viernes, 31 de agosto de 2012

EMMA Capítulo XXXVI al XL


CAPÍTULO XXXVI

 

-CONFÍO en que pronto tendré el placer de presentarle a mi hijo -dijo el señor Weston.

La señora Elton, muy predispuesta a suponer que con este deseo se le tenía una atención muy particular, sonrió amabilísimamente.

-Supongo que habrá usted oído hablar de un tal Frank Chur­chill -siguió él-, y que sabrá usted que es mi hijo, a pesar de que no lleve mi apellido.

-¡Oh, sí, desde luego! Y tendré mucho gusto en conocerle. Es­toy segura de que el señor Elton se apresurará a visitarle; y tanto él como yo tendremos un gran placer de verle por la Vicaría.

-Es usted muy amable... Estoy seguro de que Frank se ale­grará mucho de conocerla. La semana que viene, y tal vez incluso antes, estará en Londres. Nos hemos enterado por una carta suya que hemos recibido hoy. La he visto esta mañana, y al ver la letra de mi hijo me he decidido a abrirla... aunque no iba dirigida a mí, sino a la señora Weston. Verá usted, es mi esposa la que suele escribirse con él. Yo apenas recibo cartas suyas.

-Pero ¿de verdad que ha abierto usted la carta que iba dirigida a su esposa? ¡Oh, señor Weston! -riendo afectadamente-. Debo protestar... ¡Acaba usted de sentar un precedente peligrosísimo! No puede usted dar ejemplos como éste a sus vecinos... Le doy mi palabra que si eso es lo que me espera a mí, las mujeres casadas tendremos que empezar a defendernos... ¡Oh, señor Weston! ¡Nunca hubiera creído una cosa semejante de usted!

-Sí, sí, no se fíe usted de los hombres. Tenga mucho cuidado, señora Elton. En esta carta nos cuenta... es una carta muy corta... escrita a toda prisa, sólo para darnos la noticia... nos cuenta que en seguida van a ir todos a Londres por causa de la señora Chur­chill... No se ha encontrado bien durante todo el invierno, y cree que el clima de Enscombe es demasiado frío para ella... de modo que van a venir todos para el sur sin pérdida de tiempo.

-¡Vaya, vaya! De modo que viven en el Yorkshire, ¿no? Ens­combe está en el Yorkshire, ¿verdad?

-Sí, viven a unas 190 millas de Londres. Un viaje considerable.

-Sí, ya lo creo, muy considerable. Sesenta y cinco millas más de la distancia que hay entre Maple Grove y Londres. Pero, señor Wes­ton, ¿qué son estas distancias para las personas de gran fortuna? Se quedaría usted maravillado si supiera cómo a veces mi cuñado, el señor Suckling, viaja de una parte a otra. No sé si me creerá, pero... en la misma semana él y la señora Bragge fueron a Londres y volvieron dos veces, con cuatro caballos.

-Lo malo de este viaje desde Enscombe -dijo el señor Weston­ que la señora Churchill, según nos dicen, ha estado toda una semana sin poder levantarse del sofá. En la última carta que le es­cribió a Frank, según nos contó mi hijo, se quejaba de que estaba demasiado débil para ir hasta su «invernadero» sin que él y su tío la cojan de los brazos. Ya ve usted, esto indica que ha llegado a un grado extremo de debilidad... pero ahora resulta que está tan impaciente por estar en Londres que quiere hacer el viaje sin pasar más que dos noches en el camino... Es lo que dice literalmente Frank. La verdad, señora Elton, es que las señoras delicadas tienen natura­lezas realmente singulares. Tiene usted que admitirlo.

-Pues no, no le admito nada de eso ni mucho menos. Yo siem­pre saldré en defensa de mi sexo. Como ahora. Ya se lo advierto... En esta cuestión encontrará en mí un temible antagonista. Yo siem­pre estoy al lado de las mujeres... y le aseguro que si usted supiera la opinión de Selina con respecto a eso de dormir en las posadas no se extrañaría de que la señora Churchill hiciera los esfuerzos más increíbles para evitarlo. Selina dice que a ella la horroriza... y yo creo que me ha contagiado algo de sus escrúpulos. Mi hermana siempre viaja llevando sus propias sábanas. Una precaución excelente. ¿Sabe usted si la señora Churchill hace lo mismo?

-Tenga usted la seguridad de que la señora Churchill hace todo lo que cualquier otra gran dama ha podido hacer. La señora Chur­chill no va a ser menos que cualquier dama, tratándose...

La señora Elton le interrumpió vivamente diciendo:

-¡Oh, señor Weston! No interprete mal mis palabras. Le aseguro que Selina no es una gran dama. No imagine usted lo que no es verdad.

-¿No? Entonces no puede compararse con la señora Churchill, que es tan gran dama como la que puede serlo más.

La señora Elton empezó a pensar que no había obrado bien al negar tan tajantemente la alta condición social de su hermana; lo último que hubiera podido desear es que creyeran su afirmación de que su hermana no era una gran dama; no había sabido expresarse de un modo lo suficientemente ingenioso como para que la interpretara bien; y aún estaba pensando de qué modo podía volverse atrás sin quedar mal, cuando el señor Weston siguió diciendo:

-Yo no siento una gran simpatía por la señora Churchill, como us­ted ya puede suponer... pero que quede entre nosotros. Quiere mucho a Frank, y por lo tanto yo no debería hablar mal de ella. Además, ahora no tiene salud; aunque la verdad es que, según propia afir­mación, nunca la ha tenido. Eso yo no se lo diría a todo el mundo, señora Elton, pero no creo mucho en la enfermedad de la señora Churchill.

-Si está verdaderamente enferma, ¿por qué no va a Bath, señor Weston? A Bath o a Clifton.

-Se ha empeñado en que Enscombe tiene un clima demasiado frío para ella. Supongo que lo que ocurre es que se ha cansado de Enscombe. Es la primera vez que pasa allí una temporada tan larga, y empieza a necesitar un cambio. Es un lugar apartado. Muy bonito, pero muy apartado.

-¡Ah...! Entonces igual que Maple Grove... Nada más apartado del camino real que Maple Grove. ¡Está rodeado de tierras de cultivo tan inmensas! Allí una se encuentra aislada de todo... en un retiro completo. Y probablemente la señora Churchill no tiene la salud o el buen ánimo de Selina para saber apreciar esa clase de soledad. O tal vez no tenga dentro de sí recursos suficientes para vivir en el campo. Yo siempre digo que una mujer nunca tiene demasiados re­cursos... y estoy muy contenta de tener tantos que me permitan ser completamente independiente de la sociedad.

-En febrero Frank pasó dos semanas con nosotros.

-Sí, recuerdo haberlo oído decir. Cuando vuelva encontrará un aditamento más a la sociedad de Highbury; es decir, si es que puedo considerarme a mí misma como un aditamento. Pero quizá no tenga la menor noticia de que yo exista en el mundo.

Esta incitación a que se le hiciera un cumplido era demasiado di­recta para que pasara inadvertida, y el señor Weston, muy galante, exclamó inmediatamente:

-¡Mi querida señora! Nadie excepto usted podría considerar po­sible una cosa semejante. ¡No haber oído hablar de usted! Estoy seguro que en las últimas cartas de la señora Weston le hablaba de muy pocas cosas que no estuvieran relacionadas con la señora Elton.

Una vez cumplido su deber, el señor Weston podía volver a ocu­parse de su hijo.

-Cuando Frank se fue -siguió diciendo-, no teníamos ninguna seguridad de cuándo podríamos volver a verle, y por eso las noti­cias de hoy nos han causado aún más alegría. Ha sido algo total­mente inesperado. Es decir, yo siempre he tenido el presentimiento de que no tardaría en volver, estaba seguro de que iba a ocurrir algo, no sabía el qué, que haría posible su regreso... pero nadie me creía. Tanto él como la señora Weston estaban terriblemente desalen­tados. «¿Cómo va a arreglárselas para venir? ¿Cómo vamos a suponer que sus tíos consentirán en volver a separarse de él?» Y así por el estilo... Pero yo seguía pensando que iba a ocurrir algo que nos iba a ser favorable; y ya ve usted que ha sido así. A lo largo de mi vida, señora Elton, he podido comprobar que cuando las cosas nos son con­trarias un mes, al siguiente siempre se arreglan.

-Tiene usted mucha razón, señor Weston, muchísima razón. Eso es precisamente lo que yo solía decirle a cierto galán en la época en que me cortejaba, cuando, porque las cosas no iban totalmente a su gusto, sin la rapidez que, hubiera correspondido a sus sentimientos, se entregaba a la desesperación y exclamaba que estaba seguro de que a este paso llegaría el mes de mayo antes de que Himeneo nos recu­briese con sus azafranadas vestiduras... ¡Oh, cuánto me costó disipar esas sombrías ideas y hacerle concebir pensamientos más alegres! El coche... teníamos muchas dificultades con el coche; una mañana re­cuerdo que vino a verme completamente desesperado...

Tuvo que interrumpirse debido a un acceso de tos, y el señor Wes­ton aprovechó inmediatamente la oportunidad para continuar.

-Acaba usted de mencionar el mes de mayo. Mayo es precisamente el mes que la señora Churchill tiene que pasar, según le han acon­sejado, o se ha aconsejado a sí misma, en un lugar más cálido que Enscombe... en resumen, que tiene que pasar en Londres; y de este modo tenemos la grata perspectiva de que Frank nos haga frecuentes visitas durante toda la primavera... precisamente la estación del año que hubiéramos elegido de haberlo podido hacer; cuando los días son muy largos, la temperatura es suave y agradable, todo invita a estar al aire libre y no hace demasiado calor para hacer ejercicio. Cuando estuvo aquí la otra vez se hizo lo que se pudo; pero había humedad, llovió y el tiempo era desapacible; como suele serlo en febrero, ya sabe usted; y no pudimos hacer ni la mitad de las cosas que proyec­tábamos. Ahora será la época más adecuada. Vamos a pasarlo muy bien. Y yo no sé, señora Elton, si la inseguridad de sus visitas, esa especie de constante espera, no saber si llegará hoy o mañana ni a qué hora, no sé, le decía, si esto dará más alicientes a nuestra feli­cidad que si le tuviéramos siempre en casa. Creo que sí. Creo que en este estado de ánimo vamos a disfrutar más de su compañía. Confío en que encontrará usted agradable a mi hijo; pero no debe esperar ningún prodigio. Suele considerársele como un joven de grandes pren­das, pero no espere usted ningún prodigio. La señora Weston siente un gran afecto por él, lo cual, como puede usted suponer, me halaga mucho. Mi esposa cree que no hay nadie que pueda comparársele.

-Y yo le aseguro, señor Weston, de que no tengo casi ninguna duda de que mi opinión le será francamente favorable. ¡He oído hacer tantos elogios del señor Frank Churchill...! De todas maneras, me veo en el deber de advertirle que yo soy una de esas personas que siempre juzgan por sí mismas y que en modo alguno se dejan guiar por el criterio de los demás. Le advierto que la opinión que forme de su hijo responderá a mi criterio personal... No me gusta adular a nadie...

El señor Weston estaba meditabundo.

-Confío -dijo inmediatamente- en que no he sido demasiado severo al juzgar a la pobre señora Churchill. Si está enferma, senti­ría mucho ser injusto con ella; pero hay ciertos rasgos de su carácter que me hacen difícil hablar de ella con la comprensión que yo desea­ría. No debe usted de ignorar, señora Elton, las relaciones que he tenido con esta familia, ni la clase de trato que me han dispensado; y, entre nosotros, toda la culpa sólo puede atribuírsele a ella. Ella fue la instigadora. De no ser por ella, la madre de Frank nunca hu­biera sido menospreciada en la forma en que lo fue. El señor Chur­chíll tiene mucho orgullo; pero su orgullo no es nada comparado con el de su esposa; el de él es un orgullo pacífico, indolente, caballeroso, que no hace daño a nadie, y que sólo contribuye a hacerle un poco más desamparado y aburrido; ¡pero el orgullo de ella es arrogancia e insolencia! Y lo que lo hace aún más insoportable es que no tiene ningún fundamento de nobleza de familia o de sangre. Cuando se casó con él no era nadie, simplemente la hija de un caballero; pero una vez se hubo convertido en una Churchill, sobrepasó a todos los Churchill en altanería y en grandes pretensiones; pero en realidad puede usted estar segura de que no es más que una advenediza.

-¡Hay que ver! Eso tiene que ser verdaderamente indignante. Yo siento horror por los advenedizos. Maple Grove me ha hecho detestar esa clase de gente; porque en aquellos contornos vive una familia que tiene tantos humos que resultan fastidiosísimos para mi hermana y mi cuñado... La descripción que ha hecho usted de la señora Chur­chill me ha hecho pensar inmediatamente en ellos. Son una gente que se llaman Tupman, que hace muy poco que se han instalado allí y que se han encumbrado gracias a una serie de relaciones de lo más bajo, pero que tienen unos humos... y que aspiran a ponerse al mismo nivel de las familias que hace ya muchos años que están establecidas en aquel lugar. Como máximo hace un año y medio que viven en West Hall; y nadie sabe cómo han hecho su fortuna. Proceden de Birmin­gham, que, como usted ya sabe, señor Weston, no es precisamente una ciudad de la que pueda esperarse mucho. ¿Qué puede salir de un lugar como Birmingham? Yo siempre digo que este nombre suena de un modo desagradable; pero esto es lo único que se sabe con cer­teza de los Tupman, aunque, le aseguro a usted que de ellos se sos­pecha pero que muchas cosas... Y sin embargo, a juzgar por sus mo­dales, evidentemente se consideran al mismo nivel incluso que mi cu­ñado, el señor Suckling, que da la casualidad que es uno de sus ve­cinos más próximos. ¡Oh, es algo francamente horrible! El señor Suckling, que hace ya once años que vive en Maple Grove, propie­dad que ya había sido de su padre... por lo menos eso creo... estoy casi segura de que el padre del señor Suckling cuando murió ya había comprado la propiedad.

Su conversación fue interrumpida. Se estaba sirviendo el té y el se­ñor Weston, como ya había dicho todo lo que quería decir, no tardó en aprovechar la oportunidad de dejar a la señora Elton.

Después del té, el señor y la señora Weston y el señor Elton se pusieron a jugar a las cartas con el señor Woodhouse. Las cinco personas restantes fueron abandonadas a sus propios recursos, y Emma dudó de que pudieran componérselas medianamente bien, ya que el señor Knightley parecía poco dispuesto a conversar; la señora Elton buscaba alguien que le prestase atención, y como nadie mos­traba deseos de hacerlo, se sentía tan desairada que prefería encerrar­se en su mutismo.

En cambio el señor John Knightley parecía más comunicativo que su hermano. Iba a marcharse al día siguiente por la mañana; y em­pezó diciendo:

-Bueno, Emma, creo que ya no tengo nada más que decirte sobre los niños; pero ya te he dado la carta de tu hermana y podemos estar seguros de que allí todo se explica con los menores detalles. Mis re­comendaciones son mucho más breves que las suyas, y probablemente no coincidirán con las de ella; todo lo que quisiera pedirte es que no los miméis mucho ni les deis demasiados potingues.

-Espero que podré complaceros a los dos -dijo Emma-; haré todo lo que pueda para que lo pasen bien, lo cual a Isabella ya le bastará; y para mí el que lo pasen bien excluye el malcriarlos y el darles demasiados potingues, como tú dices.

-Y si se ponen muy revoltosos, los envías otra vez a casa. -Eso es bastante probable, ¿no te parece?

-Creo que ya me doy cuenta de que son demasiado bulliciosos para tu padre... y de que incluso para ti pueden llegar a ser un estorbo, si vuestros compromisos sociales aumentan tanto como en estos últi­mos tiempos.

-¿Nuestros compromisos sociales?

-Ya lo creo; supongo que te has dado cuenta que en estos últi­mos seis meses habéis cambiado considerablemente vuestro género de vida.

-¿Cambiado? No, la verdad es que no me he dado cuenta.

-Pues no hay la menor duda de que ahora alternáis más de lo que antes solíais hacerlo. Lo de esta noche, por ejemplo. Vengo de Londres sólo para un día y me encuentro con que habéis organizado una cena con una serie de invitados. Hace unos meses, ¿cuándo ocu­rría una cosa así? Tenéis más vecinos y alternáis más con ellos. Des­de hace algún tiempo todas las cartas que recibe Isabella hablan de fiestas y reuniones como ésta; cenas en casa del señor Cole, bailes en la Hostería de la Corona... Lo que ha cambiado mucho es Ran­dalls, y es Randalls tan sólo la que os empuja a todo eso.

-Sí -dijo rápidamente su hermano-, todas esas cosas salen de allí.

-Perfectamente... y como supongo que no es probable que Ran­dalls vaya a tener menos influencia de la que ha tenido hasta ahora, se me ocurre pensar, Emma, que es posible que Henry y John a veces puedan seros un estorbo. En ese caso sólo te ruego que los envíes a casa.

-No -exclamó el señor Knightley-, ésta no tiene por qué ser la consecuencia. Que vengan a Donwell. Yo estaré encantado con ellos.

-¡Por Dios! -exclamó Emma-. ¡Todo eso es ridículo! Me gus­taría saber a cuántos de estos numerosos compromisos sociales que dices que tengo no has asistido; y por qué supones que hay la posi­bilidad de que me falte tiempo para cuidarme de los niños. ¿Cuáles han sido todos esos fantásticos compromisos sociales míos? Cenar una vez con los Cole y hablar de organizar un baile que nunca se ha celebrado. Comprendo perfectamente -dijo dirigiéndose al señor John Knightley- que la buena suerte que has tenido al encontrar reunidos aquí a tantos de tus amigos te ha dado tanta alegría que has conce­dido demasiada importancia a la cosa. Pero usted -volviéndose hacia el señor Knightley-, que sabe en qué pocas ocasiones llego a ausen­tarme de Hartfield por dos horas, no puedo concebir que suponga que yo lleve una vida tan disipada. Y en cuanto a mis sobrinitos, debo decir que si tía Emma no tiene tiempo para dedicarles no creo que tío Knightley que, por cada hora que ella pasa fuera de casa él pasa cinco, y que cuando está en casa o se pone a leer o repasa sus cuentas, disponga tampoco de mucho tiempo para ellos.

El señor Knightley parecía estar haciendo esfuerzos para no son­reír; y no tuvo que hacer más esfuerzos cuando la señora Elton em­pezó a hablarle.

 

 

CAPÍTULO XXXVII

 

UNA pequeña y tranquila reflexión sobre la naturaleza de su inquie­tud al oír aquellas nuevas de Frank Churchill, bastó para tran­quilizar a Emma. No tardó en convencerse de que no era por sí mis­ma que se sentía temerosa y confusa; era por él. La verdad era que el afecto de ella se había convertido en algo tan tenue en lo que ya casi no valía la pena pensar; pero si el joven, que, indudablemente de los dos siempre había sido el más enamorado, iba a regresar con un sentimiento tan intenso como el que le embargaba cuando se fue, la situación sería muy penosa; si una separación de dos meses no había enfriado su corazón, ante Emma se presentaban una serie de peli­gros y de males; tanto por él como por ella sería preciso tener mu­chas precauciones. Emma no estaba dispuesta a que la paz de su espíritu volviera a verse comprometida, y por lo tanto era ella quien debía evitar cualquier cosa que pudiera alentar al joven.

Su deseo era no permitir que Frank Churchill llegara a una decla­ración de amor en toda regla. ¡Eso significaría una conclusión tan dolorosa para su amistad! Y sin embargo no dejaba de prever que iba a ocurrir algo decisivo. Tenía la impresión de que no terminaría la primavera sin traer un estallido, un acontecimiento, algo que alterase su actual estado de ánimo, equilibrado y tranquilo.

No pasó mucho tiempo, aunque sí más del que el señor Weston había supuesto, antes de que tuviera oportunidad de formarse una opinión acerca de los sentimientos de Frank Churchill. La familia de Enscombe no se trasladó a Londres tan pronto como se había imagi­nado, pero muy poco después de su instalación el joven estaba ya en Highbury. Hizo el camino a caballo en un par de horas; no podía pedírsele más; pero como desde Randalls se trasladó inmediatamente a Hartfield, Emma pudo ejercer en seguida sus dotes de observación, y determinar rápidamente cuál era la actitud que él adoptaba y cuál la que ella debía adoptar. En la entrevista reinó la máxima cordialidad. No cabía ninguna duda de que él se alegraba mucho de volver a ver­la. Pero desde el primer momento Emma tuvo la impresión de que ya no se interesaba por ella tanto como antes, de que la intensidad de su afecto había disminuido. Le estuvo estudiando detenidamente. Era obvio que ya no estaba tan enamorado como tiempo atrás. La ausencia, unida probablemente a la convicción de la indiferencia de ella, habían producido este efecto tan natural y tan deseable.

Frank estaba muy animado; tan locuaz y alegre como de costum­bre, y parecía encantado de hablar de su visita anterior y de evocar recuerdos de entonces; pero no dejaba de mostrarse inquieto. No fue su serenidad la que movió a Emma a creer que se había producido un cambio en él. Se le veía intranquilo; evidentemente algo le desazona­ba, no tenía sosiego. Aunque jovial como siempre, la suya parecía una jovialidad que no le dejara satisfecho. Pero lo que decidió la opinión de Emma sobre aquel asunto fue el hecho de que sólo permaneció en su casa un cuarto de hora, y que la disculpa que dio para irse tan precipitadamente fue la de que tenía que hacer otras visitas en High­bury.

-En la calle me he encontrado con varios conocidos... no me he parado a hablar con ellos porque no tenía tiempo... pero soy lo su­ficientemente vanidoso para creer que se sentirían desilusionados si no les visitara, y aunque me gustaría mucho poder prolongar mi visi­ta tengo que irme en seguida.

Emma no dudaba de que él estaba menos enamorado... pero ni la desazón de su espíritu ni su prisa por irse parecían anunciar una cu­ración perfecta; y más bien se sintió inclinada a pensar que todo aque­llo debía atribuirse al temor de que se avivasen sus antiguos sentimien­tos y a una prudente decisión de no querer frecuentar demasiado su trato.

En diez días ésta fue la única visita de Frank Churchill. Varias veces creyó posible volver a Highbury como tanto deseaba... pero siempre surgía algún obstáculo que se lo impedía. Su tía no consen­tía que la dejara. Por lo menos ésta era la explicación que daba a los de Randalls. Si era completamente sincero, si realmente hacía todo lo posible por visitar a su padre, debía pensarse que el traslado a Lon­dres de la señora Churchill no había significado ninguna mejora para su enfermedad, tanto si ésta era simplemente imaginaria como si era de nervios. Que estaba realmente enferma era seguro; él, en Ran­dalls, había afirmado que estaba convencido de ello. A pesar de que una buena parte de sus males no eran más que manías, comparando con épocas anteriores el joven no tenía la menor duda de que la salud de su tía era mucho más delicada ahora que medio año atrás. No es que creyera que sus dolencias fuesen incurables o que las medicinas ya no le sirviesen de nada, ni tampoco dudaba de que aún tenía mu­chos años de vida por delante; pero todas las sospechas de su padre no lograron hacerle decir que la señora Churchill se quejaba de males imaginarios y que estaba tan rebosante de salud como siempre lo ha­bía estado.

Pronto se demostró que Londres no era el lugar más adecuado para ella. No podía soportar tanto ruido. Tenía los nervios alterados y en continua tensión; y al cabo de diez días una carta de su sobrino que se recibió en Randalls comunicaba un cambio de plan. Se iban a tras­ladar inmediatamente a Richmond. Habían aconsejado a la señora Chur­chill que se pusiera en las manos de una eminencia médica que vivía allí, y además se le había antojado pasar una temporada en aquel lu­gar. Se alquiló una casa amueblada en un terreno muy bien situado, y se tenían muchas esperanzas de que el cambio de aires le sería be­neficioso.

Emma oyó contar que Frank había escrito a su familia muy conten­to de aquel nuevo traslado, satisfechísimo de disponer de dos meses completos durante los que viviría tan cerca de sus amigos más queri­dos... ya que la casa había sido alquilada para los meses de mayo y junio. Por lo visto en sus cartas expresaba la casi seguridad de que podría estar a menudo con ellos, casi tan a menudo como deseaba.

Emma se daba cuenta de a quién atribuía el señor Weston aque­llas jubilosas perspectivas. Consideraba que ella era el origen de toda la felicidad que iban a procurarle. Emma confiaba en que no era así. Aquellos dos meses iban a demostrarlo.

La alegría del señor Weston era indiscutible. Estaba radiante de contento. Las cosas no podían ocurrir más de acuerdo con sus deseos. Ahora iba a tener a Frank más cerca que nunca. ¿Qué eran nueve millas para un joven? Una hora de caballo. Estaría allí continuamen­te. En ese aspecto la diferencia entre Richmond y Londres era tan radical como la de verle siempre y no verle nunca. Dieciséis millas... mejor dicho, dieciocho (había más de dieciocho millas hasta Manches­ter Street) eran un obstáculo considerable. Cuando le fuera posible salir de la ciudad se pasaría todo el día en ir y volver. No era nin­guna ventaja tenerle en Londres; era como si estuviera en Enscom­be; pero Richmond estaba a la distancia ideal para que les visitara con frecuencia. ¡Era mejor que tenerlo aún más cerca!

Inmediatamente este traslado convirtió en realidad un ilusionado proyecto de meses atrás: el baile en la Corona. No es que se hubieran olvidado de ello, pero no tardaron en reconocer que era inútil toda tentativa de fijar una fecha. Pero ahora se decidió que se celebraría; se reanudaron los preparativos, y muy poco después de que los Chur­chill se hubieran instalado en Richmond una breve carta de Frank anunció que el cambio había sentado muy bien a su tía y que no tenía ninguna duda de que podría acudir a Highbury por veinticuatro horas en cualquier momento que fuera preciso, rogándoles tan sólo que fija­ran la fecha para lo antes posible.

El baile del señor Weston iba a ser una realidad. Muy pocos días se interponían ya entre los jóvenes de Highbury y la felicidad.

El señor Woodhouse se resignó. Pensó que aquella estación del año era la menos peligrosa para esas expansiones. En todos los aspectos mayo era mejor que febrero. Se solicitó de la señora Bates que fuera a pasar la velada en Hartfield, James fue debidamente prevenido y el dueño de la casa puso todas sus esperanzas en que mientras su que­rida Emma estuviese ausente ni su querido Henry ni su querido John le pidiesen nada.

 

 

CAPÍTULO XXXVIII

 

No volvió a ocurrir ningún contratiempo que impidiese que se ce­lebrara el baile. La fecha se fue acercando y por fin llegó. Y tras una mañana de una espera un tanto ansiosa, Frank Churchill, muy se­guro de sí mismo, llegó a Randalls antes de la hora de comer. Todo estaba, pues, a punto.

No había vuelto a verse con Emma. El salón de la Hostería de la Corona iba a ser el escenario de su segunda entrevista; pero iba a ser algo más íntimo que un encuentro en medio de todos los demás invitados. El señor Weston había insistido tanto en que Emma lle­gara a la hostería antes de la hora prevista, lo antes que le fuera po­sible después de los propios organizadores, a fin de que diese su opi­nión respecto al buen orden y al acomodo de los salones, antes de que llegara nadie más, que no pudo negarse, y por lo tanto era pre­visible que debía de pasar un rato de amigable y tranquilo coloquio en compañía del joven. Después de recoger a Harriet, ambas se diri­gieron a la Corona a una hora muy temprana, muy poco después que la propia familia de Randalls.

Frank Churchill parecía haber estado esperándolas; y aunque fue parco en palabras, sus ojos declaraban que se proponía pasar una ve­lada deliciosa. Todos juntos se pusieron a recorrer los salones para comprobar que todo estaba en orden; y al cabo de unos minutos se les unieron los invitados que acababan de llegar en otro coche; al oír el ruido Emma, sorprendidísima, estuvo a punto de exclamar: «¡Pero si aún es muy temprano!»; pero en seguida vio que los recién llegados eran viejos amigos a quienes como a ella se había rogado que acudieran lo antes posible para ayudar con sus consejos al señor Wes­ton; y a ese coche no tardó en seguir otro de unos primos, a quie­nes también se había suplicado encarecidamente que llegaran tempra­no por el mismo motivo, de modo que daba un poco la impresión de que la mitad de los invitados tenían que reunirse previamente con objeto de proceder a la última inspección preliminar.

Emma se dio cuenta de que su criterio no era el único criterio en el que confiaba el señor Weston, y pensó que ser amiga predilecta e íntima de un hombre que tenía tantos amigos íntimos de toda con­fianza no era lo que más podía halagar la vanidad. Le gustaba su ca­rácter abierto, pero un poco menos de cordialidad con todo el mundo hubiese contribuido a dar más relieve a su personalidad. Un hombre debía ser amable con todos, pero no amigo de todos... Y Emma pen­saba en alguien que era exactamente así...

Los reunidos lo recorrieron todo, inspeccionándolo y haciendo gran­des elogios; y luego, como no tenían nada más que hacer, formaron una especie de semicírculo frente a la chimenea, comentando cada cual a su modo, y hasta que surgieron otros temas de conversación, que a pesar de estar en mayo a la caída de la tarde un buen fuego aún resultaba muy agradable.

Emma advirtió que si el número de consejeros privados no era to­davía mayor, no había sido por culpa del señor Weston. Ya que al venir se habían detenido en casa de la señora Bates para ofrecerles su coche, pero tía y sobrina habían acordado con los Elton que pasarían a recogerlas.

Frank estaba a su lado, pero no continuamente; su desasosiego re­velaba una inquietud interior. Iba de un lado a otro, se dirigía a la puerta, prestaba oídos al ruido de otros coches... impaciente por em­pezar o temeroso de estar de continuo al lado de ella. Se hablaba de la señora Elton.

-Supongo que no tardará en llegar -dijo él-. Tengo mucha cu­riosidad por conocer a la señora Elton, he oído hablar tanto de ella... Supongo que ya no puede tardar...

Se oyó el ruido de un coche; el joven se dispuso inmediatamente a salir a recibirles, pero no tardó en regresar diciendo:

-Olvidaba que no nos han presentado. Yo en mi vida he visto ni al señor ni a la señora Elton. O sea que no puedo recibirles.

Aparecieron el señor y la señora Elton; y hubo todas las sonrisas y cortesías de rigor.

-Pero ¿y la señorita Bates y la señorita Fairfax? -dijo el señor Weston mirando en torno suyo-. Nosotros creíamos que iban a venir con ustedes.

El olvido era reparable y en seguida se mandó el coche a reco­gerlas. Emma tenía una gran curiosidad por saber cuál sería la prime­ra opinión de Frank sobre la señora Elton; cómo iba a reaccionar ante la afectada elegancia de su vestido y sus empalagosas sonrisas. El joven, una vez hechas las presentaciones, se dispuso inmediatamente a formarse una opinión de ella observándola con toda atención.

Al cabo de pocos minutos el coche ya estaba de vuelta; alguien co­mentó que llovía.

-Voy a ver si encuentro un paraguas -dijo Frank a su padre-; hay que pensar en la señorita Bates.

Apenas hubo salido cuando el señor Weston se disponía a seguirle; pero la señora Elton le detuvo para felicitarle por la buena impre­sión que le había causado su hijo; abordándole con tanta rapidez que incluso el propio joven, a pesar de no ser precisamente lento en sus movimientos, tuvo que oírlo a la fuerza.

-Un joven encantador, señor Weston, se lo aseguro. Ya le dije con toda sinceridad que me gustaba opinar por mí misma, y ahora me com­plazco en decirle que me ha producido una magnífica impresión... Puede usted creerme. Yo no hago cumplidos. Me parece un joven muy apuesto, y con una elegancia y una distinción que es la que más me agrada... un verdadero caballero, sin una pizca de afectación ni de vanidad. Debe usted saber que detesto a los jóvenes fatuos... no puedo soportarlos. En Maple Grove nunca los tolerábamos. Ni el se­ñor Suckling ni yo teníamos paciencia para sufrirlos; y a veces les de­cíamos cosas muy mordaces... Selina, que es demasiado blanda (un verdadero defecto en ella), los toleraba mucho mejor.

Mientras le hablaba de su hijo, la atención del señor Weston estuvo fija en sus palabras; pero cuando empezó a hablar de Maple Grove recordó que acababan de llegar unas damas a las que había que aten­der, y con la más amable de sus sonrisas se apresuró a salir también del salón.

Entonces la señora Elton se dirigió a la señora Weston.

-Seguro que es nuestro coche con la señorita Bates y Jane. Nues­tro cochero y nuestros caballos son tan rápidos... Me atrevería a decir que nuestro coche va más aprisa que ningún otro... ¡Qué alegría da enviar el coche de uno a que recoja a unos amigos! Creo que han sido ustedes tan amables que les han ofrecido su coche, pero ya sa­ben para otra ocasión que no es necesario que se molesten. Pueden tener la seguridad de que yo siempre me ocuparé de ellas...

La señorita Bates y la señorita Fairfax escoltadas por los dos caba­lleros penetraron en el salón; y la señora Elton pareció considerar que era su deber, tanto como el de la señora Weston, salir a recibirlas. Sus gestos y ademanes podían ser entendidos por cualquiera que la estuviese mirando como Emma, pero sus palabras, mejor dicho, las palabras de todos, no tardaron en quedar ahogadas por la incesante charla de la señorita Bates, que ya entró hablando y que no terminó de hablar hasta muchos minutos después de haberse incorporado al grupo que se formaba alrededor de la chimenea. Al abrirse la puerta, ya se le oía decir:

-¡Son ustedes tan amables! Pero si no llueve nada... Casi ni una gota. Por mí no me preocupo. Llevo unos zapatos bien gruesos. Y Jane dice que... ¡Vaya...! -apenas hubo franqueado la puerta-. ¡Vaya! ¡Eso sí que está bien! ¡Me dejan admirada! ¡Qué gran idea han te­nido...! ¡No falta nada! Nunca hubiera podido imaginarme algo así... ¡Y qué iluminación! Jane, Jane, mira... ¿Has visto alguna vez algo parecido? ¡Oh, señor Weston, forzosamente debe usted de tener la lámpara de Aladino! La buena de la señora Stokes no reconocería su salón. Ahora al entrar la he saludado, porque la he encontrado en la puerta. «¡Qué tal, señora Stokes!», le he dicho, pero no tenía tiem­po de decirle nada más. -En aquel momento se hallaba frente a la señora Weston-. Muy bien, gracias, ¿y usted? Espero que siga usted bien. No sabe cuánto me alegro. ¡Tenía tanto miedo de que tuviese jaqueca! La he visto pasar tan apresurada estos días por la calle, y sabiendo los quebraderos de cabeza que habrá tenido con todo esto... No sabe lo que me alegro... ¡Ah, querida señora Elton! ¡Le estamos tan agradecidas por el coche...! Sí, sí, ha llegado muy a punto. Jane y yo ya estábamos listas para salir. No hemos hecho esperar a los caballos ni un momento. ¡Y qué coche más cómodo...! ¡Ah! Por cier­to que ya sé que también tengo que darle las gracias a usted, señora Weston... La señora Elton había sido tan amable que envió una nota a Jane para prevenirnos, de lo contrario hubiéramos aceptado su ofrecimiento con mucho gusto... ¡Señor, dos ofrecimientos como éstos en un mismo día...! No hay vecinos mejores que los nuestros. Yo le decía a mi madre: «Mamá, puedes estar segura...» Muchas gracias, mi madre está perfectamente bien. Ha ido a casa del señor Wood­house. He hecho que se llevara el chal porque ahora las noches son frescas... El chal grande, el nuevo... Un regalo que le hizo la señora Dixon cuando se casó... ¡Oh, fue tan amable al acordarse de mi ma­dre! Lo compraron en Weymouth, ¿sabe usted? y lo eligió el señor Dixon. Jane dice que habían tres más y que estuvieron dudando durante mucho rato. El coronel Campbell prefería uno color aceituna. Jane, querida, ¿estás segura de que no tienes los pies mojados? Sólo han sido cuatro gotas, pero tengo tanto miedo con ella... Claro que el señor Frank Churchill ha sido tan... Incluso nos ha puesto una estera al bajar del coche... No puede imaginarse lo atento que ha sido con nosotras... ¡Ah, por cierto, señor Frank Churchill! Tengo que decirle que las gafas de mi madre no han vuelto a romperse; la montura no se ha vuelto a salir. Mi madre se acuerda muchas veces de lo bueno que es usted. ¿Verdad que sí, Jane? ¿Verdad que ha­blamos a menudo del señor Frank Churchill? ¡Ah, aquí está la se­ñorita Woodhouse! ¡Querida señorita Woodhouse! ¿Cómo está us­ted? Muy bien, gracias, perfectamente. ¡Ay, tengo la impresión de es­tar en el país de las hadas! ¡Qué transformación! No quiero adu­larla, ya sé... -contemplando a Emma con complacencia- ya sé que a usted no le gusta que la adulen, pero... le prometo, señorita Wood­house, que parece usted... Por cierto, ¿le gusta el peinado de Jane? Usted entiende tanto de esas cosas... Se ha peinado ella sola... ¡Oh, es asombroso ver cómo se peina! Estoy convencida de que ningún peluquero de Londres sería capaz de... ¡Ah, allí veo al doctor Hu­ghes... y a la señora Hughes...! Discúlpeme, pero tengo que hablar un momento con el doctor y la señora Hughes... ¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? Muy bien, gracias. Encantadora reunión, ¿verdad? ¿Dónde está nuestro querido señor Richard? ¡Ah, ya le veo! No, no, no le molesten; está muy ocupado conversando con unas jóvenes. ¿Cómo está usted, señor Richard? El otro día le vi cuando iba a caba­llo por el pueblo... ¡Caramba, pero...! ¡Si es la señora Otway! ¡Y el bueno del señor Otway y la señorita Otway y la señorita Caroline! ¡Cuántos buenos amigos reunidos! ¡Y el señor George y el señor Ar­thur! ¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? Perfectamente. Muy agra­decida. Nunca me he encontrado mejor. Me parece que oigo llegar otro coche. ¿De quién podrá ser? Ya, probablemente los Cole. ¡Qué bue­nas personas son! ¡Y qué agradable es sentirse rodeada de tan buenos amigos! ¡Y con un fuego que calienta tanto! Tengo la impresión de estar asada. No, café no, gracias... nunca tomo café. Un poco de té, por favor... pero no corre ninguna prisa, no se apresure... ¡Oh, ya está aquí! ¡Qué bien organizado está todo!

Frank Churchill volvió junto a Emma. Y cuando la señorita Bates se apaciguó un poco, la joven no tuvo otro remedio que oír la con­versación entre la señora Elton y la señorita Fairfax, que estaban de­trás y no muy lejos de ella. Mientras Frank estaba pensativo; su compañera no hubiera podido decir si estaba también prestando oídos a aquella conversación. Después de dedicar muchos cumplidos al pei­nado y al vestido de Jane, elogios que fueron acogidos con una dig­na serenidad, evidentemente la señora Elton quería ser elogiada a su vez... e insistía: «¿Qué te parece mi vestido? ¿Y estos adornos que me he puesto? ¿Me ha peinado bien Wright?», junto con otras mu­chas preguntas por el estilo, que eran contestadas con paciente corte­sía. Luego la señora Elton dijo:

-No hay mujer que se preocupe menos por su vestido que yo... eso en general, pero en una ocasión como ésta, cuando todo el mun­do está tan pendiente de mí y no se me pierde de vista, y además como una atención para los Weston... que estoy segura que han dado este baile sobre todo en mi honor... no quisiera parecer inferior a las demás. Y exceptuando las mías, veo muy pocas perlas en el salón... Me han dicho que Frank Churchill baila maravillosamente... Vere­mos si nuestros estilos armonizan bien... Desde luego Frank Churchill es un joven distinguidísimo... realmente encantador.

En este momento Frank empezó a hablar en voz tan alta que Emma no pudo por menos de pensar que había oído los elogios que se ha­cían de él y no quería oír más; y durante un rato las voces de las dos quedaron ahogadas por el bullicio, hasta que hubo otra pausa que permitió oír claramente a la señora Elton... El señor Elton acababa de incorporarse al grupo, y su esposa estaba exclamando:

-¡Ah! Por fin nos has encontrado, ¿eh? ¿Vienes a sacarnos de nuestro aislamiento? Ahora mismo le estaba diciendo a Jane que su­ponía que empezarías a estar impaciente por saber algo de nosotras.

-Jane! -repitió Frank Churchill, sorprendido y contrariado­. Ya es tener confianza... Pero veo que a la señorita Fairfax no le parece mal.

-¿Qué le parece la señora Elton? -preguntó Emma en un su­surro.

-Que no me gusta en absoluto.

-Es usted un ingrato.

-¿Ingrato? ¿Qué quiere usted decir?

Luego, desarrugando el entrecejo y sonriendo, añadió:

-No, no me lo diga... Prefiero no saber lo que quiere decir... ¿Dónde está mi padre? ¿Cuándo vamos a empezar a bailar?

Emma no acababa de entenderle; parecía que se había puesto de mal humor. Salió para ir en busca de su padre, pero no tardó en re­gresar en compañía del señor y la señora Weston. Los encontró preo­cupados por resolver una dificultad que querían plantear a Emma. A la señora Weston acababa de ocurrírsele que debía pedirse a la señora Elton que abriera el baile; porque ella así esperaba que lo harían; lo cual contrariaba todos sus deseos de que fuese Emma quien tuviese esta distinción... Emma recibió aquella noticia tan poco gra­ta con entereza.

-¿Y qué pareja sería la más adecuada para ella? -preguntó el señor Weston-. Supongo que pensará que es Frank quien debería sacarla a bailar.

Frank se volvió rápidamente hacia Emma para recordarle el com­promiso que había contraído con él; dijo que ya estaba comprome­tido, lo cual tuvo la más completa aprobación de su padre... Y en­tonces a la señora Weston se le ocurrió la idea de que podría ser su marido quien bailase con la señora Elton, y rogó a los jóvenes que le ayudasen a convencerle, para lo cual no necesitaron mucho tiempo... El señor Weston y la señora Elton abrirían el baile, y el señor Frank Churchill y la señorita Woodhouse les seguirían. Emma tuvo que someterse a aceptar un segundo lugar, respecto a la señora Elton, a pesar de que siempre había considerado aquel baile como organizado propiamente en honor suyo. Aquello era casi motivo sufi­ciente para hacerle pensar en casarse.

Indudablemente, en aquella ocasión la señora Elton la aventajaba en vanidad totalmente satisfecha; pues aunque había aspirado a abrir el baile junto con Frank Churchill, no perdía nada con el cambio. El señor Weston debía de juzgarse superior a su hijo. A pesar de este pequeño revés, Emma sonreía feliz contemplando con satisfacción el considerable número de parejas que se iban formando, y dándose cuenta de que le esperaban una serie de horas de una diversión muy poco frecuente... El que el señor Knightley no bailase era tal vez lo que más la preocupaba de todo. Estaba entre los espectadores, es de­cir, donde no debiera haberse quedado; hubiera debido estar bailan­do... no poniéndose al lado de los esposos, de los padres, de los ju­gadores de whist, que no mostraron ningún interés por el baile has­ta que hubieron terminado sus partidas... ¡él, que parecía tan joven! Tal vez no hubiera resaltado tanto en medio de cualquier otro gru­po. Su figura alta, enérgica, erguida, en medio de aquellos hombres mucho mayores que él, obesos y de espaldas encorvadas, debía for­zosamente atraer las miradas de todos, y Emma se daba cuenta de ello; y exceptuando a su propia pareja, ni uno solo de los que com­ponían aquella hilera de jóvenes podía compararse con él. Dio unos pasos hacia delante que bastaron para demostrar con qué elegancia, con qué gracia natural hubiese podido bailar sólo con que se tomara la molestia de proponérselo... Cada vez que sus miradas se cruzaban, ella le obligaba a sonreír; pero en general estaba muy serio. Emma hubiera deseado que fuera más amigo de las salas de baile, y tam­bién más amigo de Frank Churchill... Él a menudo parecía estarla ob­servando. No creyó posible que el señor Knightley prestara atención a su manera de bailar, pero si lo que buscaba eran motivos para censu­rar su proceder, no tenía el menor miedo. Entre ella y su pareja no había ni la menor sombra de coqueteo. Daban más la impresión de unos amigos alegres y despreocupados que de enamorados. Era in­dudable que Frank Churchill pensaba menos en ella que unos meses atrás.

El baile se desarrolló agradablemente. Las preocupaciones, los in­cesantes desvelos de la señora Weston no fueron en vano. Todo el mundo parecía contento; y el elogio de que había sido un baile de­licioso, elogio que pocas veces se otorga hasta que el baile ha ter­minado, fue repetido una y otra vez desde los mismos inicios de la velada. Acontecimientos muy importantes, muy dignos de ser recor­dados, no ocurrieron más de los que suelen ocurrir en ese tipo de fiestas. Hubo uno, sin embargo, al que Emma concedió cierto inte­rés... Se había iniciado el penúltimo baile antes de la cena y Harriet no tenía pareja... era la única joven que se hallaba sentada; y como hasta entonces el número de bailarines había sido tan igualado, resul­taba sorprendente que ahora quedase alguien sin pareja; pero la sor­presa de Emma no tardó en disminuir al ver al señor Elton vagando por allí. No iba a pedir a Harriet que bailara con él, si es que le era posible evitarlo; Emma estaba segura de que no la sacaría a bailar... y esperaba de un momento a otro ver cómo huía hacia la sala de juego.

Sin embargo, no era huir lo que se proponía hacer. Se dirigió ha­cia un ángulo del salón en donde se encontraban reunidos los miro­nes, habló con algunos de ellos y se paseó por allí como para mos­trar su libertad y su decisión de mantenerla. No omitió pararse a ve­ces enfrente de la señorita Smith ni hablar con personas que estaban al lado de ella... Emma no le perdía de vista... Aún no estaba bai­lando, sino que recorría el trecho que había de un extremo a otro de la hilera, y por lo tanto podía mirar a su alrededor, y con sólo volver ligeramente la cabeza lo vio todo. Pero cuando estuvo hacia la mitad de la hilera, todo el grupo quedó exactamente a sus es­paldas y ya no pudo seguir observándoles; pero el señor Elton esta­ba tan cerca que pudo oír hasta la última sílaba de un diálogo que precisamente en aquellos momentos se desarrollaba entre él y la se­ñora Weston; y advirtió que la esposa del vicario, que precedía a

Emma en la fila, no sólo escuchaba también, sino que incluso alenta­ba a su marido con significativas miradas... La bondadosa y afable señora Weston se había levantado para acercársele y decirle:

-¿No baila usted, señor Elton?

A lo cual él replicó rápidamente:

-Desde luego, señora Weston, si accede usted a bailar conmigo. -¿Yo? ¡Oh, no...! Le buscaré una pareja mejor que yo, que no bailo.

-Si la señora Gilbert desea bailar -dijo él-, será un gran placer para mí... pues, aunque ya empiezo a sentirme más bien como un señor casado un poco viejo, y que ya me ha pasado la edad de bai­lar, para mí sería un gran placer formar pareja con una antigua amis­tad como la señora Gilbert.

-No creo que la señora Gilbert piense en bailar, pero allí hay una señorita sentada que me gustaría mucho ver bailando... la señorita Smith...

-La señorita Smith... ¡Oh...! No me había fijado... Es usted muy amable, y si no fuera ya un hombre casado un poco viejo... Pero ya me ha pasado la edad de bailar, señora Weston. Usted sabrá discul­parme. En cualquier otra cosa que me pida será un honor para mí complacerla... estoy a sus órdenes... pero ya me ha pasado la edad de bailar.

La señora Weston no insistió; y Emma podía imaginarse cuál se­ría su sorpresa y su mortificación mientras regresaba a su sitio. ¡Éste era el señor Elton! ¡El afectuoso, el amable, el atento señor Elton! Por un momento miró a su alrededor; el vicario había ido en busca del señor Knightley, a poca distancia de ella, y estaba intentado tra­bar conversación con él mientras cambiaba sonrisas de triunfo con su esposa.

No quiso seguir mirando; estaba indignada y temía que el color de su cara delatase sus sentimientos.

Poco después lo que vio le hizo brincar el corazón de alegría; ¡el señor Knightley sacaba a bailar a Harriet! Nunca había tenido una sorpresa tan grande y pocas veces tan jubilosa como en aquel mo­mento. Estaba llena de contento y de gratitud, tanto por Harriet como por ella misma, y deseaba ardientemente darle las gracias a él; y aun­que estaban demasiado lejos para poderse hablar, cuando sus miradas volvieron a cruzarse, los ojos de Emma eran ya suficientemente elo­cuentes.

Tal como ella había imaginado, el señor Knightley bailaba magní­ficamente bien; y Harriet hubiera podido parecer casi demasiado fe­liz de no haber sido por la penosa escena que se había desarrollado poco antes, y por la expresión de placer absoluto y de perfecta com­prensión de la distinción que se le había hecho, que se leía en' su alegre rostro. Aquello no había sido en vano, Harriet estaba más con­tenta que nunca y se deslizaba por entre las parejas en medio de una continua sucesión de sonrisas.


El señor Elton se había retirado a la sala de juego, con la sensa­ción (según confiaba Emma) de haber hecho el ridículo; Emma no le consideraba tan insensible como su esposa, a pesar de que se estaba volviendo como ella; ella expresó su opinión, comentando en voz alta con su pareja:

-¡Knightley se ha compadecido de la pobre señorita Smith! ¡Tiene tan buen corazón!

Se anunció la cena y todos se dispusieron a dirigirse hacia el co­medor; y desde aquel momento, y hasta que se sentó a la mesa y cogió su cuchara, sin ninguna interrupción sólo se oyó hablar a la señorita Bates.

-¡Jane, Jane, querida Jane! ¿Dónde estás? Aquí tienes una pa­latina. La señora Weston dice que por favor te pongas su palatina. Dice que tiene miedo que haya corriente de aire en el pasillo, aun­que se haya hecho todo lo posible para procurar... Han clavado una puerta... Y han puesto muchos burletes... Querida Jane, ¡tienes que ponértela! Señor Churchill... ¡Oh, qué amable es usted! Mu­chas gracias por ayudarle... ¡Muy agradecida! ¡Qué baile más deli­cioso!, ¿verdad? Sí, querida, como ya te había dicho, he salido un momento para ir a casa y ayudar a la abuelita a acostarse... y he vuelto en seguida, y nadie me ha echado de menos... Me he ido sin decir una palabra a nadie, como ya te dije que lo haría. La abuelita se encuentra muy bien, ha pasado una velada encantadora con el señor Woodhouse; han estado charlando mucho y han ju­gado al chaquete... Antes de que se fuera sirvieron el té allí mismo, con galletas, manzanas asadas y vino; en algunas partidas ha tenido una suerte loca; y me ha hecho muchas preguntas sobre ti, si te divertías y con quién bailabas. «¡Oh!», le he dicho yo, «no puedo adivinar lo que va a hacer Jane; cuando yo me he ido estaba bai­lando con el señor George Otway; mañana ella misma te lo contará todo; su primera pareja ha sido el señor Elton, pero no sé quién será la próxima, tal vez el señor William Cox». ¡Por Dios, oh, qué amable es usted! ¿De veras no prefiere dar el brazo a ninguna otra señora? No soy una inválida... ¡Oh, es usted tan amable! ¡Vaya, Jane en un brazo y yo en el otro! ¡Alto, alto, no vayamos tan aprisa que viene la señora Elton! ¡Querida señora Elton, qué elegante está usted! ¡Qué encajes más bonitos! Ahora entraremos todos de­trás de usted, que es la reina de la fiesta... Bueno, ya estamos en el corredor. Dos escalones, Jane, cuidado con los dos escalones. ¡Oh, no, sólo hay uno! Bueno, pues yo estaba convencida de que había dos. ¡Qué raro! Yo estaba segura de que había dos y sólo hay uno... ¡Oh! Nunca se había visto nada igual en comodidad y en distinción... ¡Velas por todas partes! Te estaba hablando de la abuelita, Jane... Sólo ha tenido una pequeña decepción... Las manzanas asadas y las galletas eran excelentes, ¿sabes?; pero para empezar sirvieron un delicioso fricasé de mollejas de ternera con espárragos, y el bueno del señor Woodhouse opinó que los espárragos no estaban bien her­vidos e hizo que se los volvieran a llevar. Pero, claro, a la abuelita no hay nada que le guste tanto como las mollejas de ternera con es­párragos... o sea que se quedó un poco decepcionada... pero lo que acordamos fue que no se lo diríamos a nadie para que no llegue a oídos de la querida señorita Woodhouse, que se llevaría un disgusto si lo supiera... ¡Vaya! ¡Eso sí que es...! ¡Estoy deslumbrada! ¡Nun­ca hubiera podido imaginarme...! ¡Qué elegancia y qué lujo...! No había visto nada parecido desde... Bueno, ¿y dónde nos sentamos? ¿Dónde nos sentamos? En cualquier sitio, con tal de que Jane no tenga corriente de aire. A mí me da igual sentarme en un sitio o en otro. ¡Ah! ¿Me aconseja usted este sitio? Bueno, entonces señor Churchill... sólo que me parece demasiado bueno... pero, en fin, como usted quiera... Lo que usted mande en esta casa no puede estar mal hecho. Jane, querida, ¿cómo vamos a acordarnos después ni de la mitad de los platos para contárselo a la abuelita? ¡Incluso sopa! ¡Santo Cielo! No tendrían que haberme servido tan pronto... pero huele tan maravillosamente que no puedo resistir la tentación de probarla.

Emma no tuvo oportunidad de hablar con el señor Knightley hasta que terminó la cena; pero cuando volvieron a reunirse de nuevo en la sala de baile, sus ojos le invitaron de un modo irresistible a acercársele y a recibir su gratitud. Él censuró duramente la conducta del señor Elton; había sido una grosería imperdonable; y las miradas de la señora Elton su parte correspondiente de reprobación.

-Se proponían algo más que humillar a Harriet -dijo él-. Em­ma, ¿por qué se han convertido en enemigos de usted?

Él la miraba sonriendo, como queriendo penetrar en sus pensa­mientos; y al no recibir respuesta añadió:

-Sospecho que ella no tiene motivos para estar enfadada con us­ted, aunque él sí los tenga... Ya sé que no va a aclararme nada de esta suposición mía... Pero, Emma, confiese que usted quería casarlo con Harriet.

-Sí, lo confieso -replicó Emma- y no pueden perdonármelo.

El señor Knightley sacudió la cabeza; pero sonreía indulgente­mente y se limitó a decir:

-No voy a reñirla. La dejo con sus reflexiones.

-¿Puede usted tener una idea tan halagadora de mí? ¿Cree que mi vanidad puede permitir que me dé cuenta de que me equivoco? -Su vanidad no, pero sí su sinceridad. Si una cosa la empuja a equivocarse, la otra la obliga a reconocer su error.

-Reconozco haberme equivocado completamente con el señor El­ton. Hay una mezquindad en él que yo no supe descubrir y que us­ted sí advirtió; y yo estaba plenamente convencida de que estaba enamorado de Harriet... ¡Toda una serie de grandes errores!

-Correspondiendo a su sinceridad, tengo que decirle para ser justo con usted, que le había elegido una esposa mucho mejor de lo que él ha sabido elegirla... Harriet Smith tiene cualidades esplén­didas de las que la señora Elton carece en absoluto. Es una mucha­cha sin pretensiones, sencilla, sin ningún artificio... como para que cualquier hombre de buen criterio y de buen gusto la prefiera cien veces más a una mujer como la señora Elton. La conversación de Harriet me ha parecido más agradable de lo que yo esperaba.

Emma se sentía muy agradecida... Les interrumpió el revuelo que causaba el señor Weston al llamar a todos para reemprender el baile.

-¡Señorita Woodhouse, señorita Otway, señorita Faírfax, vengan! ¿Qué están haciendo? Vamos, Emma, dé usted el ejemplo a sus compañeras. ¡Oh, qué perezosos! ¡Todo el mundo está dormido!

-Yo estoy a punto -dijo Emma- cuando quieran pueden sa­carme a bailar.

-¿Con quién va a bailar? -preguntó el señor Knightley.

Ella vaciló un momento y luego replicó:

-Con usted, si me lo pide.

-¿Me concede este honor? -le preguntó, ofreciéndole su brazo.

-Desde luego. Usted ha demostrado que sabe bailar; y ya sabe que no somos hermanos, o sea que no formamos una pareja nada im­propia.

-¿Hermanos? No, desde luego que no.

 
 
 

 

CAPÍTULO XXXIX

 

ESTA pequeña explicación con el señor Knightley dejó muy satis­fecha a Emma. Era uno de los recuerdos más agradables del baile, que al día siguiente por la mañana, paseando por el césped, la joven evocaba complacidamente... Se alegraba mucho de que estuviesen tan de acuerdo respecto a los Elton, y de que sus opiniones sobre marido y mujer fuesen tan parecidas; por otra parte, su elogio de Harriet, las concesiones que había hecho en favor suyo eran par­ticularmente de agradecer. La impertinencia de los Elton, que por unos momentos había amenazado con estropearle el resto de la ve­lada, había dado ocasión a que tuviese la mayor alegría de la fiesta; y Emma preveía otra buena consecuencia... la curación del enamo­ramiento de Harriet... Por la manera en que ésta le habló de lo ocurrido antes de que salieran de la sala de baile, deducía que habían grandes esperanzas... Daba la impresión de que hubiese abierto sú­bitamente los ojos, de que fuese ya capaz de ver que el señor Elton no era el ser superior que ella había creído. La fiebre había pasado, y Emma no podía abrigar muchos temores de que el pulso volviera a acelerarse ante una actitud tan insultantemente descortés. Confiaba en que las malas intenciones de los Elton proporcionarían todas las situaciones de menosprecio voluntario que más tarde fuesen ne­cesarias... Harriet más razonable, Frank Churchill no tan enamorado, y el señor Knightley sin querer disputar con ella... ¡qué verano tan feliz le esperaba...!

Aquella mañana no vería a Frank Churchill. Él le había dicho que no podría detenerse en Hartfield porque tenía que estar de re­greso hacia el mediodía. Emma no lo lamentaba.

Después de haber reflexionado detenidamente sobre todo eso y de haber puesto en orden sus ideas, se disponía a volver a la casa con el ánimo avivado por las exigencias de los dos pequeños (y del abuelito de éstos), cuando vio que se abría la gran verja de hierro y que entraban en el jardín dos personas, las personas que menos hubiera podido esperar ver juntas... Frank Churchill llevando del brazo a Harriet... ¡a Harriet en persona! En seguida se dio cuenta de que había ocurrido algo anormal. Harriet estaba muy pálida y asustada, y su acompañante intentaba darle ánimos... La verja de hierro y la puerta de entrada de la casa no estaban separadas por más de veinte yardas; los tres no tardaron en hallarse reunidos en la sala, y Harriet inmediatamente se desvaneció en un sillón.

Cuando una joven se desvanece hay que hacer que vuelva en sí; luego tienen que contestarse una serie de preguntas y explicarse una serie de cosas que se ignoran. Estas situaciones son muy emocionan­tes, pero su incertidumbre no puede prolongarse por mucho tiempo. Pocos minutos bastaron a Emma para enterarse de todo lo sucedido.

La señorita Smith y la señorita Bickerton, otra de las pensionistas de la señora Goddard, que también había asistido al baile, habían salido a dar una vuelta y habían echado a andar por un camino... el camino de Richmond, que aunque en apariencia era lo suficiente­mente frecuentado para que se considerase seguro, les había dado un gran susto... A una media milla de Highbury, el camino formaba un brusco recodo sombreado por grandes olmos que crecían a am­bos lados, y durante un considerable trecho se convertía en un lugar muy solitario; y cuando las jóvenes ya habían avanzado bastante, de pronto advirtieron a poca distancia de ellas, en un ancho claro cu­bierto de hierba que había a uno de los lados del camino, una cara­vana de gitanos. Un niño que estaba apostado allí para vigilar, se dirigió hacia ellas para pedirles limosna; y la señorita Bickerton, mortalmente asustada, dio un gran chillido, y gritando a Harriet que la siguiera trepó rápidamente por un terraplén empinado, franqueó un pequeño seto que había en la parte superior y tomando un atajo volvió a Highbury todo lo aprisa que pudo. Pero la pobre Harriet no pudo seguirla. Después del baile se había resentido de fuertes calambres, y cuando intentó trepar por el terraplén volvió a sentirlos con tanta intensidad que se vio incapaz de dar un paso más... y en esta situación, presa de un extraordinario pánico, se vio obligada a quedarse donde estaba.

Cómo se hubieran comportado los vagabundos si las jóvenes hu­biesen sido más valerosas nunca podrá saberse; pero una invitación como aquella a que las atacaran no podía ser desatendida; y Harriet no tardó en verse asaltada por media docena de chiquillos capita­neados por una fornida mujer y por un muchacho ya mayor, en me­dio de un gran griterío y de miradas amenazadoras, aunque sin que sus palabras lo fueran... Cada vez más asustada inmediatamente les ofreció dinero, y sacando su bolso les dio un chelín, y les suplicó que no le pidieran más y que no la maltrataran... Para entonces se vio ya con fuerzas para andar, aunque muy lentamente, y empezó a retro­ceder... pero su terror y su bolso eran demasiado tentadores, y todo el grupo fue siguiéndola, o mejor dicho, rodeándola, pidiéndole más.

En esta situación la encontró Frank Churchill, ella temblando de miedo y suplicándoles, ellos gritando cada vez con más insolencia. Por una feliz casualidad, Frank había retrasado su partida de Highbury lo suficiente como para poder acudir en su ayuda en aquel momen­to crítico. Aquella mañana la bonanza del tiempo le había movido a salir de su casa andando y a hacer que sus caballos fueran a bus­carle por otro camino a una milla o dos de Highbury... y como la noche anterior había pedido prestadas unas tijeras a la señorita Bates y había olvidado devolvérselas, se vio forzado a pasar por su casa y entrar por unos minutos; de modo que emprendió la marcha más tarde de lo que había imaginado; y como iba a pie no fue visto por los gitanos hasta que estuvo ya muy cerca de ellos. El terror que la mujer y el muchacho habían estado inspirando a Harriet, entonces les sobrecogió a ellos mismos; la presencia del joven les hizo huir despavoridos; y Harriet apoyándose en seguida en su brazo y ape­nas sin poder hablar, tuvo fuerzas suficientes para llegar a Hartfield antes de caer desvanecida. Fue idea de él el llevarla a Hartfield; no se le había ocurrido ningún otro lugar.


Ésta era toda la historia... lo que él, y luego Harriet, apenas hubo recobrado el sentido, le contaron... El joven, una vez hubo visto que ya se encontraba mejor, declaró que no podía quedarse por más tiempo; todos aquellos retrasos no le permitían perder ni un minuto más; y después de que Emma le hubo prometido que la dejaría sana y salva en casa de la señora Goddard, y que avisaría al señor Knightley de la presencia de los gitanos por aquellos contornos, él se fue entre las mayores muestras de agradecimiento de Emma, tan­to por su amiga como por ella misma.

Una aventura como aquélla... un apuesto joven y una linda mu­chacha encontrándose en un lance como aquél, no podía por menos de sugerir ciertas ideas al corazón más insensible y a la mente menos fantasiosa. Por lo menos eso era lo que pensaba Emma. ¿Cómo era posible que un lingüista, un gramático, incluso un matemático, hu­biesen visto lo que ella, hubiesen presenciado la llegada de los dos juntos y oído el relato de su historia, sin pensar que las circunstan­cias habían hecho que los protagonistas del hecho tenían que sentirse particularmente interesados el uno por el otro? ¡Cuánto más ella con toda su imaginación! ¿Cómo no iba a estar como sobre ascuas, ha­ciendo proyectos y previendo acontecimientos? Sobre todo teniendo en cuenta que encontraba el terreno abonado por las suposiciones que había hecho de antemano.

Realmente había sido un suceso de lo más extraordinario... A nin­guna joven del lugar le había ocurrido nunca nada parecido, al me­nos que ella recordase; ningún encuentro como éste, ningún susto de este género; y ahora le ocurría a una persona determinada y a una hora determinada, precisamente cuando otra persona daba la casualidad de que pasaba por allí y que tenía ocasión de salvarla... ¡Ciertamente algo extraordinario! Y conociendo como ella conocía el favorable estado de ánimo de ambos en aquellos días, todavía la dejaba más asombrada. Él estaba deseando ahogar su afecto por Emma, ella apenas empezaba a recuperarse de su enamoramiento por el señor Elton. Parecía como si todo contribuyese a prometer las con­secuencias más interesantes. No era posible que aquel encuentro no hiciese que ambos se sintieran mutuamente atraídos...

En la breve conversación que había sostenido con él, mientras Ha­rriet aún estaba medio inconsciente, Frank Churchill le había hablado del terror de la muchacha, de su candidez, de la emoción con que se había cogido a su brazo y apoyado en él de un modo que le mos­traba a la vez halagado y complacido; y al final después de que Harriet hubiera hecho su relato, él expresó en los términos más exaltados su indignación ante la increíble imprudencia de la señorita Bickerton. Sin embargo, todo iba a discurrir por sus cauces naturales, sin que nadie interviniera ni ayudase. Ella no daría ni un paso, no haría ni una in­sinuación. No hacía daño a nadie teniendo proyectos, simples proyec­tos pasivos. Aquello no era más que un deseo. Por nada del mundo accedería a hacer nada más.

La primera intención de Emma fue procurar que su padre no se enterara de lo que había ocurrido... para evitarle la inquietud y el susto; pero no tardó en darse cuenta de que ocultarlo era algo impo­sible. Al cabo de media hora todo Highbury lo sabía. Era un acon­tecimiento de los que apasionan a los más aficionados a hablar, a los jóvenes y a los criados; y toda la juventud y toda la servidumbre del lugar no tardaron en poder disfrutar de noticias emocionantes. El baile de la noche anterior parecía haber quedado eclipsado ante lo de los gi­tanos. El pobre señor Woodhouse se quedó temblando, y tal como Emma había supuesto no se tranquilizó hasta haberles hecho prometer que nunca más se arriesgarían a pasar del plantío. Pero le consoló bas­tante el que fueran muchos los que vinieran a interesarse por el y por la señorita Woodhouse (porque sus vecinos sabían que le encantaba que se interesasen por él), y también por la señorita Smith, durante todo el resto del día; y se daba el placer de contestar que nadie de ellos estaba muy bien, lo cual, aunque no era exactamente cierto, ya que Emma se encontraba perfectamente y Harriet casi también, nunca era desmentido por su hija. En general la salud de Emma no armoni­zaba en absoluto con los temores de su padre, ya que raras veces sabía lo que era encontrarse mal; pero si él no le inventaba una enferme­dad, el señor Woodhouse no podía hablar de su hija.

Los gitanos no esperaron a que la justicia entrara en acción, y le­vantaron el campo en un abrir y cerrar de ojos. Las jóvenes de High­bury podían volver a pasear con toda seguridad antes de que empe­zaran a tener pánico, y toda la historia pronto degeneró en un suceso de poca importancia... excepto para Emma y para sus sobrinos; en la imaginación de ella seguía siendo un acontecimiento, y Henry y John preguntaban cada día por la historia de Harriet y de los gitanos, y co­rregían tenazmente a su tía, si ésta alteraba el menor de los detalles con respecto al relato que les había hecho en un principio.

 

 

CAPÍTULO XL

 

HABÍAN transcurrido muy pocos días después de esta aventura cuando Harriet se presentó una mañana en casa de Emma, lle­vando un paquetito en la mano, y después de sentarse y de vacilar empezó diciendo:

-Emma... si tienes tiempo... quisiera decirte una cosa... tengo que hacerte una especie de confesión... luego, ya habrá pasado, ¿sabes?

Emma quedó bastante sorprendida, pero le rogó que hablara. La actitud de Harriet era tan grave que la predispuso tanto como sus palabras a escuchar algo fuera de lo común.

-Es mi deber, y estoy segura de que también es mi deseo -con­tinuó-, no ocultarte nada de esta cuestión. Como, en cierto modo, y para suerte mía, mis sentimientos han cambiado, me parece bien que tú tengas la satisfacción de saberlo. No quiero decir más de lo que es necesario... Estoy demasiado avergonzada de haberme dejado llevar tanto por mi corazón, y estoy segura de que tú me com­prendes.

-Claro -dijo Emma-, claro que te comprendo.

-¡Cómo he podido imaginarme durante tanto tiempo...! -excla­mó Harriet con exaltación-. ¡Me parece una locura! Ahora no sé ver en él nada extraordinario... Me da igual verle o no verle... aunque entre las dos cosas prefiero no verle... bueno, la verdad es que daría cualquier rodeo, por largo que fuera, para no tropezar con él... Pero no tengo ninguna envidia de su mujer; ni la admiro ni la envidio, como antes hacía... Supongo que es encantadora y todo eso, pero me parece de muy mal carácter y muy desagradable. Nunca olvidaré su actitud de la otra noche... Sin embargo, te aseguro, Emma, que no le deseo ningún mal... No, que sean muy felices los dos juntos, yo no volveré a sentirme desgraciada por esto. Y para convencerte de que te estoy diciendo la verdad, ahora mismo voy a destruir... lo que ya hubiese debido destruir hace mucho tiempo... lo que nunca debiera haber guardado... lo sé muy bien... -ruborizándose mientras habla­ba-. Pero ahora lo destruiré todo... y quisiera hacerlo en presencia tuya, para que veas lo razonable que me he vuelto. ¿No advinas lo que contiene este paquete? -preguntó adoptando un aire muy serio.

-No, no tengo la menor idea. ¿Es que alguna vez te regaló alguna cosa?

-No... no puedo llamar a eso regalos; pero son cosas que para mí han tenido mucho valor.

Le tendió el paquete y Emma leyó escritas encima del papel las palabras Mis tesoros más preciados. Aquello le despertó una gran cu­riosidad. Harriet desenvolvió el paquete mientras su amiga lo miraba con impaciencia. Envuelta en abundante papel de plata había una linda cajita de Tunbridge que Harriet abrió; la cajita estaba forrada de un algodón muy suave; pero, excepto el algodón, Emma sólo veía un trocito de tafetán inglés.

-Ahora -dijo Harriet- supongo que te acordarás de esto.

-Pues no, la verdad es que no me acuerdo.

-¡Querida! Casi me parece imposible que hayas podido olvidar lo que ocurrió en esta misma habitación con el tafetán una de las úl­timas veces en que nos vimos aquí... Fue muy pocos días antes de que yo tuviera aquella inflamación de la garganta... muy poco antes de que llegaran el señor John Kníghtley y su esposa... creo que fue aquella misma tarde... ¿No te acuerdas de que se hizo un corte en el dedo con su nuevo cortaplumas y que tú le aconsejaste que se pusie­ra tafetán? Pero como tú no llevabas encima y sabías que yo sí llevaba, me pediste que se lo diera; y entonces yo saqué el mío y le corté un trocito; pero era demasiado grande y él lo recortó un poco y estuvo jugando con el que había sobrado antes de devolvérmelo. Y entonces yo, tonta de mí, no pude evitar considerarlo como un te­soro... y lo puse aquí, para que no lo usara nadie, y de vez en cuan­do lo miraba como si fuese un regalo suyo.

-¡Harriet de mi alma! -exclamó Emma cubriéndose la cara con una mano y levantándose-. ¡No sabes cómo me has hecho avergon­zar! ¿Si me acuerdo? Claro, claro que me acuerdo de todo; de todo menos de que tú guardaras esa reliquia... hasta ahora no había sabi­do nada de eso... ¡Pero de cuando se hizo el corte en el dedo, y yo le aconsejé tafetán inglés y le dije que no llevaba encima! ¡Ay, si me acuerdo! ¡Pecados míos! ¡Y tanto tafetán como llevaba yo en el bol­sillo! ¡Una de mis estúpidas mañas! Merezco tener que estar rubori­zándome durante todo el resto de mi vida... Bueno... -volviéndose a sentar-. Sigue... ¿Qué más?

-¿De veras que entonces llevabas en el bolsillo? Pues te aseguro que no sospeché nada, lo hiciste con mucha naturalidad.

-Y entonces tú guardaste este trozo de tafetán como recuerdo suyo -dijo Emma, recobrándose de su sensación de vergüenza, entre asombrada y divertida.

Y luego añadió para sus adentros:

«¡Santo Cielo! ¡Cuándo se me hubiera ocurrido a mí guardar en algodón un tafetán que Frank Churchill hubiera manejado! Nunca hubiera sido capaz de una cosa así.»

-Aquí -siguió Harriet, volviendo a su cajita-, aquí hay algo aún más valioso, quiero decir que ha sido aún más valioso, porque es algo que fue suyo, y el tafetán no lo fue.

Emma sentía una gran curiosidad por ver este tesoro aún más pre­ciado. Se trataba de la punta de un lápiz viejo... el extremo que ya no tiene mina.

-Esto fue suyo de veras -dijo Harriet-. ¿No recuerdas aquella mañana? No, supongo que no te acordarás. Pero una mañana... he olvidado exactamente qué día era... pero debió ser el martes o el miér­coles antes de aquella tarde, quería apuntar una cosa en su libro de notas; era algo referente a la cerveza de pruche. El señor Knightley le había estado contando cómo se podía hacer, y él quería anotárselo; pero cuando sacó el lápiz le quedaba tan poca mina, que al sacarle punta en seguida la acabó, y ya no le servía, y entonces tú le pres­taste otro, y éste lo dejó encima de la mesa como para que lo tiraran. Pero yo me fijé; y cuando me atreví a hacerlo, lo cogí y desde aquel momento nunca más me he separado de él.

-Sí, ya recuerdo -exclamó Emma-, lo recuerdo perfectamente... Hablaban de cerveza de pruche... ¡Oh, sí! El señor Knightley y yo decíamos que nos gustaba, y el señor Elton parecía empeñado en que le gustara también. Lo recuerdo perfectamente... Espera... El señor Knightley estaba sentado allí, ¿verdad? Me parece recordar que estaba sentado exactamente allí.

-¡Ah! Pues no lo sé. No puedo acordarme... Es raro, pero no pue­do acordarme... Lo que recuerdo es que el señor Elton estaba sen­tado aquí casi en el mismo sitio en que estoy yo ahora.

-Bueno, sigue.

-¡Oh! Eso es todo. No tengo nada más que enseñarte ni que de­cirte... excepto que ahora mismo voy a echar al fuego las dos cosas, y quiero que veas cómo lo hago.

-¡Mi pobre Harriet! ¿De verdad has sido feliz guardando esto como un tesoro?

-Sí... ¡Ah, qué tonta he sido! Pero ahora me da mucha vergüen­za, y quisiera olvidarlo tan fácilmente como voy a quemar esto. Hice muy mal, ¿sabes?, de guardar esos recuerdos después de que él ya se había casado. Yo ya sabía que hacía mal... pero no tenía valor para separarme de ellos.

-Pero, Harriet, ¿crees que es necesario quemar el tafetán inglés? Del trozo de lápiz no tengo nada que decir, pero el tafetán aún pue­de ser útil.

-Seré más feliz si lo quemo -replicó Harriet-. Me trae recuer­dos desagradables. Tengo que librarme de todo esto... Allá va... Gra­cias a Dios... Por fin terminamos con el señor Elton...

«¿Y cuándo -pensó Emma- empezaremos con el señor Churchill?»

No tardó mucho en tener motivos para pensar que la cosa ya había empezado, y confió en que los gitanos, aunque no le hubieran dicho la buenaventura, hubieran contribuido a dar ventura a Harriet... Al cabo de unas dos semanas después de aquel susto tuvieron una ex­plicación que dejó las cosas claras, explicación que tuvo lugar sin que ninguna de las dos se lo propusiera. En aquel momento Emma estaba lejos de pensar en aquello, lo cual le hizo considerar la in­formación que recibió como mucho más valiosa. Ella se limitó a de­cir en el curso de una charla sin ninguna importancia:

-Bueno, Harriet, cuando llegue el momento de casarte yo ya te daré consejos.

Y no volvió a pensar más en aquello hasta que después de un mi­nuto de silencio oyó decir a Harriet en un tono muy serio:

-Yo no me casaré.

Emma la miró, e inmediatamente se dio cuenta de qué se trataba; y después de dudar un momento acerca de si era mejor no hacer co­mentarios, dijo:

-¿Que no te casarás? ¡Vaya! Ésa es una decisión nueva.

-Sí, pero no volveré a cambiar de opinión.

Su amiga, después de una breve vacilación, dijo:

-Espero que esto no sea por... Supongo que no es un cumplido al señor Elton...

-¡El señor Elton! -exclamó Harriet indignada-. ¡Oh, no!

Y murmuró algo de lo que Emma sólo pudo entender las palabras «¡... tan superior al señor Elton! »

Entonces se tomó más tiempo para reflexionar. ¿No debía decir nada más? ¿Debía guardar silencio y aparentar que no sospechaba nada? Tal vez entonces Harriet creyera que sentía poco interés por ella o que estaba enfadada; o tal vez si guardaba un silencio absoluto sólo lograría que Harriet le pidiera que recibiese más confidencias de las que quería recibir; y Emma estaba dispuesta a evitar que de ahora en adelante hubiese una confianza tan extrema entre ellas, tanta fran­queza y un cambio tan frecuente de opiniones y esperanzas... Le pa­reció que sería mejor para ella decir y saber en seguida todo lo que quería decir y saber. Lo más sencillo era siempre lo mejor. Se fijó de antemano los límites que no debía sobrepasar, en ningún as­pecto. Y pensó que ambas quedarían más tranquilas, si Emma po­día exponer inmediatamente sus sensatos juicios. Estaba, pues, deci­dida, y empezó:

-Harriet, no voy a pretender que no sé lo que quieres decir. Tu decisión, o mejor dicho, la probabilidad que crees ver de que nunca te cases, se debe a que crees que la persona a quien tú podrías pre­ferir está tan por encima de ti que no va a pensar en la señorita Smith. ¿No es eso?

-¡Oh, Emma, créeme! No soy tan vanidosa que suponga... ¡No estoy tan loca, desde luego! Pero para mí es un placer admirarle a distancia... y pensar en lo infinitamente superior que es a todo el resto del mundo, con la gratitud, la admiración y la veneración que se le debe, sobre todo yo.

-No me sorprende en absoluto, Harriet; el favor que te hizo bas­taba para conmover tu corazón.

-¡Oh, calla! Fue algo que nunca podré pagarle... Cada vez que lo recuerdo, y todo lo que sentí en aquel momento... cuando vi que se me acercaba... con aquel aspecto tan noble... y yo tan insignificante, tan desamparada... ¡Cómo cambió todo! ¡En un momento cómo cam­bió todo! ¡Del abandono más total a la mayor de las felicidades!

-Es muy natural. Es muy natural, y es algo que te honra... Sí, que te honra, eso creo yo, al elegir tan bien y con tanta gratitud... Pero si esta predilección será correspondida, eso ya no puedo asegu­rártelo. No te aconsejo que te dejes llevar por tus sentimientos, Ha­rriet. No tengo ninguna seguridad de que seas correspondida. Piensa en quién eres. Quizá sería más sensato oponerte a esta inclinación mientras te sea posible; pero no te dejes llevar en modo alguno por tu corazón, a menos de que estés convencida de que él se interesa por ti. Obsérvale. Deja que sea su proceder el que guíe tus sensaciones. Te digo ahora que seas precavida, porque nunca más vol­veré a hablar contigo de esta cuestión. Estoy decidida a no volver a mezclarme en ningún caso de ésos. A partir de este momento yo no sé nada de esto. No pronuncies ningún nombre. Antes hacíamos muy mal; ahora seremos más precavidas... Él está por encima de ti, de eso no hay duda, y parece que hay inconvenientes y obstáculos muy se­rios; pero, a pesar de todo, Harriet, cosas más difíciles han ocurrido, matrimonios más desiguales han llegado a celebrarse. Pero ten cuidado contigo misma; no quisiera que te entusiasmaras; a pesar de todo, termine como termine, ten la seguridad de que haber pensado en él es una señal de buen gusto que yo siempre sabré apreciar.

Harriet besó su mano, como muestra de gratitud silenciosa y sumi­sa. Emma cada vez estaba más convencida de que aquel enamoramien­to no podía perjudicar a su amiga. Era algo que sólo podía condu­cirle a elevar su espíritu y a refinarlo... y que debía salvarla del peli­gro de cualquier enlace de categoría inferior a la suya.

Continuará...