martes, 28 de junio de 2011

SÓLO QUEDAN ESTAS TRES Capítulo IX

La alianza de las mentes sinceras



Después de cerrar la puerta al finalizar su fracasada entrevista con Lydia Bennet, Darcy recorrió lentamente el pasillo y bajó las escaleras hasta la taberna de la posada, donde se encontraba Wickham, mientras consideraba su siguiente movimiento. Aquel bribón debía de estar pensando que estaba en la posición más ventajosa y, en efecto, así era a simple vista. La presencia de Darcy y la obstinación de Lydia eran prueba de ello. Pero era una ligera ventaja y mientras tuviera todavía localizados a los tórtolos, correspondía a Darcy la tarea de insistir en la incertidumbre y el peligro que representaba su posición, poniendo tanto énfasis como pudiera. Porque si llegaban a huir, todo estaría perdido.


Wickham se dio la vuelta cuando Darcy entró en la oscura estancia y su eterna sonrisita se hizo más amplia al ver que Darcy bajaba solo. Avanzó hacia el lugar que habían ocupado antes y puso un vaso medio vacío sobre la mesa, antes de sentarse.


—Una muchachita asombrosamente fiel, ¿verdad? Todavía no sé si eso es un rasgo afortunado o desafortunado en una mujer, pero así es. ¿Qué le vas a hacer?


—En efecto —respondió Darcy, sentándose en el otro asiento—. ¿Qué sugieres?


Wickham soltó una carcajada, como si acabara de hacer un chiste, pero su alegría se apaciguó bajo la constante mirada de censura de Darcy.


—Bueno —sugirió—, podrías llevártela a la fuerza, tú o alguien a quien contrates, pataleando y gritando como una loca. Ni yo ni nadie aquí se interpondría en tu camino por… —Miró a Darcy con gesto calculador—. Diez mil libras.


—Diez mil libras —repitió Darcy sin emoción—. Pero está el problema de su reputación y la de su familia. El hecho de que tú tengas diez mil libras en el bolsillo no va a restaurar la respetabilidad de la familia de ella. No, la idea de llegar a un arreglo matrimonial es la dirección correcta que debes tomar. —Darcy se recostó.



Wickham hizo una mueca de decepción, pero sus ojos decían que estaba ansioso por seguir.


—Muy bien, diez mil libras. —Golpeó la mesa como si estuviera en una subasta de caballos—. ¡Y me caso con ella!


Darcy fingió una ligera mirada de sorpresa.


—¿Y después de oír esta oferta tan magnánima debo asumir que tú crees que, primero, yo soy tonto, y segundo, el simple hecho de unir tu nombre al de ella será una compensación adecuada por tus acciones y se restaurará inmediatamente la reputación de toda la familia?


—¿Qué es lo que tú…?


—¿Qué es lo que creo? Muy sencillo, que una vez te encuentres en posesión de una suma considerable de dinero, abandonarás a la muchacha en manos de tus acreedores y yo habré financiado una buena cantidad de bellaquerías y engaños futuros. ¿O acaso has olvidado mencionar que el trato incluía una cláusula adicional según la cual tú te reformabas y modificabas tu carácter?


Wickham le lanzó una mirada de frío odio.


—¡Siempre el mismo mojigato melindroso y temeroso de ensuciarse la ropa! ¡Carácter! —exclamó con odio—. Sólo los ricos pueden permitirse el lujo de tener carácter, pero la mayoría de ellos parecen no complicarse mucho. Simplemente tienen el dinero o el poder para comprar la manera de salir de los problemas, antes de que los rumores se vuelvan demasiado insistentes. Pero los pobres… a los pobres los juzgan sin conmiseración…


—Sí —lo interrumpió Darcy—, está el asunto de tus deudas. ¿Tienes alguna idea de a cuánto ascienden? —Wickham se encogió de hombros con desinterés. Darcy insistió en el asunto—: Entonces pensemos solamente en las que has contraído desde tu llegada a Meryton. ¿A cuánto ascienden?


Wickham se volvió a encoger de hombros.


—No tengo ni idea, excepto… —Desvió la mirada un segundo, antes de continuar—: Excepto las deudas de honor que tengo con mis compañeros oficiales. —Como si hubiese tenido una revelación de repente, Wickham se enderezó y golpeó la mesa—. ¡Ellos son los causantes de todo este maldito lío! ¡Si esos «elegantes caballeros» no hubiesen sido tan endemoniadamente meticulosos a la hora de exigir lo que les debía y no hubiesen estado tan prestos en delatarme, yo no estaría aquí!


—Pagaré tus deudas.


—¿Qué? —Wickham miró a Darcy de inmediato—. ¿Todas?


—Todas aquellas en las que incurriste desde que pusiste un pie en Meryton.


—¡Debes de estar bromeando! ¿Todas? ¿Sin saber la suma? —preguntó con incredulidad.


—Pagaré tus deudas, tanto a los comerciantes como a los oficiales —repitió Darcy. No se había movido desde que se había recostado contra la silla y, extrañamente, tampoco había sentido la rabia o el desagrado que solía sentir hasta ahora cada vez que cruzaba por su mente la simple mención de George Wickham. Darcy tenía un objetivo, y trataría de conseguirlo, pero algo había cambiado, y ahora era capaz de luchar contra aquel canalla de manera desapasionada.


La incredulidad de Wickham se convirtió rápidamente en suspicacia.


—Pero eso significaría que tú las controlarías todas. Y en cualquier momento, podrías exigir su pago.


—Sí, eso es cierto. —Darcy inclinó la cabeza, mostrando su acuerdo—. Dependerías de —añadió e hizo una pausa, mientras buscaba la palabra, y le hizo gracia encontrarla precisamente en una frase que había salido de los labios de su hermana— la clemencia, que sería excesivamente generosa y silenciosa, te lo aseguro, mientras tú te comportaras como un caballero en el amplio sentido de la palabra y trataras a tu esposa de manera honorable. —Agitado ante la perspectiva, Wickham se puso en pie y se dirigió a la ventana—. Yo no necesito que tú creas en el honor, puedes continuar despreciándolo todo lo que quieras, sólo que actúes de manera que los demás crean que lo respetas —terminó de decir Darcy, mientras el otro hombre le daba la espalda. En ese momento, Wickham se volvió para mirarlo cara a cara, con una expresión inescrutable—. Pero si llego a enterarme de que estás maltratando a tu esposa o has contraído una deuda de manera injustificada… —Darcy dejó la frase en suspenso.


—¡Atrapado y encadenado! —Wickham contrajo la cara con rabia—. ¿Y qué gano yo en esta encantadora historia? Ya sabes que podría simplemente huir de ti, de la muchacha y de todo este maldito lío en este instante.


—Podrías tratar de hacerlo, tienes razón, pero hay demasiada gente interesada en tu paradero: comerciantes, padres ofendidos, tus antiguos compañeros del regimiento, por no mencionar a tu comandante. Yo te encontré pocos días después de enterarme de que habías huido de Brighton. Ellos también podrán hacerlo.


Wickham se puso pálido, tragó saliva y luego enrojeció.


—No te atreverías… —susurró entre dientes, con los ojos llenos de rabia.


—Sinceramente, espero que las cosas no lleguen a ese extremo —contestó Darcy, mientras una sensación de calma fluía por su cuerpo. La veracidad de sus palabras lo sorprendió casi tanto como a su adversario. Debería estar sintiendo un enorme júbilo a causa de su inminente triunfo sobre el hombre que había arruinado su vida y amenazado a su familia. Al menos debería haber sentido la satisfacción de acorralar a su presa, pero no era así. ¿Acaso era compasión? ¿Sentía compasión por Wickham? No… no se trataba de eso… precisamente.


Wickham se relajó un poco y volvió a sentarse a la mesa.


—Si accedo a todo eso, ¿cómo voy a vivir de aquí en adelante y con una esposa que mantener? Está muy bien eso de satisfacer a todas esas sanguijuelas, pero ¿de qué voy a vivir? —El hecho de que Darcy no contestara inmediatamente pareció preocupar a Wickham, porque comenzó a golpear nerviosamente el suelo con el pie—. No tengo profesión. —Se miró las manos y luego volvió a mirar a Darcy—. ¡Kympton! ¡Dame la rectoría de Kympton! —Darcy comenzó a negar con la cabeza—. ¡Es lo que tu padre quería para mí! ¡Es perfecto!


—¡No! ¡De ninguna manera! —Darcy cortó de plano las exigencias de Wickham—. Hay otra posibilidad, pero antes de hacer más averiguaciones deseo llegar a un trato contigo. —Se levantó de la silla—. ¿Hacemos ese trato? Tú no tratarás de huir de esta posada y te reunirás conmigo mañana para seguir discutiendo tu situación, y yo no informaré a nadie de tu paradero ni me retractaré de ninguna de las promesas que te he hecho hasta ahora.


Wickham reflexionó un momento y luego, suspirando, le tendió la mano.


—De acuerdo. —Darcy se quedó mirando la mano extendida, sintiendo una opresión en el pecho—. Ah, bueno… —Wickham comenzó a retirarla.


—¡No, ven! —Darcy ignoró al diablillo que quería llevarlo de nuevo al reino del resentimiento y estrechó brevemente la mano de Wickham—. De acuerdo. Mañana por la tarde vendré a buscarte —dijo apresuradamente—. Despídeme de la señorita Lydia Bennet. —Luego tomó su sombrero y su bastón y dejó a Wickham solo en la taberna, para que pensara lo que quisiera acerca de lo que acababa de pasar entre los dos.


Al llegar a donde estaba el coche de alquiler, Darcy le dio una dirección al cochero y subió. Mientras el vehículo recorría las calles, arrojó su sombrero y sus guantes sobre el gastado asiento de cuero y se frotó primero los ojos y luego toda la cara. Se recostó contra los cojines del respaldo, estiró las piernas y evaluó la situación. ¡Los había encontrado! La triste miseria del lugar en el que estaban era suficiente para deprimir al más optimista de los hombres, y Wickham no formaba parte de ese feliz grupo. Pero Darcy estaba seguro de que se sentía cada vez más impaciente por tener que marginarse de la vida que ansiaba y estaba desesperado por encontrar una manera de alcanzar otra vez la suficiente respetabilidad para disfrutar de esa vida. ¿Serían suficientes para tentar a Wickham las condiciones que le había propuesto? Parecía que sí; al menos de momento. Cuando pasara todo aquello, era probable que el simple hecho de tener el control de sus deudas pendiendo sobre su cabeza lo hiciera mantenerse en el camino correcto.


Cerró los ojos y dejó escapar un gran suspiro. A pesar de que las condiciones resultaban bastante onerosas para Wickham, la verdad era que el hecho de que el hombre hubiese aceptado su oferta de comprar todas sus deudas y las medidas que habría que tomar para garantizar los términos del acuerdo lo atarían a él durante el resto de su vida. Darcy lo sabía desde el principio y el desagrado que esto le producía había despertado su antipatía latente, a pesar de todos los esfuerzos por tener una actitud adecuada a la importancia de aquel empeño. Pero luego, al ver todo aquello —el egoísmo y la actitud desafiante e infantil de Lydia Bennet, la bravata de Wickham, que mostraba su absoluta falta de conciencia—, Darcy había sentido brotar dentro de él una inesperada compasión, y la suave lluvia de la clemencia había hecho desvanecer lo que la rabia y el orgullo no habían podido lograr. Había llegado a un acuerdo. Era un comienzo que permitía albergar un poco de esperanza.


¡Esperanza! La atención de Darcy se fijó ahora en esa dulce presencia que había en su corazón, para quien significaría tanto esta esperanza… Elizabeth. Si pudiera aliviar su sufrimiento asegurándole que había encontrado a su hermana y que ya se estaban trazando los planes para garantizar su regreso. ¡Lo que debía de estar pasando día tras día, mientras esperaba que le llegara alguna noticia!


—Pronto —le prometió Darcy con voz suave en medio de la penumbra del carruaje—. Pronto.


El vehículo se detuvo frente al cuartel de oficiales de la Real Guardia Montada de su majestad y, cuando el cochero se bajó para abrir la portezuela, Darcy sacó una tarjeta del tarjetero que guardaba en el bolsillo del chaleco. Se la entregó al hombre y le pidió que se la llevara al oficial de guardia y preguntara por el paradero del coronel Fitzwilliam. En menos de cinco minutos, Darcy sabía exactamente dónde estaba su primo.


—¡Por Dios, Fitz! ¿Qué estás haciendo aquí y montado en eso? —Darcy se rió al ver el gesto de desaprobación de Richard, mientras su primo le abría la portezuela del carruaje y bajaba él mismo la escalerilla. ¡Era estupendo volver a reír!—. Toma, coge tu sombrero, por favor, y ¡asegúrate de sacudirlo!


—¡Por favor no ofendas a mi cochero! —le advirtió Darcy con un guiño—. Es un hombre extraordinariamente valiente y fiel a su palabra. —Se volvió hacia el hombre y le puso en la mano tres veces más de la tarifa habitual, mirándole directamente a los ojos—. Le estoy muy agradecido.


—Gracias, patrón… Ah, señor. —El hombre se sonrojó y, bajando la cabeza mientras retrocedía, se subió de nuevo a su pescante y se marchó.


Darcy dio media vuelta y vio a su primo mirándolo con total incredulidad. Le puso una mano en el hombro y dijo:


—Ven, ya he encontrado a Wickham y necesito tu ayuda. ¿Dónde podemos hablar?


Minutos después, estaban en el umbral de una taberna frecuentada por un gran número de oficiales de su majestad, la mayoría de los cuales miraron con curiosidad a Darcy, después de hacerse a un lado y saludar a su acompañante.


—No hay muchos civiles lo suficientemente valientes como para atreverse a cruzar el «Mar Rojo» —explicó Richard, escoltando a su primo hasta una cómoda mesa en el rincón—. Se están preguntando quién eres tú. Ahora, ¡dime cómo demonios has hecho para encontrar a ese bellaco sarnoso antes que yo!


Darcy sacudió la cabeza.


—En otra ocasión, tal vez. Necesito tu ayuda en algo en lo que tú eres particularmente experto. —Richard le sonrió con picardía—. ¿Qué? ¡No! Me refiero a tus conocimientos militares, mi querido primo.


Richard se recostó contra la silla, con actitud de suficiencia.


—¡Habla! ¿Qué quieres saber?


—¿Cuánto cuesta un cargo de teniente?


—¿Un cargo de teniente? Depende de la unidad y del lugar donde esté destacada. Está entre las quinientas y las novecientas libras. —Frunció el entrecejo—. ¿Por qué…? ¡Espera un minuto! —El coronel se inclinó hacia delante y clavó una mirada horrorizada en Darcy—. ¡No estarás pensando en Wickham!


—¡En un segundo! —Darcy sonrió al ver la expresión de su primo—. ¡Nunca entenderé por qué D'Arcy dice que eres lento!


—¡Porque es un idiota! Pero eso no viene al caso. —Richard entrecerró los ojos y golpeó la mesa con un dedo—. Quieres comprarle un cargo de teniente a Wickham. Wickham, el canalla que casi arruinó… —Se detuvo y se mordió el labio, luego continuó—: Que te ha arrojado a la cara todo lo bueno que has hecho por él, que le debe dinero a todos los comerciantes y una disculpa al padre de todas las jovencitas que hay desde aquí hasta Derbyshire. —Richard se iba poniendo cada vez más rojo con cada acusación—. ¿Qué ha hecho para que abandone su regimiento en la milicia y tú lo recompenses con una carrera en el ejército regular? ¡Teniente! —exclamó Richard resoplando—. ¡Déjalo empezar desde abajo y aprender disciplina y respeto, si tiene tantas ganas de entrar en el ejército!


—No te lo puedo decir; no tengo derecho a revelar los detalles —le recordó Darcy a su primo, que se recostó contra la silla y comenzó a sacudir la cabeza lleno de frustración. Luego cedió un poco—. Debes saber que no hago esto con el objeto de asegurar el bienestar de Wickham. Él ha… —Darcy se quedó callado un momento y frunció el ceño—. ¡Maldición! Ha engañado a otra jovencita, pero esta vez se trata de una muchacha de una familia a la que conozco, respetable pero modesta. Lo único que hay que hacer es obligarlos a casarse y tú sabes tan bien como yo que George no está en condiciones de mantener a una esposa. Hago esto por la jovencita y su familia. —Darcy repasó con el dedo uno de los círculos oscuros que habían dejado en la mesa innumerables vasos a lo largo de los años—. Tal vez, si hubiese sido menos orgulloso, habría tenido algo de éxito en hacerles ver la verdadera naturaleza de Wickham, antes de que pusiera en peligro a una de sus hijas.


Richard observó a su primo fijamente, mientras se acariciaba la barbilla. Darcy sabía que estaba buscando cualquier resquicio de debilidad que pudiera aprovechar.


—¡Muy bien, muy bien! —Se rindió finalmente y levantó las manos—. Estás decidido a hacer esto, en lo cual hay mucho más de lo que se ve a simple vista, y no hay manera de hacerte cambiar de parecer. ¿Qué quieres que haga yo?


—Encuentra un puesto de teniente en una unidad destacada aquí en Inglaterra, pero en un lugar recóndito, preferiblemente donde haya pocas tentaciones para ir por el mal camino.


Richard enarcó las cejas.



—¡Quieres enterrarlo! —Resopló—. Bueno, debo decir que tu idea suena mejor ahora que al principio. No debe de ser difícil encontrar oficiales que quieran vender un cargo sin muchas posibilidades de ascenso en medio de la nada. Tal vez tenga suerte y pueda encontrar un acantonamiento con un comandante autoritario, que crea devotamente en los beneficios de atormentar a sus subalternos para convertirlos en hombres de verdad. —Se rió con malicia—. Te enviaré una lista a Erewile House.


—La necesito lo más pronto posible. —Darcy se puso en pie, al igual que su primo.


—¡Sí, señor! —respondió Richard enseguida, luego se inclinó para susurrarle al oído—: Pero si se llega a saber que yo tuve algo que ver con la entrada al ejército de ese miserable, no tendré compasión contigo, primo.

**************

 Esa misma noche, Witcher dejó sobre el escritorio de Darcy un sobre con la letra inconfundible de Richard.


—Una comunicación del coronel Fitzwilliam, señor —anunció Witcher desde la puerta y luego atravesó el salón, cuando Darcy lo autorizó.


—Gracias, Witcher. Eso será todo. —Tomó el sobre y comenzó a romper el sello.


Pero en lugar de salir, el mayordomo se quedó mirando la bandeja que Darcy tenía junto al brazo.


—¿No le ha gustado la comida, señor?


—No, está muy bien. —Darcy miró con desaliento la comida primorosamente dispuesta—. En medio de todo este lío —dijo, señalando el escritorio lleno de papeles— se me olvidó que estaba ahí.


—¿Quiere que me la lleve, señor? —A juzgar por el tono de Witcher y su larga experiencia, Darcy sabía que el hecho de mandar la comida de vuelta sin probarla, preocuparía a sus sirvientes.


—No, no, déjela ahí. Ahora que esto ha llegado —respondió, señalando el sobre—, me siento más tranquilo. Dele las gracias a su mujer, Witcher.


—Sí, señor. —El hombre suspiró con alivio—. Eso haré, señor.


Una vez roto el sello, Darcy esparció las páginas sobre el escritorio y estiró la mano para tomar una de las galletas de limón de su ama de llaves. Después de estudiar durante media hora la lista del coronel Fitzwilliam y seleccionar el regimiento que estaba más lejos de Hertfordshire y de toda sociedad respetable, sacó papel y pluma y comenzó la compra de un puesto para el oficial George Wickham.


A la mañana siguiente, siguiendo las instrucciones de su primo, Darcy presentó su solicitud ante las autoridades apropiadas y una hora después le aseguraron que, cuando se hubiesen cumplido todos los trámites militares, su solicitud para un cargo en el regimiento…, destacado en Newcastle, sería aceptada.


Al regresar a Erewile House, se embarcó en la extraordinariamente incómoda tarea de informarle a su secretario de que sería necesario hacer ciertos ajustes en sus finanzas. Por primera vez en su larga relación, Darcy vio que Hinchcliffe se sobresaltaba realmente y se quedaba mirándole fijamente.


—Señor Darcy —dijo con voz ronca, incapaz de articular bien las palabras—, ¡usted no sabe lo que está diciendo! Conseguir una suma que supera de tal manera los requerimientos normales de sus intereses implicaría un movimiento de capital bastante considerable y, por tanto, una pérdida inevitable. Señor, respetuosamente le ruego que lo reconsidere. Tal vez haya otras maneras de conseguir esa suma…


Darcy negó con la cabeza.


—Me temo que no con tanta rapidez y el tiempo corre en mi contra. —Al ver la preocupación en los ojos del secretario, Darcy continuó—: No piense que he hecho algo imprudente o deshonesto, Hinchcliffe. No me he convertido en jugador ni soy víctima de una extorsión. Al contrario, tengo la esperanza de que estos fondos sirvan para hacer un bien… para corregir un error, al menos. —Guardó silencio, dando un golpecito al escritorio—. Lo dejo en sus manos, Hinchcliffe —le dijo al hombre que le había enseñado y lo había guiado en todos los asuntos financieros desde la muerte de su padre—, y tengo plena confianza en sus decisiones. Proceda como mejor le parezca: yo firmaré sin pedir ninguna explicación o justificación.


—Como desee, señor. —El secretario se levantó y lo miró. Ya había recuperado su habitual reserva, pero todavía era evidente su preocupación por alguien que había crecido bajo su tutela—. Pero la esperanza, esa de la que usted habla, rara vez produce capital, señor, y mucho menos intereses.


—Sin embargo, si hay algo de humanidad en nosotros, debemos seguir invirtiendo, ¿no le parece? —Lo dijo en voz baja, pero con una repentina y sentida convicción.


Hinchcliffe inclinó la cabeza y luego, por primera vez, le hizo una reverencia completa.


—Su padre estaría muy orgulloso, señor, muy orgulloso. —Y diciendo esto, el secretario dio media vuelta, sin alcanzar a ver la expresión de asombro y agradecimiento en el rostro de Darcy, y salió del estudio, con los hombros en actitud de emprender una batalla financiera contra el mundo, en nombre de su patrón. Darcy sabía que las palabras de Hinchcliffe no eran producto de la ligereza. Acompañadas por aquella reverencia, eran la primera prueba del aprecio más profundo y auténtico que le había ofrecido su secretario en todos estos años. Ah, el hombre siempre había sido extremadamente cortés y paciente, incluso cuando, durante su primer encuentro, Darcy, de doce años, se había estrellado contra el joven secretario en el vestíbulo, justo frente a esa misma puerta. Su padre estaría muy orgulloso. Los ojos de Darcy buscaron el pequeño retrato de su padre que había sobre la pared y asintió en señal de agradecimiento.


—Sí, gracias, creo que lo estaría.


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miércoles, 1 de junio de 2011

SÓLO QUEDAN ESTAS TRES Capítulo VIII

Lo que el amor trazó en mudos instantes





El regreso a Pemberley le llevó quizá un cuarto de hora o más; Darcy no fue capaz de precisarlo. Lo único que recordaba era que había montado a Séneca en la puerta de la posada y ahora se encontraba de vuelta, recobrando la conciencia de lo que lo rodeaba, gracias al golpeteo de los cascos del caballo sobre los adoquines del patio de su propio establo.


Cuando sacó el reloj de bolsillo, después de que un mozo del establo se llevaba su caballo, abrió los ojos con asombro al ver lo que le mostraban las manecillas. ¡Una hora! Miró al caballo mientras lo conducían a la caballeriza, moviendo lentamente la cola. Realmente debía agradecer a Séneca el haberlo traído a casa, pues no tuvo noción del tiempo transcurrido ni del paisaje que había pasado ante sus ojos en el camino de vuelta. Una hora. Con algo de suerte, los demás todavía debían de estar soportando el desayuno al aire libre de Caroline Bingley y él podría continuar, sin que nadie lo interrumpiera, las reflexiones que había comenzado tan pronto como había visto el angustiado rostro de Elizabeth.


¿Qué debía hacer? Esa pregunta lo había atormentado durante todo el viaje de regreso. Darcy había decidido rápidamente lo que podía hacer. Sus recursos, los contactos que tenía, el hecho de conocer personalmente los gustos y las costumbres de Wickham lo predisponían a pensar que era la persona que tenía más posibilidades de encontrar a la pareja desaparecida, o dirigir a otros hacia el paradero de Lydia Bennet. Pero lo que Darcy podía hacer no era el factor decisivo en lo que dictaba el sentido del deber. Ése era el punto clave, porque hasta este momento su éxito al elegir lo que debía hacer había sido más que lamentable. De hecho, los errores que había cometido en aquel asunto eran el origen de la crisis que contemplaba en ese preciso momento. Con un estremecimiento, volvió a sentir el peso de la culpa.


La ayuda de un desconocido en un asunto familiar tan delicado como aquél podría ser muy mal recibida. Darcy sabía bien hasta dónde podía llegar una familia para protegerse. Antes de establecer el destino final de su hija —ya fuese por medio de un matrimonio honorable, el aislamiento o la desgracia eterna—, uno de los propósitos principales de la familia de Elizabeth sería involucrar en el asunto a la menor cantidad de gente posible. Además, la familia Bennet no tenía ningún tipo de relación con él que pudiera impulsarlos a solicitar su ayuda o que justificara el hecho de que él la ofreciera. ¡Presuntuoso… entrometido… indeseable! Se quitó los guantes y se golpeó con ellos la pierna, movido por la irritación que le provocó la frustrante pero precisa calificación que podría recibir cualquier ayuda o gestión que él pudiera ofrecer. Parecía como si lo único aceptable que pudiera hacer fuera cumplir la promesa que le había hecho a Elizabeth de guardar silencio.


Al entrar en su estudio, cerró rápidamente la puerta y se dejó caer en la silla. Frunció el ceño mientras repasaba mentalmente la situación. ¡Guardar silencio! Desde luego que cumpliría su palabra en lo que tenía que ver con la sociedad en general; pero todo su ser se rebelaba contra la falta de acción que exigían las normas sociales. ¡Era todo tan absurdo! Darcy sabía por dónde comenzar, adonde ir, a quién pedirle ayuda. Tenía los recursos para comprar cualquier información que pudiera necesitar con el fin de lograr resolver aquel desastre de manera aceptable, y además estaba, sin duda, suficientemente motivado para lograrlo. El recuerdo de la imagen de Elizabeth inconsolable volvió a sacudirlo otra vez con dolorosa claridad. ¡Ay, nunca olvidaría ese encuentro! La impotencia y el dolor de Elizabeth le causaban tanto sufrimiento que toda su fortuna parecía un pequeño precio por aliviar la pena de la muchacha.


—¡Wickham! —gruñó Darcy, golpeando el escritorio con el puño y levantándose de la silla. Se pasó una mano por el pelo y comenzó a pasearse. ¿Cuál sería el resultado si él no intervenía? ¡Un desastre! Era muy poco probable que un hombre de temperamento provinciano y recursos tan limitados como el señor Bennet pudiera lograr encontrar a su hija en los barrios bajos de Londres. El esfuerzo podría llevarlo a la bancarrota y emplearía muchos meses. E incluso si llegaba a tener éxito, la reputación de la muchacha y, por tanto, de toda la familia, ya estaría hecha añicos. Con toda seguridad nadie en Hertfordshire olvidaría el escándalo y la desgracia perseguiría a las otras hermanas aunque se trasladaran a otro sitio de Inglaterra. ¡El escándalo! Darcy sacudió la cabeza. ¡Cuánto poder y temor podía evocar esa palabra! Sin embargo, sus efectos afectaban a la sociedad de manera tan desigual. Lo que despertaba exclamaciones de admiración y risa en el caso de algunas personas —pensó en las tremendas demostraciones públicas de lady Caroline Lamb— representaba la ruina de familias enteras en otras.


Se detuvo frente a una ventana para mirar los jardines perfectamente ordenados de Pemberley. El temor al escándalo le había obligado a guardar silencio antes. Sí, había salvado a Georgiana y había protegido celosamente el apellido Darcy, pero se había contentado con eso. Él conocía a Wickham, sabía el tipo de hombre en que se había convertido, y si había podido utilizar así a Georgiana, no tendría ningún problema en seducir a otras muchachas ¿Quién sabía a qué otras jovencitas había engañado o seducido aquel canalla? Pero Darcy se había sentido satisfecho con defender lo suyo y no se había preocupado por defender lo de los demás. ¡Y aquél era el resultado! La familia de Elizabeth sólo era el caso más reciente, pero el hecho de que la perjudicada fuera la familia de la mujer que él amaba y a quien le debía tanto hizo que su negligencia pareciera incluso peor. Respiró profundamente. El único camino posible para resolver el asunto a favor de los Bennet era el matrimonio. Una solución menos satisfactoria sería recluir a la muchacha en un lugar respetable pero apartado y la cárcel o un regimiento en el extranjero para Wickham. Y cualquiera de las dos soluciones requeriría recursos financieros y contactos mucho más amplios que los del padre o el tío de Elizabeth podrían poseer.


¡Y luego estaba Elizabeth! Darcy sintió que se le cortaba la respiración. La cabeza y el corazón se le llenaron de tanta nostalgia que se sintió a punto de perder la razón. Las posibilidades de que Elizabeth contrajera un matrimonio ventajoso siempre habían sido escasas. Pero ahora las perspectivas eran nulas. La idea de verla como la esposa de otro hombre siempre había sido muy difícil de contemplar, pero ahora era improbable que le esperara algún tipo de felicidad en el futuro. Cerró los ojos para no pensar en los deseos del pasado, que la envolverían entre sus brazos protectores. ¡Debía pensar con claridad!


Tanto ella como sus hermanas, se dijo Darcy, obligándose a retomar el tema que lo ocupaba, se verían forzadas a casarse con hombres de clase inferior, si es que lograban casarse y podían encontrar hombres respetables que aceptaran pasar por alto la desgracia de la familia. Sin poder controlarse, se imaginó a Elizabeth como la esposa de algún granjero o empleado pobre, luchando diariamente, con una existencia difícil que acabaría con toda su vivacidad. Hizo rechinar sus dientes, reclinando la frente contra el frío cristal de la ventana. Trató de deshacerse de esa imagen con un rugido, pero la visión permaneció en su mente, convirtiendo a Elizabeth en la sombra de la mujer que podría haber sido. ¡Eso casi le hizo enloquecer! Y también lo impulsó a tomar una decisión. Dio media vuelta y observó el estudio como si todo Pemberley estuviera ante sus ojos. ¡No, no iba a desentenderse de la desgracia de Elizabeth! Si con su fortuna podía conseguir una solución aceptable y darle a ella una oportunidad de ser feliz, quizá pudiera usar su prestigio con el hombre adecuado —pensó enseguida en el tío de Elizabeth— para superar las objeciones a su participación.


Con renovada energía, regresó al escritorio y abrió su agenda. Pasó el dedo por las páginas para revisar sus compromisos, tomó nota de sus citas y sacó papel y tinta. Su administrador se quedaría perplejo al leer su mensaje, pero no había nada que hacer. Sherrill era un buen hombre y podría enfrentarse perfectamente a las responsabilidades que Darcy estaba a punto de darle. Lo que importaba ahora era la celeridad. Debía estar en Londres lo antes posible, aunque eso significase incluso no descansar o viajar en domingo. Con una letra que reflejaba la premura, estampó su firma en una segunda carta, que debía ser enviada a la ciudad delante de él, y sopló suavemente sobre la tinta húmeda, mientras pensaba en todo lo que tenía que hacer antes de partir. Luego dobló la carta, se dirigió a la puerta y le entregó las dos misivas al primer lacayo que encontró, con instrucciones sobre sus destinatarios. El ruido de voces procedente del vestíbulo principal le advirtió de que sus invitados estaban regresando del picnic. No tenía tiempo que perder en convenciones sociales ni defendiéndose de las pequeñas tretas y estratagemas de Caroline Bingley. Se dio la vuelta hacia las escaleras, que subió de dos en dos, y cuando llegó a su habitación, tocó con insistencia la campanilla para llamar a su ayuda de cámara.


—¡Fletcher! —Darcy se acercó antes de que el hombre tuviera tiempo de recuperar el aliento, tras ser llamado de forma tan apresurada y subir corriendo dos pisos—. Salimos mañana para Londres. Haga el equipaje sólo con lo necesario, pues no voy a asistir a ninguna velada social en la ciudad, ni desempeñaré las actividades normales.


—¿Londres, señor? —Fletcher resolló con sorpresa—. ¿Mañana? ¡Dios nos proteja, señor!


—Ojalá así sea y Dios nos proteja. —Darcy guardó silencio mientras contemplaba la cara de desconcierto de Fletcher y se preguntaba si sería prudente confiar en su ayuda de cámara—. Vamos al rescate de una jovencita, Fletcher —añadió finalmente, con una especie de sonrisa—, una actividad en la que usted y su prometida tienen alguna experiencia, si mal no recuerdo.


—S-sí, señor —respondió el ayuda de cámara de manera vacilante—. ¿Cuándo quiere partir, señor?


—A las seis como más tarde. Eso será todo… No, espere. —Darcy detuvo al hombre antes de que pudiera hacer la inclinación—. No se lo cuente a nadie hasta esta noche; luego puede divulgarlo entre la servidumbre. Yo informaré al señor Reynolds, pero mis invitados no deben saberlo hasta que yo se lo diga.


—Sí, señor. —El sirviente hizo una reverencia.


—Y envíe a un criado en busca de la señorita Georgiana. Quiero hablar con ella enseguida.


—¡Inmediatamente, señor Darcy! —Fletcher hizo otra rápida inclinación y desapareció por la puerta de servicio. Durante un momento, el caballero se quedó mirando la puerta cerrada, oyendo cómo se desvanecían los pasos de su ayuda de cámara. Con la conciencia tranquila, por el hecho de haber tomado una decisión sobre la que podía tener alguna influencia y sentir que estaba haciendo lo correcto, Darcy se sintió invadido por una dulce sensación de libertad.




****************




—¿Fitzwilliam? —Cuando Darcy le ordenó entrar, Georgiana apareció en el umbral. Levantó la vista de su maleta justo a tiempo para alcanzar a ver cómo se desvanecía la sonrisa del rostro de su hermana y se convertía en una expresión de desconcierto—. ¿Qué estás haciendo? ¿El equipaje? —Georgiana lo miró con asombro.


—Sí, preciosa, me marcho mañana a primera hora. —Darcy soltó lo que tenía en la mano y fue a su encuentro.


—Pero, nuestros invitados… —Georgiana lo miró, al tiempo que él la agarraba de las manos—. ¿Y la señorita Elizabeth?


Darcy miró a su hermana a los ojos y se sorprendió de ver la tranquila seguridad que vio en ellos. La cualidad de la clemencia… Sí, eso fue lo que Darcy vio en los ojos de Georgiana, los efectos de la clemencia y la sabiduría que ésta le había traído. Sentía la necesidad urgente de comunicarle sus planes. Georgiana, más que nadie, entendería lo que él estaba a punto de hacer.


—Es por el bien de la señorita Elizabeth que debo dejarte aquí sola para que atiendas a nuestros invitados y viajar a Londres no sé por cuánto tiempo.


—¡Londres! ¿Por el bien de la señorita Elizabeth? —Darcy podía ver la batalla que libraban en el interior de Georgiana la curiosidad, la preocupación y el sentido de la discreción.


—Sí. Elizabeth… La señorita Elizabeth ha recibido una terrible noticia por correo justo minutos antes de que yo fuera a verla. Estaba tan conmocionada que me confió el contenido de la carta de la forma más natural. —Hizo una pausa—. Curiosamente, es un asunto que tiene cierta relación con nuestra familia, razón por la cual pienso que lo que yo pueda hacer será extraordinariamente significativo. —Miró directamente a los ojos de su hermana—. Le prometí a Elizabeth que guardaría silencio, pero es algo que tiene que ver con Wickham, querida. —Georgiana se quedó sin respiración y, por un momento, volvió a cruzar por sus delicados rasgos una mirada de dolor y vergüenza, pero esas emociones fueron rápidamente reemplazadas por la preocupación.


—¿Wickham y la señorita Elizabeth? ¡Debes decirme de qué se trata, Fitzwilliam! —exigió Georgiana, apretando las manos de Darcy y mirándolo con intensidad.


—Wickham ha… ha comprometido la reputación de la hermana pequeña de la señorita Elizabeth…


—¡No! —susurró Georgiana con voz ahogada.


—Me temo que sí. —Darcy la miró con inquietud, pero ella asintió y le hizo señas para que continuara—. Se la ha llevado a Londres y han desaparecido. En la carta era requerida la presencia de la señorita Elizabeth en su casa en Hertfordshire, al igual que la de su tío para que ayude al padre en la búsqueda. Supongo que ya se han marchado. Georgiana —Darcy suspiró—, no puedo dejar de pensar en que si yo hubiese hecho público el peligro que representaba Wickham, esto no habría sucedido. Tal vez estoy equivocado, pero en este momento no puedo más que sentirme culpable de comportarme de forma tan desconsiderada, sin pensar en la protección de nadie más allá de nuestra propia familia.


—¿Entonces te vas a Londres a ayudar en la búsqueda? —Georgiana terminó por él—. Ellos no querrán que tú intervengas.


—No, no querrán; así que no les ofreceré mi ayuda sino que usaré mis propios medios en secreto. Lo que me lleva al siguiente asunto. —Darcy la miró a los ojos—. No debes decirle nada a nadie y debes quedarte aquí sola. ¿Podrás hacerlo? —Darcy levantó la cabeza. Le estaba pidiendo demasiado a su hermana menor, pero cuando puso sus manos sobre los delgados hombros de Georgiana, sintió que estaban preparados asumir la tarea que depositaba sobre ellos.


—Claro que puedo; es lo menos que debo hacer. —Georgiana lo miró directamente a la cara—. Tú guardaste silencio por mí, Fitzwilliam. Debemos corregir ese error y ayudar a la señorita Elizabeth.


Darcy sonrió al oírla hablar en plural y le acarició la mejilla.


—Te has convertido en una damita tan íntegra que ya no me atrevo a llamarte «mi niña». Lord Brougham me advirtió que así era y creo que tenía razón en eso, como en tantas otras cosas. —La besó en la frente—. Ahora debo terminar de hacer el equipaje. Durante la cena anunciaré mi partida, no antes; ¡y tú debes planear tu propia estrategia, señorita Darcy!






**************


La profunda consternación de sus invitados cuando fueron informados de que Darcy iba a dejarlos solos habría representado una enorme satisfacción para la vanidad de un hombre menos virtuoso, pero después de agradecer rápidamente su decepción, Darcy se negó a contemplar más caras largas o malhumoradas. En vez de eso, comenzó a insistir en que durante su ausencia sus invitados se sintieran en Pemberley como en su propia casa y terminó con la única advertencia de que cualquier entretenimiento de gran alcance fuese discutido antes con su hermana.


—¡Qué contrariedad! —exclamó Bingley al oír la noticia de aquella inesperada emergencia—. ¡Qué mala suerte! Y todo había sido tan agradable… más que agradable —murmuró—. ¿Cuándo regresarás, Darcy?


—No lo sé. El asunto está totalmente en manos de la providencia. —Darcy adoptó una expresión sombría—. Pero creo que será un asunto de varias semanas.


—Entonces tal vez deberíamos pensar en seguir hacia Scarborough. —Las palabras de Bingley fueron recibidas por un nuevo coro de exclamaciones de decepción por parte de sus hermanas, pero éste las ignoró por completo—. A menos —dijo, mirando a Darcy—, a menos de que haya alguna manera en que yo pueda ser útil. —El solícito ofrecimiento de Bingley resultaba muy gratificante, pues no hacía mucho jamás se habría atrevido a pensar en que podía prestarle algún servicio a su amigo.


—No, te lo agradezco. —Darcy lo miró a los ojos—. Si hubiese alguna forma de que pudieras ayudarme, no dudaría en aceptar tu oferta de inmediato; pero tal como están las cosas… —Dejó la frase en suspenso.


Bingley asintió con la cabeza.


—Bueno, entonces acompañaremos a la señorita Darcy. —Le hizo un guiño a su amigo—. Y, entretanto, daremos buena cuenta de tus truchas. No se me ocurre ninguna otra cosa que pueda acelerar tus asuntos en la ciudad.


—Así es. —Darcy sonrió—. Pero después de haber observado tu habilidad con el anzuelo y la caña, no creo que deba preocuparme en lo más mínimo por la salud o la seguridad de mis truchas.


Tras despedirse de sus invitados y retirarse al refugio de su habitación, Darcy encontró a su ayuda de cámara en el vestidor, con todo listo. Un solo baúl, cerrado pero todavía sin atar, esperaba discretamente en un rincón a que él lo inspeccionara. Fletcher le hizo una solemne reverencia, cuando Darcy lo sorprendió absorto en los preparativos de la noche, que sólo terminarían una vez que su patrón lo mandara a descansar.


—Buenas noches, Fletcher. —Darcy miró el baúl—. ¿Todo dispuesto?


—Sí, señor. Eso creo, señor. —El ayuda de cámara hizo un gesto hacia el baúl—. ¿Quiere usted…?


—No, tengo plena confianza en que está todo lo que necesitamos para nuestros propósitos. Mándelo abajo con mi maleta, si es tan amable. —Fletcher hizo una inclinación, se acercó al cordón de la campanilla y le dio un tirón. Luego se agachó para atar y cerrar el baúl definitivamente.


Cuando terminó, se volvió hacia su patrón, todavía con la misma actitud solemne.


—¿Si usted me permite, señor? —El caballero asintió con la cabeza para autorizar a Fletcher a satisfacer la curiosidad que sabía había contenido con gran esfuerzo durante toda el tiempo, antes de dar media vuelta para comenzar a desnudarse—. ¿Puedo conocer algún detalle más de nuestra misión? —Retiró la chaqueta de los hombros del caballero y la puso sobre una silla—. ¿Una dama en apuros, si he entendido bien?


—¡Sí, pero espere! —Se oyó un golpecito en la puerta de servicio y los dos hombres se pusieron alerta—. ¡Adelante! —gritó Darcy—. Ahí —le dijo al lacayo que acababa de entrar, señalándole el baúl—. Llévelo abajo para que esté listo para mañana, por favor; y recuérdele a Morley que el carruaje debe estar preparado a primera hora. Gracias.


—Sí, señor. —El lacayo levantó el baúl hasta sus hombros y volvió a salir por la puerta de servicio. Darcy esperó hasta que el sonido de sus pasos se perdiera en el silencio, antes de volverse hacia su ayuda de cámara.


—Sí. —Se desabrochó el chaleco—. Eso es correcto, o casi correcto. —Fletcher frunció el ceño—. Es posible que la dama todavía no se haya dado cuenta de que está en apuros, pero sin duda lo está. ¡De eso no cabe duda! —Se inclinó hacia el ayuda de cámara, para entregarle el chaleco—. Usted debe ser consciente de que su discreción en este asunto es extremadamente importante.


—Sí, señor. —Los ojos de Fletcher se iluminaron cuando Darcy lo miró con intensidad.


—Está relacionado con la familia Bennet.


El entusiasmo de Fletcher se convirtió en horror.


—No, señor… no se tratará de la señorita Eliz…


—¡No! No se preocupe por eso. —Darcy comenzó a aflojarse la corbata—. Pero se trata de una de sus hermanas, la más joven. Se ha fugado con la esperanza de casarse, pero yo estoy seguro de que no será así. Conozco el carácter del hombre —explicó con amargura—. Es George Wickham.


—¿Wickham? ¿Uno de los tenientes del coronel Forster? —preguntó Fletcher—. «Un mentiroso y un oportunista», era lo que decía de él la servidumbre en Hertfordshire, señor. Pero creía que el regimiento del coronel estaba acantonado en Brighton.


—Y así es, pero la esposa del coronel quería contar con la compañía de la señorita Lydia Bennet. Así que ella también se fue a Brighton, sin que la acompañaran sus padres ni ningún otro pariente o acompañante.


—Qué imprudencia, señor. —El ayuda de cámara sacudió la cabeza.


—Como se puede ver ahora —coincidió Darcy, entregándole la corbata—. Llegué junto a la señorita Elizabeth Bennet sólo momentos después de que hubiese recibido esa noticia. Estaba lógicamente muy conmocionada y me contó más de lo que me habría dicho en otras circunstancias, estoy seguro. Usted sabe lo que eso significa, Fletcher.


—Sí, señor. Desgracia con la fortuna y a los ojos de los hombres, condena para todos los allegados, a menos de que los jóvenes sean encontrados y obligados a casarse. —Los rasgos del ayuda de cámara adoptaron un aire tan sombrío como los de su amo, recordándole a Darcy que la perfidia de Wickham también afectaba directamente a las esperanzas de matrimonio de Fletcher. Hasta que Elizabeth se casara, la prometida de Fletcher, Annie, no consideraría la idea de dejar a su señora para seguir adelante con sus propios planes de boda.


—Así es. —Darcy asintió con la cabeza y le pasó la camisa al sirviente—. Hay que encontrarlos o convencerlos con dinero de que partan a una especie de exilio. No puedo pensar en otra solución aceptable que proteja a la familia, a las otras jóvenes, de la «triste suerte» que describe su soneto. Y tal como están las cosas, la respetabilidad del asunto será tan frágil como un velo, aunque tengamos éxito. —Se detuvo delante del espejo, dispuesto a lavarse con el agua caliente que había en la jofaina—. ¡Tan frágil, tan terriblemente frágil, Elizabeth! —susurró, antes de echarse agua en la cara. Luego se volvió a dirigir nuevamente a Fletcher—: Pero tal vez eso sea todo lo que se necesite. Ciertamente la sociedad ha aguantado escándalos mayores sin alterarse. Esperemos que éste sea uno de esos casos.


—Ruego con devoción que así sea, señor. —Fletcher apretó la mandíbula, mientras le alcanzaba la bata a Darcy y se la deslizaba por los hombros—. ¿Y cómo puedo yo ayudarle, señor? Estoy a sus órdenes más que nunca.


—Todavía no lo sé, pero tengo la convicción de que voy a necesitar su gran capacidad de observación y su increíble habilidad para recabar información cuando se requiere, que desplegó usted tan bien en el castillo de Norwycke el invierno pasado. —Fletcher esbozó una sonrisa fugaz—. Por no mencionar que espero tener un horario muy irregular, y que no debemos permitir que eso alarme al resto de la servidumbre. Será una tarea muy arriesgada, Fletcher.


—Sí, señor. —El ayuda de cámara recogió la ropa que Darcy se acababa de quitar—. Pero permítame observar que el teniente, a pesar de lo despreciable que es, no se aproxima a la clase de demonio que eran lady Sayre o su hija. No apostaría ni un centavo a favor de que vaya a zafarse de usted, señor.


—Esperemos que eso resulte cierto. Ahora, descansemos un poco. —Darcy despidió a Fletcher con un gesto—. Salimos a las seis; lo espero a las cinco y media.


Fletcher hizo una reverencia desde la puerta de servicio.


—No tengo ninguna duda sobre su éxito, señor —contestó al levantarse y, durante un extraño segundo, miró a Darcy directamente a la cara—. Ninguna duda. Buenas noches, señor. —Inclinó la cabeza una vez más y cerró la puerta.


*************


Dos noches más tarde, Darcy se encontraba en Erewile House, sólo con los sirvientes necesarios para cocinar y hacer la limpieza que se requería en medio de las extraordinarias circunstancias que lo rodeaban. Como medida de precaución añadida, había dado instrucciones al mayordomo para que dejara entrar únicamente a quienes aparecían en una selecta lista y les dijera a todos los demás criados que la familia no estaba en casa. Al oír semejantes instrucciones, el señor Witcher enarcó sorprendido sus cejas pobladas y canosas durante un instante, pero la confianza en su joven patrón, y el afecto que le tenía, desvanecieron enseguida todas las preguntas y el viejo mayordomo se limitó a asentir con la cabeza, como señal de que entendía las extrañas órdenes.


Lo primero era localizar a Wickham en algún lugar de los barrios bajos de Londres. Cuando Darcy terminó de dar las últimas instrucciones a sus sirvientes y mandó a Fletcher a hacer una diligencia, se recostó, agotado, contra la silla de su escritorio, estiró las piernas y se frotó los ojos. En la ciudad había montones de barriadas miserables que podrían albergar a una pareja anónima y él no conocía ninguno de esos distritos. Y aunque se introdujera en alguno de ellos para llevar a cabo alguna investigación, la gente lo identificaría enseguida como un forastero y cerrarían la boca. Los sobornos servirían para conseguir alguna información, sin duda, pero la noticia de su presencia se extendería por todas partes y los tórtolos podrían volar del nido antes de que él llegara.


Darcy había llegado a la conclusión de que sólo había dos caminos hacia el mundo subterráneo de Londres que podrían resultar prometedores: el contacto de Dy en la iglesia de St. Dunstan y la red de ayuda desplegada por la Sociedad para devolver a las jovencitas del campo a sus familias, de la que tenía conocimiento a través de Georgiana. Primero, debía enviar una nota al presidente de la Sociedad de inmediato. Luego, como no había tenido noticias de Dy desde el día del asesinato del primer ministro, tendría que encontrarse personalmente con el sacristán de St. Dunstan y, si fuera posible, esa misma noche. Darcy tomó una hoja de papel, destapó el tintero y buscó una pluma.



Apreciado señor, escribió. Me he enterado del caso de una jovencita de una familia respetable que ha sido engañada y solicito la ayuda de la Sociedad.


Una hora después, el coche de alquiler que Darcy había contratado para llevarlos a él y a Fletcher se detuvo detrás de una iglesia en penumbra. St. Dunstan no era una construcción muy grande, pero parecía una estructura más sólida en medio de un barrio que parecía sostenerse en pie únicamente por la suciedad y la pobreza. El calor del verano hacía más intensos los olores que recorrían las fétidas calles y los callejones que, a pesar de lo avanzado de la hora, todavía eran un hervidero con las idas y venidas de sus miserables habitantes.


Después de bajarse, Darcy le lanzó una moneda al cochero, que el hombre agarró con habilidad en el aire y mordió enseguida.


—Recuerde. —Darcy puso una mano en las riendas—. Regrese dentro de media hora y vuélvame a conducir sano y salvo hasta mi residencia y recibirá el doble de esa cantidad.


—Sí, patrón; el viejo Bill y yo estaremos aquí esperándolo. —El cochero asintió con la cabeza. Darcy soltó las riendas cuando el hombre las sacudió—. Arre, Bill. —El carruaje se perdió entre la oscuridad. Al verlo partir, Darcy agarró con firmeza su bastón, el más pesado que tenía. Por desgracia, también era el más llamativo y contrastaba poderosamente con el sencillo atuendo que Fletcher había accedido a prepararle, después de mucha insistencia.


—Veo una luz, señor. —El ayuda de cámara señaló una pequeña ventana en la esquina del segundo piso—. Debe de ser la habitación del sacristán.


—Bien, ahora busquemos la puerta. —Los dos hombres comenzaron a caminar, pero enseguida fueron abordados por una mujer que les pidió una moneda para comprar algo de comer. Antes de terminar su cantinela, aparecieron otros dos mendigos, casi unos niños. La mujer los espantó a patadas. En segundos, la calle se llenó de pilluelos y vagos, algunos de los cuales sólo estaban interesados en la pelea, pero otros observaban con atención a los dos forasteros que habían causado el incidente—. No se le ocurra demostrar que tiene miedo —le siseó Darcy a Fletcher— y sígame. —Luego caminaron a lo largo de la pared de la iglesia, teniendo cuidado de dejar bien a la vista el bastón.


—He encontrado la puerta, señor —informó Fletcher jadeando—. ¡Está cerrada!


—¡Llame, hombre! —Darcy esgrimió la empuñadura de bronce sólido ante la multitud, que ahora estaba abucheándolos y gritándoles insultos y súplicas. Más que los golpes de Fletcher, lo que probablemente atrajo la atención del sacristán fue el ruido, porque, de pronto, la puerta se abrió y dos fuertes manos los agarraron de los hombros y los hicieron entrar en la iglesia, para encontrarse con un hombre de asombrosas proporciones. Decepcionada, la multitud lanzó un alarido.


—¡Eh, no hagáis eso! —gritó el gigante con un acento popular bastante pronunciado—. ¿Así tratáis a los forasteros? ¡Venga! Largaos a casa; pedidle perdón al señor. ¡Largo de aquí! —Después de tronar aquellas palabras, el hombre cerró la puerta, se volvió hacia ellos y levantó la vela para iluminarles la cara—. ¿Quién? —fue la única palabra de su sencilla pregunta.


—Darcy. Soy amigo de lord Brougham.


—¿Lordt Brougham? —El gigante parecía totalmente desconcertado.


—Lord Dyfed Brougham —intentó Darcy de nuevo.


—¡Ah, el señor Dyfedt! —Un destello de alivio brilló en su cara—. Sí, conozco al señor Dyfedt, pero no conozco a lordt Brougham. ¿Hermano, tal vez?


Darcy sonrió.


—Tal vez. —¡Debía haber imaginado que Dy no iba a usar allí su nombre real! ¿En qué estaba pensando?— El señor Dyfed me dijo que lo buscara a usted si llegaba a necesitarlo. ¿Puede usted avisarle?


El sacristán dio un paso atrás.


—Nombre, otra vez, por favor.


—Darcy… y éste es mi criado, Fletcher. El señor Dyfed nos conoce a los dos —dijo el caballero, sacando el pedazo de papel que Dy le había dado—. Aquí está la prueba de lo que le digo.


El sacristán tomó el papel y lo arrimó a la luz de la vela. Asintió con la cabeza y se lo devolvió a Darcy.


—Sí, el señor Dyfedt.


—¿Puede usted hacerle llegar una nota?


El gigante negó con la cabeza.


—Ah, no. ¿Algún negocio?


Darcy sacudió la cabeza con un poco de desaliento.


—No, una jovencita en peligro. Él conoce a gente aquí que podría ayudarme a encontrarla y devolverla a su familia.


—¿Una jovencita? Hummm. —El hombre frunció el ceño—. ¿No negocio?


—No, no se trata de un negocio; es un asunto personal en el cual estoy seguro de que a él le gustaría ayudar. —Darcy suspiró.


—Entonces tal vez pueda hacer algo por ustedes —contestó el hombre con una pronunciación perfecta. Tanto Darcy como Fletcher se quedaron mirando al gigante, que estaba sonriendo—. Pero primero permítanme ofrecerles algo de beber, caballeros. Creo que han tenido una noche difícil.


Darcy retrocedió y miró los ojos de su salvador, mientras agarraba nuevamente el bastón con empuñadura de bronce que había blandido delante de la multitud embravecida que los había seguido hasta la puerta. La estruendosa carcajada que soltó el gigante como respuesta rebotó contra las paredes circulares de piedra de la escalera.


—Por favor, señor, suba. Si el señor Dyfed lo ha enviado a verme, usted no tiene nada que temer en mi compañía. Por favor… —El hombre señaló los escalones. Sin estar muy seguro todavía de si sería prudente aceptar, Darcy le lanzó una mirada a Fletcher, pero su ayuda de cámara estaba concentrado en otra cosa.


—¿Tyke? ¿Tyke Tanner? —Fletcher avanzó hacia el gigante, que lo miró enseguida con sorpresa.


—¿Quién…? —comenzó a decir y luego se detuvo, con los ojos a punto de salirse de las órbitas—. ¿Lem? ¿Lemuel Fletcher? ¡No puede ser! —Estirando una mano gigantesca, el hombre le dio una fuerte palmada en la espalda al ayuda de cámara de Darcy—. ¿Cuánto hace? ¿Diez años? ¡Increíble! —Esa observación también resumió los sentimientos de Darcy. ¿Cómo era posible que su ayuda de cámara conociera a aquel hombre?—. ¡Y tus padres! ¿Cómo están el señor Farley y la señora Margaret? ¡Me imagino que todavía trajinando en las tablas! —¿En las tablas? Darcy se volvió hacia su ayuda de cámara, con las cejas levantadas, esperando la respuesta de Fletcher con bastante interés.


—Ah, no. —Fletcher le lanzó una mirada nerviosa a su patrón—. Están retirados y viven en Nottingham. —Carraspeó—. Pero ¿cómo has llegado hasta aquí y te has convertido en sacristán de una iglesia? No es precisamente la clase de tarea a la que estabas acostumbrado, Tyke.


La mirada de Tanner se fijó por un segundo en Darcy y vaciló.


—Tal vez tu patrón sí acepte ahora esa bebida y una silla donde disfrutarla, Lem. Señor. —Hizo una reverencia a Darcy—. Estoy totalmente a sus órdenes.


El caballero asintió, no completamente satisfecho con lo que acababa de suceder frente a sus ojos, pero la razón de que estuviera en aquella extraordinaria situación era demasiado urgente como para tratar de comprenderlo en aquel momento.


—Adelante. —Tanner bajó la cabeza con cortesía y comenzó a subir la escalera de caracol. En el segundo piso había una puerta parcialmente abierta. El hombre se detuvo y esperó a que ellos entraran primero en la habitación. Darcy miró a Fletcher, con una ceja enarcada con aire interrogante. La sonrisa segura del ayuda de cámara no concordaba exactamente con la cautela de su mirada, pero era algo que había que tomar en consideración. No podían hacer otra cosa que confiar en las instrucciones de Dy y en los contactos que éstas le ofrecían. En realidad, teniendo en cuenta lo que sabía ahora de su amigo, no debía sorprenderse por la extraña naturaleza de sus contactos. ¡Darcy miró otra vez los ojos de su guía y le pidió al cielo que éste no fuera tan extraño como increíblemente grande!


Con decisión, Darcy pasó frente al gigante y entró en la estancia, con Fletcher siguiéndolo de cerca, y detrás su anfitrión. Tanner se detuvo para cerrar la puerta y tuvo la precaución de atrancarla. Al darse la vuelta, les sonrió a sus invitados y se apresuró a poner a calentar agua sobre las brasas. Luego comenzó a buscar una taza limpia. En un instante, la inmensa figura del hombre adquirió un carácter más cómico que amenazante, mientras se afanaba por cumplir sus funciones de anfitrión dentro de los estrechos límites de aquella habitación de techo inclinado que le servía de cocina, salón y alcoba, al tiempo que se disculpaba por el desorden.


—Por favor, señor, tome asiento. —Limpió apresuradamente una vieja silla—. El agua estará lista en un segundo. Lem, ¿puedes echarme una mano? —Fletcher miró a Darcy. Este asintió con la cabeza y el ayuda de cámara siguió a Tanner hasta una mesa que estaba dedicada, por lo que podía verse, a varias funciones. Evidentemente, Darcy y Fletcher habían interrumpido la cena de su anfitrión, porque en un extremo de la mesa había un enorme trozo de asado, mientras que el otro extremo estaba cubierto por una montaña de papeles, plumas y un tintero. En pocos instantes, Tanner colocó una taza de té delante de Darcy. Después de darle otra a Fletcher, el hombre se detuvo frente al caballero y volvió a inclinarse—. ¿Señor? ¿En qué puedo ayudarlo?


—Tanner. —Darcy levantó la vista hacia los curiosos ojos de aquel hombre—. El señor Dyfed me dijo que cuando necesitara encontrarlo, debía venir aquí, pero usted dice que no está disponible.


—No, señor, y no sé cuándo lo estará. No puedo decir más, señor. —Tanner apretó la mandíbula con fuerza. Era evidente que no iba a dar más información sobre el asunto—. Pero tal vez yo mismo o algún otro de los amigos del señor Dyfed podamos ayudarle. —Tanner no se dejó intimidar por el intenso examen de Darcy y tampoco parecía sentirse incómodo en medio de su humildad. El caballero pensó en las opciones que tenía. Todo parecía indicar que Dy confiaba en ese hombre. ¿Y acaso Darcy podía decir que necesitaba contar con mayor discreción que Dy?


—Es un asunto personal que requiere la mayor confidencialidad y discreción —comenzó a decir lentamente—. La reputación de una muchacha, y la de toda su familia, dependen de que la encontremos rápidamente y la rescatemos de las manos de un miserable. Toda la información que tengo se reduce a que ella y el hombre llegaron a Londres hace una semana y han desaparecido en los barrios bajos de la ciudad.


—¿Un secuestro, señor? —La cara fornida de Tanner se endureció.


—No. —Darcy negó con la cabeza—. La joven se fue voluntariamente y es posible que todavía esté enamorada y no desee que la rescaten. Pero hay que encontrarla y hacerla entrar en razón para arrebatársela a ese hombre. —Darcy tomó aire y fijó sus ojos en los de su anfitrión—. Sólo deseo que me ayuden a buscarla. Yo me encargaré del resto. ¿Puede usted ayudarme?


Tanner miró por un segundo a Fletcher y luego volvió a mirar a Darcy.


—Sí, señor, puedo ayudarle; y lo haré. —El hombre dejó escapar un silbido de rabia—. Es una historia bastante común, aunque todavía me hace hervir la sangre, si usted me perdona, señor.


Darcy rechazó la disculpa levantando una mano.


—El nombre del hombre es Wickham, George Wickham, y el de la dama Lydia. Me reservaré el apellido. Lydia será suficiente. Ella es una jovencita de baja estatura, tiene sólo dieciséis años y procede de una buena familia, aunque no noble. Wickham tiene el rango de teniente y se fugó sin permiso del regimiento…, destacado en Brighton. Él tiene poco dinero y pocos amigos. Es un hombre más o menos de mi estatura, pelo negro, delgado. Tiene debilidad por el juego. —Darcy sacó un pequeño paquete del bolsillo de la chaqueta—. Aquí encontrará un retrato bastante aproximado. —Se lo entregó a Tanner.


—¡Ah, esto será de gran ayuda! —exclamó el gigante, mientras desenvolvía el paquete y acercaba la miniatura a la luz de la vela—. ¿Cómo podré ponerme yo en contacto con usted, señor? Como se imaginará, no debe volver aquí.


Darcy asintió con la cabeza.


—Dele los mensajes a uno de mis cocheros, Harry, en el callejón que conduce a los establos de Erewile House, en Grosvenor Square. Harry no tiene ni idea de este asunto, pero hará llegar oportunamente lo que le entreguen.


—Así lo haré, señor. Haya noticias o no, le mandaré recados por la mañana, por la tarde y por la noche, para informarle de lo que se ha hecho y lo que se ha descubierto.


—¡Excelente! —Darcy se puso en pie—. ¡No puedo pedir más! —Volvió a mirar a su alrededor, sintiendo una enorme curiosidad por aquel hombre que probablemente sabía más que él sobre el verdadero Dy Brougham. Posó su mirada en el montón de papeles que había sobre la mesa, algo bastante inusual, sin duda—. Ésa es una cantidad considerable de papeles. No tenía ni idea de que un sacristán… —Darcy guardó silencio, dándose cuenta de que su curiosidad había superado toda precaución—. Si eso es realmente lo que usted es.


Tanner sonrió con cautela.


—Ah, yo soy el sacristán, señor, cuando hay tiempo. Pero la gente no molesta al sacristán en un lugar como éste, en especial a uno que habla tan mal.


—¿Cómo has llegado hasta aquí, Tyke? —Fletcher se reunió con ellos—. Mi padre me escribió cuando te fuiste hace ocho años, y desde entonces no ha tenido noticias tuyas.


Tanner suspiró.


—Lem, fue la peor decisión que he tomado en mi vida y, sin embargo, la mejor, teniendo en cuenta la forma en que terminó. Dejé el grupo de tu padre y seguí a otra compañía hasta aquí, hasta Londres, atraído por las promesas de fama y fortuna del director. Nunca nos presentamos en un teatro respetable y pronto la situación fue tan difícil que había que elegir entre robar o morirse de hambre. Cuando dije que prefería morirme de hambre, me abandonaron. Luego contraje una neumonía. No tenía ningún sitio adonde ir y estaba enfermo como un perro y débil como un gatito. —A Tanner se le nublaron los ojos—. El pastor de esta iglesia me encontró en la calle y me recogió. Me cuidó con sus propias manos y fue recompensado contagiándose él mismo la enfermedad. —Tanner se secó las lágrimas y suspiró—. Perdóneme, señor —le dijo a Darcy—. Peter Annesley… —Al oír ese nombre, Fletcher se sobresaltó, pero enseguida Darcy lo miró y el ayuda de cámara guardó silencio—. Peter Annesley resultó ser la mejor persona del mundo. Él me presentó al señor Dyfed, y entre ambos… Bueno, muchas cosas han cambiado en mi vida. Señor Darcy… —Tanner se dirigió otra vez al caballero—. ¿Se quedará usted aquí mientras le busco un carruaje? Lo más probable es que la calle esté vacía, tan vacía como puede estar una calle en esta parte de Londres; pero ya ha podido comprobar usted la rapidez con la que un hombre de su apariencia puede llamar la atención.


—Le pedí al coche en el que vinimos que volviera a buscarnos. No debe de faltar mucho para que llegue —afirmó Darcy con más convicción de la que tenía.


Tanner lo miró con incredulidad.


—Bueno, puede ser, señor; pero yo prefiero dar una vuelta y asegurarme, antes de que usted se aventure a salir. Si tiene la bondad, señor —añadió, en tono conciliador, a pesar de que los dos sabían que Darcy tenía el privilegio de hacer lo que quisiera.


Darcy asintió.


—Como quiera, pero nosotros lo acompañaremos hasta la puerta. Fletcher —dijo por encima del hombro.


—Aquí estoy, señor. —Fletcher dejó su taza de té enseguida, se alisó las arrugas de la chaqueta y se presentó de inmediato ante su patrón. Tanner retiró la tranca de la pesada puerta y la abrió con un ligero crujido para que pudieran dirigirse a la entrada en silencio.


—Tenga la bondad de esperar aquí un momento, señor. —Las palabras de Tanner resonaron ligeramente autoritarias. Y antes de que Darcy pudiera contestar, ya había salido cerrando la puerta detrás de él. Molesto por el tono del gigante, Darcy se volvió hacia Fletcher, que desvió la mirada tan pronto como sintió encima los ojos de su patrón. Ah, sí… Fletcher. Entusiasmado con ese nuevo misterio, Darcy centró toda su atención en su ayuda de cámara.


—Fletcher, ¿tendrá usted la bondad de explicarme de qué conoce exactamente este hombre? —Darcy cruzó los brazos y retrocedió un paso, con las cejas enarcadas—. Le aseguro que estoy ansioso por oírlo.


—Ah… bueno, señor —comenzó a decir el ayuda de cámara, pero luego se quedó callado—. Ya sabe usted, señor Darcy…


—No, no sé; ésa es la razón por la cual usted me va lo a contar… ¡Quiero la verdad! Según he podido entender, Tanner formaba parte de una compañía de actores antes y después de haber dejado a su familia. —Darcy miró a su ayuda de cámara con ojos inquisitivos.


Después de soltar un pesado suspiro, Fletcher asintió con la cabeza, encogiéndose de hombros.


—Sí, señor. Ésa es la verdad, señor. Mis padres son, o mejor, eran… actores.


—Supongo que actores shakespearianos. —Darcy esperó la confirmación que ya conocía de antemano. ¡Aquello explicaba muchas cosas! Con razón Fletcher citaba a Shakespeare como si fuera su hijo: ¡había sido criado con sus obras!


—Sí, señor Darcy, aunque nunca fueron lo que uno podría decir «famosos». El grupo sólo se presentaba en pueblos pequeños o medianos, nunca en Londres y ni siquiera en York o Birmingham. Pero conocían a Shakespeare, señor, todas las comedias y algunas otras obras. Ahora están retirados. —Fletcher enfatizó la palabra «ahora»—. Eran respetables a su manera, señor. Nunca engañaron a un cliente ni robaron. —Se puso dolorosamente rígido—. Pero comprenderé perfectamente que usted decida prescindir de mis servicios.


—No diga tonterías, Fletcher —protestó Darcy, resoplando—. Estoy seguro de que su origen no tiene ninguna influencia sobre su posición actual. Eso podrá explicar su extravagante actitud con respecto a las corbatas y su capacidad para citar a Shakespeare con increíble facilidad, pero no hay ninguna razón para que lo despida. Y —concluyó— no tengo duda de que sus padres son personas excepcionales.


—Gracias, señor Darcy. —Fletcher relajó los hombros.


El pomo de la puerta giró y Tanner deslizó su impresionante cuerpo a través del umbral.


—El coche está esperando, señor. Debe usted irse enseguida, antes de que llame la atención.


—Gracias, Tanner. —Darcy le tendió la mano al sorprendido gigante, que la tomó con aire asombrado—. Confío en usted. Todos los gastos en los que incurra serán cubiertos, desde luego; así que no tema gastar lo que sea necesario para conseguir lo que quiero.


—Sí, señor, no se preocupe. Ahora, ¡debe irse! Pronto tendrá noticias mías. —Tanner abrió la puerta y los acompañó hasta el coche—. Grosvenor Square y ¡mucho cuidado, Jory! —le rugió al cochero—. Es amigo del señor Dyfed. ¡Nada de trucos!



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El lunes por la mañana, Darcy se encontraba en el estudio de lord***, exponiéndole el caso de Lydia Bennet, en calidad de presidente de la Sociedad para devolver a las jovencitas del campo a sus familias. Su señoría escuchó con atención y tomó notas, mientras Darcy le explicaba todos los detalles que podía, sin poner en peligro la identidad de la hermana de Elizabeth.


—Un caso difícil, en verdad —dijo su señoría con un suspiro, dejando a un lado la pluma—. Desgraciadamente, no es el único. Al contrario, es bastante frecuente. Una muchacha se encuentra con un deslumbrante oficial mundano y rebosante de excitantes promesas, y no hay manera de evitar el desastre que se produce. Usted se da cuenta —miró a Darcy con seriedad— de que es probable que ella no desee dejar al oficial todavía. Dependiendo de lo directo que sea él, puede pasar algún tiempo antes de que se produzca la desilusión o hasta que él se canse de ella.


—Sí, milord, me doy cuenta.


—Me temo que si la jovencita es tan imprudente como usted dice, Darcy, sólo hay dos realidades que podrán hacerla entrar en razón. Lo mejor es que el oficial ya se haya quedado sin dinero o esté a punto de hacerlo. La otra, mucho menos deseable —dijo, bajando momentáneamente los ojos antes de volverlos a fijar en Darcy—, es que él haya sido cruel con ella.


Darcy asintió con resignación.


—Estoy preparado para las dos eventualidades, pero le agradezco la advertencia.


—Entonces haré circular esta información entre nuestra gente. —Su señoría se puso en pie y le tendió la mano a Darcy—. Tendrá noticias mías tan pronto como sepa algo. Ellos tendrían que estar muy bien escondidos en Londres para escapar a la vigilancia de la Sociedad, señor, muy bien escondidos. Los encontraremos.