miércoles, 28 de mayo de 2014

PERSUASION Capítulo IV


CAPITULO IV

 

El no era el señor Wentworth, el otrora párroco de Monkford, a pesar de lo que hayan podido dictar las apariencias, sino el capitán Federico Wentworth, hermano del primero, que fuera ascendido a comandante a raíz de la acción de Santo Domin­go. Como no lo destinaron de inmediato, fue a Somersetshire en el verano de 1806, y, muertos sus padres, vivió en Monkford durante medio año. En aquel tiempo era un joven muy apuesto, de inteligencia destacada, ingenioso y brillante. Ana era una muchacha muy bonita, gentil, modesta, delicada y sensible. Con la mitad de los atractivos que poseía cada uno por su lado había bastante para que él no tuviese que esforzarse para- con­quistarla y para que ella difícilmente pudiese amar a alguien más. Pero la coincidencia de tan genero­sas circunstancias había de dar frutos. Poco a poco fueron conociéndose y se enamoraron el uno del otro rápida y profundamente. ¿Cuál de los dos vio más perfecciones en el otro?, ¿cuál de los dos fue más feliz: ella, al escuchar su declaración y sus proposiciones, o él, cuando ella las aceptó?

Siguió un período de felicidad exquisita, aun­que muy breve. No tardaron en surgir los sinsabo­res. Sir Walter, al enterarse del romance, no dio su consentimiento ni dijo si lo daría alguna vez; pero su negativa quedó de manifiesto por su gran asombro, su frialdad y su declarada indiferencia respec­to de los asuntos de su hija. Consideraba aquella unión degradante; y Lady Russell, a pesar de que su orgullo era más templado y más perdonable, la tuvo también por una verdadera desdicha.

¡Ana Elliot, con todos sus títulos de familia, bella e inteligente, malograrse a los diecinueve años; comprometerse en un noviazgo con un jo­ven que no tenía para abonarle a nadie más que a sí mismo, sin más esperanzas de alcanzar alguna distinción que la que proporcionan los azares de una carrera de las más inciertas, y sin relaciones que le asegurasen un ulterior encumbramiento en aquella profesión! ¡Era un desatino que sólo pen­sarlo la horrorizaba! ¡Ana Elliot, tan joven, tan inexperta, atarse a un extraño sin posición ni for­tuna; mejor dicho, hundirse por su culpa en un estado de extenuante dependencia, angustiosa y devastadora! No debía ser, si la intervención de la amistad y de la autoridad de quien era para ella como una madre y que tenía sus derechos podían evitarlo.

El capitán Wentworth no tenía bienes. Había sido afortunado en su carrera, pero gastó liberal­mente lo que con igual liberalidad había recibido y no conservó nada. No obstante, confiaba en ser rico pronto. Lleno de fuego y de vida, sabía que pronto podría tener un barco y que a poco andar llegaría el tiempo en que podría disponer de cuanto se le antojase. Siempre fue hombre de suerte y sabía que seguiría siéndolo. Esta confianza, pode­rosa por su mismo entusiasmo y hechicera por el talento con que solía expresarla, a Ana le bastaba; pero Lady Russell lo veía de otra manera. El tem­peramento sanguíneo y la atrevida fantasía de Went­worth operaban en ella de un modo del todo distinto. Le parecía que no hacían más que agra­var el mal y añadir a los inconvenientes de Went­worth el de un carácter peligroso. Era un hombre brillante y testarudo. A Lady Russell le gustaba muy poco el ingenio, y cualquier cosa que se aproximase a la temeridad le causaba horror. Así, pues, las relaciones de Ana con Wentworth le parecían reprobables desde todo punto de vista.

Semejante oposición y los sentimientos que provocaba superaban las fuerzas de Ana; con su juventud y su gentileza todavía hubiese podido hacer frente a la malquerencia de su padre; pero la firme opinión y las dulces maneras de Lady Russell, a la que siempre había querido y obede­cido, no podían asediarla siempre en vano. Se convenció de que aquel noviazgo era una cosa disparatada, indiscreta, impropia, que difícilmente podría dar buen resultado y que no convenía. Pero al romper el compromiso no actuó sólo in­ducida por una egoísta cautela. Si no hubiera creí­do que lo hacía en bien de Wentworth más que en el suyo propio, no sin dificultad habría podido despedirlo. Se imaginó que su prudencia y renun­ciación redundaban sobre todo en beneficio del capitán, y éste fue su mayor consuelo en medio del dolor de aquella ruptura definitiva. Precisó de todos los consuelos, pues por si su pena fuese poca, tuvo que soportar también la de él, que no se dio por convencido en absoluto y permaneció inflexible, herido en sus sentimientos al obligárse­le a aquel abandono. A causa de ello se alejó de la comarca.

En pocos meses tuvo lugar el principio y el fin de sus relaciones. Pero Ana no dejó en pocos meses de sufrir. Su amor y sus remordimientos le impidieron por mucho tiempo gozar de los placeres de la juventud, y la temprana pérdida de su frescura y animación le dejaron impresa una hue­lla que no se borraría.

Más de siete años habían pasado ya desde el final de esa pequeña historia de mezquinos inte­reses. El tiempo había suavizado mucho y casi apagado del todo el amor del capitán; pero Ana no había encontrado más lenitivo que el del tiem­po. Ningún cambio de lugar, excepto una visita a Bath poco después de la ruptura, ni ninguna no­vedad o ampliación en sus relaciones sociales le ayudaron a olvidar. No entró nadie en el círculo de Kellynch que pudiese compararse con Federi­co Wentworth tal como ella lo recordaba. Ningún otro cariño, que hubiese sido la única cura en verdad natural, eficaz y suficiente a su edad, fue posible, dadas las exigencias de su buen discerni­miento y lo amargado de su gesto, en los estre­chos límites de la sociedad que la rodeaba. Al frisar en los veintidós años le solicitó que cambia­se de nombre un joven que poco después encon­tró una mejor disposición en su hermana menor. Lady Russell lamentó que hubiera rehusado, pues Carlos Musgrove era el primogénito de un señor que en propiedades y significación no cedía en la comarca más que a Sir Walter; y poseía, además, muy buenos aspecto y carácter. Lady Russell hu­biese aspirado a algo más cuando Ana tenía dieci­nueve años, pero ya a los veintidós le habría encantado verla alejada de un modo tan honora­ble de la parcialidad e injusticia de su casa pater­na, y establecida para siempre a su vera. Pero esta vez Ana no hizo caso de los consejos ajenos. Y aunque Lady Russell, tan satisfecha como siempre de su propia discreción, nunca pensaba en rectifi­car el pasado, empezaba ahora a sentir un ansia que rayaba en la desesperación, de que Ana fuese invitada por un hombre hábil e independiente a entrar en un estado para el cual la creía particular­mente dotada por su ardiente afectividad y sus inclinaciones hogareñas.

Ni la una ni la otra sabían si sus opiniones respecto al punto fundamental de la existencia de Ana habían cambiado o persistían, porque no vol­vieron a hablar de aquel asunto; pero Ana, a los veintisiete años, pensaba de muy distinta manera que a los diecinueve. Ni censuraba a Lady Russell ni se censuraba a sí misma por haberse dejado guiar por ella; pero sentía que si cualquier joven­cita en similar situación hubiese acudido a ella en busca de consejo, de seguro no se habría llevado ninguno que le acarrease tan cierta desdicha de momento y tan incierta felicidad futura. Estaba convencida de que a pesar de todas las desventa­jas y oposiciones de su casa, de todas las zozo­bras inherentes a la profesión de Wentworth y de todos los probables temores, dilaciones y disgus­tos, habría sido mucho más feliz manteniendo su compromiso de lo que lo había sido sacrificándo­lo. Y eso se podía aplicar, estaba cierta de ello, a la mayor parte de tales solicitaciones y dudas, aunque sin referirse a los actuales resultados de su caso, pues sucedió que podía haberle procura­do una prosperidad más pronto de lo que razona­blemente se hubiera calculado. Todas las sanguí­neas esperanzas de Wentworth y toda su fe habían quedado justificadas. Parecía que su genio y su ánimo habían previsto y dirigido su próspero camino. Muy poco después de la ruptura, Wentworth consiguió una plaza; y todo lo que dijo que Ocurriría ocurrió. Su distinguida actuación le valió un rápido ascenso, y a la sazón, gracias a sucesivas capturas, debía haber hecho una buena fortu­na. Ana no podía saberlo más que por las listas navales y los periódicos, pero no podía dudar de que fuese rico y, en razón de su constancia, no podía creer que se hubiese casado.
 
 

¡Cuán elocuente pudo haber sido Ana Elliot -y cuán elocuentes fueron al fin y al cabo sus deseos en favor de un temprano y caluroso afecto y de una gozosa fe en el porvenir contra aquellas exageradas precauciones que parecían insultar el esfuerzo propio y desconfiar de la Providencia! La obligaron a ser prudente en su juventud y con la edad se volvía romántica, obligada consecuencia de un inicio antinatural.

Con todas estas circunstancias, recuerdos y sen­timientos, no podía oír decir que la hermana del capitán Wentworth viviría a lo mejor en Kellynch sin que su antiguo dolor se reavivase. Y fueron necesarios muchos paseos solitarios y muchos sus­piros para calmar la agitación que dicha idea le producía. A menudo se dijo que era una insensa­tez, antes de haber apaciguado sus nervios lo bastante para resistir sin peligro las continuas dis­cusiones acerca de los Croft y de sus asuntos. La ayudaron, no obstante, la perfecta indiferencia y la aparente inconsciencia de los tres únicos ami­gos que estaban al tanto de lo pasado, y que parecían haberlo olvidado por completo. Recono­cía que los motivos de Lady Russell fueron más nobles que los de su padre y su hermana, y justi­ficaba su tranquilidad; y, por lo que pudiese suce­der, era preferible que todos hubiesen borrado de sus mentes lo ocurrido. En caso de que los Croft arrendasen realmente Kellynch Hall, Ana se ale­graba de nuevo con una convicción que siempre le había sido grata: que lo pasado no era conoci­do más que por tres de sus familiares a los que creía no se les había escapado la más mínima indiscreción, y con la certeza de que entre los de él, sólo el hermano con quien Wentworth vivió tuvo alguna información de sus breves relaciones. Ese hermano hacía mucho tiempo que había sido trasladado, y como era un hombre delicado y además soltero, Ana estaba segura de que no ha­bría dicho nada de ello a nadie.

Su hermana, la señora Croft, había estado fue­ra de Inglaterra, acompañando a su marido en unos viajes por el extranjero. Su propia hermana María estaba en la escuela al ocurrir los hechos, y el orgullo de unos y la delicadeza de otros nunca permitirían que se supiese nada.

Con estas seguridades, Ana esperaba que su relación con los Croft, que anticipaba el hecho de estar aún en Kellynch Lady Russell y María sólo a tres millas de allí, no ocasionaría ningún contra­tiempo.
 
Continuará...

miércoles, 21 de mayo de 2014

PERSUASION Capítulo III

CAPITULO III

-Permítame observar, Sir Walter -dijo el señor She­pherd una mañana en Kellynch Hall, dejando el periódico-, que las actuales circunstancias se in­clinan a nuestro favor. Esta paz traerá a tierra a todos nuestros ricos oficiales de marina. Todos necesitarán alojamiento. No podía presentársenos mejor ocasión, Sir Walter, para elegir a unos inqui­linos, a unos inquilinos responsables. Se han he­cho muchas grandes fortunas durante la guerra. ¡Si tropezáramos con un opulento almirante, Sir Walter...!
-Sería un hombre muy afortunado ése, She­pherd -replicó Sir Walter-; esto es todo lo que tengo que decir. Bonito botín sería para él Kellynch Hall; mejor dicho, el mejor de todos los botines. No habrá hecho muchos parecidos, ¿no lo cree usted, Shepherd?
Shepherd sabía que se tenía que reír de la agudeza, y se rió, agregando en seguida:
-Quisiera añadir, Sir Walter, que en lo que a negocios se refiere, los señores de la Armada son muy tratables. Conozco algo su manera de nego­ciar y no tengo reparos en confesar que son muy liberales, lo que los hace más deseables como in­quilinos que cualquier otra clase de gente con quien nos pudiésemos topar. Por lo tanto, Sir Walter, lo que yo- querría sugerirle es que si algún rumor trasciende su deseo de reserva (cosa que debe ser tenida por posible, pues ya sabemos lo difícil que es preservar los actos e intenciones de una parte del mundo del conocimiento y curiosidad de la otra; la importancia tiene sus inconvenientes, y yo, Juan Shepherd, puedo ocultar cualquier asunto de familia, porque nadie se tomaría la molestia de cuidarse de mí, pero Sir Walter Elliot tiene pendien­tes de él miradas que son muy difíciles de esqui­var), yo apostaría, y no me sorprendería nada que a pesar de toda nuestra cautela se llegase a saber la verdad, en cuyo caso querría observar, puesto que sin duda alguna se nos harán proposiciones, que debemos esperarlas de alguno de nuestros enrique­cidos jefes de la Armada especialmente digno de ser -atendido, y me permito añadir que en cualquier ocasión podría yo llegar aquí en menos de dos horas y evitarle a usted el trabajo de contestar personalmente.
Sir Walter sólo meneó la cabeza. Pero poco después se levantó y, paseándose por el cuarto, dijo, sarcástico:
-Me figuro que habrá pocos señores en la Armada que no se maravillen de encontrarse en una casa como ésta.
-Mirarían a su alrededor, sin duda, y bendeci­rían su buena suerte -dijo la señora Clay, que se hallaba presente y a quien su padre había llevado con él debido a que nada le sentaba mejor para su salud que una visita a Kellynch-. Estoy de acuerdo con mi padre en creer que un marino sería un inquilino muy deseable. ¡He conocido a muchos de esa profesión, y además de su genero­sidad, son tan pulcros y esmerados en todo! Esos valiosos cuadros, Sir Walter, si quiere usted dejar­los, estarán perfectamente seguros. ¡Cuidarían con tanto afán de todo lo que hay dentro y fuera de la casa! Los jardines y florestas se conservarían casi en tan buen estado como están ahora. ¡No tema usted, señorita Elliot, que dejen abandonado su precioso jardín de flores!
-En cuanto a eso -replicó desdeñosamente Sir Walter-, aun suponiendo que me decidiese a de­jar mi casa, no he pensado en nada que se refiera a los privilegios anexos a ella. No estoy dispuesto en favor de ningún inquilino en particular. Claro está que se le permitiría entrar en el parque, lo cual ya es un honor que ni los oficiales de la Armada ni ninguna otra clase de hombre están acostumbrados a disfrutar; pero las restricciones que puedo imponer en el uso de los terrenos de recreo son otra cosa. No me hago a la idea de que alguien se acerque a mis plantíos y aconseja­ría a la señorita Elliot que tomase sus precaucio­nes con respecto a su jardín de flores. Me siento muy poco proclive a hacer ninguna concesión extraordinaria a los arrendatarios de Kellynch Hall, se lo aseguro a usted, tanto si son marinos como si son soldados.
Después de una breve pausa, Shepherd se aventuró a decir:
-En todos estos casos hay costumbres estable­cidas que lo allanan y facilitan todo entre el due­ño y el inquilino. Sus intereses, Sir Walter, están en muy buenas manos. Puede estar usted tranqui­lo; me cuidaré muy bien de que ningún nuevo habitante goce de más derechos de los que le correspondan en justicia. Me atrevo a insinuar que Sir Walter Elliot no pone en sus propios asuntos ni la mitad del celo que pone Juan Shepherd.
Al llegar a este punto, Ana terció:
-Creo que los marinos, que tanto han hecho por nosotros, tienen los mismos derechos que cual­quier otro hombre a las comodidades y los privi­legios que todas las casas pueden proporcionar. Debemos permitirles el bienestar por el que tan duramente han trabajado.
-Muy cierto, en efecto. Lo que dice la señorita Ana es muy cierto -apoyó el señor Shepherd.
-¡Ya lo creo! -agregó su hija.
Pero Sir Walter replicó poco después:
-Esa profesión tiene su utilidad, pero lamenta­ría que cualquier amigo mío perteneciese a ella.


-¡Cómo! -exclamaron todos muy sorprendidos.
-Sí, esa carrera me disgusta por dos motivos; tengo dos poderosos argumentos. El primero es que da ocasión a gente de humilde cuna a en­cumbrarse hasta posiciones indebidas y alcanzar honores que nunca habrían soñado sus padres ni sus abuelos. Y el segundo es que destruye de un modo lamentable la juventud y el vigor de los hombres; un marino se vuelve viejo más pronto que cualquier otro hombre. Lo he observado toda mi vida. Un hombre corre el riesgo en la Marina de ser insultado por el ascenso de otro a cuyo padre hubiese desdeñado dirigir la palabra el pa­dre del primero, y de convertirse prematuramente en un guiñapo, cosa que no sucede en ninguna otra profesión. Un día de la pasada primavera, en la ciudad, estuve en compañía de dos hombres cuyo ejemplo me impresionó tanto que por eso lo digo: Lord St. Ives, a cuyo padre hemos conocido todos cuando era un simple pastor rural que no tenía ni pan que llevarse a la boca. Tuve que ceder el paso a Lord St. Ives y a un cierto almiran­te Baldwin, el sujeto peor trazado que puedan ustedes imaginar: con la cara de color caoba, tos­ca y peluda en extremo, surcada de líneas y de arrugas, con nueve pelos grises a un lado de la cabeza y nada más que una mancha de polvos en la coronilla. “¡Por Dios!, ¿quién es ese vejete?”, pregunté a un amigo mío que estaba allí cerca (Sir Basil Morley). “¿Cómo que vejete?”, exclamó Sir Basil. “Es el almirante Baldwin. ¿Qué edad cree usted que tiene?”; yo respondí que sesenta o sesenta y dos años. “Cuarenta”, replicó Sir Basil, “cuarenta solamente”. Figúrense mi estupor; no olvidaré tan fácilmente al almirante Baldwin. Ja­más vi una muestra tan lastimosa de lo que puede hacer el andar viajando por los mares. Me consta que, en mayor o menor grado, a todos los mari­nos les sucede lo mismo. Siempre andan golpea­dos, expuestos a todos los climas y a todos los tiempos, hasta que ya no se les puede ni mirar. Es una lástima que no reciban un golpe en la cabeza de una vez antes de llegar a la edad del almirante Baldwin.
-No tanto, Sir Walter -exclamó la señora Clay-; eso es demasiado severo. Un poco de compasión para esos pobres hombres. No todos hemos naci­do para ser hermosos. Es cierto que el mar no embellece, y que los marinos envejecen antes de tiempo; lo he observado a menudo; pierden en seguida su aspecto juvenil. Pero ¿acaso no suce­de lo mismo con muchas otras profesiones, tal vez con la mayoría? Los soldados en servicio activo no acaban mucho mejor; y hasta en las profesiones más tranquilas hay un desgaste y un esfuerzo del pensamiento, cuando no del cuer­po, que raras veces sustraen el aspecto del hombre de los efectos naturales del tiempo. Los afanes del abogado consumido por las pre­ocupaciones de sus pleitos; el médico que se levanta de la cama a cualquier hora y que traba­ja, llueva, truene o relampaguee; y hasta el cléri­go... -se detuvo un momento para pensar qué podría decir del clérigo- y hasta el clérigo, ya sabe usted, que se ve en la obligación de acudir a viviendas infectas y a exponer su salud y su físico a las injurias de una atmósfera envenena­da. En otras palabras, estoy absolutamente convencida de que todas las profesiones son a la vez necesarias y honrosas; sólo los pocos que no necesitan ejercer ninguna pueden vivir de un modo regular, en el campo, disponiendo de su tiempo como se les antoja, haciendo lo que les da la gana y morando en sus propiedades, sin el tormento de tener que ganarse el pan. Como digo, esos pocos son los únicos que pueden go­zar de los dones de la salud y del buen ver hasta el máximo. No conozco otro género de hombres que no pierdan algo de su personalidad al dejar atrás la juventud.
Parecía que el señor Shepherd, con su afán de inclinar la voluntad de Sir Walter hacia un oficial de la Marina, para inquilino, había sido dotado con la facultad de la adivinación, pues la primera solicitud recibida procedió de un tal almirante Croft, a quien conociera poco después en las sesiones de la Audiencia de Taunton y que le había man­dado avisar por medio de uno de sus correspon­sales de Londres. Según las referencias que se apresuró a llevar a Kellynch, el almirante Croft era oriundo de Somersetshire y dueño de una respe­table fortuna, y deseando establecerse en tierra, había ido a Taunton para ver algunas de las casas anunciadas, las que no fueron de su agrado. Por casualidad se enteró de que Kellynch Hall iba a ser desalojado -pues ya Shepherd había predicho que los asuntos de Sir Walter no podrían perma­necer en secreto- y, sabiendo que Shepherd tenía que ver con el propietario, se hizo presentar a él con objeto de requerir datos concretos. En el cur­so de una grata y prolongada conversación mani­festó por el lugar una inclinación todo lo decidida que podía ser en vista de que sólo lo conocía por las descripciones. Por las explícitas noticias de sí mismo que le dio al señor Shepherd, podía tenér­sele por hombre digno de la mayor confianza y de ser aceptado como inquilino.
-¿Y quién es ese almirante Croft? -preguntó Sir Walter en tono de frío recelo.
El señor Shepherd le informó que pertenecía a una familia de caballeros y nombró el lugar de donde eran naturales. Siguió una breve pausa y Ana agregó:
-Es un contralmirante. Estuvo en la batalla de Trafalgar y pasó luego a las Indias Orientales, donde permaneció, según creo, varios años.
-Si es así, doy por descontado -observó Sir Walter- que tiene la cara anaranjada como las bocamangas y cuellos de mis libreas.
El señor Shepherd se dio prisa en asegurarle que el almirante Croft era un hombre sano, cor­dial y de buena presencia; algo atezado, natural­mente, por los vendavales, pero no demasiado; un perfecto caballero en sus principios y costum­bres y nada exigente en lo tocante a las condicio­nes. Lo único que quería era tener una vivienda cómoda lo antes posible; sabía que tendría que pagarse el gusto y no se le ocultaba que una casa lista y amueblada de aquel modo le costaría una buena suma, por lo que no se extrañaría que Sir Walter le pidiese más dinero. Preguntó por el propietario y dijo que le gustaría presentarse, des­de luego, aunque sin insistir sobre este punto. Agregó que a veces tomaba una escopeta, pero que nunca era para matar. En fin, se trataba de todo un caballero.
El señor Shepherd derrochó elocuencia sobre el particular, señalando todas las circunstancias relativas a la familia del almirante que lo hacían particularmente deseable como inquilino. Era casado pero no tenía hijos; el estado ideal. El señor Shepherd observaba que una casa nunca está bien cuidada sin una señora; no sabía si el mobiliario corría mayor peligro no habiendo señora que ha­biendo niños. Una señora sin hijos era la mejor garantía imaginable para la conservación de los muebles. En Taunton vio a la señora Croft con el almirante, y estuvo presente mientras ellos trata­ron del asunto.
-Parece una señora muy bien hablada, fina y discreta -siguió diciendo Shepherd-. Hizo más pre­guntas acerca de la casa, de las condiciones y de los impuestos que el mismo almirante; creo que es más experta que él en los negocios. Y además, Sir Walter, descubrí que ni ella ni su marido son extraños en esta comarca, pues sabrá usted que ella es hermana de un caballero que vivió pocos años atrás en Monkford. ¡Ay, caramba!, ¿cómo se llamaba? En este momento no puedo recordar su nombre, a pesar de que hace poco lo he oído. Penélope, querida, ayúdame, ¿recuerdas tú el nom­bre del señor que vivió en Monkford, el hermano de la señora Croft?
Pero la señora Clay hablaba tan animadamen­te con la señorita Elliot, que no oyó la pregunta.
-No tengo idea de a quién puede usted refe­rirse, Shepherd; no recuerdo a ningún caballero residente en Monkford desde los tiempos del vie­jo gobernador Trent.
-¡Caramba, qué fastidio! A este paso pronto voy a olvidar mi propio nombre. ¡Un nombre con el que estoy tan familiarizado! Conozco al señor como conozco mis propias manos; lo he visto cientos de veces; recuerdo que en una ocasión vino a consultarme acerca de un atropello de que le hizo víctima uno de sus vecinos: un labriego que entró en su huerto saltando por la tapia, para robarle unas manzanas y que fue cogido in fra­ganti. Luego, contra mi parecer, el hecho fue re­suelto por amigables componedores. ¡Qué cosa más rara!
Se hizo una pausa y Ana apuntó:
-¿Se refiere usted al señor Wentworth?
Shepherd se deshizo en alardes de gratitud.
-¡Wentworth! ¡Claro que sí! Al señor Wentworth me estaba refiriendo. Tuvo el curato de Monkford, ¿sabe usted, Sir Walter?, durante dos o tres años. Vino hacia el año 5, eso es. Estoy seguro de que lo recuerdan ustedes.
-¿Wentworth? ¡Acabáramos! El párroco de Monkford. Me desorientó usted dándole el trata­miento de caballero. Pensé que hablaba usted de algún propietario. Ese señor Wentworth no era nadie, ya recuerdo. Completamente desconocido, sin ninguna relación con la familia de Strafford. No puede uno menos que extrañarse al ver tan vulgarizados muchos de nuestros nombres más ilustres.
Cuando el señor Shepherd se dio cuenta de que este parentesco de los Croft no impresionaba a Sir Walter favorablemente, la dejó de lado y volvió con el mayor celo a insistir en las otras circunstancias más convincentes. La edad, el nú­mero y la fortuna de los componentes de la fami­lia Croft; el alto concepto que tenían de Kellynch Hall y su extremado empeño en arrendarlo; hasta tal punto que no parecía sino que para ellos no había en esta tierra más felicidad que la de llegar a ser inquilinos de Sir Walter Elliot, lo cual supo­nía por cierto un gusto extraordinario, que les hacía acreedores a que Sir Walter les considerase dignos de ello.
El arrendamiento se llevó a efecto. No obstan­te Sir Walter miraba con muy malos ojos a cual­quier aspirante a habitar en su casa, y que lo habría considerado infinitamente beneficiado per­mitiéndole alquilarla en condiciones leoninas, se vio forzado a consentir en que el señor Shepherd procediese a cerrar el trato, autorizándolo a visitar al almirante Croft, que aún residía en Taunton, para fijar el día en que verían la casa.
Sir Walter no era muy listo, pero tenía la sufi­ciente experiencia de las cosas para comprender que difícilmente podía presentársele un inquilino menos objetable en todo lo esencial que el almi­rante Croft. Su entendimiento no llegaba a más, y su vanidad encontraba cierto halago adicional en la posición del almirante, que era todo lo elevada que se requería, pero no demasiado. “He alquila­do mi casa al almirante Croft” era una afirmación altisonante; mucho mejor que decir a cualquier señor X. Un señor X (salvo, quizás, una media docena de nombres de la nación) siempre necesi­ta una explicación. La importancia de un almiran­te se explica por sí misma y, al mismo tiempo, nunca puede mirar a un baronet por encima del hombro. En todo momento Sir Walter Elliot ten­dría la preeminencia.
Nada podía hacerse sin que lo supiera Isabel; pero su inclinación a cambiar de lugar iba siendo tan decidida que le encantó el que ya estuviese fijado y resuelto con un inquilino a mano, por lo que se guardó muy bien de pronunciar una sola palabra que pudiese suspender el acuerdo.
Se invistió al señor Shepherd de omnímodos poderes y tan pronto como quedó todo ultimado, Ana, que había escuchado sin perderse palabra, salió de la habitación en busca del alivio del aire fresco para sus encendidas mejillas; y mientras paseaba por su arboleda favorita, dijo con un dul­ce suspiro:

-Unos meses más y quizá él se pasee por aquí.

Continuará...

lunes, 19 de mayo de 2014

PERSUASION Capítulo II

Hubieron demasiados cambios en mi vida y demasiado tiempo innecesario de ausencia en este rincón...Pido disculpas por ello.  Pero existen cosas que no pueden cambiar a pesar de las adversidades; sensaciones tan placenteras como el primer día que descubrí a Jane Austen y que sólo podría comparar con el placer que he sentido después de tanto tiempo, al regresar y pisar de nuevo este saloncito azul...


CAPITULO II

El señor Shepherd, abogado cauto y político, cua­lesquiera que fuesen su concepto de Sir Walter y sus proyectos acerca del mismo, quiso que lo desagradable le fuese propuesto por otra persona y se negó a dar el menor consejo, limitándose a pedir que le permitieran recomendarles el exce­lente juicio de Lady Russell, pues estaba seguro de que su proverbial buen sentido les sugeriría las medidas más aconsejables, que sabía habrían de ser finalmente adoptadas.
Lady Russell se preocupó muchísimo por el asunto y les hizo muy graves observaciones. Era mujer de recursos más reflexivos que rápidos y su gran dificultad para indicar una solución en aquel caso provenía de dos principios opuestos. Era muy íntegra y estricta y tenía un delicado sentido del honor; pero deseaba no herir los sentimientos de Sir Walter y poner a resguardo, al mismo tiempo, la buena fama de la familia; como persona hones­ta y sensata, su conducta era correcta, rígidas sus nociones del decoro y aristocráticas sus ideas acerca de lo que la alcurnia reclamaba. Era una mujer afable, caritativa y bondadosa, capaz de las más sólidas adhesiones y merecedora por sus modales de ser considerada como arquetipo de la buena crianza. Era culta, razonable y mesurada; respecto del linaje abrigaba ciertos prejuicios y otorgaba al rango y al concepto social una significación que llegaba hasta ignorar las debilidades de los que gozaban de tales privilegios. Viuda de un sencillo hidalgo, rendía justa pleitesía a la dignidad de baronet; y aparte las razones de antigua amistad, vecindad solícita y amable hospitalidad, Sir Walter tenía para ella, además de la circunstancia de ha­ber sido el marido de su queridísima amiga y de ser el padre de Ana y sus hermanas, el mérito de ser Sir Walter, por lo que era acreedor a que se lo compadeciese y se lo considerase por encima de las dificultades por las que atravesaba.
No tenían más alternativa que moderarse; eso no admitía dudas. Pero Lady Russell ansiaba lo­grarlo con el menor sacrificio posible por parte de Isabel y de su padre. Trazó planes de economía, hizo detallados y exactísimos cálculos, llegando hasta lo que nadie hubiese sospechado: a consul­tar a Ana, a quien nadie reconocía el derecho de inmiscuirse en el asunto. Consultada Ana e influi­da Lady Russell por ella en alguna medida, el proyecto de restricciones fue ultimado y sometido a la aprobación de Sir Walter. Todos los cambios que Ana proponía iban destinados a hacer preva­lecer el honor por encima de la vanidad. Aspiraba a medidas rigurosas, a una modificación radical, a la rápida cancelación de las deudas y a una abso­luta indiferencia para todo lo que no fuese justo.
-Si logramos meterle a tu padre todo esto en la cabeza -decía Lady Russell paseando la mirada por su proyecto- habremos conseguido mucho. Si se somete a estas normas, en siete años su situa­ción estará despejada. Ojalá convenzamos a Isabel y a tu padre de que la respetabilidad de la casa de Kellynch Hall quedará incólume a pesar de estas restricciones y de que la verdadera dignidad de Sir Walter Elliot no sufrirá ningún menoscabo a los ojos de la gente sensata, por obrar como co­rresponde a un hombre de principios. Lo que él tiene que hacer se ha hecho ya o ha debido hacerse en muchas familias de alto rango. Este caso no tiene nada de particular, y es la particula­ridad lo que a menudo constituye la parte más ingrata de nuestros sufrimientos. Confío en el éxi­to, pero tenemos que actuar con serenidad y deci­sión. Al fin y al cabo, el que contrae una deuda no puede eludir pagarla, y aunque las conviccio­nes de un - caballero y jefe de familia como tu padre son muy respetables, más respetable es la condición de hombre honrado.



Estos eran los principios que Ana quería que su padre acatase, apremiado por sus amigos. Esti­maba indispensable acabar con las demandas de los acreedores tan pronto como un discreto siste­ma de economía lo hiciese posible, en lo cual no veía nada indigno. Había que aceptar este criterio y considerarlo una obligación. Confiaba mucho en la influencia de Lady Russell, y en cuanto al grado severo de propia renunciación que su conciencia le dictaba, creía que sería poco más difícil inducir­los a una reforma completa que a una reforma parcial. Conocía bastante bien a Isabel y a su padre como para saber que sacrificar un par de caballos les sería casi tan doloroso como sacrificar todo el tronco, y pensaba lo mismo de todas las demás restricciones por demás moderadas que constituían la lista de Lady Russell.
La forma en que fueron acogidas las rígidas fórmulas de Ana es lo de menos. El caso es que Lady Russell no tuvo ningún éxito. Sus planes eran tan irrealizables como intolerables.
-¿Cómo? ¡Suprimir de golpe y porrazo todas las comodidades de la vida! ¡Viajes, Londres, cria­dos, caballos, comida, limitaciones por todas par­tes! ¡Dejar de vivir con la decencia que se permi­ten hasta los caballeros particulares! No, antes abandonar Kellynch Hall de una vez que reducirlo a tan humilde estado.
¡Abandonar Kellynch Hall! La proposición fue en el acto recogida por el señor Shepherd, a cu­yos intereses convenía una auténtica moderación del tren de gastos de Sir Walter, y quien estaba absolutamente convencido de que nada podría hacerse sin un cambio de casa. Puesto que la idea había surgido de quien más derecho tenía a suge­rirla, confesó sin ambages que él opinaba lo mis­mo. Sabía muy bien que Sir Walter no podría cambiar de modo de vivir en una casa sobre la que pesaban antiguas obligaciones de rango y deberes de hospitalidad. En cualquier otro lugar, Sir Walter podría ordenar su vida según su propio criterio y regirse por las normas que la nueva existencia le plantease.
Sir Walter saldría de Kellynch Hall. Después de algunos días de dudas e indecisiones, quedó resuelto el gran problema de su nueva residencia y fijaron las primeras líneas generales del cambio que iba a producirse.
Había tres alternativas: Londres, Bath u otra casa de la misma comarca. Ana prefería esta última; toda su ilusión era vivir en una casita de aquella misma vecindad, donde pudiese seguir dis­frutando de la compañía de Lady Russell, seguir estando cerca de María y seguir teniendo el placer de-ver de cuando en cuando los prados y los bosques de Kellynch. Pero el hado implacable de Ana no habría de complacerla; tenía que imponer­le algo que fuese lo más opuesto posible a sus deseos. No le gustaba Bath y creía que no le sentaría; pero en Bath se fijó su domicilio.
En un principio, Sir Walter pensó en Londres. Pero Londres no inspiraba confianza a Shepherd, y éste se las ingenió para disuadirlo de ello y hacer que se decidiera por Bath. Era aquél un lugar inmejorable para una persona de la clase de Sir Walter, y podría sostener allí un rango con menos dispendios. Dos ventajas materiales de Bath sobre Londres hicieron inclinar la balanza: no ha­llarse más que a quince millas de distancia de Kellynch y dar la coincidencia de que Lady Russell pasaba allí buena parte del invierno todos los años. Con gran satisfacción de ella, cuyo primer dictamen al cambiarse el proyecto fue favorable a Bath, Sir Walter e Isabel terminaron por aceptar que ni su importancia ni sus placeres sufrirían mengua por ir a establecerse a ese lugar.
Lady Russell se vio obligada a contrariar los deseos de Ana, deseos que conocía muy bien. Habría sido demasiado pedir a Sir Walter descen­der a ocupar una vivienda más modesta en sus propios dominios. La misma Ana hubiese tenido que soportar mortificaciones mayores de las que suponía. Había que contar además con lo que aquello habría humillado a Sir Walter; y en cuanto a la aversión de Ana por Bath, no era más que una manía y un error que provenían sobre todo de la circunstancia de haber pasado allí tres años en un colegio después de la muerte de su madre, y de que durante el único invierno que estuvo allí con Lady Russell se halló de muy mal ánimo.
La oposición de Sir Walter a mudarse a otra casa de aquellas vecindades estaba fortalecida por una de las más importantes partes del programa que tan bien acogida fuera al principio. No sólo tenía que dejar su casa, sino verla en manos de otros, prueba de resistencia que temples más fuer­tes que el de Sir Walter habrían sentido excesiva. Kellynch Hall sería desalojado; sin embargo, se guardaba sobre ello un hermético secreto; nada debía saberse fuera del círculo de los íntimos.
Sir Walter no podía soportar la humillación de que se supiese su decisión de abandonar su casa. Una vez el señor Shepherd pronunció -la palabra “anuncio”, pero nunca más osó repetirla. Sir Wal­ter abominaba de la idea de ofrecer su casa en cualquier forma que fuese y prohibió terminante­mente que se insinuase que tenía tal propósito; sólo en el caso de que Kellynch Hall fuese solici­tada por algún pretendiente excepcional que acep­tase las condiciones de Sir Walter y como un gran favor, consentiría en dejarla.
¡Qué pronto surgen razones para aprobar lo que nos gusta! Lady Russell en seguida tuvo a mano una excelente para alegrarse una enormi­dad de que Sir Walter y su familia se alejasen de la comarca. Isabel había entablado recientemente una amistad que Lady Russell deseaba ver inte­rrumpida. Tal amistad era con una hija de She­pherd que acababa de volver a la casa paterna con el engorro de dos pequeños hijos. Era una chica inteligente, que conocía el arte de agradar o, por lo menos, el de agradar en Kellynch Hall.
Logró inspirar a Isabel tanto cariño que más de una vez se hospedó en su mansión, a pesar de los consejos de precaución y reserva de Lady Russell, a quien esa intimidad le parecía del todo fuera de lugar.
Pero Lady Russell tenía escasa influencia sobre Isabel, y más parecía quererla porque quería que­rerla que porque lo mereciese. Nunca recibió de ella más que atenciones triviales, nada más allá de la observancia de la cortesía. Nunca logró hacerla cambiar de parecer.
Varias veces se empeñó en que llevasen a Ana a sus excursiones a Londres y clamó abiertamente contra la injusticia y el mal efecto de aquellos -egoístas arreglos en los que se prescindía de ella. Otras, intentó proporcionar a Isabel las ventajas de su mejor entendimiento y experiencia, .pero siempre fue en vano. Isabel quería hacer su rega­lada voluntad y nunca lo hizo con más decidida oposición a Lady Russell que en la cuestión de su encaprichamiento por la señora Clay, apartándose del trato de una hermana tan buena, para entregar su afecto y su confianza a una persona que no debió haber sido para ella más que objeto de una distante cortesía.
Lady Russell estimaba que la condición de la señora Clay era muy inferior, y que su carácter la convertía en una compañera en extremo peligro­sa. De manera que un traslado que alejaba a la señora Clay y ponía alrededor de la señorita Elliot una selección de amistades más adecuadas no podía menos que celebrarse.

continuará...


viernes, 16 de mayo de 2014

PERSUASION


CAPITULO PRIMERO


El señor de Kellynch Hall en Somersetshire, Sir Walter Elliot, era un hombre que no hallaba entre­tención en la lectura salvo que se tratase de la Crónica de los baronets. Con ese libro hacía lleva­deras sus horas de ocio y se sentía consolado en las de abatimiento. Su alma desbordaba admira­ción y respeto al detenerse en lo poco que queda­ba de los antiguos privilegios, y cualquier sensa­ción desagradable surgida de las trivialidades de la vida doméstica se le convertía en lástima y desprecio. Así, recorría la lista casi interminable de los títulos concedidos en el último siglo, y allí, aunque no le interesaran demasiado las otras pá­ginas, podía leer con ilusión siempre viva su pro­pia historia. La página en la que invariablemente estaba abierto su libro decía:


Elliot, de Kellynch Hall


Walter Elliot, nacido el 1 de marzo de 1760, con­trajo matrimonio en 15 de julio de 1784 con Isa­bel, hija de Jaime Stevenson, hidalgo de South Park, en el condado de Gloucester. De esta señora, fallecida en 1800, tuvo a Isabel, nacida el 1 de junio de 1785; a Ana, nacida el 9 de agosto de 1787; a un hijo nonato, el 5 de noviembre de 1789, y a María, nacida el 20 de noviembre de 1791.

Tal era el párrafo original salido de manos del impresor; pero Sir Walter lo había mejorado, añadiendo, para información propia y de su fa­milia, las siguientes palabras después de la fecha del natalicio de María: “Casada el 16 de diciem­bre de 1810 con Carlos, hijo y heredero de Carlos Musgrove, hidalgo de Uppercross, en el condado de Somerset”. Apuntó también con el ma­yor cuidado el día y el mes en que perdiera a su esposa.

Enseguida venían la historia y el encumbra­miento de la antigua y respetable familia, en los términos acostumbrados. Se describía que al prin­cipio se establecieron en Cheshire y que gozaron de gran reputación en Dugdale, donde desempe­ñaron el cargo de gobernador, y que habían sido representantes de una ciudad en tres parlamentos sucesivos. Después venían las recompensas a la lealtad y la concesión de la dignidad de baronet en el primer año del reinado de Carlos II, con la mención de todas las Marías e Isabeles con quie­nes los Elliot se habían casado. En total, la historia formaba dos hermosas páginas en doceavo y ter­minaba con las armas y la divisa: “Residencia sola­riega, Kellynch Hall, en el condado de Somerset”. Sir Walter había agregado de su puño y letra este final:


“Presunto heredero, William Walter Elliot, hi­dalgo, bisnieto del segundo Sir Walter”.


La vanidad era el alfa y omega de la personali­dad de Sir Walter Elliot; vanidad de su persona y de su posición. Había sido sin duda buenmozo en su juventud, y a los cincuenta y cuatro años era todavía un hombre de atractiva apariencia. Pocas mujeres presumían más de sus encantos que Sir Walter de los suyos, y ningún paje de ningún nuevo señor habría estado más orgulloso de lo que él estaba de la posición que ocupaba en la sociedad. El don de la belleza para él sólo era inferior al don de un título de nobleza, por lo que se tenía a sí mismo como objeto de sus más calurosos respeto y devoción.

Su buena estampa y su linaje eran poderosos argumentos para atraerle el amor. A ellos debió una esposa muy superior a lo que Sir Walter po­día esperar por sus méritos. Lady Elliot fue una mujer excelente, tierna y sensible, a cuyas con­ducta y buen juicio debía perdonarse la juvenil flaqueza de haber querido ser Lady Elliot, consi­derando que nunca más precisó de otras indul­gencias. Su talante alegre, su suavidad y el disi­mulo de sus defectos le procuraron la auténtica estima de que disfrutó durante diecisiete años. Y aunque no fue demasiado feliz en este mundo, encontró en el cumplimiento de sus deberes, en sus amigos y en sus hijos motivos suficientes para amar la vida y para no abandonarla con indiferen­cia cuando le llegó la hora. Tres hijas, de dieciséis y catorce años respectivamente las dos mayores, eran un legado que la madre temía dejar; una carga demasiado delicada para confiarla a la auto­ridad de un padre presumido y estúpido. Lady Elliot tenía, sin embargo, una amiga muy cercana, sensible y meritoria mujer, que había llegado, mo­vida por el gran cariño que profesaba a Lady Elliot, a establecerse próxima a ella en el pueblo de Kellynch. En su discreción y en su bondad puso Lady Elliot sus esperanzas de sustentar y mantener los buenos principios y la educación que tanto ansiaba dar a sus hijas.

Dicha amiga y Sir Walter no se casaron, no obstante lo que antecede pudiera inducir a pen­sarlo. Trece años habían transcurrido desde la muer­te de la señora Elliot, y una y otro seguían siendo vecinos e íntimos amigos, aunque cada uno viudo por su lado.

El hecho de que Lady Russell, de muy buena edad y agradable carácter, y en circunstancias ideales para ello, no hubiese querido pensar en segundas nupcias, no tiene por qué ser explica­do al público, que está tan dispuesto a sentirse irracionalmente descontento cuando una mujer no se vuelve a casar. Pero el hecho de que Sir Walter continuase viudo merece una aclaración. Ha de saberse, pues, que como buen padre (des­pués de haberse llevado un chasco en uno o dos intentos descabellados) se enorgullecía de per­manecer viudo en atención a sus queridas hijas. Por una de ellas, la mayor, hubiese hecho en realidad cualquier cosa, aunque no hubiese teni­do muchas ocasiones de demostrarlo. Isabel, a los dieciséis años, había asumido, en la medida de lo posible, todos los derechos y la importan­cia de su madre; y como era muy guapa y muy parecida a su padre, su influencia era grande y los dos se llevaban muy bien. Sus otras dos hijas gozaban de menor atención. María consiguió una pequeña y artificial importancia al convertirse en la señora de Carlos Musgrove; pero Ana, que poseía una finura de espíritu y una dulzura de carácter que la habrían colocado en el mejor lugar entre gentes de verdadero seso, no era nadie entre su padre y su hermana; sus palabras no pesaban y no se atendían en absoluto sus intereses. Era Ana, y nada más.



Para Lady Russell, en cambio, era la más que­rida y la más preciada de las criaturas; era su amiga y su favorita. Lady Russell las quería a to­das, pero sólo en Ana veía el vivo retrato de su madre.

Pocos años antes, Ana Elliot había sido una muchacha muy hermosa, pero su frescura se mar­chitó temprano. Su padre, que ni siquiera cuando estaba en su apogeo encontraba nada que admi­rar en ella (pues sus delicadas facciones y sus suaves y oscuros ojos eran totalmente distintos de los de él), menos le encontrará entonces, que estaba delgada y consumida. Nunca abrigó dema­siadas esperanzas, y ya no abrigaba ninguna, de leer su nombre en una página de su libro predi­lecto. Ponía en Isabel todas sus ilusiones de una alianza de su igual; pues María no había hecho más que entroncarse con una antigua familia ru­ral, muy rica y respetable, a la que llevó todo su honor sin recibir ella ninguno. Isabel era la única que podría protagonizar, algún día, una boda como Dios manda.

Suele ocurrir que una mujer sea más guapa a los veintinueve años que a los veinte. Y, por lo general, si no ha sufrido ninguna enfermedad ni soportado ningún padecimiento moral, es una épo­ca de la vida en que raramente se ha perdido algún encanto. Eso sucedía a Isabel, que era aún la misma hermosa señorita Elliot que empezó a ser a los trece años. Podía perdonarse, pues, que Sir Walter olvidase la edad de su hija o, en última instancia, creerle únicamente medio loco por con­siderarse a sí mismo y a Isabel tan primaverales como siempre, en medio del derrumbe físico de todos sus coetáneos, porque no tenía ojos más que para ver lo viejos que se estaban poniendo todos sus deudos y conocidos. El carácter huraño de Ana, la aspereza de María y los ajados rostros de sus vecinos, unidos al rápido incremento de las patas de gallo en las sienes de Lady Russell, lo sumían en el mayor desconsuelo.

Isabel era tan vanidosa como su padre. Du­rante trece años fue la señora de Kellynch Hall, presidiendo y dirigiendo todo con un dominio de sí misma y una decisión que no parecían propias de su edad. Por trece años hizo los honores de la casa, aplicó las leyes domésticas, ocupó el lugar de preferencia en la carroza y fue inmediatamente detrás de Lady Russell en todos los salones y comedores de la comarca. Los hielos de trece inviernos sucesivos la vieron presidir todos los bailes importantes celebrados en la reducida ve­cindad y trece primaveras abrieron sus capullos mientras ella viajaba a Londres con el fin de dis­frutar año tras año con su padre, por unas cuantas semanas, de los placeres del gran mundo. Isabel recordaba todo esto, y la conciencia de tener vein­tinueve años le despertaba algunas inquietudes y recelos. La complacía verse aún tan guapa como siempre, pero sentía que se le aproximaban los años peligrosos, y se habría alegrado de tener la seguridad de que dentro de uno o dos años sería solicitada por un joven de sangre noble. Sólo así habría podido hojear de nuevo el libro de los libros con el mismo gozo que en sus años tem­pranos; pero a la sazón no le hacía gracia. Eso de tener siempre presente la fecha de su nacimiento sin acariciar otro, proyecto de matrimonio que el de su hermana menor, le hacía mirar el libro como un tormento; y más de una vez, cuando su padre lo dejaba abierto encima de la mesa, junto a ella, lo había cerrado con ojos severos y lo había em­pujado lejos de sí.

Había tenido, además, un desencanto que le impedía olvidar el libro y la historia de su familia. El presunto heredero, aquel mismo William Walter Elliot cuyos derechos se hallaban tan generosamen­te reconocidos por su padre, la había desdeñado.

Sabía, desde muy joven, que en el caso de no tener ningún hermano, seria William el futuro ba­ronet, y creyó que se casaría con él, creencia siempre compartida con su padre. No lo conocie­ron de niño, pero en cuanto murió Lady Elliot, Sir Walter entabló relación con él, y aunque sus insi­nuaciones fueron acogidas sin ningún entusiasmo, siguió persiguiéndolo y atribuyendo su indiferen­cia a la timidez propia de la juventud. En una de sus excursiones primaverales a Londres, y cuando Isabel estaba en todo su esplendor, el joven Elliot se vio forzado a la presentación.

En aquella época era un chico muy joven, recién iniciado en el estudio del derecho; Isabel lo encontró por demás agradable y todos los pla­nes en favor de él quedaron confirmados. Lo invi­taron a Kellynch Hall; se habló de él y se le esperó todo el resto del año, pero él no fue. En la primavera siguiente volvieron a encontrarlo en la capital; les pareció igualmente simpático y de nuevo lo alentaron, invitaron y esperaron. Y otra vez no acudió. Al poco tiempo supieron que se había casado. En vez de dejar que su sino siguiera la línea que le señalaba la herencia de la casa de Elliot, había comprado su independencia unién­dose a una mujer rica de cuna inferior a la suya.

Sir Walter quedó muy resentido. Como cabeza de familia, consideraba que debió habérsele consultado, en especial después de haber tomado al muchacho tan públicamente bajo su égida.

-Pues por fuerza se les ha de haber visto juntos una vez en Tattersal y dos en la tribuna de la Cámara de los Comunes -observaba.

En apariencia muy poco afectado, expresó su desaprobación. Elliot, por su parte, ni siquiera se tomó la molestia de explicar su proceder y se mostró tan poco deseoso de que la familia volvie­se a ocuparse de él, cuanto indigno de ello fue considerado por Sir Walter. Las relaciones entre ellos quedaron definitivamente suspendidas.

A pesar de los años transcurridos, Isabel se­guía resentida por ese desdichado incidente. Des­de la A hasta la Z, no había baronet a quien pudiese mirar con tanto agrado como a un igual suyo. La conducta de William Elliot había sido tan ruin que aunque allá por el verano de 1814 Isabel llevaba luto por la muerte de la joven señora Elliot, no podía admitir pensar en él de nuevo. Y si no hubiese sido más que por aquel matrimonio que quedó sin fruto y podía ser considerado sólo como un fugaz contratiempo, pase. Pero lo peor era que algunos buenos y oficiosos amigos les habían referido que hablaba de ellos irrespetuosa­mente y que despreciaba su prosapia así como los honores que la misma le confería. Y eso era algo que no podía perdonarse.

Tales eran los sentimientos e inquietudes de Isabel Elliot, los cuidados a que había de dedicar­se, las agitaciones que la alteraban, la monotonía y la elegancia, las prosperidades y las naderías que constituían el escenario en que se movía.

Pero por entonces otra preocupación y otra zozobra empezaban a añadirse a todas ésas. Su padre estaba cada día más apurado de dinero. Sabía que iba a hipotecar sus propiedades para librarse de la obsesión de las subidas cuentas de sus abastecedores y de los importunos avisos de su agente Mr. Shepherd. Las posesiones de Kellynch eran buenas, pero no suficientes para mantener el nivel de vida que Sir Walter creía que debía llevar su propietario. Mientras vivió Lady Elliot, se observó método, moderación y econo­mía, dentro de lo que los ingresos permitían. Pero con su muerte, terminó toda prudencia y Sir Walter empezó a sucumbir a los excesos. No le era posi­ble gastar menos y no podía dejar de hacer aque­llo a lo que se consideraba imperiosamente obli­gado. Por muy reprensible que fuese, sus deudas se abultaban y se hablaba de ellas tan a menudo que ya fue inútil tratar de ocultárselas por más tiempo y ni siquiera en parte a su hija. Durante su última primavera en la capital aludió a su situa­ción y llegó a decir a Isabel:

-¿Podríamos reducir nuestros gastos? ¿Se te ocu­rre algo que pudiésemos suprimir?

Isabel -justo es decirlo-, en sus primeros arre­batos de femenina alarma, se puso a pensar seria­mente en qué podrían hacer y terminó por propo­ner estas dos soluciones: suspender algunas limosnas innecesarias y abstenerse del nuevo mo­biliario del salón. A estos expedientes agregó lue­go la peregrina idea de no comprarle a Ana el regalo que acostumbraban llevarle todos los años. Pero estas medidas, aunque buenas en sí mismas, fueron insuficientes dada la gran envergadura del mal, cuya totalidad Sir Walter se creyó obligado a confesar a Isabel poco después. Isabel no supo proponer nada que fuese verdaderamente eficaz.

Su padre sólo podía disponer de una pequeña parte de sus dominios, y aunque hubiese podido enajenar todos sus campos, nada habría cambia­do. Accedería a hipotecar todo lo que pudiese, pero jamás consentiría en vender. No, nunca des­honraría su nombre hasta ese punto. Las posesio­nes de Kellynch serían transmitidas íntegras y en su totalidad, tal como él las había recibido.

Sus dos confidentes: el señor Shepherd, que vivía en la vecina ciudad, y Lady Russell, fueron llamados a consulta. Tanto el padre como la hija parecían esperar que a uno o a otra se le ocurriría algo para librarlos de sus apuros y reducir su presupuesto sin que ello significase ningún me­noscabo de sus gustos o de su boato.

continuará...