martes, 31 de julio de 2012

EMMA Capítulo XIX


CAPÍTULO XIX



Aquella mañana Emma y Harriet habían salido a pasear jun­tas, y a juicio de Emma por aquel día ya habían hablado bastan­te del señor Elton. Consideró que para el consuelo de Harriet y la expiación de sus propias faltas no había por qué hablar más de aquel asunto; de modo que mientras regresaban hacía todo lo po­sible para cambiar de conversación...; pero cuando Emma creía ha­ber logrado ya su propósito, volvió a hablarse de lo mismo, y des­pués de hablar durante un rato de lo que los pobres debían de padecer en invierno, y de recibir por toda contestación un murmu­llo quejumbroso -«¡El señor Elton es tan bueno con los pobres!»-, Emma creyó que debía buscarse otro medio de cambiar de tema.

Precisamente estaban muy cerca de la casa en que vivían la se­ñora y la señorita Bates, y se decidió a visitarlas para ver si la compañía de otras personas distraía a Harriet. Siempre había una buena razón para hacer esta visita: la señora y la señorita Bates eran muy aficionadas a recibir gente; y Emma sabía que las escasas personas que pretendían ver imperfecciones en ella la consideraban como negligente en ese aspecto, opinando que no contribuía todo lo que debiera a los limitados placeres que podían ofrecerse en el pueblo.

El señor Knightley le había hecho muchas observaciones acerca de ello, y la propia Emma se daba cuenta también de que ésta era una de sus deficiencias... pero nada podía imponerse a la impresión de que era una visita muy poco grata... de que eran unas señoras aburridísimas... y sobre todo al horror del peligro que corría de encontrarse allí con la gente de medio pelo de Highbury, que siem­pre estaban visitándolas y por lo tanto raras veces se acercaba por aquella casa. Pero ahora adoptó la súbita decisión de no pasar por de­lante de su puerta sin entrar... observando, cuando se lo propuso a Harriet, que según sus cálculos, en aquellos días estaban completa­mente a salvo de una carta de Jane Fairfax.

La casa pertenecía a una familia de comerciantes. La señora y la señorita Bates ocupaban la planta de la sala de estar; y allí, en la reducida habitación que les servía de todo, los visitantes eran reci­bidos con gran cordialidad e incluso con gratitud; la pulcra y plá­cida anciana que se hallaba sentada en el rincón más caliente con su labor, quería incluso levantarse para ceder su sitio a la señorita Woodhouse, y su hija, más activa y habladora, seguía como siempre abrumándoles con atenciones y amabilidades, agradeciéndoles la vi­sita, preocupándose por sus zapatos, interesándose vivamente por la salud del señor Woodhouse, dándoles buenas noticias acerca de la de su madre, y ofreciéndoles el pastel que había sobre el aparador.

-La señora Cole acaba de irse, vino sólo por diez minutos y ha sido tan buena que se ha quedado una hora con nosotras, y ha comido un pedazo de pastel y ha sido tan amable que nos ha dicho que le había gustado muchísimo; espero que la señorita Woodhouse y la señorita Smith querrán complacernos y también lo probarán.


Habiendo nombrado a los Cole, era inevitable que no tardaran en mencionar al señor Elton; había mucha amistad entre ellos, y el señor Cole había tenido noticias del señor Elton después de la marcha de éste. Emma sabía lo que iba a venir; les releerían la carta, se hablaría del tiempo que hacía que estaba ausente, de cómo frecuentaba la vida de sociedad, de que en donde él estaba era siempre el preferido y de lo concurrido que había estado el baile del Maestro de Ceremonias; y pasó por todo ello con mucho tacto, mostrando todo el interés y haciendo todos los elogios que eran de rigor, y siempre adelantándose a hablar para evitar que Harriet se viese obligada a decir algo.

Emma ya estaba dispuesta a pasar por todo esto cuando entró en la casa; pero suponía que una vez hubieran terminado de hacer grandes elogios de él, no las importunarían con ningún otro tema de conversación enojoso, y que se pondrían a divagar extensamen­te acerca de todas las señoras y señoritas de Highbury y de sus partidas de cartas. Lo que no esperaba era que Jane Fairfax su­cediese al señor Elton; pero la señorita Bates inesperadamente inició esta conversación; abandonó bruscamente el tema del señor Elton para pasar a los Cole, y por fin acabar hablando de una carta de su sobrina.

-¡Oh, sí, señor Elton!; me han dicho que como bailar... La señora Cole me decía que ha bailado mucho en los salones de Bath... La señora Cole ha sido tan amable que se ha quedado un rato con nosotras charlando de Jane; porque apenas llegar ya ha preguntado por ella... ya sabe usted, Jane es su preferida... Siem­pre que la tenemos con nosotras, la señora Cole no sabe más que colmarla de atenciones; claro que hay que decir que Jane se me­rece eso y mucho más; de modo que apenas llegar, ha preguntado ya por ella; y dice: «Ya sé que últimamente no pueden haber te­nido noticias de Jane, porque no son los días en que ella escribe»; y entonces yo le he contestado: «Pues mire, sí que tenemos, esta misma mañana hemos recibido carta suya.» Creo que en mi vida he visto a nadie más sorprendido. «Pero ¿lo dice usted de veras?», me ha dicho ella. «Vaya, pues esto sí que no lo esperaba. Cuén­teme, cuénteme lo que dice.»

Emma tuvo que demostrar su cortesía diciendo con una sonrisa de interés:

-¿Hace tan poco que han tenido noticias de la señorita Fairfax? No sabe cuánto me alegro. Supongo que estará bien.

-Muchas gracias. ¡Es usted tan amable! -replicó la tía, feliz y engañada, mientras se dedicaba afanosamente a buscar la carta ­¡Oh! Aquí está. Estaba segura de que no podía andar muy lejos; pero ya ve, había puesto encima sin darme cuenta la cesta de la costura y había quedado completamente escondida, pero hacía tan poco que la había tenido en las manos que estaba casi segura de que tenía que estar sobre la mesa. La estaba leyendo a la señora Cole, y cuando ella se fue se la he vuelto a leer a mi madre... Le hace tanta ilusión una carta de Jane que nunca se cansa de oírla leer; o sea que yo ya sabía que no podía andar muy lejos, y aquí está, sólo que había quedado debajo del cesto de la costura... y ya que es usted tan amable que desea oír lo que dice... Pero, antes que nada, para que no se forme usted una mala opinión de Jane tengo que excusarla por haber escrito una carta tan corta... sólo dos páginas, ya ve usted, apenas dos páginas... y generalmen­te llena toda la hoja y luego escribe cruzado por encima hasta la mitad. Mi madre siempre se extraña de que yo sepa descifrar tan bien su letra. Cuando abrimos una carta, ella suele decir: «Bueno, Hetty, a ver si sacas algo en claro de este tablero de damas»... ¿verdad, mamá? Y entonces yo le digo que si no tuviera a nadie que lo hiciese en su lugar, ella sola conseguiría descifrar toda la carta hasta la última sílaba. Y la verdad es que, aunque la vista de mi madre ya no es tan buena como lo era antes, con sus gafas todavía ve magníficamente bien, gracias a Dios. Y eso es una gran cosa ¿eh? La verdad es que mi madre tiene una vista excelente. Jane, cuando está aquí, suele decir: «Abuelita, estoy segura de que para ver lo que usted ve ahora, tiene que haber tenido una vista prodigiosa... ¡Las labores tan delicadas que ha hecho usted! Yo sólo deseo que cuando tenga su edad pueda ver como usted ahora.»

Como todo eso se dijo extraordinariamente aprisa, la señorita Bates se vio obligada a hacer una pausa para tomar aliento; y Emma dijo una frase cortés acerca de las excelencias de la escri­tura de la señorita Fairfax.

-Es usted extremadamente amable -replicó la señorita Bates, muy agradecida-; ¡y que lo diga quien puede juzgar tan bien como usted, que tiene una letra tan preciosa! Créame, señorita Wood­house, que ningún elogio puede dejarnos tan satisfechas como el suyo. Mi madre no la ha oído; es un poco sorda, ya sabe usted. Mamá -dirigiéndose a ella-, ¿has oído lo que la señorita Wood­house ha tenido la amabilidad de decir sobre la letra de Jane?

Y Emma tuvo el placer de oír repetir dos veces más sus insus­tanciales elogios antes de que la buena anciana pudiese entenderlo. Mientras, estudiaba la posibilidad de huir de la carta de Jane Fair­fax sin parecer demasiado descortés, y ya casi estaba resuelta a escapar de allí inmediatamente dando cualquier excusa trivial, cuan­do la señorita Bates se volvió de nuevo hacia ella y reclamó su atención.

-La sordera de mi madre es algo que carece de importancia, sabe usted, no es casi nada. Sólo con levantar un poco la voz y repetir lo que sea dos o tres veces lo oye perfectamente; pero lo que ocurre es que está acostumbrada a mi voz. Pero es muy no­table que siempre oiga mejor a Jane que a mí. ¡Jane habla de un modo tan claro! A pesar de todo no va a encontrar a su abuelita más sorda de lo que estaba hace dos años; que ya es decir mucho a la edad de mi madre... Y han pasado ya dos años enteros, sabe usted, desde la última vez que Jane nos visitó. Es la primera vez que pasa tanto tiempo sin que venga a vernos, y como le decía a la señora Cole, ahora sí que todo lo que hagamos para obsequiarla nos parecerá poco.

-¿Esperan ustedes a la señorita Fairfax para dentro de poco? -¡Oh, sí! Para la semana próxima.

-¿De veras? No sabe cuánto me alegro.


-Muchas gracias. Es usted muy amable. Sí, la semana próxima. Todo el mundo se queda tan sorprendido al saberlo; y todo el mundo demuestra tanto interés por ella; estoy segura de que se alegrará tanto de volver a ver a sus amigos de Highbury como ellos de volver a verla. Sí, el viernes o el sábado; no puede pre­cisar la fecha porque el coronel Campbell necesitará el coche uno de esos días. ¡Son tan buenos que la acompañan hasta aquí mismo! Pero siempre lo hacen, ¿sabe usted? Oh, sí, el próximo viernes o sábado. Esto es lo que dice en la carta. Ésta es la razón de que haya escrito fuera de tiempo, como decimos nosotras; porque si todo hubiese sido normal, no hubiéramos tenido noticias suyas has­ta el próximo martes o miércoles.

-Sí, eso era lo que yo me imaginaba. Temía que hoy tuviera pocas posibilidades de saber algo nuevo de la señorita Fairfax.

-¡Oh, es usted tan amable! No, no hubiéramos tenido carta suya de no ser por esta circunstancia especial de que va a venir dentro de tan poco. ¡Mi madre está tan contenta! Porque esta vez se quedará con nosotros por lo menos durante tres meses. Tres meses, eso es lo que dice con toda seguridad, y lo que voy a tener el gusto de leerle a usted. Verá usted, lo que ocurre es que los Campbell se van a Irlanda. La señora Dixon ha convencido a sus padres para que vayan a verla ahora. Ellos no tenían intención de ir a Irlanda hasta el verano, pero su hija está tan impaciente por volverles a ver... porque antes de casarse, el pasado octubre, nunca se había separado de ellos más de una semana, lo cual hace que le resulte muy penoso vivir si no en otro reino, como iba a decir, por lo menos sí en un país diferente, de modo que le escribió una carta urgentísima a su madre... o a su padre, confieso que no sé a cuál de los dos, pero ahora lo veremos por la carta de Jane... le escribió pues en nombre del señor Dixon y en el suyo propio rogándoles que fueran a verles lo antes posible y diciéndoles que les irían a buscar a Dublín y que desde allí les llevarían a su casa de campo, Baly-craig, un lugar precioso, me imagino yo. Jane ha oído hablar mucho de lo bonito que es; el señor Dixon es quien se lo ha dicho... no sé si alguien más le ha hecho elogios del lugar; pero es muy natural, ¿sabe usted?, que a él le gustara hablar de su casa cuando cortejaba a su prometida... y como Jane salía muy a menudo a pasear con ellos... porque el coronel y la señora Campbell eran muy rigurosos en que su hija no saliera a pasear a menudo sola con el señor Dixon, y yo no les censuro en absoluto por pensar así; y claro, ella oía todo lo que él le contaba a la se­ñorita Campbell sobre su casa de Irlanda; y me parece que Jane nos escribió diciéndonos que les había enseñado unos dibujos del lugar, unas vistas que él mismo había dibujado. Creo que es un joven tan atento, lo que se dice encantador. Después de oírle ha­blar de su país, Jane tenía muchas ganas de ir a Irlanda.

En aquel momento, en el cerebro de Emma surgió una inge­niosa y divertida sospecha referente a Jane Fairfax, al encantador señor Dixon y al hecho de que ella no fuera a Irlanda, y dijo con la insidiosa intención de descubrir algo más:

-Deben de estar ustedes muy satisfechas de que la señorita Fairfax pueda venir a visitarles en esta ocasión. Teniendo en cuen­ta la íntima amistad que tiene con la señora Dixon, era lógico que ustedes creyeran que no podría excusarse de acompañar al coro­nel y a la señora Campbell.

-Cierto, muy cierto; eso era lo que siempre habíamos temido; porque no nos hubiera gustado tenerla tan lejos de nosotras duran­te meses y meses... sin que hubiera podido venir si hubiera ocu­rrido algo. Pero ya ve usted que todo se ha resuelto de la mejor manera. Ellos (me refiero a los señores Dixon) estaban empeñados en que acompañara al coronel y a la señora Campbell; puede usted tener la seguridad; y Jane dice, como ahora mismo oirá usted, que insistieron muchísimo en que hiciera también este viaje; el señor Dixon no parece ser una persona descuidada o desatenta en estas cosas. Es un joven realmente encantador. Desde que salvó la vida a Jane en Weymouth cuando estaban paseando en barca y de pron­to una de las velas dio la vuelta bruscamente y ella hubiera caído al mar, y estaba irremisiblemente perdida a no ser que él, con una gran presencia de ánimo, la hubiese cogido por el vestido... (cada vez que lo pienso me dan temblores)... Pues desde que nos enteramos de lo que había ocurrido aquel día sentimos un gran aprecio por el señor Dixon.

-Y a pesar de la insistencia de todos sus amigos y de los de­seos que tenía de ver Irlanda, la señorita Fairfax prefiere dedicar su tiempo a usted y a la señora Bates, ¿no?

-Sí... ha sido ella quien lo ha decidido, según su libre voluntad; y el coronel y la señora Campbell opinan que hace muy bien, que eso es exactamente lo que ellos le hubieran aconsejado; y la verdad es que ellos tienen un especial interés porque pase una tem­porada respirando el aire de su tierra natal, porque últimamente ha estado un poco delicada, y no tan bien de salud como de cos­tumbre.


-No sabe cuánto lo siento. Me parece que es un criterio muy acertado. Pero la señora Dixon debe haber tenido una gran decep­ción. Según creo la señora Dixon no es una belleza muy llamativa, ¿verdad?; me refiero a que no puede compararse en modo alguno con la señorita Fairfax, ¿no?

-¡Oh, no! Es usted muy amable al decir estas cosas... pero la verdad es que no. No hay comparación posible entre ellas. La se­ñorita Campbell siempre ha sido una joven que no ha llamado en absoluto la atención... pero, eso sí, muy elegante y de trato muy agradable.

Sí, eso por supuesto.

-Jane pilló un resfriado bastante fuerte, la pobrecilla, el día siete de noviembre (ya se lo leeré a usted), y todavía no se ha re­puesto. ¿Verdad que es demasiado tiempo para que siga aún res­friada? Hasta ahora no nos había dicho nada porque no quería alar­marnos. ¡Siempre la misma! ¡Tan considerada! Pero por lo visto tarda tanto en restablecerse que unos amigos que la quieren tanto como los Campbell opinan que lo mejor que puede hacer es venir aquí a respirar este aire que siempre le sienta tan bien; y no tie­nen la menor duda de que pasando tres o cuatro meses en High­bury se repondrá por completo... y no encontrándose bien del todo, desde luego es mucho mejor que venga aquí que vaya a Irlanda... Nadie va a cuidarla mejor que nosotras.

-Sí, me parece que es la mejor decisión que hubieran podido tomar.

-De modo que ella vendrá el próximo viernes o el sábado, y los Campbell saldrán de la ciudad camino de Holyhead el lunes si­guiente... como ya verá usted por la carta de Jane. ¡Todo ha sido tan precipitado! Ya puede suponer, querida señorita Woodhouse, lo preocupada que me tiene todo eso. Si no fuera por las conse­cuencias de su enfermedad... pero me temo que vamos a verla muy desmejorada y con muy mal aspecto. A propósito, tengo que contar­le algo que me ha ocurrido esta mañana y que he sentido tanto... Yo siempre tengo la costumbre de leer primero para mí las cartas de Jane, antes de leerlas en voz alta para mi madre, ¿sabe usted?, por miedo a que digan algo que pueda preocupar a mamá. Jane prefiere que lo haga así, y yo así lo hago siempre; y hoy empiezo a leer la carta con las precauciones de costumbre; pero apenas leo que no se encuentra bien, me he asustado tanto que no he podido contenerme y he exclamado «¡Dios mío! ¡La pobre Jane está enfer­ma!» Y mi madre, que estaba prestando atención, lo ha oído clara­mente y se ha alarmado mucho. Sin embargo, cuando he seguido le­yendo ya he visto que no era una cosa tan grave como me había imaginado al principio; y ahora al intentar tranquilizar a mi ma­dre, le he quitado tanta importancia que no me ha creído mucho. ¡Pero no sé cómo ha podido cogerme tan desprevenida! Si Jane no mejora pronto llamaremos al señor Perry. No podemos repa­rar en gastos; y aunque él sea tan generoso y quiera tanto a Jane que me atrevería a asegurar que no querrá cobrar nada por sus visitas, nosotras tampoco podemos consentirlo, sabe usted. Tiene una esposa y una familia que mantener y no puede perder su tiempo. Bueno, ahora que ya le he dado una idea de lo que nos dice Jane, pasemos a la carta, y estoy convencida de que ella le contará mucho mejor su historia de lo que yo puedo contársela.

-Lo siento muchísimo, pero tendríamos que irnos -dijo Emma, volviéndose hacia Harriet y empezando a levantarse-. Mi padre nos estará esperando. Cuando entramos no tenía intención ni podía quedarme más de cinco minutos. Sólo que hemos decidido visitarles para no pasar por delante de la casa sin preguntar por la señora Bates; pero ha sido una conversación tan agradable que el tiempo me ha pasado volando. Pero ahora tenemos que despedirnos de usted y de la señora Bates.

Y todo lo que intentaron para retenerlas más tiempo fue en vano. Emma salió a la calle... satisfecha, porque a pesar de que se había visto obligada a oír muchas cosas que no le interesaban en absoluto, a pesar de que había tenido que enterarse de todo lo que en sustancia decía la carta de Jane Fairfax, había logrado evitar que le leyeran la dichosa carta.

Continuará...

martes, 24 de julio de 2012

EMMA Capítulo XVIII


CAPÍTULO XVIII

EL señor Frank Churchill no se presentó. Cuando el tiempo se­ñalado se fue acercando, los temores de la señora Weston se vieron justificados con la llegada de una carta de excusa. Por el momento, «con gran pesar y contrariedad por su parte», le era imposible visitarles; pero «confiaba en que más adelante, al cabo de no mucho tiempo, pudiera ir a Randalls».

La señora Weston tuvo un gran disgusto... de hecho un dis­gusto mucho mayor que el de su esposo, a pesar de que siempre joven; pero los temperamentos muy vehementes, aun cuando siem­pre ponen demasiadas esperanzas en el futuro, no siempre al sentir­se defraudados experimentan una depresión de ánimo proporcio­nada a sus ilusiones fallidas. Pronto se olvidan de su decepción, había tenido mucha menos confianza. que él en llegar a ver al y vuelven a alimentar nuevas esperanzas. El señor Weston perma­neció desconcertado y apenado durante media hora; pero luego em­pezó a pensar que si Frank les visitaba al cabo de dos o tres meses todo sería mejor; la estación del año sería mejor y el tiempo también; y que, sin ninguna clase de dudas, entonces podría que­darse con ellos mucho más tiempo que si hubiese venido por enero.

Tales pensamientos le devolvieron rápidamente el buen humor, mientras que la señora Weston, que tendía más a la desconfianza, sólo preveía nuevas disculpas y nuevos aplazamientos; y además de la preocupación que sentía por lo que su esposo iba a sufrir, sufría también mucho más por ella misma.

En aquellos días Emma no estaba en disposición de preocuparse demasiado porque el señor Frank Churchill aplazara su visita, a no ser por la contrariedad que ello causaba en Randalls. Ahora no tenía ningún interés especial en conocerle. Prefería estar tranquila y alejarse de la tentación; pero, a pesar de esto, como prefería mos­trarse delante de todos como si nada hubiese ocurrido, no dejó de manifestar tanto interés por el hecho, y de intentar aliviar la de­cepción de los Weston, como debía corresponder a la amistad que les unía.

Ella fue la primera en anunciarlo al señor Knightley; y se lamentó todo lo que era de esperar (o tal vez, por estar fingiendo, algo más de lo que era de esperar) el proceder de los Churchill, al retener al joven con ellos. Luego hizo una serie de comentarios en los que puso más interés del que en realidad sentía acerca de lo be­neficioso que sería la incorporación de un joven como él a una sociedad tan limitada como la del condado de Surrey; la ilusión que produciría el ver una cara nueva; la fiesta que sería para todo Highbury su sola presencia; y terminó haciendo nuevas reflexiones sobre los Churchill, lo cual le llevó a disentir abiertamente de la opinión del señor Knightley; y con íntimo regocijo por su parte se dio cuenta de que estaba defendiendo todo lo contrario de su verdadera opinión, y utilizando contra sí misma los argumentos de la señora Weston.

-Es muy probable que los Churchill tengan parte de culpa -dijo el señor Knightley fríamente-; pero estoy casi seguro de que él hu­biese podido venir si hubiera querido.


-No sé por qué supone usted eso. Él siente grandes deseos de venir; son su tío y su tía los que no le dejan.

-Yo no puedo creer que si él se empeña no le sea posible venir. Es demasiado inverosímil creer una cosa así sin tener ningu­na prueba.

-¡Qué extraño es usted! ¿Qué ha hecho el señor Frank Chur­chill para hacerle suponer que es un hijo desnaturalizado?

-Yo no supongo que sea un hijo desnaturalizado, ni muchísimo menos; lo único que digo es que sospecho que le han enseñado a creerse que está por encima de sus parientes y a preocuparse muy poco de todo lo que no le represente un placer, por haber vivido con unas personas que siempre le han dado ejemplo de esto. Es mucho más natural de lo que fuera de desear que un joven criado entre personas que son orgullosas, amantes de la vida regalada y egoístas, sea también orgulloso, amante de la vida regalada y egoísta. Si Frank Churchill hubiese querido ver a su padre se las hubiera ingeniado para venir entre setiembre y enero. Un hombre a su edad... ¿Qué edad tiene? ¿Veintitrés o veinticuatro años?... A esa edad no puede dejar de contar con recursos para hacer una cosa así. No es posible.

-Eso es fácil de decir, y usted que nunca ha dependido de nadie lo encuentra muy natural. Usted, señor Knightley, es quien menos pue­de opinar sobre las dificultades que surgen cuando dependemos de alguien. No sabe lo que es tener que habérselas con ciertos caracteres.

-Es inconcebible que un hombre de veintitrés o veinticuatro años carezca de libertad moral o física para hacer una cosa así. Dinero no le falta... y tiempo libre tampoco. Por el contrario, sabemos que dispone en abundancia de ambas cosas y que las despilfarra alegremente como uno de los mayores holgazanes del reino. Conti­nuamente oímos decir de él que está en tal o cual balneario. Hace poco estaba en Weymouth. Eso demuestra que puede separarse de los Churchill cuando quiere.

-Sí, hay ocasiones en que puede.

-Y estas ocasiones son siempre que cree que vale la pena; siem­pre que se siente atraído por alguna diversión.

-No podemos juzgar la conducta de nadie sin conocer íntima­mente su situación. Nadie que no haya vivido en el seno de una familia puede decir cuáles son las dificultades con que puede en­contrarse cualquiera de los miembros de esta familia. Tendríamos que conocer Enscombe, y además el carácter de la señora Churchill, antes de decidir acerca de lo que puede hacer su sobrino. Proba­blemente habrá ocasiones en las que podrá hacer muchas más cosas que en otras.

-Emma, hay algo que un hombre siempre puede hacer si quie­re: cumplir con su deber; no valiéndose de artimañas y de astucia, sino sólo con energía y decisión. El deber de Frank Churchill es dar esta satisfacción a su padre. Él sabe que es así, como lo de­muestran sus promesas y sus cartas; y si tuviera verdaderos deseos, podría hacerlo. Un hombre de sentimientos rectos diría inmediata­mente a la señora Churchill, de un modo sencillo y resuelto: «En beneficio suyo me encontrarán siempre dispuesto a sacrificar un gus­to o un placer; pero tengo que ir a ver a mi padre inmediatamente. Sé que ahora iba a dolerle mucho una falta de consideración como ésta. Por lo tanto, mañana mismo saldré para Randalls...» Si le hubiera dicho esto en el tono decidido que corresponde a un hombre, no se hubieran opuesto a que se fuera.

-No -dijo Emma, riendo-; pero tal vez se hubieran opuesto a que volviese. No podemos hablar así de un joven que depende completamente de otros... Nadie excepto usted, señor Knightley, consideraría posible una cosa así. Pero no tiene usted idea de lo que es preciso hacer en situaciones en las que usted nunca se ha encontrado. ¡El señor Frank Churchill soltando un discurso como ése a su tío y a su tía que le han criado y que le mantienen... ! ¡De pie en medio de la habitación, supongo, y alzando la voz todo lo que pudiese! ¿Cómo puede imaginar que sea posible obrar así?

-Créame, Emma, a un hombre de corazón no le parecería dema­siado difícil. Se daría cuenta de que estaba en su derecho; y el hablarles de este modo (desde luego, como debe hablar un hombre de criterio, de una manera adecuada) le sería más beneficioso, le elevaría más en su consideración, reafirmaría mejor sus intereses ante las personas de quienes depende, que toda una serie de subter­fugios oportunistas. Sentirían por él no sólo afecto, sino también respeto. Se darían cuenta de que podían confiar en él; que el so­brino que cumplía su deber para con su padre, también lo cum­pliría para con ellos; porque ellos saben, como lo sabe él y como todo el mundo debe de saberlo, que tiene el deber de hacer esta visita a su padre; y mientras se valen de los medios más bajos para irla aplazando, en el fondo no pueden tener la mejor opinión de él por someterse a sus caprichos. Un proceder recto inspira res­peto a todo el mundo. Y si él obrara de este modo, de acuerdo con los buenos principios, con firmeza y con constancia, sus mez­quinos espíritus se inclinarían ante su voluntad.

-Lo dudo. A usted le parece muy fácil hacer que se inclinen los espíritus mezquinos; pero cuando se trata de gente rica y auto­ritaria, esa mezquindad se hincha de tal modo que se convierte en tan poco manejable como si no lo fuera. Me imagino que si usted, señor Knightley, tal como es ahora, pudiera de repente encontrarse en la situación del señor Frank Churchill, sería capaz de decir y hacer lo que le recomienda; y es muy posible que consiguiera lo que se propone. Quizá los Churchill no supieran qué contestarle; pero es que usted no tendría que romper con unos arraigados hábitos de obediencia y de supeditación; para quien los tiene no puede ser tan fácil convertirse de pronto en una persona totalmente indepen­diente y no hacer ningún caso de los derechos que ellos pueden re­clamar para tener su gratitud y su afecto. Es posible que él se dé tanta cuenta como usted de cuál es su deber, pero que en las circunstancias concretas en que se halla no pueda obrar como usted lo haría.

-Entonces es que no se da tanta cuenta. Si no se ve con áni­mos para poner los medios, es que no está tan convencido como yo de que debe hacer este esfuerzo.

-¡Oh, no! Piense en la diferencia de situación y de costum­bres. Quisiera que intentara usted comprender lo que puede llegar a sentir un joven de sensibilidad al oponerse abiertamente a las personas que durante su niñez y su adolescencia siempre ha consi­derado como sus superiores.

-No será un joven de sensibilidad, sino un joven débil, si ésta es la primera ocasión en que tiene que llegar hasta el fin con una decisión con la que cumple con su deber contra la voluntad de otros. A la edad que tiene debería ser ya una costumbre en él el cumplir con su deber, en vez de preocuparse tanto por si es o no oportuno hacerlo. Puedo admitir los temores de un niño, no los de un hombre. A medida que iba adquiriendo uso de razón, hu­biera debido despabilarse y liberarse de todo lo que fuera indigno en la autoridad que tenían sobre él. Hubiera debido oponerse a la primera tentativa de sus tíos para que desairara a su padre. Si hu­biera empezado cumpliendo con su deber, ahora no tropezaría con ninguna dificultad.


-Nunca nos pondremos de acuerdo sobre esta cuestión -excla­mó Emma- y no tiene nada de extraño. Yo no tengo en absoluto la impresión de que sea un joven débil; estoy segura de que no lo es. El señor Weston no podría estar tan ciego, aun tratándose de su propio hijo; sólo que es muy probable que ese joven tenga un carácter más dócil, más condescendiente, más complaciente de lo que usted considera propio de un hombre perfecto. Estoy casi se­gura de que es así; y aunque eso pueda privarle de algunas ven­tajas, le asegura en cambio otras muchas.

-Sí; todas las ventajas de quedarse muy tranquilo en su casa cuando debería estar en otro sitio, todas las ventajas de llevar una vida de diversiones y de ociosidad, y de imaginarse extraordina­riamente hábil para encontrar excusas para ello; así puede sentarse a escribir una carta preciosa y llena de floreos que contenga tantas protestas de afecto como falsedades, y convencerse a sí mismo de que ha encontrado el mejor sistema del mundo para conservar la paz dentro de casa y evitar que su padre tenga ningún derecho a quejarse. Sus cartas no me gustan en absoluto.

-Pues tiene usted gustos muy particulares. Al parecer todo el mundo las encuentra bien.

-Sospecho que a la señora Weston no le parecen tan bien. No creo que puedan ser del agrado de una mujer que tiene tan buen juicio y una inteligencia tan despierta como ella; que ocupa el lugar de una madre, pero que no está ciega por el cariño de las madres. Por ella su visita a Randalls es doblemente necesaria, y debe de sentir doblemente esa desatención. Si ella hubiera sido una per­sona de posición, estoy seguro de que el señor Frank Churchill ya hubiera venido a Randalls; y entonces poco valor hubiese tenido el que viniese o no. ¿Cree usted que su amiga no se ha hecho aún esas reflexiones? ¿Supone usted que a menudo no se dice todo eso para sus adentros? No, Emma, ese joven que usted cree tan «ama­ble» sólo lo es en francés, no en inglés. Puede ser muy «aimable», tener muy buenos modales, ser de trato muy agradable; pero carece de lo que en inglés entendemos por delicadeza hacia los sentimien­tos de los demás; en él no hay nada verdaderamente «amiable».

-Está usted empeñado en tener muy mal concepto de él.

-¿Yo? En absoluto -replicó el señor Knightley un poco contra­riado-; no tengo ningún interés en pensar mal de él. Estoy tan dispuesto a reconocer sus méritos como los de cualquier otro; pero los únicos de los que he oído hablar se refieren solamente a su persona; que es alto y apuesto, y de modales finos y de trato agradable.

-Pues aunque sólo pudiera alabársele por esto, en Highbury sería inapreciable. Aquí no tenemos muchas ocasiones de encontrar a jóvenes de buen ver, bien educados y de trato agradable. No podemos ser tan exigentes y pedir que lo tenga todo. ¿Se imagina usted, señor Knightley, la sensación que producirá su llegada? No se hablará de otra cosa en las parroquias de Donwell y Highbury; no se prestará atención a nadie más... no habrá otro objeto de curiosidad; todo el mundo tendrá los ojos puestos en el señor Frank Churchill; no pensaremos en nada más ni hablaremos de ninguna otra persona.

-Ya me disculparán porque no me deslumbre tanto como us­tedes. Si me parece que puede cambiar, me alegraré de conocerle; pero si sólo es un mequetrefe presuntuoso y hablador, poco tiempo y pocas reflexiones voy a dedicarle.

-La idea que tengo de él es la de que sabe adaptar su con­versación al gusto de cada persona, y que tiene el don y el deseo de resultar agradable a todo el mundo. A usted le hablará de cuestiones de agricultura; a mí de dibujo o de música; y así hará con todos, ya que tiene conocimientos generales sobre todos los te­mas que le permiten seguir una conversación o iniciarla, según re­quieran las circunstancias, y tener siempre algo interesante que de­cir sobre todas las cosas; ésta es la idea que yo me hago de él.

-Pues la mía -dijo vivamente el señor Knightley- es que si resulta ser como usted dice, será el sujeto más insoportable que hay bajo la capa del cielo... ¡Vaya...! A los veintitrés años pretendiendo ser el primero de todos, el gran hombre, el que tiene más experiencia del mundo, que sabe adivinar el carácter de cada cual y aprovecha el tema de conversación que interesa a cada uno para exhibir su propia superioridad... Que prodiga adulaciones a diestra y siniestra para que todos los que le rodean parezcan ne­cios comparados con él... Mi querida Emma, cuando llegue el mo­mento, su sentido común no le permitirá soportar a semejante fan­toche.

-No voy a decirle nada más de él -exclamó Emma-; porque usted todo lo toma a mal. Los dos tenemos prejuicios; usted en contra y yo a favor; y no habrá modo de que nos pongamos de acuerdo hasta que lo tengamos aquí.

-¿Prejuicios? Yo no tengo prejuicios.

-Pues yo sí, y muchos, y no me avergüenzo en absoluto de tenerlos. El afecto que tengo a los señores Weston me hace tener un fuerte prejuicio en favor suyo.

-Ésta es una persona en la que apenas pienso una vez al mes -dijo el señor Knightley con un aire tan molesto que movió a Emma a cambiar inmediatamente de conversación, a pesar de que no podía comprender por qué se enojaba tanto.

Mostrar tanta aversión por un joven sólo porque parecía ser de carácter distinto al suyo era impropio de la gran amplitud de miras que Emma estaba acostumbrada a reconocer en él; porque a pesar de la elevada opinión que él tenía de sí mismo -defecto que Emma le reprochaba a menudo-, antes de entonces ella nunca hu­biera supuesto ni por un momento que tal cosa le hiciera ser in­justo para con los méritos de otra persona.

Continuará...


miércoles, 18 de julio de 2012

EMMA Capítulo XVII


CAPÍTULO XVII



EL señor y la señora John Knightley no se quedaron en Hartfield por mucho tiempo más. El tiempo no tardó en mejorar lo su­ficiente para que pudieran irse los que tenían que hacerlo; y el señor Woodhouse, como de costumbre, después de haber intentado conven­cer a su hija para que se quedara con todos los niños, tuvo que ver partir a toda la familia y volver a sus lamentaciones sobre el destino de la pobre Isabella... la pobre Isabella que se pasaba la vida ro­deada de personas a quienes adoraba, ensalzando sus virtudes y sin ver ninguno de sus defectos, y siempre inocentemente atareada, po­día considerarse como un verdadero modelo de felicidad femenina.

Al atardecer del mismo día en que ellos se fueron, llegó una nota del señor Elton para el señor Woodhouse, una larga, cortés y cere­moniosa nota, en la cual, en medio de los mayores cumplidos, el se­ñor Elton anunciaba «que al día siguiente por la mañana se proponía salir de Highbury para dirigirse a Bath, en donde, correspondiendo a las reiteradas invitaciones de unos amigos, se había comprometi­do a pasar unas cuantas semanas, y lamentaba infinitamente que, debido a una serie de circunstancias derivadas del mal tiempo y de sus ocu­paciones, le fuera imposible despedirse personalmente del señor Wood­house, de cuyas amables atenciones guardaría siempre un grato re­cuerdo... y en caso de que el señor Woodhouse tuviera algún en­cargo que darle, lo cumpliría con mucho gusto...»

Emma tuvo una agradabilísima sorpresa... La ausencia del señor Elton precisamente en aquellos días era lo mejor que hubiera podido desear. Le quedó agradecida por habérsele ocurrido la idea de mar­charse, pero lo que ya no le parecía tan bien era el modo en que anunciaba su partida. No podía haber mostrado su resentimiento de un modo más claro que limitándose a ser cortés para con su padre, sin citarla a ella para nada. Ni siquiera la mencionaba en los cumplidos con que empezaba la carta... Su nombre no aparecía por ninguna parte... Y todo ello implicaba un cambio de actitud tan acusado, y la despedida, llena de amables frases de gratitud, respiraba tal énfasis que al principio Emma pensó que no dejaría de despertar sospechas en su padre.

Y sin embargo no fue así... Su padre estaba demasiado absorto por la sorpresa que le produjo un viaje tan inesperado, y por sus temores de que el señor Elton no pudiese llegar sano y salvo, y no encontró extraño el tono de la carta; que por otra parte les fue muy útil, ya que les proporcionó un nuevo tema de reflexión y conversación durante todo el resto de aquella solitaria velada. El señor Woodhouse hablaba de sus temores, mientras que Emma, con su habitual solicitud, hacía todo lo posible por desvanecerlos.

Emma decidió por fin informar a Harriet de lo ocurrido. Según sus noticias ya casi se había recuperado del todo de su resfriado, y era preferible que tuviera el mayor tiempo posible para rehacerse de su otro mal antes de que regresara el señor Elton. Así pues, al día siguiente se dirigió a casa de la señora Goddard para tener aquella penosa y necesaria explicación; era forzoso que fuera un momento difícil... Tenía que destruir todas las esperanzas que ella misma había estado alimentando con tanto afán... mostrarse en el ingrato papel de la que había sido preferida... y reconocer que se había equivocado totalmente y que todas sus ideas sobre aquella cuestión habían sido erróneas, como todas sus observaciones, todas sus convicciones, todos los augurios que ella había hecho durante las últimas seis semanas.

La confesión renovó por completo en Emma el sonrojo de unos días atrás... y al ver las lágrimas de Harriet pensó que aquello nunca podría perdonárselo.

Harriet aceptó la realidad con mucho temple... sin hacer ningún reproche a nadie... y demostrando en todos los detalles un candor y una modestia que en aquellos momentos tenían un gran valor ante los ojos de su amiga.



Emma estaba en una buena disposición de ánimo para apreciar hasta el máximo la sencillez y la modestia; y todo lo que era afecto y comprensión, todo lo que debería resultar tan atractivo, le parecía estar de parte de Harriet, no de la suya. Harriet no se creía con derecho a quejarse de nada. Ganarse el afecto de un hombre como el señor Elton le parecía una distinción demasiado grande para ella... Nunca hubiera podido ser digna de él... Y na­die, excepto una amiga tan parcial y tan cariñosa como la señorita Woodhouse hubiera pensado que tal cosa fuera posible.

Derramó abundantes lágrimas... pero su aflicción era tan autén­tica, tan poco afectada, que ninguna otra actitud hubiera podido impresionar más a Emma... y la escuchaba e intentaba consolarla recurriendo a todo su afecto y a toda su inteligencia... aquella vez realmente convencida de que Harriet era muy superior a ella... y que de parecerse más a su amiga conseguiría más bienestar y felicidad de lo que podrían proporcionarle todo su talento y toda su sensibilidad.

Quizá ya era demasiado tarde para proponerse ser ingenua y can­dorosa; pero Emma se separó de su amiga reafirmándose en su anterior propósito de ser humilde y discreta, y de refrenar su ima­ginación durante todo el resto de su vida. Ahora su segundo de­ber, inferior tan sólo a las obligaciones que tenía para con su padre, era el de procurar el bienestar de Harriet y demostrarle su afecto por algún otro medio mejor que el de prepararle una boda. Se la llevó a Hartfield, dándole continuas pruebas de su cariño y esforzándose por distraerla y hacer que se divirtiese, y valiéndose de la conversación y de la lectura para apartar de sus pensamientos al señor Elton.

Ya sabía que era preciso que transcurriera tiempo para lograr lo que se proponía; y Emma se daba cuenta de que no era la más indicada para opinar sobre esas cuestiones en general ni para compenetrarse demasiado con alguien que se sintiera atraída por el señor Elton en concreto; pero le parecía lógico pensar que a la edad de Harriet, y una vez extinguida toda esperanza, para cuando regresara el señor Elton podía haberse llegado ya a un cier­to estado de serenidad que permitiera a ambos volver a encontrarse en la común rutina de la amistad sin ningún peligro de delatar sus sentimientos ni de acrecentarlos.

Harriet le consideraba_ como un hombre totalmente perfecto, y seguía sosteniendo que no podía existir nadie que pudiera compa­rársele ni física ni moralmente... y la verdad es que demostraba estar mucho más enamorada de lo que Emma había previsto; pero, a pesar de todo, le parecía una cosa tan natural, tan inevitable tener que luchar contra una inclinación no correspondida de aquella clase, que no suponía que pudiera seguir siendo tan intensa duran­te mucho más tiempo.

Si el señor Elton a su regreso manifestaba su indiferencia de un modo evidente e inequívoco, como Emma no dudaba que tendría interés en hacer, no creía que Harriet siguiese- empeñada en cifrar su felicidad en verle o recordarle.

El hecho de que los tres estuvieran tan arraigados, tan profun­damente arraigados en el mismo lugar, era un mal para todos y cada uno de ellos. Ninguno de los tres podía cambiar de residencia ni cabía otra posibilidad de elección en el trato social. Era ine­vitable que se encontraran unos con otros, y tenían que componér­selas como pudieran.

Harriet además tenía poca suerte por el ambiente que había en­tre sus compañeras del pensionado de la señora Goddard, ya que el señor Elton era objeto de adoración por parte de todas las maes­tras y alumnas mayores de la escuela; y Hartfield era el único lugar en donde podía tener ocasión de oír hablar de él con fría serenidad o con crudo realismo. Donde se había producido la he­rida allí debía ser curada, si es que era posible; y Emma se daba cuenta de que hasta que no viese a su amiga en vías de curación no podría recuperar la verdadera paz.

miércoles, 11 de julio de 2012

EMMA Capítulo XVI


CAPÍTULO XVI


Una vez cepillado el cabello y despedida la criada, Emma se puso a meditar en sus desventuras... ¡La verdad es que todo había salido mal! Todos sus planes deshechos, todas sus esperanzas frus­tradas ¡y de qué modo! ¡Qué golpe para Harriet! Eso era lo peor de todo. Todas las circunstancias de aquella cuestión eran penosas y humillantes por un motivo u otro; pero comparándolo con el mal que se había hecho a Harriet, lo demás carecía de importancia; y Emma hubiera aceptado gustosa haberse equivocado aún más -ha­berse hundido aún más en el error-, tenerse que reprochar una falta de criterio aún mayor, con tal de que ella fuera la única que pagase por sus torpezas.

-Si yo no hubiese convencido a Harriet para que se inclinara hacia él, ahora me sería más fácil sobrellevarlo todo. Él quizás hu­biera redoblado sus pretensiones respecto a mí... pero ¡pobre Ha­rriet!

¡Cómo podía haber estado tan ciega! Y él aseguraba que nunca había pensado seriamente en Harriet... ¡nunca! Intentó recapitular lo ocurrido en aquellas semanas; pero todo lo veía confuso. Supuso que tenía una idea fija y que había hecho que todo lo demás se acomodara a su prejuicio. Sin embargo, el modo de comportarse del señor Elton forzosamente tenía que haber sido ambiguo, incierto, poco claro, o de lo contrario ella no hubiera podido equivocarse tanto.



¡El cuadro! ¡Cómo se había interesado por aquel cuadro! ¡Y la charada! Y cien detalles más...; ¡todos parecían apuntar tan clara­mente a Harriet...! Desde luego que la charada con aquello del «ingenio»... aunque por otra parte lo de los «dulces ojos»... El hecho era que aquello podía decirse de cualquiera; era un embrollo de mal gusto y sin gracia. ¿Quién hubiera podido sacar algo en cla­ro de aquella tontería tan insípida?

Claro está que a menudo, sobre todo últimamente, Emma había notado que sus modales para con ella eran innecesariamente galan­tes; pero lo había considerado como una rareza suya, como una de sus exageraciones, una muestra más de su falta de tacto, de buen gusto, una prueba más de que no siempre había alternado con la mejor sociedad; que a pesar de lo cortés de su trato a veces ignoraba lo que era la verdadera distinción; pero hasta aquel mismo día, nunca ni por un momento había imaginado que todo aquello signi­ficaba algo más que un respeto agradecido como amiga de Harriet.

Debía al señor John Knightley el primer vislumbre de la verda­dera situación, la primera noticia de que aquello era posible. Era inne­gable que ambos hermanos tenían el juicio muy dato. Recordaba lo que el señor Knightley le había dicho en cierta ocasión acerca del señor Elton, la prudencia que le había aconsejado, la seguridad que tenía de que el señor Elton no renunciaría a una boda venta­josa; y Emma se sonrojaba al pensar que aquellas opiniones demos­traban un conocimiento mucho mayor del carácter de aquella persona que a lo que ella había llegado. Era algo terriblemente mortificante; pero el señor Elton en muchos aspectos demostraba ser todo lo con­trario de lo que ella había creído; orgulloso, arrogante, lleno de va­nidad; muy convencido de sus propias excelencias, y muy poco preocu­pado por los sentimientos de los demás.

Contrariamente a lo que suele ocurrir, el señor Elton al querer rendir homenaje a Emma había perdido toda estimación ante los ojos de la joven. Su declaración de amor y sus proposiciones no le sir­vieron de nada. Ella no se sintió halagada por esta predilección, y sus pretensiones le ofendieron. El señor Elton quería hacer una boda ventajosa y tenía el atrevimiento de poner los ojos en ella, de fingir que estaba enamorado; pero de lo que estaba totalmente segura es de que su decepción no sería muy profunda, ni había por qué preocu­parse por ella. Ni en sus palabras ni en su manera de actuar había verdadero afecto. Gran abundancia de suspiros y de palabras boni­tas; pero Emma apenas podía concebir expresiones, un tono de voz que tuviesen menos que ver con el amor verdadero. No tenía por qué preocuparse por compadecerle. Lo único que él quería era me­drar y enriquecerse; y si la señorita Woodhouse de Hartfield, la heredera de treinta mil libras anuales de renta, no era tan fácil de conseguir como él había imaginado, no tardaría en probar fortuna con otra joven que sólo tuviera veinte mil, o diez mil.

Pero... que él hablara de que Emma le había «alentado», que le supusiera enterada de sus intenciones, aceptando sus deferencias, en resumen, consintiendo en casarse con él... ¡Eso significaba que creía que ambos eran iguales en posición social y en inteligencia! Que miraba por encima del hombro a su amiga, distinguiendo cuidadosa­mente entre las categorías sociales que estaban por debajo de la suya, y que era tan ciego para todo lo que estaba por encima de él como para imaginarse que poner los ojos en ella no era ningún atre­vimiento excesivo... En fin, ¡era algo indignante!

Tal vez no tenía derecho a esperar que él comprendiera el abismo que les separaba en talento natural y en delicadezas de espíritu. La simple ausencia de esta igualdad impedía que se diera cuenta de ello; pero lo que sí debía saber era que en fortuna y en posición social ella estaba muy por encima. Debía saber que los Woodhouse, que procedían de la rama segundona de una antiquísima familia, se hallaban instalados en Hartfield desde hacía varias generaciones... y que los Elton no eran nadie. Ciertamente que las tierras que de­pendían de Hartfield no eran de una gran extensión, ya que consti­tuían sólo como una especie de mella de la heredad de Donwell Abbey, a la que pertenecía todo el resto de Highbury; pero su for­tuna, que procedía de otras fuentes, les situaba en una posición que sólo cedía en importancia a la de los propietarios de la misma Don­well Abbey; y los Woodhouse hacía ya tiempo que eran considera­dos como una de las familias más distinguidas y estimadas de aque­llos contornos, a los que el señor Elton había llegado hacía menos de dos años para abrirse camino como pudiera, sin contar con otras amistades que comerciantes, y sin otra recomendación que su cargo y sus maneras corteses.

Pero había llegado a imaginar que Emma estaba enamorada de él; evidentemente eso había sido lo que le dio confianza; y tras haber fantaseado un poco pensando en la poca adecuación que a veces exis­tía entre unos modales corteses y una mente vanidosa, Emma, con toda honradez se vio obligada a hacer alto y a admitir que se había mostrado con él tan complaciente y tan amable, tan llena de corte­sías y de atenciones (suponiendo que él no se hubiese dado cuen­ta de cuál era el verdadero móvil que la guiaba) que podía au­torizar a un hombre cuyas dotes de observación y buen criterio no eran excesivos, como era el caso del señor Elton, a imaginarse que ella le distinguía con sus preferencias. Si Emma se había engañado de tal modo acerca de los sentimientos del joven, no tenía mucho derecho a extrañarse de que él, cegado por el interés, también hu­biera interpretado mal las intenciones de ella.

El primer error y el más grave de todos lo había cometido ella. Era un disparate, una gran equivocación empeñarse en casar a dos personas. Era ir demasiado lejos, hacer algo que no le incumbía, convertir en frívolo algo que debería ser serio, en artificioso lo que debería ser natural. Estaba muy preocupada por todo aquello y sen­tía vergüenza de sí misma, y decidió no volver nunca más a hacer nada parecido.

«He sido yo -se decía a sí misma- quien ha convencido a la pobre Harriet para que se sintiera atraída por ese hombre. Si no hubiera sido por mí, nunca hubiera pensado en él; y desde luego nunca hubiera pensado en él alimentando esperanzas si yo no le hu­biese asegurado que el señor Elton se interesaba por ella, porque Harriet es tan modesta y humilde como yo creía que era él. ¡Oh! ¡Si me hubiera contentado con convencerla de que no aceptase al joven Martin! En eso sí que no me equivoqué. Hice bien; pero ten­dría que haberme conformado con eso y dejar que el tiempo y la suerte hicieran lo demás. Yo la estaba introduciendo en la buena sociedad y dándole ocasión de que alguien de más categoría se sin­tiera atraído por ella; no debería haber intentado nada más. Pero ahora, pobre muchacha, se le acabó el sosiego durante algún tiempo. Sólo he sido buena amiga a medías; pero es que aparte de la de­cepción que ahora pueda tener, no se me ocurre nadie más que pueda convenirle del todo... ¿William Cox...? ¡Oh, no! A William Cox no puedo soportarle... un abogadillo presuntuoso...»

Se detuvo para sonrojarse y se echó a reír al ver cómo reincidía; pero en seguida se puso a reflexionar más seriamente, aunque con menos optimismo, acerca de lo que había ocurrido y lo que podía y debía ocurrir. La penosa explicación que tenía que dar a Harriet y todo lo que iba a sufrir la pobre Harriet, además de lo violentas que iban a ser para las dos las futuras entrevistas, las dificultades de seguir con aquella amistad o de romper, de dominar su pena, disimular su resentimiento y evitar que se supiera todo aquello, bas­taron para ocuparla en melancólicas reflexiones durante algún tiempo más, y por fin se acostó sin haber decidido nada, pero convencida de haber cometido una terrible equivocación.

Emma, con su temperamento juvenil y espontáneamente alegre, con la llegada del nuevo día no podía dejar de sentirse animosa de nuevo, a pesar de los sombríos pensamientos que la habían domi­nado la noche anterior. La juventud y alegría de la mañana pare­cían corresponder a las de su espíritu, y ejercían sobre él una pode­rosa influencia; y si sus cuitas no habían sido lo suficientemente graves como para impedirle cerrar los ojos, éstos al abrirse hallaron sin duda las cuitas más aliviadas y las esperanzas más luminosas.

Por la mañana Emma se levantó mejor dispuesta para encontrar soluciones de lo que se había acostado, más resuelta a ver con buen ánimo los problemas que tenía que afrontar, y con más confianza para salir airosa de ellos.

Era un gran alivio que el señor Elton no estuviese realmente ena­morado de ella y que no fuera una persona de extremada delicadeza a quien sentía tener que causar una decepción... que Harriet no tuviera tampoco una de esas sensibilidades superiores en las que los sentimientos son más intensos y duraderos... y que no hubiera ne­cesidad de que nadie más se enterara de lo que había pasado, que todo quedara entre ellos tres, y sobre todo que su padre no tuviera ni un momento de preocupación por todo aquello.

Éstos eran pensamientos muy alentadores; y la espesa capa de nieve que cubría la tierra vino también en su ayuda, ya que en aquellos momentos cualquier cosa que pudiese justificar el que los tres se mantuvieran totalmente alejados los unos de los otros debía ser bien acogida.

Así pues, el tiempo le era francamente favorable; a pesar de ser día de Navidad no podía ir a la iglesia. El señor Woodhouse se hu­biese preocupado mucho si su hija lo hubiera intentado, y por lo tanto Emma se evitaba así el suscitar o revivir ideas desagradables y deprimentes. Como la nieve lo cubría todo y la atmósfera se ha­llaba en este estado inestable entre la helada y el deshielo, que es el que menos invita a estar al aire libre, y como cada mañana em­pezaba con lluvia o nieve y al atardecer volvía a helar, durante mu­chos días Emma tuvo el mejor pretexto para considerarse como pri­sionera en su casa. No podía comunicarse con Harriet más que por escrito; no podía ir a la iglesia ningún domingo, igual que el día de Navidad; y no necesitaba dar ninguna excusa para justificar la ausen­cia del señor Elton.

El tiempo que hacía explicaba perfectamente que todo el mundo se encerrara en su casa; y aunque Emma confiaba, y casi estaba se­gura de ello, que el señor Elton se consolaría con el trato de alguna otra persona, era muy tranquilizador ver que su padre se hallaba tan convencido de que el vicario no se movía de su casa, y de que era demasiado prudente para exponerse a salir; y oírle decir al señor Knightley, a quien ningún tiempo podía impedir que les visitara:

-¡Ah, señor Knightley! ¿Por qué no se queda usted en su casa como el pobre señor Elton?

Aquellos días de reclusión fueron muy gratos para todos -excepto para Emma, que seguía con sus íntimas vacilaciones- ya que este tipo de vida era muy del agrado de su cuñado, cuyo estado de ánimo era siempre de gran importancia para los que le rodeaban; el señor Knightley, además de haber dejado todo su mal humor en Randalls, durante el resto de su estancia en Hartfield no había dejado de mostrarse amable y contento. Estaba siempre lleno de cordialidad y de deferencias, y hablaba bien de todo el mundo. Pero a pesar de sus esperanzas optimistas y del alivio que le proporcionaba aquella tre­gua, Emma se sentía amenazada por la idea de que tarde o temprano tendría que dar una explicación a Harriet, y ello hacía imposible que la joven se sentía totalmente tranquila.

Continuará...