miércoles, 28 de marzo de 2012

EMMA Capítulo II

CAPÍTULO II

EL señor Weston era natural de Highbury, y había nacido en el seno de una familia honorable que en el curso de las dos o tres últimas generaciones había ido acrecentando su nobleza y su fortuna. Había recibido una buena educación, pero al tener ya des­de una edad muy temprana una cierta independencia, se encontró incapaz de desempeñar ninguna de las ocupaciones de la casa a las que se dedicaban sus hermanos; y su espíritu activo e inquieto y su temperamento sociable le había llevado a ingresar en la milicia del condado que entonces se formó.

El capitán Weston era apreciado por todos; y cuando las cir­cunstancias de la vida militar le habían hecho conocer a la señorita Churchill, de una gran familia del Yorkshire, y la señorita Churchill se enamoró de él, nadie se sorprendió, excepto el hermano de ella y su esposa, que nunca le habían visto, que estaban llenos de orgullo y de pretensiones, y que se sentían ofendidos por este enlace.

Sin embargo, la señorita Churchill, como ya era mayor de edad y se hallaba en plena posesión de su fortuna -aunque su fortuna no fuese proporcionada a los bienes de la familia- no se dejó disuadir y la boda tuvo lugar con infinita mortificación por parte del señor y la señora Churchill, quienes se la quitaron de encima con el debido decoro. Éste fue un enlace desafortunado y no fue motivo de mucha felicidad. La señora Weston hubiera debido ser más dichosa, pues tenía un esposo cuyo afecto y dulzura de carácter le hacían considerarse deudor suyo en pago de la gran felicidad de estar enamorada de él; pero aunque era una mujer de carácter no tenía el mejor. Tenía temple suficiente como para hacer su propia voluntad contrariando a su hermano, pero no el suficiente como para dejar de hacer reproches excesivos a la cólera también excesiva de su hermano, ni para no echar de menos los lujos de su antigua casa. Vivieron por encima de sus posibilidades, pero incluso eso no era nada en comparación con Enscombe: ella nunca dejó de amar a su esposo pero quiso ser a la vez la esposa del capitán Weston y la señora Churchill de Enscombe.

El capitán Weston, de quien se había considerado, sobre todo por los Churchill, que había hecho una boda tan ventajosa, resultó que había llevado con mucho la peor parte; pues cuando murió su esposa después de tres años de matrimonio, tenía menos dinero que al principio, y debía mantener a un hijo. Sin embargo, pronto se le libró de la carga de este hijo. El niño, habiendo además otro argumento de conciliación debido a la enfermedad de su madre, había sido el medio de una suerte de reconciliación y el señor y la señora Churchill, que no tenían hijos propios, ni ningún otro niño de parientes tan próximos de que cuidarse, se ofrecieron a hacerse cargo del pequeño Frank poco después de la muerte de su madre. Ya puede suponerse que el viudo sintió ciertos escrúpulos y no cedió de muy buena gana; pero como estaba abrumado por otras preocu­paciones, el niño fue confiado a los cuidados y a la riqueza de los Churchill, y él no tuvo que ocuparse más que de su propio bienes­tar y de mejorar todo lo que pudo su situación.

Se imponía un cambio completo de vida. Abandonó la milicia y se dedicó al comercio, pues tenía hermanos que ya estaban bien establecidos en Londres y que le facilitaron los comienzos. Fue un negocio que no le proporcionó más que cierto desahogo. Conservaba todavía una casita en Highbury en donde pasaba la mayor parte de sus días libres; y entre su provechosa ocupación y los placeres de la sociedad, pasaron alegremente dieciocho o veinte años más de su vida. Para entonces había ya conseguido una situación más desaho­gada que le permitió comprar una pequeña propiedad próxima a Highbury por la que siempre había suspirado, así como casarse con una mujer incluso con tan poca dote como la señorita Taylor, y vivir de acuerdo con los impulsos de su temperamento cordial y sociable.

Hacía ya algún tiempo que la señorita Taylor había empezado a influir en sus planes, pero como no era la tiránica influencia que la juventud ejerce sobre la juventud, no había hecho vacilar su decisión de no asentarse hasta que pudiera comprar Randalls, y la venta de Randalls era algo en lo que pensaba hacía ya mucho tiempo; pero había seguido el camino que se trazó teniendo a la vista estos objetivos hasta que logró sus propósitos. Había reunido una for­tuna, comprado una casa y conseguido una esposa; y estaba empe­zando un nuevo período de su vida que según todas las probabi­lidades sería más feliz que ningún otro de los que había vivido. Él nunca había sido un hombre desdichado; su temperamento le había impedido serlo, incluso en su primer matrimonio; pero el segundo debía demostrarle cuán encantadora, juiciosa y realmente afectuosa puede llegar a ser una mujer, y darle la más grata de las pruebas de que es mucho mejor elegir que ser elegido, despertar gratitud que sentirla.

Sólo podía felicitarse de su elección; de su fortuna podía dis­poner libremente; pues por lo que se refiere a Frank, había sido manifiestamente educado como el heredero de su tío, quien lo había adoptado hasta el punto de que tomó el nombre de Churchill al llegar a la mayoría de edad. Por lo tanto era más que improbable que algún día necesitase la ayuda de su padre. Éste no tenía ningún temor de ello. La tía era una mujer caprichosa y gobernaba por completo a su marido; pero el señor Weston no podía llegar a ima­ginar que ninguno de sus caprichos fuese lo suficientemente fuerte como para afectar a alguien tan querido, y, según él creía, tan me­recidamente querido. Cada año veía a su hijo en Londres y estaba orgulloso de él; y sus apasionados comentarios sobre él presentándole como un apuesto joven habían hecho que Highbury sintiese por él como una especie de orgullo. Se le consideraba perteneciente a aquel lugar hasta el punto de hacer que sus méritos y sus posibilidades fue­sen algo de interés general.

El señor Frank Churchill era uno de los orgullos de Highbury y existía una gran curiosidad por verle, aunque esta admiración era tan poco correspondida que él nunca había estado allí. A menudo se había hablado de hacer una visita a su padre, pero esta visita nunca se había efectuado.

Ahora, al casarse su padre, se habló mucho de que era una ex­celente ocasión para que realizara la visita. Al hablar de este tema no hubo ni una sola voz que disintiera, ni cuando la señora Perry fue a tomar el té con la señora y la señorita Bates, ni cuando la señorita Bates devolvió la visita. Aquella era la oportunidad para que el señor Frank Churchill conociese el lugar; y las esperanzas aumentaron cuando se supo que había escrito a su nueva madre sobre la cuestión. Durante unos cuantos días en todas las visitas matinales que se hacían en Highbury se mencionaba de un modo u otro la hermosa carta que había recibido la señora Weston.

-Supongo que ha oído usted hablar de la preciosa carta que el señor Frank Churchill ha escrito a la señora Weston. Me han dicho que es una carta muy bonita. Me lo ha dicho el señor Woodhouse. El señor Woodhouse ha visto la carta y dice que en toda su vida no ha leído una carta tan hermosa.

La verdad es que era una carta admirable. Por supuesto, la se­ñora Weston se había formado una idea muy favorable del joven; y una deferencia tan agradable era una irrefutable prueba de su gran sensatez, y algo que venía a sumarse gratamente a todas las felicitaciones que había recibido por su boda. Se sintió una mujer muy afortunada; y había vivido lo suficiente para saber lo afortunada que podía considerarse, cuando lo único que lamentaba era una se­paración parcial de sus amigos, cuya amistad con ella nunca se había enfriado, y a quienes tanto costó separarse de ella.

Sabía que a veces se la echaría de menos; y no podía pensar sin dolor en que Emma perdiese un solo placer o sufriese una sola hora de tedio al faltarle su compañía; pero su querida Emma no era una persona débil de carácter; sabía estar a la altura de su situación mejor que la mayoría de las muchachas, y tenía sensatez y energía y ánimos que era de esperar que le hiciesen sobrellevar fe­lizmente sus pequeñas dificultades y contrariedades. Y además era tan consolador el que fuese tan corta la distancia entre Randalb y Hartfield, tan fácil de recorrer, el camino incluso para una mujer sola y en el caso y en las circunstancias de la señora Weston que en la estación que ya se acercaba no pondría obstáculos en que pa­saran la mitad de las tardes de cada semana juntas.

Su situación era a un tiempo motivo de horas de gratitud para la señora Weston y sólo de momentos de pesar; y su satisfacción -más que satisfacción-, su extraordinaria alegría era tan justa y tan visible que Emma, a pesar de que conocía tan bien a su padre, a veces quedaba sorprendida al ver que aún era capaz de compade­cer a «la pobre señorita Taylor», cuando la dejaron en Randalls en medio de las mayores comodidades, o la vieron alejarse al atardecer junto a su atento esposo en un coche propio. Pero nunca se iba sin que el señor Woodhouse dejara escapar un leve suspiro y dijera:

-¡Ah, pobre señorita Taylor! ¡Tanto como le gustaría quedarse!



No había modo de recobrar a la señorita Taylor... Ni tampoco era probable que dejara de compadecerla; pero unas pocas semanas trajeron algún consuelo al señor Woodhouse. Las felicitaciones de sus vecinos habian terminado; ya nadie volvía a hurgar en su herida felicitándole por un acontecimiento tan penoso; y el pastel de boda, que tanta pesadumbre le había causado, ya había sido comido por completo. Su estómago no soportaba nada sustancioso y se resistía a creer que los demás no fuesen como él. Lo que a él le sentaba mal consideraba que debía sentar mal a todo el mundo; y por lo tanto había hecho todo lo posible para disuadirles de que hiciesen pastel de boda, y cuando vio que sus esfuerzos eran en vano hizo todo lo posible para evitar que los demás comieran de él. Se había tomado la molestia de consultar el asunto con el señor Perry, el boticario. El señor Perry era un hombre inteligente y de mucho mundo cuyas frecuentes visitas eran uno de los consuelos de la vida del señor Woodhouse; y al ser consultado no pudo por menos de reconocer (aunque parece ser que más bien a pesar suyo) que lo cierto era que el pastel de boda podía perjudicar a muchos, quizás a la mayoría, a menos que se comiese con moderación. Con esta opinión que confirmaba la suya propia, el señor Woodhouse intentó influir en todos los visitantes de los recién casados; pero a pesar de todo, el pastel se terminó; y sus benevolentes nervios no tuvieron descanso hasta que no quedó ni una migaja.

Por Highbury corrió un extraño rumor acerca de que los hijos del señor Perry habían sido vistos con un pedazo del pastel de boda de la señora Weston en la mano; pero el señor Woodhouse nunca lo hubiese creído.

viernes, 16 de marzo de 2012

EMMA Capitulo Primero

CAPÍTULO PRIMERO



EMMA WOODHOUSE, bella, inteligente y rica, con una familia aco­modada y un buen carácter, parecía reunir en su persona los mejores dones de la existencia; y había vivido cerca de veintiún años sin que casi nada la afligiera o la enojase.

Era la menor de las dos hijas de un padre muy cariñoso e in­dulgente y, como consecuencia de la boda de su hermana, desde muy joven había tenido que hacer de ama de casa. Hacía ya de­masiado tiempo que su madre había muerto para que ella conser­vase algo más que un confuso recuerdo de sus caricias, y había ocu­pado su lugar una institutriz, mujer de gran corazón, que se había hecho querer casi como una madre.


La señorita Taylor había estado dieciséis años con la familia del señor Woodhouse, más como amiga que como institutriz, y muy encariñada con las dos hijas, pero sobre todo con Emma. La in­timidad que había entre ellas era más de hermanas que de otra cosa. Aun antes de que la señorita Taylor cesara en sus funciones nominales de institutriz, la blandura de su carácter raras veces le permitía imponer una prohibición; y entonces, que hacía ya tiem­po que había desaparecido la sombra de su autoridad, habían se­guido viviendo juntas como amigas, muy unidas la una a la otra, y Emma haciendo siempre lo que quería; teniendo en gran estima el criterio de la señorita Taylor, pero rigiéndose fundamentalmente por el suyo propio.

Lo cierto era que los verdaderos peligros de la situación de Emma eran, de una parte, que en todo podía hacer su voluntad, y de otra, que era propensa a tener una idea demasiado buena de sí misma; éstas eran las desventajas que amenazaban mezclarse con sus muchas cualidades. Sin embargo, por el momento el peligro era tan imperceptible que en modo alguno podían considerarse como incon­venientes suyos.

Llegó la contrariedad -una pequeña contrariedad-, sin que ello la turbara en absoluto de un modo demasiado visible: la señorita Taylor se casó. Perder a la señorita Taylor fue el primero de sus sinsabores. Y fue el día de la boda de su querida amiga cuando Emma empezó a alimentar sombríos pensamientos de cierta impor­tancia. Terminada la boda y cuando ya se hubieron ido los invitados, su padre y ella se sentaron a cenar, solos, sin un tercero que alegrase la larga velada. Después de la cena, su padre se dispuso a dormir, como de costumbre, y a Emma no le quedó más que ponerse a pensar en lo que había perdido.

La boda parecía prometer toda suerte de dichas a su amiga. El señor Weston era un hombre de reputación intachable, posición desahogada, edad conveniente y agradables maneras; y había algo de satisfacción en el pensar con qué desinterés, con qué generosa amistad ella había siempre deseado y alentado esta unión. Pero la mañana siguiente fue triste. La ausencia de la señorita Taylor iba a sentirse a todas horas y en todos los días. Recordaba el cariño que le había profesado -el cariño, el afecto de dieciséis años-, cómo la había educado y cómo había jugado con ella desde que te­nía cinco años... cómo no había escatimado esfuerzos para atraér­sela y distraerla cuando estaba sana, y cómo la había cuidado cuan­do habían llegado las diversas enfermedades de la niñez. Tenía con ella una gran deuda de gratitud; pero el período de los últimos siete años, la igualdad de condiciones y la total intimidad que ha­bían seguido a la boda de Isabella, cuando ambas quedaron solas con su padre, tenía recuerdos aún más queridos, más entrañables. Había sido una amiga y una compañera como pocas existen: inte­ligente, instruida, servicial, afectuosa, conociendo todas las costum­bres de la familia, compenetrada con todas sus inquietudes, y sobre todo preocupada por ella, por todas sus ilusiones y por todos sus proyectos; alguien a quien podía revelar sus pensamientos apenas nacían en su mente, y que le profesaba tal afecto que nunca podía decepcionarla.

¿Cómo iba a soportar aquel cambio? Claro que su amiga había ido a vivir a sólo media milla de distancia de su casa; pero Emma se daba cuenta de que debía haber una gran diferencia entre una señora Weston que vivía sólo a media milla de distancia y una señorita Taylor que vivía en la casa; y a pesar de todas sus cuali­dades naturales y domésticas corría el gran peligro de sentirse mo­ralmente sola. Amaba tiernamente a su padre, pero para ella no era ésta la mejor compañía; los dos no podían sostener ni conver­saciones serias ni en chanza.

El mal de la disparidad de sus edades (y el señor Woodhouse no se había casado muy joven) se veía considerablemente aumentado por su estado de salud y sus costumbres; pues, como había estado enfermizo durante toda su vida, sin desarrollar la menor actividad, ni física ni intelectual, sus costumbres eran las de un hombre mu­cho mayor de lo que correspondía a sus años; y aunque era que­rido por todos por la bondad de su corazón y lo afable de su ca­rácter, el talento no era precisamente lo más destacado de su per­sona.

Su hermana, aunque el matrimonio no la había alejado mucho de ellos, ya que se había instalado en Londres, a sólo dieciséis millas del lugar, estaba lo suficientemente lejos como para no poder estar a su lado cada día; y en Hartfield tenían que hacer frente a muchas largas veladas de octubre y de noviembre, antes de que la Navidad significase la nueva visita de Isabella, de su marido y de sus pequeños, que llenaban la casa proporcionándole de nuevo el pla­cer de su compañía.

En Highbury, la grande y populosa villa, casi una ciudad, a la que en realidad Hartfield pertenecía, a pesar de sus prados inde­pendientes, y de sus plantíos y de su fama, no vivía nadie de su misma dase. Y por lo tanto los Woodhouse eran la primera familia del lugar. Todos les consideraban como superiores. Emma tenía muchas amistades en el pueblo, pues su padre era amable con todo el mundo, pero nadie que pudiera aceptarse en lugar de la señorita Taylor, ni siquiera por medio día. Era un triste cambio; y al pen­sar en ello, Emma no podía por menos de suspirar y desear im­posibles, hasta que su padre despertaba y era necesario ponerle buena cara. Necesitaba que le levantasen el ánimo. Era un hombre nervioso, propenso al abatimiento; quería a cualquiera a quien es­tuviera acostumbrado, y detestaba separarse de él; odiaba los cam­bios de cualquier especie. El matrimonio, como origen de cambios, siempre le era desagradable; y aún no había asimilado ni mucho menos el matrimonio de su hija, y siempre hablaba de ella de un modo compasivo, a pesar de que había sido por completo un ma­trimonio por amor, cuando se vio obligado a separarse también de la señorita Taylor; y sus costumbres de plácido egoísmo y su total incapacidad para suponer que otros podían pensar de modo distinto a él, le predispusieron no poco a imaginar que la señorita Taylor había cometido un error tan grave para ellos como para ella misma, y que hubiera sido mucho más feliz de haberse quedado todo el resto de su vida en Hartfield. Emma sonreía y se esforzaba por que su charla fuera lo más animada posible, para apartarle de estos pensamientos; pero a la hora del té, al señor Woodhouse le era im­posible no repetir exactamente lo que ya había dicho al mediodía:

-¡Pobre señorita Taylor! Me gustaría que pudiera volver con nosotros. ¡Qué lastima que al señor Weston se le ocurriera pensar en ella!

-En esto no puedo estar de acuerdo contigo, papá; ya sabes que no. El señor Weston es un hombre excelente, de muy buen ca­rácter y muy agradable, y por lo tanto merece una buena esposa; y supongo que no hubieras preferido que la señorita Taylor viviera con nosotros para siempre y soportara todas mis manías, cuando podía tener una casa propia...


-¡Una casa propia! Pero ¿qué sale ganando con tener una casa propia? Ésta es tres veces mayor. Y tú nunca has tenido manías, querida.

-Iremos a verles a menudo y ellos vendrán a vernos... ¡Siempre estaremos juntos! Somos nosotros los que tenemos que empezar, tenemos que hacerles la primera visita, y muy pronto.

-Querida, ¿cómo voy a ir tan lejos? Randalls está demasiado lejos. No podría andar ni la mitad del camino.

-No, papá, nadie dice que tengas que ir andando. Desde luego que tenemos que ir en coche.

-¿En coche? Pero a James no le gusta sacar los caballos por un viaje tan corto; ¿y dónde vamos a dejar a los pobres caballos mien­tras estamos de visita?

-Papá, pues en las cuadras del señor Weston. Ya sabes que estaba todo previsto. Ayer por la noche hablamos de todo esto con el señor Weston. Y en cuanto a James, puedes estar completamente seguro de que siempre querrá ir a Randalls, porque su hija está sirviendo allí como doncella. Lo único de que dudo es de que quiera llevarnos a algún otro sitio. Fue obra tuya, papá. Fuiste tú quien consiguió a Hannah el empleo. Nadie pensaba en Hannah hasta que tú la mencionaste... ¡James te está muy agradecido!

-Estoy muy contento de haber pensado en ella. Fue una gran suerte, porque por nada del mundo hubiese querido que el pobre James se creyera desairado; y estoy seguro de que será una mag­nífica sirvienta; es una muchacha bien educada y que sabe hablar; tengo muy buena opinión de ella. Cuando la encuentro siempre me hace una reverencia y me pregunta cómo estoy con maneras muy corteses; y cuando la tienes aquí haciendo costura, me fijo en que siempre sabe hacer girar muy bien la llave en la cerradura, y nunca la cierra de un portazo. Estoy seguro de que será una excelente criada; y será un gran consuelo para la pobre señorita Taylor tener a su lado a alguien a quien está acostumbrada a ver. Siempre que James va a ver a su hija, ya puedes suponer que tendrá noticias nuestras. Él puede decirle cómo vamos.

Emma no regateó esfuerzos para conseguir que su padre se man­tuviera en este estado de ánimo, y confiaba, con la ayuda del cha­quete, lograr que pasara tolerablemente bien la velada, sin que le asaltaran más pesares que los suyos propios. Se puso la tabla del chaquete; pero inmediatamente entró una visita que lo hizo inne­cesario.


El señor Knightley, hombre de muy buen criterio, de unos treinta y siete o treinta y ocho años, no sólo era un viejo e íntimo amigo de la familia, sino que también se hallaba particularmente relacio­nado con ella por ser hermano mayor del marido de Isabella. Vivía aproximadamente a una milla de distancia de Highbury, les visitaba con frecuencia y era siempre bien recibido, y esta vez mejor reci­bido que de costumbre, ya que traía nuevas recientes de sus mu­tuos parientes de Londres. Después de varios días de ausencia, había vuelto poco después de la hora de cenar, y había ido a Hartfield para decirles que todo marchaba bien en la plaza de Brunswick. Ésta fue una feliz circunstancia que animó al señor Woodhouse por cierto tiempo. El señor Knightley era un hombre alegre, que siem­pre le levantaba los ánimos; y sus numerosas preguntas acerca de «la pobre Isabella» y sus hijos fueron contestadas a plena satisfac­ción. Cuando hubo terminado, el señor Woodhouse, agradecido, co­mentó:

-Señor Knightley, ha sido usted muy amable al salir de su casa tan tarde y venir a visitarnos. ¿No le habrá sentado mal salir a esta hora?

jueves, 8 de marzo de 2012

Agradezco ser Mujer




Agradezco ser mujer...

Agradezco ser mujer, porque los hombres han puesto en peligro la supervivencia del planeta. Agradezco ser mujer, porque el hombre no es el centro del universo, sino apenas un eslabón más en la cadena de la vida. Agradezco que me digan que soy irracional, porque la razón ha conducido a los peores actos de barbarie.
Agradezco no haber inventado la tecnología, porque la tecnología ha envenenado el agua y el ozono.
Agradezco que me hayan colocado más cerca de la naturaleza, porque nunca estaré sola.
Agradezco que me hayan confinado al hogar y a la familia, porque puedo hacer de toda la Tierra mi hogar y mi familia.
Estoy feliz de que me llamen ama de casa, porque puedo apoderarme de la mía.
Estoy feliz de no ser competitiva, porque entonces seré solidaria.
Estoy feliz de ser el reposo del guerrero, porque puedo cortarle el pelo mientras duerme.
Estoy feliz de que me hayan excluido del campo de batalla, porque la muerte no me es indiferente.
Estoy feliz de haber sido excluida del poder, porque lejos del poder me alejo de la ambición y la codicia.
Estoy feliz de que me hayan excluido del arte y la ciencia, porque los puedo inventar de nuevo.
Me agrada saber que mi cerebro es más pequeño que el cerebro del hombre, porque entonces mi cerebro cabe en todas partes.
Me agrada que me digan que carezco de lógica, porque entonces puedo crear una lógica menos fría y más vital.
Me agrada que me digan que soy vanidosa, porque puedo mirarme al espejo sin sentirme culpable.
Me agrada que me digan que soy emocional porque puedo llorar y reir a gusto.
Me agrada que me guíe por el corazón y no por la razón porque así nunca me equivocaré.
Me agrada que me digan que soy histérica, porque entonces puedo lanzar los platos a la cabeza de quien intenta hacerme daño.
Me gusta que me llamen bruja, porque entonces puedo cambiar la dirección de los vientos a mi favor.
Me gusta que me llamen demonio, porque puedo quemar el lecho donde me abusan.
Me gusta que me digan débil, porque me recuerdan que la unión hace la fuerza.
Me gusta que me digan chismosa, porque nada de lo humano me será ajeno.
Pero lo que más agradezco, lo que más me agrada, lo que más me gusta y lo que me hace más feliz, es que me digan loca, porque entonces ninguna libertad me será negada.
Una y mil veces me quemó la Inquisición y aprendí a nacer de las cenizas.
Me encerraron en un harén y encerrada no dejé de soñar.
Me pusieron un cinturón de castidad y adquirí las artes de un cerrajero.
Cargué fardos de leña y me hice fuerte.
Me pusieron velos en la cara y aprendí a mirar sin ser vista.
Me despertaron los niños a medianoche y aprendí a mantenerme en vigilia.
No me enviaron a la Universidad y aprendí a pensar por mi cuenta.
Transporté cántaros de agua y supe mantener el equilibrio.
Pasé días bordando y tejiendo y mis manos aprendieron a ser más exactas que las de un cirujano.
Segué trigo y coseché maiz, pero me quitaron la comida y con hambre aprendí a vivir.
Me sacrificaron a los dioses y a los hombres y volví a vivir.
Me golpearon, me ultrajaron y me asesinaron y volví a vivir.
Me quitaron a mis hijos y en el llanto volví a la vida.

Con tanta fortaleza acumulada, con tantas habilidades y destrezas aprendidas... agradezco ser mujer.

"La mujer está en todos los tiempos de la historia, porque ella es la historia de todos los tiempos".
G.J.Zalazar Henao





Soy una Mujer

Soy una mujer que en ocasiones se pierde en preguntas sin respuesta aceptando su propia realidad y se resiste a la desesperación de la incomprensión del mundo.

Sólo soy así, una mujer, cuya pasión incontrolada me lleva a lugares invisibles para las mentes comunes, que segura de su alma se lanza al vacío de una vida, que le atrapa con la intensidad de sus contadas horas.

Sólo soy así, una mujer creadora de sueños, pues imagino mundos diferentes, en lo que soy, y en lo que no soy.

Sé que soy una mujer imperfecta, cuya fe es su fuerza para entender el mundo ausente, aquella que conociéndose a sí misma, en los momentos de infortunio comprende su esencia.

Sólo soy así, una mujer que ama con entrega, con fuerza incontrolable, sin la reserva de la duda, y con el alma desnuda, aquélla que siente la magia de los deseos, la que se alimenta del sueño de Dios, que halla inspiración en todo momento, y que cuando siente dolor, indiferente se encierra en su caparazón.

Soy así, una mujer que cae, que se levanta con coraje, que no teme al mundo, que desconoce, que ansía, que sufre, que se apasiona, que se avergüenza, que reconoce, que huye, que se aleja, que no tiene nada, que sólo se tiene a sí misma. Soy nada y soy todo.

(A.D.)