lunes, 20 de agosto de 2012

EMMA Capítulos XXII al XXV


CAPÍTULO XXII

La naturaleza humana está tan predispuesta en favor de los que se encuentran en una situación excepcional, que la joven que se casa o se muere puede tener la seguridad de que la gente habla bien de ella.
Aún no había pasado una semana desde que en Highbury se men­cionó por vez primera el nombre de la señorita Hawkins, cuando de un modo u otro se le descubrían toda la clase de excelencias físicas e intelectuales; era hermosa, elegante, muy bien educada y de trato muy agradable. Y cuando el propio señor Elton llegó para gozar del triunfo de tan fausta nueva y para difundir la fama de sus méritos, apenas tuvo otra cosa que hacer que decir cuál era su nombre de pila y explicar por qué clase de música tenía preferencia.
El señor Elton regresó rebosando felicidad. Se había ido rechaza­do y herido en su amor propio... viendo frustradas sus mayores es­peranzas, después de una serie de hechos que él había interpretado como favorables síntomas de aliento; y no sólo no había conseguido el partido que le interesaba, sino que se había visto rebajado al mismo nivel de otro por el que no sentía el menor interés. Se había ido profundamente ofendido... regresó prometido con otra joven... y con otra que era, por supuesto, tan superior a la primera como en esas circunstancias suele serlo siempre cuando se compara lo que se ha conseguido con lo que se acaba de perder. Regresó contento y satisfecho de sí mismo, activo y lleno de proyectos, sin preocuparse lo más mínimo por la señorita Woodhouse y desafiando a la seño­rita Smith.
La encantadora Augusta Hawkins añadía a todas las ventajas inhe­rentes a una perfecta belleza y a sus grandes méritos, la del hecho de estar en posesión de una fortuna personal de unos millares de libras que siempre se cifraban en diez mil; cuestión que afectaba tanto a su dignidad como a sus intereses; los hechos demostraban perfectamente que no había malogrado sus posibilidades... había con­seguido una esposa de diez mil libras, poco más o menos... y la había conseguido con una rapidez tan asombrosa... la primera hora que siguió a su primer encuentro había sido tan pródiga en grandes acontecimientos; el relato que había hecho a la señora Cole acerca del origen y del desarrollo del idilio le presentaba bajo un aspecto tan favorable... todo había ido tan aprisa, desde su encuentro casual hasta la cena en casa del señor Green y la fiesta en casa de la señora Brown... sonrisas y rubores creciendo en importancia... cavilaciones e inquietudes floreciendo profusamente por doquier... ella había que­dado impresionada en seguida... se había mostrado tan favorable­mente dispuesta para con él... en resumen, y para decirlo con pa­labras más claras, demostró tan buenas disposiciones para aceptarle que la vanidad y la prudencia quedaron satisfechas por igual.
Lo había conseguido todo, fortuna y afecto, y era exactamente el hombre feliz que siempre había soñado ser; hablando tan sólo de sí mismo y de sus cosas... esperando ser felicitado... dispuesto en todo momento a reír... y ahora, con amables sonrisas libres de todo temor, dirigiendo la palabra a las jóvenes del lugar, a quienes tan sólo unas pocas semanas antes hubiera hablado de un modo mucho más circunspecto y cauteloso.
La boda era un acontecimiento que no podía estar muy lejos, ya que ambos no habían tenido otro trabajo que el de gustarse, y sólo tenían que esperar los preparativos necesarios; y cuando él vol­vió de nuevo a Bath, todo el mundo supuso, y el aire que adoptó la señora Cole no parecía contradecir esas suposiciones, que cuando re­gresara a Highbury sería ya acompañado de su esposa.
Durante esta breve estancia suya, Emma apenas le había visto; lo justo para tener la sensación de que se había roto el hielo, y para que ella pensara que la presuntuosa jactancia de que ahora hacía gala el señor Elton no le favorecía en nada; lo cierto es que Emma empezaba a preguntarse cómo había sido posible que hubiera llegado a considerarle como un hombre atractivo; y su persona iba tan indi­solublemente unida a recuerdos tan desagradables, que, excepto con un fin moral, como penitencia, como lección, como fuente de una provechosa humillación para su espíritu, hubiera sentido un gran alivio de tener la seguridad de no volverle a ver nunca más. Le deseaba todas las venturas; pero su presencia la turbaba, y hubiese quedado mucho más satisfecha de saberle feliz a veinte millas de distancia.
Sin embargo, la turbación que le proporcionaba el hecho de que siguiera residiendo en Highbury, sin duda iba a aminorarse con su boda. Iban a evitarse muchos cumplidos inútiles y muchas situaciones embarazosas se suavizarían. La existencia de una señora Elton sería un buen pretexto para todos los cambios que hubieran en sus rela­ciones; su intimidad de antes podía desaparecer sin que a nadie le pareciera extraño. Ambos podrían casi reemprender de nuevo su vida social.
Sobre ella personalmente Emma no hubiera sabido qué decir. Sin duda era digna del señor Elton; con una educación suficiente para Highbury... lo suficientemente atractiva también... aunque lo más probable es que desmereciera al lado de Harriet. En cuanto a posi­ción social, Emma sabía muy bien a qué atenerse; estaba convencida de que a pesar de todos sus presuntuosos alardes y de su desdén por Harriet, la realidad había sido muy distinta. Sobre esta cuestión la verdad parecía estar muy clara. No se sabía exactamente qué era; pero quién era fácil saberlo; y dejando aparte las diez mil libras, en nada parecía ser superior a Harriet. No aportaba ni un apellido ilus­tre, ni sangre noble, ni siquiera relaciones distinguidas. La señorita Hawkins era la menor de las dos hijas de un... comerciante -desde luego, hay que llamarle así- de Bristol; pero como, a fin de cuen­tas, los beneficios de su comercio no parecían haber sido muy eleva­dos, era lógico suponer que los negocios a que se había dedicado no habían sido tampoco de mucha importancia. Cada invierno solía pasar una temporada en Bath; pero su casa estaba en Bristol, en el mismo centro de Bristol; pues aunque sus padres habían muerto hacía ya varios años, le quedaba un tío... que trabajaba con un abogado... todo lo que se atrevieron a decir de él fue que «trabajaba con un abogado»...; y la joven vivía en su casa. Emma suponía que se trataba del empleadillo de algún procurador y que era demasiado obtuso para subir de categoría. Y todo el lustre de la familia pa­recía depender de la hermana mayor, que estaba «muy bien casada» con un caballero que vivía «a lo grande» cerca de Bristol, y que tenía ¡nada menos que dos coches! Éste era el punto culminante de toda la historia; éste era el máximo motivo de orgullo de la seño­rita Hawkins.
¡Ah, si Emma pudiese lograr que Harriet pensara como ella acerca de todo aquel asunto! Ella había introducido a Harriet en el amor; pero ¡ay!, ahora no era tan fácil arrancarlo de su corazón. No era posible desvanecer el hechizo de algo que ocupaba tantas horas va­cías como tenía Harriet. Sólo podía ser desvirtuado por otro; y sin duda llegaría este momento; nada podía estar más claro; pero Emma temía que esto era lo único que podía curarla. Harriet era una de esas personas que una vez han conocido el amor, durante todo el resto de su vida tienen que estar enamoradas. Y ahora, ¡pobre muchacha!, lo pasaba mucho peor desde que el señor Elton había regresado. En todas partes creía descubrir su silueta. Emma sólo le había visto una vez; pero Harriet dos o tres veces cada día estaba segura de estar a punto de encontrarse con él, o a punto de oír su voz, o a punto de divisar sus hombros, a punto de que ocurriera algo que mantuviera vivo el recuerdo de él en su imaginación, con toda la fa­vorable calidez de la sorpresa y de la conjetura. Además, continua­mente estaba oyendo hablar de él; pues, excepto cuando estaba en Hartfield, se hallaba siempre entre personas que no veían ningún defecto en el señor Elton, y que consideraban que no había nada tan interesante como discutir acerca de sus asuntos; y por lo tanto todas las noticias, todas las suposiciones... todo lo que ya había ocurrido, todo lo que podía llegarle a ocurrir en el desarrollo de sus asuntos, incluyendo su renta anual, sus criados y sus muebles, eran temas que se debatían sin cesar en torno a ella. Sus senti­mientos se robustecían al no oír más que elogios del señor Elton, su pesar se avivaba, y se sentía herida ante las incesantes ponde­raciones de la felicidad de la señorita Hawkins y por los continuos comentarios acerca de la intensidad del afecto que el vicario le pro­fesaba... el aire que tenía cuando andaba por la casa... incluso el modo en que se ponía el sombrero... todo eran pruebas de lo ena­morado que llegaba a estar...
De haber sido posible tomarlo a broma, de no ser algo tan pe­noso para su amiga y que implicaba tantos reproches para sí misma, todas aquellas desazones del estado de ánimo de Harriet hubieran constituido un motivo de diversión para Emma. A veces era el se­ñor Elton quien predominaba, otras los Martin; y el uno servía para contrarrestar los efectos del otro. La noticia del próximo matrimonio del señor Elton había sido el mejor remedio para la desazón que le produjo el encuentro con el señor Martin. La tristeza que le pro­dujo esta noticia había sido superada en gran parte por la visita que pocos días después Elizabeth Martin efectuó a la señora Goddard. Harriet no estaba en casa; pero le había escrito y dejado una nota redactada de un modo que no pudo por menos de conmoverla; una mezcla de un poco de reproche y un mucho de afectuosidad; y hasta que reapareció el señor Elton estuvo muy ocupada reflexionando so­bre aquello, cavilando acerca de lo que debía hacer para correspon­der, y deseando hacer más de lo que se atrevía a confesarse. Pero el señor Elton en persona había alejado todas aquellas preocupa­ciones. Mientras él estuvo en Highbury los Martin fueron olvidados; y en la misma mañana en que salió de nuevo para Bath, Emma, para disipar la penosa impresión que aquello producía en su amiga, opinó que lo mejor que podía hacer era devolver la visita a Elizabeth Martin.
Qué debía pensarse de aquella visita... qué es lo que era necesa­rio hacer... y qué era lo más seguro, habían sido cuestiones sobre las que era muy difícil tomar una determinación. No hacer ningún caso de la madre y de las hermanas, cuando se la invitaba, hubiera sido una ingratitud. No era posible; y sin embargo ¿y el peligro de que se reanudase aquella amistad?
Después de mucho pensar decidió, a falta de una idea mejor, que Harriet devolviese la visita; pero de un modo que, si ellos eran un poco despiertos se convencieran de que aquello no aspiraba a ser más que una relación formularia. Emma decidió que acompañaría a Harriet en su coche, que la dejaría en Abbey Hill, y que ella segui­ría adelante durante un corto trecho, y que volvería a recogerla al cabo de poco rato, para evitar ocasión de que hubiesen demasiadas evocaciones intencionadas y peligrosas del pasado, dando también así la prueba más concluyente de qué grado de intimidad tenía que haber entre ellos en el futuro.
No se le ocurrió nada mejor; y aunque había algo en todo aquel plan que en el fondo no podía aprobar... como una sombra de in­gratitud apenas disimulada... debía hacerse así, de lo contrario, ¿qué iba a ser de Harriet?


CAPÍTULO XXIII

Pocos ánimos tenía Harriet para ir de visita. Tan sólo media hora antes de que su amiga pasara a recogerla por casa de la señora Goddard, su mala estrella la condujo precisamente al lugar en donde en aquel momento un baúl dirigido al «Reverendo Philip Elton, White-Hart, Bath», era cargado en el carro del carnicero que debía llevarlo hasta donde pasaba la diligencia; y para Harriet todo lo demás del universo, excepto aquel baúl y su rótulo, dejaron de existir.
No obstante se puso en camino; y cuando llegaron a la granja y descendió del coche al final del ancho y limpio sendero engravillado que entre manzanos dispuestos a espaldera conducía hasta la puerta principal, el ver todas aquellas cosas que el otoño anterior le ha­bían proporcionado tanto placer, empezó a producirle una cierta desa­zón; y cuando se separaron Emma advirtió que miraba a su alrede­dor con una especie de curiosidad temerosa que la decidió a no per­mitir que la visita se prolongara más allá del cuarto de hora que se habían propuesto. Emma siguió adelante para dedicar aquel rato a un antiguo criado que se había casado y que vivía en Donwell.
Al cabo de un cuarto de hora, puntualmente, volvía a estar de nuevo ante la blanca entrada; y la señorita Smith, obedeciendo a sus llamadas, no tardó en reunirse con ella sin la compañía de ningún peligroso joven. Se acercó sola por el sendero de grava... sólo una señorita Martin apareció en la puerta, despidiéndola al parecer con ceremoniosa cortesía.
Harriet tardó un poco en poder dar una explicación medianamente inteligible de lo que había ocurrido. Sus sentimientos eran demasia­do intensos; pero por fin Emma logró enterarse de lo suficiente como para hacerse cargo de cómo se había desarrollado aquella entre­vista y de qué clase de heridas había dejado en su amiga. Sólo había visto a la señora Martin y a sus dos hijas. La habían acogido de un modo receloso, por no decir frío; y casi durante todo el tiempo no se había hablado más que de simples lugares comunes... hasta el último momento, cuando inesperadamente la señora Martin había dicho que tenía la impresión de que la señorita Smith había crecido, llevando así la conversación hacia un tema más interesante y mos­trándose más efusiva. En el pasado mes de setiembre, en aquella misma habitación Harriet había comparado su estatura con la de sus dos amigas. Allí estaban aún las señales de lápiz y las inscripcio­nes en el marco de la ventana. Lo había hecho él. Todos parecieron recordar el día, la hora, la fiesta, la ocasión... sentir la misma inquie­tud, el mismo pesar... estar dispuestos a volver a ser los mismos de antes; y ya iban haciéndose a la idea de que todo volviera a ser igual que unos meses atrás (Harriet, como Emma debía de sospe­char, estaba tan dispuesta como cualquiera de ellas a mostrarse de nuevo tan afectuosa y tan contenta como antes), cuando reapareció el coche y todo se esfumó. Entonces el carácter de la visita y su brevedad se sintieron más intensamente. ¡Conceder catorce minutos a las personas a quienes hacía menos de seis meses debía agradecer una feliz estancia de seis semanas! Emma no podía por menos de imaginarse la situación y de darse cuenta de la razón que tenían de sentirse ofendidos, y de lo natural que era que Harriet sufriera por todo ello. Era un mal asunto. Ella hubiera estado dispuesta a hacer cualquier cosa, hubiera tolerado cualquier cosa para conseguir que los Martín estuvieran en un nivel social más elevado. Tenían tan buena voluntad que sólo un poco más de altura ya hubiera podido bastar; pero, tal como estaban las cosas, ¿de qué otra manera podía obrar? Imposible... No podía arrepentirse. Tenían que separarse; pero aquella era una operación muy dolorosa... para ella tanto en aquella ocasión que en seguida sintió la necesidad de buscar un poco de consuelo, y decidió regresar a su casa pasando por Ran­dalls para procurárselo. Estaba ya harta del señor Elton y de los Martin. El refrigerio de Randalls era absolutamente necesario.
Había sido una buena idea. Pero al acercarse a la puerta les di­jeron que «ni el señor ni la señora estaban en casa»; los dos habían salido hacía ya bastante rato; el criado suponía que habían ido a Hartfield.
-¡Qué mala suerte! -exclamó Emma mientras volvían al co­che-. Y ahora cuando lleguemos allí ellos se habrán acabado de ir; ¡esto ya es demasiado! Hacía tiempo que no me fastidiaba tanto una cosa así.
Y se recostó en un rincón del coche para desfogar su mal humor o para disiparlo a fuerza de razonamientos; probablemente un poco ambas cosas... como suele ocurrir con las personas de buen natu­ral. De pronto el coche se detuvo; levantó la mirada; lo habían detenido el señor y la señora Weston, que estaban ante ella dispo­niéndose a hablarle. Sintió una gran alegría al verles, alegría que fue aún mayor cuando oyó el sonido de sus voces... porque el señor Weston la abordó inmediatamente.
-¿Qué tal, cómo está? ¿Qué tal? Hemos visitado a su padre... y nos ha alegrado mucho verle con tan buen aspecto. Frank llega mañana... esta misma mañana he tenido carta suya... mañana a la hora de comer ya lo tendremos en casa, esta vez es seguro... hoy está en Oxford, y viene para pasar dos semanas completas; ya sabía yo que tenía que ser así. Si hubiera venido por Navidad no hu­biese podido quedarse con nosotros más que tres días; yo desde el primer momento me alegré de que no viniera por Navidad; ahora dis­frutaremos de un tiempo mucho mejor, hace unos días claros, secos, el tiempo es estable. De este modo disfrutaremos mucho más de su compañía; todo ha salido mejor de lo que hubiéramos podido de­searlo.
No había modo de resistir a estas noticias, ni posibilidad de evi­tar la influencia de un rostro tan feliz como el del señor Weston, confirmándolo todo las palabras y la actitud de su esposa, menos locuaz y más reservada, pero no menos alegre por lo ocurrido. Saber que ella considerara segura la llegada de su hijastro era suficiente para que Emma lo creyese también así, y participó sinceramente de su júbilo. Era la más grata recuperación de unos ánimos abatidos. Lo pasado se olvidaba ante las felices perspectivas de lo que iba a ocurrir; y en aquel momento Emma tuvo la esperanza de que no volvería a hablarse más del señor Elton.
El señor Weston les contó la historia de todo lo que había suce­dido en Enscombe, y que había permitido a su hijo escribirles di­ciendo que disponía de dos semanas completas y describiéndoles cuál sería el camino que seguiría y el modo en que llevaría a cabo el viaje; y la joven escuchaba, sonreía y se alegraba muy de veras.
-Y en seguida le llevaré a Hartfield erijo el señor Weston, como conclusión.
Al llegar a este punto Emma supuso que su esposa le llamaba la atención apretándole el brazo.
-Tendríamos que irnos, querido -dijo-; estamos entretenién­dolas.
-Sí, sí, cuando quieras... -y volviéndose de nuevo a Emma-: pero ahora no crea que es un joven tan apuesto, ¿eh?; usted sólo le conoce a través de lo que yo le he dicho; me atrevería a decir que en realidad no es nada tan extraordinario...
Pero el centelleo que tenían sus ojos en aquel momento decía bien a las claras que su opinión no podía ser más distinta. Emma por su parte consiguió aparentar una total tranquilidad e inocencia, y responder de un modo que no la comprometiera en absoluto.
-Emma, querida, piensa en mí mañana alrededor de las cuatro -fue el ruego con el que se despidió la señora Weston; y en sus palabras, que sólo iban dirigidas a ella, había una cierta inquietud.
-¡A las cuatro! Puedes estar segura de que a las tres ya lo ten­dremos aquí -le corrigió rápidamente el señor Weston.
Y así terminó aquel afortunado encuentro. Emma había cobrado nuevos ánimos y se sentía completamente feliz; todo parecía dis­tinto; James y sus caballos no parecían ni la mitad de lentos que antes. Cuando posó la mirada en los setos pensó que los saúcos por lo menos no tardarían ya mucho en echar brotes, y cuando se volvió a Harriet también en su rostro creyó ver como un atisbo pri­maveral, algo semejante a una vaga sonrisa. Pero la pregunta que hizo no era excesivamente prometedora:
-¿Crees que el señor Frank Churchill además de pasar por Oxford pasará por Bath?
Pero ni los conocimientos geográficos ni la tranquilidad se ad­quieren en un abrir y cerrar de ojos; y en aquellos momentos Emma se sentía dispuesta a conceder que tanto una cosa como otra ya llegarían con el tiempo.
Llegó la mañana de aquel día tan esperado, y la fiel discípula de la señora Weston no se olvidó ni a las diez, ni a las once ni a las doce, que a las cuatro tenía que pensar en ella.
«¡Pobre amiga mía! -se decía para sí mientras salía de su al­coba y bajaba las escaleras-. ¡Siempre preocupándose tanto por el bienestar de todo el mundo y sin pensar en el suyo! Ahora mismo te estoy viendo atareadísima, entrando y saliendo mil veces de su habitación para asegurarte de que todo está en orden. -El reloj dio las doce mientras atravesaba el recibidor-. Las doce, dentro de cuatro horas no me olvidaré de pensar en ti. Y mañana a esta hora, poco más o menos, o quizás un poco más tarde, pensaré que esta­rán todos a punto de venir a visitarnos. Estoy segura de que no tardarán mucho en traerle aquí.»
Abrió la puerta del salón y vio a su padre hablando con dos ca­balleros: el señor Weston y su hijo. Hacía pocos minutos que ha­bían llegado, y el señor Weston apenas había tenido tiempo de aca­bar de explicar porqué Frank se había anticipado un día a lo pre­visto, y su padre se hallaba aún dándoles la bienvenida y felicitán­doles con sus ceremoniosas frases cuando ella apareció para parti­cipar del asombro, de las presentaciones y de la ilusión de aquellos momentos.
Frank Churchill, de quien tanto se había hablado, que tanta ex­pectación había suscitado, estaba en persona ante ella... se hicieron las presentaciones y Emma pensó que los elogios que se habían he­cho de él no habían sido excesivos; era un joven extraordinaria­mente apuesto; su porte, su elegancia, su desenvoltura no admitían ningún reparo, y en conjunto su aspecto recordaba mucho del buen temple y de la vivacidad de su padre; parecía despierto de inteligen­cia y con talento. Emma advirtió inmediatamente que sería de su agrado; y vio en él una naturalidad en el trato y una soltura en la conversación, propias de alguien de buena crianza, que la conven­cieron de que él aspiraba a ganarse su amistad, y de que no tarda­rían mucho en ser buenos amigos.
Había llegado a Randalls la noche antes. Emma quedó muy com­placida al ver las prisas por llegar que había tenido el joven y que le había hecho cambiar de plan, ponerse en camino antes de lo pre­visto, hacer jornadas más largas y más intensas para poder ganar medio día.
-Ya le decía ayer -exclamaba el señor Weston lleno de entu­siasmo-, yo ya les había dicho a todos que le tendríamos con no­sotros antes del tiempo fijado. Me acordaba de lo que yo solía hacer a su edad. No se puede viajar a paso de tortuga; es inevitable que uno vaya mucho más aprisa de lo que había planeado; y la ilusión de sorprender a nuestros amigos cuando no se lo esperan vale mucho más que las pequeñas molestias que trae consigo una cosa así.
-Hace mucha ilusión poder dar una sorpresa como ésta -dijo el joven-, aunque no me atrevería a hacerlo en muchas casas; pero tratándose de mi familia pensé que podía permitírmelo todo.
La expresión «mi familia» hizo que su padre le dirigiera una mi­rada de viva complacencia. Emma se convenció plenamente de que el joven sabía cómo hacerse agradable; y esta convicción se robusteció oyéndole hablar más. Hizo muchos elogios de Randalls, la consideró como una casa admirablemente ordenada, apenas quiso conceder que era pequeña, elogió su situación, el camino de High­bury, el propio Highbury, Hartfield todavía más, y aseguró que siempre había sentido por la comarca el interés que sólo puede des­pertar la tierra propia, y que siempre había sentido una enorme cu­riosidad por visitarla. Por la mente de Emma cruzó suspicazmente la idea de que era extraño que hubiese tardado tanto tiempo en poder cumplir este deseo; pero incluso si sus palabras no eran sinceras, resultaban gratas, y eran hábiles y oportunas. No daba la impresión de una persona afectada o amanerada. Lo cierto es que su entusiasmo parecía totalmente sincero.
En general, el tema de la conversación fue el normal entre perso­nas que acaban de conocerse. Él le preguntó si montaba a caballo, si le gustaba pasear por el campo, si tenía muchos amigos por aque­llos contornos, si estaba satisfecha de la vida social que podía pro­porcionarles un pueblo como Highbury -«He visto que hay casas preciosas por estos alrededores»-, si había bailes, si celebraban reuniones de carácter musical...
Pero una vez satisfecha su curiosidad acerca de todos esos pun­tos, y cuando su conversación se hizo ya un poco más íntima, el joven se las ingenió para encontrar la oportunidad, mientras sus pa­dres conversaban solos aparte, para hablar de su madrastra y hacer de ella los mayores elogios, declarándose un gran admirador suyo, y diciendo que le profesaba tanta gratitud por la felicidad que había proporcionado a su padre y por la cálida acogida que le había dis­pensado a él, que venía a constituir una prueba más de que sabía cómo agradar... y de que sin duda consideraba que valía la pena intentar atraérsela. Sin embargo, sus elogios nunca rebasaron lo que Emma sabía que la señora Weston merecía sobradamente; pero claro está que él tampoco podía saber demasiado acerca de ella. Lo que sabía era que sus palabras iban a ser agradables; pero no podía estar seguro de muchas cosas más.
-La boda de mi padre -dijo- ha sido una de sus decisiones más afortunadas; todos sus amigos deben alegrarse; y la familia gra­cias a la cual ha sido posible esta gran suerte para mí siempre será merecedora de la mayor gratitud.
Casi llegó a agradecer a Emma los méritos de la señorita Taylor, aunque sin dar la impresión de que olvidara completamente, que, en buena lógica, era más natural suponer que había sido la señorita Taylor quien había formado el carácter de la señorita Woodhouse que la señorita Voodhouse el de la señorita Taylor. Y por fin, como decidiéndose a justificar su criterio atendiendo a todos y cada uno de los aspectos de la cuestión, manifestó su asombro por la juven­tud y la belleza de su madrastra.
-Yo suponía -dijo- que se trataba de una dama elegante y de maneras distinguidas; pero confieso que en el mejor de los casos no esperaba' que fuese más que una mujer de cierta edad todavía de buen ver; no sabía que la señora Weston era una joven tan linda.
-A mi entender -dijo Emma- exagera usted un poco al en­contrar tantas perfecciones en la señora Weston; si descubriera usted que tiene dieciocho años, no dejaría de darle la razón; pero estoy segura de que ella se enojaría con usted si supiese que le dedica frases como ésas. Procure que no se entere de que habla de ella como de una joven tan linda.
-Espero que sabré ser discreto -replicó-; no, puede usted estar segura (y al decir esto hizo una galante reverencia) de que hablando con la señora Weston sabré a quién poder elogiar sin correr el ries­go de que se me considere exagerado o inoportuno.
Emma se preguntó si las mismas suposiciones que ella se había hecho acerca de las consecuencias que podía traer el que los dos se conocieran, y que habían llegado a adueñarse tan completamente de su espíritu, habían cruzado alguna vez por la mente de él; y si sus cumplidos debían interpretarse como muestras de aquiescencia o como una especie de desafío. Tenía que conocerle más a fondo para saber qué es lo que se proponía; por el momento lo único que podía decir era que sus palabras le eran agradables.
No tenía la menor duda de los proyectos que el señor Weston había estado forjando sobre todo aquello. Había sorprendido una y otra vez su penetrante mirada fija en ellos con expresión compla­cida; e incluso cuando él decidía no mirar, Emma estaba segura de que a menudo debía de estar escuchando.
El que su padre fuera totalmente ajeno a cualquier idea de ese tipo, el que fuese absolutamente incapaz de hacer tales suposiciones o de tener tales sospechas, era ya un hecho más tranquilizador. Por fortuna estaba tan lejos de aprobar su matrimonio como de prever­lo... Aunque siempre ponía reparos a todas las bodas, nunca sufría de antemano por el temor de que llegara este momento; parecía como si no fuese capaz de pensar tan mal de dos personas, fueran cuales fuesen, suponiendo que pretendían casarse, hasta que hubie­ran pruebas concluyentes contra ellas. Emma bendecía aquella ce­guera tan favorable. En aquellos momentos, sin tener que preocu­parse por ninguna conjetura poco grata, sin llegar a adivinar en el futuro ninguna posible traición por parte de su huésped, daba libre curso a su cortesía espontánea y cordial, interesándose vivamente por los problemas de alojamiento que había tenido Frank Churchill durante su viaje -con molestias tan penosas como el dormir dos no­ches en camino-, preguntando ansiosamente sí era cierto que no se había resfriado... lo cual, a pesar de todo, él no consideraría total­mente seguro hasta después de haber pasado otra noche.
Había transcurrido ya un tiempo razonable para la visita, y el señor Weston se levantó para irse.
-Ya es hora de que me vaya. Tengo que pasar por la hostería de la Corona para hablar de un heno que necesito, y la señora Wes­ton me ha hecho muchísimos encargos para la tienda de Ford; pero no es preciso que me acompañe nadie.
Su hijo, demasiado bien educado para recoger la insinuación, tam­bién se levantó inmediatamente diciendo:
-Mientras te ocupas de todos esos asuntos, yo aprovecharía la ocasión para hacer una visita que tengo que hacer un día u otro, y por lo tanto puedo quedar bien hoy mismo. Tuve el gusto de cono­cer a un vecino suyo -volviéndose hacia Emma-, una señora que vive en Highbury, o por aquí cerca; una familia cuyo nombre es Fairfax. Supongo que no tendré dificultad en encontrar la casa; aun­que creo que no se apellidan Fairfax propiamente... es algo así como Barnes o Bates. ¿Conoce usted alguna familia que se llame así?
-¡Ya lo creo! -exclamó su padre-; la señora Bates... cuando pasamos por delante de su casa vi que la señorita Bates estaba asomada a la ventana. Cierto, cierto que conoces a la señorita Fair­fax; me acuerdo que la conociste en Weymouth, y es una muchacha excelente. Sobre todo no dejes de visitarla.
-No es necesario que vaya a visitarles esta misma mañana -dijo el joven-; puedo ir cualquier otro día; pero en Weymouth nos hicimos tan amigos que...
-Nada, nada, no dejes de ir hoy mismo; no tienes por qué aplazar la visita. Nunca es demasiado pronto para hacer lo que se debe. Y además, Frank, tengo que hacerte una advertencia; aquí tendrías que poner mucho cuidado en evitar todo lo que pudiera parecer un desaire para con ella. Cuando tú la conociste vivía con los Camp­bell y estaba a la misma altura de todos los que la trataban, pero aquí está con su abuela, que es una anciana pobre, que apenas tiene la suficiente para vivir. O sea que si no la visitas pronto le harás un desaire.
Su hijo pareció quedar convencido. Emma dijo:
-Ya le he oído hablar de su amistad; es una joven muy ele­gante.
Él asintió, pero con un «sí» tan escueto que casi hizo dudar a Emma de que ésta era su opinión; y sin embargo, en el gran mundo se debía de tener una idea muy distinta de la elegancia si Jane Fair­fax sólo era considerada como una joven corriente.
-Si antes de ahora nunca le habían llamado la atención sus ma­neras -dijo ella-, creo que hoy le impresionarán. Podrá verla en un ambiente que le da más realce; verla y oírla... bueno, aunque me temo que no le oirá decir ni una palabra, porque tiene una tía que no para de hablar ni un momento.
-¿De modo que conoce usted a la señorita Jane Fairfax? -dijo el señor Woodhouse, siempre el último en tomar parte en la con­versación-; entonces permítame asegurarle que le parecerá una jo­ven muy agradable. Está pasando una temporada aquí, en casa de su abuela y de su tía, gente muy bien; les conozco de toda la vida. Se alegrarán muchísimo de verle, estoy seguro, y uno de mis criados le acompañará para enseñarle el camino.
-¡Por Dios, señor Woodhouse, de ninguna manera, no faltaba más! Mi padre puede guiarme.
-Pero su padre no va tan lejos; va sólo a la Corona, que está al otro lado de la calle, y por allí hay muchas casas y es fácil equi­vocarse; puede usted desorientarse, y se va a poner perdido de andar por allí si no cruza por el mejor paso; pero mi cochero puede indicarle el mejor sitio para cruzar la calle.
Frank Churchill siguió declinando el ofrecimiento, con toda la seriedad de que era capaz, y su padre acudió en su ayuda excla­mando:
-¡Mi querido amigo, pero si es completamente innecesario! Frank no es tan tonto como para meterse en un charco sin verlo, y desde la Corona puede llegar a casa de la señora Bates en un instante.
Se les permitió que se fueran solos; y con un cordial movimiento de la cabeza por parte de uno y una graciosa reverencia por parte del otro, los dos caballeros se despidieron. Emma quedó muy com­placida con el comienzo de esta amistad, y a partir de entonces a cualquier hora del día que pensara en todos los miembros de la familia de Randalls, tenía plena confianza en que eran felices.


CAPÍTULO XXIV

A la mañana siguiente Frank Churchill se presentó de nuevo allí. Vino con la señora Weston, por quien, como por el pro­pio Highbury, parecía sentir gran afecto. Al parecer ambos habían estado charlando amigablemente en su casa hasta la hora en que se solía dar un paseo; y cuando el joven tuvo que decidir la dirección que tomarían, inmediatamente se pronunció por Highbury.
-Él ya sabe que yendo en todas direcciones pueden darse paseos muy agradables, pero si se le da a elegir siempre se decide por lo mismo. Highbury, ese oreado, alegre y feliz Highbury, ejerce sobre él una constante atracción...
Highbury para la señora Weston significaba Hartfield; y ella con­fiaba en que para su acompañante lo fuese también. Y hacia allí encaminaron directamente sus pasos.
Emma no les esperaba; porque el señor Weston, que les había hecho una rapidísima visita de medio minuto, justo el tiempo de oír que su hijo era muy buen mozo, no sabía nada de sus planes; y por lo tanto para la joven fue una agradable sorpresa verles acer­carse a la casa juntos, cogidos del brazo. Había estado deseando volver a verle, y sobre todo verle en compañía de la señora Weston, ya que de su proceder con su madrastra dependía la opinión que iba a formarse de él. Si fallaba en este punto, nada de lo que hiciera podría justificarle a sus ojos. Pero al verles juntos quedó totalmente satisfecha.. No era sólo con buenas palabras ni con cumplidos hiper­bólicos como cumplía sus deberes; nada podía ser más adecuado ni más agradable que su modo de comportarse con ella... nada podía demostrar más agradablemente su deseo de considerarla como una amiga y de ganarse su afecto; y Emma tuvo tiempo más que sufi­ciente de formarse un juicio más completo, ya que su visita duró todo el resto de la mañana. Los tres juntos dieron un paseo de una o dos horas, primero por los plantíos de árboles de Hartfield y luego por Highbury. El joven se mostraba encantado con todo; su admiración por Hartfield hubiera bastado para llenar de júbilo al señor Wood­house; y cuando decidieron prolongar el paseo, confesó su deseo de que le informaran de todo lo relativo al pueblo, y halló motivos de elogio y de interés mucho más a menudo de lo que Emma hubiera podido suponer.
Algunas de las cosas que despertaban su curiosidad demostraban que era un joven de sentimientos delicados. Pidió que le enseñaran la casa en la que su padre había vivido durante tanto tiempo, y que había sido también la casa de su abuelo paterno; y al saber que una anciana que había sido su ama de cría vivía aún, recorrió toda la calle de un extremo al otro en busca de su cabaña; y aunque algunas de sus preguntas y de sus comentarios, no tenían ningún mérito especial, en conjunto demostraban muy buena voluntad para con Highbury en general, lo cual para las personas que le acompa­ñaban venía a ser algo muy semejante a un mérito.
Emma, que le estudiaba, decidió que con sentimientos como aque­llos con los que ahora se mostraba, no podía suponerse que por su propia voluntad hubiera permanecido tanto tiempo alejado de allí; que no había estado fingiendo ni haciendo ostentación de frases in­sinceras; y que sin duda el señor Knightley no había sido justo con él.
Su primera visita fue para la Hostería de la Corona, una hostería de no demasiada importancia, aunque la principal en su ramo, donde disponían de dos pares de caballos de refresco para la posta, aunque más para las necesidades del vecindario que para el movimiento de carruajes que había por el camino; y sus acompañantes no esperaban que allí el joven se sintiese particularmente interesado por nada; pero al entrar le contaron la historia del gran salón que a simple vista se veía que había sido añadido al resto del edificio; se había construido hacía ya muchos años con el fin de servir para sala de baile, y se había utilizado como tal mientras en el pueblo los aficio­nados a esta diversión habían sido numerosos; pero tan brillantes días quedaban ya muy lejos, y en la actualidad servía como máximo para albergar a un club de whist que habían formado los señores y los medios señores del lugar. El joven se interesó inmediatamente por aquello. Le llamaba la atención que aquello hubiera sido una sala de baile; y en vez de seguir adelante, se detuvo durante unos minutos ante el marco de las dos ventanas de la parte alta, abrién­dolas para asomarse y hacerse cargo de la capacidad del local, y luego lamentar que ya no se utilizase para el fin para el que había sido construido. No halló ningún defecto en la sala y no se mostró dis­puesto a reconocer ninguno de los que ellas le sugirieron. No, era suficientemente larga, suficientemente ancha, y también lo suficien­temente bien decorada. Allí podían reunirse cómodamente las perso­nas necesarias. Deberían organizarse bailes por lo menos cada dos semanas durante el invierno. ¿Por qué la señorita Woodhouse no hacía que aquel salón conociese de nuevo tiempos tan brillantes como los de antaño? ¡Ella que lo podía todo en Highbury! Se le objetó que en el pueblo faltaban familias de suficiente posición, y que era seguro que nadie que no fuera del pueblo o de sus inme­diatos alrededores se sentiría tentado de asistir a esos bailes; pero él no se daba por vencido. No podía convencerse de que con tantas casas hermosas como había visto en el pueblo, no pudiera reunirse un número suficiente de personas para una velada de ese tipo; e incluso cuando se le dieron detalles y se describieron las familias, aún se resistía a admitir que el mezclarse con aquella clase de gente fuera un obstáculo, o que a la mañana siguiente habría dificultades para que cada cual volviera al lugar que le correspondía. Argumen­taba como un joven entusiasta del baile; y Emma quedó más bien sorprendida al darse cuenta de que el carácter de los Weston preva­lecía de un modo tan evidente sobre las costumbres de los Churchill. Parecía tener toda la vitalidad, la animación, la alegría y las inclina­ciones sociales de su padre, y nada del orgullo o de la reserva de Enscombe. La verdad es que tal vez de orgullo tenía demasiado poco; su indiferencia a mezclarse con personas de otra dase lindaba casi con la falta de principios. Sin embargo no podía darse aún plena cuenta de aquel peligro al que daba tan poca importancia. Aquello no era más que una expansión de su gran vitalidad.
Por fin le convencieron para alejarse de la fachada de la Corona; y al hallarse ahora casi enfrente de la casa en que vivían las Bates, Emma recordó que el día anterior quería hacerles una visita, y le preguntó si había llevado a cabo su propósito.
-Sí, sí, ya lo creo -replicó-; precisamente ahora iba a hablar de ello. Una visita muy agradable... Estaban las tres; y me fue muy útil el aviso que usted me dio; si aquella señora tan charlatana me hubiera cogido totalmente desprevenido, hubiese sido mi muerte; y a pesar de todo me vi obligado a quedarme mucho más tiempo del que pensaba. Una visita de diez minutos era necesaria y oportuna... y yo le había dicho a mi padre que estaría de vuelta en casa antes que él; pero no había modo de irse, no se hizo ni la menor pausa; e imagínese cuál sería mi asombro cuando mi padre al no encon­trarme en ningún otro sitio por fin vino a buscarme, y me di cuenta que había pasado allí casi tres cuartos de hora; antes de entonces la buena señora no me dio la posibilidad de escaparme.
-¿Y qué impresión le produjo la señorita Fairfax?
-Mala, muy mala... es decir, si no es demasiado descortés decir de una señorita que produce mala impresión. Pero su aspecto es realmente inadmisible, ¿no le parece, señora Weston? Una dama no puede tener ese aire tan enfermizo. Y, francamente, la señorita Fairfax está tan pálida que casi da la impresión de que no goza de buena salud... Una deplorable falta de vitalidad.
Emma no estaba de acuerdo con él y empezó a defender acalora­damente el saludable aspecto de la señorita Fairfax.
-Es cierto que nunca da la sensación de que rebosa salud, pero de eso a decir que tiene un color quebrado y enfermizo va un abis­mo; y su piel tiene una suavidad y una delicadeza que le da una elegancia especial a sus facciones.
Él la escuchaba con una cortés deferencia; reconocía que había oído decir lo mismo a mucha gente... pero, a pesar de todo debía confesar que a su juicio nada compensaba la ausencia de un aspecto saludable. Cuando la belleza no era excesiva, la salud y la lozanía daban realce e incluso hermosura a la persona; y cuando la belleza y la salud se daban juntas... en este caso añadió con galantería, no era preciso describir cuál era el efecto que producían.
-Bueno -dijo Emma-, sobre gustos no hay nada escrito... Pero por lo menos, exceptuando el color de la tez, puede decirse que le ha producido buena impresión.
El joven sacudió la cabeza y se echó a reír:
-No sabría dar una opinión sobre la señorita Fairfax sin tener en cuenta este hecho.
-¿La veía usted a menudo en Weymouth? ¿Se encontraban con frecuencia en los mismos círculos sociales?
En aquel momento se estaban acercando a la tienda de Ford, y él se apresuró a exclamar:
-¡Vaya! Ésta debe de ser la tienda a la que, según dice mi pa­dre, acude todo el mundo cada día sin falta. Dice que de cada se­mana seis días viene a Highbury y siempre tiene algo que hacer aquí. Si no tienen ustedes inconveniente me gustaría entrar para demostrarme a mí mismo que pertenezco al pueblo, que soy un ver­dadero ciudadano de Highbury. Tendría que hacer unas compras. Me someto, abdico de mi independencia de criterio... Supongo que venderán guantes ¿no?
-¡Oh, sí! Guantes y todo lo que usted quiera. Admiro su pa­triotismo. Le adorarán en Highbury. Antes de su llegada ya era muy popular por ser el hijo del señor Weston... pero deje usted media guinea en casa Ford y tendrá mucha más popularidad de la que me­rece por sus virtudes.
Entraron, y mientras traían y desplegaban sobre el mostrador los suaves y bien liados paquetes de «Men's Beavers» y «York Tan», el joven dijo:
-Le ruego que me disculpe, señorita Woodhouse, me estaba us­ted hablando, ¿qué me decía en el momento de mi estallido de amor patriae? ¿Sería tan amable de repetírmelo? Le aseguro que por mu­cho que aumentara mi renombre en el pueblo, no me consolaría de la pérdida de un gramo de felicidad en mi vida privada.
-Sólo le preguntaba si había tratado mucho a la señorita Fairfax en Weymouth.
-Ahora que entiendo su pregunta, debo confesarle que me pare­ce muy delicada. El derecho de decidir el grado de amistad que se tiene con un caballero siempre se concede a las damas. La señorita Fairfax ya debe haber dado su parecer sobre la cuestión. No voy a ser tan indiscreto como para atreverme a atribuirme más del que ella haya decidido concederme.
-Palabra que contesta usted con tanta discreción como podría hacerlo ella misma. Pero siempre que ella hablaba de algo lo hace de una manera tan ambigua, es tan reservada, se resiste tanto a dar la menor información acerca de cualquiera, que creo que usted puede decirnos lo que le plazca acerca de su amistad con ella.
-¿De veras? Entonces les diré la verdad, y nada me complace tanto como poder hacerlo. En Weymouth la veía con frecuencia. En Londres yo había tenido cierto trato con los Campbell; y en Wey­mouth frecuentábamos los mismos círculos. El coronel Campbell es un hombre muy agradable, y la señora Campbell una dama muy ama­ble y muy cordial. Les profeso un gran afecto.
-Entonces supongo que conocerá usted la situación de la seño­rita Fairfax; la clase de vida que le espera.
-Sí contestó titubeando-, creo estar enterado de todo eso.
-Emma -dijo la señora Weston sonriendo-, ésas son cuestio­nes muy delicadas; recuerda que estoy yo presente. El señor Frank Churchill apenas sabe qué decir cuando le hablas de la situación de la señorita Fairfax. Si no te importa, me apartaré un poco.
-La verdad es que me olvido de pensar en ti erijo Emma-, porque para mí nunca has sido otra cosa que mi amiga, la mejor de mis amigas.
El joven pareció comprender todo el sentido de las palabras de Emma y rendir homenaje a sus sentimientos. Y una vez comprados los guantes, de nuevo en la calle, Frank Churchill dijo:
-¿Ha oído tocar alguna vez a la señorita de la que estábamos hablando?
-¿Si la he oído tocar? -exclamó Emma-. Olvida usted que ha pasado muchas temporadas en Highbury. La he oído todos y cada uno de los años de nuestra vida desde que las dos empezamos a es­tudiar música. Toca de una manera encantadora.
-¿De veras lo cree así? Tenía interés por conocer la opinión de alguien que pudiera juzgar con conocimiento de causa. A mí me parecía que tocaba bien, es decir, con mucho gusto, pero yo no en­tiendo nada en estas cuestiones... Soy muy aficionado a la música, pero me considero un profano, y no me creo con derecho a juzgar a nadie... Siempre que la oía tocar me quedaba admirado; y re­cuerdo una ocasión en que vi que la consideraban como una buena intérprete: un caballero muy entendido en música, y que estaba enamorado de otra dama... estaban prometidos y faltaba poco para la boda... pues este señor siempre prefería que fuera la señorita Fairfax la que se sentara a tocar en vez de su prometida... nunca parecía tener interés en oír a la una si podía oír a la otra. Eso en un hombre muy entendido en música, yo consideré que significaba algo.
-Pues claro que sí -dijo Emma muy divertida-. El señor Di­xon entiende mucho de música, ¿verdad? Vamos a enterarnos de más cosas de todos ellos en media hora gracias a usted que las que en medio año la señorita Fairfax se hubiera dignado a de­cirnos.
-Sí, el señor Dixon y la señorita Campbell eran las personas a que aludía; y yo lo consideré como una prueba concluyente.
-Desde luego, creo que lo es; para serle sincera, demasiado con­cluyente para que, si yo hubiera sido la señorita Campbell, la hubie­se aceptado de buen grado. No encontraría disculpas para un hombre que prestara más atención a la música que al amor... que tuviera más oído que ojos... una sensibilidad más aguzada para los sonidos armoniosos que para mis sentimientos. ¿Cómo reaccionó la señorita Campbell?
-Era íntima amiga suya, ¿sabe usted?
-¡Vaya consuelo! -dijo Emma riendo-. Yo preferiría verme preterida por una extraña que por una amiga muy íntima... por lo menos con una extraña hay la posibilidad de que la cosa no vuelva a suceder... pero lo triste es que una amiga muy íntima siempre está cerca de nosotros, y si resulta que lo hace todo mejor que una misma... ¡Pobre señora Dixon! Bueno, me alegro de que haya deci­dido ir a vivir a Irlanda.
-Tiene usted razón. No era muy halagador para la señorita Camp­bell; pero la verdad es que ella no parecía darse cuenta.
-Tanto mejor... o tanto peor... No lo sé. Pero, tanto si era por dulzura de carácter como por tontería, porque siente intensamente la amistad o porque es corta de luces, a mi entender había una per­sona que debería haberse dado cuenta de ello: la propia señorita Fairfax. Era ella quien debía advertir lo impropio y lo peligroso de las distinciones de que era objeto.
-Por lo que a ella se refiere, no creo que...
-Oh, no crea que espero que usted o cualquiera otra persona me describa cuáles son los sentimientos de la señorita Fairfax. Ya supon­go que nadie puede conocerlos, excepto ella misma. Pero si seguía tocando siempre que se lo pedía el señor Dixon, cada cual puede suponer lo que quiera.
-En apariencia todos parecían vivir en muy buena armonía -em­pezó a decir rápidamente, pero en seguida añadió como corrigién­dose-: aunque me sería imposible decir exactamente en qué térmi­nos se hallaba su amistad... todo lo que pudiera haber detrás de estas apariencias. Lo único que puedo decir es que exteriormente no parecía haber dificultades. Pero usted que ha conocido a la señorita Fairfax desde niña, debe de tener más elementos que yo para juzgarla y para adivinar cómo puede llegar a conducirse en una situa­ción crítica.
-Desde luego, la he conocido desde niña; juntas hemos sido ni­ñas y luego mujeres; y es natural el suponer que tenemos intimi­dad... que hemos vuelto a vernos a menudo siempre que visitaba a sus amigas. Pero nunca ha ocurrido así. Y no sabría explicarle muy bien por qué; quizás haya influido un poco una cierta malignidad mía que me ha llevado a sentir aversión por una muchacha tan idola­trada y tan alabada como siempre ha sido ella, por su tía, su abuela y todas las personas de su círculo. Por otra parte está su reserva... nunca he podido hacer amistad con alguien que fuera tan extrema­damente reservado.
-Ciertamente -dijo él- es un rasgo de carácter muy poco agradable. Sin duda a menudo resulta muy conveniente, pero nunca es grato. La reserva ofrece seguridad, pero no es atractiva. No es posi­ble querer a una persona reservada.
-No, hasta que no abandone esta reserva para con uno; y en­tonces la atracción puede ser mayor. Pero por lo que a mí respecta, hubiera debido tener más necesidad de una amiga, de una compa­ñera agradable, de la que he tenido, para tomarme la molestia de conquistar la reserva de alguien para atraérmelo. Una amistad ín­tima entre la señorita Fairfax y yo es totalmente impensable. Yo no tengo motivos para pensar mal de ella... ni un solo motivo... pero esa perpetua y extremada cautela en el hablar y en el obrar, ese temor a dar una opinión clara sobre cualquiera se prestan a despertar la sospecha de que tiene algo que ocultar.
El joven estuvo totalmente de acuerdo con ella; y después de haberse paseado juntos durante largo rato y de haber advertido que coincidían en muchas cosas, Emma se sintió tan familiarizada con su acompañante que apenas podía creer que era sólo la segunda vez que le veía. No era exactamente como ella había esperado; era menos mundano en algunas de sus ideas, menos niño mimado de la fortuna, y por lo tanto mejor de lo que ella esperaba. Sus ideas parecían más moderadas, sus sentimientos más efusivos. Lo que más la sorprendió fue su actitud ante la casa del señor Elton, que al igual que la iglesia estuvo contemplando por todos los lados, sin que les diera la razón en encontrarle demasiados defectos. No, él no estaba de acuerdo en que aquella casa tuviera tantos inconve­nientes; no era una casa como para compadecer a su dueño. Si tuviera que ser compartida con la mujer amada, en su opinión ningún hombre podía ser compadecido por vivir allí. Forzosamente debía tener habitaciones grandes que serían realmente cómodas. El hombre que necesitase algo más tenía que ser un necio.
La señora Weston se echó a reír, y le dijo que no sabía lo que estaba diciendo. Que estaba acostumbrado a vivir en una casa grande, y que nunca se había parado a pensar en las muchas ven­tajas y comodidades que representaba el disponer de mucho espacio, y que por lo tanto no era la persona más indicada para opinar acerca de las limitaciones propias de una casa pequeña. Pero Emma en su fuero interno decidió que el joven sabía muy bien lo que estaba diciendo, y que demostraba una agradable propensión a ca­sarse pronto, y ello por motivos elevados. Posiblemente no se hacía cargo de los trastornos que forzosamente tenían que ocasionar en la paz doméstica el carecer de una habitación para el ama de llaves o el hecho de que la despensa del mayordomo no reuniera las debidas condiciones, pero sin duda se daba perfectamente cuen­ta de que Enscombe no podía hacerle feliz, y de que cuando se enamorara renunciaría gustoso a muchos lujos con tal de poder ca­sarse pronto.


CAPÍTULO XXV

LA excelente opinión que Emma se había formado de Frank Churchill, al día siguiente recibió un duro golpe al oír que el joven se había ido a Londres sin más objeto que el de hacerse cortar el cabello. A la hora del desayuno de pronto tuvo ese ca­pricho, había mandado a por una silla de postas y había partido con la intención de estar de regreso a la hora de la cena, pero sin alegar motivo de más importancia que el de hacerse cortar el ca­bello. Desde luego no había nada malo en que recorriera dos veces una distancia de dieciséis millas con este fin; pero era algo de una afectación tan exagerada y caprichosa que ella no podía apro­barlo. No concordaba con la sensatez de ideas, la moderación en los gastos e incluso la cordial efusividad ajena a toda presunción, que había creído observar en él el día anterior. Aquello representaba vanidad, extravagancia, afición a los cambios bruscos, inestabilidad de carácter, esa inquietud de ciertas personas que siempre tienen que estar haciendo algo, bueno o malo; falta de atención para con su padre y la señora Weston, e indiferencia para el modo en que su proceder pudiera ser juzgado por los demás; se hacía acreedor a todas estas acusaciones. Su padre se limitó a llamarle petimetre y a tomar a broma lo sucedido; pero la señora Weston quedó muy contrariada, y ello se vio claramente por el hecho de que procuró cambiar de conversación lo antes posible y no hizo otro comentario que el de «todos los jóvenes tienen sus pequeñas manías».
Exceptuando esta pequeña mancha, Emma consideraba que hasta entonces sólo podía juzgar muy favorablemente el comportamiento del joven. La señora Weston no se cansaba de repetir lo atento y amable que se mostraba siempre para con ella y las muchas cuali­dades que en conjunto poseía su persona. Era de carácter muy abierto, alegre y vivaz; no veía nada de malo en sus principios, y sí en cambio mucho de inequívocamente bueno; hablaba de su tío en términos de gran afecto, le gustaba citarle en su conversación... decía que sería el hombre más bueno del mundo si le dejaran obrar según su modo de ser; y aunque no profesaba el mismo cariño a su tía, no dejaba de reconocer con gratitud las bondades que había tenido para con él, y daba la impresión de que se había propuesto hablar siempre de ella con respeto. Todo ello obligaba a conce­derle un margen de confianza; y sólo por la desdichada fantasía de querer cortarse el cabello no podía considerársele indigno de la alta estima con que en su fuero interno Emma le distinguía; estima que si no era exactamente un sentimiento de amor por él, estaba muy cerca de serlo, y cuyo único obstáculo era su terquedad (aún seguía firme en su decisión de no casarse nunca)... estima que, en resumen, se traducía en el hecho de que Emma le consideraba por encima de todas las demás personas que conocía.
Por su parte, el señor Weston añadía a las excelencias de su hijo una virtud que tampoco dejaba de tener su peso: había de­jado entrever a Emma que Frank la admiraba extraordinariamente... que la consideraba muy atractiva y llena de encantos; y por lo tanto, con tantos elementos a su favor Emma creía que no debía juzgarle duramente. Como había comentado la señora Weston, «to­dos los jóvenes tienen sus pequeñas manías».
Pero no todas sus nuevas amistades del condado mostraban dis­posiciones tan benevolentes. En general en las parroquias de Don­well y Highbury se le juzgaba sin malicia; no se daba mucha im­portancia a las pequeñas extravagancias de un joven tan apuesto... siempre sonriente y siempre amable con todos; pero había alguien que no se ablandaba fácilmente, a quien reverencias y sonrisas no hacían deponer su actitud crítica: el señor Knightley. El hecho en cuestión le fue referido en Hartfield; por el momento no dijo nada; pero casi inmediatamente después Emma le oyó comentar para sí mismo, mientras se inclinaba sobre el periódico que tenía entre las manos:
-Hum, no me equivocaba al suponer que sería un memo y un vanidoso.
Emma estuvo a punto de replicarle; pero en seguida se dio cuenta de que aquellas palabras no habían sido más que un desaho­go, y que no tenían ningún carácter de provocación; y las dejó sin respuesta.
Aunque por una parte eran portadores de malas noticias, la vi­sita que aquella mañana les hicieron el señor y la señora Weston en otro aspecto no pudo ser más oportuna. Mientras ellos se ha­llaban en Hartfield ocurrió algo que hizo que Emma necesitara su consejo; y se dio la feliz coincidencia de que necesitaba precisamente el mismo consejo que ellos le dieron.
Las cosas ocurrieron del modo siguiente: Hacía ya una serie de años que los Cole se habían instalado en Highbury, y eran perso­nas excelentes... cordiales, generosos y sencillos; pero, por otra parte eran de origen muy modesto, de familia de comerciantes y no demasiado refinados en su educación. Cuando llegaron por vez prie mera a la comarca, vivían ajustándose a sus posibilidades econó­micas, llevando una vida apacible, teniendo poco trato social, y dentro de ese poco trato, sin grandes dispendios; pero en los últi­mos dos años sus medios de fortuna habían aumentado considera­blemente... su negocio de Londres les había dado mayores benefi­cios y en general podía decirse que la fortuna les había sonreído. Y al verse con más dinero, sus ambiciones aumentaron; sintieron la necesidad de poseer una casa más grande y creyeron oportuno tener más trato social. Agrandaron la casa, aumentaron el número de cria­dos y en todos los aspectos sus gastos se multiplicaron; y en aquella época en fortuna y en tren de vida sólo eran superados por la fa­milia de Hartfield; su afán de alternar y su comedor nuevo hicieron suponer a todo el mundo que no tardarían en tener invitados; y efectivamente había habido ya algunas invitaciones, sobre todo a hombres solteros. Pero Emma no les creía tan audaces como para atreverse a invitar a las familias más antiguas y de más posición, como las de Donwell, Hartfield o Randalls. Por nada del mundo se hubiese decidido a aceptar una invitación suya, aunque los demás lo hicieran; y sólo lamentaba que al ser conocidas de todos las costumbres de su padre, ello restara significado a su negativa. Los Cole eran muy respetables a su manera, pero debía enseñárseles que no eran ellos quienes debían establecer las condiciones en las que las familias de más posición les visitaran. Y Emma temía mucho que esta lección sólo podrían recibirla de ella misma; no podía esperar mucho del señor Knightley, y nada del señor Weston.
Pero se había preparado para enfrentarse con esta presunción tan­tas semanas antes de que el caso se planteara, que cuando por fin llegó la ofensa la afectó de un modo muy diferente. En Donwell y en Randalls habían recibido una invitación, pero no había lle­gado ninguna para su padre y para ella; y la explicación que dio la señora Weston («Supongo que con vosotros no se tomarán esa libertad, ya saben que nunca coméis fuera de casa»), no le bastó en absoluto. Se daba cuenta de que hubiese preferido poder darles una negativa; y luego, como todas las personas que iban a reu­nirse en casa de los Cole eran precisamente sus amigos más ínti­mos, empezó a darle vueltas y más vueltas a la cuestión, y terminó sin estar ya muy segura de que no se hubiera visto tentada a aceptar. Entre los invitados figuraría Harriet, y también las Bates. Estuvieron hablando de ello mientras paseaban por Highbury el día anterior, y Frank Churchill había lamentado vivamente su ausencia. ¿No era posible que la velada terminase con un baile?, había pre­guntado el joven. La mera posibilidad de que fuese así sólo con­tribuyó a irritar más a Emma; y el hecho de que la dejaran en su orgullosa soledad, aun suponiendo que la omisión debiera interpre­tarse como un cumplido, era un mezquino consuelo para ella.
Y fue precisamente la llegada de esta invitación, mientras los Wes­ton estaban en Hartfield, lo que hizo que su presencia fuera tan útil; porque aunque su primer comentario al leerla fue «desde luego hay que rechazarla», se dio tanta prisa en preguntarles qué le acon­sejaban ellos, que su consejo de que aceptara la invitación fue más decisivo.
Emma reconoció que, teniendo en cuenta todas las circunstancias, no dejaba de sentir cierta inclinación por aceptar. Los Coles se habían expresado con tanta delicadeza, habían puesto tanta defe­rencia en el modo de formular la invitación, revelaba tanta con­sideración para con su padre... «Hubiéramos solicitado antes el ho­nor de su grata compañía, pero esperábamos que nos enviaran un biombo que habíamos encargado en Londres y que confiamos pro­tegerá al señor Woodhouse de las corrientes de aire, suponiendo que ello contribuirá a hacerle otorgar el consentimiento y a propor­cionarnos así el placer de su asistencia...» En vista de todo lo cual Emma se mostró muy dispuesta a dejarse convencer; y después de acordar rápidamente entre ellos cómo podría llevarse a cabo el pro­yecto sin contrariar a su padre -sin duda podía contarse con la señora Goddard, si no con la señora Bates, para que le hicieran compañía-, se planteó al señor Woodhouse la cuestión de que, con la aquiescencia de su hija, pensaban aceptar una invitación para cenar fuera de casa un día que ya estaba próximo, lo cual signifi­caría verse privado de su hija durante una serie de horas. Emma prefería que su padre no considerase posible la idea de que él también podría asistir; la reunión terminaría demasiado tarde y habría demasiada gente. El buen señor se resignó inmediatamente.
-No soy nada aficionado a esas invitaciones a cenar -dijo­Nunca lo he sido. Y Emma tampoco. El trasnochar no se ha hecho para nosotros. Siento que el señor y la señora Cole hayan tenido esta idea. A mí me parece que hubiese sido mucho mejor que hu­bieran venido cualquier tarde del próximo verano después de co­mer, y hubieran tomado el té con nosotros... y luego hubiéramos podido dar un paseo juntos; eso no les hubiera costado ningún esfuerzo porque nuestro horario es muy regular, y todos hubiéramos podido estar de regreso en casa sin tener que exponernos al relente de la noche. La humedad de una noche de verano es algo a lo que yo no quisiera exponer a nadie. Pero ya que tienen tantos de­seos de que Emma cene con ellos, y como ustedes dos estarán allí también, y el señor Knightley igual, ya cuidaréis de ella... yo no puedo prohibirle que vaya con tal de que el tiempo sea como debe ser, ni húmedo, ni frío, ni ventoso.
Luego, volviéndose hacia la señora Weston con una mirada de suave reproche, añadió:
-¡Ah, señorita Taylor! Si no se hubiera casado se hubiese podido quedar en casa conmigo.
-Bueno -exclamó el señor Weston-, ya que fui yo quien me llevé de aquí a la señorita Taylor, a mí me corresponde encontrarle un substituto, si es que puedo; si a usted le parece bien, puedo pasar ahora en un momento a ver a la señora Goddard.
Pero la idea de hacer algo «en un momento» no sólo no calma­ba sino que aumentaba la inquietud del señor Woodhouse. Ellas en cambio sabían cuál era la mejor solución. El señor Weston no se movería de allí, y todo se haría de un modo más pausado.
Cuando desaparecieron las prisas, el señor Woodhouse no tardó en recuperarse lo suficiente como para poder volver a hablar con toda normalidad.
-Me gustaría charlar con la señora Goddard; siento un gran afec­to por la señora Goddard; Emma podría ponerle unas letras e in­vitarla. James podría llevar la nota. Pero antes que nada hay que dar una respuesta por escrito a la señora Cole. Tú, querida, ya me disculparás todo lo cortésmente que sea posible. Dile que soy un verdadero inválido, que no voy a ninguna parte y que por lo tanto me veo forzado a declinar su amable invitación; empieza pre­sentándole mis respetos, desde luego. Pero ya sé que tú lo harás todo muy bien; no necesito decirte lo que tienes que hacer. Te­nemos que acordarnos de decir a James que necesitaremos el coche para el martes. Yendo con él no tengo ningún miedo de que te pase nada. Creo que desde que se construyó el nuevo camino no hemos ido por allí más que una vez; pero a pesar de todo estoy segurísimo de que conduciendo James no te va a ocurrir nada; y cuando lleguéis allí tienes que decirle a qué hora quieres que vuel­va a recogerte; y sería mejor que no fuera muy tarde. Ya sabes que a ti no te gusta trasnochar. Cuando terminéis de tomar el té ya estarás cansadísima.
-Pero, papá, no querrás que me vaya antes de estar cansada, ¿no?
-¡Oh, claro está que no, pequeña mía! Pero te sentirás cansada en seguida. Habrá mucha gente que se pondrá a hablar a la vez. A ti no te gusta el ruido.
-Pero, querido amigo -exclamó el señor Weston-, si Emma se va temprano se deshará toda la reunión.
-Pues no veo que nadie salga perjudicado porque se deshaga pronto -dijo el señor Woodhouse-. Una velada de ésas cuanto antes se acabe mejor.
-Pero piense usted en el mal efecto que eso produciría en los Cole; el que Emma se fuese inmediatamente después del té podría parecer como una ofensa. Son gente de buen natural, y no creo que sean demasiado susceptibles; pero a pesar de todo tienen que pen­sar que el que alguien se vaya con tanta prisa no es hacerles un gran cumplido; y si fuese la señorita Woodhouse la que lo hiciera, se notaría más que cualquier otra persona de la reunión. Y estoy seguro de que usted no desea hacer un desaire y mortificar a los Cole; siempre han sido buena gente, muy cordiales, y en estos últimos diez años han sido vecinos suyos.
-No, no, señor Weston, por nada del mundo consentiría una cosa así, le estoy muy agradecido por habérmelo hecho ver. Me sabría muy mal darles un disgusto. Ya sé que son gente muy digna. Perry me ha dicho que el señor Cole nunca prueba ninguna clase de cerveza. Nadie lo diría al verle, pero padece de la bilis... El señor Cole es muy bilioso. No, desde luego no puedo consentir que por mi culpa tenga un disgusto. Querida Emma, tenemos que tener en cuenta esto. Estoy decidido: antes que correr el riesgo de ofender al señor y a la señora Cole es mejor que te quedes hasta un poco más tarde de lo que tú hubieras preferido. Procura que no se te note el cansancio. Ya sabes que estarás entre amigos, no tienes que preocuparte por nada.
-Desde luego que no, papá. Por mí no tengo ningún miedo; y yo no tendría ningún inconveniente en quedarme hasta que se fuera la señora Weston, si no fuera por ti. Lo único que me preocupa es el que me esperes durante demasiado tiempo. Ya sé que estarás muy a gusto con la señora Goddard. A ella le gusta jugar a los cientos, ya lo sabes; pero cuando ella vuelva a su casa, tengo miedo de que te quedes levantado esperándome, en vez de acostarte a la hora de siempre... y sólo de pensar en esto yo ya no puedo estar tranquila. Tienes que prometerme que no me esperarás.
Y así lo hizo, aunque poniendo como condición que ella le hi­ciera a su vez una serie de promesas tales como: que si al regresar tenía frío no se olvidara de calentarse convenientemente; que si te­nía hambre, no dejaría de comer algo; que su doncella se quedase esperándola; y que Serle y el mayordomo se ocuparan de compro­bar que en la casa todo estaba en orden, como de costumbre.


Continuará...

1 comentario:

princesa jazmin dijo...

Es increíble como todo el talento y la ironía de Jane se pueden plasmar en tres líneas: "La naturaleza humana está tan predispuesta en favor de los que se encuentran en una situación excepcional, que la joven que se casa o se muere puede tener la seguridad de que la gente habla bien de ella"
Magistral.
Emma va dándose cuenta de lo equivocada que estaba, y habla bien de ello el hecho de que no le quita importancia sino que se lo repite a sí misma como una lección.
Así que por fin llegó al pueblo el señor Frank Churchill, y es tan apuesto como Emma hubiera esperado, la primera impresión ha sido muy favorable, veremos cómo se desarrolla esta relación...
Me causa gracia Mr.Woodhouse, siempre ajeno a las tramas mentales de su hija y sin preocuparse en lo más mínimo de que ella alguna vez quisiera casarse y dejarlo.
En el último capítulo hay mucho de su típico estilo, es un viejito divino,tan preocupado por todos los detallitos, me encanta.
Sigo con el próximo.
Besos.
Jazmín.