domingo, 26 de agosto de 2012

EMMA Capítulos XXXI al XXXV


CAPÍTULO XXXI

 

EMMA seguía totalmente convencida de que estaba enamorada. Sus ideas sólo variaban en lo referente a la intensidad de este amor; al principio le pareció que lo estaba mucho; luego, más bien que poco. Sentía un gran placer en oír hablar de Frank Churchill; y por él, mayor placer que nunca en ver al señor y a la señora Weston; pensaba muy a menudo en el joven, y esperaba carta suya con mucha impaciencia para poder saber cómo estaba, cuál era su estado de ánimo, cómo seguía su tía y qué posibilidades había de que volviera a Randalls aquella primavera. Pero por otra parte se resistía a admitir que no era feliz y, pasada aquella mañana, lu­chaba contra la tentación de abandonarse a una vida menos activa que la que tenía por costumbre llevar; seguía siendo activa y ani­mosa; y a pesar de ser él tan agradable, no dejaba de imaginarle con defectos; y más adelante, a pesar de pensar mucho en el y de forjar, mientras dibujaba o bordaba, innumerables y divertidos pla­nes sobre el desarrollo y la conclusión de sus relaciones, imaginando ingeniosos diálogos e inventando elegantes cartas; el final de todas las imaginarias declaraciones que él le hacía era siempre una nega­tiva. El afecto que les unía debía encauzarse por las vías de la amistad. Su separación iba a estar adornada de toda la ternura y de todo el encanto imaginables; pero tenían que separarse. Cuando re­paró en ello, se dio cuenta de que no debía de estar muy enamora­da; porque a pesar de su previa y firme determinación de no aban­donar nunca a su padre, de no casarse nunca, un verdadero amor era forzoso que causara muchas más luchas interiores de las que por sus sentimientos Emma podía prever.

«No veo que yo saque a relucir nunca la palabra sacrificio -se dijo-. En ninguna de mis prudentes réplicas ni de mis delicadas negativas hay la menor alusión a hacer un sacrificio. Sospecho que en el fondo no le necesito para ser feliz. Tanto mejor. No voy ahora a convencerme a mí misma de que siento más amor del que existe en realidad. Ya estoy suficientemente enamorada. No quiero estarlo más.»

En conjunto, también estaba contenta con la impresión que había sacado de los sentimientos de él.

«Sin ninguna duda, él está muy enamorado... todo lo demuestra... ¡lo que se dice muy enamorado! Y cuando vuelva, si sigue tenién­dome el mismo afecto tendré que andar con mucho cuidado para no alentarle... obrar de otro modo sería imperdonable, ya que mi decisión ya está tomada. No es que imagine que él pueda pensar que hasta ahora le he estado alentando. No, si él hubiera creído que yo compartía sus sentimientos, no se hubiese sentido tan desgracia­do. Si él hubiera podido considerarse alentado, sus maneras y su len­guaje hubiesen sido diferentes al despedimos... Pero, a pesar de todo, tengo que andar con mucho cuidado. Eso suponiendo que su afecto por mí para entonces sea todavía lo que es ahora; pero la verdad es que no creo que ocurra así; no me parece un hombre como para... No me fiaría mucho de su firmeza o de su constan­cia... Sus sentimientos son apasionados, pero tengo la impresión de que más bien variables. En resumidas cuentas, que cada vez que pienso en esta cuestión estoy más contenta de que mi felicidad no dependa demasiado de él... Dentro de poco volveré a estar perfec­tamente bien... y entonces podré decir que he salido bien librada; porque dicen que todo el mundo tiene que enamorarse una vez en la vida, y yo habré salido del paso con bastante facilidad.»

Cuando llegó la carta de Frank para la señora Weston, Emma pudo leerla; y la leyó con tanto placer y tanta admiración que al principio le hicieron dudar de sus sentimientos y pensar que no había valorado suficientemente su fuerza. Era una carta larga y muy bien escrita que daba detalles de su viaje y de su estado de ánimo, que expresaba toda la gratitud, el afecto y el respeto que era na­tural y digno el expresar, y que describía todo lo exterior y local que pudiera considerarse atractivo, con ingenio y concisión. Pero nada que delatase el tono de la excusa o del interés forzado; aquél era el lenguaje de quien sentía verdadero afecto por la señora Wes­ton; y la transición de Highbury a Enscombe, el contraste entre los lugares en algunas de las primeras ventajas de la vida social, ape­nas se esbozaba, pero lo suficiente para que se advirtiera con qué agudeza lo había sentido el joven, y cuántas cosas más hubiera po­dido añadir de no impedírselo la cortesía... No faltaba tampoco el encanto del nombre de Emma. La señorita Woodhouse aparecía más de una vez, y nunca sin relacionarlo con algo halagador, ya fuera un cumplido para su buen gusto, ya un recuerdo de algo que ella hubiera dicho; y en la última ocasión en la que sus ojos tropezaron con su nombre, despojado aquí de los adornos de su florida galan­tería, Emma advirtió el efecto de su influencia, y supo reconocer que aquél era tal vez el mayor de los cumplidos que le dedicaba en toda la carta. Apretadas en el único espacio libre que le había quedado, en uno de los ángulos inferiores del papel, se leían es­tas palabras: «El martes, como usted ya sabe, no tuve tiempo para despedirme de la bella amiguita de la señorita Woodhouse; le ruego que le presente mis excusas y que me despida de ella.» Emma no podía dudar de que aquello iba dirigido exclusivamente a ella. A Ha­rriet se la citaba solamente por ser su amiga. Por lo que decía de Enscombe se deducía que allí las cosas no iban ni mejor ni peor que antes; la señora Churchill iba mejorando, y Frank aún no se atrevía, ni siquiera en su imaginación, a fijar fecha para un posible regreso a Randalls.

Pero aunque la carta en su redacción, en la expresión de sus sen­timientos, fuese satisfactoria y estimulante, Emma advirtió, una vez la hubo doblado y devuelto a la señora Weston, que no había ali­mentado ningún fuego perdurable, que ella podía aún prescindir de su autor, y de que éste debía hacerse a la idea de prescindir de ella. Las intenciones de la joven no habían cambiado. Sólo su decisión de mantenerse en una negativa se hizo más interesante, al añadír­sele un proyecto del modo en que Frank podía luego consolarse y encontrar la felicidad. El que se hubiera acordado de Harriet, alu­diéndola galantemente como «su bella amiguita», le sugirió la idea de que podía ser Harriet quien le sucediera en el afecto de Frank Churchill. ¿Es que era algo imposible? No... Desde luego Harriet era muy inferior a él en inteligencia; pero el joven había quedado muy impresionado por el atractivo de su rostro y por la cálida sen­cillez de su trato; y todas las probabilidades de circunstancia y de relación estaban en favor de ella... Para Harriet sería algo muy ventajoso y muy deseable.

«Pero no debo hacerme ilusiones -se dijo- no tengo que pen­sar en esas cosas. Ya sé lo peligroso que es dejarse llevar por estas suposiciones. Pero cosas más extrañas han ocurrido. Y cuando dos personas dejan de sentir una mutua atracción, como ahora nosotros la sentimos, éste puede ser el medio de afirmarnos en esa especie de amistad desinteresada que ahora puedo ya prever con gran ilusión.»

Era mejor tener en reserva el consuelo de un posible bien para Harriet, aunque lo más prudente sería no dejar demasiado suelta la fantasía; porque en cuestiones así el peligro acechaba constante­mente. Del mismo modo que el tema de la llegada de Frank Chur­chill había arrinconado el del compromiso matrimonial del señor Elton en las conversaciones de Highbury, eclipsando como novedad más reciente a la otra, tras la partida de Frank Churchill, el in­terés por el señor Elton volvió a privar de un modo indiscutible... Ya se había fijado el día de su boda. Apenas hubo tiempo de ha­blar de la primera carta que se recibió de Enscombe, antes de que «el señor Elton y su prometida» atrajeran la atención general, y Frank Churchill quedara olvidado. Emma se ponía de mal humor al volver a oír hablar de aquello. Durante tres semanas se había visto libre de la pesadilla del señor Elton, y había empezado a con­fiar que durante aquel tiempo Harriet se había recuperado notable­mente. Y con el baile del señor Weston, o mejor dicho, con el proyecto del baile, había llegado a olvidarse casi por completo de todo lo demás; pero ahora se veía obligada a reconocer que no había alcanzado un grado de serenidad suficiente como para afrontar lo que se le venía encima... otra visita, el sonar de la campanilla de la puerta, y lo restante.

La pobre Harriet se hallaba en una confusión de espíritu que requería todos los razonamientos, las atenciones y los consuelos de toda clase que Emma pudiera proporcionarle. Emma comprendía que aunque no pudiese hacer gran cosa por ayudarla, tenía la obligación de dedicarle todo su interés y toda su paciencia; pero empezaba a cansarse de estar siempre intentando convencerla sin producir ningún efecto, de que le diesen siempre la razón sin conseguir que sus opiniones coincidieran. Harriet escuchaba sumisamente y decía que sí, que era verdad... que era tal como Emma decía... que no valía la pena seguir pensando en aquello... y que nunca más volvería a atormentarse... pero inevitablemente volvía a hablar de lo mismo, y al cabo de media hora se mostraba de nuevo tan inquieta y tan preocupada por los Elton como antes... Por fin Emma se decidió a atacarla en otro terreno:

-Harriet, el que te preocupes tanto y te sientas desgraciada por­que el señor Elton se case, es el mayor reproche que puedes ha­cerme. Es el modo más directo de acusarme del error que cometí. Ya sé que todo fue culpa mía. Te aseguro que no lo he olvidado... Al engañarme a mí misma hice que tú te engañaras también de la manera más lamentable... y para mí éste será siempre un recuerdo muy penoso. No creas que haya ningún peligro de que lo olvide.

Aquello impresionó demasiado a Harriet para dejarle proferir más que unas palabras de viva sorpresa. Emma Prosiguió:

-Harriet, si te digo que intentes dominarte, no es por mí; si te digo que pienses menos en esto, que hables menos del señor Elton no es por mí; sobre todo por tu propio bien quisiera que me hicieses caso, por algo que es más importante que mi comodidad, un hábito de imponerte a ti misma, una consideración de cuál es tu deber, una preocupación por tu dignidad, una necesidad de evitar las sospechas de !_os otros, de cuidar de tu salud y de tu buen nom­bre, y de recuperar la tranquilidad. Éstos son los motivos que me impulsan a insistir tanto en este asunto. Son cosas muy importantes, y me sabe muy mal el ver que no te das suficientemente cuenta de hasta qué punto lo son como para obrar en consecuencia. El que­rerme evitar una violencia es algo muy secundario. Lo que yo quiero es salvarte de un desasosiego mucho mayor. A veces he podido tener la impresión de que Harriet no iba a perdonarme nunca... ni si­quiera por el afecto que me profesa.

Esta apelación al cariño que las unía pudo más que todo el res­to. La idea de que estaba faltando a sus deberes de gratitud y de consideración para con la señorita Woodhouse, a la que la muchacha quería muy de veras, la dejó sumida en la aflicción, y cuando su desconsuelo empezó a ceder en intensidad, se encontraba aún lo su­ficientemente conmovida como para seguir los buenos consejos de Emma, y perseverar en su decisión.

-¡Tú, que has sido la mejor amiga que he tenido en mi vida! ¡Con la gratitud que te debo! ¡No hay nadie como tú! ¡No me importa nadie tanto como tú! ¡Oh, Emma... qué ingrata he sido!

Estas exclamaciones, acompañadas de las miradas y de los gestos más convincentes, hicieron pensar a Emma que nunca había queri­do tanto a Harriet, y que nunca había apreciado su afecto tanto como entonces.

«No hay ningún encanto comparable al de la ternura de corazón -decía para sí misma más tarde-. No hay nada que pueda compa­rársele. La efusividad y la ternura de corazón, unidas a un tempera­mento abierto y cariñoso, valen más y son más atractivas que toda la clarividencia del mundo. Estoy segurísima. Es su bondad, su buen corazón lo que hace que todo el mundo quiera tanto a mi padre... lo que hace que Isabella sea tan popular... Ahora me doy cuenta... pero ya sé cómo apreciarla y respetarla... Harriet es su­perior a mí por el encanto y la felicidad que irradia... ¡Mi querida Harriet...! No te cambiaría por la mujer más inteligente, de mejor criterio, de más claridad mental... ¡Oh, la frialdad de una Jane Fair­fax...! Harriet vale cien veces más que las que son como ella... Y para esposa... para esposa de un hombre de buen juicio... es inapreciable. No quiero citar nombres; pero ¡feliz el hombre que cambie a Emma por Harriet!»

 

 

CAPÍTULO XXXII

 

LA primera vez que vieron a la señora Elton fue en la iglesia. Pero aunque se turbara la devoción, la curiosidad no podía que­dar satisfecha con el espectáculo de una novia en su reclinatorio, y era forzoso esperar a las visitas en toda regla que entonces tenían que hacerse, para decidir si era muy guapa, si sólo lo era un poco o si no lo era en absoluto.

Emma, menos por curiosidad que por orgullo y por sentido de la dignidad, decidió no ser la última en hacerles la visita de rigor; y se empeñó en que Harriet la acompañara, a fin de que lo más embarazoso de aquella situación se resolviera lo antes posible.

Pero no pudo volver a entrar en la casa, ni permanecer en aque­lla misma estancia a la que, valiéndose de un artificio que luego había resultado tan inútil, se había retirado tres meses atrás, con la excusa de abrocharse la bota, sin recordar. A su mente volvieron innumerables recuerdos poco gratos. Cumplidos, charadas, terribles equivocaciones; y era imposible no suponer que la pobre Harriet tenía también sus recuerdos; pero se comportó muy dignamente, y sólo estuvo un poco pálida y silenciosa. La visita fue breve; y hubo tanto nerviosismo y tanto interés en acortarla que Emma casi no pudo formarse una opinión de la nueva dueña de la casa, y desde luego más tarde fue incapaz de poder dar su opinión sobre ella, aparte de las frases convencionales como que «vestía con elegancia y era muy agradable».

En realidad no le gustó. No es que se empeñara en buscarle de­fectos, pero sospechaba que aquello no era verdadera elegancia; sol­tura, pero no elegancia... Estaba casi segura de que para una joven, para una forastera, para una novia, era demasiada soltura. Física­mente era más bien atractiva; las facciones eran correctas; pero ni su figura, ni su porte, ni su voz, ni sus modales, eran elegantes. Emma estaba casi convencida de que en esto no le faltaba razón.

En cuanto al señor Elton, su actitud no parecía... Pero no, Emma no quería permitirse ni una palabra ligera o punzante res­pecto a su actitud. Recibir estas primeras visitas después de la boda siempre era una ceremonia embarazosa, y un hombre necesita po­seer una gran personalidad para salir airoso de la prueba. Para una mujer es más fácil; puede ayudarse de unos vestidos bonitos, y disfruta del privilegio de la modestia, pero el hombre sólo puede contar con su buen sentido; y cuando Emma pensaba en lo extraor­dinariamente violento que debía de sentirse el pobre señor Elton al encontrarse con que se habían reunido en la misma habitación la mujer con la que se acababa de casar, la mujer con la que él ha­bía querido casarse, y la mujer con la que habían querido casarle, debía reconocer que no le faltaban motivos para estar poco brillan­te y para sentirse realmente incómodo.

-Bueno, Emma -dijo Harriet, cuando hubieron salido de la casa, después de esperar en vano que su amiga iniciara la conver­sación-; bueno, Emma -con un leve suspiro-, ¿qué te ha pare­cido? ¿Verdad que es encantadora?

Emma vaciló unos segundos antes de contestar.

-¡Oh, sí ... ! Mucho... Una joven muy agradable.

-A mí me ha parecido atractiva, muy atractiva.

-Ah, sí, sí, viste muy bien; iba muy elegante.

-No me extraña en absoluto que él se haya enamorado.

-¡Oh, no...! Realmente no es de extrañar... Cosas del destino... Tenían que encontrarse.

-Me atrevería a asegurar -siguió Harriet suspirando de nuevo-, me atrevería a asegurar que está muy enamorada de su marido.

-Es posible; pero no todos los hombres terminan casándose con la mujer que les quiere más. Tal vez la señorita Hawkins quería un hogar y consideró que ésta era la mejor oportunidad que podía presentársele.

-Sí -replicó Harriet rápidamente-, y no le faltaba razón, es muy difícil tener oportunidades como ésta. Bueno, yo les deseo de todo corazón que sean felices. Y ahora, Emma, me parece que no volverá a preocuparme el verlos. Él está tan por encima de mí como antes; pero, ya sabes, estando casado es algo totalmente distinto. No, no, Emma, te aseguro que no tienes por qué tener miedo. Ahora puedo admirarle sin sentirme muy desgraciada. Saber que ha en­contrado la felicidad ¡es un consuelo tan grande! Ella me parece una joven encantadora, justo lo que él merece. ¡Dichosa de ella! Él la llama «Augusta». ¡Cuánta felicidad!

Cuando devolvieron la visita Emma se dispuso a prestar más atención. Ahora podría observarla más detenidamente y juzgar me­jor. Debido a que Harriet no se encontraba en Hartfield y que es­taba allí su padre para entretener al señor Elton, dispuso de un cuarto de hora para conversar a solas con ella y pudo prestarle toda la atención; y el cuarto de hora bastó para convencerla total­mente de que la señora Elton era una mujer fatua, extremadamente satisfecha de sí misma y que sólo pensaba en darse importancia; que aspiraba a brillar y a ser muy superior a los demás, pero que se había educado en un mal colegio y que tenía unos modales afec­tados y vulgares, que todas sus ideas procedían de un reducido cír­culo de personas y de un único género de vida; que si no era necia era ignorante, y que indudablemente su compañía no haría nin­gún bien al señor Elton.

Harriet hubiera sido una elección mejor. Aunque no fuese ni lista ni refinada, le hubiese relacionado con las personas que lo eran; pero la señorita Hawkins, según se deducía claramente por su pre­sunción, había sido la flor y nata del ambiente en que había vivido. El cuñado rico que vivía cerca de Bristol era el orgullo de la fa­milia, y su casa y sus coches el orgullo del señor Elton.

El primer tema de su conversación fue Maple Grove, «la pro­piedad de mi hermano el señor Suckling»... Una comparación en­tre Hartfield y Maple Grove. Las tierras de Hartfield no eran muy extensas, pero sí bien cuidadas y bonitas; y la casa era moderna y estaba bien construida. La señora Elton parecía muy favorablemente impresionada por las dimensiones del salón, por la entrada y por todo lo que pudiera ver o imaginar.

-¡Le aseguro que es tan igual a Maple Grove! ¡Estoy maravilla­da del parecido! Este salón tiene la misma forma y es igual de grande que la salita de estar de Maple Grove; la habitación prefe­rida de mi hermana.

Se solicitó el parecer del señor Elton. ¿No era asombrosa la se­mejanza? Casi tenía la impresión de encontrarse en Maple Grove.

-Y la escalera... Al entrar, ¿sabe usted?, ya me fijé que la esca­lera era exactamente igual; situada exactamente en la misma parte de la casa. ¡No pude por menos de lanzar una exclamación! Le aseguro, señorita Woodhouse, que es tan maravilloso para mí el que me recuerden un lugar por el que siento tanto cariño como Maple Grove. ¡He pasado allí tantos meses felices! -con un leve suspiro de sentimiento-. ¡Ah, es un lugar encantador! Todo el mundo que lo conoce se queda admirado de su belleza; pero para mí ha sido un verdadero hogar. Si alguna vez tiene usted que cambiar de resi­dencia como yo ahora, ya sabrá usted lo grato que es encontrarse con algo tan parecido a lo que hemos abandonado. Yo siempre digo que éste es uno de los peores inconvenientes del matrimonio.

Emma dio una respuesta tan evasiva como pudo; pero para la se­ñora Elton, que sólo deseaba hablar, ello bastaba sobradamente.

-¡Es tan extraordinariamente parecido a Maple Grove! Y no sólo la casa... Le aseguro que por lo que he podido ver, las tierras que la rodean son también asombrosamente semejantes. En Maple Grove los laureles crecen con tanta profusión como aquí, y están distribui­dos casi del mismo modo... Exactamente en mitad del césped; y me ha parecido ver también un magnífico árbol muy corpulento que tenía un banco alrededor, y que me ha hecho pensar a otro idéntico de Maple Grove. Mis hermanos estarían encantados de conocer este lugar. La gente que posee grandes terrenos siempre coincide en sus gustos y lo hace todo de una manera semejante.

Emma dudaba de la verdad de esta opinión. Estaba plenamente convencida de que la gente que posee grandes terrenos se preocupan muy poco de los grandes terrenos de los demás; pero no valía la pena combatir un error tan grosero como aquél, y por lo tanto se limitó a contestar:

-Cuando conozca usted mejor la comarca me temo que pensará que ha dado demasiada importancia a Hartfield. Surry está lleno de belleza.

-¡Oh! Sí, sí, ya lo sé. Es el jardín de Inglaterra. Surry es el jardín de Inglaterra.

-Sí; pero no sé si podemos fundar nuestro orgullo en esta frase. Creo que hay muchos condados de los que se ha dicho que son el jardín de Inglaterra, igual que Surry.

-No, estoy segura de que no -replicó la señora Elton con una sonrisa muy complacida-, el único condado del que lo he oído de­cir es el de Surry.

Emma no supo qué contestar.

-Mis hermanos nos han prometido hacernos una visita esta pri­mavera o el próximo verano a lo más tardar -prosiguió la señora Elton-, y aprovecharemos la ocasión para hacer excursiones. Estoy segura de que mientras estén con nosotros haremos muchas excursio­nes. Desde luego traerán su landó en el que caben perfectamente cuatro personas; y por lo tanto, no necesita usted que le haga ningún elogio de nuestro coche, para que se haga cargo de que podremos visitar los lugares más pintorescos de la comarca con toda comodidad. No creo probable que vengan en su silla de posta, no suelen usarla en esta época del año. La verdad es que si cuando tengan que venir hace ya buen tiempo yo les recomendaré que traigan el landó; será mucho mejor, cuando se visita una comarca tan bella como ésta, ¿sabe usted, señorita Woodhouse?, como es natural uno desea que los forasteros conozcan el mayor número posible de cosas; y el se­ñor Suckling es muy aficionado a ese tipo de recorridos. El verano pasado recorrimos dos veces el Kings Weston de este modo; fue un viaje delicioso; por cierto, era la primera vez que utilizaban el landó. Supongo, señorita Woodhouse, que todos los veranos hacen ustedes muchas excursiones de esta clase, ¿no?

-No; no tenemos esa costumbre. Highbury queda más bien lejos de los lugares más pintorescos que atraen a ese tipo de viajeros de los que usted habla; y además, me parece que somos gente muy sedentaria; más propensa a quedarse en casa que a organizar salidas y excursiones.

-¡Ah, para estar cómodo de veras no hay nada como quedarse en casa! Nadie más amante del hogar que yo. Estas aficiones mías ya eran proverbiales en Maple Grove. Muchas veces, cuando Selina iba a Bristol, decía: «Pero es que yo no sé cómo lograr que esta mu­chacha salga de casa. Siempre tengo que irme sola, a pesar de lo poco que me gusta no ir en compañía en el landó; pero Augusta se empeña en no ir más lejos de la valla del parque.» Muchas veces lo decía; y sin embargo no es que yo sea partidaria de estar siempre encerrada en casa. Por el contrario, en mi opinión cuando la gente se retrae de ese modo y vive completamente apartada de la sociedad obra de un modo muy equivocado; creo que es mucho más acon­sejable alternar con los demás de un modo moderado, sin tener de­masiado trato social y sin tener demasiado poco. Pero no crea, se­ñorita Woodhouse, que no me hago perfecto cargo de cuál es su situación... -dirigiendo la mirada hacia el señor Woodhouse- el estado de salud de su padre tiene que ser un gran obstáculo. ¿Por qué no prueba en pasar una temporada en Bath? Debería intentarlo. Permítame que le recomiende Bath. Le aseguro que no tengo la menor duda de que le sentaría muy bien al señor Woodhouse.

-Hace años mi padre lo probó más de una vez; pero sin sentir ninguna mejoría; y el señor Perry, cuyo nombre me atrevo a supo­ner que no es desconocido para usted, no opina que ahora le resul­taría más beneficioso que antes.

-¡Ah! ¡Qué lástima! Porque le aseguro, señorita Woodhouse, que en los casos en que están indicadas las aguas los beneficios que producen son realmente maravillosos. Durante el tiempo en que he vivido en Bath ¡he visto tantos ejemplos! Y es un lugar tan alegre que sin duda levantaría el ánimo del señor Woodhouse, porque tengo la impresión de que a veces está muy deprimido. Y en cuanto a las ventajas que tendría para usted no creo que necesite insistir mucho para convencerla. Nadie ignora las ventajas que tiene Bath para los jóvenes. Para usted, que ha llevado una vida tan retraída, sería una magnífica oportunidad para alternar socialmente; y yo po­dría introducirla en algunos de los círculos más selectos de la ciu­dad. Unas letras mías le harían ganar a usted inmediatamente una pequeña turba de amistades; y mi íntima amiga, la señora Par­trige, en cuya casa siempre he vivido cuando estaba en Bath, se alegraría mucho de poder colmarla a usted de atenciones, y sería la persona más indicada para acompañarla cuando hiciese vida social.

Eso era más de lo que Emma podía soportar sin mostrarse des­cortés. La idea de deber a la señora Elton lo que solía llamarse «la presentación en sociedad»... de hacer vida social bajo los auspicios de una amiga de la señora Elton, probablemente alguna viuda arrui­nada de lo más vulgar que para ayudarse a malvivir había puesto una casa de huéspedes... ¡Realmente, la dignidad de la señorita Woodhouse, de Hartfield, no podía caer más bajo!

Sin embargo se contuvo y se guardó los denuestos que hubiera podido dirigirle limitándose a dar las gracias a la señora Elton con toda frialdad; no cabía ni pensar en ir a Bath; y dudaba tanto de que el lugar conviniese a su padre como a ella misma. Y luego, para evitar nuevas afrentas y la consiguiente indignación, cambió in­mediatamente de tema:

-Ya no le pregunto a usted si es aficionada a la música, señora Elton. En estas ocasiones la fama de una dama generalmente la precede y ya hace tiempo que Highbury sabe que es usted una pia­nista de primera categoría.

-¡Oh, no, claro que no, desde luego que no! Tengo que protestar de una idea tan elogiosa. ¡Una intérprete de primera categoría! Le aseguro que estoy muy lejos de serlo. Su información debe de pro­ceder de alguien muy parcial. Soy enormemente aficionada a la mú­sica, eso sí... es una verdadera pasión; y mis amigos dicen que no dejo de tener cierto gusto para tocar el piano; pero en cuanto a algo más, le doy mi palabra de que toco de un modo completamen­te mediocre. Usted en cambio, señorita Woodhouse, sé muy bien que toca maravillosamente. Le aseguro que para mí ha sido una gran satisfacción, un consuelo y una alegría saber que entraba a formar parte de una sociedad tan melómana. Sin música yo no puedo vivir. Es algo absolutamente necesario para mi vida, y como siempre he vivido entre personas muy aficionadas a la música, tanto en Maple Grove como en Bath, prescindir de ella hubiese sido para mí un sacrificio muy penoso. Eso fue lo que le dije con toda sinceridad al señor E. cuando él hablaba de mi futuro hogar y expresaba sus temores de que me fuera poco agradable vivir en un lugar tan re­tirado; y también en lo referente a la humildad de la casa... Sabien­do a lo que yo había estado acostumbrada... Por supuesto que no dejaba de tener ciertos temores. Cuando él me planteó las cosas de ese modo yo le dije sinceramente que no tenía inconveniente de abandonar el mundo (fiestas, bailes, teatros) porque no tenía miedo a la vida retirada. Al estar dotada de tantos recursos interiores el mundo no me era necesario. Podía pasarme muy bien sin él. Para los que no tienen esos recursos es muy distinto; pero mis recursos me hacen completamente independiente. Y en cuanto a lo de que las habitaciones fuesen más pequeñas de lo que yo estaba acostumbrada, en realidad no consideré ni que valía la pena tenerlo en cuenta. Yo sabía que iba a sentirme perfectamente bien incluso sacrificando algunas de aquellas comodidades. Desde luego en Maple Grove es­taba acostumbrada a tener todos los lujos; pero yo le aseguré que tener dos coches no era algo necesario para mi felicidad, como tam­poco disponer de alcobas muy espaciosas. «Pero», le dije, «para ser totalmente sincera, no creo que pueda vivir sin tratar a personas aficionadas a la música. No pongo ninguna otra condición; pero sin música para mí la vida estaría vacía».

-No creo -dijo Emma sonriendo- que el señor Elton dudase ni un momento antes de asegurarle que iba usted a encontrar en Highbury una gran afición a la música; y confío en que no conside­rará usted que exageró más de lo que puede ser disculpable, teniendo en cuenta los motivos que le impulsaron.

-No, de verdad que sobre este particular no tengo la menor duda. Estoy encantada de encontrarme entre personas como ustedes. Confío en que organizaremos juntas muchos y deliciosos pequeños conciertos. Mi opinión, señorita Woodhouse, es que usted y yo de­beríamos formar un club musical y celebrar reuniones regulares cada semana en su casa o en la nuestra. ¿No sería una buena idea? Si nosotras nos lo propusiéramos creo que no tardaríamos mucho en tener quien nos siguiese. Para mí, algo por el estilo me sería muy provechoso, como estímulo para no dejar de hacer prácticas; por­que las mujeres casadas, ya sabe usted... en general es la triste historia de siempre. Es tan fácil ceder a la tentación de abandonar la música...

-Pero usted, que es tan aficionada... sin duda no corre este pe­ligro.

-Espero que no; pero la verdad es que cuando miro a mi alre­dedor y veo lo que les ha ocurrido a mis amigas me echo a tem­blar. Selina ha dejado por completo la música... nunca abre el piano... y eso que tocaba maravillosamente. Y lo mismo podría decirse de la señora Jeffereys (de soltera, Clara Partrige) y de las dos hermanas Milman, que ahora son la señora Beard y la señora James Cooper; y de muchas más que podría citarle. ¡Oh, le aseguro que hay para asustarse! Yo me enfadaba mucho con Selina; pero la verdad es que ahora empiezo a comprender que una mujer casada tiene que prestar atención a muchas cosas. ¿Querrá usted creerme si le digo que esta mañana me he pasado media hora dando instrucciones a mi ama de llaves?

-Pero todas esas cosas -dijo Emma- en seguida se convierten en una rutina cotidiana...

-Bueno -dijo la señora Elton riendo-, ya veremos.

Emma, después de verla tan decidida en la cuestión del abandono de la música, no tenía nada más que decir; y tras un momento de pausa la señora Elton cambió de materia.

-Hemos estado de visita en Randalls -dijo-, y encontramos en casa a los dos; parecen ser personas muy agradables. Me han pro­ducido una impresión excelente. La señora Weston se ve que es muy buena persona... Una de mis preferidas de las que conozco hasta ahora, se lo aseguro. Y se la ve tan bondadosa... tiene un no sé qué tan maternal y tan sincero que en seguida se gana las simpa­tías. Creo que fue la institutriz de usted, ¿no?

Emma casi estaba demasiado sorprendida para contestar; pero la señora Elton apenas esperó una respuesta afirmativa para proseguir.

-Sabiéndolo, me maravillé que tuviera tanto aire de señora. ¡Pero es toda una gran dama!

-Los modales de la señora Weston -dijo Emma- siempre han sido impecables. Su dignidad, su sencillez y su elegancia pueden ser el mejor modelo para cualquier joven.

-¿Y quién cree usted que llegó mientras nosotros estábamos allí?

Emma estaba totalmente desconcertada. Por el tono parecía aludir a algún viejo amigo... ¿de quién podía tratarse?

-¡Knightley! -prosiguió la señora Elton-. El mismísimo Knigh­tley! ¿Verdad que fue buena suerte? Porque, como cuando él nos visitó el otro día no estábamos en casa yo aún no había podido co­nocerle; y claro, tratándose de un amigo tan íntimo del señor E., sentía mucha curiosidad. «Mi amigo Knightley» era una frase que he oído pronunciar tan a menudo que estaba realmente impaciente por conocerle; y a decir verdad, tengo que confesar que mi caro sposo no tiene por qué avergonzarse de su amigo. Knightley es todo un caballe­ro. Me ha parecido encantador. Realmente, en mi opinión, es un verda­dero caballero.

Afortunadamente ya era hora de irse. Por fin salieron y Emma pudo respirar libremente.

-¡Qué mujer más insufrible! -fue su exclamación inmediata­. Peor de lo que había supuesto. ¡Totalmente insoportable! ¡Knightley! Si no lo oigo no lo creo ¡Knightley! ¡En su vida le había visto y le llama Knightley! ¡Y descubre que es un caballero! Una ad­venediza cualquiera, un ser vulgar, con su señor E. y su caro sposo, Y sus «recursos», y todo su aire de pretensión fatua y de refinamien­to postizo. ¡Descubrir ahora que el señor Knightley es un caballero! Dudo mucho que él le devuelva el cumplido y descubra que es una dama. ¡Es algo increíble! ¡Y proponer que ella y yo formára­mos un club musical! ¡Como si fuéramos amigas de la infancia! ¡Y la señora Weston! ¡Se ha quedado maravillada de que la persona que me educó a mí sea una gran dama! Peor que peor. En mi vida había visto nada parecido. Esto va mucho más allá de lo que yo imaginaba. No puede ni compararse con Harriet. ¡Oh! ¿Qué hubiese dicho de ella Frank Churchill si hubiese estado aquí? ¡Cómo se hubiese indignado y también divertido! ¡Ah!, ya vuelvo a estar en lo mismo... pensar en él es lo primero que se me ocurre. ¡Siempre la primera persona en quien se me ocurre pensar! Yo misma me sorprendo en falta. ¡Frank Churchill vuelve con tanta frecuencia al recuerdo...!

Estas ideas cruzaron tan rápidamente por su cerebro, que cuando su padre se hubo recuperado del alboroto producido por la marcha de los Elton y se mostró dispuesto a hablar, ella era ya bastante capaz de poder prestarle atención.

-Bueno, querida -empezó a decir con cierto énfasis-, teniendo en cuenta que es la primera vez que la vemos, parece ser una joven de grandes prendas; y estoy seguro de que ha sacado muy buena impresión de ti. Tal vez habla demasiado aprisa. Tiene una voz un poco chillona, y eso molesta al oído. Pero me parece que son manías mías; no me gustan las voces desconocidas; y nadie habla como tú y como la pobre señorita Taylor. A pesar de todo, me parece una joven muy amable y muy bien educada, y no tengo la menor duda de que será una buena esposa. Aunque en mi opi­nión el señor Elton hubiera hecho mejor en no casarse. Le he presentado todo género de excusas por no haberles podido visitar a él y a la señora Elton con motivo de este feliz acontecimiento; les he dicho que confiaba que podría hacerles una visita durante el próximo verano. Pero hubiese tenido que ir a verles. No visitar a unos recién casados es una falta de cortesía muy grave... ¡Ah! Esto me demuestra hasta qué punto soy un verdadero inválido... Pero es que no me gusta aquella esquina del callejón de la Vicaría.

-Estoy segura de que han aceptado tus disculpas, papá. El señor Elton ya te conoce.

-Sí... pero una joven... una recién casada... hubiese tenido que hacer todo lo posible por ir a presentarle mis respetos... Ha sido una descortesía por mi parte.

-Pero, querido papá, tú no eres amigo del matrimonio; y siendo así, ¿por qué te crees obligado a presentar tus respetos a una recién casada? Esto es algo contrario a tus convicciones. Prestarles tanta atención es alentar a la gente a que se case.

-No, querida, yo nunca he alentado a nadie a que se case, pero siempre he querido cumplir con mis deberes de cortesía para con las damas... y a una recién casada sobre todo, no puede hacér­sele un desaire. Hay más motivos para tenerles consideración. Ya sabes, querida, que donde está una recién casada siempre es la per­sona más importante, sean quienes sean los demás.

-Bueno, papá, pero si eso no es animar a la gente a que se case, yo no sé lo que es. Y nunca me hubiera imaginado que te prestaras a esas manifestaciones de vanidad de las jóvenes pobres.

-Querida, no me entiendes. Es sólo una cuestión de cortesía y de buena crianza, y no tiene nada que ver con alentar a la gente a que se case.

Emma no añadió nada más. Su padre se estaba poniendo nervioso y no podía entenderla. Sus pensamientos volvieron a las ofensas de la señora Elton, y estuvo un largo rato dándoles vueltas en su mente.

 

 

CAPÍTULO XXXIII

 

NINGÚN descubrimiento ulterior movió a Emma a retractarse de la mala opinión que se había formado de la señora Elton. Su primera impresión había sido certera. Tal como la señora Elton se le había mostrado en esta segunda entrevista se le mostró en todas las demás veces que volvieron a verse... con aire de suficiencia, presuntuosa, ignorante, mal educada y con una excesiva familiaridad. Poseía cierto atractivo físico y algunos conocimientos, pero tan poco juicio que se consideraba a sí misma como alguien que conoce a la perfección el mundo y que va a dar animación y lustre a un pequeño rincón provinciano, convencida de que la se­ñorita Hawkins había ocupado un lugar tan elevado en la sociedad que sólo admitía comparación con la importancia de ser la señora Elton.

No había motivos para suponer que el señor Elton difiriese en lo más mínimo del criterio de su esposa. Parecía no sólo feliz a su lado, sino también orgulloso de ella. Daba la impresión de que se felicitaba a sí mismo por haber traído a Highbury una dama como aquella, a la que ni siquiera la señorita Woodhouse podía igualarse; Y la mayor parte de sus nuevas amistades, predispuestas al elogio o Poco acostumbradas a pensar por sí mismas, aceptando el siempre benévolo juicio de la señorita Bates, o dando por seguro que una recién casada debía ser tan inteligente y de trato tan agradable como ella creía serlo, quedaron muy complacidas; de modo que las ala­banzas a la señora Elton fueron de boca en boca, como era de rigor, sin que se diera la nota discordante de la señorita Woodhouse, quien se mostró dispuesta a seguir fiel a sus primeras frases, y afirmaba con exquisita gracia que se trataba de una dama «muy agra­dable y que vestía muy elegantemente».

En un aspecto, la señora Elton empeoró respecto a la primera impresión que había producido a la joven. Su actitud para con Emma cambió... Probablemente ofendida por la fría acogida que habían encontrado sus propuestas de intimidad, se hizo a su vez más re­servada, y gradualmente fue mostrándose más fría y más distante; y aunque ello le fue muy agradable, este despego no hizo más que aumentar la ojeriza que Emma le profesaba. Por otra parte, tanto ella como el señor Elton adoptaron una actitud despectiva respecto a Harriet; la trataban con un aire de burlona superioridad. Emma confiaba que ello iba a contribuir a la rápida curación de Harriet; pero la mala impresión que le causaba su proceder acentuaba aún más la aversión que Emma sentía por ambos... No cabía duda de que el enamoramiento de la pobre Harriet había sido motivo de confidencias por parte del señor Elton (quien debía de pensar que de ese modo contribuía a la mutua confianza conyugal), y lo más vero­símil era que hubiese hecho todo lo posible para presentar el caso de la muchacha bajo un aspecto poco favorable, al tiempo que él se atribuía el papel más airoso. Como consecuencia, Harriet ahora se veía aborrecida por ambos... Cuando no tenían nada más que de­cir, siempre existía el recurso de criticar a la señorita Woodhouse... y esta enemistad que no se atrevían a manifestar abiertamente en­contraba una fácil expansión en tratar con desprecio a Harriet.

En cambio, la señora Elton demostraba gran simpatía por Jane Fairfax; y ello desde el principio. No sólo cuando su enemistad con una de las dos jóvenes supuso el inclinarse hacia la otra, sino des­de los primeros momentos; y no se contentó con expresar una admi­ración normal y razonable, sino que sin que ella se lo pidiera o se lo insinuara, y sin que hubieran motivos, se empeñó en ayudarla y en protegerla... Antes de que Emma se hubiese enajenado su confianza, y hacia la tercera ocasión en que se vieron, ya tuvo oca­sión de darse cuenta de cómo la señora Elton aspiraba a convertirse en el paladín de Jane.

-Jane Fairfax es realmente encantadora, señorita Woodhouse.. No sabe usted lo que yo llego a querer a Jane Fairfax... ¡Es una muchacha tan afable, tan atractiva...! ¡Tiene tan buen carácter y es tan señora! ¡Y el talento que tiene! Le aseguro que en mi opinión tiene un talento extraordinario... No tengo ningún reparo en decir que toca admirablemente bien. Entiendo lo suficiente de música para poder decirlo con conocimiento de causa. ¡Oh, es verdaderamente encanta­dora! Tal vez se ría usted de mi entusiasmo... pero le prometo que sólo sé hablar de Jane Fairfax... Y su situación es tan penosa que es forzoso que le conmueva a una. Señorita Woodhouse, tene­mos que hacer algo, hay que intentar hacer algo por ella. Hay que ayudarla. No puede permitirse que un talento como el suyo perma­nezca ignorado... Estoy segura de que ha oído usted alguna vez estos maravillosos versos del poeta...

 

Tantas flores que tienen por destino

nacer para que nadie las contemple,

prodigar su fragancia en un desierto...

 

No podemos consentir que eso le suceda a la encantadora Jane Fairfax.

-No me parece que haya ningún peligro -fue la serena respues­ta de Emma-, y cuando conozca usted mejor la situación de la señorita Fairfax y se entere bien de cómo ha vivido hasta ahora, en compañía del coronel y de la señora Campbell, estoy convencida de que no temerá usted que su talento vaya a permanecer igno­rado.

-¡Oh!, pero, mi querida señorita Woodhouse, ahora vive tan retirada, tan desconocida por todos, tan abandonada... Todas las ventajas de que pudiera haber disfrutado con los Campbell, ¡es tan evidente que han llegado ya a su término! Y a mi entender ella se da perfecta cuenta. Estoy segura. Es muy tímida y callada. Se nota que echa de menos un poco de aliento. A mis ojos eso la hace todavía más atractiva. Debo confesar que para mí es un mérito más. Siento una gran predilección por los tímidos... y estoy segura de que es poco frecuente encontrar personas así... Pero en las que son tan ma­nifiestamente inferiores a nosotros, ¡es un rasgo tan simpático! ¡Oh! Le aseguro que Jane Fairfax es una joven lo que se dice maravillosa Y que siento por ella un interés mucho mayor del que soy capaz de expresar.

-Tiene usted una gran sensibilidad, pero no acabo de ver cómo usted o cualquier otra persona que conozca a la señorita Fairfax, cual­quiera de las que la conocen hace más tiempo que usted, pueden ha­cer por ella algo más que...

-Mi querida señorita Woodhouse, los que se atrevan a actuar Pueden hacer mucho. Usted y yo no tenemos nada que temer. Si nosotras damos el ejemplo muchos nos seguirán dentro de lo que Puedan; aunque no todo el mundo disfrute de nuestra posición. No­sotras tenemos coches para irla a recoger y devolverla a su casa, y llevamos un tren de vida que nos permite ayudarla sin que en nin­gún momento nos resulte gravosa. Me contrariaría mucho que Wright nos preparase una cena que me hiciese lamentar el haber invitado a Jane Fairfax a compartirla, porque no era lo suficientemente abun­dante para todos... Yo nunca he visto una cosa semejante; ni tenía por qué verla dada la clase de vida a la que he estado acostumbra­da. Tal vez, si peco de algo en la administración de la casa, es pre­cisamente por el extremo contrario, por hacer demasiado, por no prestar mucha atención a los gastos. Probablemente tomo por mode­lo a Maple Grove más de lo que hubiera debido hacerlo... porque nosotros no podemos aspirar a igualarnos a mi hermano, el señor Suckling, en posibilidades económicas... Sin embargo, yo ya he toma­do mi decisión en cuanto a lo de ayudar a Jane Fairfax... La invi­taré con mucha frecuencia a mi casa, la presentaré en todos los lu­gares en que pueda hacerlo, celebraré reuniones musicales para po­ner de relieve sus habilidades, y me preocuparé constantemente por buscarle un empleo adecuado. Mis amistades son tan extensas que no tengo la menor duda de que dentro de poco encontraré algo que le convenga... Desde luego, no dejaré de presentarla a mi hermana y a mi cuñado, cuando vengan a visitarnos. Estoy segura de que congeniarán mucho con ella; y cuando los conozca un poco, su ti­midez desaparecerá por completo porque son las personas más cordiales y acogedoras que existen. Cuando sean nuestros huéspedes me propongo invitarla muy a menudo, y me atrevería a decir que en ocasiones incluso podemos encontrarle un sitio en el landó para que nos acompañe en nuestras excursiones.

«¡Pobre Jane Fairfax! -pensó Emma-. ¿Qué has hecho para merecer esta penitencia? Tal vez te hayas portado mal con respecto al señor Dixon, pero ése es un castigo que va más allá de todo lo que hayas podido merecerte... ¡El afecto y la protección de la señora Elton! "Jane Fairfax, Jane Fairfax..." ¡Santo Cielo! No quiero ni imaginármela atreviéndose a ir por el mundo, haciéndose la ilusión de que es una Emma Woodhouse... ¡Es inaudito! ¡No tiene lími­tes la audacia de la lengua de esa mujer...!»

Emma no tuvo que volver a soportar ninguna otra perorata como ésta... tan exclusivamente dirigida a ella... tan fastidiosamente ador­nada con los «mi querida señorita Woodhouse». El cambio de actitud de la señora Elton no tardó en hacerse evidente, y Emma quedó mucho más tranquila... y no se vio obligada a ser la amiga íntima de la señora Elton ni a convertirse en la protectora activísima de Jane Fairfax bajo el patronazgo de la señora Elton... ahora podía limitarse como cualquier otro habitante del pueblo a enterarse en líneas generales de lo que ella opinaba, proyectaba y hacía.

Más bien le parecía divertido todo ese trajín... La gratitud de la señorita Bates por las atenciones que la señora Elton prodigaba a Jane era de una sencillez y de una efusividad cándidas. Era una de sus incondicionales, la mujer más afectuosa, más afable y más en­cantadora que pueda existir... una mujer de tantas prendas, tan bondadosa... (precisamente como la señora Elton quería que la con­sideraran). Lo único que sorprendía a Emma era que Jane Fairfax aceptase todas estas atenciones, y tolerase a la señora Elton, como al parecer así era. Se decía que salía a paseo con los Elton, que visitaba a los Elton, que pasaba el día con los Elton... ¡Era asom­broso! Emma no podía concebir que el buen gusto y el orgullo de la señorita Fairfax pudiesen tolerar la compañía y la amistad que se le brindaba en la Vicaría.

«¡Es un enigma, un verdadero enigma! -se decía-. ¡Preferir quedarse aquí meses y meses, aceptando privaciones de todas cla­ses! Y ahora admitir la penitencia de que la acompañe a todas par­tes la señora Elton y que la aburra con su conversación, en vez de volver al lado de personas tan superiores, que siempre le han pro­fesado un cariño tan sincero y tan generoso...»

Jane había venido a Highbury sólo para tres meses; los Campbell habían ido a Irlanda para tres meses; pero ahora los Campbell ha­bían prometido a su hija quedarse a su lado por lo menos hasta mediados del verano, y habían invitado de nuevo a Jane a que fuera a reunirse con ellos. Según la señorita Bates -todas las noticias procedían de ella- la señora Dixon le había escrito en términos muy insistentes. Si Jane se decidía a partir, se le prepararía el viaje, se enviarían criados, se movilizarían amigos... no parecía existir nin­gún inconveniente para realizar aquel viaje; pero a pesar de todo, ella había declinado el ofrecimiento.

«Debe de tener algún motivo más poderoso de lo que parece para rechazar esta invitación -fue la conclusión de Emma-. Debe de estar cumpliendo como una especie de penitencia, tal vez impuesta por los Campbell, tal vez por ella misma. Quizá tenga mucho miedo, o deba obrar con gran precaución o esté coaccionada por alguien. El caso es que no quiere estar con los Dixon. Alguien lo exige así. Pero, entonces, ¿por qué consiente en estar con los Elton? Ése ya es un enigma completamente distinto.»

Cuando expresó su asombro sobre esta cuestión ante algunas de las pocas personas que conocían su parecer acerca de la señora El­ton, la señora Weston se aventuró a hacer esta defensa de Jane:

-No vamos a suponer que lo pasa demasiado bien en la Vicaría, mi querida Emma... pero siempre es mejor que quedarse siempre en casa. Su tía es muy buena mujer, pero para tenerla siempre al lado debe de ser fastidiosísima. Tenemos que tener en cuenta a qué re­nuncia la señorita Fairfax, antes de criticar su buen gusto por las casas que frecuenta.

-Creo que tiene usted toda la razón, señora Weston erijo viva­mente el señor Rnightley-, la señorita Fairfax es tan capaz como cualquiera de nosotros de formarse una opinión certera de la señora Elton. Si hubiese podido elegir las personas con quien tratar, no la hubiese elegido a ella. Pero dirigiendo a Emma una sonrisa de reproche-, la señora Elton tiene con ella unas atenciones que no tiene nadie más.

Emma advirtió que la señora Weston le lanzaba una rápida mi­rada, y ella misma quedó sorprendida del apasionamiento con que el señor Knightley acababa de hablar. Sonrojándose levemente, se apresuró a replicar:

-Atenciones como las que ahora tiene con ella la señora Elton, yo siempre hubiera supuesto que la hubiesen contrariado más que com­placido. Las invitaciones de la señora Elton me hubiesen parecido cualquier cosa menos atrayentes.

-A mí no me extrañaría -dijo la señora Weston- que la señori­ta Fairfax hiciera todo eso contra su voluntad, forzada por la in­sistencia de su tía a que aceptase las atenciones que la señora El­ton tenía para con ella. Es muy probable que la pobre señorita Bates haya empujado a su sobrina a aceptar un grado de intimidad mucho mayor del que su propio sentido común le hubiese aconse­jado, aparte del deseo muy natural de cambiar un poco de vida.

Ambas esperaban con curiosidad que el señor Knightley volviera a hablar; y después de unos minutos de silencio dijo:

-También hay que tener en cuenta otra cosa... la señora Elton no habla a la señorita Fairfax del mismo modo que habla de ella. Todos sabemos la diferencia que hay entre los pronombres «él» o «ella» y «tú», que es el más directo en la conversación. En el trato personal de los unos con los otros, todos sentimos la influencia de algo que está más allá de la cortesía normal... algo que se ha adqui­rido antes de aprender urbanidad. Al hablar con una persona no somos capaces de decirle todas las cosas desagradables que hemos estado pensando de ella una hora antes. Entonces lo vemos de un modo distinto. Y aparte de eso, que podríamos considerar como un principio general, pueden estar seguras de que la señorita Fairfax intimida a la señora Elton porque es superior a ella en inteligencia y en refinamiento; y que cuando están frente a frente, la señora

Elton la trata con todo el respeto que ella merece. Probablemente, antes de ahora la señora Elton nunca había conocido a una mujer como Jane Fairfax... y por muy grande que sea su vanidad, no puede dejar de reconocer, sino conscientemente por lo menos en la práctica, que a su lado es muy poca cosa.

-Ya sé que tiene usted muy buena opinión de Jane Faírfax -dijo Emma.

En aquellos momentos estaba pensando en el pequeño Henry, y una mezcla de temor y de escrúpulo la dejó dudando acerca de lo que debía decir.

-Sí -replicó él-, todo el mundo sabe que tengo muy buena opinión de ella.

-Y a lo mejor -dijo Emma rápidamente mirándole con inten­ción, e interrumpiéndose en seguida... pero era preferible saber lo peor cuanto antes... de modo que siguió diciendo muy aprisa-: Y a lo mejor ni siquiera usted mismo se ha dado cuenta del todo de hasta qué punto la aprecia. Tal vez un día u otro le sorprenda a usted mismo el alcance de su admiración.

El señor Knightley estaba muy ocupado con los botones inferiores de sus gruesas polainas de cuero, y ya fuera por el esfuerzo que hacía al abrochárselos, ya por cualquier otro motivo, cuando replicó se le habían subido los colores a la cara.

-¡Oh! ¿Pero aún estamos así? Anda usted lamentablemente atra­sada de noticias. El señor Cole me sugirió algo de eso hace ya seis semanas.

Se interrumpió de momento... Emma sentía que el pie de la se­ñora Weston apretaba el suyo, y estaba tan desconcertada que no sabía qué pensar. Al cabo de un momento el señor Knightley prosiguió:

-Sin embargo, puedo asegurarle que eso no ocurrirá jamás. Me atrevería a asegurar que la señorita Fairfax no me aceptaría si yo pidiese su mano... Y estoy completamente seguro de que nunca la pediré.

Emma devolvió rápidamente con el pie la señal a su amiga; y quedó tan satisfecha que exclamó:

-No es usted vanidoso, señor Knightley, es lo mínimo que yo diría de usted.

Él no dio muestras de haberla oído. Estaba pensativo... y en un tono que delataba la contrariedad, no tardó en preguntar:

-¿De manera que ya suponían ustedes que iba a casarme con Jane Fairfax?

-No, le aseguro que yo no. Me ha escarmentado usted demasia­do en lo de amañar bodas para que me permitiera tomarme esta li­bertad con usted. Lo que he dicho ha sido sin darle importancia. Ya sabe usted que siempre se dicen esas cosas sin ninguna inten­ción seria. ¡Oh, no! Le prometo que no tengo el menor deseo ni de que usted se case con Jane Fairfax, ni de que Jane se case con cualquier otra persona. Si estuviera usted casado, ya no vendría a Hartfield, y nos haría compañía de este modo tan agradable.

El señor Knightley había vuelto a quedar pensativo. El resultado de sus meditaciones fue:

-No, Emma, no creo que el alcance de mi admiración por ella llegue nunca a darme alguna sorpresa... Le aseguro que nunca he pensado en ella de este modo.

Y poco después añadió:

-Jane Fairfax es una joven encantadora... pero ni siquiera Jane Fairfax es perfecta. Tiene un defecto. No tiene el carácter abierto que un hombre desearía para la que ha de ser su esposa.

Emma no pudo por menos de alegrarse al oír que Jane tenía un defecto.

-Bueno -dijo-, entonces supongo que no le costaría mucho ha­cer callar al señor Cole.

-No, no me costó nada. Él me hizo una ligera insinuación; yo le contesté que se equivocaba; entonces me pidió disculpas y no dijo nada más. Cole no quiere ser más listo o más ingenioso que sus vecinos.

-¡Entonces no se parece en nada a nuestra querida señora Elton, que quiere ser más lista y más ingeniosa que todo el mundo! Me gustaría saber cómo habla de los Cole... cómo les llama... ¿Qué fórmula habrá podido encontrar para llamarles de un modo lo sufi­cientemente íntimo, dentro del género vulgar? A usted le llama Knightley a secas... ¿Cómo llamará al señor Cole? Por eso no ten­dría que sorprenderme que Jane Fairfax acepte sus atenciones y con­sienta en ir siempre con ella. Querida, tu argumento es el que más me convence. Estoy más tentada a atribuir todo esto a la señorita Bates que a creer en el triunfo de la inteligencia de la señorita Fair­fax sobre la señora Elton. No tengo la menor esperanza de que la señora Elton se reconozca inferior a nadie en inteligencia, en gracia en el hablar ni en ninguna otra cosa; ni que admita otros valores que los de sus rudimentarias normas de cortesía; no puedo creer que no esté ofendiendo continuamente a sus visitantes con elogios fuera de lugar, palabras de aliento y ofertas de ayuda; que no esté insistiendo continuamente en lo magnánimo de sus intenciones, desde el procurarle una situación sólida, hasta el aceptarla en estas delicio­sas excursiones que tienen que hacer en el landó.

-Jane Fairfax es una muchacha muy despierta -dijo el señor Knightley-, yo no la acuso de no serlo. Y adivino en ella una gran sensibilidad... y un temple excelente, como se ve por su resignación, su paciencia y su dominio de sí misma; pero le falta franqueza. Es reservada, creo que más reservada de lo que era antes... Y a mí me gustan los caracteres abiertos. No... antes de que Cole aludiera a mi supuesto interés por ella, nunca me había pasado por la cabeza una cosa semejante. Siempre he visto a Jane Fairfax y he conver­sado con ella con admiración y con placer... pero sin pensar en nada más.

-Bueno -dijo Emma triunfante, cuando el señor Knightley las dejó-, ahora, ¿qué me dices de la boda del señor Knightley con Jane Fairfax?

-Verás, mi querida Emma, te digo que le veo tan obsesionado por la idea de no estar enamorado de ella, que no me extrañaría mu­cho que terminara estándolo. Aún no me has vencido.

 

 

CAPÍTULO XXXIV

 

TODO el mundo de Highbury y de sus contornos que hubiese vi­sitado alguna vez al señor Elton, estaba ahora dispuesto a ob­sequiarle con motivo de su boda. En honor suyo y de su esposa se organizaron una serie de comidas y de cenas; y las invitaciones afluyeron en tal número, que la señora Elton no tardó mucho en tener el placer de comprobar que no iban a tener ningún día libre.

-Ya veo lo que ocurrirá -decía ella-; ya veo la dase de vida que voy a tener que llevar a tu lado. Sí, vamos a llevar una existencia disipada. La verdad es que parecemos estar muy de moda. Si eso es vivir en el campo, te aseguro que no es nada envidiable. ¡Fíjate, des­de el lunes hasta el sábado no tenemos ningún día libre! Una mu­jer con menos recursos de los que yo tengo ya no sabría donde tiene la cabeza.

Pero ninguna invitación le parecía inoportuna. Gracias a las tem­poradas que había pasado en Bath, estaba ya totalmente acostum­brada a cenar fuera de casa, y Maple Grove le había hecho familia­rizarse con las invitaciones a comer. No dejó de quedar desagrada­blemente sorprendida al ver que en muchas de aquellas casas no había más que un salón, que los pasteles eran de tamaño bastante exiguo y que durante las partidas de cartas de Highbury no se ser­vían bebidas heladas. A la señora Bates, la señora Perry, la señora Goddard y otras, les faltaba mucho mundo, pero ella no tardaría en demostrarles cómo debían hacerse las cosas. Antes de que ter­minara la primavera iba a corresponder a estas atenciones, invitándolas a una reunión de gran estilo... en la que exhibiría sus mesas de juego con sus propios candelabros, y las barajas por estrenar, tal como es debido... contratando para la cena a más criados de lo que les permitía su fortuna, a fin de que sirviesen los refrescos exactamente en la hora adecuada, y en el orden debido.

Entretanto Emma no podía sentirse satisfecha hasta haber orga­nizado una comida en Hartfield para los Elton. No podían ser me­nos que los demás, de lo contrario se exponía a malévolas sospechas y a ser considerada capaz de un triste resentimiento. La comida tenía que celebrarse. Después de que Emma hubiese estado hablando de ello durante diez minutos, el señor Woodhouse se mostró dispues­to a ceder, y sólo puso la habitual condición de que no fuera él quien presidiera la mesa, creando así la dificultad, también habitual, de tener que decidir quién ocuparía la cabecera.

En cuanto a las personas a quienes debía invitarse, no había mu­cho que pensar. Además de los Elton, tenían que venir los Weston y el señor Knightley; hasta aquí todo iba bien... pero también era inevitable pedir a la pobre Harriet que fuese el octavo invitado; pero esta invitación Emma ya no la hizo con el mismo entusiasmo, y por muchos motivos se alegró de que Harriet le rogara que le permitiese excusarse.

-Si puedo evitarlo, prefiero no verle mucho. Aún no puedo verle en compañía de su encantadora y feliz esposa sin sentirme un poco incómoda. Si tú no te lo tomas a mal, yo casi preferiría quedarme en casa.

Y eso era precisamente lo que Emma hubiese deseado, de haber creído que era lo suficientemente posible como para desearlo. Estaba admirada de la entereza de su amiguita... porque sabía que en ella era entereza renunciar a una reunión y preferir quedarse en casa. Y ahora podía invitar a la persona que realmente deseaba que fuese el octavo invitado, Jane Fairfax... Desde su última conversación con la señora Weston y el señor Knightley, sentía que su conciencia le inquietaba más que antes en lo referente a Jane Fairfax... No había podido olvidar las palabras del señor Knightley. Había dicho que la señora Elton tenía atenciones para con Jane Fairfax que nadie más había tenido.

«Ésta es la pura verdad -se decía a sí misma-, por lo menos por lo que respecta a mí, que es lo que ahora me importa... y es una vergüenza... Teniendo la misma edad... y conociéndonos desde niñas... yo hubiera debido ser más amiga suya... Ahora ella no que­rrá saber nada de mí. La he tenido olvidada durante demasiado tiem­po. Pero le dedicaré más atención que antes.»

Todas las invitaciones fueron aceptadas. Nadie tenía otro compro­miso y todos estaban encantados de asistir... Sin embargo todavía surgieron inconvenientes en los preparativos de la cena. Se dio una circunstancia en principio poco grata. Se había acordado que los dos hijos mayores del señor Knightley hicieran aquella primavera una visita de varias semanas a su abuelo y a su tía, y su padre ahora propuso traerlos, sin que él pudiera permanecer en Hartfield más que un día... precisamente el mismo día en que iba a celebrarse la cena. Sus ocupaciones profesionales no le permitían cambiar la fe­cha, pero padre e hija quedaron muy contrariados de que las cosas ocurrieran así. El señor Woodhouse consideraba que ocho personas en una cena era lo máximo que sus nervios podían soportar... y ten­dría que haber nueve... y Emma pensaba que el noveno invitado estaría de muy mal humor ante el hecho de que no podía ir a Hart­field ni por cuarenta y ocho horas sin encontrarse con una cena o una fiesta.

Consoló a su padre mejor de lo que podía consolarse a sí misma, haciéndole ver que aunque evidentemente serían nueve en vez de ocho, su yerno hablaba tan poco que el aumento de ruido sería casi imperceptible. En el fondo pensaba que ella saldría perdiendo con el cambio, ya que el lugar del señor Knightley lo ocuparía su her­mano, con su seriedad y su poca afición a hablar.

En conjunto, todo lo que ocurrió fue más favorable al señor Woodhouse que a Emma. Llegó John Knightley; pero al señor Wes­ton se le reclamó urgentemente en Londres y tuvo que ausentarse precisamente aquel mismo día. A su regreso podía ir a reunirse con ellos y participar de la velada, pero ya no podía asistir a la comida. El señor Woodhouse se tranquilizó por completo; y al darse cuenta de ello, unido a la llegada de los niños y a la filosófica resignación de su cuñado al enterarse de lo que le esperaba, hizo que desapa­reciera buena parte de la contrariedad de Emma.

Llegó el día, todos los invitados acudieron puntualmente y desde el primer momento el señor John Knightley pareció dedicarse a la tarea de hacerse agradable. En vez de llevarse a su hermano junto a una ventana para conversar a solas mientras esperaban la comida, se puso a hablar con la señora Fairfax. Había estado contemplando en silencio (queriendo sólo formarse una idea para poder luego in­formar a Isabella) a la señora Elton, quien mostraba tanta elegancia como podían prestarle sus encajes y sus perlas, pero la señorita Fairfax era una antigua conocida y una muchacha apacible, y con ella se podía hablar. La había encontrado antes del desayuno, cuando regresaba de dar un paseo con los niños, en el mismo momento en' que empezaba a llover. Era natural decir alguna frase cortés sobre el estado del tiempo, y él dijo:

-Supongo que esta mañana no se aventuraría usted muy lejos, señorita Fairfax, de lo contrario estoy seguro de que se habrá mo­jado. Nosotros apenas tuvimos tiempo de llegar a casa. Confío en que usted también regresó en seguida.

-No iba más que a correos -dijo ella-, y cuando la lluvia arre­ció ya volvía a estar en casa. Es mi paseo de cada día. Cuando estoy aquí siempre soy yo la que va a recoger las cartas. Así se evi­tan inconvenientes, y tengo un pretexto para salir. Un paseo antes del desayuno me sienta bien.

-Pero supongo que un paseo bajo la lluvia no. -No, pero cuando salí de casa no caía ni una gota. El señor John Knightley sonrió y replicó:

-Eso es un decir, pero parece que tenía usted mucho interés en dar este paseo, porque cuando tuve el placer de encontrarla no había andado usted ni seis yardas desde la puerta de su casa; y ya hacía bastante rato que Henry y John veían caer más gotas de las que podían contar. Hay un período de la vida en el que la oficina de correos ejerce un gran encanto. Cuando tenga usted mis años, empezará a pensar que nunca vale la pena mojarse para ir a buscar una carta.

Ella se ruborizó ligeramente, y luego contestó:

-No puedo tener esperanzas de llegar a verme en la situación en que se halla usted, rodeado de todos los seres más queridos, y por lo tanto tampoco puedo suponer que sólo por tener más años vayan a serme indiferentes las cartas.

-¿Indiferentes? ¡Oh, no! No he querido decir que vayan a serle indiferentes. Con las cartas no se trata de indiferencia. Generalmen­te lo que son es una verdadera peste.

-Usted habla de cartas de negocios; las mías son cartas de amistad.

-Más de una vez he pensado que son mucho peores que las otras -replicó él fríamente-. Los negocios pueden dar dinero, pero la amistad es muy difícil que lo dé.

-¡Ah! No hablará en serio. Conozco demasiado bien al señor John Knightley... Estoy convencida de que sabe apreciar lo que vale la amistad tan bien como cualquier otra persona. Comprendo perfec­tamente que las cartas signifiquen muy poco para usted, mucho me­nos que para mí, pero la diferencia no está en el hecho de que sea usted diez años mayor que yo... no se trata de la edad, sino de la situación. Usted tiene siempre a su lado a las personas a las que quiere más, mientras que yo probablemente nunca más volveré a verlas reunidas a mi alrededor; y por lo tanto, hasta que no hayan muerto en mí todos mis afectos, una oficina de correos tendrá siem­pre el suficiente poder de atracción como para hacerme salir de casa, incluso con un tiempo peor que el de hoy.

-Cuando le decía que con la edad, que con el paso de los años cambiará usted -dijo John Knightley-, me refería también al cambio de situación que generalmente los años traen consigo. En mi opinión son dos cosas que suelen ir juntas. El tiempo casi siempre debilita nuestro afecto por las personas que no se mueven dentro de nues­tro círculo cotidiano... pero no era éste el cambio que yo preveía para usted. Señorita Fairfax, permita que un viejo amigo le desee que dentro de diez años vea usted reunidas a su alrededor a tantas personas queridas como yo ahora.

Eran palabras verdaderamente cordiales y que no podían estar más lejos de tener mala intención. La joven le correspondió con un cor­tés «muchas gracias», como dando la impresión de que lo tomaba a broma, pero su rubor, el temblor de sus labios y la lágrima que se asomó a sus ojos demostraban que lo había tomado muy en serio. Inmediatamente reclamó su atención el señor Woodhouse, quien, de acuerdo con su costumbre en estas ocasiones, iba de grupo en grupo saludando a cada uno de sus invitados, y sobre todo dedicando cum­plidos a las damas, y con ella terminaba su recorrido... Y con la más ceremoniosa de sus cortesías le dijo:

-Señorita Fairfax, acabo de oír que esta mañana ha salido usted de su casa cuando llovía... No sabe usted cuánto lo siento. Las jó­venes deberían tener mucho cuidado. Las jóvenes son plantas deli­cadas. Deberían cuidar mucho de su salud. Querida, ¿ya se ha cambiado las medias?

-Sí, sí, desde luego. No sabe usted lo que le agradezco que se tome tanto interés por mi salud.

-Mi querida señorita Fairfax, una joven siempre merece toda clase de solicitudes. Supongo que su abuela y su tía siguen bien, ¿verdad? Forman parte de mis amistades más antiguas. Ojalá mi salud me permitiera cumplir mejor con mis deberes de vecino. ¡Ah! Esta noche nos hace usted un gran honor con su presencia, puede estar segura. Mi hija y yo apreciamos su bondad en todo lo que vale, y tenemos una gran satisfacción de verla en Hartfield.

El cordial y cortés anciano podía entonces volver a sentarse con­vencido de que ya había cumplido con su deber, contribuyendo a dar la bienvenida a todas las bellas damas que había invitado.

Mientras, la noticia del paseo bajo la lluvia había llegado a oídos de la señora Elton, y ahora fueron sus reconvenciones las que se dirigieron contra Jane.

-¡Mi querida Jane! ¿Qué es lo que he oído? ¡Ir a la oficina de correos cuando llovía! Te digo que nos has debido hacer eso... ¡Atolondrada! ¿Cómo has podido hacer una cosa semejante? ¡Cómo se ve que yo no estaba allí para cuidar de ti!

Jane, muy paciente, le aseguró que no se había resfriado.

-¡Oh! ¡Qué me vas a contar! Eres una atolondrada y no sabes cuidar de ti misma... ¡Ir a correos! Señora Weston, ¿ha oído usted decir algo parecido? Desde luego, usted y yo tenemos que ejercer nuestra autoridad.

-Me siento tentada -dijo la señora Weston de un modo ama­ble y persuasivo- a dar mi parecer. Señorita Fairfax, no debería usted exponerse a esos peligros... Siendo propensa a los resfriados fuertes, la verdad es que debería usted ir con mucho más cuidado, sobre todo en esta época del año. Siempre he pensado que la pri­mavera es una estación que requiere tomar más precauciones. Es mejor esperar una hora o dos, o incluso medio día, para ir a re­coger las cartas, que exponerse a volver a tener tos. ¿No le parece que hubiese sido más sensato esperar un poco más? Sí, estoy se­gura de que es usted muy razonable. Tengo la impresión de que ya no volvería a hacer una cosa así.

-¡Oh! ¡No volverá a hacerlo! -intervino rápidamente la señora Elton-. ¡No le permitiremos que vuelva a hacerlo! -y cabecean­do como si reflexionara, añadió-: Buscaremos un modo de arre­grarlo, sí, lo buscaremos. Hablaré con el señor E. Cada mañana un criado nuestro (uno de nuestros criados, no me acuerdo de cómo se llama) va a recoger nuestras cartas... Puede pedir también las tuyas y llevártelas a tu casa. De este modo se evitan todos los in­convenientes; y me parece, mi querida Jane, que tratándose de no­sotros, no tendrás ningún escrúpulo en aceptar este pequeño fa­vor...

-Es usted muy amable -dijo Jane-; pero no puedo renunciar a mi paseo de la mañana. Me han recomendado que tome el aire todo lo que pueda, y tengo que ir a algún sitio, y con lo de las cartas tengo un pretexto; y le aseguro que casi es la primera vez que hace un tiempo tan malo por la mañana.

-Mi querida Jane, no digas nada más. Ya está decidido... quiero decir -riendo con afectación- hasta donde llegue mi autoridad de decidir algo sin el consentimiento de mi dueño y señor. Ya sabe, señora Weston, usted y yo tenemos que ir con mucho cuidado en cómo nos expresamos. Pero yo puedo vanagloriarme, mi querida Jane, de tener cierta influencia sobre mi esposo. Por lo tanto, si no trope­zamos con dificultades insuperables, considéralo como una cosa hecha.

-Perdone -dijo Jane con firmeza-, pero en modo alguno puedo consentir en una cosa así que forzosamente dará tantas molestias a su criado. Si el ir a correos no fuera un placer para mí, ya iría a por las cartas la criada de mi abuela, como va siempre cuando yo no estoy en Highbury...

-¡Oh, querida...! ¡Pero Patty tiene tanto que hacer! Y no es ninguna molestia para nuestros criados...

Jane no parecía dispuesta a dejarse convencer; pero en vez de contestar volvió de nuevo a dirigir la palabra al señor John Knightley.

-La oficina de correos es algo maravilloso --dijo-. Me admira su regularidad y su prontitud... Si se piensa en todo lo que tienen que hacer y en que lo hacen tan bien, es algo realmente asombroso.

-Desde luego, está muy bien organizada.

-Es tan poco frecuente que tengan olvidos o errores... Es tan poco frecuente que una carta, entre millares que van constantemente de un lado a otro del reino, se lleve a un lugar equivocado... ¡y yo supongo que ni siquiera una de entre un millón llega a perderse! Y cuando se piensa en la variedad de escrituras, y en la mala letra de muchos, que tiene que descifrarse, aún resulta mucho más asom­broso...

-La costumbre da mucha práctica a los empleados... Cuando em­piezan necesitan tener cierta rapidez de vista y de manos, y con la práctica adquieren mucha más. Y si quiere comprenderlo mejor -siguió diciendo mientras sonreía-, les pagan por eso. Ésta es la explicación de que sean tan hábiles. El público paga y tienen que servirle bien.

Luego se habló de la gran variedad de los tipos de letra, y se hicieron los comentarios de costumbre.

-Me han asegurado -decía John Knightley- que generalmente los miembros de una misma familia tienen el mismo tipo de escritura; y cuando el maestro es el mismo, la cosa no puede ser más natural. Pero por esta misma razón yo más bien imagino que el parecido debe de limitarse sobre todo a las mujeres, porque los niños apenas son un poco mayores ya dejan de estudiar, y entonces sacan la letra que pueden. En mi opinión, Isabella y Emma tienen una letra muy parecida. Yo nunca he sido capaz de distinguir la escritura de la una y de la otra.

-Sí -dijo su hermano, dubitativamente-, hay un parecido. Ya sé a lo que te refieres... pero Emma tiene una letra más enérgica.

-Tanto Isabella como Emma tienen una letra preciosa -dijo el señor Woodhouse-, y siempre la han tenido. Y la pobre señora Weston también -añadió dedicándole a un tiempo un suspiro y una sonrisa.

-Nunca había visto una letra de caballero como... -empezó a decir Emma, mirando también hacia la señora Weston.

Pero se interrumpió al darse cuenta de que la señora Weston estaba conversando con otra persona... y la pausa le dio tiempo para reflexionar. «Y ahora ¿cómo voy a hablar de él? ¿Voy a llamar la atención si cito su nombre delante de todos? ¿Tengo que emplear algún rodeo? Tu amigo del Yorkshire... Tu corresponsal del Yorkshire... Supongo que es lo que tendría que hacer si me sintiese muy desgraciada. No, puedo pronunciar su nombre sin que me produzca la menor desazón. Desde luego, cada vez me siento mejor... Adelante pues...» La señora Weston volvía a prestarle aten­ción, y Emma empezó de nuevo:

-El señor Frank Churchill tiene una de las letras de hombre más bonitas que he visto en mi vida.

-A mí no me gusta -dijo el señor Knightley-; es demasiado menuda, le falta energía. Parece letra de mujer.

Ninguna de las damas presentes estuvo de acuerdo con esta opi­nión. Todas protestaron de aquella dura crítica. No, no le faltaba energía ni mucho menos... no era una letra grande, pero sí muy clara y de mucho carácter. Preguntaron a la señora Weston si no llevaba encima ninguna carta suya para poderla enseñar. Pero aun­que había tenido noticias suyas hacía muy poco tiempo, ya había contestado a su carta y la tenía guardada.

-Si estuviéramos en la otra sala -dijo Emma-, donde tengo mi escritorio, podría enseñarles una muestra. Tengo una nota suya que me escribió. ¿No recuerdas que un día le hiciste escribirme una nota en tu nombre?

-Fue él quien se empeñó en...

-Bueno, bueno, el caso es que tengo la nota. Después de la cena se la enseñaré para convencer al señor Knightley.

-¡Oh! Cuando un joven tan galante como el señor Frank Chur­chill -dijo secamente el señor Knightley- escribe a una dama tan encantadora como la señorita Woodhouse, es de esperar que se esfuerce en hacerlo lo mejor que sepa.

La cena estaba servida... y la señora Elton, antes de que le di­jeran nada ya estaba dispuesta; y antes de que el señor Woodhouse se le acercase para ofrecerle su brazo y entrar juntos en el comedor, dijo:

-¿Yo tengo que ser la primera? La verdad es que me da un poco de reparo ser siempre la primera de todos...

La insistencia de Jane en ir personalmente a recoger sus cartas no había pasado inadvertida para Emma. Lo había oído y visto todo; y sentía cierta curiosidad por saber si el paseo bajo la lluvia de aquella mañana había sido fructífero. Ella sospechaba que sí; que no hubiese tenido tanto empeño en salir de no tener la certeza de recibir noticias de alguien muy querido... y lo más probable era que la salida no hubiese sido en vano. La parecía que tenía un aire más alegre que de costumbre... que tenía más aspecto de salud, de ani­mación.

Hubiese podido hacer una o dos preguntas acerca del envío y el coste del correo para Irlanda; casi las tuvo en la punta de la lengua... pero se contuvo. Estaba totalmente decidida a no dejar es­capar ni una sola palabra que pudiese herir los sentimientos de Jane Fairfax; y siguiendo a las demás señoras las dos jóvenes entra­ron en el comedor cogidas del brazo, con una apariencia de buena concordia que armonizaba perfectamente con la belleza y la gracia de ambas.

 

 

CAPÍTULO XXXV

 

CUANDO las damas volvieron a la sala de estar, después de la cena, Emma se dio cuenta de que le era casi imposible evitar que se formaran dos grupos; tanta era la perseverancia con que juzgando y obrando equivocadamente la señora Elton acaparaba a Jane Fairfax y la dejaba a ella de lado; así pues, Emma y la señora Weston se vieron obligadas a estar todo el rato o hablando entre sí o guardando silencio juntas. La señora Elton no les dio otra po­sibilidad. Si Jane lograba llegar a contenerla un poco, ella no tar­daba en volver a empezar; y aunque la mayor parte de lo que hablaron era casi en susurros, sobre todo por parte de la señora Elton, no dejaron de enterarse de los principales temas de la conver­sación: la oficina de correos... pillar un resfriado... ir a recoger las cartas... la amistad... fueron las cuestiones que se discutieron lar­gamente; y a éstas sucedió otra que resultaba por lo menos tan desagradable para Jane como las anteriores... preguntas acerca de si había tenido noticia de alguna colocación que le conviniera, y afir­maciones por parte de la señora Elton de que no dejaba de ocu­parse de aquel asunto.

-¡Ya estamos en abril! -decía-. Me tienes muy preocupada. Junio ya está muy cerca.

-Pero es que yo no me he puesto como plazo ni el mes de junio, ni ningún otro mes... yo sólo pensaba en el verano en general.

-Pero ¿de verdad no te has enterado de nada que te convenga?

-Aún no he empezado a buscarlo; todavía no quiero hacer nada.

-¡Oh, querida! Pero nunca es demasiado pronto para eso; tú no te das cuenta de lo difícil que es conseguir exactamente lo que queremos.

-¿Que no me he dado cuenta? -dijo Jane sacudiendo tristemen­te la cabeza-; querida señora Elton, ¿quién puede haber pensado en eso tanto como yo?

-Pero tú no conoces el mundo como yo. No sabes cuántos candidatos hay siempre para las colocaciones más ventajosas. Sé que hay muchas por las cercanías de Maple Grove. Una prima del señor Suckling, la señora Bragge, puede ofrecer infinitas posibilida­des de ésas; todo el mundo estaba deseando entrar en su casa, por­que pertenece a la sociedad más refinada. ¡Hasta tiene velas de cera en la salita donde se dan las clases! ¡Ya puedes imaginarte la categoría de la casa! De todas las familias del reino, la de la señora Bragge es la que yo preferiría para ti.

-El coronel y la señora Campbell ya habrán regresado a Lon­dres para mediados de verano -dijo Jane-. Y tengo que pasar una temporada con ellos; estoy segura de que lo querrán. Luego, probablemente podré hacer lo que me parezca. Pero por ahora no quisiera que se tomara usted tantas molestias para buscarme un empleo.

-¿Molestias? ¡Ah! Ya veo qué reparos me pones. No quieres causarme molestias; pero te aseguro, mi querida Jane, que es difícil que los Campbell se tomen tanto interés por ti como yo. Mañana o pasado escribiré a la señora Partridge, y le encargaré que no deje de estar al cuidado de cualquier cosa que pueda interesarnos.

-Muchas gracias, pero preferiría que no le dijera nada de todo eso; hasta que no llegue el momento oportuno no quiero causar molestias a nadie.

-Pero, criatura, el momento oportuno ya está muy cerca; esta­mos en abril, y junio, o si quieres julio, está a la vuelta de la es­quina y aún tenemos que hacer muchas cosas. Créeme, tu falta de experiencia casi me hace sonreír. Una buena colocación como la que mereces, y como las que tus amigos te buscarían, no sale todos los días, no se consigue en un momento; sí, sí, te lo aseguro, tene­mos que empezar a movernos inmediatamente.

-Perdone, pero ésta no es mi intención, ni mucho menos. To­davía no quiero dar ningún paso, y lamentaría mucho que mis ami­gos lo dieran en mi nombre. Cuando esté completamente segura de que haya llegado el momento oportuno, no tengo ningún miedo de estar mucho tiempo sin empleo. En Londres hay oficinas en las que en seguida encuentran trabajo para quien lo pide... Oficinas para vender, no carne humana, sino inteligencia humana.

-¡Oh, querida! ¡Carne humana! ¡Qué cosas dices! Si es una alusión a la trata de esclavos, te aseguro que el señor Suckling siempre ha sido más bien partidario de la abolición.

-No quería decir eso, no me refería a la trata de esclavos -re­plicó Jane-; le aseguro que sólo pensaba en la trata de institu­trices; y los que se dedican a ella ciertamente que no tienen la misma responsabilidad moral que los otros; pero en cuanto a la desgracia en que están sumidas sus víctimas, no sé cuál de las dos es peor. Pero lo único que quería decir es que hay oficinas de anuncios, y que dirigiéndome a una de ellas no tengo la menor duda de que muy pronto encontraría algo que convenga.

-¡Algo que convenga! -repitió la señora Elton-. Esto denota la triste idea que tienes de ti misma; ya sé que eres una muchacha muy modesta; pero son tus amigos los que no se contentarán con que aceptes lo primero que te ofrezcan, con un empleo infe­rior a tus posibilidades, vulgar, en una familia que no se mueva en un ambiente de cierta categoría, que no pertenezca a un círculo ele­gante.

-Es usted muy amable; pero todo esto no puede serme más indiferente; para mí no tendría objeto vivir entre ricos; creo que aún me sería más penoso; la comparación todavía me haría sufrir más. La única condición que pongo es que sea la familia de un caballero.

-Te conozco, te conozco; te conformarías con cualquier cosa; pero yo voy a ser un poco más exigente, y estoy segura de que unas personas tan buenas como los Campbell se pondrán de mi parte; con un talento como el tuyo tienes derecho a vivir en los ambientes más elevados. Sólo tus habilidades musicales ya te permi­ten imponer condiciones, tener tantas habitaciones como quieras, y compartir la vida de la familia en el grado en que te plazca; es decir... no sé... si supieras tocar el arpa estoy segura de que podrías pedir todo eso; pero cantas tan bien como tocas el piano; sí, sí, estoy convencida de que incluso sin saber tocar el arpa podrías im­poner las condiciones que quisieras; tienes que encontrar un aco­modo digno, conveniente y agradable, y lo encontrarás, y ni los Campbell ni yo descansaremos hasta haberlo logrado.

-No le faltan motivos para suponer que lo digno, lo convenien­te y lo agradable puede encontrarse reunido en un mismo empleo -dijo Jane-; son cosas que suelen ir juntas; pero estoy decidida a no dejar que nadie haga nada por mí por ahora. Le estoy muy agradecida, señora Elton, estoy agradecida a todo el que se preo­cupa por mí, pero insisto en que no quiero que nadie haga nada antes del verano. Durante dos o tres meses más seguiré donde estoy y como estoy.

-Y yo -replicó la señora Elton bromeando- también insisto en que he decidido estar al acecho de una oportunidad y hacer que mis amigos lo estén también, a fin de que no se nos escape ninguna ocasión realmente excepcional.

Y así continuó hablando, sin que pareciese haber nada capaz de interrumpirla, hasta que el señor Woodhouse entró en el salón; entonces su vanidad encontró otro objeto en que aplicarse, y Emma oyó cómo decía a Jane, en el mismo cuchicheo de antes:

-¡Mira, aquí está mi queridísimo galán maduro! Si ha venido antes que los demás hombres, sólo es por su galantería, puedes es­tar segura. ¡Oh, es verdaderamente encantador! Te digo que lo encuentro de lo más agradable... ¡Oh, yo adoro esa cortesía tan original y tan a la antigua! Me gusta mucho más que la desen­voltura de ahora; la desenvoltura de ahora muchas veces me mo­lesta. Pero este buen señor Woodhouse... Me hubiera gustado que hubieses oído las galanterías que me dijo durante la cena. ¡Oh, te aseguro que yo empezaba a pensar que mi caro sposo iba a po­nerse pero que muy celoso. Me parece que siente predilección por mí; se ha fijado en mi vestido. Por cierto, ¿te gusta? Lo eligió Selína... Es bonito, ¿verdad? Pero no sé si no tiene demasiados adornos; me horroriza la idea de ir demasiado engalanada... me ho­rripilan las cosas muy recargadas. Claro que ahora tenía que po­nerme unos cuantos adornos, porque es lo que esperaban de mí. Ya sabes que una recién casada tiene que parecer una recién casada, pero por naturaleza mi gusto es mucho más sencillo; un vestido sencillo siempre es preferible a todos los adornos. Pero me parece que en esto son pocos los que piensan coma yo; poca gente parece valorar la sencillez de un vestido... la ostentación y los adornos lo son todo. Se me ha ocurrido ponerle algún adorno de estos a mi popelina blanca y plateada. ¿Crees que va a quedar bien?

Apenas todos los invitados habían vuelto a reunirse en la sala de estar, cuando hizo su aparición el señor Weston. Había vuelto a su casa para cenar, aunque un poco tarde, e inmediatamente des-s pués de haber terminado se dirigió a Hartfield. Sus íntimos le ha­bían esperado con demasiada impaciencia para que les produjera sorpresa, pero sí les causó una gran alegría. El señor Woodhouse estuvo tan contento de verle ahora como hubiese estado inquieto de verle antes. Sólo John Knightley quedó mudo de asombro... Que un hombre que podía haber pasado la velada tranquilamente en su casa, después de un día de negocios en Londres, volviese a salir y andase media milla para ir a una casa ajena, con el único objeto de no estar solo hasta la hora de acostarse, para terminar su jornada en medio de constantes esfuerzos para ser cortés y del bullicio de una reunión de sociedad, era un hecho que le dejaba totalmente asombrado. Un hombre que se había levantado a las ocho de la mañana, y que ahora podía estar tranquilo, que había estado hablando durante una serie de horas, y que ahora podía estarse callado, que había estado rodeado de mucha gente, y que ahora podía estar solo... Que un hombre en estas circunstancias renuncie a la tranquilidad y a la independencia de su sillón junto a su chimenea, y en el atardecer de un día de abril frío y con aguanieve, se lance de nuevo fuera de su casa buscando la compañía de los demás... Si haciendo una simple señal con el dedo hubiese podido conseguir que su esposa le acompañara inmediatamente de regreso a su casa, hubiese sido un motivo; pero su llegada, antes prolonga­ría la reunión que contribuiría a disolverla. John Knightley le con­templaba estupefacto; luego se encogió de hombros y dijo:

-Nunca lo hubiese creído, ni siquiera de él.

Entretanto, el señor Weston, incapaz de sospechar la indignación que estaba suscitando, feliz y jovial como de costumbre, y con todo el derecho que confiere un día pasado fuera de casa para que le dejen hablar, iba dirigiendo palabras amables a todo el resto de los invitados; y después de haber contestado a las preguntas de su esposa acerca de su cena, y de haberla dejado convencida de que ninguna de las minuciosas instrucciones que había dado a los criados, había sido olvidada, y después de comunicar a todos las últimas noticias de que se había enterado en Londres, procedió a dar una noticia familiar que, aunque iba dirigida principalmente a la señora Weston, no tenía la menor duda de que iba a ser de gran interés para todos los que estaban allí reunidos. Entregó a su esposa una carta de Frank que estaba destinada a ella; la había encontrado en su casa y se había tomado la libertad de abrirla.

-Léela, léela -le dijo-, tendrás una alegría. Sólo son cuatro letras, no te llevará mucho tiempo. Léesela a Emma.

Las dos amigas se pusieron a leer la carta juntas; y él se sentó sonriendo, y sin dejar de hablarles durante todo el rato, en una voz más bien baja, pero perfectamente audible para todo el mundo.

-Bueno, ya veis que viene; buenas noticias, creo yo. Bueno, ¿qué decís? Yo siempre te había dicho que no tardaría en volver, ¿es cierto o no? Anne, querida, ¿no es verdad que yo siempre te lo decía y que tú no querías creerme? Ya ves, la semana próxima en Londres... eso suponiendo que tarden tanto; porque la señora cuando tiene que hacer algo se pone muy impaciente; lo más pro­bable es que lleguen mañana o el sábado. En cuanto a su enfermedad, desde luego no ha sido nada. Pero es magnífico volver a tener a Frank entre nosotros, quiero decir, tan cerca, en Londres. Creo que esta vez estarán bastante tiempo en la ciudad, y la mitad de su tiempo él lo pasará con nosotros. Eso es precisamente lo que yo deseaba. Bueno, qué, buenas noticias de verdad, ¿no? ¿Ya habéis terminado? ¿Emma también la ha leído toda? Bueno, pues ya hablaremos; ya hablaremos largamente en otra ocasión, ahora no es el momento. Sólo voy a informar a los demás de lo que dice en líneas generales.

La señora Weston estaba radiante de alegría; y así lo dejaban traslucir su rostro y sus palabras. Era feliz, se daba cuenta de que era feliz y se daba cuenta también de que debía serlo. Felicitó a su esposo de un modo entusiasta y sincero. Pero Emma no se sen­tía tan comunicativa. Estaba un poco absorta, sopesando sus pro­pios sentimientos, y tratando de comprender hasta qué punto se ha­llaba inquieta; la impresión que tenía era que lo estaba bastante.

Sin embargo, el señor Weston, demasiado impaciente para ser un buen observador, demasiado locuaz para desear que los demás hablasen, se contentó con lo que ella le dijo, y no tardó en ir de un lado a otro para hacer felices al resto de sus amigos, para hacerles partícipes individualmente de una noticia que todos los del salón ya habían oído.

Como daba por descontado que la nueva iba a causar alegría a todo el mundo, no advirtió que ni el señor Woodhouse ni el señor Knightley quedaban demasiado complacidos con ella. Ellos fueron los primeros, después de la señora Weston y Emma, a quienes qui­so hacer felices; luego hubiese comunicado la noticia a la seño­rita Fairfax, pero ésta se hallaba conversando tan animadamente con John Knightley que no hubiese sido correcto interrumpirles. Y en­contrándose al lado de la señora Elton, cuya atención nadie retenía, se vio obligado a tratar de la cuestión con ella.
 
 
Continuará...
 



 

1 comentario:

princesa jazmin dijo...

Ay, Emma, Emma, Emma,esta chica es tremenda,imaginándose primero que está muy enamorada de Frank C.,luego decide que sus afectos en realidad no llegan tan lejos, y sin aprender de sus errores...se lo quiere pasar a Harriet!
Incluso resulta un toque feminista al opinar que su felicidad no tiene porqué depender de un hombre...
Y al conocer a la señora Elton, cómo se atreve a recomendar Bath a Emma y para colme decirle que ella "podría introducirla" qué atrevimiento!, me divertí mucho con la perorata posterior de Emma qué se habrá creído esta mosquita muerta?buenísimo.
Y de nuevo el querido señor Woodhouse "alentar a la gente a que se case"jeje.
Para colmo esta atrevida se hace amiga de Jane Fairfax, qué más le faltaba a la pobre Emma?
Más misterios con la caminata al correo bajo la llovizna, me pregunto qué ocurre en realidad.
Y Mr.K sigue celosillo de Frank.C...