Una novela de Pamela Aidan
Capítulo VII
Duelo de verdad
Cuando Darcy terminó de arreglarse y quedó finalmente presentable después del eufórico recibimiento de Trafalgar, ya no le quedó mucho tiempo antes de la cena para inspeccionar el paquete que había llegado mientras su ayuda de cámara lo atendía. Estaba bastante seguro de lo que contenía y la expectativa de leer por fin las páginas de los dos delgados volúmenes le producía un cosquilleo en las manos. Después de rasgar la envoltura de papel, Darcy sostuvo a la luz de la ventana los hermosos libros encuadernados en cuero.¡Sí, tal como esperaba! El sitio de Badajoz: Relato cronológico del gran desafío de Wellesley.
El título del primer volumen resplandeció ante él gracias al brillo de la laminilla de oro. El segundo, no menos brillante, anunciaba: Triunfo en Fuentes de Oñoro: Impresiones de un caballero-soldado. Darcy los había pedido tan pronto como el propietario de su librería favorita, que conocía bien sus gustos e intereses y lo mantenía informado de todas las obras nuevas, le anunció su próxima publicación. Al igual que el resto de Inglaterra, Darcy había seguido las campañas de Wellesley a través de los periódicos durante el verano, a medida que llegaban los informes de España, pero aquellos volúmenes constituían el primer relato completo que se iba a publicar después de los hechos, escrito por un autor anónimo que, se decía, pertenecía al estado mayor del gran hombre. Darcy llevaba varios meses esperándolos con ansiedad. Por eso, cuando Fletcher le abrió la puerta de la habitación para que saliera, Darcy se metió los libros bajo el brazo con decisión y resolvió declinar cualquier distracción en que le ofrecieran participar después de la cena.
Por fortuna, la cena fue tranquila aquella noche; el único acontecimiento destacable ocurrió cuando la señorita Elizabeth anunció que su hermana se levantaría por primera vez de su lecho de enferma esa noche y se reuniría con ellos en el salón más tarde. La señorita Bingley se emocionó con la noticia y, llamando al mayordomo, le ordenó que arrastrara el sofá de manera que quedara más cerca del fuego, «para que nuestra querida Jane no reciba ni la más mínima corriente de aire».
—Me pregunto cómo vamos a entretenerla —dijo y se giró hacia Darcy—. ¿Tal vez una partida de whist o de loo?Darcy dejó el tenedor sobre la mesa y estiró la mano para agarrar su copa.
—Tal vez, pero esa pregunta podría contestarla mejor la señorita Elizabeth, que conoce los gustos de su hermana y sabe si ya se encuentra lo suficientemente fuerte para ello. Personalmente, yo no quiero jugar esta noche. Bingley —dijo, dirigiéndose ahora a su amigo—, por fin han llegado los relatos de las campañas del verano —añadió, señalando una mesita que había junto a la puerta.
—¿De verdad? ¿Puedo? —Ante el gesto de asentimiento de Darcy, Bingley trajo los libros y volvió a sentarse en su sitio.
Como conocía bien el aprecio que su amigo sentía por los libros, se limpió las manos con la servilleta y abrió con delicadeza el primer volumen, pasando con suavidad las páginas.
—. ¡Magnífico! —suspiró al llegar a un grabado que mostraba a las heroicas fuerzas británica y española desplegadas al pie de la ciudad—. ¡Sólo los grabados justifican el precio del libro! No me sorprende que los naipes no atraigan tu atención esta noche. ¿Puedo pedírtelos prestados cuando termines?
La sonrisa de asentimiento de Darcy se convirtió en inquietud, cuando la señorita Bingley agarró el segundo volumen antes de que su hermano pudiera ponerle la mano encima.
—Señor Darcy, ¿me permitiría leer éste mientras usted está disfrutando el otro? No soportaría tener que esperar hasta que Charles acabe; él lee tan poco que tardará un año en terminar. Y —añadió con afectación— creo que es un deber sagrado conocer la verdadera gallardía de nuestros valientes soldados.
Darcy no tuvo otra alternativa que dejar que ella se quedara con el anhelado tomo y entonces dijo en tono tajante:
—Desde luego, señorita Bingley. Un noble sentimiento de su parte. —Le dio un sorbo lento a su vino y frunció el ceño al ver cómo ella ponía el libro sobre las migas y manchas del mantel; enseguida pensó que tenía que pedir otro ejemplar a Londres. Porque ése, sin duda, le sería devuelto como si hubiese estado presente en la batalla misma que relataba.
Luego las damas se excusaron y dejaron a los caballeros con su oporto. Bingley le entregó a Darcy el libro que había estado examinando, mientras un criado ponía sobre la mesa, delante de los tres hombres, la bandeja con los vasos y el licor.—¿Hurst? —Bingley le entregó a su cuñado una copa bien llena y luego sirvió dos más pequeñas para él y Darcy.
La conversación fue, en líneas generales, bastante trivial y Darcy anheló que llegara el momento en que pudieran dirigirse al salón principal, donde podría hojear su libro sin parecer grosero. También Bingley parecía ansioso por terminar con el ritual masculino lo más pronto posible, y a cada minuto miraba hacia la puerta, como si pudiera ver a través de ella. Por un acuerdo tácito, los dos se levantaron y se dirigieron al salón, mientras Hurst los seguía un poco rezagado.Las damas de la casa estaban reunidas alrededor de la señorita Bennet, demostrando su preocupación y buen ánimo. La señorita Elizabeth estaba sentada un poco aparte, concentrada, aparentemente, en su bordado, pero observando la escena de la chimenea con tierna devoción. Bingley se adelantó, desde luego, para felicitar a la señorita Bennet por su recuperación. Darcy hizo lo propio, con una sinceridad que fue aceptada con elegancia por la señorita Jane, pero que pareció despertar una mirada de sorpresa en su hermana. Intrigado por esa reacción, casi olvida el libro que tenía en la mano mientras observaba cómo el rostro de Elizabeth se relajaba y volvía a adquirir esas líneas suaves de hermana amorosa que había visto al comienzo.
Luego, Darcy le dio la espalda, encontró una silla cercana a una lámpara y abrió por fin su anhelado relato de la victoria del verano.
—¿La silla es suficientemente cómoda, señor Darcy? —preguntó la señorita Bingley.
—Sí señorita. Gracias.
—Y la lámpara… ¿da suficiente luz?
—Suficiente, señorita Bingley. Gracias.
—¿No echa humo? Se le podría levantar dolor de cabeza si echa humo.
—No, no hay humo. —Darcy contestó con absoluta cortesía, conteniendo el impulso de hacer rechinar los dientes por la irritación que le causaban las persistentes interrupciones de la señorita Bingley.
No obstante, un delicado resoplido de risa contenida procedente del diván donde se encontraba la señorita Elizabeth le indicó que sus verdaderos sentimientos sí eran evidentes, al menos para algunos. Al parecer, la señorita Bingley no se dio por enterada y tras unos momentos de maravilloso silencio, durante los cuales hojeó el libro que tantas ganas tenía de leer, lo dejó a un lado, mientras comentaba lo mucho que le gustaba la lectura y pasar una noche concentrada en un libro.Darcy decidió no responder a su estratagema. En lugar de eso, agarró su libro con más fuerza, tratando de hundirse más en su sillón, en un vano intento por escapar a futuras interrupciones. Miró con precaución por encima de la cubierta de Badajoz y vio que, milagrosamente, la señorita Bingley dirigía su atención hacia su hermano. Con alivio, volvió a sumergirse en las posiciones de vanguardia, en las afueras de la ciudad española.
Había tanto silencio que podía oír el majestuoso tic-tac del reloj que había en la pared de enfrente.
—Señorita Eliza Bennet. —Las sílabas salieron rodando de la lengua de la señorita Bingley de manera penetrante, con esa forma que emplean los miembros de la clase alta para ser oídos en medio de una habitación llena de gente—. Déjeme que la convenza para que siga mi ejemplo y dé una vuelta por el salón. Le aseguro que viene muy bien después de estar sentada durante tanto tiempo en la misma postura.
Darcy asomó la cabeza por encima del libro, ante la sorpresa al oír esa invitación, y cuando vio que la señorita Bingley lanzaba a Elizabeth una mirada de súplica, su curiosidad fue más grande que su cautela. Inconscientemente, cerró el libro.
—Señor Darcy, ¿no le gustaría unirse a nosotras, señor? —La señorita Bingley lo invitó, al tiempo que agarraba el brazo de Elizabeth. Darcy se preguntó cuál sería la reacción de Elizabeth ante aquella repentina y efusiva atención por parte de Caroline. También se preguntó qué debería hacer él. Mejor permanecer como observador, decidió, dejando el libro a un lado y estirando las piernas, cruzándolas a la altura de los tobillos. En ese momento, se le ocurrió una idea decididamente traviesa. Si no me van a dejar en paz con mi libro…
—Gracias, señorita Bingley, pero preferiría permanecer donde estoy. Sólo puedo pensar en dos motivos para que ustedes se paseen por el salón juntas, y en cualquiera de los dos casos mi presencia ciertamente sería un obstáculo.
Elizabeth enarcó las cejas al oír aquella declaración y Darcy esbozó una sonrisa de placer mientras ella luchaba por no dejar traslucir el asombro que sentía ante aquellas palabras. La señorita Bingley no tuvo semejantes reparos.
—¡Señor Darcy! ¿A qué se refiere usted? ¡Me muero por saber qué ha querido decir con eso! —Le dio un suave tirón al brazo de su compañera—. Señorita Eliza, ¿acaso usted comprende lo que ha querido insinuar el señor Darcy?
—En absoluto —respondió Elizabeth con desinterés, tras dominar su curiosidad de una forma admirable— Pero, sea lo que sea, seguro que quiere dejarnos mal. —Miró a Darcy con ojos burlones—. Y la mejor manera de decepcionarlo será no preguntarle nada. —Darcy le devolvió el desplante con una mirada pícara.
—¡Oh, eso no servirá, señorita Eliza! —dijo la señorita Bingley con una risita— Una dama de verdad nunca decepciona a un caballero. Y un caballero —dijo, dirigiéndose a Darcy— nunca decepciona a una dama, en especial de una manera tan intrigante. Vamos, cuéntenos a qué se refiere.
—No tengo el más mínimo inconveniente en explicarlo —replicó Darcy—. Ustedes eligen este modo de pasar el tiempo porque tienen que hacerse alguna confidencia o hablar de sus asuntos secretos —continuó diciendo y luego hizo una pausa y estiró los dedos antes de fijar la mirada en Elizabeth—, o porque saben que paseando muestran mejor su figura. —La reacción de Elizabeth ante su atrevida afirmación fue tal como él había deseado. La muchacha abrió los ojos y se puso colorada—. Si es lo primero —añadió con indiferencia—, al ir con ustedes no haría más que importunarlas; y si es lo segundo —dijo a modo de conclusión, volviendo a hacer una pausa para permitirle a la muchacha recordar la segunda razón—, podré admirarlas mucho mejor si me quedo sentado junto al fuego.
Sintiéndose un poco perverso, Darcy pensó por un momento que tal vez había traspasado los límites de lo que se consideraba correcto en una sociedad provinciana. Pero tal como se había imaginado desde el comienzo, la dama reaccionó enseguida y le dedicó un clásico puchero de institutriz, que contrastó maravillosamente con el fuego que mostraban sus ojos. En todo caso, Darcy quedó bastante complacido con esta incursión en el desconocido terreno del flirteo amoroso.
—¡Qué horror! Nunca había oído nada tan abominable —protestó la señorita Bingley, animándose debido al raro despliegue que acababa de hacer el señor Darcy—. ¿Cómo podríamos darle su merecido?
—Búrlese —respondió Elizabeth con decisión y levantando la barbilla—. Ríase de él. Siendo tan íntimos, usted sabrá muy bien cómo hacerlo.
¿Reírse de mí? Las palabras de la muchacha le produjeron un sentimiento de rencor que recorrió su columna vertebral y evaporó el buen humor que le había producido la conversación anterior. La expresión relajada y feliz abandonó su rostro, reemplazada por una tensa seriedad.
—¡Burlarse de una persona flemática, con tanta sangre fría! —exclamó la señorita Bingley—. No, no; me parece que él podría desafiarnos y nosotras llevaríamos las de perder.
La incredulidad que se reflejó en el rostro de Elizabeth mostraba claramente que no estaba satisfecha. Aunque Darcy no había dejado de mirarla, se movió nerviosamente en la silla, mientras se preguntaba qué forma tomaría la ofensiva de la muchacha.
—¡Que no podemos reírnos del señor Darcy! Es un privilegio muy extraño —dijo, fulminándolo con la mirada—. Y espero que siga siendo extraño, porque no me gustaría tener muchos conocidos así. —Se dirigió a la señorita Bingley—. A mí me encanta reír.
Cuando vio los claros intentos de la muchacha por reducirlo nuevamente a un objeto de burla, Darcy se arrepintió de su reciente broma. Trató de recurrir, entonces, a las fórmulas que le habían sido útiles en el pasado. El filósofo frío y experto reemplazó al galán de salón y rápidamente desplegó sus defensas para el ataque.
—La señorita Bingley me ha dado más importancia de la que merezco. El más sabio y el mejor de los hombres o la más sabia y mejor de las acciones pueden resultar ridículos a los ojos de una persona que no piensa en esta vida más que en reírse.—Estoy de acuerdo —ratificó Elizabeth con frialdad—, hay gente así, pero creo que yo no me cuento entre ellos. Espero que nunca llegue a ridiculizar lo que es bueno o sabio. Las insensateces, las tonterías, los caprichos y los absurdos son las cosas que verdaderamente me divierten, lo confieso, y me río de ellas siempre que puedo. Pero supongo que usted carece de esas cosas.
Darcy se dio cuenta de que estaba arrinconado. ¿Quién podía afirmar que siempre se conducía de la manera más sabia y circunspecta? Arrinconado… ¡pero todavía no vencido!
—Quizá no sea posible para nadie. —Darcy le concedió un punto a la muchacha, pero luego contraatacó con firmeza
— Pero yo me he pasado la vida esforzándome para evitar esas debilidades que exponen al ridículo a cualquier persona inteligente.
—Como la vanidad y el orgullo —sugirió Elizabeth en tono de burla.
¡Así que regresamos al baile de Meryton! Darcy decidió aprovechar los verdaderos motivos de la muchacha, demasiado tentado ante la perspectiva de obtener una victoria como para hacerle caso a la vocecita que le advertía que a veces se podía ganar una batalla pero perder la guerra.
—Sí, la vanidad es ciertamente un defecto. Pero el orgullo, en el caso de personas de inteligencia superior, creo que es válido.
Elizabeth se dio media vuelta al oír las palabras de Darcy, sin que él supiera si se debía a que se sentía derrotada o a que estaba furiosa.
¡Maldición! ¡Has sido demasiado duro! Darcy se mordió el labio y trató de descubrir lo que ella estaba pensando a través de la actitud de sus hombros, pero sin éxito.—Supongo que habrá acabado de examinar al señor Darcy —dijo la señorita Bingley—. Le ruego que me diga qué ha sacado en conclusión. —Le lanzó a Darcy una sonrisa de conmiseración.
—Estoy plenamente convencida de que el señor Darcy no tiene defectos —concluyó Elizabeth con sarcasmo—. Él mismo lo admite abiertamente.
¡Al suelo, pero no derrotado! Darcy sacudió la cabeza, sin saber si debía reírse u ofenderse por este nuevo ataque.
—No, no he pretendido decir eso —respondió con voz serena. Habiendo decidido intentar otra táctica, siguió hablando con sinceridad— Tengo muchos defectos, pero no tienen que ver con la inteligencia. No me atrevería a poner la mano en el fuego por mi temperamento. Creo que soy demasiado intransigente, ciertamente demasiado para lo que a la gente le conviene. Quizá se me pueda acusar de rencoroso. Cuando pierdo la buena opinión que tengo sobre alguien, es para siempre.
—¡Ése es realmente un defecto! —replicó Elizabeth—. El rencor implacable es verdaderamente una sombra en el carácter de una persona. Pero ha elegido usted muy bien su defecto. Pues no puedo reírme de él. —Levantó las manos ante él con un gesto que indicaba rendición—. Por mi parte, está usted a salvo.
Darcy se quedó mirándola, con los labios apretados y sin saber cuál sería la mejor respuesta a aquella terrible acusación. Concluyó que sólo podía continuar haciendo énfasis en su punto de vista.
—Creo que en todo individuo hay cierta tendencia a un determinado defecto, una debilidad natural, que ni siquiera la mejor educación puede domar.
—Y su defecto es la propensión a odiar a todo el mundo —refutó Elizabeth con aire de satisfacción.
La acusación era tan absurda que Darcy no pudo evitar sonreír, al pensar en la frustración que debía haberla generado. Sin embargo, juró que aunque no saliera triunfante del campo de batalla, al menos se iría con dignidad. ¡Que la muchacha tomara un poco de su misma medicina! Darcy se levantó de la silla y, sonriendo al ver la actitud desafiante de la señorita Elizabeth, respondió con calma:
—Y el suyo, señora, es la vocación a malinterpretar a todo el mundo —dijo, le hizo una respetuosa inclinación, tomó su libro y dio las buenas noches a todos los presentes.
Después de entrar en su alcoba, se quitó la chaqueta y la tiró sobre uno de los sillones. Pronto siguieron el chaleco y la corbata, que formaron una pequeña montaña. El discreto golpe de Fletcher en la puerta le hizo dar media vuelta, pero Darcy declinó la ayuda del criado y lo dejó libre durante el resto de la noche, aunque le ordenó que tuviera su ropa de montar lista a las siete de la mañana al día siguiente. Se pasó una mano por el pelo de manera distraída, se sentó en la cama y se dedicó a quitarse las botas. Después se recostó y estiró el cuerpo, relajando los músculos desde la punta de los dedos hasta los pies, hasta que la tensión de la noche se desvaneció por completo. Luego se levantó y fue hasta la ventana para mirar hacia la noche.
Desafío a cualquiera a encontrar una chiquilla más impertinente y testaruda. ¡Qué insolencia y qué atrevimiento! Siempre dispuesta a batirse por cualquier pretexto. Se detuvo un momento, mientras su conciencia le exigía examinar ese arranque cargado de prejuicios. Darcy soltó un suspiro. Listo para enfrentarse a sí mismo, sin duda. Él era el único que parecía provocar esa impulsiva descarga de comentarios sarcásticos. Tal vez incluso los alentaba, en cierta forma, porque estaba claro que la muchacha era muy gentil y auténtica con aquellos a quienes amaba.
Su rostro… cuando mira a esas personas… un afecto tan cariñoso…¿Por qué, entonces, sigues prestándole atención?, preguntó su voz interna. Darcy se retiró de la ventana y volvió a acostarse en la cama. De repente, antes de que la razón pudiera mitigar su poder, la respuesta pareció resonar, inequívoca, en su interior.
Porque ella es mente y corazón, y lo que tú siempre has deseado. Durante un buen rato, quedó atrapado entre la excitación y el terror producidos por su confesión, pero él había sido preparado desde la cuna para la posición que ocupaba en la vida y el deber que tenía con su familia. Cuando se giró hacia un lado y apretó la almohada contra la mejilla, ya había decidido que, por el bien de ambos, nunca volvería a permitir que se escapara por su parte ninguna señal de admiración. Su corazón por fin dejó de palpitar de manera acelerada, pero a pesar de lo mucho que intentó conciliar el sueño, éste se negó a hacer su aparición hasta las primeras horas de la madrugada.
A pesar de haber dormido poco, Darcy se despertó a las seis en punto, como era su costumbre. No hizo ningún intento de levantarse al oír el reloj, sino que se quedó enredado en las ensoñaciones de una noche de insomnio y observó cómo penetraban los primeros rayos de sol a través de las ramas desnudas de los árboles. Su primer deseo fue volver a abandonarse al sueño, pero sintió que, al intentarlo, una extraña tensión se apoderaba de su corazón. Las decisiones de la noche anterior salieron entonces a la luz, disipando la sensación de dulzura que todavía lo invadía, y lo convencieron de no retrasarse más en levantarse.
Resultaría conveniente distraerse galopando, antes de que se evaporaran las brumas de la mañana. Sería mejor evitarla hoy totalmente, se dijo a sí mismo, retirando las mantas y levantándose para quitarse el camisón y llamar a Fletcher.
Una jarra de cobre llena de agua hirviendo, que llevaba uno de los ayudantes de la cocina, precedió la llegada de su ayuda de cámara. Darcy se sentó y cerró los ojos, mientras Fletcher organizaba sus instrumentos y comenzaba a afilar la cuchilla de la navaja de afeitar con gestos precisos. El rítmico ir y venir de la navaja casi consiguió adormilar de nuevo a Darcy, pero se despertó de repente cuando la cuchilla caliente avanzó sobre su barbilla. Fue tal el sobresalto que Fletcher le hizo un pequeño corte.—¡Señor Darcy, por favor! Le ruego que tenga la bondad de no moverse. Tendré que ponerle un esparadrapo y los dos sabemos lo mucho que a usted le desagrada eso. —Darcy soltó un gruñido e hizo una mueca cuando le puso el adhesivo.
— Ya está, señor. No se le notará cuando deba presentarse ante las señoras.
—El único que me verá esta mañana será Nelson, y dudo que le moleste en absoluto —contestó Darcy, haciendo que Fletcher soltara una risita.
Un golpecito en la puerta interrumpió la tarea del ayuda de cámara. Fletcher fue a abrir y dejó entrar a otro ayudante de la cocina, que traía una bandeja.
—Me tomé la libertad de ordenar su desayuno, señor Darcy. Sólo algo ligero antes de su cabalgada, señor. —Darcy asintió con la cabeza en señal de aprobación y colocaron la bandeja sobre una mesa a la cual acercaron una silla. Fletcher despidió al muchacho con toda la autoridad que le daba su posición y terminó rápidamente de afeitar a su patrón, tras lo cual le dejó algunas toallas tibias para que completara su aseo matutino.
Darcy terminó rápidamente y luego se presentó en el vestidor, donde Fletcher lo ayudó a prepararse para su paseo a caballo. Se puso la ropa de manera mecánica, con la cabeza curiosamente adormilada. Murmurando unas palabras de agradecimiento, regresó a su alcoba y levantó la tapa de la bandeja del desayuno. El fuerte aroma del café y de un trozo de carne perfectamente bien aderezada lo sacó con suavidad de su adormecimiento y después de unos cuantos bocados comenzó a sentirse mucho mejor.
El reloj de la habitación dio las siete; Darcy se levantó, agarró sus guantes, el sombrero y la fusta, y salió en silencio a encontrarse con la mañana.
Parado al pie de las escaleras que descendían hasta el sendero de los carruajes, Nelson sacudía la cabeza, avanzando un poco y retrocediendo luego, e intimidando en general a todos los mozos de cuadra de Netherfield. Enderezó las orejas al oír que la puerta se abría y giró su enorme cabeza hacia el lugar de donde procedía el ruido. Después de ver a su amo, estampó el casco con fuerza en el suelo, peligrosamente cerca del pie del mozo, y lanzó un grosero resoplido, que dejó escapar columnas de vapor que se mezclaron con el frío aire de la mañana.
—Buenos días, señor —dijo el mozo jadeando y sin tratar de ocultar la sensación de alivio que cruzó por su cara—. Está un poco agitado esta mañana, señor.
—¡Eso parece! ¿Te ha estado causando problemas otra vez? —Darcy miró a Nelson con el ceño fruncido, pero el animal sólo se agitó al oír la reprimenda, movió la cabeza y soltó otra bocanada de vapor—. Pareces un verdadero dragón esta mañana, viejo amigo. —Darcy tomó las riendas y, declinando el ofrecimiento de ayuda por parte del caballerizo, saltó sobre la silla. Nelson aprovechó el momento de calma que reinó mientras Darcy revisaba los estribos, para ejecutar una danza de saltos y sacudidas que le recordaron a su jinete que, en el mundo de los caballos, él estaba tan bien relacionado como Darcy—. ¡Ah, de modo que así es! Estás tan lleno de tu propio orgullo que desprecias practicar los modales de un caballero. —Darcy tomó las riendas y tiró de ellas hasta que tocaron la boca de Nelson y luego le hizo un gesto de asentimiento al mozo para que le soltara la cabeza.El entusiasmo del caballo cuando Darcy le permitió comenzar un trotecito suave fue palpable, lo cual confirmó su sospecha de que la salida de esa mañana sería un duelo de temperamentos. Extrañamente, no era una perspectiva que le desagradara. Los rigores de un ejercicio como ése seguramente aliviarían, o tal vez disiparían por completo, la opresión que todavía sentía en el corazón.
—¡Es evidente que los dos necesitamos exorcizar unos cuantos demonios! —susurró Darcy. Las orejas de Nelson se movieron hacia atrás al oír la voz de su amo y el resoplido que siguió le aseguró al jinete que el caballo estaba totalmente de acuerdo.
A medida que se aproximaban a una cerca que circundaba el inmenso campo que había al este de la mansión, Darcy ordenó a su caballo pasar a medio galope y apretó la mandíbula al sentir que Nelson tomaba impulso para saltarla. En cuestión de segundos, la cerca apareció frente a ellos, brillando en medio de la bruma matutina. Caballo y jinete se lanzaron con determinación; el mundo entero se redujo al golpeteo de esos cascos, los crujidos del cuero y la cerca que tenían enfrente, que desapareció de repente cuando Nelson levantó las patas delanteras. Arqueó el lomo y, en medio de un silencio intemporal, llevó a su jinete por encima de la cerca. Aterrizó con un golpe que le arrancó un rugido a sus enormes pulmones, pero su grupa ya estaba lista para el largo galope campo a través. Darcy agachó la cabeza de manera impulsiva, hombre y bestia protegiéndose del viento, y volaron como si los persiguieran los mismos perros del infierno.
Caballo y jinete regresaron varias horas después, completamente exhaustos, pero en total armonía el uno con el otro. Darcy deslizó su cuerpo agotado por el lomo de Nelson y le quitó las riendas por encima de la cabeza, mientras los mozos de la caballeriza se apresuraban a llevar de nuevo al establo a su tenebroso protegido. Relajado por el ejercicio, Nelson permitió que se aproximaran, eximiéndolos de la acostumbrada demostración de carácter que solía hacer frente a los subalternos y limitándose a darle a su amo un empujón y un relincho que reclamaba su atención. Darcy buscó en su bolsillo con una sonrisa cansada, y sacó unos terrones de azúcar, que agitó frente a la atenta mirada de Nelson. Demasiado agotado para soportar esa broma durante mucho tiempo, el caballo avanzó directamente hacia el pecho de Darcy, exigiendo su premio. Después de soltar un gruñido por la fuerza del golpe, Darcy abrió la mano y Nelson agarró los terrones con la boca. El caballero se frotó el pecho mientras el animal masticaba el azúcar y luego, con una última palmadita, les entregó las riendas a los mozos que lo esperaban. Pero antes de que llegara a moverse, Nelson resopló con suavidad sobre el pecho y la cara de su amo, a modo de disculpa, y sopló delicadamente en su oído.
—¡Aceptadas! ¡Bestia sin principios! Ahora vete. Y recuerda: sé amable con los chicos.
Con fingida mansedumbre, Nelson siguió a sus jóvenes cuidadores hasta el patio del establo, y Darcy dio media vuelta hacia la casa. Ya iba demasiado retrasado para el desayuno y además muy sucio, según notó con desconsolada satisfacción. Sería imposible presentarse a la mesa antes de una hora por lo menos, lo cual sobrepasaría totalmente el tiempo razonable para que lo esperaran. Al ver a Stevenson en el vestíbulo, le pidió que les presentara sus excusas a los anfitriones y luego se dirigió a tomar un reparador baño de agua caliente, que Fletcher pronto le tendría preparado.Debía de estar a medio camino en la escalera, cuando oyó que se abría una puerta en el piso inferior.
—… muy amable, señor Bingley, pero así debe ser. Para entonces, Jane ya estará completamente restablecida y la verdad es que ya hemos abusado demasiado de su hospitalidad. —La clara voz de Elizabeth llegó hasta él.
—¡Abusar, señorita Elizabeth! Yo espero que usted no piense eso, porque nosotros no lo creemos así. No permitiría, por nada del mundo, que la salud de la señorita Bennet se viese resentida, y menos aún por la noción errónea de haber abusado del placer que nos proporciona tenerlas aquí. Después de todo, somos vecinos y debemos… mmm… preocuparnos por los otros como nos preocupamos por nosotros mismos.
Darcy oyó la deliciosa risa de Elizabeth al responder:
—No ha citado usted bien las Escrituras, señor Bingley, pero no tengo ningún reparo ante su aplicación del sermón del domingo pasado. Una atención tan diligente hace que sienta una gran curiosidad por saber cuál será el resultado del de mañana.
Darcy se puso los dedos sobre la boca para contener la risa que habría delatado su presencia. Cuando pasó el peligro, bajó la mano pero comenzó a frotarse el pecho de manera inconsciente, pues la sensación de opresión volvió a asaltarlo.
—Entonces, ¿están decididas a marcharse mañana? —Darcy reconoció un tono lisonjero en la voz de Bingley, señal de que su poder de persuasión había llegado a su límite.
—Oh, ¡debería darle vergüenza, señor Bingley! Usted quiere hacerme sentir como una absoluta ingrata, pero debe saber que soy inmune a esas maquinaciones. Olvida usted que tengo tres hermanas menores que emplean con frecuencia un tono similar. Soy bastante versada, señor, en cómo resistir las lisonjas.
La risa sincera de Bingley resonó en el vestíbulo.
—Ya me conoce usted demasiado bien, señorita Elizabeth.
—Demasiado bien como para creer que usted aún no se da cuenta de lo inmensamente agradecidos que estamos con usted sus vecinos Bennet —contestó la muchacha con voz suave—. De verdad, ha sido muy amable con mi adorada Jane y conmigo. —Hizo una breve pausa y añadió— Ahora debo subir junto a Jane, y si sigue sintiéndose mejor, las dos bajaremos más tarde esta mañana, señor Bingley.
Con el mayor sigilo posible, Darcy subió el resto de los escalones y dobló con pasos rápidos la esquina del corredor que conducía a sus habitaciones. Cuando cruzó la puerta, la cerró con cuidado, sin hacer ningún ruido, y soltó la respiración que había estado conteniendo. Entonces se va mañana. Recorrió con sus ojos la habitación como si estuviese buscando algo, sin saber todavía qué. Luego soltó un gruñido, tocó la campana para llamar a Fletcher, se sentó pesadamente en un sillón y comenzó a desabrochar los botones de la chaqueta. Una bendición, realmente. ¡Ya lleva demasiado tiempo aquí! Una vez que hubo acabado con los botones, se concentró en la corbata, tirando con fuerza de sus extremos hasta desanudarla. Y a ti te gusta más de lo que debería… Hizo una pausa en su lucha con la tela y dejó caer las manos. ¡Te gusta! ¡Pobre imbécil, ni siquiera puedes ser sincero contigo mismo! Se levantó y comenzó a pasearse de un lado a otro, abrió la puerta del vestidor y, al no encontrar a nadie allí, se dirigió nuevamente a la campana y volvió a tocar. Acababa de desplomarse otra vez sobre el sillón, cuando Fletcher abrió la puerta del vestidor.
—Señor Darcy, su…
—¡Ya era hora de que apareciera! ¿Ya está listo mi baño, o tendré que subir el agua yo mismo? —le gritó a su ayuda de cámara.
La expresión de la cara de Fletcher conmovió a Darcy hasta la médula, y por espacio de unos cuantos segundos, amo y criado se miraron en silencio.
— Fletcher, ¿sería usted tan amable de perdonarme esta lamentable grosería y esas palabras tan injustas? Usted me ha servido bien y con lealtad durante siete años y no merece tener que soportar mis explosiones de mal humor. —El ayuda de cámara relajó los hombros ligeramente, inclinándose en señal de aceptación
—. Buen chico —respondió Darcy agradecido y se levantó del sillón.
Pasó junto a Fletcher camino del vestidor, mientras echaban en la bañera los primeros baldes de agua caliente. Fletcher levantó los brazos y, con mucho cuidado, retiró la chaqueta de los hombros de su amo y la deslizó por los brazos. La indomable corbata también fue sacada. Darcy se sentó mientras uno de los ayudantes de la cocina le quitaba las botas y su ayuda de cámara organizaba sus artículos de tocador.
—Así está bien, Fletcher. Deme, digamos, veinte minutos.
—Muy bien, señor. ¿Hay algo más que pueda traerle, señor? —Darcy negó con la cabeza—. Me he enterado de cierta noticia, señor.
—¿De verdad? ¿Y qué «cierta noticia» es ésa, Fletcher?
—Las señoritas Bennet regresarán a su casa mañana, después de los servicios religiosos. —Fletcher abrió la puerta de servicio del vestidor—. Pero tal vez usted ya lo sabía. —Darcy levantó la vista hacia su ayuda de cámara, pero Fletcher ya estaba a salvo al otro lado de la puerta.
Las murallas de Badajoz seguían en pie después de un día de incesantes bombardeos de la artillería y los comandantes de la operación acababan de recibir la orden de retirarse, cuando Darcy oyó que la puerta de la biblioteca se abría. Al bajar, había encontrado que todos los salones estaban desiertos, sin que hubiese rastro de los Bingley ni de sus invitados.—Están tomando el aire en el cenador, señor —fue la respuesta del mayordomo a su pregunta sobre el paradero de los anfitriones. Así que con la casa maravillosamente en silencio, llevó su libro a la biblioteca y se instaló durante una hora a «seguir el tambor», hasta que sus anfitriones regresaran.La puerta estaba precisamente detrás de él, así que, al oírla, dijo por encima del hombro:—Charles, ¡esto es realmente increíble! Permíteme que te lea… —Darcy alcanzó a ver con el rabillo del ojo un fragmento de muselina amarilla bordada que le reveló enseguida que la persona que había entrado en la estancia no era Bingley.
Levantó la vista y se encontró con una visión encantadora: la luz del sol que entraba por la ventana de la biblioteca provocaba que el vestido de la muchacha resplandeciera discretamente y resaltaba el color castaño rojizo de su cabello. Darcy tragó saliva. ¡Firme… sin mostrar la más mínima señal!
—Señorita Elizabeth —dijo con voz neutra, levantándose de la silla. La frialdad de su inclinación fue correspondida con una reverencia igualmente mecánica.
—Señor Darcy, por favor, no permita que mi presencia lo perturbe.
—Señora. —Darcy hizo una nueva inclinación y volvió a su sitio. Abrió el libro con torpeza, buscó el pasaje que había estado a punto de leerle a Bingley y se quedó mirando la página fijamente, mientras todos sus sentidos permanecían alerta hasta que ella encontrara el libro que estaba buscando y se sentara o, Dios lo quisiera, decidiera abandonar la sala.
Darcy se obligó a no mirar más allá del libro, pero el suave roce de los zapatos de Elizabeth, el murmullo del vestido y el discreto aroma a lavanda burlaron su decisión y lo mantuvieron pendiente de la dama más de lo que habría deseado.Finalmente, la muchacha eligió un libro. Darcy se propuso no levantar la vista y en lugar de eso pasó la página, con deliberada lentitud. Las letras bailaron ante sus ojos, obligándolo a parpadear varias veces y a acercar el libro. Ella pasó flotando frente a él, rozando sus zapatos con la falda, y se sentó en el asiento que estaba a su derecha, separado sólo por una pequeña mesa sobre la que había una lámpara de bronce. Entonces reinó el silencio en el salón, interrumpido sólo por el sonido de las páginas al pasar y los ocasionales suspiros que provenían del asiento a su derecha.
Darcy trató de relajarse, y cuando creyó haberlo conseguido, volvió a fijar su atención en el libro, pero encontró que no había retenido ni una sola palabra de la página anterior. Molesto consigo mismo, volvió a girar la página para leerla de nuevo. Un delicado bostezo seguido de más ruidos lo hizo detenerse a media página, y pasaron varios minutos antes de que pudiera concentrarse nuevamente en la lectura. Todo su ser estaba pendiente de los gestos de la muchacha y el esfuerzo por parecer indiferente requería toda su voluntad. Podría abandonar la biblioteca, claro, llevarse su libro a cualquiera de los innumerables lugares de la casa, pero una irritable testarudez le impedía retirarse de allí, su habitual refugio del mundo, y ¡entregárselo a ella! Darcy volvió a fijar los ojos en la parte superior de la página y se obligó a prestar estricta atención a cada palabra. ¡Listo! Pasó la página.
Elizabeth se levantó de la silla y volvió a colocar el libro en la estantería, pero, para desgracia de Darcy, en lugar de salir, comenzó a buscar otro volumen. La agonía provocada por la primera búsqueda se repitió con la misma intensidad, y Darcy estaba considerando seriamente retirarse, cuando un golpecito en la puerta los sorprendió a los dos.
—Adelante —dijo Darcy con voz ronca.
—Discúlpeme, señor… señora. Señorita Elizabeth. La señorita Bennet se ha despertado y pregunta por usted —informó Stevenson en voz baja.
—¡Ah! Gracias, Stevenson. Subo enseguida —respondió la muchacha y, volviéndose hacia Darcy, le hizo una reverencia rápida, apresurándose a salir de la estancia.
Bajo el efecto del eco producido por la pesada puerta de roble al cerrarse, Darcy dejó caer el libro sobre las piernas y cerró los ojos, mientras se masajeaba con los dedos las sienes. ¡Esto es intolerable! Al no encontrar alivio para su alterada sensibilidad, se levantó de la silla y comenzó a pasearse de un lado a otro, sobre la delicada alfombra Aubusson que Bingley había puesto allí el día anterior.¡Gracias a Dios se va mañana, antes de que yo me convierta en el más deplorable tonto que ha suspirado por el favor de una dama! ¿Y por qué me porto cada día de manera más estúpida? Ella ha hecho que se produzca una desavenencia entre Bingley y yo, ha provocado que la lengua de la señorita Bingley me persiga como un gato entre gallinas, encuentra que todo lo que digo es erróneo, me ha insultado a la cara y, cuando es totalmente indiferente a mi presencia, destruye por completo mi tranquilidad! El zapato derecho de Darcy golpeó algo al pasar y lo envió rodando por el suelo. Al mirar hacia abajo, Darcy vio el libro de Badajoz deslizándose hacia la estantería.
—¡No! —gritó con impotencia, cuando el libro se estrelló contra la pared.
Darcy se apresuró a recoger su preciado volumen y comenzó a darle vueltas. Aparentemente no había sufrido ningún daño que un poco de aceite no pudiera arreglar. Cuando estaba frotando la cubierta de cuero contra sus pantalones, vio en la estantería un volumen que no estaba completamente alineado con el resto. Se metió su libro bajo el brazo y se estiró para empujar el otro, pero se detuvo al darse cuenta de que era el que había despertado los suspiros de Elizabeth. La mano de Darcy cayó sobre el estante y sus dedos comenzaron a darle golpecitos, mientras miraba el lomo. ¿Qué había estado leyendo Elizabeth? Su animadversión hacia la muchacha fue rápidamente superada por su detestable fascinación por ella. ¿Qué tipo de libros le gusta leer? Darcy se quedó allí sin saber qué hacer, sopesando, por un lado, la invasión a la intimidad de la muchacha y, por otro, la satisfacción de su creciente curiosidad.Con seguridad es una estupidez, se dijo finalmente, y como si la mano estuviera actuando por voluntad propia, tomó el libro, lo sacó y lo abrió en la primera página. El título, El paraíso perdido, resonó ante su rostro asombrado. Sus ojos bajaron por la página. «Obra de John Milton».
Un examen más cuidadoso reveló un marcador de página compuesto por varios hilos de bordar, que estaba indicando el lugar donde había suspendido la lectura. Darcy abrió la página un momento. Luego cerró el libro con cuidado y volvió a colocarlo lentamente en el estante, mientras examinaba los hilos de colores brillantes que yacían ahora en la palma de su mano y la cabeza le daba vueltas, llena de preguntas.¡Milton, entre todos los poetas, y El paraíso perdido, entre todas sus melancólicas obras! ¿Qué es lo que pretende leyendo esos versos tan densos, que tienen casi un siglo y medio de antigüedad? Ciertamente no es un autor de moda. ¡Por Dios, ya nadie lee a Milton! Tan pronto como ese último pensamiento cruzó su mente, Darcy sintió un estremecimiento y recordó con claridad la última vez que había visto la obra de Milton. El paraíso recobrado, encuadernado delicadamente en cuero, ocupaba un puesto de honor entre los libros que había sobre la mesita de noche de su padre, durante los últimos meses de su vida. Darcy frunció el ceño con gesto sombrío, cuando una feroz puñalada de dolor lo sacudió al recordar esos días. Se llevó al pecho la mano en la que tenía el marcador de páginas de Elizabeth e hizo presión, tratando de disipar el dolor.Algunas voces y el sonido de unas botas en el vestíbulo lo avisaron de que Bingley y su grupo estaban de vuelta. Darcy se guardó los hilos en el bolsillo, se apartó rápidamente de la estantería, trató de recuperar la compostura, o algo parecido, y estaba a punto de alcanzar la puerta de la biblioteca, cuando ésta se abrió y apareció el rostro enrojecido de Bingley.
—¡Darcy, por fin! Has logrado evitarnos toda la mañana, y simplemente no estoy dispuesto a dejarte escondido en la biblioteca en un día como hoy. Visitamos el cenador, una estructura magnífica, por cierto, y acabamos de llegar terriblemente sedientos. He pedido que nos sirvan unos refrescos en el invernadero, para que la señorita Bennet pueda disfrutar de un poco de sol, e insisto en que nos acompañes —dijo Bingley. Darcy asintió en señal de aceptación. Bingley hizo una pausa y luego siguió diciendo, con tono de disculpa— Ah, Darcy, amigo mío, sé que es una gran impertinencia por mi parte, pero sería posible que, bueno… ¿podrías abstenerte de pelearte con la hermana de la señorita Bennet hoy? Seguramente ya estarás enterado de que se marchan mañana. No quisiera que ella se sintiera perturbada.
—¡Pelearme con la señorita Elizabeth! Mi querido Charles, ¡yo no me «peleo» ni con ella ni con nadie!
—Polemizar, entonces, Darcy —puntualizó Bingley e hizo una pausa para mirar a su amigo con expresión suplicante—, de verdad lamento muchísimo que tú y la señorita Elizabeth no os entendáis, pero…
—No temas, Bingley. Creo que sé cómo comportarme en sociedad —lo interrumpió Darcy, incapaz de reprimir el impulso de ser sarcástico. Bingley se ruborizó al oír el tono de Darcy, lo cual hizo que éste se reprendiera por la hostilidad de sus palabras, por segunda vez en el mismo día; algo sin precedentes.
—Charles, te ruego que no tengas en cuenta mi grosería y mis deplorables modales. No me he sentido bien últimamente. Es una sensación muy desagradable, te lo aseguro, y he sido tan descortés que he permitido que los demás padezcan los efectos de esa sensación. Te presento mis más sentidas excusas por la incomodidad que esto te ha causado.
—¿La incomodidad… que me ha causado a mí? —farfulló Bingley. Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada ante la expresión de desconcierto de su amigo—. Darcy, cuando pienso en las situaciones de las cuales me has rescatado, ¡debido totalmente a mi propia estupidez! Bueno, siento que nunca voy a poder compensarte. Pagarme con la misma moneda no es lo que había esperado, pero la cuota es mínima comparada con el excelente balance. —Hizo una pausa, inclinándose ante Darcy—. Está olvidado, señor, con sumo gusto. Ahora, ven conmigo y vuelve a reunirte con la raza humana. Después de todo, no somos tan malos.
Al ver tanta bondad, Darcy esbozó una sonrisa y dio gracias a Dios por haberle dado un amigo como ése. Colocó el libro sobre el escritorio y siguió a Bingley.Aunque le había garantizado a su amigo que sería capaz de comportarse como un caballero, Darcy no pudo ver con neutralidad la reunión en el invernadero. Era muy poco probable que surgiera en la conversación un tema lo suficientemente interesante o divertido como para distraerlo de su atención hacia Elizabeth.
A Hurst lo desechó enseguida. Bingley estaría pendiente de la señorita Jane Bennet. La señorita Bingley, instigada por su hermana, se dedicaría, a su vez, a adularlo a él, o trataría de molestar a la dama que consideraba como su rival. La única esperanza de una conversación animada estaba centrada en la persona a la que prestarle atención entrañaba un gran peligro. Si quería tener éxito en extinguir cualquier idea de que Elizabeth Bennet tenía la mínima influencia sobre su felicidad, su comportamiento hacia ella ahora sería definitivo.
Las damas y Hurst iban delante, enfrascados en esporádicos comentarios de admiración ante las plantas que todavía conservaban sus flores. Tal como Darcy había previsto, Bingley se apartó de él y se dirigió hasta donde estaban las hermanas Bennet, lanzando exclamaciones sobre el buen aspecto que presentaba Jane. Una delicada sonrisa apareció en los labios de la muchacha al oír el saludo y asintió con serenidad cuando aceptó el brazo que Bingley le ofreció. La señorita Elizabeth le cedió alegremente a Bingley el brazo de su hermana y se quedó un poco rezagada, con una elegancia que a Darcy le habría gustado admirar, pero que negó con determinación. En lugar de eso, le dio la espalda al grupo y examinó el lugar.
El invernadero de Netherfield era pequeño y reclamaba los servicios de un jardinero experto, pero la sensación de exuberancia que producía su apariencia descuidada le proporcionaba cierto encanto. Era evidente que el anterior ocupante había cultivado la pasión por las plantas exóticas, porque en lugar del sobrio diseño de la mayoría de los jardines bajo cubierta, éste vibraba con la energía del frondoso emparrado que se entrelazaba con el abundante follaje. El aroma a tierra húmeda hizo que Darcy recordara sus extensos jardines y el invernadero de Pemberley.La aparición de varios criados cargados con bandejas de té y platos de dulces y pasteles hizo que el grupo se acercara a la mesa de hierro forjado que había en el centro. Al ser el último en aceptar su taza, Bingley se detuvo al lado de Darcy y le señaló con un rápido gesto de la barbilla los asientos vacíos junto a Elizabeth y su hermana. Darcy declinó la invitación en silencio, aunque no pudo evitar negar la sensación agridulce que le produjo aquella oportunidad perdida. Se acomodó en un sitio algo alejado de los demás, desde el cual podía pasar el rato con seguridad.De acuerdo con lo previsto, la conversación giró todo el tiempo alrededor del baile que Bingley había prometido. Como los demás eran bastante conscientes de su aversión ante semejante idea, nadie pidió su opinión, ni siquiera la señorita Bingley, y así él pudo disfrutar de su silenciosa contemplación. Aliviado al ver que no tendría que participar en una conversación llena de trampas que conspirarían contra su plan, Darcy aspiró los aromas ácidos de la tierra y la vegetación. Éstos despertaron de repente en él una aguda nostalgia. ¡Pemberley! Durante unos instantes, olvidó todo lo que lo rodeaba, mientras su mente deambulaba con melancolía por su amada casa.
El invernadero había sido su lugar favorito cuando era pequeño y también durante su adolescencia. Allí había reinado su madre hasta el último día, como un tirano benevolente que se ocupaba personalmente de las rosas y obligaba a florecer las plantas exóticas que su marido importaba especialmente para ella. Entre la familia y los empleados de la casa nunca se habló del «invernadero», pues desde los primeros años de su matrimonio su padre bautizó los esfuerzos de su esposa en ese lugar como «un Edén». Y así, ese nombre quedó para siempre. Cuando su padre estaba próximo a la muerte, insistía en que lo llevaran al Edén todos dos días durante unas cuantas horas, para disfrutar de la compañía y la paz que le brindaban las flores de su difunta esposa. Darcy solía reunirse con él allí a menudo, después de un pesado día de enfrentarse con las responsabilidades que la frágil salud de su padre había puesto sobre sus hombros. Algunas veces hablaban del pasado, otras de los días difíciles que vendrían, pero la mayor parte del tiempo se sentaban en medio de un silencio compartido, más profundo que las palabras. Durante los tres años que siguieron a la muerte de su padre, en los cuales toda su energía y pensamientos estuvieron centrados en Pemberley y en completar los proyectos de su progenitor, el Edén representó para Darcy un doloroso recuerdo y rara vez puso un pie en él, hasta que un día Georgiana expresó su deseo de tener un «pequeño jardín». Juntos eligieron un espacio en el Edén para que ella lo usara y así volvió a convertirse en un visitante regular, pero, en este caso, para elogiar los esfuerzos de su hermana.
Darcy estiró la mano y tomó entre sus dedos una flor desconocida. Tras observarla, volvió a meterla con suavidad entre el follaje, de forma que pudiera ser admirada en todo su esplendor. El sonido de unos delicados pasos detrás de él le hizo bajar la mano con rapidez y dar media vuelta, ocultando el objeto de su observación. Elizabeth se acercó lentamente, con una expresión confusa, pero, en lugar de detenerse, pasó ante él para examinar la manera en que Darcy había colocado la flor.
—Una flor preciosa, señor Darcy, y dispuesta ahora en una posición que la favorece. Pero ¿no cree que la admiración que atraerá será perjudicial para su carácter?
Por fortuna, la cena fue tranquila aquella noche; el único acontecimiento destacable ocurrió cuando la señorita Elizabeth anunció que su hermana se levantaría por primera vez de su lecho de enferma esa noche y se reuniría con ellos en el salón más tarde. La señorita Bingley se emocionó con la noticia y, llamando al mayordomo, le ordenó que arrastrara el sofá de manera que quedara más cerca del fuego, «para que nuestra querida Jane no reciba ni la más mínima corriente de aire».
—Me pregunto cómo vamos a entretenerla —dijo y se giró hacia Darcy—. ¿Tal vez una partida de whist o de loo?Darcy dejó el tenedor sobre la mesa y estiró la mano para agarrar su copa.
—Tal vez, pero esa pregunta podría contestarla mejor la señorita Elizabeth, que conoce los gustos de su hermana y sabe si ya se encuentra lo suficientemente fuerte para ello. Personalmente, yo no quiero jugar esta noche. Bingley —dijo, dirigiéndose ahora a su amigo—, por fin han llegado los relatos de las campañas del verano —añadió, señalando una mesita que había junto a la puerta.
—¿De verdad? ¿Puedo? —Ante el gesto de asentimiento de Darcy, Bingley trajo los libros y volvió a sentarse en su sitio.
Como conocía bien el aprecio que su amigo sentía por los libros, se limpió las manos con la servilleta y abrió con delicadeza el primer volumen, pasando con suavidad las páginas.
—. ¡Magnífico! —suspiró al llegar a un grabado que mostraba a las heroicas fuerzas británica y española desplegadas al pie de la ciudad—. ¡Sólo los grabados justifican el precio del libro! No me sorprende que los naipes no atraigan tu atención esta noche. ¿Puedo pedírtelos prestados cuando termines?
La sonrisa de asentimiento de Darcy se convirtió en inquietud, cuando la señorita Bingley agarró el segundo volumen antes de que su hermano pudiera ponerle la mano encima.
—Señor Darcy, ¿me permitiría leer éste mientras usted está disfrutando el otro? No soportaría tener que esperar hasta que Charles acabe; él lee tan poco que tardará un año en terminar. Y —añadió con afectación— creo que es un deber sagrado conocer la verdadera gallardía de nuestros valientes soldados.
Darcy no tuvo otra alternativa que dejar que ella se quedara con el anhelado tomo y entonces dijo en tono tajante:
—Desde luego, señorita Bingley. Un noble sentimiento de su parte. —Le dio un sorbo lento a su vino y frunció el ceño al ver cómo ella ponía el libro sobre las migas y manchas del mantel; enseguida pensó que tenía que pedir otro ejemplar a Londres. Porque ése, sin duda, le sería devuelto como si hubiese estado presente en la batalla misma que relataba.
Luego las damas se excusaron y dejaron a los caballeros con su oporto. Bingley le entregó a Darcy el libro que había estado examinando, mientras un criado ponía sobre la mesa, delante de los tres hombres, la bandeja con los vasos y el licor.—¿Hurst? —Bingley le entregó a su cuñado una copa bien llena y luego sirvió dos más pequeñas para él y Darcy.
La conversación fue, en líneas generales, bastante trivial y Darcy anheló que llegara el momento en que pudieran dirigirse al salón principal, donde podría hojear su libro sin parecer grosero. También Bingley parecía ansioso por terminar con el ritual masculino lo más pronto posible, y a cada minuto miraba hacia la puerta, como si pudiera ver a través de ella. Por un acuerdo tácito, los dos se levantaron y se dirigieron al salón, mientras Hurst los seguía un poco rezagado.Las damas de la casa estaban reunidas alrededor de la señorita Bennet, demostrando su preocupación y buen ánimo. La señorita Elizabeth estaba sentada un poco aparte, concentrada, aparentemente, en su bordado, pero observando la escena de la chimenea con tierna devoción. Bingley se adelantó, desde luego, para felicitar a la señorita Bennet por su recuperación. Darcy hizo lo propio, con una sinceridad que fue aceptada con elegancia por la señorita Jane, pero que pareció despertar una mirada de sorpresa en su hermana. Intrigado por esa reacción, casi olvida el libro que tenía en la mano mientras observaba cómo el rostro de Elizabeth se relajaba y volvía a adquirir esas líneas suaves de hermana amorosa que había visto al comienzo.
Luego, Darcy le dio la espalda, encontró una silla cercana a una lámpara y abrió por fin su anhelado relato de la victoria del verano.
—¿La silla es suficientemente cómoda, señor Darcy? —preguntó la señorita Bingley.
—Sí señorita. Gracias.
—Y la lámpara… ¿da suficiente luz?
—Suficiente, señorita Bingley. Gracias.
—¿No echa humo? Se le podría levantar dolor de cabeza si echa humo.
—No, no hay humo. —Darcy contestó con absoluta cortesía, conteniendo el impulso de hacer rechinar los dientes por la irritación que le causaban las persistentes interrupciones de la señorita Bingley.
No obstante, un delicado resoplido de risa contenida procedente del diván donde se encontraba la señorita Elizabeth le indicó que sus verdaderos sentimientos sí eran evidentes, al menos para algunos. Al parecer, la señorita Bingley no se dio por enterada y tras unos momentos de maravilloso silencio, durante los cuales hojeó el libro que tantas ganas tenía de leer, lo dejó a un lado, mientras comentaba lo mucho que le gustaba la lectura y pasar una noche concentrada en un libro.Darcy decidió no responder a su estratagema. En lugar de eso, agarró su libro con más fuerza, tratando de hundirse más en su sillón, en un vano intento por escapar a futuras interrupciones. Miró con precaución por encima de la cubierta de Badajoz y vio que, milagrosamente, la señorita Bingley dirigía su atención hacia su hermano. Con alivio, volvió a sumergirse en las posiciones de vanguardia, en las afueras de la ciudad española.
Había tanto silencio que podía oír el majestuoso tic-tac del reloj que había en la pared de enfrente.
—Señorita Eliza Bennet. —Las sílabas salieron rodando de la lengua de la señorita Bingley de manera penetrante, con esa forma que emplean los miembros de la clase alta para ser oídos en medio de una habitación llena de gente—. Déjeme que la convenza para que siga mi ejemplo y dé una vuelta por el salón. Le aseguro que viene muy bien después de estar sentada durante tanto tiempo en la misma postura.
Darcy asomó la cabeza por encima del libro, ante la sorpresa al oír esa invitación, y cuando vio que la señorita Bingley lanzaba a Elizabeth una mirada de súplica, su curiosidad fue más grande que su cautela. Inconscientemente, cerró el libro.
—Señor Darcy, ¿no le gustaría unirse a nosotras, señor? —La señorita Bingley lo invitó, al tiempo que agarraba el brazo de Elizabeth. Darcy se preguntó cuál sería la reacción de Elizabeth ante aquella repentina y efusiva atención por parte de Caroline. También se preguntó qué debería hacer él. Mejor permanecer como observador, decidió, dejando el libro a un lado y estirando las piernas, cruzándolas a la altura de los tobillos. En ese momento, se le ocurrió una idea decididamente traviesa. Si no me van a dejar en paz con mi libro…
—Gracias, señorita Bingley, pero preferiría permanecer donde estoy. Sólo puedo pensar en dos motivos para que ustedes se paseen por el salón juntas, y en cualquiera de los dos casos mi presencia ciertamente sería un obstáculo.
Elizabeth enarcó las cejas al oír aquella declaración y Darcy esbozó una sonrisa de placer mientras ella luchaba por no dejar traslucir el asombro que sentía ante aquellas palabras. La señorita Bingley no tuvo semejantes reparos.
—¡Señor Darcy! ¿A qué se refiere usted? ¡Me muero por saber qué ha querido decir con eso! —Le dio un suave tirón al brazo de su compañera—. Señorita Eliza, ¿acaso usted comprende lo que ha querido insinuar el señor Darcy?
—En absoluto —respondió Elizabeth con desinterés, tras dominar su curiosidad de una forma admirable— Pero, sea lo que sea, seguro que quiere dejarnos mal. —Miró a Darcy con ojos burlones—. Y la mejor manera de decepcionarlo será no preguntarle nada. —Darcy le devolvió el desplante con una mirada pícara.
—¡Oh, eso no servirá, señorita Eliza! —dijo la señorita Bingley con una risita— Una dama de verdad nunca decepciona a un caballero. Y un caballero —dijo, dirigiéndose a Darcy— nunca decepciona a una dama, en especial de una manera tan intrigante. Vamos, cuéntenos a qué se refiere.
—No tengo el más mínimo inconveniente en explicarlo —replicó Darcy—. Ustedes eligen este modo de pasar el tiempo porque tienen que hacerse alguna confidencia o hablar de sus asuntos secretos —continuó diciendo y luego hizo una pausa y estiró los dedos antes de fijar la mirada en Elizabeth—, o porque saben que paseando muestran mejor su figura. —La reacción de Elizabeth ante su atrevida afirmación fue tal como él había deseado. La muchacha abrió los ojos y se puso colorada—. Si es lo primero —añadió con indiferencia—, al ir con ustedes no haría más que importunarlas; y si es lo segundo —dijo a modo de conclusión, volviendo a hacer una pausa para permitirle a la muchacha recordar la segunda razón—, podré admirarlas mucho mejor si me quedo sentado junto al fuego.
Sintiéndose un poco perverso, Darcy pensó por un momento que tal vez había traspasado los límites de lo que se consideraba correcto en una sociedad provinciana. Pero tal como se había imaginado desde el comienzo, la dama reaccionó enseguida y le dedicó un clásico puchero de institutriz, que contrastó maravillosamente con el fuego que mostraban sus ojos. En todo caso, Darcy quedó bastante complacido con esta incursión en el desconocido terreno del flirteo amoroso.
—¡Qué horror! Nunca había oído nada tan abominable —protestó la señorita Bingley, animándose debido al raro despliegue que acababa de hacer el señor Darcy—. ¿Cómo podríamos darle su merecido?
—Búrlese —respondió Elizabeth con decisión y levantando la barbilla—. Ríase de él. Siendo tan íntimos, usted sabrá muy bien cómo hacerlo.
¿Reírse de mí? Las palabras de la muchacha le produjeron un sentimiento de rencor que recorrió su columna vertebral y evaporó el buen humor que le había producido la conversación anterior. La expresión relajada y feliz abandonó su rostro, reemplazada por una tensa seriedad.
—¡Burlarse de una persona flemática, con tanta sangre fría! —exclamó la señorita Bingley—. No, no; me parece que él podría desafiarnos y nosotras llevaríamos las de perder.
La incredulidad que se reflejó en el rostro de Elizabeth mostraba claramente que no estaba satisfecha. Aunque Darcy no había dejado de mirarla, se movió nerviosamente en la silla, mientras se preguntaba qué forma tomaría la ofensiva de la muchacha.
—¡Que no podemos reírnos del señor Darcy! Es un privilegio muy extraño —dijo, fulminándolo con la mirada—. Y espero que siga siendo extraño, porque no me gustaría tener muchos conocidos así. —Se dirigió a la señorita Bingley—. A mí me encanta reír.
Cuando vio los claros intentos de la muchacha por reducirlo nuevamente a un objeto de burla, Darcy se arrepintió de su reciente broma. Trató de recurrir, entonces, a las fórmulas que le habían sido útiles en el pasado. El filósofo frío y experto reemplazó al galán de salón y rápidamente desplegó sus defensas para el ataque.
—La señorita Bingley me ha dado más importancia de la que merezco. El más sabio y el mejor de los hombres o la más sabia y mejor de las acciones pueden resultar ridículos a los ojos de una persona que no piensa en esta vida más que en reírse.—Estoy de acuerdo —ratificó Elizabeth con frialdad—, hay gente así, pero creo que yo no me cuento entre ellos. Espero que nunca llegue a ridiculizar lo que es bueno o sabio. Las insensateces, las tonterías, los caprichos y los absurdos son las cosas que verdaderamente me divierten, lo confieso, y me río de ellas siempre que puedo. Pero supongo que usted carece de esas cosas.
Darcy se dio cuenta de que estaba arrinconado. ¿Quién podía afirmar que siempre se conducía de la manera más sabia y circunspecta? Arrinconado… ¡pero todavía no vencido!
—Quizá no sea posible para nadie. —Darcy le concedió un punto a la muchacha, pero luego contraatacó con firmeza
— Pero yo me he pasado la vida esforzándome para evitar esas debilidades que exponen al ridículo a cualquier persona inteligente.
—Como la vanidad y el orgullo —sugirió Elizabeth en tono de burla.
¡Así que regresamos al baile de Meryton! Darcy decidió aprovechar los verdaderos motivos de la muchacha, demasiado tentado ante la perspectiva de obtener una victoria como para hacerle caso a la vocecita que le advertía que a veces se podía ganar una batalla pero perder la guerra.
—Sí, la vanidad es ciertamente un defecto. Pero el orgullo, en el caso de personas de inteligencia superior, creo que es válido.
Elizabeth se dio media vuelta al oír las palabras de Darcy, sin que él supiera si se debía a que se sentía derrotada o a que estaba furiosa.
¡Maldición! ¡Has sido demasiado duro! Darcy se mordió el labio y trató de descubrir lo que ella estaba pensando a través de la actitud de sus hombros, pero sin éxito.—Supongo que habrá acabado de examinar al señor Darcy —dijo la señorita Bingley—. Le ruego que me diga qué ha sacado en conclusión. —Le lanzó a Darcy una sonrisa de conmiseración.
—Estoy plenamente convencida de que el señor Darcy no tiene defectos —concluyó Elizabeth con sarcasmo—. Él mismo lo admite abiertamente.
¡Al suelo, pero no derrotado! Darcy sacudió la cabeza, sin saber si debía reírse u ofenderse por este nuevo ataque.
—No, no he pretendido decir eso —respondió con voz serena. Habiendo decidido intentar otra táctica, siguió hablando con sinceridad— Tengo muchos defectos, pero no tienen que ver con la inteligencia. No me atrevería a poner la mano en el fuego por mi temperamento. Creo que soy demasiado intransigente, ciertamente demasiado para lo que a la gente le conviene. Quizá se me pueda acusar de rencoroso. Cuando pierdo la buena opinión que tengo sobre alguien, es para siempre.
—¡Ése es realmente un defecto! —replicó Elizabeth—. El rencor implacable es verdaderamente una sombra en el carácter de una persona. Pero ha elegido usted muy bien su defecto. Pues no puedo reírme de él. —Levantó las manos ante él con un gesto que indicaba rendición—. Por mi parte, está usted a salvo.
Darcy se quedó mirándola, con los labios apretados y sin saber cuál sería la mejor respuesta a aquella terrible acusación. Concluyó que sólo podía continuar haciendo énfasis en su punto de vista.
—Creo que en todo individuo hay cierta tendencia a un determinado defecto, una debilidad natural, que ni siquiera la mejor educación puede domar.
—Y su defecto es la propensión a odiar a todo el mundo —refutó Elizabeth con aire de satisfacción.
La acusación era tan absurda que Darcy no pudo evitar sonreír, al pensar en la frustración que debía haberla generado. Sin embargo, juró que aunque no saliera triunfante del campo de batalla, al menos se iría con dignidad. ¡Que la muchacha tomara un poco de su misma medicina! Darcy se levantó de la silla y, sonriendo al ver la actitud desafiante de la señorita Elizabeth, respondió con calma:
—Y el suyo, señora, es la vocación a malinterpretar a todo el mundo —dijo, le hizo una respetuosa inclinación, tomó su libro y dio las buenas noches a todos los presentes.
Después de entrar en su alcoba, se quitó la chaqueta y la tiró sobre uno de los sillones. Pronto siguieron el chaleco y la corbata, que formaron una pequeña montaña. El discreto golpe de Fletcher en la puerta le hizo dar media vuelta, pero Darcy declinó la ayuda del criado y lo dejó libre durante el resto de la noche, aunque le ordenó que tuviera su ropa de montar lista a las siete de la mañana al día siguiente. Se pasó una mano por el pelo de manera distraída, se sentó en la cama y se dedicó a quitarse las botas. Después se recostó y estiró el cuerpo, relajando los músculos desde la punta de los dedos hasta los pies, hasta que la tensión de la noche se desvaneció por completo. Luego se levantó y fue hasta la ventana para mirar hacia la noche.
Desafío a cualquiera a encontrar una chiquilla más impertinente y testaruda. ¡Qué insolencia y qué atrevimiento! Siempre dispuesta a batirse por cualquier pretexto. Se detuvo un momento, mientras su conciencia le exigía examinar ese arranque cargado de prejuicios. Darcy soltó un suspiro. Listo para enfrentarse a sí mismo, sin duda. Él era el único que parecía provocar esa impulsiva descarga de comentarios sarcásticos. Tal vez incluso los alentaba, en cierta forma, porque estaba claro que la muchacha era muy gentil y auténtica con aquellos a quienes amaba.
Su rostro… cuando mira a esas personas… un afecto tan cariñoso…¿Por qué, entonces, sigues prestándole atención?, preguntó su voz interna. Darcy se retiró de la ventana y volvió a acostarse en la cama. De repente, antes de que la razón pudiera mitigar su poder, la respuesta pareció resonar, inequívoca, en su interior.
Porque ella es mente y corazón, y lo que tú siempre has deseado. Durante un buen rato, quedó atrapado entre la excitación y el terror producidos por su confesión, pero él había sido preparado desde la cuna para la posición que ocupaba en la vida y el deber que tenía con su familia. Cuando se giró hacia un lado y apretó la almohada contra la mejilla, ya había decidido que, por el bien de ambos, nunca volvería a permitir que se escapara por su parte ninguna señal de admiración. Su corazón por fin dejó de palpitar de manera acelerada, pero a pesar de lo mucho que intentó conciliar el sueño, éste se negó a hacer su aparición hasta las primeras horas de la madrugada.
A pesar de haber dormido poco, Darcy se despertó a las seis en punto, como era su costumbre. No hizo ningún intento de levantarse al oír el reloj, sino que se quedó enredado en las ensoñaciones de una noche de insomnio y observó cómo penetraban los primeros rayos de sol a través de las ramas desnudas de los árboles. Su primer deseo fue volver a abandonarse al sueño, pero sintió que, al intentarlo, una extraña tensión se apoderaba de su corazón. Las decisiones de la noche anterior salieron entonces a la luz, disipando la sensación de dulzura que todavía lo invadía, y lo convencieron de no retrasarse más en levantarse.
Resultaría conveniente distraerse galopando, antes de que se evaporaran las brumas de la mañana. Sería mejor evitarla hoy totalmente, se dijo a sí mismo, retirando las mantas y levantándose para quitarse el camisón y llamar a Fletcher.
Una jarra de cobre llena de agua hirviendo, que llevaba uno de los ayudantes de la cocina, precedió la llegada de su ayuda de cámara. Darcy se sentó y cerró los ojos, mientras Fletcher organizaba sus instrumentos y comenzaba a afilar la cuchilla de la navaja de afeitar con gestos precisos. El rítmico ir y venir de la navaja casi consiguió adormilar de nuevo a Darcy, pero se despertó de repente cuando la cuchilla caliente avanzó sobre su barbilla. Fue tal el sobresalto que Fletcher le hizo un pequeño corte.—¡Señor Darcy, por favor! Le ruego que tenga la bondad de no moverse. Tendré que ponerle un esparadrapo y los dos sabemos lo mucho que a usted le desagrada eso. —Darcy soltó un gruñido e hizo una mueca cuando le puso el adhesivo.
— Ya está, señor. No se le notará cuando deba presentarse ante las señoras.
—El único que me verá esta mañana será Nelson, y dudo que le moleste en absoluto —contestó Darcy, haciendo que Fletcher soltara una risita.
Un golpecito en la puerta interrumpió la tarea del ayuda de cámara. Fletcher fue a abrir y dejó entrar a otro ayudante de la cocina, que traía una bandeja.
—Me tomé la libertad de ordenar su desayuno, señor Darcy. Sólo algo ligero antes de su cabalgada, señor. —Darcy asintió con la cabeza en señal de aprobación y colocaron la bandeja sobre una mesa a la cual acercaron una silla. Fletcher despidió al muchacho con toda la autoridad que le daba su posición y terminó rápidamente de afeitar a su patrón, tras lo cual le dejó algunas toallas tibias para que completara su aseo matutino.
Darcy terminó rápidamente y luego se presentó en el vestidor, donde Fletcher lo ayudó a prepararse para su paseo a caballo. Se puso la ropa de manera mecánica, con la cabeza curiosamente adormilada. Murmurando unas palabras de agradecimiento, regresó a su alcoba y levantó la tapa de la bandeja del desayuno. El fuerte aroma del café y de un trozo de carne perfectamente bien aderezada lo sacó con suavidad de su adormecimiento y después de unos cuantos bocados comenzó a sentirse mucho mejor.
El reloj de la habitación dio las siete; Darcy se levantó, agarró sus guantes, el sombrero y la fusta, y salió en silencio a encontrarse con la mañana.
Parado al pie de las escaleras que descendían hasta el sendero de los carruajes, Nelson sacudía la cabeza, avanzando un poco y retrocediendo luego, e intimidando en general a todos los mozos de cuadra de Netherfield. Enderezó las orejas al oír que la puerta se abría y giró su enorme cabeza hacia el lugar de donde procedía el ruido. Después de ver a su amo, estampó el casco con fuerza en el suelo, peligrosamente cerca del pie del mozo, y lanzó un grosero resoplido, que dejó escapar columnas de vapor que se mezclaron con el frío aire de la mañana.
—Buenos días, señor —dijo el mozo jadeando y sin tratar de ocultar la sensación de alivio que cruzó por su cara—. Está un poco agitado esta mañana, señor.
—¡Eso parece! ¿Te ha estado causando problemas otra vez? —Darcy miró a Nelson con el ceño fruncido, pero el animal sólo se agitó al oír la reprimenda, movió la cabeza y soltó otra bocanada de vapor—. Pareces un verdadero dragón esta mañana, viejo amigo. —Darcy tomó las riendas y, declinando el ofrecimiento de ayuda por parte del caballerizo, saltó sobre la silla. Nelson aprovechó el momento de calma que reinó mientras Darcy revisaba los estribos, para ejecutar una danza de saltos y sacudidas que le recordaron a su jinete que, en el mundo de los caballos, él estaba tan bien relacionado como Darcy—. ¡Ah, de modo que así es! Estás tan lleno de tu propio orgullo que desprecias practicar los modales de un caballero. —Darcy tomó las riendas y tiró de ellas hasta que tocaron la boca de Nelson y luego le hizo un gesto de asentimiento al mozo para que le soltara la cabeza.El entusiasmo del caballo cuando Darcy le permitió comenzar un trotecito suave fue palpable, lo cual confirmó su sospecha de que la salida de esa mañana sería un duelo de temperamentos. Extrañamente, no era una perspectiva que le desagradara. Los rigores de un ejercicio como ése seguramente aliviarían, o tal vez disiparían por completo, la opresión que todavía sentía en el corazón.
—¡Es evidente que los dos necesitamos exorcizar unos cuantos demonios! —susurró Darcy. Las orejas de Nelson se movieron hacia atrás al oír la voz de su amo y el resoplido que siguió le aseguró al jinete que el caballo estaba totalmente de acuerdo.
A medida que se aproximaban a una cerca que circundaba el inmenso campo que había al este de la mansión, Darcy ordenó a su caballo pasar a medio galope y apretó la mandíbula al sentir que Nelson tomaba impulso para saltarla. En cuestión de segundos, la cerca apareció frente a ellos, brillando en medio de la bruma matutina. Caballo y jinete se lanzaron con determinación; el mundo entero se redujo al golpeteo de esos cascos, los crujidos del cuero y la cerca que tenían enfrente, que desapareció de repente cuando Nelson levantó las patas delanteras. Arqueó el lomo y, en medio de un silencio intemporal, llevó a su jinete por encima de la cerca. Aterrizó con un golpe que le arrancó un rugido a sus enormes pulmones, pero su grupa ya estaba lista para el largo galope campo a través. Darcy agachó la cabeza de manera impulsiva, hombre y bestia protegiéndose del viento, y volaron como si los persiguieran los mismos perros del infierno.
Caballo y jinete regresaron varias horas después, completamente exhaustos, pero en total armonía el uno con el otro. Darcy deslizó su cuerpo agotado por el lomo de Nelson y le quitó las riendas por encima de la cabeza, mientras los mozos de la caballeriza se apresuraban a llevar de nuevo al establo a su tenebroso protegido. Relajado por el ejercicio, Nelson permitió que se aproximaran, eximiéndolos de la acostumbrada demostración de carácter que solía hacer frente a los subalternos y limitándose a darle a su amo un empujón y un relincho que reclamaba su atención. Darcy buscó en su bolsillo con una sonrisa cansada, y sacó unos terrones de azúcar, que agitó frente a la atenta mirada de Nelson. Demasiado agotado para soportar esa broma durante mucho tiempo, el caballo avanzó directamente hacia el pecho de Darcy, exigiendo su premio. Después de soltar un gruñido por la fuerza del golpe, Darcy abrió la mano y Nelson agarró los terrones con la boca. El caballero se frotó el pecho mientras el animal masticaba el azúcar y luego, con una última palmadita, les entregó las riendas a los mozos que lo esperaban. Pero antes de que llegara a moverse, Nelson resopló con suavidad sobre el pecho y la cara de su amo, a modo de disculpa, y sopló delicadamente en su oído.
—¡Aceptadas! ¡Bestia sin principios! Ahora vete. Y recuerda: sé amable con los chicos.
Con fingida mansedumbre, Nelson siguió a sus jóvenes cuidadores hasta el patio del establo, y Darcy dio media vuelta hacia la casa. Ya iba demasiado retrasado para el desayuno y además muy sucio, según notó con desconsolada satisfacción. Sería imposible presentarse a la mesa antes de una hora por lo menos, lo cual sobrepasaría totalmente el tiempo razonable para que lo esperaran. Al ver a Stevenson en el vestíbulo, le pidió que les presentara sus excusas a los anfitriones y luego se dirigió a tomar un reparador baño de agua caliente, que Fletcher pronto le tendría preparado.Debía de estar a medio camino en la escalera, cuando oyó que se abría una puerta en el piso inferior.
—… muy amable, señor Bingley, pero así debe ser. Para entonces, Jane ya estará completamente restablecida y la verdad es que ya hemos abusado demasiado de su hospitalidad. —La clara voz de Elizabeth llegó hasta él.
—¡Abusar, señorita Elizabeth! Yo espero que usted no piense eso, porque nosotros no lo creemos así. No permitiría, por nada del mundo, que la salud de la señorita Bennet se viese resentida, y menos aún por la noción errónea de haber abusado del placer que nos proporciona tenerlas aquí. Después de todo, somos vecinos y debemos… mmm… preocuparnos por los otros como nos preocupamos por nosotros mismos.
Darcy oyó la deliciosa risa de Elizabeth al responder:
—No ha citado usted bien las Escrituras, señor Bingley, pero no tengo ningún reparo ante su aplicación del sermón del domingo pasado. Una atención tan diligente hace que sienta una gran curiosidad por saber cuál será el resultado del de mañana.
Darcy se puso los dedos sobre la boca para contener la risa que habría delatado su presencia. Cuando pasó el peligro, bajó la mano pero comenzó a frotarse el pecho de manera inconsciente, pues la sensación de opresión volvió a asaltarlo.
—Entonces, ¿están decididas a marcharse mañana? —Darcy reconoció un tono lisonjero en la voz de Bingley, señal de que su poder de persuasión había llegado a su límite.
—Oh, ¡debería darle vergüenza, señor Bingley! Usted quiere hacerme sentir como una absoluta ingrata, pero debe saber que soy inmune a esas maquinaciones. Olvida usted que tengo tres hermanas menores que emplean con frecuencia un tono similar. Soy bastante versada, señor, en cómo resistir las lisonjas.
La risa sincera de Bingley resonó en el vestíbulo.
—Ya me conoce usted demasiado bien, señorita Elizabeth.
—Demasiado bien como para creer que usted aún no se da cuenta de lo inmensamente agradecidos que estamos con usted sus vecinos Bennet —contestó la muchacha con voz suave—. De verdad, ha sido muy amable con mi adorada Jane y conmigo. —Hizo una breve pausa y añadió— Ahora debo subir junto a Jane, y si sigue sintiéndose mejor, las dos bajaremos más tarde esta mañana, señor Bingley.
Con el mayor sigilo posible, Darcy subió el resto de los escalones y dobló con pasos rápidos la esquina del corredor que conducía a sus habitaciones. Cuando cruzó la puerta, la cerró con cuidado, sin hacer ningún ruido, y soltó la respiración que había estado conteniendo. Entonces se va mañana. Recorrió con sus ojos la habitación como si estuviese buscando algo, sin saber todavía qué. Luego soltó un gruñido, tocó la campana para llamar a Fletcher, se sentó pesadamente en un sillón y comenzó a desabrochar los botones de la chaqueta. Una bendición, realmente. ¡Ya lleva demasiado tiempo aquí! Una vez que hubo acabado con los botones, se concentró en la corbata, tirando con fuerza de sus extremos hasta desanudarla. Y a ti te gusta más de lo que debería… Hizo una pausa en su lucha con la tela y dejó caer las manos. ¡Te gusta! ¡Pobre imbécil, ni siquiera puedes ser sincero contigo mismo! Se levantó y comenzó a pasearse de un lado a otro, abrió la puerta del vestidor y, al no encontrar a nadie allí, se dirigió nuevamente a la campana y volvió a tocar. Acababa de desplomarse otra vez sobre el sillón, cuando Fletcher abrió la puerta del vestidor.
—Señor Darcy, su…
—¡Ya era hora de que apareciera! ¿Ya está listo mi baño, o tendré que subir el agua yo mismo? —le gritó a su ayuda de cámara.
La expresión de la cara de Fletcher conmovió a Darcy hasta la médula, y por espacio de unos cuantos segundos, amo y criado se miraron en silencio.
— Fletcher, ¿sería usted tan amable de perdonarme esta lamentable grosería y esas palabras tan injustas? Usted me ha servido bien y con lealtad durante siete años y no merece tener que soportar mis explosiones de mal humor. —El ayuda de cámara relajó los hombros ligeramente, inclinándose en señal de aceptación
—. Buen chico —respondió Darcy agradecido y se levantó del sillón.
Pasó junto a Fletcher camino del vestidor, mientras echaban en la bañera los primeros baldes de agua caliente. Fletcher levantó los brazos y, con mucho cuidado, retiró la chaqueta de los hombros de su amo y la deslizó por los brazos. La indomable corbata también fue sacada. Darcy se sentó mientras uno de los ayudantes de la cocina le quitaba las botas y su ayuda de cámara organizaba sus artículos de tocador.
—Así está bien, Fletcher. Deme, digamos, veinte minutos.
—Muy bien, señor. ¿Hay algo más que pueda traerle, señor? —Darcy negó con la cabeza—. Me he enterado de cierta noticia, señor.
—¿De verdad? ¿Y qué «cierta noticia» es ésa, Fletcher?
—Las señoritas Bennet regresarán a su casa mañana, después de los servicios religiosos. —Fletcher abrió la puerta de servicio del vestidor—. Pero tal vez usted ya lo sabía. —Darcy levantó la vista hacia su ayuda de cámara, pero Fletcher ya estaba a salvo al otro lado de la puerta.
Las murallas de Badajoz seguían en pie después de un día de incesantes bombardeos de la artillería y los comandantes de la operación acababan de recibir la orden de retirarse, cuando Darcy oyó que la puerta de la biblioteca se abría. Al bajar, había encontrado que todos los salones estaban desiertos, sin que hubiese rastro de los Bingley ni de sus invitados.—Están tomando el aire en el cenador, señor —fue la respuesta del mayordomo a su pregunta sobre el paradero de los anfitriones. Así que con la casa maravillosamente en silencio, llevó su libro a la biblioteca y se instaló durante una hora a «seguir el tambor», hasta que sus anfitriones regresaran.La puerta estaba precisamente detrás de él, así que, al oírla, dijo por encima del hombro:—Charles, ¡esto es realmente increíble! Permíteme que te lea… —Darcy alcanzó a ver con el rabillo del ojo un fragmento de muselina amarilla bordada que le reveló enseguida que la persona que había entrado en la estancia no era Bingley.
Levantó la vista y se encontró con una visión encantadora: la luz del sol que entraba por la ventana de la biblioteca provocaba que el vestido de la muchacha resplandeciera discretamente y resaltaba el color castaño rojizo de su cabello. Darcy tragó saliva. ¡Firme… sin mostrar la más mínima señal!
—Señorita Elizabeth —dijo con voz neutra, levantándose de la silla. La frialdad de su inclinación fue correspondida con una reverencia igualmente mecánica.
—Señor Darcy, por favor, no permita que mi presencia lo perturbe.
—Señora. —Darcy hizo una nueva inclinación y volvió a su sitio. Abrió el libro con torpeza, buscó el pasaje que había estado a punto de leerle a Bingley y se quedó mirando la página fijamente, mientras todos sus sentidos permanecían alerta hasta que ella encontrara el libro que estaba buscando y se sentara o, Dios lo quisiera, decidiera abandonar la sala.
Darcy se obligó a no mirar más allá del libro, pero el suave roce de los zapatos de Elizabeth, el murmullo del vestido y el discreto aroma a lavanda burlaron su decisión y lo mantuvieron pendiente de la dama más de lo que habría deseado.Finalmente, la muchacha eligió un libro. Darcy se propuso no levantar la vista y en lugar de eso pasó la página, con deliberada lentitud. Las letras bailaron ante sus ojos, obligándolo a parpadear varias veces y a acercar el libro. Ella pasó flotando frente a él, rozando sus zapatos con la falda, y se sentó en el asiento que estaba a su derecha, separado sólo por una pequeña mesa sobre la que había una lámpara de bronce. Entonces reinó el silencio en el salón, interrumpido sólo por el sonido de las páginas al pasar y los ocasionales suspiros que provenían del asiento a su derecha.
Darcy trató de relajarse, y cuando creyó haberlo conseguido, volvió a fijar su atención en el libro, pero encontró que no había retenido ni una sola palabra de la página anterior. Molesto consigo mismo, volvió a girar la página para leerla de nuevo. Un delicado bostezo seguido de más ruidos lo hizo detenerse a media página, y pasaron varios minutos antes de que pudiera concentrarse nuevamente en la lectura. Todo su ser estaba pendiente de los gestos de la muchacha y el esfuerzo por parecer indiferente requería toda su voluntad. Podría abandonar la biblioteca, claro, llevarse su libro a cualquiera de los innumerables lugares de la casa, pero una irritable testarudez le impedía retirarse de allí, su habitual refugio del mundo, y ¡entregárselo a ella! Darcy volvió a fijar los ojos en la parte superior de la página y se obligó a prestar estricta atención a cada palabra. ¡Listo! Pasó la página.
Elizabeth se levantó de la silla y volvió a colocar el libro en la estantería, pero, para desgracia de Darcy, en lugar de salir, comenzó a buscar otro volumen. La agonía provocada por la primera búsqueda se repitió con la misma intensidad, y Darcy estaba considerando seriamente retirarse, cuando un golpecito en la puerta los sorprendió a los dos.
—Adelante —dijo Darcy con voz ronca.
—Discúlpeme, señor… señora. Señorita Elizabeth. La señorita Bennet se ha despertado y pregunta por usted —informó Stevenson en voz baja.
—¡Ah! Gracias, Stevenson. Subo enseguida —respondió la muchacha y, volviéndose hacia Darcy, le hizo una reverencia rápida, apresurándose a salir de la estancia.
Bajo el efecto del eco producido por la pesada puerta de roble al cerrarse, Darcy dejó caer el libro sobre las piernas y cerró los ojos, mientras se masajeaba con los dedos las sienes. ¡Esto es intolerable! Al no encontrar alivio para su alterada sensibilidad, se levantó de la silla y comenzó a pasearse de un lado a otro, sobre la delicada alfombra Aubusson que Bingley había puesto allí el día anterior.¡Gracias a Dios se va mañana, antes de que yo me convierta en el más deplorable tonto que ha suspirado por el favor de una dama! ¿Y por qué me porto cada día de manera más estúpida? Ella ha hecho que se produzca una desavenencia entre Bingley y yo, ha provocado que la lengua de la señorita Bingley me persiga como un gato entre gallinas, encuentra que todo lo que digo es erróneo, me ha insultado a la cara y, cuando es totalmente indiferente a mi presencia, destruye por completo mi tranquilidad! El zapato derecho de Darcy golpeó algo al pasar y lo envió rodando por el suelo. Al mirar hacia abajo, Darcy vio el libro de Badajoz deslizándose hacia la estantería.
—¡No! —gritó con impotencia, cuando el libro se estrelló contra la pared.
Darcy se apresuró a recoger su preciado volumen y comenzó a darle vueltas. Aparentemente no había sufrido ningún daño que un poco de aceite no pudiera arreglar. Cuando estaba frotando la cubierta de cuero contra sus pantalones, vio en la estantería un volumen que no estaba completamente alineado con el resto. Se metió su libro bajo el brazo y se estiró para empujar el otro, pero se detuvo al darse cuenta de que era el que había despertado los suspiros de Elizabeth. La mano de Darcy cayó sobre el estante y sus dedos comenzaron a darle golpecitos, mientras miraba el lomo. ¿Qué había estado leyendo Elizabeth? Su animadversión hacia la muchacha fue rápidamente superada por su detestable fascinación por ella. ¿Qué tipo de libros le gusta leer? Darcy se quedó allí sin saber qué hacer, sopesando, por un lado, la invasión a la intimidad de la muchacha y, por otro, la satisfacción de su creciente curiosidad.Con seguridad es una estupidez, se dijo finalmente, y como si la mano estuviera actuando por voluntad propia, tomó el libro, lo sacó y lo abrió en la primera página. El título, El paraíso perdido, resonó ante su rostro asombrado. Sus ojos bajaron por la página. «Obra de John Milton».
Un examen más cuidadoso reveló un marcador de página compuesto por varios hilos de bordar, que estaba indicando el lugar donde había suspendido la lectura. Darcy abrió la página un momento. Luego cerró el libro con cuidado y volvió a colocarlo lentamente en el estante, mientras examinaba los hilos de colores brillantes que yacían ahora en la palma de su mano y la cabeza le daba vueltas, llena de preguntas.¡Milton, entre todos los poetas, y El paraíso perdido, entre todas sus melancólicas obras! ¿Qué es lo que pretende leyendo esos versos tan densos, que tienen casi un siglo y medio de antigüedad? Ciertamente no es un autor de moda. ¡Por Dios, ya nadie lee a Milton! Tan pronto como ese último pensamiento cruzó su mente, Darcy sintió un estremecimiento y recordó con claridad la última vez que había visto la obra de Milton. El paraíso recobrado, encuadernado delicadamente en cuero, ocupaba un puesto de honor entre los libros que había sobre la mesita de noche de su padre, durante los últimos meses de su vida. Darcy frunció el ceño con gesto sombrío, cuando una feroz puñalada de dolor lo sacudió al recordar esos días. Se llevó al pecho la mano en la que tenía el marcador de páginas de Elizabeth e hizo presión, tratando de disipar el dolor.Algunas voces y el sonido de unas botas en el vestíbulo lo avisaron de que Bingley y su grupo estaban de vuelta. Darcy se guardó los hilos en el bolsillo, se apartó rápidamente de la estantería, trató de recuperar la compostura, o algo parecido, y estaba a punto de alcanzar la puerta de la biblioteca, cuando ésta se abrió y apareció el rostro enrojecido de Bingley.
—¡Darcy, por fin! Has logrado evitarnos toda la mañana, y simplemente no estoy dispuesto a dejarte escondido en la biblioteca en un día como hoy. Visitamos el cenador, una estructura magnífica, por cierto, y acabamos de llegar terriblemente sedientos. He pedido que nos sirvan unos refrescos en el invernadero, para que la señorita Bennet pueda disfrutar de un poco de sol, e insisto en que nos acompañes —dijo Bingley. Darcy asintió en señal de aceptación. Bingley hizo una pausa y luego siguió diciendo, con tono de disculpa— Ah, Darcy, amigo mío, sé que es una gran impertinencia por mi parte, pero sería posible que, bueno… ¿podrías abstenerte de pelearte con la hermana de la señorita Bennet hoy? Seguramente ya estarás enterado de que se marchan mañana. No quisiera que ella se sintiera perturbada.
—¡Pelearme con la señorita Elizabeth! Mi querido Charles, ¡yo no me «peleo» ni con ella ni con nadie!
—Polemizar, entonces, Darcy —puntualizó Bingley e hizo una pausa para mirar a su amigo con expresión suplicante—, de verdad lamento muchísimo que tú y la señorita Elizabeth no os entendáis, pero…
—No temas, Bingley. Creo que sé cómo comportarme en sociedad —lo interrumpió Darcy, incapaz de reprimir el impulso de ser sarcástico. Bingley se ruborizó al oír el tono de Darcy, lo cual hizo que éste se reprendiera por la hostilidad de sus palabras, por segunda vez en el mismo día; algo sin precedentes.
—Charles, te ruego que no tengas en cuenta mi grosería y mis deplorables modales. No me he sentido bien últimamente. Es una sensación muy desagradable, te lo aseguro, y he sido tan descortés que he permitido que los demás padezcan los efectos de esa sensación. Te presento mis más sentidas excusas por la incomodidad que esto te ha causado.
—¿La incomodidad… que me ha causado a mí? —farfulló Bingley. Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada ante la expresión de desconcierto de su amigo—. Darcy, cuando pienso en las situaciones de las cuales me has rescatado, ¡debido totalmente a mi propia estupidez! Bueno, siento que nunca voy a poder compensarte. Pagarme con la misma moneda no es lo que había esperado, pero la cuota es mínima comparada con el excelente balance. —Hizo una pausa, inclinándose ante Darcy—. Está olvidado, señor, con sumo gusto. Ahora, ven conmigo y vuelve a reunirte con la raza humana. Después de todo, no somos tan malos.
Al ver tanta bondad, Darcy esbozó una sonrisa y dio gracias a Dios por haberle dado un amigo como ése. Colocó el libro sobre el escritorio y siguió a Bingley.Aunque le había garantizado a su amigo que sería capaz de comportarse como un caballero, Darcy no pudo ver con neutralidad la reunión en el invernadero. Era muy poco probable que surgiera en la conversación un tema lo suficientemente interesante o divertido como para distraerlo de su atención hacia Elizabeth.
A Hurst lo desechó enseguida. Bingley estaría pendiente de la señorita Jane Bennet. La señorita Bingley, instigada por su hermana, se dedicaría, a su vez, a adularlo a él, o trataría de molestar a la dama que consideraba como su rival. La única esperanza de una conversación animada estaba centrada en la persona a la que prestarle atención entrañaba un gran peligro. Si quería tener éxito en extinguir cualquier idea de que Elizabeth Bennet tenía la mínima influencia sobre su felicidad, su comportamiento hacia ella ahora sería definitivo.
Las damas y Hurst iban delante, enfrascados en esporádicos comentarios de admiración ante las plantas que todavía conservaban sus flores. Tal como Darcy había previsto, Bingley se apartó de él y se dirigió hasta donde estaban las hermanas Bennet, lanzando exclamaciones sobre el buen aspecto que presentaba Jane. Una delicada sonrisa apareció en los labios de la muchacha al oír el saludo y asintió con serenidad cuando aceptó el brazo que Bingley le ofreció. La señorita Elizabeth le cedió alegremente a Bingley el brazo de su hermana y se quedó un poco rezagada, con una elegancia que a Darcy le habría gustado admirar, pero que negó con determinación. En lugar de eso, le dio la espalda al grupo y examinó el lugar.
El invernadero de Netherfield era pequeño y reclamaba los servicios de un jardinero experto, pero la sensación de exuberancia que producía su apariencia descuidada le proporcionaba cierto encanto. Era evidente que el anterior ocupante había cultivado la pasión por las plantas exóticas, porque en lugar del sobrio diseño de la mayoría de los jardines bajo cubierta, éste vibraba con la energía del frondoso emparrado que se entrelazaba con el abundante follaje. El aroma a tierra húmeda hizo que Darcy recordara sus extensos jardines y el invernadero de Pemberley.La aparición de varios criados cargados con bandejas de té y platos de dulces y pasteles hizo que el grupo se acercara a la mesa de hierro forjado que había en el centro. Al ser el último en aceptar su taza, Bingley se detuvo al lado de Darcy y le señaló con un rápido gesto de la barbilla los asientos vacíos junto a Elizabeth y su hermana. Darcy declinó la invitación en silencio, aunque no pudo evitar negar la sensación agridulce que le produjo aquella oportunidad perdida. Se acomodó en un sitio algo alejado de los demás, desde el cual podía pasar el rato con seguridad.De acuerdo con lo previsto, la conversación giró todo el tiempo alrededor del baile que Bingley había prometido. Como los demás eran bastante conscientes de su aversión ante semejante idea, nadie pidió su opinión, ni siquiera la señorita Bingley, y así él pudo disfrutar de su silenciosa contemplación. Aliviado al ver que no tendría que participar en una conversación llena de trampas que conspirarían contra su plan, Darcy aspiró los aromas ácidos de la tierra y la vegetación. Éstos despertaron de repente en él una aguda nostalgia. ¡Pemberley! Durante unos instantes, olvidó todo lo que lo rodeaba, mientras su mente deambulaba con melancolía por su amada casa.
El invernadero había sido su lugar favorito cuando era pequeño y también durante su adolescencia. Allí había reinado su madre hasta el último día, como un tirano benevolente que se ocupaba personalmente de las rosas y obligaba a florecer las plantas exóticas que su marido importaba especialmente para ella. Entre la familia y los empleados de la casa nunca se habló del «invernadero», pues desde los primeros años de su matrimonio su padre bautizó los esfuerzos de su esposa en ese lugar como «un Edén». Y así, ese nombre quedó para siempre. Cuando su padre estaba próximo a la muerte, insistía en que lo llevaran al Edén todos dos días durante unas cuantas horas, para disfrutar de la compañía y la paz que le brindaban las flores de su difunta esposa. Darcy solía reunirse con él allí a menudo, después de un pesado día de enfrentarse con las responsabilidades que la frágil salud de su padre había puesto sobre sus hombros. Algunas veces hablaban del pasado, otras de los días difíciles que vendrían, pero la mayor parte del tiempo se sentaban en medio de un silencio compartido, más profundo que las palabras. Durante los tres años que siguieron a la muerte de su padre, en los cuales toda su energía y pensamientos estuvieron centrados en Pemberley y en completar los proyectos de su progenitor, el Edén representó para Darcy un doloroso recuerdo y rara vez puso un pie en él, hasta que un día Georgiana expresó su deseo de tener un «pequeño jardín». Juntos eligieron un espacio en el Edén para que ella lo usara y así volvió a convertirse en un visitante regular, pero, en este caso, para elogiar los esfuerzos de su hermana.
Darcy estiró la mano y tomó entre sus dedos una flor desconocida. Tras observarla, volvió a meterla con suavidad entre el follaje, de forma que pudiera ser admirada en todo su esplendor. El sonido de unos delicados pasos detrás de él le hizo bajar la mano con rapidez y dar media vuelta, ocultando el objeto de su observación. Elizabeth se acercó lentamente, con una expresión confusa, pero, en lugar de detenerse, pasó ante él para examinar la manera en que Darcy había colocado la flor.
—Una flor preciosa, señor Darcy, y dispuesta ahora en una posición que la favorece. Pero ¿no cree que la admiración que atraerá será perjudicial para su carácter?
Darcy miró los ojos burlones de la muchacha, pero no se dejó arrastrar a la contienda.
—¿Practica usted la jardinería, señorita Elizabeth? —Desde niña. Una pequeña parcela, pero me da mucho placer. Y usted, señor, ¿practica la jardinería?
—Sólo soy un ardiente admirador. —Ya veo. —Elizabeth señaló la flor y luego se detuvo, lanzándole una mirada inquisitiva. Atrapado por la pregunta que vio en los ojos de la muchacha, no pudo desviar la mirada. Darcy se mordió el labio inferior. ¿Acaso ella habría interpretado sus palabras de otra manera?—¿O, mejor, un perfeccionista, como en todo lo demás? —lo desafió ella. Darcy se limitó a sonreírle y le hizo una ligera inclinación, mientras experimentaba una obscena sensación de placer al ver la molestia que se había reflejado en la cara de la muchacha ante su reticencia. Dejándola sola para que se preguntara por el significado de sus palabras, el caballero pasó al lado de Elizabeth para recordar a Bingley su compromiso en la sala de billar.
Cuando él y Bingley se cansaron de jugar al billar, Darcy se mantuvo ocupado en diferentes cosas durante el resto del día. Leyó y jugó varias partidas de whist con las hermanas Bingley y Hurst. Durante la cena sólo habló con Bingley y Hurst acerca de un día de cacería. Después, les escribió cartas a todos los parientes y amigos en los que pudo pensar y que estuviesen esperando alguna noticia suya. Por último, la velada llegó a su fin y pudo retirarse con toda tranquilidad a sus aposentos. Al cerrar la puerta, tocó la campanilla para llamar a Fletcher y se felicitó por mantenerse en su propósito, pero al desplomarse pesadamente en un sillón, se dio cuenta de que el esfuerzo lo había fatigado de una manera que no guardaba proporción con el efecto que buscaba. No pienses en eso, se ordenó, mientras cerraba los ojos y bostezaba. Estás demasiado cansado para analizarlo todo con detalle.
Darcy estiró las piernas y se recostó para esperar a su ayuda de cámara.
—¡Ejem! Señor Darcy. ¡Ejem!
Darcy abrió los ojos lentamente, pero al ver a Fletcher se sentó de un salto.—¡Fletcher! ¡Debí de quedarme dormido!
—Sí, señor. Estaba usted atrapado en los brazos de Morfeo. ¿Necesita esta noche alguna cosa distinta a lo usual, señor?
—No, no. —Darcy negó con la cabeza y bostezó—. Sólo quisiera continuar lo que empecé aquí en este sillón y lo más pronto posible.
—Claro, señor. ¿Puedo preguntarle qué chaqueta y qué chaleco desea que le planche para los servicios religiosos de mañana? —preguntó Fletcher mientras le quitaba a su amo la chaqueta y la corbata con habilidad. Darcy suspiró; la energía que necesitaba para concentrarse en esa pregunta parecía inalcanzable.—¿Tal vez la verde, señor, con el chaleco de rayas doradas y grises?Darcy hizo una mueca y miró a Fletcher.
—Sí, supongo que sí. Aunque es un poco excesivo para una pequeña iglesia de pueblo, ¿no cree, Fletcher?
—¿Excesivo, señor? Notable, ciertamente, pero ¿excesivo? No, señor —le aseguró Fletcher, mientras preparaba la ropa de dormir de su patrón.
Darcy miró de cerca a su ayuda de cámara.
—Así que notable, ¿ah? ¿Y por qué querría yo vestirme de manera «notable» mañana?La mirada de Fletcher fue una representación del orgullo profesional.
—Señor Darcy. ¡Tengo una reputación que mantener!
—¿En Hertfordshire?
—En cualquier lugar donde usted esté, señor. Es mi deber velar para que usted se presente siempre de una manera acorde con su posición y con la ocasión, señor. —Fletcher siguió con sus preparativos, ejecutándolos con exaltada dignidad.
—¿Y los servicios religiosos de una iglesia de pueblo requieren una presentación «notable»? —preguntó Darcy con tono insistente, pues las protestas de Fletcher habían despertado sus sospechas.
—Perdóneme, señor, pero tenía la convicción de que el Señor estaba tan presente en una «iglesia de pueblo» como en Saint… en Londres.
—¡Ejem! —resopló Darcy—. No estoy totalmente convencido de que su sinceridad en esto sea tan buena como su teología, pero estoy demasiado fatigado para discutir. Que sea la chaqueta verde.
—¿Y el chaleco dorado y gris, señor?
—El gris con dorado —aceptó Darcy—. Aunque todavía no puedo entender por qué tengo que llevar un aspecto «notable» mañana.
—Muy bien, señor. Buenas noches, señor Darcy. —La sonrisa de Fletcher al salir despertó las dudas del caballero, pero la falta de sueño de la noche anterior, el brutal paseo a caballo de la mañana y la extenuante lucha contra su atracción por Elizabeth Bennet habían tenido un precio. En cuestión de segundos, cayó profundamente dormido, en un sopor sin sueños.
Cuando él y Bingley se cansaron de jugar al billar, Darcy se mantuvo ocupado en diferentes cosas durante el resto del día. Leyó y jugó varias partidas de whist con las hermanas Bingley y Hurst. Durante la cena sólo habló con Bingley y Hurst acerca de un día de cacería. Después, les escribió cartas a todos los parientes y amigos en los que pudo pensar y que estuviesen esperando alguna noticia suya. Por último, la velada llegó a su fin y pudo retirarse con toda tranquilidad a sus aposentos. Al cerrar la puerta, tocó la campanilla para llamar a Fletcher y se felicitó por mantenerse en su propósito, pero al desplomarse pesadamente en un sillón, se dio cuenta de que el esfuerzo lo había fatigado de una manera que no guardaba proporción con el efecto que buscaba. No pienses en eso, se ordenó, mientras cerraba los ojos y bostezaba. Estás demasiado cansado para analizarlo todo con detalle.
Darcy estiró las piernas y se recostó para esperar a su ayuda de cámara.
—¡Ejem! Señor Darcy. ¡Ejem!
Darcy abrió los ojos lentamente, pero al ver a Fletcher se sentó de un salto.—¡Fletcher! ¡Debí de quedarme dormido!
—Sí, señor. Estaba usted atrapado en los brazos de Morfeo. ¿Necesita esta noche alguna cosa distinta a lo usual, señor?
—No, no. —Darcy negó con la cabeza y bostezó—. Sólo quisiera continuar lo que empecé aquí en este sillón y lo más pronto posible.
—Claro, señor. ¿Puedo preguntarle qué chaqueta y qué chaleco desea que le planche para los servicios religiosos de mañana? —preguntó Fletcher mientras le quitaba a su amo la chaqueta y la corbata con habilidad. Darcy suspiró; la energía que necesitaba para concentrarse en esa pregunta parecía inalcanzable.—¿Tal vez la verde, señor, con el chaleco de rayas doradas y grises?Darcy hizo una mueca y miró a Fletcher.
—Sí, supongo que sí. Aunque es un poco excesivo para una pequeña iglesia de pueblo, ¿no cree, Fletcher?
—¿Excesivo, señor? Notable, ciertamente, pero ¿excesivo? No, señor —le aseguró Fletcher, mientras preparaba la ropa de dormir de su patrón.
Darcy miró de cerca a su ayuda de cámara.
—Así que notable, ¿ah? ¿Y por qué querría yo vestirme de manera «notable» mañana?La mirada de Fletcher fue una representación del orgullo profesional.
—Señor Darcy. ¡Tengo una reputación que mantener!
—¿En Hertfordshire?
—En cualquier lugar donde usted esté, señor. Es mi deber velar para que usted se presente siempre de una manera acorde con su posición y con la ocasión, señor. —Fletcher siguió con sus preparativos, ejecutándolos con exaltada dignidad.
—¿Y los servicios religiosos de una iglesia de pueblo requieren una presentación «notable»? —preguntó Darcy con tono insistente, pues las protestas de Fletcher habían despertado sus sospechas.
—Perdóneme, señor, pero tenía la convicción de que el Señor estaba tan presente en una «iglesia de pueblo» como en Saint… en Londres.
—¡Ejem! —resopló Darcy—. No estoy totalmente convencido de que su sinceridad en esto sea tan buena como su teología, pero estoy demasiado fatigado para discutir. Que sea la chaqueta verde.
—¿Y el chaleco dorado y gris, señor?
—El gris con dorado —aceptó Darcy—. Aunque todavía no puedo entender por qué tengo que llevar un aspecto «notable» mañana.
—Muy bien, señor. Buenas noches, señor Darcy. —La sonrisa de Fletcher al salir despertó las dudas del caballero, pero la falta de sueño de la noche anterior, el brutal paseo a caballo de la mañana y la extenuante lucha contra su atracción por Elizabeth Bennet habían tenido un precio. En cuestión de segundos, cayó profundamente dormido, en un sopor sin sueños.
34 comentarios:
En este capítulo, como en tantos otros, Elizabeth se muestra absolutamente adorable.
Gracias por obsequiarnos cosas tan bellas, Lady Darcy. Un beso.
Nuevamente un capítulo excepcional, siempre resulta un placer adentrarse tímidamente en el carácter misterioso y difuminado del querido Darcy, que a mí personalmente me sorprende con cada lectura.
Ha sido agradable conocer su pasión por la lectura, ese gusto por cuidar sus preciados libros y el horror que en él provoca ver cómo los otros los tratan sin la extrema consideración con que lo hace él ( véase la señorita Bingley abriendo el tomo sobre las migas del mantel...)
Asimismo esa tortura interna que mantiene ante la atracción irremediable que Lizzy le provoca, " ella es corazón y mente, lo que siempre has deseado..."
Un instante tierno el recordar sus ratos vividos en el Edén, al lado de un padre enfermo que intentaba ponerlo al día acerca de las respnsabilidades que ser el señor de Pemberley exigen.
De nuevo y siempre gracias por compartir esta historia con nosotros. Siempre espero ansiosa cada capítulo.
Buena semana Lady Darcy
Madame, me ha encantado la alusion a los acontecimientos historicos con ese volumen que Darcy tanto aprecia. Como apasionada de la Historia, me gusta mucho esa clase de cosas.
Sin embargo, debo decirle que no comparto los gustos de Elizabeth, puesto que detesto a Milton!
Feliz dia
Bisous
Graciaspor tu visita,recibirte es siempre un placer
Un abrazo
Hola amiga muchas gracias por
hacerme descubrir tu blog desde
la gran galeria de mi corazon
se agradece y queda latente me
gusto mucho como escribes y tu
espacio tan lindo como la brisa
del mar esta para pasar ratitos
muy bellos en compañia de tu novela
Recibe un humilde abrazo
y besos tan dulces como la
miel de una preciosa amistad.
Que tengas un feliz dia te sigo....
Le tengo para leer quiero ver la versión de Darcy, en Orgullo y Prejuicio.
Un saludo
Por mas que quiera Darcy , no puede resistirse a su atración por Lizzy muy buen capitulo
Me encanta como aparece la figura de Elisabeth aquí. Emocionante capítulo Mme
Muy emocionante el capítulo pero echo de menos a Fernando. Me tenía muy enganchada vuestra discusión, ja, ja... Muchos besos y gracias por pasearte por mi blog y por tus cariñosos comentarios
Me encantan estas escenas de saloncito donde se mezclan con tanta naturalidad los libros con las migas de pan.
Darcy en una lucha contínua entre lo que piensa y lo que siente. Elisabeth fantástica.
Gracias por la narración.
Besitos.
Las hadas te invitan a su fiesta en esta mágica noche
Besos
Mi querida Rocely: Volví del evento literario y me di una vuelta por aqui, para saludarte!
Un gran abrazo
Gracias a ti Juan Antonio por acompañarme en la lectura, siempre un placer.
un beso.
Querida Akasha,
Veo que disfrutas de cada fragmento, cada detalle y cada momento tan privado en la vida de Darcy, tanto como yo, muchas gracias por tus comentarios siempre tan alentadores, sabes que es por ustedes mis buenos amigos que estoy aquí cada semana trayendoles esta maravillosa historia. Gracias a ti por disfrutarla y estar siempre ahí.
Voy a necesitar tiempo para ponerme al día con este blog... pero estoy por acá.
La historia está muy presente de manera discreta pero efectiva, y los gustos de Darcy no podían ser más apropiados. En cuanto a Elizabeth, si bien sus gustos un tanto fuera de moda, no harán otra cosa sino ahondar la fascinación de Darcy hacia la peculiaridad de Lizzy. Otro detalle que me encanta, es como no se resiste a guardarse para sí, el marcador de páginas de la anticuada de Elizabeth ;D
Feliz fin de semana Madame.
Gracias Princesa por tu visita y gracias también por la invitación a la fiesta de las hadas, uff! terminé con mis alitas que no podía bailar una pieza más ;D
nos vemos pronto,
un besito.
Bienvenido José,
Si es que me permites llamarte así, por supuesto, es un honor que formes parte de este mi pequeño salóncito de lectura. La novela que estoy subiendo es de la autora Pamela Aidan y narra los eventos que dan origen a Orgullo y Prejuicio pero vistos a travez de los ojos de Fitzwilliam Darcy. Sin duda alguna, muy recomendable. Te espero, siempre serás muy bien recibido.
saludos.
Hola Ladymaría,
Puedes leerlas ambas en mi blog jeje, te resultará mucho más interesante ya que hay infinidad de ilustraciones acorde con la narración. Hay un enlace directo a Orgullo y Prejuicio en la barra lateral del blog. Espero y lo visites.
un fuerte abrazo.
Hola Citu!
tus visitas siempre me alegran, gracias por pasar y sigue disfrutando.
un beso.
Elizabeth tiene una mezcla de ingenio y ternura, y otras muchas cualidades más que resultaría imposible no admirarla.
Gracias monsieur por su amable visita.
Mi querida Bego,
Has tocado mi vena sensible, yo también le extraño mucho, creo que la lección le afectó demasiado, estaba pensando en proponerle una tregua, pero es un hombre demasiado inteligente y no creo que acepte, sólo me resta acudir a otro tipo de armas,:D
siempre es un gusto visitarte querida amiga, de igual modo, gracias a ti.
Besos
Buen día querida Wendy,
Esos momentos tan sencillos y tan íntimos como una mañana de desayuno, se convierten en una delicia de lectura a la hora de adentrarse en el diario vivir de Darcy, y las costumbres nada cuidadosas de Caroline dejan mucho que desear para una señorita de su "clase" hasta en esos detalles se nota a la persona. Gracias a ti por acompañarme.
Besos.
Hola Eli!!
Me alegra que estés de vuelta, sin duda tienes mucho que contar.
Me daré una vuelta por tu blog, gracias por pasar.
Te envío un beso.
Bienvenido Jorge!
Muy agradecida por tu visita, Tienes todo el tiempo del mundo, acá siempre tendrás un lugar para disfrutar de agradable lectura y buena compañía.
Nos estamos leyendo.
Saludos.
Hola Lady Darcy.
Gracias por esta nueva novela, la sigo y me parece genial. El duelo entre Darcy y Elizabeth no tiene pierde. Pero hablando de duelos dialécticos, se echa de menos a un caballero que la visita de nombre Fernando, los dardos ingeniosos que ambos se lanzaban eran espectaculares, pasar de la novela a los suyos es la sazón justa.
Como hombre permítame apoyar a los de mi género, aunque usted bella dama no se queda atrás.
Mis más respetuosos saludos
Gracias Juan Diego por su amable comentario, me complace que siga ambas historias en paralelo.
En relación al caballero en cuestión, permítame decirle que desconozco el verdadero motivo de su ausencia, aunque siendo un caballero tan ocupado como lo es él, no ha de extrañarse que el tiempo se lo impida. Pero las últimas noticias, según fuentes fidedignas me informan que se encuentra al norte en misión secreta, planeando alguna estrategia supongo.
No sólo le permito sino lo aliento a apoyarle en todo cuanto sea necesario. Nosotras las damas jamás discutimos sólo transamos, sólo negociamos, por lo tanto no necesitamos de mayor apoyo ;)
muy agradecida una vez más por la visita mi querido amigo.
saludos atentos.
Nena, espero que tenga un lindo fin de semana y te comunicaba que tienes un premio en mi blog
Gracias Citu querida,
Ya lo recogí y con mucho agrado.
Estoy esperando a tener un poquitín de tiempo extra para subirlos como es debido, pero bien sabes que los recibo y agradezco con todo mi corazón.
besos y abrazos.
El comentario de Bego así como el suyo, milady, sí que han tocado mi vena más sensible. No tengo palabras para agradecer a ambas el que uno se pueda sentirse gratamente extrañado.
En todo caso, y sin ánimo alguno de adulación hacia su señoría, sepa que he vuelto sin propósito de enmienda y dispuesto, como Darcy (aunque sean odiosas las comparaciones), a batirme en singular duelo dialéctico cuantas veces sea necesario. Y a salir derrotado otras tantas, por supuesto :D
En cuanto a este capítulo, me ha encantado encontrar algunos motivos de gran semejanza con Fitzwilliam. Así, por ejemplo, ambos nos levantamos a la misma hora. Ambos nos hemos transformado en filósofos fríos y expertos después de incursiones fallidas en el terreno del flirteo amoroso (terreno en el que, sin ánimo de presumir, he alcanzado las más altas cotas del fracaso humano). Y tampoco me gustaría dejar de advertir en el parecido en nuestros deseos respecto del sexo opuesto: «ella es mente y corazón, lo que tú siempre has deseado».
Aparte de estos detalles, líbreme Dios del atrevimiento de compararme con semejante espejo de caballeros.
Suyo en respeto y afecto, milady.
Estaré igual de dispuesta, y sin apoyo alguno de ninguna de mis congéneres, ya que no lo necesito (como seguramente habrá leído en comentarios anteriores)
Le advierto milord, que esta vez tengo nuevas y mejores armas que sólo las mujeres sabemos utilizar, pero no por ello dejaré de desearle la mejor de las suertes.
"Incursiones fallidas en el terreno del flirteo amoroso"... supongo que como la mayoría de los
hombres, un gran embaucador.
Encuentro muchas más similitudes con mi querido Darcy,pero no diré cuáles, sería como llover sobre mojado. Espero sinceramente mi querido Señor, que su deseo con respecto al sexo opuesto se cumpla, y con creces.
con mi afecto, suyo y siempre.
Será todo un placer acudir de nuevo, una y otra vez, a este refugio de afecto y buen gusto a ser derrotado por su señoría, milady, y a medir y apasionarme por la excelencia y las virtudes de sus nuevas armas. No imagino victoria suficientemente grande en esta vida como para compararse a tan suaves e imperiosas derrotas.
Mis deseos pertenecían a una categoría ínfima de mi mente que no acostumbraba a tener en cuenta. No obstante, reconozco que la mente está siendo sobrepasada por otros órganos más sensibles, y los deseos empiezan a ser tenidos en cuenta y, quizá por ello mismo, a cumplirse de un modo desmesurado. Increíble y celestialmente desmesurado. Pero lejos de esa mayoría de los hombres.
Que llueva, milady, que siga lloviendo, sobre seco o sobre mojado.
Con el mismo afecto, sincero y leal.
Hola Lady Darcy amo esta novela y la película con el precioso Mattew Macfadyen, y me encontré con ¡¡esta página genial!! Tus comentarios son geniales muchas gracias, solamente quisiera preguntarte, ¿publicaste los siguientes capítulos?
Nuevamente Muchas felicidades
Publicar un comentario