martes, 15 de junio de 2010
UNA FIESTA COMO ESTA Capítulo VI
Capítulo VI
Amagar y eludir
La velada con el coronel Forster y sus oficiales resultó, en opinión de Darcy, una noche agradable. Aunque no tenía inclinaciones militares, Darcy apreciaba la compañía de caballeros cuyas ideas sobre el honor y el servicio, el rey y el país no diferían particularmente de las suyas.
Escuchó con más que atenta cortesía las historias del coronel sobre sus campañas contra Napoleón, e incluso con más interés cuando el hombre relató un encuentro con el almirante Nelson, uno de los héroes de juventud de Darcy. Incluso Charles se permitió disfrutar de la velada después de llegar y tomarse un vaso de buen oporto para brindar con los jóvenes oficiales por las damas de Meryton. Su viaje hasta los salones que les servían de club a los oficiales había estado marcado por la indignación que le causaba la perfidia demostrada por su hermana, al invitar a la señorita Bennet a Netherfield justo la noche en la que sabía que él tenía otro compromiso.
El horrible tiempo de esa noche, terriblemente húmedo, reflejaba el estado de ánimo de Bingley, y Darcy estuvo tentado de enfadarse con él. Pero sabiendo que los raros enojos de Bingley tendían a pasar pronto, decidió contenerse y se limitó a enarcar una ceja al oír sus más extremos deseos de venganza.
En aquel momento regresaban a Netherfield con un estado de ánimo más bien relajado, dispuestos a buscar la silenciosa comodidad de sus camas. Por eso el alboroto en medio del cual encontraron a la servidumbre al llegar a la casa contrastó notablemente con lo que cualquiera de los dos esperaba o deseaba. Al ver a Stevenson, que pasaba volando por el vestíbulo, Bingley le preguntó por la razón de tanta agitación.
—Le ruego que me excuse, señor, pero la invitada de la señorita Bingley se sintió muy enferma y…
—¡La señorita Bennet! ¿Se refiere a la señorita Bennet? —gritó Bingley.
—La misma, señor.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué está haciendo? ¡Por Dios, hombre, no me tenga en suspenso!
—Ya han enviado a buscar al boticario, señor, y esperamos que llegue en cualquier momento. De hecho, pensamos que era él. —Al ver la agitación de su amo, Stevenson se enderezó y siguió diciendo con tono más sereno—: No conozco los detalles, señor. Si usted tuviera la bondad de dirigirse a su hermana…
Sin mirar atrás, Bingley se lanzó hacia las escaleras en busca de Caroline, dejando que su amigo se defendiera por sí mismo. Darcy lo siguió escaleras arriba, pero más lentamente y con el propósito de dirigirse a su propia alcoba. Dejó el sombrero, los guantes y el bastón en una mesa que había en el vestidor, mientras recibía el saludo de su ayuda de cámara.
—Parece que ha habido algo de agitación hoy por aquí, Fletcher.
—Sí, señor. Una joven se sintió indispuesta durante la cena, señor.
—¿Algún problema en la cocina?
—Ah, no, señor.
Darcy esperó unos segundos antes de levantar las cejas, para indicar que deseaba saber más. Fletcher, que no mostró ninguna sorpresa al ver el interés de su amo por la salud de una joven campesina, le proporcionó más detalles.
—Oí que la señorita llegó a Netherfield bastante empapada, señor. Resultado, sin duda, de viajar tres millas a caballo bajo la pertinaz lluvia.
—¡A caballo! —La incredulidad de Darcy animó a continuar al criado.
—Sí, señor, así es. Las hermanas del señor Bingley también estaban perplejas. A la dama se le proporcionó ropa seca enseguida, pero se sintió enferma en mitad de la cena. Entiendo que están esperando al boticario, o quien haga sus veces en este lugar, señor.
Con gesto serio, Darcy asintió para indicar que comprendía.
—Fletcher, ¿no cabe duda de que la dama está realmente enferma?
—No sabría decirle, señor.
Darcy resopló con incredulidad.
—¡Vamos, Fletcher!
El ayuda de cámara vaciló un poco, pero luego confesó:
—Oí a las criadas de arriba murmurando, lo que indica que hay una genuina preocupación de que la dama tenga fiebre, señor.
Mientras Fletcher lo ayudaba a quitarse la ropa, Darcy se preguntó por ese comportamiento tan extraño. Emprender un viaje de tres millas a caballo, bajo un tiempo tormentoso, no parecía, en su opinión, una conducta propia de la delicada señorita Jane. Si bien reconocía que el incentivo de pasar una velada en Netherfield debía de ser muy importante para una chiquilla criada en el campo, una chiquilla criada en el campo sería igualmente consciente de los riesgos que implicaba mojarse. ¿Por qué no había usado el carruaje de su padre? Con seguridad, el padre le proporcionaría a su hija todos los medios que tuviera a su alcance para fortalecer su amistad con los Bingley. El señor Bennet era, sin duda, un tipo curioso, pero no alguien que descuidaría el bienestar de su hija. En consecuencia, ¿con qué propósito, o por orden de quién, había venido la muchacha de esa manera?
Ataviado con su ropa de dormir, Darcy despidió a su ayuda de cámara y llevó la vela hasta la habitación. La puso sobre la mesita y se tiró sobre la cama con un sentimiento de alivio, deslizándose bajo las suaves mantas. Luego alargó la mano, la puso alrededor de la llama y la apagó con un soplido. Mientras estiraba sus largas piernas y acomodaba la almohada, se le ocurrió un nuevo aspecto del asunto. Si la señorita Bennet se sentía tan enferma, lo más probable es que no la movieran; en ese caso, ¿no vendría a verla la hermana que la seguía en edad? Darcy estaba seguro de eso y se quedó reflexionando sobre esa posibilidad hasta que el sueño se apoderó de él.
La mañana siguiente amaneció con un sol radiante y las ráfagas de viento que normalmente siguen a las tormentas. A la temprana hora en que el sol se levantó para tentar a Darcy a dar un paseo a caballo, el aire había absorbido gran parte de la lluvia de la noche anterior, pero no la suficiente. Darcy sabía que debía aliviar la agitación que, sin duda, le estaba provocando Nelson a su mozo de cuadra, pero levantarían demasiado barro y los cascos del caballo destrozarían el césped. No, a pesar de lo mucho que disfrutaría de una hora a caballo, limpiar luego la suciedad con la que regresarían no sería nada placentero. Nelson y el mozo de cuadra tendrían que llegar a un acuerdo por sí solos.
Un café lo esperaba en la mesita y, taza en mano, Darcy se dirigió hacia la biblioteca, donde habían depositado las cartas del mayordomo y el ama de llaves de Pemberley. Una hora más tarde, una serie de ruidos en el corredor lo alertaron de la presencia del resto de los ocupantes de la casa y, doblando sus cartas, fue a reunirse con ellos en el comedor del desayuno.
—Como siempre, el señor Darcy levantado antes que nosotros. —La señorita Bingley lo saludó con una sonrisa y un gesto en dirección a la taza vacía y el plato que el caballero dejó sobre la mesita auxiliar. Mientras Darcy se servía de las bandejas desplegadas ante él, un criado entró y se inclinó para hablar en secreto con la señorita Bingley. Cuando salió, ella se volvió hacia su familia sentada a la mesa y suspiró.
—Me temo que la señorita Bennet no se siente mejor. Parece que tendrá que permanecer un poco más como nuestra invitada.
—¿Puede hacerse algo más por ella, Caroline? —La preocupación en la voz de Bingley era casi tangible—. Tal vez deberíamos llamar a un médico de Londres.
—¡Indudablemente eso es decisión de su familia, Charles! De nada servirá actuar de forma tan precipitada. Señor Darcy, usted está de acuerdo con eso, ¿no es así? —La señorita Bingley miró a Darcy, segura de obtener su respaldo. Por consideración a la angustia de su amigo, él no contestó enseguida. Apoyó con cierta reticencia la opinión de la señorita Bingley en ese asunto, pero se cuidó de plantearlo de una manera que esperaba aliviara la preocupación de Bingley. El desayuno continuó en silencio durante un rato, pero fue interrumpido cuando la puerta se abrió de repente, dejando paso a una extraordinaria aparición.
Enmarcada por el dintel de la puerta estaba la señorita Elizabeth Bennet, con las mejillas teñidas de un encantador tono rosado, pero por lo demás presentaba un aspecto totalmente desaliñado. A juzgar por el estado de sus botas y enaguas, era evidente que llevaba un buen rato al aire libre, probablemente caminando campo a través. Su cabello aparecía despeinado por el viento a pesar del sombrero, cuyas cintas se habían enredado totalmente, y la falda del vestido y la capa estaban salpicadas de barro. Darcy esbozó una sonrisa de placer al ver la encantadora imagen que ella representaba, con los ojos brillantes por el esfuerzo, pero cautelosamente desafiantes ante cualquier censura que pudiera despertar su inesperada aparición.
Bingley fue el primero en avanzar hacia ella.
—¡Señorita Elizabeth! Bienvenida, bienvenida… ¡Por favor, entre y siéntese! ¿Ha venido caminando desde Longbourn? —Al ver que la muchacha asentía, Bingley sacudió la cabeza—. Debe de estar exhausta. —Apartó hacia atrás una silla y la empujó suavemente hacia ella—. Por favor, siéntese. Y, claro, ha venido a buscar noticias de su hermana.
Darcy experimentó una oleada de celos irracionales cuando Elizabeth levantó hacia Bingley un rostro lleno de gratitud y aceptó la silla.
—Gracias, señor. Es usted muy amable. —Hizo una breve pausa, mientras tiraba de las cintas de su sombrero—. ¿Qué puede contarme de Jane, señor Bingley? ¿Está muy enferma?
—Lamento comunicarle que mis hermanas me dicen que la señorita Bennet no ha dormido bien. Continúa con fiebre y no puede dejar su alcoba.
Elizabeth se levantó enseguida de la silla y rogó que la condujeran junto a su hermana inmediatamente.
—Venga, señorita Eliza —dijo la señorita Bingley, arrastrando las palabras con un tono tranquilizador—, Louisa y yo la llevaremos arriba. Estábamos a punto de visitar a su hermana, ¿no es así, Louisa? —Entre las dos mujeres sacaron rápidamente del salón a la nueva invitada.
Darcy tuvo cuidado de no mirar mientras las damas salían; en lugar de eso, terminó el desayuno, acompañado en silencio por un pensativo Bingley. Finalmente colocó a un lado la servilleta y miró a su amigo con compasión y una cierta exasperación.
—Bingley, a nadie le será de utilidad que los dos nos quedemos montando guardia ante la puerta de la señorita Bennet. Tengo unas cartas que echar al correo. ¿Qué te parece si las llevamos a Meryton personalmente? Tendremos que ir por los caminos, sin galopar de forma imprudente… —Darcy dejó la frase sin terminar. Al oír sus palabras, Bingley se movió, comenzando a mostrar cierto interés.
—Me sentiría extremadamente tentado si tú, digamos… ¿me permitieras montar a tu Nelson? —respondió con una sonrisa traviesa.
—¡Estaría firmando tu sentencia de muerte si permitiera algo tan descabellado! No estás tan desconsolado como para tentar al destino sólo para animarte. —Darcy trató de adoptar una actitud de severidad frente a los esfuerzos de Bingley por parecer inconsolable—. Vamos —dijo, abandonando esa actitud—, ¿vamos a caballo hasta Meryton o prefieres deambular por los corredores de Netherfield, acosando a todo el que salga de la habitación de la señorita Bennet?
—¡Vayamos a Meryton, entonces! —Bingley soltó una carcajada junto a Darcy, pero luego se detuvo y siguió hablando con un tono más serio—: Me alegra que la señorita Elizabeth haya venido. Ella sabrá juzgar mejor la salud de su hermana que los criados o, Dios no lo permita, mis hermanas. Creo que la señorita Bennet estará encantada de tener a su lado a su hermana y no a unos desconocidos. —Se quedó en silencio durante un momento y luego pareció llegar a una conclusión—. Si la señorita Bennet no está mejor cuando regresemos, invitaré a la señorita Elizabeth a quedarse en Netherfield hasta que su hermana pueda regresar con seguridad a su casa. No hay nada objetable en eso, ¿o sí, Darcy?
—Nada en absoluto, Bingley. Todo es completamente apropiado. Es una idea excelente.
—¡Bien! Entonces, te veré en el establo en veinte minutos. No… mejor media hora, e iremos hasta Meryton a llevar al correo tus cartas tan importantes. —La mejoría en el estado de ánimo hizo que Bingley se pusiera en marcha con energía y se dirigiera rápidamente a su alcoba a ponerse la ropa de montar. Como necesitaba mucho menos tiempo para cambiarse, Darcy se sirvió otra taza de café y la llevó hasta la ventana, donde se detuvo, apoyando un hombro contra el marco.
¿Realmente la presencia de Elizabeth en Netherfield sería una idea excelente, como acababa de decirle a Bingley? Estar en su compañía con tanta frecuencia y allí, donde había alcanzado cierto nivel de sosiego, era algo que amenazaba su tranquilidad; sin embargo, era el lugar perfecto para profundizar en su relación con ella. Allí, ella sería la invitada, la extraña, y él tendría la ventaja que le concedía la familiaridad.
Darcy cambió de postura y se llevó la taza a los labios, mientras imaginaba lo que podría pasar en los días siguientes. No estarían en compañía de extraños que habría que contentar o distraer, ni tampoco tendría que competir con nadie por la atención de la muchacha, o mantener o inventar alguna charla banal y sin sentido. Podría batirse con ella a sus anchas; Darcy no tenía duda sobre el hecho de que los encuentros entre ellos recordaban más un combate que otra cosa. Más allá de la excelencia de la idea, de repente, Darcy se enfrentó con la pregunta real: ¿Qué era lo que más quería: mantener su tranquilidad o la vibrante excitación que le producía la proximidad de un enfrentamiento verbal con la señorita Elizabeth Bennet?
—Señor Darcy, ¿podría usted informarme sobre el paradero de mi hermano? La señorita Eliza me ha pedido que le haga una petición de su parte.
Aunque la costumbre de la señorita Bingley de interrumpir sus pensamientos se estaba convirtiendo en algo verdaderamente molesto, Darcy se volvió hacia ella con una respuesta amable:
—Ha ido a cambiarse de ropa. Pensamos que sería mejor dejarlas tranquilas, dedicadas al cuidado de la enferma, para que no se sientan obligadas, además, a atendernos a nosotros. —Dejó a un lado la taza e hizo una inclinación, pero añadió justo antes de salir—: No deje que Bingley se marche antes de haber hablado con usted. Se le ha ocurrido una idea excelente.
La señorita Elizabeth Bennet no estaba en ninguno de los salones de Netherfield cuando los dos caballeros regresaron de su paseo. Y tampoco apareció durante el transcurso de la tarde. Darcy se mantuvo atento a cualquier sonido musical que proviniera del salón o al murmullo de una voz suave y agradable que pudiera salir de la salita de las damas, pero la casa estaba en silencio, excepto por el ruido que hacían los criados, atareados en sus faenas habituales. A la hora de la cena, comenzó a sentirse inquieto y molesto. Tras llegar con dificultad a la conclusión de que deseaba la presencia de la muchacha, a pesar del caos que producía en su serenidad, Darcy se percató de que ahora su ausencia lo irritaba.
La señorita Elizabeth apareció finalmente hacia las seis y media, cuando se anunció la cena, y se reunió con ellos, vestida con un traje limpio, recién enviado desde Longbourn. Se había cepillado el cabello y lo tenía peinado hacia atrás, sujeto con una cinta, con un estilo sencillo pero encantador. El resentimiento que había atacado a Darcy durante todo el día debido a su ausencia se fundió de alguna manera en el placer que le produjo el hecho de verla por fin. Sin embargo, su placer duró poco.
—Señorita Eliza, ¿cómo ha dejado usted a nuestra pobrecita Jane? —preguntó la señorita Bingley, adelantándose a Darcy, que avanzaba en dirección a la nueva invitada. El caballero se detuvo y se retiró, sin deseos de participar en una de las fingidas demostraciones de preocupación de Caroline. La señorita Bingley se apoderó del brazo de su invitada, dándole unos golpecitos tranquilizadores, mientras Elizabeth informaba al grupo con pesar de que no podía darles buenas noticias. La seriedad de su expresión y la preocupación que revelaban sus ojos hicieron que Darcy se sintiera avergonzado por haber sido tan impaciente y haber creído que era timidez por parte de la muchacha. Ella estaba claramente consternada y los cuidados que le estaba prodigando a su hermana eran evidentes en el agotamiento que manifestaba su rostro.
—Estamos muy apenadas, ¿no es así, Louisa? Jane es una muchacha tan dulce para estar sufriendo de esa manera. —La señorita Bingley llevó a Elizabeth hacia la mesa del comedor y la sentó en el extremo opuesto al asiento que ocupaba Darcy. Éste frunció el ceño con disgusto, al ver la disposición de los puestos en la mesa—. ¿Podría sentarse en el sitio de Hurst por esa noche? Es tan desagradable pillar un resfriado —siguió diciendo la señorita Bingley.
—¡Tan desagradable! —repitió la señora Hurst—. Señor Hurst, su sitio. —La señora Hurst le hizo señas a su marido para que ocupara el lugar junto a Elizabeth. Y Hurst, para desesperación de Darcy, se apresuró a sentarse en la silla con una velocidad inusual—. Me molesta sobremanera el hecho de estar enferma.
—También a mí, hermana. —La señorita Bingley se estremeció—. ¡Es horrible! Por eso nunca me permito enfermarme. ¡Dios, mi constitución no lo soportaría! Y, bien, señorita Eliza, espero que ya esté instalada.
Darcy tomó su acostumbrado puesto en la mesa, a la izquierda de Bingley, y se resignó a entretener a la señorita Bingley y a la señora Hurst, quienes continuamente solicitaban su atención o su opinión. Ocasionalmente pudo lanzar unas cuantas miradas al otro extremo de la mesa, para observar cómo le iba a Elizabeth con el cuñado de Bingley como única compañía. Su conversación y su conducta eran muy recatadas, por decirlo de alguna manera, aunque Darcy no pudo alcanzar a oír nada de lo que estaba diciendo. Sólo llegó a escuchar un estruendoso comentario despectivo de Hurst, pero las únicas palabras que pudo distinguir fueron «no como el ragout», que no tuvieron ningún significado para él.
Tan pronto como retiraron el último plato, Elizabeth se disculpó y regresó arriba a seguir cuidando a su hermana. Una vez que se hubo retirado, Darcy tuvo mucho gusto en complacer a Bingley y aceptó acompañarle, junto a Hurst, al salón de armas para degustar un brandy. Pero antes de que se levantara de la silla, la señorita Bingley pidió la atención de todos.
—Bueno —dijo, resoplando con dramatismo—, ¡me atrevo a decir que nunca en la vida había visto modales más intolerables! ¡En un momento nos trata con insufrible orgullo y al siguiente con total impertinencia!
—¿De quién estás hablando, Caroline? —preguntó Bingley, a quien pareció posársele sobre la frente una nube negra. Darcy también miró a la señorita Bingley con silencioso desconcierto. Se recostó en la silla, cruzó las piernas y, sin darse cuenta, comenzó a retorcer la servilleta.
—De la muchachita que acaba de salir por la puerta, Bingley —fue la respuesta, que provino del lugar más inesperado. Hurst se quitó la servilleta—. ¿Podéis imaginarlo? ¡Preferir un plato sencillo a un ragout! No tiene la mínima pizca de estilo, ni capacidad de conversación. Silenciosa como una monja hasta que uno la presiona y entonces sale con una barbaridad tan descabellada.
—¡Vaya, señor Hurst! —exclamó la señorita Bingley riéndose—. ¿Acaso su «belleza» no compensa esos defectos? He oído decir que sus ojos son preciosos. —La única respuesta de Hurst fue un gruñido peyorativo que hizo que Darcy le diera otra vuelta a su servilleta.
—Tiene usted mucha razón, señor Hurst —dijo su esposa—. En resumen, lo único que se puede decir de ella es que es una excelente andarina. Jamás olvidaré cómo apareció esta mañana. ¡Realmente parecía medio salvaje!
—En efecto, Louisa. Cuando la vi, casi no pude contenerme. —La señorita Bingley bajó la mirada a su plato y luego miró a Darcy con disimulo—. ¡Qué insensatez venir hasta aquí! ¿Qué necesidad tenía de andar corriendo por los campos sólo porque su hermana tiene un resfriado? ¡Cómo traía el cabello, tan despeinado, tan desaliñado!
—Sí. ¡Y las enaguas! ¡Si las hubieseis visto! Con más de una cuarta de barro, estoy segura. —La señora Hurst se rió.
Aunque Darcy se había vuelto inmune a la costumbre de las hermanas Bingley de destrozar a sus conocidos, no podía tolerar durante un minuto más aquellos ataques gratuitos contra Elizabeth. Eso lo ponía ante un dilema. ¿Debería oponerse al malicioso chismorreo? Hacerlo probablemente sólo provocaría que los ataques contra la señorita Elizabeth se intensificaran y además se complementaran con una interminable sarta de insinuaciones dirigidas a él. ¿Debería contenerse? Después de todo, él era un invitado. Tenía que haber alguna manera de…
—Tu descripción puede que sea muy exacta, Louisa —dijo Bingley rápidamente—, pero todo eso a mí me pasó inadvertido. Creo que la señorita Elizabeth Bennet tenía un aspecto inmejorable al entrar en el salón esta mañana. Casi no me di cuenta de que llevaba las faldas sucias.
Bien hecho, pensó Darcy. Tal vez Bingley demostraría que estaba a la altura y anularía aquella intolerable costumbre de sus hermanas sin ninguna interferencia de su parte.
Sin amilanarse y con la atención todavía fija en Darcy, la señorita Bingley profundizó todavía más en la cuestión.
—Estoy segura de que usted sí se fijó, señor Darcy; y me figuro que no le gustaría que su hermana diese semejante espectáculo.
—Claro que no —contestó Darcy, sintiendo un ligero temblor al recordar el espectáculo que su familia casi no alcanza a evitar.
La sonrisita de satisfacción que se dibujó en los labios de la señorita Bingley le hizo ver que su reacción no había pasado inadvertida. Ella se inclinó hacia él con seguridad.
—Me temo, señor Darcy —observó a media voz—, que esta aventura ha afectado bastante la admiración que sentía usted por los bellos ojos de la señorita Elizabeth.
Darcy clavó sus penetrantes ojos en la señorita Bingley, al tiempo que sus labios esbozaban una enigmática sonrisa.
—En absoluto —replicó—, con el ejercicio se le pusieron aún más brillantes.
Fletcher ya se había retirado y había cerrado la puerta de la alcoba, pero Darcy seguía sentado frente al tocador, con la mirada perdida en el espejo. Era cierto cuando lo dijo, reflexionaba en silencio, y después de pensarlo un poco más seguía siendo cierto: «Eso disminuirá significativamente sus oportunidades de casarse con hombres de alta condición».
El tema había sido las relaciones tan poco respetables que sus invitadas tenían en Londres y la influencia que esas conexiones tendrían sobre las perspectivas de ambas jóvenes. Bingley había demostrado una alarmante disposición a debatir con sus hermanas sobre el estatus de las Bennet, hasta que Darcy había intervenido en la conversación con aquella apabullante afirmación. A Charles no le gustó y cayó en un silencio que Darcy deseó que sus hermanas imitaran. Pero en lugar de seguir el ejemplo de Bingley, ellas continuaron intercambiando comentarios burlones a expensas de aquellas a quienes acababan de profesarles su preocupación. Darcy no podía entender qué las había impulsado a acudir a la habitación de la señorita Bennet para hacerle una consoladora visita después de haber hecho semejante despliegue, pero en eso habían ocupado su tiempo hasta que anunciaron que el café estaba servido.
A solas en su habitación, Darcy sacudió la cabeza, pues la inquietud por la velada le espantaba el sueño. Caroline Bingley. Con ese rostro, esa figura y esa fortuna, ella se movía fácilmente entre los primeros círculos de la aristocracia y bien podía aspirar a entrar en los de la nobleza, a pesar del hecho de que su fortuna provenía del comercio. Aunque la aprobación social de su familia era reciente, se comportaba con la misma altanería que una duquesa y con tan poca compasión como una piedra. Darcy se estremeció al pensar que una mujer como ésa pudiera ser su compañera en la vida y la dueña de sus propiedades y empleados. Sus pensamientos se detuvieron entonces en la persona más agradable pero más compleja de Elizabeth Bennet. Ella era la hija de un caballero que provenía de una larga línea de caballeros y, a pesar de su ridícula madre y sus lamentables hermanas menores, había heredado la distinción en su totalidad. Pero debido a que su familia había caído en tiempos de estrechez, su posición, aunque era reconocida en los alrededores de Hertfordshire, había pasado de ser bien recibida a ser apenas tenida en cuenta en el panorama más amplio de la sociedad.
Ella podrá reinar en Meryton, suspiró Darcy, pero en Londres la despreciarían, mientras que otras mujeres menos valiosas son cortejadas y elevadas hasta el cielo. Se levantó y se dirigió a la cama. Pero el sueño se negaba a aparecer y la charla mantenida durante la velada continuaba dándole vueltas en la cabeza. ¿Cómo había empezado todo aquello? Ah, sí, con los libros. La señorita Elizabeth había decidido leer en lugar de jugar a las cartas…
—La señorita Eliza Bennet desprecia el juego. Es una gran lectora y no encuentra placer en nada más. —El elogio de la señorita Bingley estaba elegantemente teñido de rencor. Darcy la miró con sorpresa, asombrado de que su ataque se produjera tan inmediatamente después de la aparición de la dama. A Elizabeth también la tomó por sorpresa, o tal vez el breve silencio que siguió a semejante afirmación fuese producto del cansancio, Darcy no podía estar seguro. Abrió los ojos al oír el comentario de la señorita Bingley y después volvió a posarlos en el volumen que tenía en la mano, antes de aventurarse a responder.
—No merezco ni ese elogio ni esa censura —exclamó—. No soy una gran lectora y encuentro placer en muchas cosas.
Bingley, que poseía el corazón romántico de un caballero errante, algo que Darcy ya sabía, corrió a rescatar a Elizabeth con un sincero cumplido, seguido de una despectiva descripción de sus propios hábitos de lectura.
—A mí me extraña que mi padre me haya dejado una colección de libros tan pequeña —interrumpió la señorita Bingley—. En cambio ¡qué magnífica biblioteca tiene usted en Pemberley, señor Darcy!
Darcy tenía serias dudas de que el contenido de su biblioteca despertara en el pecho de la señorita Bingley el grado de dicha que implicaba su tono. Era mucho más probable que lo que provocaba su admiración fuera la riqueza que atestiguaba ese número de volúmenes.
—Tiene que ser buena —contestó Darcy, pero evitó atribuirse el mérito por la riqueza de la biblioteca añadiendo—: Es obra de muchas generaciones.
La señorita Bingley no podía admitir la modestia de Darcy.
—Y además usted la ha aumentado considerablemente —afirmó y luego continuó con un aire de intimidad—: Siempre está comprando libros.
Darcy casi hace rechinar los dientes por la rabia que le produjeron los insistentes halagos de la señorita Bingley y también al ver la chispa de burla que comenzó a aparecer en los ojos de Elizabeth cuando notó su incomodidad.
—No puedo entender que se descuide la biblioteca de una familia en tiempos como éstos —afirmó Darcy, arrojando sobre la mesa las cartas que tenía en la mano.
La señorita Bingley dejó de ensalzar la biblioteca de Pemberley, pero siguió elogiando la casa en general, pasando por los jardines y los campos que la rodeaban, y terminando con una advertencia dirigida a su hermano, para que tomara Pemberley como modelo y no se contentara con nada menos. Bingley coincidió de buen grado con esa idea y se ofreció a comprar Pemberley en caso de que Darcy decidiera desprenderse de ella. Esa posibilidad era de una naturaleza tan absurda que el grupo soltó una buena carcajada.
Después de agotar ese tema, la señorita Bingley planteó otro, con el cual podía asegurarse la atención de Darcy:
—¿Ha crecido mucho la señorita Darcy desde la primavera? ¡Qué ganas tengo de volver a verla! ¡Qué figura, qué modales y qué talento para su edad!
Bingley miró intensamente a su hermana, tratando, supuso Darcy, de moderar sus exagerados elogios. Después de fracasar, intentó dirigir la conversación hacia un terreno más neutral.
—A mí me resulta asombroso que las jóvenes tengan tanta paciencia para aprender tanto y lleguen a ser tan perfectas como son. Todas pintan, decoran biombos y trenzan bolsitos de malla…
—Mi querido Charles —objetó Darcy, mientras se obligaba a dejar de observar a Elizabeth y dirigía la mirada hacia su amigo—, tu lista de esas habilidades cotidianas tiene mucho de verdad. El adjetivo se aplica a mujeres cuyos conocimientos no van más allá de hacer bolsos de malla o decorar biombos —agregó, y aprovechando la oportunidad para buscar la opinión de Elizabeth, ofreció la suya—: Pero estoy muy lejos de estar de acuerdo contigo en lo que se refiere a tu estimación de las damas en general. De todas las que he conocido, no puedo alardear de considerar realmente perfectas más que a una media docena.
—Ni yo, desde luego —dijo la señorita Bingley. Darcy la ignoró y dirigió su mirada expectante hacia Elizabeth, que no lo decepcionó.
—Entonces debe de ser que su concepto de la mujer perfecta es muy exigente.
—Sí, es muy exigente.
—¡Oh, desde luego! —se apresuró a intervenir la señorita Bingley—. Nadie puede estimarse realmente perfecto si no sobrepasa en mucho lo que se encuentra normalmente. —Luego procedió a enumerar una serie de conocimientos y habilidades que sólo la mejor educación proporcionaba y que sólo el padre más visionario consideraría apropiada para sus hijas—… pues de lo contrario no merecería el calificativo más que a medias —concluyó, dirigiendo una sonrisa compasiva a su invitada.
Elizabeth le devolvió la mirada con un poco de consternación, los labios apretados y una expresión severa en los ojos. Ardiendo en deseos de conocer la opinión de la señorita Elizabeth, Darcy insistió un poco más y agregó:
—Debe poseer todo eso, y a ello hay que añadir algo más sustancial —dijo y señaló con un gesto el libro que ella tenía entre las manos— en el desarrollo de su inteligencia a través de muchas lecturas.
—Ya no me sorprende que conozca sólo a seis mujeres perfectas —le replicó Elizabeth con altivez—. Lo que me extraña es que conozca a alguna.
Darcy estuvo a punto de soltar una carcajada al ver la deliciosa indignación de la muchacha, pero se limitó a enarcar una ceja ante su protesta.
—¿Tan severa es usted con su propio sexo que duda de que esto sea posible? —preguntó de manera provocadora.
—Yo nunca he visto una mujer así —profirió Elizabeth y durante un instante pareció que perdía la seguridad—. Nunca he visto tanta capacidad, tanto gusto, tanta aplicación y tanta elegancia juntas como usted describe.
Las otras dos damas presentes, según recordaba Darcy, protestaron enseguida por las expresiones de duda de la señorita Eliza, pero el señor Hurst se quejó por la falta de atención al juego, llamándolas al orden. Pocos minutos después Eliza se retiró, llevándose con ella todo el brillo que había tenido la velada. Satisfecho por la manera en que había comenzado, Darcy rehusó amablemente jugar otra partida y, tras llamar a su ayuda de cámara, dejó a los Bingley solos.
¡Ciertamente no es ninguna aduladora!, pensó Darcy riéndose para sus adentros, mientras daba vueltas en la cama en busca de una postura más cómoda. Ella no estaba dispuesta a tragarse con una sonrisa cualquier estupidez con tal de complacer, ni a inclinarse frente a una encarnizada oposición.
—Señorita Elizabeth Bennet —dijo Darcy como si se estuviera dirigiendo a ella—, independientemente de sus desafortunadas relaciones, es usted una joven muy particular. Me pregunto qué armas traerá mañana a la batalla.
A la mañana siguiente, la señorita Bennet se encontraba un poco mejor, gracias a los amorosos cuidados de su hermana; en consecuencia, fue enviada una nota a Longbourn. La respuesta a dicha nota, con la presencia en la puerta de Netherfield de la señora de Edward Bennet y sus numerosas hijas, se produjo, en opinión de Darcy, demasiado pronto. En ese momento, ellas se encontraban visitando a Jane Bennet, mientras que él y los Bingley deambulaban por el comedor del desayuno, esperando a que las damas bajaran. Bingley mataba el tiempo paseándose de un lado a otro, sentándose para dar un sorbo a su taza de té, volviendo a reiniciar su marcha, dejándose caer luego en un sillón que había contra la pared y poniéndose a jugar nerviosamente con los pastores de porcelana que decoraban la preciosa mesita que estaba junto al sillón.
—Charles, por favor deja la porcelana sobre la mesa, antes de que se rompa —siseó la señorita Bingley, cuya escasa paciencia estaba a punto de agotarse ante la intrusión de la familia Bennet—. ¡Y, por favor, deja de pasear! —añadió cuando Bingley volvió a levantarse del sillón—. La señora Bennet no tiene nada que objetar. Le hemos proporcionado a Jane todas las atenciones posibles y ella está recuperándose. Las muchachas campesinas son criaturas notablemente fuertes, ¿no es así, Louisa?
—Así es, Caroline. ¡Cómo si no podrían ser tan excelentes caminantes! —La risita de la señora Hurst fue interrumpida por el sonido del picaporte de la puerta.
La señora Bennet entró en el salón delante de sus hijas, agitada y preocupada por el estado de Jane y el horror que le producía la idea de trasladarla a Longbourn, lo cual sólo sorprendió a Bingley. Cuando terminó su amplia retahíla de temores y exaltación de las virtudes de Jane, Darcy tuvo la certeza de haber resuelto el misterio del particularmente imprudente viaje de la señorita Bennet a Netherfield, hacía dos noches. La única pregunta que quedaba y que le inquietaba desde que habían enviado la nota a Longbourn era a quién llamarían para que continuara cuidando a la señorita Bennet. Era posible que la señora necesitara la presencia de Elizabeth en casa y enviara entonces a otra hija para que probara suerte en Netherfield. O a una criada… o, Dios no lo permitiera, juró mentalmente Darcy mientras apretaba la mandíbula, ¡era posible que la madre pretendiera quedarse! Darcy estudió el rostro de Elizabeth mientras atravesaba el salón detrás de su madre y se sintió intrigado por la ansiedad que vio en él. Esto no augura nada bueno… ¿Puede haber algo de verdad en el alboroto de la señora Bennet? No, si ella está nerviosa ¡es por su madre! Darcy continuó observándolas desde su lugar privilegiado junto a la ventana, con el sol brillando sobre sus hombros, como si estuviera asistiendo a una obra de teatro. La señora Bennet sonreía con afectación, mientras sus hijas más jóvenes miraban con asombro el lujo del salón y los vestidos de las damas, riéndose y murmurando entre ellas de la manera más vulgar. Para escapar de las payasadas de sus parientes, Elizabeth se había refugiado junto a Bingley, en un soleado saloncito adyacente. Darcy notó que ahora parecía menos tensa.
—Lizzy —la voz de la señora Bennet interrumpió la brillante conversación de su hija—, recuerda dónde estás y deja de comportarte con esa conducta intolerable a la que nos tienes acostumbrados en casa.
Cuando la voz chillona hizo que se suspendiera toda conversación en el salón, también las reflexiones de Darcy fueron acalladas. El caballero sintió que los músculos de la espalda se ponían en tensión. Miró la cara de Elizabeth para ver cómo una fugaz expresión de dolor cubría su reservado semblante, antes de girarse hacia su madre. ¡Aquella mujer era insoportable! Hirviendo de disgusto, Darcy le dio la espalda al salón, antes de que él mismo sobrepasara los límites de la cortesía. ¿Acaso era tan inconsciente como para reprender a su hija en público?
Bingley intervino enseguida para llenar el silencio que se produjo después.
—No sabía —dijo, siguiendo el hilo de la conversación que sostenía con Elizabeth antes de la interrupción de su madre— que se dedicase usted a estudiar el carácter de las personas. Debe de ser un estudio apasionante.
—Sí —contestó Elizabeth. Su voz sonó, al principio, un poco insegura, pero se fue normalizando a medida que siguió hablando—: Y las personalidades complejas son las más apasionantes de todas. Al menos tienen esa ventaja.
Darcy se dio la vuelta al oír sus palabras, decidido a animar a Elizabeth y a desautorizar a su madre.
—Pero el campo, en general, no puede proporcionar muchos sujetos para tal estudio. —Elizabeth levantó la vista y lo miró con gesto inquisitivo—. En un pueblo —explicó Darcy— se mueve uno en una sociedad muy limitada y homogénea.
—Pero la gente cambia tanto —replicó Elizabeth y una chispa de burla testimoniaba que tras sus palabras se escondía un ejemplo—, que siempre hay en ellos algo nuevo que observar.
—Ya lo creo que sí —exclamó la señora Bennet de manera estridente, evidentemente ofendida por la manera en que Darcy había hablado de la gente del campo—. Le aseguro que eso ocurre lo mismo en el campo que en la ciudad.
Darcy se quedó mirándola, incapaz de creer que él fuera el destinatario de los insoportables modales de una persona como ésa y el objeto de su abierta antipatía. Su mirada voló después hacia Elizabeth. La expresión de inquietud mezclada con mortificación estaba regresando a su rostro. Darcy se tragó el punzante desaire que luchaba por salir de su boca, apretó los labios con fuerza y se alejó en silencio.
La conversación volvió a hacerse fluida, mientras él se paseaba lentamente por el salón. Aunque daba la apariencia de estar sumido en un total desinterés —mirando por la ventana o entreteniéndose con un libro—, Darcy tuvo cuidado de mantenerse a una distancia que le permitiera escuchar a Elizabeth. Pero su subterfugio no tuvo mucho éxito, pues una vez la señora Bennet adquirió el control de la conversación, ya no lo soltó. Ahora disertaba sobre las atenciones que Jane había recibido de un caballero de Londres, cuando tenía sólo quince años.
—Le escribió unos versos y bien bonitos que eran —concluyó con pomposidad.
—Y así terminó su amor —se apresuró a intervenir Elizabeth. Darcy se detuvo y la miró con curiosidad—. Creo que ha habido muchos que lograron combatirlo de la misma forma —siguió diciendo con voz contenida—. ¡Me pregunto quién sería el primero en descubrir la eficacia de la poesía para acabar con el amor!
—¿Acabar con el amor, señorita Elizabeth? ¡Curioso! ¡Tenía entendido que la poesía era el alimento del amor, no su verdugo! —Elizabeth levantó la cabeza al oír la réplica de Darcy y él vio con complacencia la chispa que devolvieron a sus ojos esas palabras de desafío.
—Puede ser el alimento de un gran amor, sólido y fuerte —contestó ella—. Todo nutre a lo que ya es fuerte de por sí. Pero si sólo se trata de una inclinación ligera, sin ninguna base, estoy convencida de que un buen soneto acabaría matándola de hambre.
Darcy no pudo evitar la sonrisa que se dibujó en su rostro a manera de respuesta, aunque todo el salón los estuviese mirando. Hubo unos instantes de silencio. Luego la señora Bennet volvió a agradecer las delicadas atenciones que Netherfield le había prodigado a la pobrecita Jane y se levantó para marcharse. Darcy la observó con cierta inquietud, peguntándose nuevamente qué habría decidido sobre el cuidado de Jane.
—Señor Bingley —dijo la hija más bulliciosa—, usted nos prometió dar un baile en Netherfield, ¿recuerda? ¡Todo el mundo lo está esperando! Sería vergonzoso que no cumpliera su palabra.
—Le aseguro que estoy perfectamente dispuesto a mantener mi compromiso —respondió Bingley para desgracia de Darcy—. En cuanto su hermana se reponga, usted misma, si le apetece, podrá señalar la fecha. Pero no me gustaría celebrar un baile mientras su hermana se encuentra enferma.
—Algunos de nosotros no querríamos bailar ni cuando ella está enferma ni cuando está bien —le susurró Darcy a Bingley, mientras Lydia Bennet quedaba encantada por la gentileza de su amigo. Charles le lanzó una mirada tranquilizadora, que Darcy recibió con resignación. La última cosa que quería era participar en un evento social de la magnitud de un baile, ya fuera en el campo o en la ciudad. Su paz se vería totalmente interrumpida por la agitación de los preparativos, por no mencionar la espantosa perspectiva de tener que cumplir sus deberes sociales con las damas de Hertfordshire, durante la propia velada. Su único consuelo, que repentinamente le pareció muy atractivo, sería la oportunidad que le brindaría para reclamar el baile que le fue negado en casa de sir William.
La señora Bennet cacareó como una gallina clueca llamando a sus pollitos y organizó a sus hijas en una fila, mientras presentaba sus respetos a los Bingley y a Darcy. Él inclinó la cabeza en respuesta a su saludo, pero al levantarse sólo alcanzó a ver la parte posterior del sombrero de la señora, mientras se apresuraba a hacer pasar a todas las muchachas por la puerta. El deseo de saber si Elizabeth se iba a quedar pudo más que la cautela en Darcy. Avanzó entonces hasta la entrada, justo a tiempo para ver cómo Elizabeth besaba tímidamente a su madre en la mejilla, la dama daba media vuelta lanzándole una última advertencia y la puerta se cerraba tras ella.
Elizabeth se quedó totalmente inmóvil bajo la luz del vestíbulo, mirando cómo desaparecían su madre y sus hermanas. Darcy no pudo adivinar qué emociones estaba experimentando en ese momento, pues la muchacha estaba mirando para otro lado, pero la manera lenta y decidida en que echó hacia atrás los hombros le indicó que su deliciosa antagonista no se iba a marchar de Netherfield ni abandonaría su pequeño combate verbal. Cuando la muchacha dio media vuelta y se dirigió lentamente hacia las escaleras, Darcy regresó al comedor pequeño y cerró la puerta. Sus reflexiones sobre los acontecimientos de la mañana le tenían tan absorto que los maliciosos comentarios de la señorita Bingley sobre el molesto comportamiento de sus visitantes le pasaron totalmente inadvertidos.
11 de noviembre de 1811
Netherfield Hall
Meryton, Hertfordshire
Mi muy querida Georgiana:
Con gran placer recibí tu carta del… y la releí tantas veces que habría sido capaz de recitarla de memoria cada vez que quería asegurarme de que habías recuperado la alegría. Como me hiciste el honor de escribirme sobre eso con tanto detalle, quisiera responderte de la misma manera y te confieso que estaba muy preocupado por ti desde que regresamos de Ramsgate, hace ya varios meses. Agradezco a Dios que hayas reconocido los peligros de la melancolía en que te habías sumido y que ya no sufras sus embates. Dices que eso te ha hecho adquirir más fortaleza de ánimo y me gustaría saber más detalles, pero sólo puedo decir que lamento las circunstancias que precipitaron esa terrible lección que te ha dado la vida y el hecho de que hayas estado tan decaída durante los últimos meses. Porque la culpa nunca fue tuya. Si hay que culpar a alguien de lo sucedido el verano pasado, el mayor peso de la culpa debe recaer sobre mí. No protestes, querida, porque es verdad, tal como te dije antes. Yo tenía que haber sido más cuidadoso. El dolor que te causó mi negligencia es un peso terrible para mi corazón.
¿Recuerdas —¡aunque sucedió hace muchos años!— cuando eras muy pequeña y yo tenía la peregrina idea de que saltarte encima cuando estabas descuidada era muy divertido? Después de ignorar todas las advertencias de nuestro querido padre para que yo dejara de cometer esa injusticia, recordarás que él decidió, con gran pesar, darme una pequeña paliza con su bastón. Pero lo que realmente destrozó mi orgulloso corazón de niño fueron las lágrimas que derramaste por los azotes que tanto merecía. Y así ha sido siempre, hasta el día de hoy. (Interrumpo aquí un momento para cumplir con una petición de la señorita Caroline Bingley, en cuya compañía estoy tratando de escribir esta carta. Es su mayor anhelo que te envíe sus recuerdos y te transmita sus deseos de volverte a ver. De esta manera cumplo con mi deber y tú sabrás recibir su cariño como consideres).
Continúo: es un gran alivio para mi conciencia saber que he hecho bien al enviarte a la señora Annesley y recibo tus tranquilizadores comentarios con un corazón lleno de gratitud por la bondad de Dios. Ella parecía una mujer muy valiosa y llegó a mí con las mejores referencias que haya visto. El hecho de que su influencia haya desempeñado un papel esencial en tu recuperación y haya estimulado la madurez de tu espíritu sólo reafirma mi aprecio por ella. Debe de tratarse, ciertamente, de una persona especial y ansío tener la oportunidad de conocerla mejor, cuando me reúna contigo en Pemberley para Navidad.
(Te ruego disculpes el carácter un tanto inconexo de esta carta. La señorita Bingley ha vuelto a importunarme con elogios. Baste decir que a ella le parece perfecto todo lo que hacemos los Darcy).
La señorita Bingley no es la única persona presente mientras escribo. Charles, desde luego, está aquí, así como su otra hermana, la señora Hurst, y su marido. Otras dos personas forman parte de nuestro pequeño grupo provisionalmente: la señorita Jane Bennet y su hermana, la señorita Elizabeth. La señorita Bennet vino a cenar con las hermanas de Charles hace varias noches, pero cayó muy enferma. Su hermana, la señorita Elizabeth, vino a cuidarla hasta que ella esté lo suficientemente recuperada como para regresar a su casa.
Por favor, te ruego que vuelvas a excusarme, pues retomo nuevamente esta carta tras otra interrupción. Muy en contra de mi voluntad, fui involucrado en una discusión con Charles y la señorita Elizabeth. No te relataré los detalles, pero me temo que si tú hubieses estado presente, me habrías reprendido con dulzura por mi carencia extrema de habilidad social. Mis profesores de filosofía de la universidad, por otro lado, se habrían sentido bastante orgullosos de mi actuación. Como bien sabes, Charles ha sufrido con frecuencia la fuerza de mi lógica y soporta, con su bondad natural, que yo haga pedazos sus opiniones erróneas, sin que eso tenga efectos posteriores sobre nuestra amistad. Pero, en este caso, él contaba con un inesperado defensor, la señorita Elizabeth Bennet que te mencioné, que entró a la lid armada con el escudo de la sensibilidad, contra el cual la lanza de la lógica siempre es considerada como un arma grosera y poco digna. No obstante, empuñando la lógica con seguridad, me lancé al ataque, pero rápidamente vi cómo se hacía añicos contra esa defensa incontestable. Ahora debo descubrir la forma de recuperar la buena opinión de la señorita Elizabeth. Un asunto sencillo para la mayor parte de los de mi sexo, pero un nudo gordiano para mí. Me temo que ella me está viendo en este momento como una persona insensible y prosaica, y me ha despachado con la recomendación de que «será mejor que termine su carta». Consejo que he seguido inmediatamente, pues hasta la lógica acepta su sabiduría.
Terminaré con información sobre la forma en que Charles se ha establecido entre la aristocracia local y lo complacido que está con su posición. Netherfield es una hermosa propiedad, que responderá bien a sus primeros pasos como propietario. La sociedad local es, en mi opinión, poco culta; pero me están persuadiendo de que es posible encontrar placer en ella. Charles, desde luego, ya está medio enamorado de una belleza local. La señorita Bingley y la señora Hurst no encuentran nada que les guste y, cuando no están suspirando por no hallarse en la ciudad, dejan caer claras insinuaciones sobre lo agradable que les parece Pemberley.
En un futuro próximo se ofrecerá un baile en Netherfield, ¡imagínate! Aparte de eso, ni ellos ni yo tenemos ningún plan. Próximamente tendré que hacer un viaje a Londres para atender asuntos de negocios, pero aún no he decidido si volveré a Hertfordshire o me quedaré en la ciudad hasta que me reúna contigo para Navidad.
Mi querida hermana, permíteme que te diga nuevamente lo feliz que me siento por saber que estás bien. No te recomendaré que te preocupes de tus estudios porque conozco bien tu dedicación y ya me siento orgulloso de tus éxitos.
Que Dios te guarde, preciosa, porque tú eres el verdadero tesoro de Pemberley, y también de mi corazón.
Tu devoto servidor,
Fitzwilliam Darcy
Darcy espolvoreó su carta con la arenilla para secar la tinta, la dobló perfectamente en tres y buscó en el interior del escritorio una barra de lacre para sellarla. Después de localizar una en el fondo de un cajón lleno de cosas, la calentó y permitió que unas pocas gotas cayeran sobre el borde de la carta. Inmediatamente sacó su sello del bolsillo del chaleco y lo estampó contra la carta. Concluida esa placentera tarea, se recostó en el sillón, contemplando el salón, mientras se golpeaba distraídamente la palma de una mano con la carta que sostenía en la otra.
La señorita Elizabeth ocupaba un diván que estaba a escasos metros, absorta de nuevo en el bordado que había abandonado brevemente durante su animada discusión de hacía un rato. En opinión de Darcy, representaba la imagen de la costurera dedicada, con el labio inferior atrapado entre delicados dientes blancos, mientras llevaba la aguja a la tela con habilidad. Una inexplicable oleada de alegría lo invadió, mientras admiraba la concentración y elegancia con que ella empleaba la aguja, con el dedo meñique doblado ligeramente. Esa placentera sensación se convirtió rápidamente en desaliento, cuando se detuvo a pensar en el estado actual de su relación con la muchacha. Suspirando, se levantó y colocó la carta sobre la bandeja de plata destinada al correo.
¿Qué podría hacer para volver a ganarse una buena opinión, si es que alguna vez ella había tenido una buena opinión de él? ¿Acaso debería elogiar su costura? ¡Una treta inútil! Ella sólo diría gracias y volverían a quedar en un punto muerto. Darcy examinó la habitación, desesperado por encontrar inspiración, cuando sus ojos se iluminaron al ver el piano arrinconado en una esquina. ¡Perfecto!… Si ella accede.
—Señorita Bingley, señorita Elizabeth —comenzó a decir con un poco de torpeza—, ¿aceptarían deleitarnos con un poco de música esta noche? —Los lánguidos rasgos de la señorita Bingley se iluminaron al oír la invitación y se levantó enseguida con elegancia. Tan ansiosa estaba por satisfacer la petición de Darcy, que ya casi había alcanzado el piano cuando recordó que él también se había dirigido a Elizabeth. La cortesía exigía que, como anfitriona, le ofreciera a su invitada la oportunidad de tocar primero. Dio media vuelta lentamente y con una sonrisa fría invitó a Elizabeth a sentarse ante el piano.
Para decepción de Darcy, Elizabeth declinó el ofrecimiento de manera decidida, pero dejó a un lado su bordado. Darcy quiso interpretar ese gesto como la indicación de que accedería a su petición después de que la señorita Bingley terminara. Mientras Elizabeth se acercaba al instrumento, Darcy no pudo evitar que sus ojos la siguieran, ni que cada paso y susurro de su vestido absorbiera toda su atención. La señorita Bingley comenzó su primera canción. El deseo de atraer la atención de Elizabeth de alguna manera luchaba contra la repugnancia de Darcy a hacer el ridículo, porque estaba seguro de que quedaría como un tonto al tratar de iniciar cualquier coqueteo. ¿Coqueteo? La idea le asombró tanto por su novedad como por su naturaleza reveladora. Un rubor subió por su cuello cuando los ojos de Elizabeth se encontraron fugazmente con los suyos. Tratando de ocultarlo, bajó la mirada hacia sus manos, sólo para descubrir que se estaba retorciendo el anillo con frenesí.
La señorita Bingley llegó al final de la melosa canción de amor italiana que había elegido y recibió la ovación del salón con elegancia pero aparentemente poca satisfacción. Darcy se percató de repente, cuando se unió a los aplausos, de que ella había escogido esa canción con la esperanza de atraer la atención de él. La sonrisa que esbozaban sus labios se contradecía con el brillo de sus ojos, que le decían que había notado su distracción.
La señorita Bingley se dirigió hacia Elizabeth.
—Las canciones de amor pueden ser tan tediosas cuando uno no conoce la lengua —dijo, arrastrando las palabras con maliciosa condescendencia—. ¿No le parece a usted, señorita Eliza?
Elizabeth suspendió su examen de los cuadernos de música que había sobre el piano.
—¡Ah, señorita Bingley, eso es muy desafortunado! En especial cuando usted las interpreta de una forma tan hermosa. ¡Por favor, permítame traducirlas para usted!
A Darcy casi se le cortó la respiración al ver la cara que ponía la señorita Bingley ante el inesperado giro que había tomado su insinuación.
—No, no me refería… es decir… eso no será necesario —balbuceó. Con silenciosa furia, agarró las partituras que descansaban sobre el instrumento y comenzó a tocar un animado aire escocés.
El travieso hoyuelo que Darcy tanto había admirado en casa de sir William hizo una fugaz aparición. Sin embargo, su efecto no se redujo de ninguna manera por su brevedad. El caballero se levantó de la silla sin darse cuenta y, antes de recobrar el pleno dominio de sí mismo, se encontró junto a ella.
—¿Le apetecería, señorita Bennet, aprovechar esta oportunidad para bailar una danza escocesa? —Las palabras salieron de su boca de manera atropellada, sorprendiéndolo a él tanto como al resto de los presentes.
¡Idiota!, se castigó Darcy. ¡Bailar una danza escocesa! ¿Qué es lo que pretendes? Darcy ya la conocía lo suficiente como para que la sonrisa que apareció en el rostro de la muchacha le sirviera de advertencia sobre lo que podía suceder. Sin embargo, no esperaba que ella guardara silencio. Así que repitió la pregunta. La segunda vez sonó todavía más ridícula, pero retirarse ahora era impensable.
—¡Oh! Ya había oído la pregunta —le aseguró Elizabeth—, pero no pude decidir enseguida qué contestarle. —La muchacha elevó peligrosamente la barbilla al hacer una pausa. Darcy volvió a sentir cómo se electrizaba el aire entre ellos y rápidamente se perdonó por la torpeza de sus palabras. Preparó su rostro contra los efectos del millar de chispas invisibles que volaban entre ellos—. Sé que usted desearía que yo le diera una respuesta afirmativa, para tener así el placer de criticar mis gustos —lo desafió Elizabeth—, pero a mí me encanta echar por tierra esa clase de trampas y defraudar a la gente que planea un desaire semejante. Por lo tanto, he decidido decirle que no deseo bailar en absoluto. Y ahora —dijo, fulminándolo con la mirada—, desairéeme si se atreve.
¡Magnífico! Fue lo único que se le ocurrió a Darcy mientras observaba cómo la malicia y la emoción se mezclaban con el encanto y la dulzura de su expresión. Sin embargo, ella no lo había interpretado bien; pero si lo que venía a continuación era un intercambio tan delicioso como éste, ¿qué importancia tenía? Darcy se puso una mano en el pecho, como si aceptara haber recibido un golpe directo, y se inclinó con solemnidad.
—De hecho, señora —contestó mientras se levantaba y una sonrisa le iluminaba el rostro—, no me atrevo. —Volvió a inclinarse y se apartó. Susurrando una disculpa, abandonó el salón y pidió que llamaran a su ayuda de cámara. Él sabía que sólo una actividad al aire libre le proporcionaría el alivio que requería la agitación de sus pensamientos y sentimientos. Después de cambiarse de ropa, llevaría a su perro a dar un paseo y trataría de controlar su propia mente concentrándose en la instrucción del sabueso.
Pocos minutos después salió de su alcoba poniéndose los guantes, y bajó corriendo las escaleras. Cuando estuvo en el exterior, sin embargo, aminoró el paso y se dirigió a los corrales que estaban al lado de los establos. ¡Hechicera descarada!, dijo pensativamente, sin poderse quitar de la cabeza la imagen de Elizabeth. ¡Con esos modales tan impertinentes y esa mente tan aguda! Y sin embargo, tan dulce y bondadosa con su hermana, cuidándola de las consecuencias de la locura de su propia madre. La imagen de aquella señora acudió entonces a su mente. Un minuto de contemplación de la vulgaridad y la avaricia de la mujer le sirvió para reafirmar, de alguna manera, la fascinación por su hija.
Cuando llegó a la caseta del sabueso, quitó rápidamente el seguro pero no abrió la puerta hasta que el animal que estaba dentro, ansioso ante la perspectiva de salir por la aparición de su amo, no mostró el decoro apropiado. Trafalgar se tranquilizó lo suficiente como para que le otorgaran la libertad, aunque los rítmicos movimientos de la cola revelaron su verdadera opinión sobre el momento. Darcy abrió la puerta y el sabueso echó a correr, describiendo un amplio círculo a su alrededor, antes de levantarse sobre las dos patas. El caballero se inclinó y acarició las orejas del perro. Y fue recompensado con un lametón rápido y furtivo en la barbilla.
—Te juro, viejo amigo —dijo, dirigiéndose al suplicante animal—, que ella es tan extraordinaria que si no fuera por la inferioridad de su familia, tu amo se encontraría en una situación extremadamente peligrosa. —De repente, los músculos del sabueso se tensaron—. ¡Trafalgar! —dijo Darcy y trató de levantarse—. ¡Abajo! —ordenó, pero el sabueso dio un salto y, con un ladrido exultante, lo tiró de espaldas al suelo.
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25 comentarios:
OOooooooooh excelente capítulo querida, su lectura ha sido en extremo deliciosa. Me fascina conocer la historia desde la perspectiva de Darcy que, si bien se suponía en la novela, ahora queda absolutamente demostrada.
Esa admiración por su aire desenfadado, natural y brillante al verla entrar por pimera vez al salón, con aspecto descuidado; esa ternura y complicidad que muestra ante ella al notar el sonrojo que le produce la conducta de su disparatada madre, esa ansia incontenible de buscar constantemente su mirada y su atención, de seguir todas sus palabras, incluso esos celos repentinos que siente en un momento hacia Bingley... todo ello resulta de lo más delicioso. Comprobar cómo un caballero tan regio mantiene constantes disputas internas al verse irremediablemente atraído por una "hechicera descarada" es algo de lo que una lectora romántica jamás reniega.
Saludos afectuosos y nos leemos, querida Lady Darcy
Madame, me encanta esa carta, y, desde luego, esa delicada forma de espolvorear arenilla, doblarla y sellarla tan al uso de la epoca.
Que romantico era escribir aquellas cartas! Ya se que el email es muchisimo mas practico, pero su encanto no es comparable. Yo soy una nostalgica de aquellas viejas cartas.
Feliz tarde
Bisous
Hace tiempo tuve una amiga con la que tuve el placer de mantener una relación epistolar. Hay algo delicioso en eso.
Hace apenas un año releí esta fascinante novela. Mi vida ha cambiado mucho desde entonces. Pero recuerdo esas tardes con nostalgia.
Besos, querida Lady Darcy.
Hola Lady Darcy, dime el libro que estás subiendo es Una fiesta como está y trata sobre qué exactamente? De seguro se relaciona mucho con alguna de las obras de Jane Austen.
Que estés bien, saludos.
Me encanto el capitulo una preciosidad, siempre siguiendo tu blog.
Un saludo
Que dulce es Darcy, el pobre ya se siente muy atraido a Elizabeth y no da una me enancata ya quiero otro capitulo. Te mando un beso cuidate.
Casi que no merece, la pena verla estuvo un poco rollazo.
Me encanta tu blog, apasionate.
Un saludo
Querida Akasha,
Esos párrafos que narran los conflictos internos de Darcy son la guinda de la torta, disfruto tanto como tú al leerlos, y mucho más cuando los transcribo al blog.
Un beso querida amiga y gracias como siempre por tus fieles visitas.
Mme,
Siempre tuve la curiosidad por saber de qué manera quedó redactada la carta de Darcy a Georgiana, teniendo en cuenta las constantes interrupciones poco agradables de Caroline, y me doy por satisfecha. Darcy continúa siendo un perfecto caballero aún en situaciones como esa. Y sí, compartimos la misma nostalgia, y un gusto que procuro concederme cada vez que puedo.
Buen día madame y gracias por su amable visista.
Querido Juan Antonio,
Debió ser una relación muy especial, en lo personal opino que tiene un encanto más que especial, y en muchos casos resulta ser un sentimiento mucho más intenso y profundo, que si no mediara distancia alguna entre los dos. Pocos somos los afortunados que valoramos una relación así.
Enhorabuena por eso querido amigo.
gracias por ese beso.
Hola César,
Esta nueva novela narra la misma historia de Orgullo y Prejuicio, pero vista desde la perspectiva de Darcy (el protagonista masculino de la novela original) si bien es cierto que Orgullo y Prejuicio está narrada en tercera persona, pero son los ojos de Elizabeth Bennet los que nos dan una idea del comportamiento de Darcy, ahora en esta novela quedan al descubierto muchos sentimientos y conflictos internos que se sospechaban y otros tantos nuevos que no. Cabe destacar el talento de la autora como buena observadora del carácter masculino. Muy recomendable.
Espero te animes también a leerla.
saludos y muchas gracias por pasar.
Hola Ladymaría,
muchísimas gracias por tu visita, sabes que siempre eres bienvenida.
saludos y nos vemos en el siguiente capítulo.
Hola Citu!
Darcy trata de encontrarle tres pies al gato por no aceptar que se encuentra casi hundido hasta el cuello ;D
besos también para tí amiguita mía.
Ladymaría,
Entonces no me perdí de gran cosa, me alegro, gracias por el aviso.
un beso.
Cuanto acartonamiento Mme, pero como me atraen estas historias!!!
Saludos!!!
Estoy deseando tener vacaciones para tener más tiempo y meterme de lleno en la lectura de los capítulos más tranquilamente...Me gustaría retomar la historia desde el principio...los primeros no los he leido y la verdad es que estoy enganchada a la historia...seguro que lo haré este verano
Es conmovedor ir descubriendo los sentimientos de Darcy hacia Elisabeth
¡Tan lindo Darcy! me encanta ver que tras esa fachada aparentemente inescrutable se esconde un ser humano sensible y apasionado.
Por algo es mi caballero Austen favorito.
Saludos.
Estos capítulos y la visión de Darcy supongo que lo escribes tú, no? SOn magníficos. Me ha encantado leerlo. Soy una austenadicta, y por supuesto fan total de Orgullo y Prejuicio y Darcy y Lizzie. Tienes muchísimo talento, me he sumergido en ellos.
Besos
Muy buena entrada Mme, y al leerla pienso lo que sería para la pobre muchacha la rigurosidad del clima. Los que vivimos en zonas frías lo entendemos mejor. Me encanta la descripción de todo, como si lo estuviera viviendo.
Muy agradecida monsieur Dubois por su visita, en efecto, la descripción de escenarios y sentimientos en esta novela confluyen de manera muy armoniosa, una delicia de lectura.
saludos.
Princesa Nadie,
Sin duda estas vacaciones nos darán a todos un respiro bien merecido, y qué mejor que disfrutarlo de la mejor manera ;) feliz lectura.
Besos Princesa.
Y el mío también querida Eleanor.;)
Gracias por pasar, tus visitas siempre son gratas.
un fuerte abrazo.
¡Hola querida Rosana!,
Seas bienvenida a mi rincón austeniano, deseo que disfrutes tanto como yo y todos los seguidores apasionados de Jane austen y las novelas de época, que pasean por este salón de lectura. La novela que estoy subiendo ahora es de la autora Pamela Aidan y narra, como has podido apreciar, la perspectiva de Darcy frente a los eventos que dieron origen a Orgullo y Prejuicio. He tenido el placer de leerla y es por eso que quiero compartirla ahora con uds. Espero contar con tus gratas visitas e impresiones de hoy en adelante.
un abrazo.
Mi admirada Lady Darcy, no sé cómo serán los próximos capítulos, pero dudo mucho que consigan mantener un nivel de intensidad tan extraordinario. Y, por supuesto, no lo digo en desmérito de la novela, porque toda novela, hasta las más excelsas, tienen altibajos en sus pasajes; lo digo en alabanza de este capítulo en concreto. Sería excesivamente largo, y por ello tedioso e incorrecto para mi anfitriona, comentar todos los puntos de interés que posee, desde la hábil interrogación de Darcy acerca de los motivos de Jane para desplazarse sola y con tan mal tiempo hasta Netherfield hasta ese genial duelo entre Lizzy y Fitz sobre la eficacia de la poesía para acabar con el amor, pasando por el concepto de mujer perfecta que éste posee y tan mal se le interpreta (por su dialéctica poco explícita), sin olvidar otra carta que deja a Darcy sin la menor capita de cebolla con la que enmascararse.
Creo que sus invitados, al menos por lo que a mí se refiere, no podremos pagar tan fácilmente este descubrimiento que nos está facilitando, suave y sabiamente regado con imágenes que siguen percutiendo nuestra memoria.
Su devoto servidor.
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