tía. En lo que concernía a su atuendo, eso era indiscutiblemente cierto. La chaqueta azul y los pantalones a la rodilla color crema de la mañana habían desaparecido y en su lugar Darcy llevaba ahora una sobria pero impecable levita negra, muy ajustada al cuerpo, y unos pantalones largos. Miró su imagen en el espejo, mientras el ayuda de cámara dio un paso atrás esperando su opinión. Luego estiró el cuello hacia arriba y hacia los lados para aflojar el nudo de Fletcher hasta sentirse algo más cómodo. A decir verdad, le había indicado a su criado que seleccionara unos pantalones largos con el propósito expreso de provocar a lady Catherine para que comenzara a moralizar sobre su carencia de modales a la hora de vestirse para una velada y la lamentable informalidad que caracterizaba a los jóvenes en este nuevo siglo. Si estaba molesta con su apariencia era posible que la anciana dama estuviera menos interesada en su conversación, en especial cuando él tuviera oportunidad de acercarse a la humilde invitada del párroco. ¡Pero ahí residía el problema! Su yo exterior estaba bien equipado, preparado para cualquier examen. Pero cuando su mirada comenzó a recorrer la elegante línea de la chaqueta, pasando por el exquisito nudo de la corbata de lazo, hasta llegar a sus ojos, Darcy vio reflejada en ellos toda la expectación del placer y el desafío que seguramente traería la noche. De hecho, aquella expectación corría desbocada por su interior, despertando en todo su cuerpo sensaciones agradables pero caóticas. Cerró los ojos y, comenzando con idiota, se fue insultando mentalmente hasta que el ritmo de su sangre pareció apaciguarse en las venas.


—Señor Darcy, ¿hay algún problema? —preguntó Fletcher en voz baja a su espalda.


—No, estoy satisfecho, Fletcher —le aseguró al ayuda de cámara, mientras abría los ojos y se encontraba, por fortuna, con un reflejo más parecido a él mismo. Aunque le había resultado difícil convocarla, su reserva habitual finalmente había aparecido y había tomado posesión de su persona. Cuánto iba a durar en presencia de Elizabeth era algo en lo que Darcy no deseaba pensar por el momento. Abandonó el espejo y tras sacar su reloj de bolsillo, avanzó hacia la puerta.


—Son las seis, señor —anunció Fletcher. Darcy se volvió a guardar el reloj. Los invitados debían llegar en media hora, lo que le dejaba suficiente tiempo para apaciguar las quejas de lady Catherine e iniciar alguna discusión tranquilizadora y fraternal con Richard. También con Anne, recordó con sentimiento de culpa, aunque sabía que ella no iba a participar en la conversación, pero tal vez si observaba su forma de prestar atención a su charla, Darcy podría detectar algo que arrojara alguna luz sobre sus perturbadores suspiros.


Los criados estaban encendiendo las lámparas del vestíbulo cuando Darcy llegó a las escaleras. Pasaba ya un poco de las seis, calculó. En menos de media hora… No pudo evitar pensar en cómo sería ver a Elizabeth allí, en medio de sus parientes y en los magníficos salones de Rosings. Ella no estaría totalmente en desventaja; por lo que sabía, Elizabeth ya había estado en el salón de Rosings otras dos veces antes, pero el contraste con el ambiente al que ella estaba acostumbrada debía perturbarla. Y si el ambiente no lo hacía, entonces la temeridad de las atrevidas preguntas de lady Catherine y sus categóricas opiniones, sumadas a su rango y posición social, debían reducir la espontaneidad de la muchacha. Darcy trató de imaginarse a Elizabeth, con la mirada fija en el suelo, mientras escuchaba con tranquila deferencia las manifestaciones de su tía; pero ese ejercicio sólo hizo que esbozara una sonrisa. Desde sus conversaciones en Netherfield, él conocía perfectamente la fascinación que Elizabeth sentía por las contradicciones de la naturaleza humana. Y lady Catherine era una extraordinaria fuente de ese tipo de debilidad. ¿Divertiría eso a la señorita Elizabeth Bennet? ¿Se atrevería ella a sostener sus puntos de vista, y si así era, cómo hacía para seguir disfrutando de la buena opinión de su tía? La velada de esa noche prometía ser probablemente la más interesante que hubiese experimentado alguna vez bajo el techo de su tía.


Un sonoro chasquido, acompañado de un «¡Maldición, Fitz! ¿Pantalones largos?» alertaron a Darcy de la llegada de su primo. Fitzwilliam se alejó de él, con las cejas enarcadas por la sorpresa, bajo la cascada de rizos que le cubrían la frente.


—Ya sabes lo que lady Catherine opina sobre eso, viejo amigo.


—Ésa es la razón por la que he decidido usarlos esta noche, Richard, para que tú —dijo Darcy e hizo una pausa para señalar los perfectos pantalones hasta la rodilla de su primo, las medias bordadas y los zapatos— brilles en contraste, como un modelo de solidez y buenos modales.


—Oh. —Fitzwilliam se detuvo a considerar aquella posibilidad y luego sonrió a su primo—. Muy amable por tu parte, primo. Estoy dispuesto a cualquier cosa con tal de evitar que la dama dragón siga con ese absurdo propósito de escribirle a mi padre. No puedo imaginarme de dónde ha sacado la idea de que me he convertido en un predicador metodista. —Sacudió el bordado de sus puños—. ¿Estás seguro de que tengo buen aspecto? —Darcy no pudo evitar reírse al ver la insólita preocupación de su primo, mientras asentía para asegurarle que así era. Molesto por las burlas de Darcy, Fitzwilliam le sonrió con amargura—. Bueno, tú también estarías nervioso si su señoría te tuviera en el punto de mira.


—Entonces compórtate esta noche como el caballero más encantador y pronto recuperarás su favor. —Darcy se rió—. ¿Bajamos?


Al verlos entrar, la sonrisa seca de lady Catherine se convirtió en un gesto de desaprobación, pero se limitó a suspirar de manera desdeñosa con la vista fija en Darcy, antes de ordenarles a sus sobrinos que se sentaran en los sofás que habían sido dispuestos en círculo alrededor de su gran sillón. Anne y su dama de compañía, la señora Jenkinson, estaban frente a ellos, sentadas al otro lado de lady Catherine, envueltas como siempre en un montón de chales, pero esa noche Anne llevaba un vestido particularmente atractivo, que favorecía su piel pálida y su delgada figura.


—¿No te parece que tu prima está encantadora esta noche, Darcy? —preguntó lady Catherine, mientras él se inclinaba ante Anne. La pregunta de su señoría congeló la sonrisa que Darcy quería dedicarle a su prima antes de que llegara a sus labios. El sincero elogio que había estado a punto de ofrecer parecería ahora una representación ordenada por su tía, la cual enfatizaría una vez más la tensa relación que había entre ellos.


Darcy se levantó de su reverencia ante una Anne muy distraída, que miraba a todas partes excepto a él, con los dedos aferrados a su chal.


—Prima Anne. —Sabiendo que debía lograr llamar su atención, inducirla a que lo mirara a la cara, Darcy se dirigió a ella con la misma voz suave pero firme que usaba con Georgiana—. Anne —repitió, y ella levantó lentamente los ojos—. Ciertamente tienes un aspecto estupendo esta noche. —La muchacha se sonrojó un poco al oír las palabras de su primo, bajando enseguida la mirada, pero no antes de que él alcanzara a detectar una chispa de gratitud y tal vez, incluso, un poco de placer al oír el cumplido. Darcy pensó que Anne no era tan indiferente a la cortesía como parecía querer hacerle creer a todo el mundo. Pero, claro, su mundo era evidentemente muy pequeño, reducido a causa de su delicada salud y de los sentimientos y gustos de lady Catherine. Darcy estaba seguro de que, en ese mundo, los cumplidos sinceros y auténticos eran una rareza.


Después de saludar a Anne, Darcy se fijó en los sofás que rodeaban a su tía. Ninguno parecía lo suficientemente sólido como para soportar la inquietud que lo recorría cada vez con más fuerza, a medida que las manecillas del reloj se aproximaban a la hora acordada. Sin embargo, la necesidad de tomar una decisión quedó aplazada por el ruido de las puertas del salón al abrirse, lo cual hizo que el corazón de Darcy diera un vuelco.


—¡Traidor! —murmuró para sus adentros, tratando de avergonzarlo y ponerlo bajo control, sin poder evitar, al mismo tiempo, dirigir sus ojos hacia la puerta.


Primero entraron el señor Collins y su esposa: el pastor, con un aire de rastrera deferencia. Sin embargo, la señora Collins atenuó la actitud de su marido acompañando su excesivo despliegue con una actitud más apropiada y una reverencia sencilla y correcta. La señorita Lucas venía inmediatamente detrás de su hermana y pareció estremecerse apenas vio a lady Catherine, y detrás de ellos entró Elizabeth. Había dejado el sombrero y el abrigo en manos del lacayo, pero llevaba el mismo vestido que tenía por la mañana. Era un vestido de muselina color crema, adornado con flores bordadas en azul y ribeteado con una cinta, que flotaba con elegancia alrededor de su cuerpo, envolviendo su figura de forma seductora. Darcy se dio cuenta de que la muchacha inspeccionaba el salón, mientras esperaba su turno para presentar sus respetos. Comenzó con su señoría, se dirigió rápidamente a Anne y su dama de compañía y su rostro se iluminó al saludar a Fitzwilliam. Luego lo miró a él. Sus miradas se cruzaron y la ansiosa expectación que brillaba en los ojos de Elizabeth resultó ser un reflejo exacto de la que sentía Darcy, cuyo corazón saltó de manera tan violenta que parecía querer unirse con el de ella. Aterrorizado, el caballero desvió la mirada y se anticipó a la reverencia de ella haciéndole una rígida inclinación. ¿Creía que podría curarse si la miraba hasta cansarse? ¿Cómo podía haber hecho un cálculo tan desatinado?


—Señor Collins, por favor, tomen asiento —les dijo lady Catherine a sus invitados de manera lánguida, señalando las sillas que había a su izquierda.


—Gracias, su señoría. —El señor Collins volvió a inclinarse, antes de atravesar el salón con pasos rápidos y, al verlo, Darcy pensó en una codorniz que se había cruzado durante un paseo a caballo la mañana anterior—. Es usted toda amabilidad, señora, un hecho ampliamente conocido entre todos aquellos que…


—Señora Collins, señorita Lucas. —Lady Catherine interrumpió el empalagoso discurso del señor Collins. La señora Collins siguió a su marido hasta los lugares asignados. Darcy notó que su hermana ocupaba rápidamente el asiento que parecía más alejado de la mirada de lady Catherine. Pero no pudo estar mucho tiempo lejos del objeto de sus deseos y, a pesar de lo peligroso que había demostrado ser, Darcy volvió a mirar a Elizabeth. Ella estaba quieta y aparentemente tranquila, mientras sus acompañantes se humillaban ante lady Catherine; pero luego Darcy la vio hacer un gesto con la boca. Una sonrisa disimulada comenzó a esbozarse en sus labios, acompañada de un nuevo brillo en sus ojos. Esa expresión tan conocida fue seguida inmediatamente por un gesto deliberado de su boca, una estrategia que Darcy sabía que ella solía emplear para recuperar el control sobre sus rasgos, de manera que no evidenciaran la risa que le causaba la situación. Al observar la deliciosa batalla que libraba Elizabeth por recuperar el dominio de sí misma, Darcy tuvo que apretar sus propios labios para evitar la sonrisa que amenazó con acompañar su felicidad, al ver que una de sus preguntas recibía rápidamente una respuesta. Collins podía temblar y los iguales de su señoría podían estremecerse, pero Elizabeth Bennet no sentía ningún temor hacia lady Catherine.


—Señorita Elizabeth Bennet. —Lady Catherine asintió al tiempo que pronunciaba su nombre. Mientras Elizabeth caminaba con seguridad y elegancia hasta su asiento, Darcy se maravilló de ver cómo había identificado el carácter de su tía con tanta facilidad y en tan breve periodo de tiempo. ¿Qué sucedería después?


Fitzwilliam respondió a aquella cuestión deslizándose entre los invitados y sentándose al lado de Elizabeth en el mismo sofá.


—¡Oportunista! —gruñó Darcy para sus adentros, mientras se sentaba en el último sitio que quedaba disponible, el más próximo a su tía y al otro lado de Elizabeth y su primo. Después de tragarse la desilusión, resolvió aprovechar su situación para observar la forma en que Elizabeth trataba a su primo y qué podía revelar el comportamiento de Fitzwilliam hacia ella. Pero casi enseguida lady Catherine comenzó a hablarle sobre detalles insignificantes que sólo le interesaban a ella. Habituado desde hacía mucho tiempo a la manera de ser de su tía, Darcy se dispuso a satisfacer las exigencias de la anciana dama al mismo tiempo que seguía concentrado en sus propios objetivos, pero se dio cuenta de que su tía lo irritaba más que nunca. No consiguió oír nada de la conversación que transcurría delante de él, excepto notar que era una charla animada e interesante, salpicada de risas por ambas partes. Fitzwilliam estaba fascinado con Elizabeth, eso era obvio. Darcy conocía bien su manera de ser y las señales que lo delataban. Richard podía haber comenzado la relación como un coqueteo intrascendente, pero ahora estaba cautivado y, aún peor, intrigado, y no sólo por la figura de Elizabeth. La expresión pensativa de su rostro le indicó que también estaba empezando a descubrir la inteligencia de la muchacha. Darcy se movió incómodo en la silla. Era inevitable, pensó. Elizabeth no tenía una actitud afectada ni irradiaba esa estudiada languidez, tan de moda entre la mayoría de las mujeres de la alta sociedad. No, su encanto era algo sólido y natural, poseía un espíritu directo que un hombre podía apreciar rápidamente tanto con la mente como con los sentidos. Y Richard, el maldito Richard, ¡lo estaba apreciando de verdad!


—¿Qué estás diciendo, Fitzwilliam? ¿De qué hablas? —El tono de protesta de la pregunta de lady Catherine sorprendió a Darcy, haciéndole darse cuenta de que llevaba varios minutos sin prestarle la más mínima atención a su tía—. ¿Qué le estás diciendo a la señorita Bennet? Déjame oírlo.


Sí, pensó Darcy con maliciosa satisfacción, cuéntanoslo, por favor, Richard.


—Hablamos de música, señora —respondió Fitzwilliam de manera distraída, tan concentrado en su acompañante que sólo le quitó los ojos de encima por un instante mientras contestaba.


—¡De música! Pues haced el favor de hablar en voz alta. De todos los temas de conversación es el que más me agrada. Tengo que participar en la conversación si estáis hablando de música. —Lady Catherine se recostó contra el respaldo. Su tendencia a criticar parecía apaciguada por el placer que le brindaba el tema—. Creo que hay pocas personas en Inglaterra más aficionadas a la música que yo, o que posean mejor gusto natural.


Darcy miró a su tía con gesto de perplejidad, pues apenas podía creer lo que estaba oyendo. ¿De verdad creía que una persona con dos dedos de frente podía aceptar una afirmación tan ridícula? ¿O estaba poniendo a prueba la credulidad de sus invitados? Cualquiera que fuera la respuesta, ninguna de las dos explicaciones la dejaba muy bien parada.


—Si hubiese estudiado, me habría convertido en una gran intérprete —siguió diciendo lady Catherine con tono firme—. Lo mismo le pasaría a Anne, si su salud se lo permitiese; estoy segura de que habría tocado deliciosamente. —Hizo una pausa para permitir que su audiencia secundara sus afirmaciones, pero como no quería permanecer mucho tiempo callada, comenzó a hablar de otro tema relacionado, con el cual podría ejercer su dominio. Volviéndose hacia su otro sobrino, preguntó—: ¿Qué tal va Georgiana, Darcy?


—Muy bien, señora —respondió Darcy rápidamente—. La música de Georgiana es una fuente de dicha tanto para ella como para aquellos que tenemos el privilegio de oírla, que somos, a decir verdad, un reducido círculo. —Con el rabillo del ojo, Darcy alcanzó a ver que, al oír el nombre de su hermana, Elizabeth parecía haberse desentendido un poco de Richard para prestarle atención a él. Así que insistió un poco más—: Ella sólo toca para la familia —explicó para informar a Elizabeth, aunque no la miró—. Pero en los últimos meses ha hecho notorios progresos tanto en la técnica como en la interpretación.


—Me alegra mucho que me des tan buenas noticias. —Lady Catherine volvió a tomar las riendas de la conversación—. Y te ruego que le digas de mi parte que si no practica mucho, no podrá mejorar nada. —Irritado por aquel consejo tan innecesario, Darcy contestó que su hermana no necesitaba esa advertencia y que practicaba constantemente.


—Tanto mejor. Eso nunca está de más —insistió lady Catherine— y la próxima vez que le escriba, le recomendaré que no lo descuide.


Y yo dejaré instrucciones para que esas cartas sean interceptadas, resolvió Darcy, apretando la mandíbula. Él jamás había permitido que alguien que no le inspirara la mayor consideración interfiriera en la educación o la tranquilidad de Georgiana. Siempre había escuchado con atención los incesantes consejos de lady Catherine que, excepto en asuntos de etiqueta, por lo general le parecían insuficientes. En el pasado los había atribuido a la falta de ocupación y, tal vez, a la excesiva preocupación por el protocolo familiar. Pero las palabras que habían salido esa mañana de su portavoz religioso, las que había oído de sus propios labios y durante el transcurso de aquella visita le indicaban a Darcy que ella quería inmiscuirse en su vida de una manera más directa. Y ciertamente él no iba a permitirlo.


—Con frecuencia les digo a las jovencitas que en música no se consigue nada sin una práctica constante —informó lady Catherine de manera pomposa, mientras se dirigía directamente a Elizabeth, en medio de un tenso silencio que sólo servía para animarla más a hablar—. Muchas veces le he dicho a la señorita Bennet que nunca tocará verdaderamente bien si no practica más. —Darcy clavó de inmediato la mirada en Elizabeth, seguro de que cualquier cosa que siguiera sería sin duda una intromisión, si no un insulto. ¿Cómo lo toleraría? ¿Cómo iba responder?— Y aunque la señora Collins no tiene piano, la señorita Bennet será muy bienvenida, como le he dicho a menudo, si viene a Rosings todos los días para tocar el piano en el cuarto de la señora Jenkinson. En esa parte de la casa no molestará a nadie.


Darcy se sintió tan contrariado y avergonzado por la falta de cortesía de su tía que no pudo percibir la reacción de Elizabeth. Incapaz de mirarla o de soportar las palabras de su tía, se levantó de su sitio en el diván y se dirigió hasta uno de los grandes ventanales que daban al camino de las cocheras. ¡Qué comportamiento tan inapropiado! ¡Qué desconocimiento de los deberes para con sus inferiores y sus invitados! Apretó la mandíbula con fuerza.


El ruido de una conversación en voz baja pero animada fue llegando hasta sus oídos. Se volvió hacia el salón para ver a Richard de pie, mientras le ofrecía la mano a Elizabeth con aire desenfadado. Ella, al menos, se había comportado de manera educada y no había permitido que la falta de cortesía de lady Catherine la afectara. Y tampoco parecía que las críticas de su anfitriona la hubiesen atemorizado, porque Richard la estaba escoltando hasta el inmenso pero solitario piano que reposaba majestuoso en un rincón del salón. ¡Elizabeth iba a tocar! Atraído por aquella perspectiva, Darcy se acercó al diván y, como no confiaba en su capacidad de control, prefirió volver a sentarse. Observó con cuidado cómo ella colocaba los dedos sobre las teclas de marfil, sus pestañas acariciaban sus mejillas y su pecho se llenaba de aire para comenzar a cantar. Darcy sintió una nueva oleada de placer. Pero resultó ser una placer de escasa duración, porque tras escuchar sólo la mitad de la actuación de Elizabeth, lady Catherine retomó su interrogatorio sobre todo lo que tenía que ver con las recientes actividades de su sobrino y el bienestar de Pemberley. Darcy le respondió de manera vaga y lacónica, mientras miraba fijamente hacia la intérprete, pero lady Catherine ni se inmutó. Si la dama no dejaba de importunarlo, se dijo Darcy con creciente contrariedad, se perdería la canción de Elizabeth y ¡eso era algo que no permitiría que le negaran!


—Tendrá que disculparme. —Darcy se levantó bruscamente, interrumpiendo a lady Catherine en la mitad de una frase, y enseguida dio media vuelta y se dirigió hacia la pareja del piano. Una vez que comenzó a avanzar ya no podía detenerse en mitad del salón, así que no pudo hacer otra cosa que reunirse con ellos. Al llegar al instrumento, Darcy se detuvo silenciosamente en un lugar que le permitiese una mejor perspectiva de su dulce tormento y se abandonó al deleite de su interpretación.


—¿Pretende atemorizarme, viniendo a escucharme con esa seriedad, señor Darcy? —Elizabeth lo desafió enarcando las cejas—. Pero yo no me voy a asustar, aunque su hermana toque tan bien. Hay una especie de terquedad en mí, que nunca me permite que me intimide nadie. Por el contrario, mi valor crece cuando alguien intenta intimidarme.



Al reconocer el tono de sus duelos de antaño, Darcy sonrió, pero no vaciló en responder al en garde de Elizabeth con un amague y un ataque propios.


—No le diré que se ha equivocado porque usted no puede creer sinceramente que yo tuviese intención alguna de alarmarla. —La sonrisa de Darcy se hizo más amplia al ver la forma en que ella apretaba los labios al oír su respuesta—. Y he tenido el placer de conocerla lo bastante para saber que se complace a veces en sustentar opiniones que, de hecho, no son suyas. —El placer que le produjo la risa de Elizabeth ante su dardo fue recompensa suficiente por las incomodidades de la velada.


—Su primo pretende darle a usted una bonita idea de mí —dijo Elizabeth, dirigiéndose a Fitzwilliam—, enseñándole a no creer ni una palabra de cuanto yo le diga. —Richard sacudió enseguida la cabeza para negar tal afirmación y levantó la mirada hacia su primo junto con Elizabeth—. Soy particularmente desafortunada al encontrarme con una persona tan dispuesta a descubrir mi verdadero modo de ser en un lugar donde me había hecho ilusiones de pasar por mejor de lo que soy —continuó—. Realmente, señor Darcy, es muy poco generoso por su parte revelar las cosas malas que supo usted de mí en Hertfordshire, y permítame decirle que también muy imprudente, pues eso me podría inducir a desquitarme y saldrían a relucir cosas que escandalizarían a sus parientes. —La afirmación de Elizabeth fue recibida por un silbido y una carcajada de Richard, pero Darcy no se sintió intimidado. ¡Era demasiado delicioso!


—No le tengo miedo —replicó Darcy sonriendo.


—Dígame, por favor, de qué le acusa —exclamó su primo—. Me gustaría saber cómo se comporta entre extraños.


—Se lo diré —dijo Elizabeth, aceptando con pericia su contraataque—. Pero prepárese para oír algo muy espantoso. Ha de saber que la primera vez que vi a su primo fue en un baile, y en ese baile ¿qué cree usted que hizo? ¡Pues no bailó más que cuatro piezas! Siento decirlo, pero así es. Sólo bailó cuatro piezas, a pesar de que los caballeros escaseaban y yo fui testigo de que más de una dama se quedó sentada por falta de pareja. Señor Darcy, no puede negarlo. —Elizabeth levantó la vista para mirarlo, con una dulce chispa de desafío en los ojos. Tal vez Darcy se había apresurado demasiado al aceptar el duelo. La acusación de la dama era totalmente cierta y su queja absolutamente válida. Pero, maldición, ¿cómo iba él a saber que un estúpido baile de pueblo, en compañía de desconocidos, iba a convertirse en algo tan importante en su vida?


—En ese momento no tenía el honor de conocer a ninguna de las damas de la reunión, a no ser las que me acompañaban —repuso Darcy.



—Cierto, y en un baile nunca hay posibilidad de ser presentado —afirmó Elizabeth, despachándolo después de desbaratar su defensa—. Y bien, coronel Fitzwilliam, ¿qué toco ahora? Mis dedos están esperando sus órdenes.


Irritado por la respuesta de Elizabeth, Darcy no podía dejar las cosas así.


—Tal vez debería haberlo pensarlo mejor y haber solicitado que me presentasen; pero no sirvo para darme a conocer a extraños.


—¿Deberíamos preguntarle a su primo por qué eso es así? —le preguntó Elizabeth a Fitzwilliam, con los ojos brillantes por la estratagema táctica de Darcy—. ¿Le preguntamos cómo es posible que un hombre de talento y bien educado, un hombre que ha vivido en el gran mundo, no sirva para atender a los desconocidos?


—Oh, no hay ningún misterio en eso —le aseguró Fitzwilliam—. Yo mismo puedo contestar a su pregunta sin interrogar a Darcy. —Miró a su primo con sorna—. Eso es porque no quiere tomarse la molestia.


Espera a que vuelvas a quedarte sin fondos, se prometió Darcy en silencio. Pero ¿qué debía decir? Lo único que sabía era que no quería que las cosas se quedaran así. ¿Qué haría ella con la verdad? Tal vez era hora de saberlo. Darcy se concentró en el rostro de Elizabeth, con la esperanza de que ella entendiera.


—Reconozco que no tengo la habilidad que otros poseen de conversar fácilmente con personas que jamás he visto —confesó—. No puedo adoptar el tono de su conversación, o fingir que me intereso por sus cosas, como otros hacen.



Elizabeth le devolvió la mirada y tomó aire.


—Mis dedos no se mueven sobre este instrumento del modo magistral con que he visto moverse los dedos de otras mujeres; no tienen la misma fuerza ni la misma agilidad, y no pueden producir la misma impresión. Pero siempre he creído que la culpa es mía, por no haberme querido tomar el trabajo de practicar. No porque crea que mis dedos no son capaces de tocar perfectamente, como los de cualquier otra mujer.


Darcy se mantuvo inmóvil mientras ella hablaba, asombrado por la elocuencia de sus palabras. Tenía toda la razón; él lo supo enseguida. Pero la acertada percepción de la muchacha no era lo único que estaba haciendo latir su corazón apresuradamente, ni saltar la sangre de sus venas. Ante él estaban Diana y Minerva, el valor y la sabiduría juntas, ¡sentadas en el borde del taburete del piano de su tía como una encantadora musa! ¡Qué mujer tan singular! No sólo había desbaratado la verdad de las palabras de Darcy y le había mostrado la manera en que él mismo se engañaba, sino que lo había hecho con exquisito tacto y elegancia. Mientras el caballero miraba sus magníficos ojos expectantes, supo instintivamente que cualquier intento por controlar su corazón sería una pretensión vana y que ya no podía reprimir más la sonrisa que se extendía ahora por su rostro, así como tampoco negarle a ella el derecho a recibirla.


—Tiene usted toda la razón —dijo Darcy—. Usted ha empleado el tiempo mucho mejor. —Luego, mirando profundamente a los ojos de Elizabeth, se atrevió a ampliar su comentario—. Nadie que tenga el privilegio de escucharla podrá ponerle objeciones. Ninguno de nosotros dos toca ante desconocidos.


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Esa noche, mientras Darcy estaba acostado en la incómoda cama de huéspedes ilustres de su tía, agradeció la falta de comodidad pues eso le daba tiempo para repasar los tormentosos acontecimientos de la velada. ¡Tenía que serenarse y aclarar sus sentimientos por la señorita Elizabeth Bennet! La luz de la vela que tenía al lado titiló, produciendo sombras que bailaban en el dosel que había sobre su cabeza, mientras yacía estirado, mirando hacia la oscuridad, con los dedos entrelazados debajo de la nuca. En aquel lugar, en los silenciosos rincones de la noche, Darcy podía pensar con claridad, verla con claridad, sin distracciones. No habían hablado mucho después de que ella abandonara el piano, excepto lo que exigía la cortesía, pero tenía grabada en la memoria cada mirada, cada palabra que había salido de sus labios, cada gentileza que le había dedicado. Podía verla inmóvil mientras estaba ante al instrumento y el resplandor de las velas jugueteaba con el brillo de sus ojos. Se había quedado extasiado con cada sonrisa, cada gesto de su frente, cada canción que había cantado. Elizabeth había mostrado el porte, la inteligencia, el ingenio y la gracia que él le había descrito a Georgiana, cuando ella lo había interrogado. Sabía que Elizabeth Bennet era una persona compasiva y leal con todos los que tenían alguna relación con ella. Pero esa noche le había sumado a eso una gran dosis de tolerancia y educación frente a las críticas y los insultos descarados de su tía. Y había hecho que él se conociera a sí mismo.


¿Qué era lo que Darcy sentía? ¿Cuál era, en definitiva, su posición en medio de aquel angustioso enredo? Las sombras bailaron sobre el dosel, atormentándolo con el misterioso efecto que había tenido sobre su vida aquella muchacha de Hertfordshire. Había sido Georgiana, con su romántica inocencia, quien se lo había señalado primero. ¿Acaso él… la amaba? Realmente no lo sé, había sido su respuesta. En aquel momento él se había anticipado a su hermana y la había eludido por medio de abstracciones sobre los sentimientos, pero ahora… ¡Ahora era esencial para su tranquilidad saber la verdad! Tal vez si empezaba desde el principio… Él la admiraba, de eso estaba seguro. Se sentía increíblemente atraído por ella. Sí, cada fibra de su cuerpo podía dar testimonio de eso. Le parecía que su conversación y su ingenio eran interesantes, desafiantes e intensamente agradables. En cuarto lugar… Darcy hizo una larga pausa. ¿En cuarto lugar? Una carcajada resonó en medio del silencio de la habitación, cuando se dio cuenta de lo ridículo que era todo aquello. ¿Qué estaba haciendo? ¿Representando el papel de un tacaño usurero que registra minuciosamente lo que vale su dama en una columna del libro de contabilidad? Admítelo, hombre. Observó un rato las sombras que danzaban a la luz de la vela, mientras se tomaba un poco más de tiempo para obligarse a admitir lo que cambiaría su vida para siempre.


—Tú la amas. —Darcy susurró las palabras para poder oírlas de sus propios labios—. Tú la amas —repitió.


Ya estaba. Su vida nunca volvería a ser la misma. ¿Cuántos meses llevaba atormentándose, negando sus sentimientos al mismo tiempo que la imaginaba siempre a su lado? ¿Qué no había hecho para librarse de ella? Incluso había llegado a hacerle una aterradora visita a Sayre con el fin de encontrar una mujer que pudiera borrarla de su mente y de su alma. Pero la búsqueda había sido una farsa desde el principio, porque, a pesar de que había jurado olvidarla en los brazos de otra mujer, no había sido capaz de abandonar ni de arrojar a las llamas los hilos de seda que se la recordaban a cada instante. Ah, sí, finalmente había encontrado la fuerza para soltar esos hilos al viento, pero ¿de qué le había servido? La propia esencia de su sueño había ocupado enseguida el lugar de los hilos y él había quedado más atrapado que antes. ¡Él la amaba y amaba todas las cosas adorables que ella representaba! Y la deseaba. Era tan agudo su deseo por el suave consuelo que ella le brindaba y por su cálida bienvenida, que a veces no podía respirar. La presencia de Elizabeth en Hunsford y Rosings había sido una muestra de la felicidad que sería tenerla cerca todos los días. ¡La idea de regresar a su existencia anterior, a vivir luchando continuamente contra su nostalgia por ella durante el resto de su vida era insoportable! Muy agitado, Darcy apartó las mantas, se levantó de la cama y, tan pronto como sus pies tocaron el suelo, comenzó a pasearse de un lado a otro de la habitación.


—Hay una solución —dijo en la oscuridad—. ¡Cásate con ella! —Antes siempre se decía que aquello era impensable, pero, en aquel momento, ya no fue así—. ¿Por qué no? —le preguntó en voz alta a la noche. Darcy sabía cómo sería. ¿No la había visto a su lado miles de veces mientras paseaba por Pemberley? Ella pertenecía a Pemberley, siempre de su mano. Guardó silencio, mientras se permitía pensar en las posibilidades de una vida con ella. Eso lo dejó sin aire. Conviértela en la dueña de Pemberley, en la hermana de tu hermana, en la madre de tus hijos, rogó su corazón al unísono con él. De pronto se incorporó, sentándose pesadamente en la cama. ¿Acaso podía confiarle todas esas cosas además de su corazón?


No dejes que a la alianza de las mentes sinceras yo admita impedimentos. Darcy recordó el primer verso del soneto de Shakespeare.


—Impedimentos —repitió, volviendo a recostarse. Existían enormes dificultades. Aunque su corazón deseaba con desesperación que no fuera así, su mente lo obligaba a admitirlo. Pensó en Bingley. ¡Cómo lo había disuadido de relacionarse precisamente con la misma familia que podía convertirse ahora en su propia familia política! Luego estaba la degradación de su propia estirpe, la manera en que afectaría a su honor, que él había jurado defender. Sería justamente censurado por sus parientes y, en particular, por la hermana de su madre, lady Catherine. ¿Podrían llegar a aceptar alguna vez a Elizabeth, o ella y Darcy quedarían aislados para siempre, mientras su matrimonio y sus hijos eran ignorados por su propia familia? Por último, estaba la verdad del indigno tratamiento que había recibido por parte de la familia de Elizabeth y la absoluta falta de educación que habían de demostrado en el baile de Netherfield, cuando uno por uno se habían expuesto al desprecio de sus vecinos. El comportamiento de los Bennet quedaría unido a él y lo convertiría en lo que más temía en la vida: ser objeto del rechazo de toda la sociedad que conocía. El recuerdo del resto de esa noche lo asaltó, la imagen de los ojos de Elizabeth llenos de vergüenza, fijos en la contemplación de sus guantes, le produjo una oleada de rabia en el pecho. ¡Dios, cómo la amaba! ¡Cómo había querido protegerla y consolarla, incluso en ese momento! La petición de Shakespeare se convirtió en una exigencia. No dejes… Darcy quería tener a Elizabeth en Pemberley. Quería deleitarse en su amabilidad y su vivacidad, en su corazón y en su mente. Quería que el deseo de Georgiana de conocerla se convirtiera en realidad. Deseaba la dulzura que sólo podría ofrecerle la vida con ella. La amaba. Pero ¿sería eso suficiente? Las emociones luchaban a brazo partido dentro de su pecho, el deber y el deseo…


De repente, un bostezo se apoderó de él. Miró el reloj que había sobre la chimenea y sintió los párpados muy pesados. Eran más de las dos y, a pesar de la urgencia que sentía su corazón, no era posible ni prudente tomar una decisión en aquel momento y ni siquiera mañana. Volvió a tenderse en la cama, agarró una almohada y, acostándose de lado, trató de acomodarse lo mejor posible en el colchón. Había tiempo, él podía prolongar su visita con facilidad, y aprovecharía ese tiempo en su beneficio, para observarla más de cerca, para descubrir su manera de pensar en temas más específicos y verificar la fuerza de sus sentimientos contra la realidad misma. Había tiempo. Pero Darcy juró que tomaría una decisión antes de marcharse de Rosings.




Cuando las puertas de Rosings se cerraron tras él, Darcy agarró la empuñadura dorada, en forma de cabeza de grifo, de su bastón de caña favorito y, bajando de dos en dos, descendió la escalera y atravesó el parque a grandes zancadas, hasta llegar al bosquecillo y alcanzar el camino que llevaba a Hunsford. A pesar de la agitación que había sufrido aquella noche, se había despertado esa mañana sintiéndose curiosamente vigoroso y ansioso por ver qué le depararía el día. Tan pronto como abrió los ojos, se quedó totalmente inmóvil, mientras el recuerdo de las confesiones de la noche anterior se despertaba con él para recorrerlo como un río de vino dulce y embriagador. Su corriente se arremolinaba aquí y allá contra las playas de su mente y sus emociones, despertándolas maravillosamente a la vida. Diferente… se sentía tan diferente. ¿Exactamente cómo? Esbozó una sonrisa al comprobar lo absolutamente previsible que era su yo lógico y racional. ¿Qué importaba cómo se sentía? ¡Se sentía tan extraordinariamente… vivo!


El ruido de los preparativos de Fletcher en la estancia contigua, que le resultaba tan familiar, distrajo su atención por un momento hacia una idea totalmente distinta. Pronto su ayuda de cámara entraría para informarle de que todo estaba listo para su aseo matutino. Darcy giró la cabeza y observó la almohada vacía a su lado. La rutina de Fletcher ciertamente tendría que cambiar cuando… No, Darcy se obligó a detenerse, no debía pensar en eso ahora, porque no podía permitir que ese tipo de imágenes influyeran sobre sus pensamientos. Primero debía poner en marcha la decisión que tanto trabajo le había costado tomar y para hacer eso debía dar los pasos necesarios para estar en compañía de Elizabeth y no quedarse en la cama, soñando. ¡Tenía que ver a Elizabeth! ¡Esa misma mañana!


—Y sin Richard —le dijo con firmeza a su corazón. Darcy apartó las mantas, se levantó y abrió la puerta del vestidor, sorprendiendo a Fletcher al informarle de que quería comenzar con el ritual de la mañana de inmediato. Afeitado y vestido en un tiempo récord, Darcy bajó al salón del desayuno, que por fortuna encontró vacío, y allí se tomó una taza de café, un huevo y tostadas. Ahora finalmente se encontraba en camino y solo.


¡Por Dios, el día era precioso! Disminuyó el paso cuando entró en el bosquecillo, pues allí los árboles podían protegerlo de la mirada indiscreta de un observador ocasional que lo estuviese viendo desde alguna ventana de Rosings. Le dijo a Fletcher que, en caso de que alguien preguntara, se había ido a dar un paseo, pero se reservó el destino de su caminata. En aquel momento, bajo la sombra del bosquecillo, podía tomar cualquier dirección sin ser visto. El sol de la mañana penetraba de manera oblicua entre las ramas de los árboles, haciendo brillar las partículas de polvo que se filtraban hacia abajo, como si le estuviese ofreciendo un camino fantástico hacia los deseos de su corazón. ¡Un camino de hadas, ciertamente! Darcy resopló al darse cuenta del ridículo giro que habían tomado sus pensamientos y sacudió la cabeza, pero no pudo deshacerse de la idea ni de la imagen que acudieron a su mente. Lady Sylvanie. Darcy la había comparado una vez con una princesa de las hadas y ella había demostrado ser así de peligrosa. Sus rizos de color azabache y sus tempestuosos ojos grises invadieron las ensoñaciones del caballero bajo el tentador disfraz ante el cual había estado tan cerca de sucumbir en la galería del castillo de Norwycke. Volvió a sacudir la cabeza, esta vez para deshacerse de la imagen. No, al final de ese camino no había ningún hada sino una mujer maravillosamente real, cuyo corazón no albergaba tanta oscuridad como el de la otra.


La imagen más placentera de Elizabeth la noche anterior, con la ceja enarcada sobre unos ojos burlones, fue deteniendo cada vez más a Darcy, hasta quedarse inmóvil en la mitad del camino, atrapado por una súbita inquietud. Sí, la Elizabeth real, humana e impredecible estaba al final del camino; la Elizabeth que nunca dejaba de empuñar la espada cuando hablaban. Y él tenía el propósito de visitarla solo, sin Richard. A excepción de esa angustiosa hora en que habían compartido en silencio la biblioteca de Netherfield, Darcy nunca había estado a solas con Elizabeth, sin que estuvieran presentes su familia o sus amigos, y sin el apoyo de sus propios amigos o parientes. De repente, pensó en la extraordinaria utilidad de su primo. Tal vez debería regresar, esperar a que Richard se levantara y estuviera listo y proponerle una visita a Hunsford. Estaba a punto de darse la vuelta cuando la importancia de sus propios pensamientos lo detuvo. Ella lo había retado a practicar, ¿no era cierto? ¿Acaso se iba a retirar a la primera oportunidad? Todas sus emociones internas clamaron en señal de protesta. Entonces, practicaría. ¿Había una manera mejor de conocer algún dato más sobre la forma de ser de la muchacha y evaluar la fuerza de sus propios sentimientos? Avanzó de nuevo, sintiéndose más seguro cuando recordó que la señora Collins y su hermana también estarían presentes.


—Y probablemente también Collins. Confío en eso —se dijo para sus adentros—. ¡Las posibilidades de conversación entre tres damas y un caballero son excesivamente favorables, hombre!


Llegó rápidamente al final del camino y tomó la vía principal hacia la aldea de Hunsford. El sendero de la casa parroquial estaba un poco más adelante y después de pasar la estrecha entrada, se dirigió con seguridad hacia la puerta, rozando con las botas las jardineras llenas de flores, y tocó la campanilla. Abrió la puerta la misma sirvienta de la primera visita.


—Soy el señor Darcy, vengo a ver a las señoras de la casa —le informó a la criada, que le hizo una reverencia y se apartó. El caballero se quitó el sombrero de copa y esperó a que ella volviera a cerrar la puerta y lo condujera arriba. La casa parecía muy silenciosa.


—Por aquí, señor, por favor, señor —balbuceó la criada y lo condujo a las escaleras. El ruido que hacían sus botas sobre los escalones puso de manifiesto el silencio del lugar.


No se oía voz alguna, ningún ruido de platos o pasos le acompañaron en su avance por las escaleras y el pequeño vestíbulo. La criada se detuvo ante la puerta del salón y, después de abrirla, hizo una reverencia.


—El señor Darcy, señorita.


—Gracias —contestó desde dentro una voz vacilante. Darcy pasó frente a la criada y entró en el salón, pero enseguida se quedó helado. La dama de su corazón estaba allí de pie, adorable y, Santo Dios, ¡completamente sola! Con seguridad los demás estaban cerca… ¡en alguna parte! Darcy tragó saliva e hizo una inclinación, pero después de alzar la cabeza fijó los ojos en el extremo del salón. ¡No, no había nadie! Volvió a mirar a Elizabeth, cuyos ojos parecían reflejar la misma incomodidad. ¡Discúlpate, idiota!


—Señorita Bennet —comenzó a decir de manera rígida—, le ruego que me perdone por importunarla de esta manera. Tenía entendido que todas las damas estaban en casa...




*****************


Una vez que la puerta de la rectoría de Hunsford se cerró detrás de él y el picaporte volvió a su lugar, Darcy se detuvo un instante para ajustarse el sombrero en la cabeza y miró a su alrededor, antes de comenzar a caminar de regreso a Rosings. El extraño regocijo que había amenazado con causarle un desmayo en el salón de Hunsford ya había cedido, permitiéndole finalmente pensar. Se llenó los pulmones con el fragante aire de la primavera y dio gracias al cielo por la sensación de control sobre su cuerpo que volvía a producirle el movimiento. ¡Lo había hecho, su primera entrevista privada! Se había portado como un estúpido escolar, por supuesto, incapaz de controlar sus indomables emociones como un joven inmaduro durante su primera crisis amorosa. ¿Qué había pasado con el hombre que había «vivido en el gran mundo», se reprendió, y que había dejado en su lugar a aquel detestable idiota que balbuceaba y había puesto en evidencia todos los rincones de su corazón?


¿Qué era lo que había dicho? Darcy se esforzó por recordar cómo había comenzado. Parecía como si su mente estuviese adormecida, porque no se sintió capaz de pensar en nada inteligente que decir. Había contestado a las preguntas de Elizabeth con poca gracia y sin ninguna originalidad. Creía recordar que habían hablado sobre los Collins, luego sobre la casa y un poco acerca de los esfuerzos de lady Catherine por hacer algunas mejoras en ella. Darcy combatió un sorprendente ataque de placer al recordar la sensación de estar sentado frente a ella, con sus ojos y su atención fijos solamente en él. Elizabeth. Estaba tan hermosa con su vestido verde de primavera y sus maravillosos labios esbozando una sonrisa e invitándolo a reírse con ella del pragmatismo de su amiga en todo lo relacionado con el matrimonio. Su cabello… ¿Cómo sería verlo suelto cayendo sobre sus hombros?


—¡Caramba, eres el más tonto de los tontos! —se reprendió de nuevo, mientras batallaba consigo mismo para no extasiarse en la imagen que sus pensamientos habían creado con tanta facilidad. ¡Esto no va a funcionar! Levantó el bastón y atacó la imagen de sí mismo que veía frente a él. Su futuro no podía basarse en el cabello o los labios de Elizabeth, ¡o se merecería todas las objeciones y las risitas a las que tendría que enfrentarse más adelante! Y, pensó mientras contenía sus pensamientos, no debes olvidar lo que sucedió después.


Al decir que las cincuenta millas que separaban a la amiga de Elizabeth de su familia eran «poca distancia», Darcy sólo había tenido la intención de hacer un comentario trivial, pero cuando vio la reacción tan vehemente que produjo en Elizabeth, algo dentro de él lo había impulsado a provocarla con el asunto.


—Eso demuestra el apego que le tiene usted a Hertfordshire —había dicho y había sonreído, antes de seguir insistiendo—: Supongo que todo lo que esté más allá de Longbourn ya debe de parecerle lejos. —¡Ay, qué hermosa le había parecido cuando se sonrojó al recibir ese dardo! Darcy disminuyó el paso y luego se detuvo. Había llegado al final del camino, a menos que quisiera tomar otra dirección. El bosque protector estaba detrás de él y el sendero descendía desde ese punto hasta un campo abierto y luego al parque, con Rosings al fondo. Alguien podía verlo, pero él todavía no tenía deseos de exponerse a la posibilidad de un encuentro, antes de haber terminado su reflexión.


Dio un paso atrás, internándose nuevamente entre las sombras, y se recostó contra uno de los árboles de su tía, mientras miraba al vacío y se recreaba con aquel momento. ¿Ese rubor, que había realzado tanto la belleza pálida de su rostro y había llenado sus magníficos ojos de dulce confusión, podría haber sido el causante de que él se hubiese comportado de manera tan torpe? ¿O tal vez había sido el hecho de que ella admitiera que no quería decir que una mujer no pudiera vivir lejos de su familia? Ella estaba hablando de sus propios sentimientos, ¿o no? ¿Acaso no había dicho que no estaba atada a Hertfordshire, en especial si la fortuna hacía que la distancia no fuera importante? ¿Y no había expresado su protesta argumentando el vínculo de su amiga y no el suyo propio? Las implicaciones eran obvias, incluso para un tipo tan idiota como lo había sido él al comienzo de su entrevista. ¡Su deliciosa compañera de combate le estaba ofreciendo su espada! Ah, por supuesto que no en todos los casos de su relación, ni él deseaba eso tampoco; pero sí en éste, la batalla más simple entre el hombre y la mujer. ¡Ella no sólo era consciente del interés de Darcy, sino que le estaba indicando que dicho interés despertaba sus expectativas!


Cerró los ojos al recordar la sensación embriagadora que recorrió cada fibra de su cuerpo. Independientemente de lo que las mentiras de Wickham pudieran haber logrado, Elizabeth estaba complacida con la atención que Darcy le estaba dedicando. Había sido maravilloso verla sonrojarse, pero lo que se había apoderado de él y, sí, lo que había impulsado su lengua más allá de la cuidadosa reserva que su mente siempre les había impuesto a sus sentimientos, había sido el hecho de verla rendirse. En ese momento, Darcy lo había dicho, incluso había acercado más su asiento a ella para captar cada palabra, cada suspiro como reacción a sus palabras:


—Usted, no tiene derecho a estar tan apegada a su residencia. Usted no va a quedarse para siempre en Longbourn —había dicho.


Mientras se apartaba del árbol, la alarma que habían despertado sus palabras en ese momento regresó otra vez intacta. Darcy pensó que le habría dado lo mismo declararse en ese preciso instante; ¡era imposible concebir una afirmación que revelara con más claridad su deseo de un futuro compartido! Volvió varios pasos hacia Hunsford, pero luego regresó, repitiendo de nuevo el ejercicio. La mirada de sorpresa de Elizabeth le había confirmado que había comprendido el significado de sus palabras y que era necesario retirarse de inmediato de la posición en la que le habían puesto sus sentimientos. Era demasiado pronto. ¡Todavía no había evaluado las cosas suficientemente! ¡Al mismo tiempo, Darcy no se atrevería a jugar con los sentimientos o las esperanzas de Elizabeth! Así que ¿qué había hecho para retirarse? Había tomado un periódico para ocultar su confusión y ¡luego le había preguntado si le gustaba Kent!


¡Por Dios, qué imbécil más torpe! Darcy dejó de pasearse y, con una mueca de disgusto, se golpeó la palma con el bastón. Si la señora de la casa y su hermana no hubiesen regresado poco después, no se podía imaginar qué otra cosa habría hecho para ponerse en ridículo. Irritado con él mismo, se desplomó contra un árbol, pero su mirada recayó sobre el camino que acababa de recorrer. En resumidas cuentas, ¿cuál era el resultado de su excursión matutina? Ella es totalmente receptiva a tus atenciones. Y lo más posible es que espere que éstas continúen, ¡después de tus imprudentes palabras! Sólo faltaba que él llegara al punto en que ella se volviera suya y la dulzura con la que tanto soñaba se hiciera por fin realidad. Pero Darcy todavía no podía actuar. Los impedimentos sociales seguían intactos; y eran enormes, al igual que los obstáculos familiares. Todas las exigencias de su familia cayeron de repente sobre él, haciéndole sentir que sus reproches eran justificados. Porque ¿acaso él no tenía obligaciones con su apellido, su familia y su futuro? ¡Aquel matrimonio tan desigual sólo podría satisfacer sus deseos! Pero ¿sería posible que la felicidad que iba a producirle sobreviviera al oprobio al que tendría que enfrentarse durante el resto de sus días?


—¡Basta! —gruñó en voz alta. Él sabía que no podía apaciguar a los dos bandos que luchaban en su interior. Tanto la razón como el corazón le habían fallado; lo único que tenía que hacer era dejar que el destino siguiera su curso—. ¡Basta! —repitió, pero esta vez no fue una súplica sino una orden—. Continúa como empezaste y confía en Dios para que el destino intervenga y suceda algo que le ponga fin a esto.


—¡Fitz! Fitz, ¿sucede algo? —La voz de Richard resonó entre los árboles y parecía venir de la dirección opuesta a la que Darcy había tomado para ir a Hunsford. Instantes después, Fitzwilliam estaba frente a él, jadeando por el esfuerzo.


Sonrojándose durante un segundo, Darcy se apresuró a tranquilizarlo:


—¡Richard! No, no sucede nada.


—Entonces, ¿por qué demonios estabas gritando? —Su primo lo miró de manera acusadora—. ¡Pensé que te estaban atacando, que te habías caído, o te había ocurrido algo! —Richard se miró la chaqueta y el chaleco y les dio un tirón para volverlos a ajustar en su sitio.


—No, no sucede nada —respondió Darcy—. Pero te agradezco el heroísmo de correr a defenderme. Me temo que sólo estaba pensando en voz alta.


—¿Pensando? ¿Toda esa alharaca era el producto de tus pensamientos?


—Sí, estaba pensando en voz alta.


—¡Conque pensando en voz alta! —La mirada suspicaz de Fitzwilliam casi hizo que Darcy volviera a sonrojarse, pero se mantuvo firme—. Fletcher me dijo que te habías ido a dar un paseo, pero se quedó mudo como una momia cuando le pregunté adonde habías ido. Ahora sé que no tomaste esa dirección —dijo, señalando hacia atrás—, porque ahí me dirigí yo hasta que me di cuenta de que no estabas en esa zona. Lo cual nos deja únicamente una alternativa. —Señaló hacia la espalda de Darcy—. A menos de que estuvieses abriendo un camino nuevo. —El coronel miró a su primo con los ojos entrecerrados—. De acuerdo con mi sencilla percepción de militar, me parece que vas vestido de un modo insólitamente elegante para estar abriendo caminos a través del bosque de lady Catherine, lo que me hace concluir que has estado en Hunsford.


—Sí, eso es cierto —confesó Darcy, pero no dijo nada más.


—¿Y las damas estaban en casa y gozaban de buena salud esta mañana, primo? —preguntó Richard, enarcando una ceja.


—Sí, todas gozan de perfecta salud, te lo aseguro. —Darcy sonrió con aire inocente.


—¿Lo cual te impulsó a pensar… en voz alta?


Darcy respondió a la mirada escrutadora de su primo con una serenidad de espíritu que sabía que lo enfurecería como ninguna otra cosa.


—Mi querido primo —dijo Fitzwilliam arrastrando las palabras—, no sabes el placer que me produciría darte una buena bofetada por privarme de una agradable visita esta mañana y lo haría encantado si no temiera salpicar mi chaqueta nueva con tu sangre. —Volvió a tirar de los extremos de la chaqueta, pero luego se detuvo con una sonrisa maliciosa—. ¡Aunque voy a vengarme por haberte ido a hacer la visita sin mí! Tengo aquí —anunció Fitzwilliam mientras se daba unas palmaditas en el pecho y de la chaqueta salía un sorprendente crujido— un paquete de cartas que llegaron por correo justo después de que te fueras. De Londres.


—¡Georgiana! —Darcy se arrepintió enseguida por haber tratado de molestar a su primo—. Vamos, Richard, debes entregármelas enseguida.


—¿Ah, sí? —Fitzwilliam soltó una carcajada, mientras se ponía una mano sobre el lugar donde las tenía.


—¡Richard! —exclamó Darcy con tono amenazante; luego, arrojó lejos el bastón de caña, después el sombrero y comenzó a desabrochar el primer botón de la chaqueta.


La idea de tener una pelea con su primo le resultó súbitamente muy atractiva. Era la respuesta perfecta para muchas de las situaciones angustiosas que había sufrido esa mañana.


—Fitz, ¿qué estás haciendo? —preguntó Fitzwilliam, dando un paso hacia atrás.


—Complaciéndote, si es que puedes ponerte en guardia. —Mientras hablaba, Darcy se desabrochó el segundo botón y comenzó con el tercero—. ¡Pero te sugiero que sigas mi ejemplo, si te preocupa el tema de la sangre!




*************


Darcy volvió a doblar las cartas con cuidado y, sin pensar, se estiró para agarrar el tirador de marfil del cajón del escritorio, pero enseguida se vio sorprendido por una punzada de dolor. Hizo una mueca y encogió el brazo lentamente, mientras contenía un gruñido apretando los dientes. ¡Richard tenía un derechazo tremendo! El cardenal que tenía en las costillas aún tardaría al menos una semana en desaparecer, pero creía que aquellas molestias bien valían la pena por haber tenido la satisfacción no sólo de impedir que Fitzwilliam le diera la bofetada que le había prometido, sino por haberlo vencido de manera tan absoluta que lo había obligado a entregarle las cartas bajo las condiciones más favorables. Sonrió al recordar las protestas de Richard ante dichas condiciones y la reticencia con que las había aceptado, pero la sonrisa se desvaneció cuando su mirada recayó nuevamente sobre las cartas que todavía tenía en la mano. En efecto, una era de Georgiana. La nota venía otra vez envuelta en una carta de Dy Brougham, que su amigo había enviado por correo urgente. Aunque era mejor abrir primero la carta de Dy, Darcy la había puesto a un lado, había roto el sello de la misiva de su hermana y se había sentado tan cómodamente como era posible para dedicarle toda su atención. Comenzaba enviándole sus mejores deseos de que él se encontrara bien, al igual que su tía y sus primos, y continuaba con un relato detallado de sus estudios más allá de la música.

Milord Brougham ha tenido la amabilidad de sugerirme otros libros que valdría la pena que yo leyera y también se ha empeñado en ampliar mis conocimientos de arte. Con ese fin, con frecuencia leemos juntos y asistimos a exposiciones y conferencias tanto de temas históricos como artísticos. También te alegrará saber, querido hermano, que milord no queda satisfecho hasta que soy capaz de hacer preguntas inteligentes sobre el tema que estamos leyendo, o puedo responder las suyas.


—¿Se supone que debo alegrarme de saber eso? —Darcy frunció el ceño mientras jugaba con el delicado papel entre los dedos—. ¡Ese maldito sinvergüenza! —¿Qué era lo que pretendía Dy? Ya estaba llegando demasiado lejos. ¡Él le había pedido que la visitara de vez en cuando, no que pasara todo el tiempo con ella! Darcy casi había decidido enviarle una nota de advertencia a su concienzudo amigo, cuando un poco más adelante vio en la carta de Georgiana un nombre que lo hizo estremecerse.


La dama le rogó a D'Arcy que nos presentara, él accedió y me la presentó como la nueva esposa de un amigo tuyo de Cambridge, el vizconde Monmouth. Lady Sylvanie Monmouth fue muy amable y me preguntó sobre mi música y otras cuestiones. Preguntó especialmente por ti, Fitzwilliam, y estaba deseosa de saber cuándo volverías a Londres. Yo estaba a punto de decírselo cuando regresó lord Brougham, que había ido a buscar un poco de ponche, y tuvo la desgracia de tirar uno de los vasos sobre el vestido de lady Sylvanie, el cual, me temo, debió de quedar estropeado para siempre. Como te imaginarás, lady Monmouth se tuvo que retirar enseguida a su carruaje, pero prometió visitarme esta misma semana.




—¡Sylvanie! —Darcy cerró los ojos—. ¡Por Dios! —Tenía la esperanza de que Tris la mantuviera en una de sus propiedades rurales al menos medio año, antes de arriesgarse a enfrentarse al chismorreo de Londres. Ninguno de los acontecimientos que habían tenido lugar en el castillo de Norwycke había trascendido hasta los corrillos londinenses, pero el apresurado matrimonio del vizconde había sido razón suficiente para despertar la insana curiosidad de la alta sociedad. Pero ¿qué querría lady Sylvanie de Georgiana? ¿Por qué tenía interés en conocer a una muchacha que todavía no había sido presentada en sociedad? Darcy estaba seguro de que había algún propósito tras esa presentación forzada. ¿Sería posible que ella viera a Georgiana como un vehículo potencial de venganza por la muerte de su madre, lady Sayre?—. ¡Gracias a Dios, Dy estaba a su lado! —Darcy bendijo a su amigo, pues sabía que lo del ponche no había sido un accidente, y enseguida abrió su carta.






Darcy,
Envío la nota de la señorita Darcy por correo urgente, porque ha sucedido algo que no me gusta nada. Quisiera que hubieras confiado en mí y me hubieras contado lo que sucedió en Norwycke, porque así estaría en mejor posición para ayudarte ahora. Pero lamentablemente no fue así. Sin embargo, yo tengo mis propios recursos y me propongo descubrir qué es lo que quiere la nueva lady Monmouth presentándose ante la señorita Darcy. Te juro, viejo amigo, que sólo la dejé sola un instante… Debes darle las gracias al idiota de tu primo por habérsela presentado, pero ¿qué se puede esperar de un hombre que es capaz de proponerle matrimonio a lady Felicia? Logré mandar a casa a la dama antes de que la conversación hubiese llegado muy lejos. Pero desgraciadamente lady Monmouth anunció que pretendía hacer una visita. No temas; le dejaré instrucciones a tu mayordomo, y tal vez también a Hinchcliffe, para que digan que la señorita Darcy no está en casa. ¡Ese sí que es un tipo excelente y muy tierno en todo lo que tiene que ver con tu hermana! ¡Un buen hombre! Desde luego, también solicitaré la ayuda de la buena señora Annesley y doblaré mi vigilancia. Amigo mío, puedes confiar plenamente en mí en lo que respecta a este asunto. Prometo mantenerte informado. No tienes que regresar enseguida a casa. Todo está bajo control.


Dy




Darcy se inclinó hacia delante, agarró el tirador del cajón y lo abrió totalmente. Puso dentro las cartas con cuidado y lo cerró. «Todo está bajo control». A pesar de lo irresponsable que Dy parecía a veces, Darcy sabía que, cuando se comprometía a algo, uno podía darlo por hecho. No le gustaba en absoluto que su hermana se hubiese encontrado con lady Monmouth, pero regresar corriendo a Londres podía ser exactamente lo que estaba buscando Sylvanie. No, Darcy se quedaría en Kent, porque allí iba a decidirse su futuro.

*********

—¿Darcy? ¡Eh, Darcy! —Más que sus palabras, lo que distrajo la atención de Darcy de la contemplación de la maravillosa luz del sol que jugaba con los hermosos rizos de Elizabeth fue el sonido divertido que pudo apreciar en la voz de Fitzwilliam—. ¡Nunca te había visto comportarte de una forma tan estúpida, primo! Se lo juro, señora —dijo el coronel, dirigiéndose a la señora Collins—. ¡Generalmente no es tan descortés como para ignorar por completo a su anfitriona! Sé que es capaz de articular al menos media docena de palabras de manera coherente.


—Eso, mi querido primo, se debe a que los militares rara vez podéis recordar el significado de un comunicado que contenga más palabras —repuso Darcy, plenamente consciente de la mirada burlona de su primo. Insensible al dardo, Fitzwilliam hizo ademán de desplomarse por el impacto, lo cual hizo que todo el salón se riera. ¡Maldito Richard! Pero era cierto. Darcy se había distraído y se había quedado absorto en la contemplación exclusiva de la mujer que estaba sentada ante él, iluminada por la luz de la mañana que entraba por la ventana más próxima—. Le ruego que me perdone, señora. ¿Puedo servirle en algo?


—No era nada importante, señor Darcy. —La sonrisa de la señora Collins parecía sincera, al igual que la curiosidad que se reflejó en su rostro. Darcy tendría que tener más cuidado y vigilar mejor su errática atención. No, no es errática, se corrigió. El problema era totalmente lo contrario; su atención estaba exclusivamente dirigida… a Elizabeth. Su rostro, su figura, su cabello, la encantadora manera en que su voz subía y bajaba por la escala musical, la delicadeza de sus manos, sosteniendo con sus dedos firmes el bordado. Darcy no se atrevía ni siquiera a pensar en los ojos o en esos labios que ahora esbozaban una sonrisa, al presenciar el cómico diálogo entre él y Richard… ¿O tal vez se estaba burlando de su distracción? ¡Maldición! Darcy miró hacia la ventana. Aquélla era su tercera visita a la rectoría esa semana, la segunda con Richard, y él se encontraba tan cerca de tomar una decisión como del domingo. Decidió que el problema era que había demasiada gente alrededor. Aunque después de su reciente experiencia sabía que las entrevistas privadas estaban llenas de peligros y dificultades, ¿cómo podría obtenerlas respuestas que necesitaba? ¿Cómo podría lograrlo? No podía depender de otra feliz casualidad, y tampoco podía esconderse entre los arbustos esperando a encontrarla sola.


—¡Ah, nunca debe pensar eso! —La respuesta de la señora Collins a algo que Fitzwilliam había dicho interrumpió la reflexión de Darcy sobre su dilema—. La señorita Bennet es una joven muy fuerte, como muchas de las jovencitas de Hertfordshire. ¡La he visto caminar desde su casa hasta Meryton y regresar hasta dos veces en un día!


¡Caminar! ¡Claro! ¿Cómo podía haberlo olvidado? El recuerdo de las enrojecidas mejillas de Elizabeth a causa del viento y sus ojos brillantes, el día que había aparecido repentinamente en el comedor de Netherfield, volvió a su memoria con una claridad desconcertante. Con frecuencia ella caminaba sola en Hertfordshire. ¿Haría lo mismo en el parque de Rosings?


—¿Es cierto, Darcy? —Fitzwilliam lo miró con una ceja levantada, mientras él se obligaba a retomar la conversación—. ¿Es la señorita Elizabeth Bennet tan buena caminante como nos quiere hacer creer la señora Collins?


—Indudablemente —respondió Darcy. De repente, tuvo un súbito ataque de inspiración. Si caminaba sola, ¿acaso eso no podría ofrecerle la privacidad que él deseaba?—. Yo puedo dar fe de su diligencia en Hertfordshire, pero la señorita Bennet debe confesar si le parece que Kent también es digno de sus excursiones.


—Ah, entonces, díganos, señorita Bennet, ¿le parece tentador el campo de Kent? —Fitzwilliam sonrió—. O tal vez debería preguntar: ¿le parece tentador el parque de Rosings? Debe usted olvidarse de que somos parientes de lady Catherine y decir toda la verdad.






*************


Sí, Elizabeth disfrutaba mucho con sus paseos. Los campos y alamedas de Rosings se habían vuelto tan atractivos para ella como cualquier excursión por Hertfordshire. Darcy sonrió mientras recordaba la escena que había tenido lugar en la casa parroquial de Hunsford. Él sabía que el tono confidencial de la respuesta de Elizabeth había sido totalmente sincero, y la satisfacción que le produjo la seguridad de saber lo que ella pensaba y poder interpretar sus palabras fue profunda y duradera. Elizabeth no estaba fingiendo. Así que allí estaba Darcy, atravesando el parque tan pronto como se había disipado el rocío, sumido en un torbellino de ansiedad ante la expectativa de encontrársela… sola. El acelerado ritmo de su corazón no tenía nada que ver con el ritmo o la amplitud de sus pasos sino con sus esperanzas. Desde el momento en que se había despertado, ese indomable músculo se había resistido a cualquier tipo de control o dirección para latir más pausadamente.


Al menos no había sorprendido a Fletcher. Su ayuda de cámara se encontraba preparado desde muy temprano para atenderlo y lo había saludado en la silla del afeitado con un sencillo «Buenos días, señor». El caballero tenía la esperanza de recibir alguna sentencia shakespeariana cuyo significado lo hiciera reflexionar, pero Fletcher se había concentrado en su trabajo con silenciosa precisión y lo había despachado muy bien vestido con un simple «Buena suerte, señor Darcy». ¡Aquello sí que le había resultado extraño! No podía recordar que Fletcher lo hubiese despedido antes con esa frase, pero la visión de una mancha amarilla al otro lado de los árboles que se alzaban ante él le hizo olvidarse de todo, y su corazón empezó a latir a un ritmo aún más acelerado. Aferró con fuerza su bastón de caña y apresuró el paso. De pronto, al dar la vuelta a un recodo del camino, allí estaba ella, como una aparición de color crema y amarillo que vagaba de manera pensativa entre los helechos y las violetas silvestres que tapizaban el bosque. Darcy disminuyó el paso e hizo el último intento por recuperar la compostura antes de que ella se percatara de su presencia, pero fue inútil. Tan pronto como apareció ante la muchacha, ella levantó la cabeza de su atenta observación de la naturaleza que la rodeaba. Con los ojos abiertos por la sorpresa, Elizabeth lo miró directamente y, en ese momento, pareció disparar un dardo tan real que Darcy sintió como si le atravesara el pecho para alojarse en lo más profundo de su ser, haciéndole detenerse.


—¡Señor Darcy! —La sorpresa y el desconcierto en la voz de Elizabeth volvieron al caballero a la realidad.


—Señorita Bennet. —Se oyó decir Darcy y, al oír sus palabras, recuperó el dominio de su cuerpo. Le hizo una inclinación. La curiosidad reemplazó entonces a la sorpresa en los ojos de la muchacha, cuando lo vio caminar hacia ella—. ¿Está usted comenzando su paseo matutino —preguntó Darcy con una voz no tan firme como le habría gustado—, o se encuentra al final de su excursión?


 —Estaba a punto de regresar, señor —le informó Elizabeth, mientras parecía buscar algo detrás de él, por el camino—. ¿No lo acompaña el coronel Fitzwilliam?


—No, a mi primo no le gusta la luz de las primeras horas de la mañana —contestó Darcy, ansioso por terminar con la charla acerca de Richard. Luego se obligó a insistir y tomar el control de la conversación—. Si usted va a regresar, señorita Bennet, ¿me permite ofrecerle mi compañía? —La expresión de Elizabeth volvió a reflejar desconcierto—. Será un placer —añadió Darcy en voz baja, extendiendo el brazo. Ella asintió lentamente para mostrar su aceptación y puso su mano sobre el brazo del caballero. A él le costó trabajo contener el impulso de proteger la mano de la dama con la otra mano. Pero, en lugar de eso, hizo señas para iniciar el camino de vuelta—. ¿Vamos?


—Sí, gracias, es usted muy amable —murmuró Elizabeth.


—Es un placer —repitió Darcy de manera distraída, pues estaba concentrado en refrenar a su corazón desbocado, mientras disfrutaba al mismo tiempo del cúmulo de sensaciones que le producía el hecho de estar cerca de ella.


—Señor Darcy. —Elizabeth levantó la cabeza para mirarlo—. Hay innumerables senderos en Rosings, ¿no es así?


—Sí, eso creo —respondió él, y luego desvió la mirada rápidamente hacia el camino, con el fin de ocultar la sonrisa que amenazaba con asomar a sus labios. ¡Caramba, aquello iba a ser imposible! ¿Cómo podía evitar reírse como un tonto si el cielo mismo estaba agarrado de su brazo?


—Tal como pensé. —La satisfacción de Elizabeth con esa deducción aparentemente tan sencilla lo intrigó, pero ella le aclaró rápidamente el misterio al decir—: Aunque no he recorrido todos los senderos de Rosings, le ruego que me permita decirle que éste en particular me parece muy eficaz para serenar el espíritu y promover la reflexión solitaria.


—¡En efecto! —Darcy desvió la mirada, desesperado por ocultar la sonrisa que otra vez amenazaba con asomar involuntariamente. ¡Gracias a Dios su estatura y su porte no permitían que ella le viera la cara! No estaría bien ser demasiado obvio, revelar abiertamente la magnitud del placer que le había causado lo que ella le había comunicado de manera tan delicada. Pues bien, ¡estaba decidido! Allí podría encontrarla si quería seguir adelante con la idea de tener conversaciones privadas.


—Entonces, ¿le gusta pasear sola, señorita Bennet? ¿No le gustaría tener compañía?


—Ah, sí, a veces. La compañía adecuada puede marcar una gran diferencia en el placer que produce un paseo. Pero si no puedo tener esa compañía, prefiero mi propia compañía, señor, y el silencio.


—Entonces también somos de la misma opinión en esa cuestión —dijo Darcy, asintiendo. La compañía adecuada… Ah, ¡mejor que mejor!


Elizabeth volvió a levantar la cabeza para mirarlo, con una expresión de curiosidad.


—No entiendo a qué se refiere, señor Darcy.


—Estoy seguro de que fue usted quien lo notó primero. —Ella siguió mirándolo con desconcierto y como Darcy no podía soportarlo, explicó—. Usted me dijo una vez que observaba una gran similitud en nuestra forma de ser. Le ruego que me permita guardar silencio sobre las observaciones particulares que hizo esa noche, pero, en general, creo que su apreciación es correcta.


—¡Por supuesto! —exclamó Elizabeth y fue ella quien desvió la mirada esta vez. El resto del camino de regreso hasta Husford transcurrió en un silencio que a Darcy le pareció agradable y que ninguno de los dos quiso romper hasta que llegaron a la puerta de la empalizada que estaba frente a la casa parroquial. Darcy la abrió con la mano que tenía libre y sólo en ese momento sucumbió a la tentación de estrechar la mano que descansaba sobre su brazo. La tomó y la sostuvo mientras hacía una reverencia. Luego la soltó y dio un paso atrás.


—Que tenga un buen día, señorita Bennet —dijo con voz suave.


—Lo mismo le deseo, señor Darcy —respondió ella.



Él le dirigió una sonrisa enigmática. Ella volvió a mirarlo con curiosidad, luego hizo un gesto con el sombrero y dio media vuelta para regresar a Rosings. De nuevo al amparo de los árboles, Darcy se golpeó la palma de la mano izquierda con el bastón. ¡Aquello sí que era un progreso! ¡Por Dios, apenas podía esperar a que llegara mañana!


A la mañana siguiente llovió, y aunque como terrateniente Darcy agradeció la lluvia, se vio obligado a pasearse con impaciencia por los corredores de Rosings mientras le refunfuñaba a su primo por cualquier motivo. Finalmente, cuando Richard ya no pudo aguantar más su mal humor, se retiró con un libro a un rincón de la amplia pero poco usada biblioteca de su tía. Darcy pensó malévolamente que dudaba que ella hubiese podido leer todos los volúmenes allí almacenados, aunque hubiese estudiado y se hubiese convertido en una gran lectora, pero luego se reprendió por su falta de compasión. ¿Qué era lo que le pasaba? ¡Él sabía lo que le ocurría! Quería estar en la alameda con Elizabeth, tener otra vez su mano sobre el brazo y sentir cómo su cercanía invadía sus sentidos.


Tras soltar un suspiro, dirigió su atención al libro que había elegido al azar y trató de concentrarse en las palabras impresas que tenía delante, pero el suave chirrido del pomo de la puerta le hizo levantar la cabeza enseguida. ¿Acaso Richard estaba tratando de espiarlo a escondidas? La puerta se abrió un poco antes de revelar la mano que estaba detrás de tanto sigilo. Darcy abrió los ojos con sorpresa. ¡Anne! La ligera figura de su prima se deslizó hacia el interior de la biblioteca y se apresuró a cerrar la puerta detrás de ella con suavidad. ¡Pero la señora Jenkinson no estaba con ella! Aterrado, Darcy arrugó la frente. Probablemente era la primera vez que veía a Anne sin que su dama de compañía estuviera a su lado. Sin detenerse a mirar a su alrededor, su prima se dirigió directamente hacia las estanterías que había entre las ventanas que miraban hacia el norte y comenzó a revisarlas ansiosamente, libro por libro. La rigidez de su figura y los pequeños suspiros de frustración que se oían a través de la estancia le indicaron a Darcy que Anne no estaba teniendo mucho éxito al revisar las estanterías de abajo y que pronto necesitaría las escaleras. Impulsado por un ataque de amabilidad sumado a la curiosidad, el caballero se levantó de su silla.


—¿Podría…? —Darcy no pudo decir nada más. Al oírlo, Anne gritó alarmada, dando media vuelta para mirarlo con tal expresión de pavor que su primo temió que se desmayara. Durante un momento los dos se quedaron inmóviles, mirándose el uno al otro, hasta que Anne desvió la mirada, pareciendo encogerse.


—Prima —comenzó a decir Darcy nuevamente, en voz baja—, ¿me permites ayudarte? Dime lo que estás buscando. —Anne levantó la vista y lo miró de manera penetrante, como si estuviese calibrando su sinceridad—. ¿Anne? —insistió Darcy con voz suave.


—Wordsworth —susurró Anne finalmente—. El primer volumen de sus poemas. La señora Jenkinson se lo llevó antes de que… Mamá no aprueba que… —Anne se interrumpió, sonrojándose—. Por favor, debo encontrarlo.


—Claro —le aseguró Darcy, volviéndose hacia los estantes que ella había estado revisando—. ¿Estás segura de que está por aquí?


—La señora Jenkinson siempre pone aquí los libros que yo leo. Así mamá sabe qué he estado leyendo.


—¡Empiezo a comprender! —Darcy sonrió a su prima antes de acercarse a la estantería—. Encontraremos el libro, prima. —Anne le lanzó una triste mirada de alivio y gratitud. Darcy se dio cuenta de que hasta entonces nunca había pensado mucho en cómo sería la vida de su prima. Lo menos que podía hacer era encontrar el libro y se propuso hacerlo.


—¡Ajá! ¡Lo encontré! —Darcy sacó su presa de entre dos libros que lo tenían atrapado en uno de los estantes superiores—. ¡Anne, aquí está! —gritó y se lo alcanzó. Su prima levantó el brazo para agarrarlo, pero Darcy lo soltó demasiado rápido y el libro cayó al suelo, mientras las páginas sueltas se desperdigaban—. ¡Anne! Perdóname. —Darcy se agachó enseguida para recogerlas.


—¡No! ¡No te molestes! —Su prima se agachó sobre el libro, pero él lo agarró antes. Al darle la vuelta, vio que no le faltaba ni una sola página. Intrigado, recogió algunas de las hojas que habían quedado diseminadas alrededor.


—¡No! Por favor, dámelas —le imploró Anne—. ¡Darcy!


Él se levantó y se alejó de las hojas dispersas, mientras su mirada oscilaba entre los papeles que tenía en la mano y la angustia de su prima. Aunque sólo les había echado un vistazo, sabía bien qué eran esos papeles.


—Anne, déjame verlos.


—¡Te vas a reír de mí! —lo acusó ella.


—Te prometo que no me voy a reír —repuso él, mirándola directamente a los ojos llenos de pavor. Anne bajó los ojos y Darcy interpretó ese gesto como una reticente aceptación, así que llevó las hojas hasta la ventana y comenzó a leerlas. Podía sentir los ojos de la muchacha sobre él y su angustia casi palpable, pero leyó sin apresurarse. Pasaron algunos minutos hasta que le dio la vuelta a la última página y miró a su prima.


—Son bastante buenos, ¿sabes? Me gusta especialmente éste. —Le pasó la hoja de arriba.


—¿Lo dices en serio? —Anne lo miró con incredulidad.


—Sí, de verdad. ¿Cuánto tiempo llevas escribiendo poesía, prima?


Una chispa de placer brilló en la cara de Anne al oír sus palabras.


—Ya casi un año.


—¿Y no le has enseñado esto a nadie?


Anne negó con la cabeza.


—A nadie, ni siquiera a la señora Jenkinson. Mamá no aprueba la poesía, y la señora Jenkinson tiene que rendirle cuentas a ella. Es mejor que no lo sepa. Estaba trabajando en mis poemas hoy y ella me sorprendió mientras estaba consultando a Wordsworth, así que los escondí entre las páginas del libro.


—Pero, Anne —protestó Darcy—, ¡no puedes guardarte esto para siempre! ¡Compártelos al menos con tu familia!


—Darcy se sentó junto a ella y la agarró de las manos. Fue la primera vez que ella no se sobresaltó ni trató de alejarse—. ¿Anne?


—No tienes por qué temer que vaya a ser una carga para ti como esposa, primo. Yo sé que mamá quiere que creas que estoy mejorando, pero me temo que ella se engaña. No estoy mejor, primo, y he llegado a la convicción de que nunca voy a estar lo suficientemente bien de salud para casarme.


—¡Anne! ¡Mi querida niña! —Darcy le apretó las manos.


—Ahí fue cuando comencé a escribir —susurró ella cerca de su hombro—. Quería poder decir algo finalmente, crear algo… algo hermoso, tal vez… sin tener que sufrir la interferencia ni las críticas de mi madre. —Se quedó callada, como si le faltara el aire—. Ya sé que la gente cree que soy insignificante; no los culpo, porque en mí no hay mucho que ver o admirar. Pero yo siento cosas, primo, profundamente; y cuando acepté mi futuro, esos sentimientos parecieron concentrarse para estallar en el papel. —Anne levantó la vista para mirarlo y Darcy vio que una lágrima furtiva asomaba a sus ojos—. Nunca me casaré ni tendré hijos. Estos poemas son mi legado, aunque sea pobre. Y todavía no he terminado, no he terminado de sentir ni de escribir lo que hay en mi interior. No podría soportar el desprecio de mi madre y tampoco que ella me ensalzara hasta las nubes, en caso de que cambiara de opinión. ¿Puedes entenderlo, primo? ¿Guardarás mi secreto?


—¡Por Dios, Anne! —Darcy miró a su prima y luego a sus manos entrelazadas, consumido por la impotencia. Claro que guardaría silencio, pero ¿qué significaba eso frente a la confesión que ella acababa de hacerle?—. ¿No estarás equivocada? —logró decir finalmente.


—No hay ninguna equivocación, primo. —Anne miró a su primo con la compasión que él le habría debido ofrecerle a ella.


El caballero dirigió su mirada a la mano diminuta que descansaba implorante sobre su manga. Aparte de su promesa, tenía que haber algo más que él pudiera hacer por ella a modo de consuelo.


—Lo prometo. Tu secreto está a salvo, Anne. Quisiera poder hacer algo más que callar para merecer tu gratitud. Siempre te he evitado e ignorado de manera vergonzosa, y me siento profundamente apenado por eso.


Anne se soltó con suavidad y se levantó del diván.


—No te atormentes, primo. Eso es algo que mamá nos obligó a hacer. Y mientras que yo no tengo la fuerza ni el coraje para contrariarla, tú la has manejado de manera espléndida. Tienes mi gratitud por eso. —Un suspiro de agotamiento se escapó de sus labios. Darcy se levantó preocupado—. No, sólo estoy un poco cansada. Por favor, debo volver a mi habitación. Se supone que estoy descansando. —Anne le dirigió una triste sonrisa—. Ha sido estupendo poder contarle mi secreto por fin a alguien, Darcy. Resulta extraño que hayas sido tú. —Y tras hacer una reverencia, su prima salió de la biblioteca, cerrando la puerta con suavidad y dejando a Darcy entregado a la contemplación de la lluvia que se estrellaba contra los grandes ventanales.


Aquella noche Anne no se presentó a cenar. La señora Jenkinson apareció en la salita contigua al comedor, disculpando a su protegida a causa de la fatiga y un fuerte dolor de cabeza. La cena transcurrió en un ambiente un tanto extraño, de lo cual se culpó al mal tiempo, y Richard, que se encontraba nervioso, recomendó una partida de billar como el alivio más prometedor. Sus esperanzas, sin embargo, se vieron frustradas, al menos temporalmente, porque su tía exigió que él y Darcy asumieran la responsabilidad de aliviar su aburrimiento presentándose en la mesa de juego del salón para echar una partida de cartas inmediatamente después de su brandy.


—¿Tendrás ganas de jugar después de que lady Catherine se retire? —Fitzwilliam miró a su primo con el ceño fruncido, antes de beberse el resto del brandy y acercarse a Darcy para que lo volviera a llenar—. Jugar a las cartas con la dama dragón y la señora Jenkinson no es precisamente mi idea de la mejor manera de recuperar un día caracterizado principalmente por un tedio mortal. —Le dio otro sorbo a su vaso—. ¡Dios, cómo me gustaría que el párroco hubiese podido venir! Así podríamos haber tenido un poco de diversión.


—Aunque no puedo proporcionarte una velada tan fascinante, me comprometo a satisfacer tu ansia de diversión —respondió Darcy secamente, mientras llenaba el vaso de Fitzwilliam y volvía a poner la licorera sobre la mesa, con cierta irritación ante la alusión a Elizabeth que había hecho Richard. A él no le gustaba la manera tan informal en que su primo hablaba de ella y estaba decidido a ponerle fin enseguida—. ¿O es que el día de la paga está muy lejano?


—No, mis bolsillos todavía no están vacíos, Darcy. —Fitzwilliam levantó la barbilla al sentir el golpe bajo de su primo—. Y también te equivocas en lo otro. Durante esta visita a Kent he descubierto que eres increíblemente fascinante.


El brandy que había en el vaso de Darcy se balanceó.


—Entonces la vida militar no debe de ser una profesión tan exigente como se dice —replicó Darcy, sosteniendo la mirada a Richard, pero se arrepintió casi enseguida. Una pelea ahora sólo alentaría la curiosidad de su primo y ¡su acusación había sido más que provocativa!—. Perdóname, Richard, eso ha sido totalmente innecesario. —Se recostó en la silla. ¡Si pudiera retirarse a la biblioteca o a su habitación! La tensión entre las exigencias de su corazón y las de su apellido, sumadas a la intensidad de su decepción por no haber visto a Elizabeth ese día, estaban haciendo que se comportara como un verdadero idiota.


—Discúlpame también tú a mí, Fitz. —Richard se desplomó en la silla y señaló la ventana—. Debe de ser esta maldita lluvia. Nos tiene a los dos exasperados. ¿Hacemos las paces, viejo amigo? —Y levantó su vaso.


Darcy asintió, alzando también su vaso.


—La paz. —Ambos dieron un largo sorbo a su brandy—. ¿Crees que podremos atrevernos a poner a prueba nuestra tregua y jugar después unas cuantas partidas de billar? —Darcy le hizo notar a su primo, con un gesto de la mano, que el brandy le estaba poniendo coloradas las mejillas.


Fitzwilliam se frotó la barbilla y se rió.


—Tal vez sea mejor que analicemos nuestro temperamento y nuestro estado de sobriedad después de que su señoría los ponga a prueba en la mesa de cartas. ¡Es posible que los dos estemos dispuestos a cometer un crimen cuando juguemos la última carta!


El tedio de la partida de cartas con lady Catherine y su constante monólogo llevó a los dos hombres a buscar el refugio de sus habitaciones, en lugar de exponerse a las sorpresas que podía depararles la mesa de billar. Darcy estaba convencido de que, sin duda, era una de las mejores decisiones que él y Richard habían tomado últimamente cuando cruzó el umbral de su alcoba y fue recibido por su ayuda de cámara. Las revelaciones y las desilusiones de la jornada hicieron que recibiera con alivio el anuncio de Fletcher de que disfrutaría de agua caliente y de la preparación de la receta calmante de su padre, tan pronto como se deshiciera de su traje. Algo más tarde, tras finalizar su aseo, sentado frente a la chimenea de su alcoba, envuelto en su bata, Darcy hizo un tímido esfuerzo por organizar sus pensamientos. Pero la hora, el fuego, la calidez de la bebida que se deslizaba suavemente por su garganta…, todo conspiró para enviarlo directamente al camino, a través del bosque y más allá de la empalizada, hacia cierta residencia donde unos ojos iluminados por una sonrisa de bienvenida lo esperaban para consolarlo del dolor que le había producido su larga ausencia.




—¡Oh! —Aquella exclamación fue más que suficiente para hacer que Darcy concluyera su examen del daño que habían sufrido varios árboles a causa de algún insecto, en el que se encontraba enfrascado mientras esperaba a que Elizabeth apareciera. Los árboles todavía parecían lo suficientemente fuertes, pero si no se hacía algo, con el tiempo acabarían transformándose en carcasas vacías y se convertirían en un peligro para los que pasaran por el camino. Acababa de terminar su análisis del asunto y había tomado nota de la necesidad de llamar al guardabosques de su tía, cuando Elizabeth apareció de repente, mientras él rodeaba uno de los árboles enfermos.


—Señorita Bennet. —Darcy hizo una inclinación. Todo su ser pareció cobrar vida súbitamente por el placer de verla y por la sensación de alivio que le produjo el hecho de no haber llegado demasiado tarde. Sin embargo, tan pronto como Darcy se fijó de dónde venía la muchacha, se dio cuenta de que debía de estar comenzando su paseo, lo cual significaba que tendría el placer de su compañía durante casi una hora. ¡Excelente!


—Señor Darcy. —Elizabeth se inclinó para hacer una extraña reverencia. ¿Se trataba de un gesto de disgusto? El caballero esperó con impaciencia a que ella levantara la cabeza, pero cuando lo hizo su expresión era la de cualquier jovencita bien educada ante un encuentro como aquél. La tensión de los músculos alrededor del estómago cedió un poco y Darcy avanzó hacia delante.


—Según parece, acaba usted de comenzar su paseo —empezó a decir rápidamente, demasiado ansioso para esperar a que ella confirmara o negara su apreciación—. El parque de Rosings ha sido obra de muchas generaciones. Y también fue uno de mis lugares preferidos en mi juventud; en consecuencia —dijo, bajando la voz—, lo conozco estupendamente. —Al decir la última palabra, Darcy la miró con seriedad—. Será un placer para mí hacer las veces de guía y comenzar a presentarle algunas de sus maravillas menos conocidas.


Elizabeth parpadeó, al parecer un poco asombrada por su ofrecimiento.


—Es muy generoso por su parte, señor, pero no puedo pedirle que me dedique tanto tiempo. Sería una descortesía.


La amable preocupación de Elizabeth le produjo satisfacción.


—¡En absoluto! Estoy a sus órdenes, señorita Bennet. —Darcy le ofreció su brazo y, al igual que el primer día, la muchacha pareció vacilar un poco antes de aceptarlo, lo cual fascinó a Darcy por la delicadeza de los modales y la forma en que controlaba toda expectación—. Desde luego, hoy sólo empezaremos. Una completa exploración del parque no sería posible ni siquiera durante la totalidad de esta visita. Le aseguro que pasará algún tiempo antes de que usted haya visto todo lo que Rosings tiene que ofrecer. —Aquella observación pareció impresionarla, porque su única respuesta fue un débil «¡Ciertamente!», mientras él le señalaba la dirección que tenían que tomar.


Caminaron en silencio. Darcy se preguntaba qué tema debería sacar a colación, ahora que tenía segura a su acompañante. En realidad, en aquel instante, él se sentía plenamente satisfecho con el simple hecho de tenerla cerca y con la maravillosa presión que ejercía la mano de la muchacha sobre su brazo; pero las convenciones exigían que hubiese un poco de conversación. Y después de pensarlo, sería maravilloso poder escuchar, tan cerca de su oído, cualquier observación u opinión que ella pudiera querer expresar, prácticamente sobre cualquier tema. Después de todo, la razón que él se había repetido a sí mismo una y otra vez como justificación para aquellos encuentros casi clandestinos era, precisamente, saber más de ella.


—¿Está disfrutando de su estancia en Hunsford, señorita Bennet? —Darcy rompió finalmente el silencio con una pregunta sencilla, que no entrañaba ningún riesgo.


—Sí, sí, estoy disfrutando mucho —respondió Elizabeth con sinceridad—. Charlotte, la señora Collins, es una vieja amiga muy querida, que conoce bien mi manera de ser y no tiene ningún reparo en ofrecerme la libertad que me agrada.


¡Vaya! Darcy se alegró con la afirmación de Elizabeth de que ése y otros encuentros futuros no corrían el peligro de contar con la inesperada presencia de la señora Collins. Además, tal como él había sospechado, la esposa del párroco intuía algo y le había prometido a Elizabeth su cooperación. Darcy bajó la vista hacia el sombrero de paja que se balanceaba junto a su hombro, sintiéndose invadido por una sensación de felicidad. ¿Acaso no era así como podría ser su existencia, con esa dulzura, esa sensación de plenitud que le producía la presencia de la muchacha a su lado, apoyándose mutuamente mientras perseguían el fin de una vida compartida? ¡Si pudiera silenciar el estruendo que armaba su sentido del deber!


Al llegar al primer desvío, que era difícil de distinguir incluso para Darcy, él la invitó a seguirlo con una sonrisa que inspiraba confianza y respondía al gesto interrogativo de la muchacha.


—¡Paciencia! —Fue toda la explicación que le dio. Apartando con cuidado las ramas que ocasionalmente habían invadido el camino desde su última visita a aquel lugar en concreto, cinco años atrás, Darcy escoltó a Elizabeth a través de la senda escondida. El sendero era bastante recto y únicamente se desviaba para rodear una piedra gigante de forma extraña o un árbol, porque era un camino que él y Richard habían abierto cuando eran niños. En ese momento su objetivo era llegar a su destino tan rápidamente como fuera posible, y no disfrutar del placer de la caminata. Minutos después llegaron a un claro que, durante la infancia, había representado el papel de muchos lugares imaginarios: la isla desierta de Crusoe, una fortaleza salvaje sitiada por el valeroso Wolfe en América, un castillo que había que defender hombro con hombro con Arturo. Se volvió hacia ella para ver su reacción. La exclamación de felicidad que Elizabeth dejó escapar era exactamente lo que él esperaba.


—Fitzwilliam y yo encontramos este sitio el verano en que yo tenía diez años, a pesar de que el guardabosques de lady Catherine trató de disuadirnos muchas veces. —Elizabeth dejó de mirar a Darcy. Él la observó en silencio, mientras ella exploraba el lugar, seguro de que había entendido que aquello se había convertido en el primer regalo que le daba.


Algún día, Darcy le contaría el resto: cómo el guardabosques de lady Catherine había tratado de evitar que Richard y él exploraran el bosque en aquella lejana época, contándoles historias acerca de un temible jabalí salvaje que habitaba en él. Desde luego, ese tipo de cuentos era exactamente lo que ellos necesitaban, y enseguida habían salido como un rayo a buscar al animal. Le contaría también que, cuando llegaron al camino principal que atravesaba el bosque, iban tan asustados con los rugidos que ellos mismos se imaginaban que salían de entre los árboles, que habían terminado rodando por la ladera de la colina, sin tener la menor idea de hacia dónde iban, y habían llegado a aquel claro escondido. Algún día, Darcy le contaría… pero no ahora. En aquel instante, sólo quería compartir con ella el espíritu mágico y misterioso que siempre había sentido que poseía ese lugar.


—Gracias, señor Darcy. Es muy hermoso. —Elizabeth se reunió nuevamente con él tras unos minutos, con una expresión de agradecimiento en el rostro—. Nunca habría encontrado este sitio por mis propios medios.


—Ha sido un placer, señorita Bennet —respondió Darcy, mientras ella se alejaba de él y comenzaba a regresar por el camino por el que habían venido. El caballero reconoció la prudencia del mensaje tácito de la muchacha; no debían permanecer más tiempo allí, en el claro, solos. Después de hacerle un gesto de agradecimiento a su antiguo refugio por portarse tan bien con él, dio media vuelta y comenzó a caminar tras ella. El ruido de las hojas mezclado con el crujido de las ramas le advirtió de la presencia del viento de primavera. Como Darcy sabía por su ya larga experiencia, el viento pronto se precipitaría hasta el claro y por eso se agarró instintivamente el ala del sombrero y miró a Elizabeth para ponerla sobre aviso, pero las palabras se le amontonaron en la garganta al ver cómo el viento la rodeaba, jugueteando con su sombrero y su vestido.


Ante tan encantadora visión, todo su ser lo instó súbitamente a seguirla, asegurándole con frenesí que todo lo que deseaba encontraría respuesta si la rodeaba con sus brazos para protegerla, le acariciaba las mejillas y buscaba la suavidad de sus labios. Avanzó para cumplir su sueño, cegado ahora por el deseo, que había desplazado a la serena felicidad, y estaba tan alterado que su mente racional sólo logró detenerlo cuando estaba casi sobre ella.


La dosis de lucidez que aún le quedaba le advirtió que la lucha por oír a su razón se estaba volviendo cada vez más desesperada en todo lo que tenía que ver con Elizabeth. Aquello era demasiado evidente para seguir pasándolo por alto, y el hecho de darse cuenta súbitamente de que había estado a punto de perder el dominio de sí mismo enfrió sus ardores como no habría podido hacerlo ninguna reacción de parte de la joven, por indignada que estuviera. Darcy disminuyó el paso y guardó su distancia, mientras subían hasta el camino principal. No es que el deseo hubiese desaparecido; todavía pesaba en su interior, pero ahora había recuperado una parte de su autodominio y podía pensar con cierto grado de sensatez.


—Señor Darcy, creo que debo regresar a Hunsford. —Elizabeth le comunicó su decisión tan pronto como él se reunió con ella en el camino principal. Darcy sólo pudo sentirse agradecido. Su equilibrio ya había sufrido aquel día una prueba suficientemente dura—. La señora Collins mencionó que me necesitaría más tarde y supongo que en este momento ya debe de estar esperando mi regreso.


—Por supuesto, debe usted ir a ayudar a su amiga —respondió Darcy con solemnidad. Pero, a pesar del peligro que todavía estaba latente, no pudo evitar añadir—: Le ruego que me permita la tranquilidad de acompañarla hasta su puerta. —Elizabeth frunció el entrecejo al oír aquello; sin embargo, aceptó el brazo que él le ofrecía y regresaron juntos al pueblo.


De nuevo compartieron el silencio y el camino. De vez en cuando, Darcy le lanzaba miradas furtivas, pero no pudo sacar nada en claro de la expresión serena e impasible de la muchacha. En ocasiones, le pareció que fruncía el ceño, pero la timidez de Elizabeth impidió confirmar esa impresión. El caballero decidió que simplemente estaba sumida en sus propios pensamientos. Siguieron caminando, pero a pesar de lo mucho que lo intentó, Darcy no pudo volver a disfrutar de esa sensación de felicidad que había experimentado antes. Todavía estaba demasiado presente en su interior, concluyó con tristeza, y se preguntó si el matrimonio podría sosegar las emociones que lo desbordaban y dirigirlas por caminos más felices. ¡Vaya pregunta! ¿Acaso el matrimonio lo haría más feliz, después de todo? Eso esperaba con fervor, aunque no podía decir que hubiese visto en sus amigos casados que eso fuese cierto. Claro que los matrimonios de sus amigos, arreglados por razones familiares, de relaciones o de fortuna, tenían tan poco que ver con su propia situación que no podía tener un punto de referencia. De la felicidad de las esposas tenía todavía menos idea, excepto por la evidencia que representaban los múltiples lances que le habían hecho matronas de distintas edades, desde que se había convertido en adulto. Tal vez la respuesta estaba en otra parte.


—Señorita Bennet —comenzó a decir Darcy, pero se quedó callado pues, de repente, no supo cómo hacer la pregunta que lo atormentaba, pero afortunadamente se ahorró la vergüenza ya que Elizabeth parecía no haber oído. Así que volvió a comenzar—: Señorita Bennet, ¿puedo preguntarle cuál es su opinión sobre la felicidad del señor y la señora Collins? —Elizabeth titubeó por un instante y casi se suelta de su brazo.


—¿A qué se refiere, señor? —Le preguntó ella a su vez, con voz curiosamente contenida.


—Su amiga, la señora Collins. —Darcy atenuó el alcance de su pregunta—. ¿Diría usted que ella es más feliz ahora en su vida de casada y con el señor Collins que antes de casarse?


—La felicidad, como la distancia, señor Darcy, son términos relativos. —Elizabeth dejó la pregunta de Darcy en el aire, mientras clavaba sus ojos en el camino, pero luego disminuyó el paso y, sin mirarlo, respondió—: Sí, señor, ella es feliz, a pesar de lo difícil que resulta para mí admitir que algo de lo que al comienzo no me alegré haya redundado en su beneficio. Teniendo en cuenta la naturaleza de Charlotte, sus expectativas y su modo de concebir la vida, ella se siente perfectamente feliz en su matrimonio y yo debo coincidir con ella.


—Entonces, ¿piensa usted que la felicidad de una pareja en el matrimonio depende de la compatibilidad de sus naturalezas, las expectativas que tienen en la vida y la similitud de propósitos?


Elizabeth guardó un silencio tan prolongado al oír la pregunta que Darcy temió que otra vez no le hubiese escuchado. Finalmente respondió, con una voz tan suave que él tuvo que inclinarse para escucharla.


—Al menos es un comienzo. Si eso no existe, creo que las posibilidades de felicidad son bastante remotas. —Elizabeth lo observó por un momento y luego desvió la mirada, pero el caballero había quedado satisfecho. Al tratar de descifrar su carácter, ¿no había comparado ella sus maneras de ser y había señalado su similitud? Darcy conocía y compartía alegremente la agilidad mental y la inteligencia de Elizabeth, su manera de ver la vida. ¿Y qué sucedía con las expectativas que ella tenía? Ella no podía ser ajena al interés que Darcy le demostraba; sin embargo, actuaba con una reserva y una modestia que despertaban su intensa admiración y gratitud. Él se dedicó entonces a contemplar con alegría cómo eso la colocaba en una posición ventajosa como su esposa, como dueña de Pemberley y como una de las figuras más importante de la sociedad, mientras disfrutaba al mismo tiempo de la visión de su perfil, hasta que cruzaron la empalizada y llegaron a la entrada de la casa parroquial.


—Hemos llegado, señor Darcy. —La voz de Elizabeth, suave y vacilante, lo arrancó de sus pensamientos.


—En efecto, señorita Bennet —respondió él enseguida y, como había hecho el día de su primer paseo, se apoderó de la mano que descansaba sobre su brazo y se la llevó a los labios—. Que tenga un buen día, señorita Bennet. —Luego hizo una inclinación.


—Lo mismo le deseo a usted, señor Darcy. —Ella hizo una reverencia rápida y lo dejó parado entre las flores, a la entrada del sendero que llevaba hasta la puerta de la casa.


El caballero no dio media vuelta hasta que la vio entrar, sana y salva, e incluso después tardó un poco en marcharse. A pesar de los inconvenientes de la familia de Elizabeth, y su falta de fortuna y relaciones, Darcy se dio cuenta en aquel instante de que él siempre se iba a sentir orgulloso de Elizabeth, y podría confiar en ella porque lo entendía, porque era como él… y él la amaba. ¡Parte de mi alma, yo te busco! —los versos de Milton regresaron otra vez con toda su fuerza y veracidad—. Reclama mi otra mitad.

Continuará....

7 comentarios:

Anónimo dijo...

gracias Lady Darcy... la espera fue larga pero ha valido bien la pena!!
realmente me encanta esta nueva version de Pamela Aidan.

saludos!!

J.P. Alexander dijo...

Uy hola lady recien me doy cuenta que has publicado. Te mando un beso y te deseo una linda semana

Anónimo dijo...

ohhhhhhhh gracias!!!!!!! me encanta darcy, tan timido, aunque no me gusta esa conclusion de que a elizabeth le gusta sus atenciones jajajajjajajajjaja

MariCari dijo...

Lady Darcy, primero, quiero darte las gracias por escribir tan larga y preciosa entrada. Y por llenar mi corazón de primavera romántica. Y por hacerme soñar con un mundo precioso trayendo a tu blog tan bello relato... Muchas gracias.
En cuanto he visto tu escritura llevo toda la tarde leyendo... no... absorbiendo el aire magestuoso de prados y casas parroquiales, de casas adineradas y de iglesias mundanas... de sombreros de paja y de pantalones cortos y largos, de carruajes y caballos... y de tu bella música y color azul.
Muchas gracias por tu amabilidad en recibirme y por tu generosidad en tu acomodo... Bss, amiga.

Fernando García Pañeda dijo...

Hay hombres que en ocasiones se comportan como un escolar estúpido, inmaduro, incapaz de controlar sus emociones. O hay, ciertamente, primeros encuentros en las que parece un detestable idiota que balbucea, incapaz de pensar en nada inteligente que decir, o que dice cosas con poca gracia y sin ninguna originalidad.
Sólo se redime cuando se da cuenta, tras esas ocasiones, o después de esos primeros encuentros, de que su vida nunca volverá a ser la misma, cuando reconoce que su corriente se arremolina aquí y allá contra las playas de su mente y sus emociones, despertándolas maravillosamente a la vida. Cuando a veces no puede respirar. Cuando se siente diferente, tan diferente... cuando se siente tan extraordinariamente vivo. Cuando se siente plenamente satisfecho con el simple hecho de tenerla cerca... ¡Porque es tanto, tanto, tenerla cerca! Porque siempre se va a sentir tan orgulloso de ella, del privilegio de estar a su lado, que puede confiar en ella porque lo entiende, porque es como él... Porque la ama de verdad.
Desconocía esa tan perfecta definición de Milton: ¡Parte de mi alma, yo te busco! Reclama mi otra mitad.
Orgulloso y vivo, milady.

Unknown dijo...

Jeejejej pero pasa, recordemos que el da por sentado que ella estaba dispuesta a aceptarlo; desgraciadamente eso pasa con frecuencia en la vida diaria.

Paula dijo...

Qué buen capítulo, me lo suspiré todo...