martes, 24 de julio de 2012

EMMA Capítulo XVIII


CAPÍTULO XVIII

EL señor Frank Churchill no se presentó. Cuando el tiempo se­ñalado se fue acercando, los temores de la señora Weston se vieron justificados con la llegada de una carta de excusa. Por el momento, «con gran pesar y contrariedad por su parte», le era imposible visitarles; pero «confiaba en que más adelante, al cabo de no mucho tiempo, pudiera ir a Randalls».

La señora Weston tuvo un gran disgusto... de hecho un dis­gusto mucho mayor que el de su esposo, a pesar de que siempre joven; pero los temperamentos muy vehementes, aun cuando siem­pre ponen demasiadas esperanzas en el futuro, no siempre al sentir­se defraudados experimentan una depresión de ánimo proporcio­nada a sus ilusiones fallidas. Pronto se olvidan de su decepción, había tenido mucha menos confianza. que él en llegar a ver al y vuelven a alimentar nuevas esperanzas. El señor Weston perma­neció desconcertado y apenado durante media hora; pero luego em­pezó a pensar que si Frank les visitaba al cabo de dos o tres meses todo sería mejor; la estación del año sería mejor y el tiempo también; y que, sin ninguna clase de dudas, entonces podría que­darse con ellos mucho más tiempo que si hubiese venido por enero.

Tales pensamientos le devolvieron rápidamente el buen humor, mientras que la señora Weston, que tendía más a la desconfianza, sólo preveía nuevas disculpas y nuevos aplazamientos; y además de la preocupación que sentía por lo que su esposo iba a sufrir, sufría también mucho más por ella misma.

En aquellos días Emma no estaba en disposición de preocuparse demasiado porque el señor Frank Churchill aplazara su visita, a no ser por la contrariedad que ello causaba en Randalls. Ahora no tenía ningún interés especial en conocerle. Prefería estar tranquila y alejarse de la tentación; pero, a pesar de esto, como prefería mos­trarse delante de todos como si nada hubiese ocurrido, no dejó de manifestar tanto interés por el hecho, y de intentar aliviar la de­cepción de los Weston, como debía corresponder a la amistad que les unía.

Ella fue la primera en anunciarlo al señor Knightley; y se lamentó todo lo que era de esperar (o tal vez, por estar fingiendo, algo más de lo que era de esperar) el proceder de los Churchill, al retener al joven con ellos. Luego hizo una serie de comentarios en los que puso más interés del que en realidad sentía acerca de lo be­neficioso que sería la incorporación de un joven como él a una sociedad tan limitada como la del condado de Surrey; la ilusión que produciría el ver una cara nueva; la fiesta que sería para todo Highbury su sola presencia; y terminó haciendo nuevas reflexiones sobre los Churchill, lo cual le llevó a disentir abiertamente de la opinión del señor Knightley; y con íntimo regocijo por su parte se dio cuenta de que estaba defendiendo todo lo contrario de su verdadera opinión, y utilizando contra sí misma los argumentos de la señora Weston.

-Es muy probable que los Churchill tengan parte de culpa -dijo el señor Knightley fríamente-; pero estoy casi seguro de que él hu­biese podido venir si hubiera querido.


-No sé por qué supone usted eso. Él siente grandes deseos de venir; son su tío y su tía los que no le dejan.

-Yo no puedo creer que si él se empeña no le sea posible venir. Es demasiado inverosímil creer una cosa así sin tener ningu­na prueba.

-¡Qué extraño es usted! ¿Qué ha hecho el señor Frank Chur­chill para hacerle suponer que es un hijo desnaturalizado?

-Yo no supongo que sea un hijo desnaturalizado, ni muchísimo menos; lo único que digo es que sospecho que le han enseñado a creerse que está por encima de sus parientes y a preocuparse muy poco de todo lo que no le represente un placer, por haber vivido con unas personas que siempre le han dado ejemplo de esto. Es mucho más natural de lo que fuera de desear que un joven criado entre personas que son orgullosas, amantes de la vida regalada y egoístas, sea también orgulloso, amante de la vida regalada y egoísta. Si Frank Churchill hubiese querido ver a su padre se las hubiera ingeniado para venir entre setiembre y enero. Un hombre a su edad... ¿Qué edad tiene? ¿Veintitrés o veinticuatro años?... A esa edad no puede dejar de contar con recursos para hacer una cosa así. No es posible.

-Eso es fácil de decir, y usted que nunca ha dependido de nadie lo encuentra muy natural. Usted, señor Knightley, es quien menos pue­de opinar sobre las dificultades que surgen cuando dependemos de alguien. No sabe lo que es tener que habérselas con ciertos caracteres.

-Es inconcebible que un hombre de veintitrés o veinticuatro años carezca de libertad moral o física para hacer una cosa así. Dinero no le falta... y tiempo libre tampoco. Por el contrario, sabemos que dispone en abundancia de ambas cosas y que las despilfarra alegremente como uno de los mayores holgazanes del reino. Conti­nuamente oímos decir de él que está en tal o cual balneario. Hace poco estaba en Weymouth. Eso demuestra que puede separarse de los Churchill cuando quiere.

-Sí, hay ocasiones en que puede.

-Y estas ocasiones son siempre que cree que vale la pena; siem­pre que se siente atraído por alguna diversión.

-No podemos juzgar la conducta de nadie sin conocer íntima­mente su situación. Nadie que no haya vivido en el seno de una familia puede decir cuáles son las dificultades con que puede en­contrarse cualquiera de los miembros de esta familia. Tendríamos que conocer Enscombe, y además el carácter de la señora Churchill, antes de decidir acerca de lo que puede hacer su sobrino. Proba­blemente habrá ocasiones en las que podrá hacer muchas más cosas que en otras.

-Emma, hay algo que un hombre siempre puede hacer si quie­re: cumplir con su deber; no valiéndose de artimañas y de astucia, sino sólo con energía y decisión. El deber de Frank Churchill es dar esta satisfacción a su padre. Él sabe que es así, como lo de­muestran sus promesas y sus cartas; y si tuviera verdaderos deseos, podría hacerlo. Un hombre de sentimientos rectos diría inmediata­mente a la señora Churchill, de un modo sencillo y resuelto: «En beneficio suyo me encontrarán siempre dispuesto a sacrificar un gus­to o un placer; pero tengo que ir a ver a mi padre inmediatamente. Sé que ahora iba a dolerle mucho una falta de consideración como ésta. Por lo tanto, mañana mismo saldré para Randalls...» Si le hubiera dicho esto en el tono decidido que corresponde a un hombre, no se hubieran opuesto a que se fuera.

-No -dijo Emma, riendo-; pero tal vez se hubieran opuesto a que volviese. No podemos hablar así de un joven que depende completamente de otros... Nadie excepto usted, señor Knightley, consideraría posible una cosa así. Pero no tiene usted idea de lo que es preciso hacer en situaciones en las que usted nunca se ha encontrado. ¡El señor Frank Churchill soltando un discurso como ése a su tío y a su tía que le han criado y que le mantienen... ! ¡De pie en medio de la habitación, supongo, y alzando la voz todo lo que pudiese! ¿Cómo puede imaginar que sea posible obrar así?

-Créame, Emma, a un hombre de corazón no le parecería dema­siado difícil. Se daría cuenta de que estaba en su derecho; y el hablarles de este modo (desde luego, como debe hablar un hombre de criterio, de una manera adecuada) le sería más beneficioso, le elevaría más en su consideración, reafirmaría mejor sus intereses ante las personas de quienes depende, que toda una serie de subter­fugios oportunistas. Sentirían por él no sólo afecto, sino también respeto. Se darían cuenta de que podían confiar en él; que el so­brino que cumplía su deber para con su padre, también lo cum­pliría para con ellos; porque ellos saben, como lo sabe él y como todo el mundo debe de saberlo, que tiene el deber de hacer esta visita a su padre; y mientras se valen de los medios más bajos para irla aplazando, en el fondo no pueden tener la mejor opinión de él por someterse a sus caprichos. Un proceder recto inspira res­peto a todo el mundo. Y si él obrara de este modo, de acuerdo con los buenos principios, con firmeza y con constancia, sus mez­quinos espíritus se inclinarían ante su voluntad.

-Lo dudo. A usted le parece muy fácil hacer que se inclinen los espíritus mezquinos; pero cuando se trata de gente rica y auto­ritaria, esa mezquindad se hincha de tal modo que se convierte en tan poco manejable como si no lo fuera. Me imagino que si usted, señor Knightley, tal como es ahora, pudiera de repente encontrarse en la situación del señor Frank Churchill, sería capaz de decir y hacer lo que le recomienda; y es muy posible que consiguiera lo que se propone. Quizá los Churchill no supieran qué contestarle; pero es que usted no tendría que romper con unos arraigados hábitos de obediencia y de supeditación; para quien los tiene no puede ser tan fácil convertirse de pronto en una persona totalmente indepen­diente y no hacer ningún caso de los derechos que ellos pueden re­clamar para tener su gratitud y su afecto. Es posible que él se dé tanta cuenta como usted de cuál es su deber, pero que en las circunstancias concretas en que se halla no pueda obrar como usted lo haría.

-Entonces es que no se da tanta cuenta. Si no se ve con áni­mos para poner los medios, es que no está tan convencido como yo de que debe hacer este esfuerzo.

-¡Oh, no! Piense en la diferencia de situación y de costum­bres. Quisiera que intentara usted comprender lo que puede llegar a sentir un joven de sensibilidad al oponerse abiertamente a las personas que durante su niñez y su adolescencia siempre ha consi­derado como sus superiores.

-No será un joven de sensibilidad, sino un joven débil, si ésta es la primera ocasión en que tiene que llegar hasta el fin con una decisión con la que cumple con su deber contra la voluntad de otros. A la edad que tiene debería ser ya una costumbre en él el cumplir con su deber, en vez de preocuparse tanto por si es o no oportuno hacerlo. Puedo admitir los temores de un niño, no los de un hombre. A medida que iba adquiriendo uso de razón, hu­biera debido despabilarse y liberarse de todo lo que fuera indigno en la autoridad que tenían sobre él. Hubiera debido oponerse a la primera tentativa de sus tíos para que desairara a su padre. Si hu­biera empezado cumpliendo con su deber, ahora no tropezaría con ninguna dificultad.


-Nunca nos pondremos de acuerdo sobre esta cuestión -excla­mó Emma- y no tiene nada de extraño. Yo no tengo en absoluto la impresión de que sea un joven débil; estoy segura de que no lo es. El señor Weston no podría estar tan ciego, aun tratándose de su propio hijo; sólo que es muy probable que ese joven tenga un carácter más dócil, más condescendiente, más complaciente de lo que usted considera propio de un hombre perfecto. Estoy casi se­gura de que es así; y aunque eso pueda privarle de algunas ven­tajas, le asegura en cambio otras muchas.

-Sí; todas las ventajas de quedarse muy tranquilo en su casa cuando debería estar en otro sitio, todas las ventajas de llevar una vida de diversiones y de ociosidad, y de imaginarse extraordina­riamente hábil para encontrar excusas para ello; así puede sentarse a escribir una carta preciosa y llena de floreos que contenga tantas protestas de afecto como falsedades, y convencerse a sí mismo de que ha encontrado el mejor sistema del mundo para conservar la paz dentro de casa y evitar que su padre tenga ningún derecho a quejarse. Sus cartas no me gustan en absoluto.

-Pues tiene usted gustos muy particulares. Al parecer todo el mundo las encuentra bien.

-Sospecho que a la señora Weston no le parecen tan bien. No creo que puedan ser del agrado de una mujer que tiene tan buen juicio y una inteligencia tan despierta como ella; que ocupa el lugar de una madre, pero que no está ciega por el cariño de las madres. Por ella su visita a Randalls es doblemente necesaria, y debe de sentir doblemente esa desatención. Si ella hubiera sido una per­sona de posición, estoy seguro de que el señor Frank Churchill ya hubiera venido a Randalls; y entonces poco valor hubiese tenido el que viniese o no. ¿Cree usted que su amiga no se ha hecho aún esas reflexiones? ¿Supone usted que a menudo no se dice todo eso para sus adentros? No, Emma, ese joven que usted cree tan «ama­ble» sólo lo es en francés, no en inglés. Puede ser muy «aimable», tener muy buenos modales, ser de trato muy agradable; pero carece de lo que en inglés entendemos por delicadeza hacia los sentimien­tos de los demás; en él no hay nada verdaderamente «amiable».

-Está usted empeñado en tener muy mal concepto de él.

-¿Yo? En absoluto -replicó el señor Knightley un poco contra­riado-; no tengo ningún interés en pensar mal de él. Estoy tan dispuesto a reconocer sus méritos como los de cualquier otro; pero los únicos de los que he oído hablar se refieren solamente a su persona; que es alto y apuesto, y de modales finos y de trato agradable.

-Pues aunque sólo pudiera alabársele por esto, en Highbury sería inapreciable. Aquí no tenemos muchas ocasiones de encontrar a jóvenes de buen ver, bien educados y de trato agradable. No podemos ser tan exigentes y pedir que lo tenga todo. ¿Se imagina usted, señor Knightley, la sensación que producirá su llegada? No se hablará de otra cosa en las parroquias de Donwell y Highbury; no se prestará atención a nadie más... no habrá otro objeto de curiosidad; todo el mundo tendrá los ojos puestos en el señor Frank Churchill; no pensaremos en nada más ni hablaremos de ninguna otra persona.

-Ya me disculparán porque no me deslumbre tanto como us­tedes. Si me parece que puede cambiar, me alegraré de conocerle; pero si sólo es un mequetrefe presuntuoso y hablador, poco tiempo y pocas reflexiones voy a dedicarle.

-La idea que tengo de él es la de que sabe adaptar su con­versación al gusto de cada persona, y que tiene el don y el deseo de resultar agradable a todo el mundo. A usted le hablará de cuestiones de agricultura; a mí de dibujo o de música; y así hará con todos, ya que tiene conocimientos generales sobre todos los te­mas que le permiten seguir una conversación o iniciarla, según re­quieran las circunstancias, y tener siempre algo interesante que de­cir sobre todas las cosas; ésta es la idea que yo me hago de él.

-Pues la mía -dijo vivamente el señor Knightley- es que si resulta ser como usted dice, será el sujeto más insoportable que hay bajo la capa del cielo... ¡Vaya...! A los veintitrés años pretendiendo ser el primero de todos, el gran hombre, el que tiene más experiencia del mundo, que sabe adivinar el carácter de cada cual y aprovecha el tema de conversación que interesa a cada uno para exhibir su propia superioridad... Que prodiga adulaciones a diestra y siniestra para que todos los que le rodean parezcan ne­cios comparados con él... Mi querida Emma, cuando llegue el mo­mento, su sentido común no le permitirá soportar a semejante fan­toche.

-No voy a decirle nada más de él -exclamó Emma-; porque usted todo lo toma a mal. Los dos tenemos prejuicios; usted en contra y yo a favor; y no habrá modo de que nos pongamos de acuerdo hasta que lo tengamos aquí.

-¿Prejuicios? Yo no tengo prejuicios.

-Pues yo sí, y muchos, y no me avergüenzo en absoluto de tenerlos. El afecto que tengo a los señores Weston me hace tener un fuerte prejuicio en favor suyo.

-Ésta es una persona en la que apenas pienso una vez al mes -dijo el señor Knightley con un aire tan molesto que movió a Emma a cambiar inmediatamente de conversación, a pesar de que no podía comprender por qué se enojaba tanto.

Mostrar tanta aversión por un joven sólo porque parecía ser de carácter distinto al suyo era impropio de la gran amplitud de miras que Emma estaba acostumbrada a reconocer en él; porque a pesar de la elevada opinión que él tenía de sí mismo -defecto que Emma le reprochaba a menudo-, antes de entonces ella nunca hu­biera supuesto ni por un momento que tal cosa le hiciera ser in­justo para con los méritos de otra persona.

Continuará...


7 comentarios:

Maria Carmen Martinez Molina dijo...

En esta ocasión me pongo del lado del Sr Knightley, Frank ya tiene una edad, 23 o 24, creo que podría tomar libremente sus decisiones y no dar excusas basadas en conductas ajenas.
Está muy bien la distinción que se hace entre amable y aimable (creo que es así) se trata de matices importantes, en la segunda se cuidan los sentimientos ajenos y se vela por ellos, visto así Frank tendría que cuidar los sentimientos de los Weston y acudir a la cita.
Sería un gran acontecimiento dentro de una sociedad tan pequeña, estoy segura.
Besos, Rocely.

Pd: no tienes que cambiar el nombre, lo he estado valorando de nuevo y no :D

anne wentworth dijo...

paso a saludarte, aunque sigues con Emma... pero que no sea pretexto para no saludarte...
creo que te mande una solicitud en facebook...
besos!!!

J.P. Alexander dijo...

Ami siempre me cayo chancho Frank es medio mimado e hijito de papa . Un beso y te me cuidas

Luciana dijo...

Qué clara tiene las cosas Mr Knightley! Por algo es "mayor", sin conocer demasiado a Franquito Churchill, ya se ha dado cuenta que es un veleta jaja.
Presiento que se vienen los mejores comentarios mordaces de cierto amigo suyo que AMA este personaje.
Besos.

Unknown dijo...

Por alusiones... y eludiré la "injuria" de nuestra amiga :D
Creo que habrá varias e incluso mejores para afilar el puñal sobre el pisaverde Churchill (lleva un apellido que no merece), por eso ahora me gustaría incidir sobre el carácter de Knightley. No mejor del modo en que milady lo describió en su día, con todo detalle y lucidez, sino en algunos detalles de su modo de pensar.
«Hay algo que un hombre siempre puede hacer si quiere: cumplir con su deber; no valiéndose de artimañas y de astucia, sino sólo con energía y decisión». Lo cierto es que ha habido, hay y habrá muy pocos hombres en el mundo que cumplan con esta máxima de comportamiento. Las artimañas, la corrupción, el egoísmo, la flaqueza o la cobardía, entre otras virtudes humanas, son lo que de verdad domina a los hombres (algunos incluso van al pleno con todas ellas).
«Un proceder recto inspira respeto a todo el mundo. Y si él obrara de este modo, de acuerdo con los buenos principios, con firmeza y con constancia, sus mezquinos espíritus se inclinarían ante su voluntad». Inspira respeto... y también envidia insana, dada la escasez de hombres que son capaces de obrar rectamente con firmeza y con constancia.
Y todo ello para dar, sin que sirva de precedente, la razón a Emma: un defecto, pero sólo a medias, de Knightley es poseer una opinión (¿demasiado?) elevada de sí mismo; no sabe que caballeros como él son una exigua minoría a la que algunos, con desigual fortuna, intentamos levemente asemejarnos.
Y ciertamente, también tiene razón Emma (vaya, esto tiene que acabarse) al preguntarse por qué tiene tanta aversión a un tipo alto, apuesto, de modales finos y de trato agradable...
Suyo siempre, su sucedáneo de Knightley, mi Señora.

princesa jazmin dijo...

En este capítulo tenemos un verdadero duelo de palabras entre Emma y Mr.K, donde podemos observar más detalles acerca de la pesonalidad del caballero y también atisbar un poco de celos hacia Frank Churchill, tan alabado por Emma.
Es interesante cómo M.K puede detectar la charlatanería en las cartas de Frank, cuando todos los demás ven allí sensibilidad y sinceridad. Notamos su carácter resuelto cuando dice que si quisiera realmente visitar a su padre ya lo hubiera hecho.
"Un proceder recto inspira respeto a todo el mundo".
Espero el próximo!
Besos.
Jazmín.

Jennieh dijo...

Como siempre las intervenciones de Mr. Knightley son oportunas.

No entiendo como logran todos tener tanta consideración con Frank Crurchill, en este punto de la novela confieso que me intriga sobremanera la buena opinión que de el tiene Emma.

Gracias por compartir con nosotros y permitirnos disfrutar una vez más de esta novela.

Un beso.