CAPÍTULO XII
EL
señor Knightley cenó con ellos... lo cual más bien contrarió al señor
Woodhouse, quien prefería no tener invitados el primer día de la estancia de Isabella. Pero el buen sentido de Emma lo había decidido así; y además de la consideración que se debía a los
dos hermanos, tenía especial interés en invitarle debido a la reciente disputa
que había habido entre el señor Knightley y ella.
Confiaba
en que podrían volver a ser buenos amigos. Le parecía que ya era hora de hacer
las paces. Pero la verdad es que no iban a hacer las paces. Desde luego ella
tenía razón, y él jamás reconocería que no la había tenido. O sea que era
indudable que ninguno de los dos cedería; pero era la ocasión de aparentar que
habían olvidado su disputa; y cuando él entró en la estancia, Emma, que estaba con uno de los pequeños, pensó
que aquella era una buena oportunidad que podía contribuir a reanudar su
amistad; la niñita era la menor de los hermanos y tenía unos ocho meses; era su
primera visita a Hartfield, y parecía muy satisfecha de sentirse mecida por
los brazos de su tía. Y efectivamente la oportunidad fue favorable; pues
aunque él empezó poniendo cara muy seria y haciendo preguntas bruscas, no tardó
en hablar de los pequeños en el tono ordinario. Emma se dio
cuenta de que volvían a ser amigos; al principio ello le produjo una gran satisfacción,
y luego le inspiró una cierta insolencia, y no pudo por menos de decirle
mientras él admiraba a la niña:
-Es
un consuelo que por lo menos estemos de acuerdo respecto a nuestros sobrinos y
sobrinas. Porque a veces sobre las personas mayores tenemos opiniones muy
distintas; pero respecto a estos niños observo que siempre estamos de acuerdo.
-Si
al juzgar a las personas mayores, en vez de dejarse arrastrar por su
imaginación y sus caprichos se dejara guiar por los sentimientos naturales,
como hace usted cuando se trata de estos niños, siempre podríamos estar de
acuerdo.
-Desde
luego, nuestras diferencias siempre se deben a que yo estoy equivocada, ¿no es
así?
-Sí
-dijo él, sonriendo- y hay una buena razón para ello: cuando usted nació yo
tenía ya dieciséis años.
-Cierto,
es una diferencia de edad -replicó Emma-, y no
dudo de que en aquella época tenía usted mucho más criterio que yo; pero, ¿no
cree que los veintiún años que han transcurrido desde entonces pueden haber
contribuido a igualar bastante nuestras inteligencias?
-Sí...
bastante.
-A
pesar de todo, no lo suficiente como para concederme la posibilidad de que sea
yo la que tenga razón si disentimos en algo.
-Aún
le llevo la ventaja de tener dieciséis años más de experiencia y de no ser una
linda muchacha y una niña mimada. Vamos, mi querida Emma, seamos amigos y no hablemos más del asunto. Y tú, Emmita, dile a tu
tía que no te dé el mal ejemplo de remover antiguos agravios, y que si antes
tenía razón ahora no la tiene.
-Es
verdad -exclamó-, es la pura verdad. Emmita, tienes que llegar a ser una mujer
mejor que tu tía. Sé muchísimo más lista, y no seas ni la mitad de vanidosa que
ella. Ahora, señor Knightley, permítame dos palabras más y termino. Creo que
los dos teníamos las mejores intenciones, y debo decirle que aún no se ha
demostrado que ninguno de mis argumentos sea falso. Sólo quiero saber si el
señor Martin no ha sufrido una decepción
demasiado grande.
-No
podía sufrirla mayor -fue la breve y rotunda respuesta.
-¡Ah!
De veras que lo siento mucho... ¡Vaya, démonos las manos!
Apenas
habían acabado de estrecharse las manos, y con gran cordialidad, cuando hizo su
aparición John Knightley y los «¿Qué tal, George?», «Hola, John , ¿qué tal?», se sucedieron en el tono más
característicamente inglés, ocultando bajo una impasibilidad que lo parecía
todo menos indiferencia, el gran afecto que les unía, y que de ser necesario
hubiera llevado a cualquiera de los dos a hacer cualquier sacrificio por el
otro.
La
velada era apacible e invitaba a la conversación, y el señor Woodhouse renunció
totalmente a los naipes con objeto de poder charlar a sus anchas con su querida
Isabella, y en la pequeña reunión no
tardaron en formarse dos grupos: de una parte él y su hija; de otra los dos
señores Knightley; en ambos grupos se hablaba de cosas totalmente distintas, y
muy raras veces se mezclaban las conversaciones... y Emma tan pronto se unía a unos como a otros.
Los
dos hermanos hablaban de sus asuntos y ocupaciones, pero sobre todo de los del
mayor, quien era con mucho el más comunicativo de ambos y que siempre había
sido el más hablador. Como magistrado solía tener alguna cuestión de leyes que
consultar a John , o por lo menos alguna anécdota
curiosa que referir; y como hacendado y administrador de la heredad familiar de
Donwell, le gustaba hablar de lo que se sembraría al año siguiente en cada
campo y dar una serie de noticias locales que no podían dejar de interesar a
un hombre que como su hermano había vivido allí la mayor parte de su vida y que
sentía un gran apego por aquellos lugares. El proyecto de construcción de una
acequia, el cambio de una cerca, la tala de un árbol y el destino que iba a
darse a cada acre de tierra -trigo, nabos o grano de primavera- era discutido
por John con tanto apasionamiento como lo
permitía la frialdad de su carácter; y si la previsión de su hermano dejaba
alguna cuestión por la que preguntar, sus preguntas llegaban incluso a tomar un
aire de cierto interés.
Mientras
ellos se hallaban así gratamente ocupados, el señor Woodhouse se complacía
abandonándose con su hija a felices añoranzas y aprensivas muestras de afecto.
-Mi
pobre Isabella -dijo cogiéndole cariñosamente
la mano e interrumpiendo por breves momentos la labor que hacía para alguno de
sus cinco hijos-; ¡cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que estuviste
aquí! ¡Y qué largo se me ha hecho! ¡Y qué cansada debes de estar después de
este viaje! Tienes que acostarte pronto, querida... pero antes de irte a la
cama te recomiendo que tomes un poco de avenate. Los dos tomaremos un buen bol
de avenate, ¿eh? Querida Emma,
supongo que todos
tomaremos un poco de avenate.
Emma no podía suponer tal cosa porque
sabía que los hermanos Knightley eran tan reacios a aquella bebida como ella
misma... y sólo se pidieron dos boles. Después de pronunciar unas frases más en
elogio del avenate, extrañándose de que no todo el mundo lo tomara cada noche, dijo en un tono gravemente
reflexivo:
-Querida,
no creo que hicierais bien en ir a pasar el otoño a South End
en vez de venir
aquí. Nunca he tenido mucha confianza en el aire de mar.
-Pues
el señor Wingfield nos lo recomendó con mucha insistencia, papá... de lo
contrario no hubiéramos ido. Nos lo recomendó para todos los niños, pero sobre
todo para Bella, que siempre tiene la garganta tan delicada... aire de mar y
baños.
-No
sé, querida, pero Perry tiene muchas dudas de que el mar pueda hacerle algún
bien; y en cuanto a mí, hace tiempo que estoy totalmente convencido, aunque tal
vez nunca te lo había dicho antes de ahora, de que el mar casi nunca beneficia
a nadie. Estoy seguro de que en una ocasión a mí casi me mató.
-Vamos,
vamos -exclamó Emma, dándose cuenta de que aquél era
un tema peligroso-. Por favor, no hables del mar. Siento tanta envidia que me
pongo de mal humor; ¡yo que nunca lo he visto! De modo que queda prohibido
hablar de South End, ¿de acuerdo, papá? Querida Isabella, veo que aún no has preguntado por el señor
Perry; y él nunca se olvida de ti.
-¡Oh,
sí! ¡El bueno del señor Perry! ¿Cómo está, papá?
-Pues
bastante bien; pero no bien del todo. El pobre Perry sufre de la bilis y no
tiene tiempo para cuidarse... me dice que no tiene tiempo para cuidarse... lo
cual es muy triste... pero siempre le están llamando de toda la comarca.
Supongo que no hay nadie más de su profesión por estos alrededores. Pero además
es que no hay nadie tan inteligente como él.
-Y
la señora Perry y sus niños, ¿cómo están? Los niños deben de estar ya muy
crecidos... Siento un gran afecto por el señor Perry. Espero que pronto venga a
visitarnos. Le gustará ver a mis pequeños.
-Creo
que vendrá mañana porque tengo que hacerle dos o tres consultas de cierta
importancia. Y cuando venga, querida, sería mejor que diera un vistazo a la
garganta de Bella.
-¡Oh,
papá! Está tan mejorada de la garganta que ya casi no me preocupa. No sé si han
sido los baños o si la mejoría tiene que atribuirse a una excelente cataplasma
que nos recomendó el señor Wingfield y que hemos estado poniéndole una serie de
veces desde el mes de agosto.
-Querida,
no es muy probable que hayan sido los baños los que le hayan sentado bien... y
si yo hubiese sabido que lo que necesitabais era una cataplasma hubiera hablado
con...
-Me
parece que os habéis olvidado de la señora y la señorita Bates -dijo Emma-; no os he oído preguntar por ellas ni una sola
vez.
-¡Oh,
sí, las Bates, pobres! Estoy totalmente avergonzada de mí misma... pero las mencionabas en la mayoría de tus cartas. Supongo
que están bien, ¿no? ¡Pobre señora Bates, con lo buena que es! Mañana iré a
visitarla y me llevaré a los niños... ¡Están siempre tan contentas de ver a mis
niños! ¡Y la señorita Bates también es tan buena persona! Lo que se dice gente
buena de veras... ¿Cómo están, papá?
-Pues
en conjunto bastante bien, querida. Pero la pobre señora Bates hace poco más o
menos un mes tuvo un resfriado muy maligno.
-¡Cuánto
lo siento! Yo nunca había visto tantos resfriados como en este otoño. El señor
Wingfield me decía que él nunca había visto tantos ni tan fuertes... excepto
cuando hay una epidemia de gripe.
-Sí,
querida, desde luego ha habido muchos; pero no tantos como piensas. Perry dice
que este año ha habido muchos resfriados, pero no tan fuertes como él los ha
visto muchas veces en el mes de noviembre. Perry no considera que en conjunto
ésta haya sido una temporada de las peores.
.
-No, no creo que el señor Wingfield considere esta temporada de las peores,
pero...
-¡Ay,
pobre hija mía! La verdad es que en Londres todas las temporadas son malas.
Nadie está sano en Londres ni nadie puede estarlo. ¡Es horrible que te veas
obligada a vivir allí! ¡Tan lejos! ¡Y en una atmósfera tan malsana!
-No,
la verdad es que donde vivimos no hay una atmósfera malsana en absoluto.
Nuestro barrio queda mucho más alto que la mayoría de los demás. Papá, no
puedes decir que es igual vivir donde vivimos nosotros que en cualquier otra
parte de Londres. La parte de Brunswick Square es
muy distinta de casi todo el resto. Allí el aire es mucho más puro. Reconozco
que me costaría acostumbrarme a vivir en cualquier otro barrio de la ciudad;
no me gustaría que mis hijos vivieran en ningún otro... ¡pero aquí es un lugar
tan oreado! El señor Wingfield opina que para aire puro no hay nada mejor que
los alrededores de Brunswick
Square.
-¡Ay, sí, querida, pero no es como Hartfield! Tú
dirás lo que quieras, pero cuando hace una semana que estáis en Hartfield todos
parecéis otros; tú no pareces la misma. Ahora, por ejemplo, yo no diría que
ninguno de vosotros tenéis muy buen aspecto.
-Cómo
siento oírte decir eso, papá; pero te aseguro que, exceptuando aquellas
jaquecas nerviosas y las palpitaciones que tengo en todas partes, me encuentro
perfectamente bien; y si los niños estaban un poco pálidos antes de acostarse
era sólo porque estaban más cansados que de costumbre, debido al viaje y a las
emociones de llegar a Hartfield. Confío en que mañana les verás con mejor
aspecto; porque te aseguro que el señor Wingfield me ha dicho que nunca nos
había mandado al campo con mejor salud. Por lo menos espero que no tengas la
impresión de que mi marido parece enfermo -dijo volviendo la mirada con
afectuosa ansiedad hacia el señor Knightley.
-Pues
así así, querida; contigo no voy a hacer cumplidos. En mi opinión, el señor John Knightley está lejos de tener un aspecto
saludable.
-¿Qué
ocurre? ¿Hablabais de mí? -preguntó el señor John Knightley al oír pronunciar su nombre.
-Querido,
siento decirte que mi padre no te encuentra un aspecto saludable... pero
espero que sólo sea porque estás un poco cansado. A pesar de todo ya sabes que
te dije que me hubiera gustado que el señor Wingfield te visitara antes de
salir de Londres.
-Querida
Isabella -exclamó él con impaciencia-, te
ruego que no te preocupes por mi aspecto. Confórmate con mimar y medicinar a
los niños y a ti misma y déjame tener el aspecto que quiera.
-No
he entendido bien lo que estabas contando a tu hermano -exclamó Emma -sobre tu amigo el señor Gra ham, que quería tomar un mayordomo escocés para
que cuidara de sus nuevas propiedades. ¿Crees que dará resultado? ¿No son
demasiado fuertes los viejos prejuicios?
Y
así siguió hablando durante tanto rato y con tan buena fortuna que cuando
volvió a verse obligada a prestar atención de nuevo a su padre y a su hermana,
lo más grave que oyó fue que Isabella se
interesaba amablemente por Jane
Fairfax... y aunque
Jane Fairfax no era precisamente una
de sus favoritas, en aquellos momentos sintió un gran alivio al escuchar
elogios suyos.
-¡Oh, Jane Fairfax! ¡Es tan cariñosa y tan amable! -dijo la señora John Knightley-. ¡Hace tanto tiempo que no la he
visto...! Excepto unas cuantas veces que nos hemos encontrado por casualidad
en Londres y hemos hablado sólo unos momentos... ¡Qué contentas deben de estar
su anciana abuela y su tía, que son tan buenas personas, cuando viene a
visitarlas! Siempre que pienso en ella, lo siento tanto por Emma, que no pueda pasar más tiempo en Highbury...
Pero ahora que su hija se ha casado, supongo que el coronel y la señora Campbell no consentirán en separarse de ella. ¡Hubiera
sido una compañera tan agradable para Emma... ! El señor Woodhouse estuvo de acuerdo con todo
esto, pero añadió:
-Sin
embargo, nuestra joven amiga, Harriet Smith, también
es otra muchacha excelente. Te gustará, Harriet. Emma no podía tener mejor compañera
que Harriet.
-No
sabes-lo que me alegra oír esto... sólo que Jane Fairfax es tan fina, tan distinguida... Y además tiene exactamente la
misma edad que Emma.
La
cuestión fue discutida con toda cordialidad, y al cabo de un rato se pasó a
otro de similar importancia que también se debatió en medio de la mayor
armonía; pero la velada no concluyó sin que un nuevo incidente volviera a turbar
un poco aquella calma. Llegó el avenate proporcionando nueva materia de
conversación... grandes elogios y muchos comentarios...
la irrefutable afirmación de que era saludable para toda clase de personas, y
lo que se dice severas filípicas contra las numerosas casas en las que no se
podía tomar un avenate medianamente tolerable... pero, por desgracia, entre
los lamentables casos que su hija citó como ejemplos para corroborar lo que
decía el señor Woodhouse, el más reciente y por lo tanto el más importante
había ocurrido en su propio hogar, en South End, en
donde una muchacha que habían contratado para la temporada nunca había sido
capaz de comprender lo que ella quería decir cuando hablaba de un bol de buen
avenate que no fuera espeso, sino más bien claro, aunque tampoco demasiado
claro. Ni una sola vez de las que había querido tomar avenate y se lo había
pedido había sido capaz de hacerle algo que pudiera beberse. Éste era un
principio peligroso.
-¡Ay!
-dijo el señor Woodhouse meneando la cabeza y contemplando a su hija con una
mirada de afectuosa preocupación.
La
exclamación para Emma quería decir: «¡Ay! No tienen fin las tristes consecuencias de
vuestra estancia en South
End; pero de eso no
se puede hablar.» Y durante unos minutos Emma confió en
que no iba a hablar de ello y que sus silenciosas cavilaciones bastarían para
devolverle al placer de saborear su avenate claro, como debía ser. Pero al cabo
de unos minutos añadió:
-Siempre
lamentaré que este otoño hayáis ido al mar en vez de venir aquí.
-Pero
¿por qué tienes que lamentarlo, papá? Te aseguro que a los niños les fue muy
beneficioso.
-Además,
si teníais que ir al mar hubiera sido mejor no ir a South End. South End es un lugar poco saludable. Perry quedó muy
sorprendido al saber que habíais elegido South End.
-Ya
sé que hay mucha gente que opina así, pero la verdad, papá, es que se equivocan
del todo... Allí nos hemos encontrado perfectamente bien de salud, y el limo no
nos molestó lo más mínimo; y el señor Wingfield dice que es un gran error
suponer que es un lugar malsano; y estoy segura de que puede confiarse en su
criterio, porque él sabe perfectamente de qué se compone el aire, y su propio
hermano ha estado allí con su familia varias veces.
-Sí,
querida, pero si queríais tomar baños podíais haber ido a Cromer; Perry hace
tiempo que pasó una semana en Cromer y considera el lugar como el mejor de
todos para los baños de mar. Tiene una playa grande y hermosa, y dice que allí
el aire es muy puro. Y por lo que he oído decir, allí podríais alojaros
bastante lejos del mar, a un cuarto de milla de distancia... y con todas las
comodidades. Deberíais consultarlo con Perry.
-Pero,
papá querido, piensa que eso está mucho más lejos; tendríamos que hacer un
viaje larguísimo... Cien millas por lo menos, en vez de cuarenta.
-¡Ay,
querida! Como dice Perry, cuando se trata de la salud, no debe tenerse en
cuenta nada más; y si hay que viajar, tanto da recorrer cuarenta millas como
cien... Es mejor no moverse de casa, es mejor quedarse en Londres que recorrer
cuarenta millas para ir a buscar un aire que es peor que el de la ciudad. Eso
fue exactamente lo que dijo Perry. A su entender vuestra decisión no podía ser
más equivocada.
Los
esfuerzos de Emma por hacer callar a su padre
fueron en vano; y cuando las cosas llegaban a este punto a Emma ya no le extrañaba que su cuñado
interviniera.
-El
señor Perry dijo en un tono de voz que revelaba una profunda contrariedad-
haría mejor en guardarse sus opiniones para quien se las pidiera. ¿Él qué tiene
que ver con eso y por qué se mete en lo que hago? ¿Por qué tiene que opinar
sobre si llevo mi familia a un pueblo de la costa o a otro? Espero que se me
permitirá dar mi opinión igual que al señor Perry... No necesito ni sus
consejos ni sus medicinas. -Hizo una pausa, Y calmándose rápidamente agregó con
sarcástica sequedad-: Si el señor Perry puede decirme cómo trasladar a la
esposa y a cinco hijos a una distancia de ciento treinta millas sin más gastos
ni molestias que a una distancia de cuarenta, estaré de acuerdo con él en que
es preferible ir a Cromer en vez de a South End.
-Sí,
sí, eso es verdad -exclamó su hermano, interviniendo apresuradamente en la
conversación-, es la pura verdad. Eso es algo muy importante. Pero, John , sobre lo que te decía acerca de mi proyecto de
desviar el camino de Langham, de hacerlo pasar un poco más hacia la derecha
para que no atraviese los prados de la finca, yo no veo que haya ninguna
dificultad. Si tuviera que representar molestias para los habitantes de
Highbury no seguiría adelante, pero si te acuerdas bien del trazado que tiene
el camino... Pero el único modo de demostrártelo es consultar nuestros planos.
Supongo que te veré mañana por la mañana en la Abadía, ¿no?, y entonces
podremos volverlos a estudiar y me darás tu opinión.
El
señor Woodhouse se sentía un poco turbado por los duros comentarios que se
habían hecho sobre su amigo Perry, a quien en realidad, aunque
inconscientemente, había atribuido muchas de sus propias ideas y de sus propias
expresiones; pero los apaciguadores cuidados de sus hijas consiguieron que
poco a poco se fuera desvaneciendo su inquietud, y la inmediata intervención de
uno de los dos hermanos y las mejores disposiciones del otro evitaron que se
renovase la violencia de aquella situación.