sábado, 1 de diciembre de 2012

"SIEMPRE NOS QUEDARÁ PARÍS..."



Llevo en mente esta entrada desde hace algunos días...y si bien es cierto que ya no es propicia a la fecha, no quiero dejarla pasar pues es una película que adoro. Hace algunos días, el 26 de noviembre para ser exactos, se recordaba un aniversario más de este gran clásico, y tan solo ayer por la noche la volvía a ver y a llorar cual Magdalena como si fuera la primera vez.
Cuando se habla de un clásico tan grande como Casablanca, son muchas las escenas, personajes y líneas de diálogo que vienen a mi cabeza. escenas como las de la "batalla" de canciones entre los asistentes alemanes y franceses al bar de Rick; imágenes como las del pianista Sam, animando las noches con sus melodías; o las de Rick e Ilsa mirándose con ese amor agonizante en la pista de despegue donde han de separarse...
Y si hablamos de líneas de diálogo, pues hablamos realmente de palabras mayores. Cómo no repetir cada vez que uno conoce a alguien interesante "Loui, creo que este es el inicio de una gran amistad". Y cómo olvidar otras frases como: "Tócala de nuevo, Sam", " Agarre a los sospechosos de siempre", "As time Goes By", y esa tan conocida e inherente a todo amor imposible: "Siempre nos quedará París"...Y todo esto porque se trata tal vez no del primero, pero sí del más célebre triángulo amoroso de la historia del cine; aunque fue concebida como una cinta bélica para alimentar el patriotismo estadounidense en plena Segunda Guerra Mundial, es una historia llena de ideales, heroísmo, pero sobre todo de profundo romanticismo.
Voy a tratar de resumir su argumento sin empobrecer la trama para aquellos que aún no la hayan visto.
"Casablanca" se desarrolla en plena Segunda Guerra Mundial, en Marruecos, en un lugar que lleva el nombre del título, una zona neutral, aunque hasta cierto punto controlada por los franceses de Vichy, seguidor de los Nazis. Ese territorio es punto de encuentro de cientos de refugiados y exiliados que escapando de los diversos países europeos ocupados por Hitler, esperan encontrar una forma de emigrar a Estados Unidos y a su libertad.
En medio de tal caos funciona "El Café de Rick" un bar regentado por un americano exiliado de Francia, Rick Blane, quien se dice neutral en todo el conflicto; un hombre cargado de cinismo que pretende vivir dedicado a administrar su bar en esa especie de limbo que es Casablanca. Para su mala suerte, una de esas noches, aparece en el bar Ilsa Lund, quien fuera su amada en París, pero que lo abandonó sin dar mayor explicación. Ilsa es una mujer que ha puesto su vida, sin querer, en una tremenda encrucijada, pues ella está casada con un rebelde Checo, y aunque tuvo un amorío con Rick en París creyendo a su esposo muerto, su razón le pide apoyar los enormes ideales de su esposo, pero su corazón le dice que lo mejor es seguir a quien realmente ama.
Cuando se encuentran en el bar Ilsa está acompañada de su esposo Victor Laszlo, el lider rebelde Checo y que tiene en mente una sola cosa: rebelarse contra la tiranía Nazi, viviendo al margen del peligro que corre su matrimonio.
La situación, el meollo del asunto es que el amor entre Ilsa y Rick renace. Para Rick la reaparición de Ilsa, su gran amor perdido, hace que muchas cosas recrudezcan en su espíritu. En cuanto a Ilsa, como a la mayoría de las féminas, se le hace un mundo decidir entre su razón y su corazón, y sufre, porque como a la mayoría de las féminas, su corazón está por delante...
Los innumerables detalles adicionales son para descubrir y gozar mirando esta gran película.
Y no sigo porque empiezo a ponerme demasiado sentimental, por ello me despido con una de las frases de la película que en mi humilde opinión encierra el sentimiento (aunque imposible) de un amor verdadero: "De todos los bares en todos los pueblos en todo el mundo, ella entra en el mío"....

viernes, 16 de noviembre de 2012

GENTES DEL CLUB los excepcionales socios del Club Knut

Es bien sabido que las Damitas de este salón y también algunos Caballeros no se conforman con la vida tranquila,  placentera y llena de romanticismo de los libros en los que nos gusta sumergirnos casi siempre. Estamos como esponjas disfrutando de nuestra pasión por la lectura. Y por ello también es cierto que algunos hemos tropezado sin pretenderlo (sobre todo quien les habla) de tomar uno de esos libros un tanto diferentes que nos saquen de la rutina con la esperanza de mantener la línea inquebrantable de la caballerosidad y la elegancia femenina... y resultaron ser un fraude, un verdadero fiasco.
Estoy segura que a la mayoría les ha picado la curiosidad de vivir situaciones peculiares, audaces, extravagantes y jocosas sin dejar a un lado, por supuesto, esa elegancia y esa tendencia anglófila a la que estamos acostumbrados...Pues encontré el mejor lugar en donde se puede estar para tales ocasiones: El Club Knut.


¿Y qué lugar es ese? ¿qué Gentes del Club son esas?.... Knut?? hasta la palabrita provoca curiosidad, no es así?  Pues echen un vistazo a este booktrailer y querrán hacerse socios de inmediato ;)

http://www.youtube.com/watch?v=rhvlZ_IuKtk&feature=youtu.be

Y aprovecho la oportunidad para dejarles un dato muy interesante: Quienes estén cerca o al menos en el mismo continente, este martes 20 de noviembre a las 7:00 pm será la presentación oficial del libro "Gentes del Club" de mi buen amigo Fernando García Pañeda, en Casa del Libro de Bilbao. No falten.
  

martes, 18 de septiembre de 2012

TESTAMENTO

 
 
 
 
 
Descubriendo la disparidad de caracteres y de sueños, un día me levanté en pie para afrontar la dificultad con entereza y suspicacia, pero de cara a la realidad y la armonía de nuestras almas y cuerpos. Sin cuerpo no hay sentimiento, quiero decir, del cuerpo también nacen sentimientos, las lágrimas nos dicen cuándo es de dolor o de felicidad, los abrazos nos dicen amor o lealtad, paralelo a ésto, se encuentra el corazón unido a una razón… La razón suele decir mucho pero solo el corazón recibe las sensaciones…Sólo el corazón tiene la razón.
Descripciones de un encuentro a dolor abierto, o quizás de felicidad sin razón. Descubres día a día si valió la pena el esfuerzo y te das la palmadita en la espalda:  "lo hiciste mal..." o "¡Lo has hecho bien!"
Hoy, no existe una tristeza imposible de soportar, ni una alegría inesperada; pero están los altibajos de la ocasión…Y está el recuerdo...
El recuerdo de sueños compartidos, de realidades irreales, de una cama y un vino, nos compartíamos entre los dos para sobreprotegernos del torrente del frío de la gente a nuestro alrededor, de la catapulta de preocupación, de los tanques de dolor y de los kilómetros de soledad y de distancia… Mirábamos el camino, pero no teníamos miedo de tropezar y caer. Sin embargo, hoy nos da miedo dejar caer al otro, nos arropamos entre piernas y sabanas de colores, revisando la respiración del otro para no perdernos ni un momento de esa inmensidad de vida amada, creo que dormir sin el otro sería tan imposible como pasar un camello por el ojo de una aguja, pero acaso nos separa algo más que el sueño de compartir una almohada? acaso nos separa algo más insignificante que eso? Una discusión o una desfachatez? quizás una diferencia de opiniones?
Tan sublime como la sonrisa y las lágrimas en mi rostro, como la luz y las tinieblas, tan fuerte como el acero tan duro como el diamante, cuanto más puedo comparar este amor, este sentimiento, este cuerpo pegado a su alma, a su ser y todo lo que existe en su nombre… Si no tengo armas ni fuerza alguna contra tal sentimiento, no tengo más que un cuerpo y una vida. Dispuesta a darlas a cambio de su felicidad absoluta!
Desde el día en que le conocí, los colores de mi paleta se pintaron más finos y elegantes, en pinceladas de toques radiantes, las mañanas más cálidas, llenas de esperanza, las noches risueñas y tranquilas, entre nubes y lunas plata, cómo podría yo olvidar algo así? cómo?
Vi esos ojos, los suyos; una fecha y una día cualquiera, el primer día de mi verdadera Felicidad, llena de fe y con las manos extendidas dejé llegar su vida a la mía sin reparar en tiempos ni distancias, moralidades ni pudor, vaya que se gasta el día: la voz, las explicaciones, las preguntas, las soledades, las alternativas; pero no escatimas cuando empiezas a ver el sol salir a tus pies que ilumina esa senda de soledad y prisión que conocías como vida...y en lugar de eso está él.
Alegremente le tengo en mi vida con subidas y descensos, con decoro y tropiezo; pero mío sin egoísmos sin tabús ni plegarias, para caminar junto a mi sin olvidarle, sin temerle, sin pausas. Llenos de preguntas y expectativas pero sin miedo a enfrentarlas, sin fantasmas engendrando dudas ni cobrando facturas, porque ninguno entiende de este poder, nadie puede y menos los fantasmas, ninguno se atreve a romper la unión de dos almas que no hicieron pacto, sólo nacieron una para la otra. No como en los cuentos ni como en las leyendas; cuando les digo que nacieron para estar juntas es porque ni ellas lo pueden entender pero lo sienten en cada fibra de su ser, cada momento y cada palabra…
La brillantez de su vida que para él era opaca, fue mi guía, el tamaño de su corazón que para él estaba destruído, fue mi soporte, la pisada de sus pies que para él era imperfecta, fue mi regazo… Gracias a un cielo y un todo llamado Dios, un día llegó y no avisté su inmensidad, pero no me negué nunca a percibirla y hacerla mía… Es lo que más quiero en esta vida prestada que le pertenece, porque yo lo he decidido así… Quiero todo tú para mí…
Le amo, con cada letra de esa palabra con la abominación y el desquicio que eso profesa, con el encanto de cada día… por supuesto con la rabieta que eso traiga, con la vida misma y con lo que no tengo aún… Entérese Señor propietario, que nada podría ser mas irónico y absurdo que reciba de mí todo lo que tengo y no tengo pero es así.
Confórmese con saber que pequeña o grande que sea nuestra diferencia de opinión, no llegará a más de una lágrima ni un disgusto, no llegará a más de un momento ni unos centímetros de nuestras bocas… Puesto que hoy no puede separarme de su lado ni por más que hubiera querido, porque invertí mi vida y mis sueños en esta sociedad, sin desestimar pequeñas riñas… No quiero nada más en el mundo si no a usted.
Transito por situaciones, enfermedades y desequilibrios pero jamás, entiéndase Jamás, por dudas de amarle!  como lo hago.
Porque apuesto a usted y no a la discrepancia de las mañanas o los días de lluvia que tanto quiero correr, mojarme y que no me deje porque puedo enfermar, apuesto a nosotros y las noches de pasión soñadas donde fundimos las migas del cansancio para convertirnos uno en vez de dos; Apuesto Querido Amado mío a Juntos por Siempre y hasta Siempre!!
Que no le calce la menor duda, que no le asalte la sorpresa, que no le falte mi abrazo y que no le pierdan mis ojos, que mientras yo viva y en el poco tiempo que me quede de vida, será así.

Una molestia, como humo se disipa por mis ojos pidiéndome pensar dos veces antes de actuar… Porque no soy perfecta pero lo intento para hacerte feliz, porque estaba escrito que estarías hasta el final de mis días...que serías el final de mis sueños, el final de mi vida, el final de mi destino.

 

miércoles, 12 de septiembre de 2012

EMMA Capítulo LI al LV (final)


CAPÍTULO LI

 

ESTA carta no pudo dejar de conmover a Emma. Y a pesar de estar predispuesta en contra de él, se vio obligada a considerarle de un modo mucho más benévolo, como ya había supuesto la señora Weston. Cuando llegó al lugar en el que aparecía su propio nombre, el efecto se hizo irresistible; todo lo relativo a ella era interesante, y casi cada línea de la carta que la concernía agradable; y cuando cesó este motivo de interés, el tema siguió apasionándola por la natural evoca­ción del afecto que había profesado al joven y el poderoso atractivo que tenía siempre para ella toda historia de amor. No se interrumpió hasta haberlo leído todo; y aunque le era imposible dejar de re­conocer que él había obrado mal, opinaba que en el fondo su proce­der había sido menos censurable de lo que había imaginado... Y había sufrido tanto y estaba tan arrepentido... y mostraba tanta gratitud para con la señora Weston, y tanto amor para con la señorita Fairfax, y Emma era entonces tan feliz, que no podía ser demasiado severa; y si en aquel momento Frank Churchill hubiese entrado en la habita­ción, ella le hubiese estrechado la mano tan cordialmente como siempre.

Quedó tan bien impresionada por la carta que cuando volvió el se­ñor Knightley quiso que él la leyera; estaba segura de que la señora Weston no se hubiera opuesto a ello; sobre todo, tratándose de al­guien que, como el señor Knightley, había encontrado tan reprocha­ble su conducta.

-Me gustará leerla -dijo-. Pero parece que es un poco larga. Me la llevaré a casa y la leeré esta noche.

Pero esto no era posible. El señor Weston les visitaría aquella tar­de y tenía que devolvérsela.

-Yo preferiría hablar con usted -replicó él-; pero ya que, según parece, se trata de una cuestión de justicia, la leeremos.

Empezó la lectura... pero en seguida se interrumpió para decir: -Si hace unos meses me hubieran ofrecido leer una de las cartas de este joven a su madrastra, le aseguro, Emma, que no me lo hubiese tomado con tanta indiferencia.

Siguió leyendo para sí; y luego, con una sonrisa, comentó:

-¡Vaya! Un encabezamiento de lo más ceremonioso... Es su mane­ra de ser... El estilo de uno no va a ser norma obligatoria para todos los demás... No seamos tan exigentes.

Al cabo de poco añadió:

-Yo preferiría expresar mi opinión en voz alta mientras leo; así notaré que estoy al lado de usted. No será perder el tiempo del todo; pero si a usted no le gusta ...

-Sí, sí, lo prefiero, de verdad.

El señor Knightley reemprendió la lectura con mayor celo.

-Eso de la «tentación» -dijo- cuesta creer que se lo tome en se­rio. Sabe que no tiene razón, y carece de argumentos sólidos para con­vencer... Hizo mal... No debería haberse prometido... «la predisposi­ción de su padre...» No, no es justo para con su padre... El señor Weston siempre ha puesto su carácter impetuoso al servicio de em­presas dignas y honrosas... Pero antes de intentar conseguir algo, el señor Weston siempre se ha hecho merecedor de ello... Sí, eso es verdad... No vino hasta que la señorita Fairfax estuvo ya aquí.

-Y yo no he olvidado -dijo Emma- lo seguro que estaba usted de que si él hubiese querido, hubiera podido venir antes. Es usted muy amable al pasar por alto este asunto... pero tenía usted toda la razón.

-Emma, yo no era totalmente imparcial en mi juicio... pero, a pesar de todo. creo que... incluso si usted no hubiese andado por en medio... yo también hubiese desconfiado de él.

Cuando llegó al pasaje en que se hablaba de la señorita Woodhou­se, se vio obligado a leerlo todo en voz alta... todo lo relativo a ella, con una sonrisa; una mirada; un movimiento de cabeza; una palabra o dos de asentimiento o de desaprobación; o simplemente de amor, según requería la materia; sin embargo, después de unos momentos de reflexión, concluyó diciendo muy seriamente:

-Muy mal... aunque hubiese podido ser peor... Ha estado hacien­do un juego muy peligroso... ¡Tener tanta confianza en que el azar se lo va a solucionar todo! No juzga bien la conducta que ha tenido con usted... En realidad se ha ido dejando engañar por sus propios deseos, sin tener la menor consideración por todo lo que no fuera su conveniencia... ¡Imaginarse que usted había descubierto su secreto! ¡No puede ser más natural! Misterio... intriga... todo esto enturbia el juicio... Mi querida Emma, ¿no cree que todo nos demuestra cada vez con más evidencia, la belleza de la verdad y de la sinceridad en nues­tras mutuas relaciones?

Emma asintió, pero no pudo evitar ruborizarse al pensar en Harriet, a quien no podía dar una explicación sincera de lo ocurrido.

-Es mejor que siga erijo ella.

Así lo hizo, pero en seguida volvió a interrumpir la lectura para exclamar:

-¡El piano! ¡Ah! Eso es algo muy propio de un muchacho, de un muchacho de poca edad, demasiado joven para comprender que a ve­ces en un regalo así pesan más los inconvenientes que la ilusión que produce. ¡Sí, es una idea de chiquillo! No puedo concebir que un hombre se empeñe en dar a una mujer una prueba de su afecto que sabe que ella preferiría no recibir; y sabía que de haber podido, ella se hubiese opuesto a que le enviara el piano.

Tras esto siguió leyendo durante unos minutos sin hacer ninguna otra pausa. La confesión de Frank Churchill de que se había porta­do de un modo vergonzoso fue la primera cosa que le incitó a dedi­carle algo más que unas escuetas palabras.

-Estoy totalmente de acuerdo contigo, amigo mío -fue su comen­tario-. Se portó usted de un modo imperdonable. En su vida ha es­crito usted una frase más verdadera.

Y después de leer,» que seguía diciendo acerca del desacuerdo de ambos, y de su insistencia en obrar de un modo contrario a lo que pa­recía más justo a Jane Fairfax, hizo una pausa más larga para decir:

-Eso es increíble... Obligarla por el interés de él a ponerse en una situación tan difícil y tan incómoda, cuando su máxima preocupación hubiera debido ser evitarle todo sufrimiento innecesario... Ella tenía que haber exigido una igualdad de circunstancias. Y él tenía que ha­ber respetado incluso los escrúpulos poco fundados, en caso de que lo hubieran sido, que ella tuviese; y todos eran muy fundados. A ella tenemos que atribuirle un error, y recordar que obró muy mal con­sintiendo en aquel compromiso, tolerando el que se le pusiera en una situación que sólo podía traerle sinsabores.

Emma sabía que ahora estaban llegando al pasaje en que se hablaba de la excursión a Box Hill, y se sintió incómoda. Su actitud ¡había sido tan poco digna en aquella ocasión! Se sentía profundamente aver­gonzada y un poco temerosa de que él volviese a mirarla. Sin embargo lo leyó todo sin pestañear, atentamente y sin hacer el menor comenta­rio; exceptuando una rápida mirada que dirigió a Emma, y que fue sólo instantánea, porque tenía miedo de apenarla... no se hizo la me­nor alusión a Box Hill.

-La delicadeza de nuestros buenos amigos, los Elton, no queda muy bien parada -fue el siguiente comentario-. Comprendo la ac­titud de él. ¡Vaya! ¡De modo que ella se decidió a romper definiti­vamente...! Un compromiso que sólo había traído sinsabores y desdi­chas para los dos... que lo consideraba deshecho... ¡Cómo se ve aquí que ella se daba cuenta de lo reprobable de la conducta de él! Bue­no, desde luego este muchacho es de lo más...

-Espere, espere... Siga leyendo... Ya verá cómo él también ha sufrido mucho.

-Así lo espero -replicó el señor Knightley fríamente, mientras vol­vía a absorberse en la lectura de la carta-. ¿Smallridge? ¿Qué quie­re decir? ¿Qué significa todo eso?

-Ella había aceptado un empleo de institutriz en casa de la señora Smallridge... una íntima amiga de la señora Elton... que vive cerca de Maple Grove; y, dicho sea de paso, no sé cómo va a tomarse este chasco la señora Elton.

-Mi querida Emma, no me distraiga ya que me obliga a leer... no me diga nada, ni siquiera de la señora Elton. Sólo falta una página. Ya se acaba. ¡Vaya con la cartita del joven!

-Me gustaría que la leyera con mejor predisposición para con él.

-Bueno, parece que aquí hay un poco de sentimiento... Parece que se impresionó mucho al verla enferma... Desde luego, no tengo la me­nor duda de que está enamorado de ella. «Nos queremos más, mucho más que antes...» Confío en que sepa siempre reconocer el valor de una reconciliación como ésta... ¡Ah! No puede ser más generoso en dar las gracias... las distribuye a miles... «Más feliz de lo que me­rezco...» ¡Vaya! Aquí demuestra que se conoce a sí mismo. «La se­ñorita Woodhouse me llama el niño mimado de la fortuna...» ¿Ah, sí? ¿Es así cómo le llama la señorita Woodhouse? Y un bello final... Bueno, ya está. «Niño mimado de la fortuna...» ¿Era así como usted le llamaba?

-No parece usted haber quedado tan satisfecho como yo con esta carta; pero por lo menos espero que le haya dado una idea más favo­rable de él. Confío en que ahora tenga una opinión mejor.

-Sí, desde luego. Puede acusársele de culpas graves, de egoísmo y de ligereza; y estoy totalmente de acuerdo con él en que probable­mente será más feliz de lo que merece; pero como, a pesar de todo y sin ninguna duda, está realmente enamorado de la señorita Faírfax, y espero que no tarde en gozar del privilegio de estar constantemen­te con ella, estoy dispuesto a creer que su carácter mejorará, y que gracias a ella adquirirá una firmeza y una delicadeza de sentimientos que ahora no tiene. Y ahora déjeme hablarle de algo distinto. En estos momentos mi corazón está tan interesado por otra persona, que no puedo dedicar mucho tiempo más a pensar en Frank Churchill. Emma, desde que nos hemos separado esta mañana, no he dejado de pensar en un problema.

Y se lo planteó inmediatamente; la cuestión, expresada en un len­guaje llano, sencillo y caballeresco, como el que el señor Knightley empleaba siempre incluso con la mujer de quien estaba enamorado, era la de que cómo podía pedirle que se casara con él, sin dañar por ello la felicidad de su padre. Emma tenía preparada la respuesta des­de que él pronunció la primera palabra.

-Mientras mi padre viva no puedo pensar en cambiar de estado. No puedo abandonarle.

Sin embargo, sólo una parte de esta respuesta fue admitida. El se­ñor Knightley estaba totalmente de acuerdo con ella en la imposibi­lidad de abandonar a su padre. Pero no podía aceptar el que fuera inadmisible el que se produjese cualquier otro cambio. Había estado pensando mucho en aquel asunto; al principio había concebido la es­peranza de lograr convencer al señor Woodhouse para que se trasladase a Donwell junto con ella; se había empeñado en considerarlo como algo factible, pero conocía demasiado bien al señor Woodhouse como para poder engañarse a sí mismo durante mucho tiempo; y ahora confesa­ba que estaba convencido de que este cambio de casa repercutiría en el bienestar de su padre e incluso en su vida, que en modo alguno debía arriesgarse. ¡El señor Woodhouse sacado de Hartfield! No, se daba cuenta de que era algo que no debía intentarse. Pero el proyecto que había forjado, después de descartar el otro, confiaba en que en ningún aspecto sería recusable por su querida Emma; se trataba de que él fuese admitido en Hartfield; de que, mientras el bienestar de su padre -en otras palabras, su vida- exigiese que Hartfield siguiera siendo el hogar de Emma, fuese también un hogar para él.

Emma también había reflexionado sobre la posibilidad de trasladar­se todos a Donwell; y también después de meditar, había rechazado el proyecto; pero la otra alternativa no se le había ocurrido. Se daba cuenta del afecto que demostraba por parte de él; se daba cuenta de que al abandonar Donwell el señor Knightley sacrificaba gran parte de su independencia en cuanto a horarios y a costumbres; y el vivir constantemente con su padre y en una casa que no era la suya para él significarían muchas, muchísimas molestias. Emma prometió que lo pensaría y le aconsejó que él también siguiera pensándolo; pero el se­ñor Knightley estaba plenamente convencido de que por mucho que lo pensara no cambiaría sus deseos ni su opinión en lo tocante a aquel asunto. Lo había estado meditando, según aseguró, con tiempo y con calma; durante toda la mañana había estado rehuyendo a William Larkins para poder estar a solas con sus pensamientos.

-¡Ah! -exclamó Emma-. Pero no ha pensado en un inconvenien­te. Estoy segura de que a William Larkins no le gustará la idea. Ten­dría que pedir su consentimiento antes de pedir el mío.

Sin embargo, Emma prometió que lo pensaría; y muy poco des­pués prometió además que lo pensaría con la intención de encontrar que era una solución excelente.

Es digno de notarse que Emma, al considerar ahora desde innume­rables puntos de vista la posibilidad de vivir en Donwell Abbey, en ningún momento tuvo la sensación de perjudicar a su sobrino Henry, cuyos derechos como posible heredero tiempo atrás tanto la habían preocupado. Era forzoso pensar en la posible diferencia que ello re­presentaría para el niño; y sin embargo, al pensarlo, sólo se dedicaba a sí misma una insolente y significativa sonrisa, y encontraba diverti­do el reconocer los verdaderos motivos de su violenta oposición a que el señor Knightley se casita con Jane Fairfax o con cualquier otra, que entonces había atribuido exclusivamente a su solicitud como her­mana y como tía.

En cuanto a aquella proposición suya, aquel proyecto de casarse y de seguir viviendo en Hartfield... cuanto más lo pensaba más alicien­tes creía encontrarle. Sus inconvenientes parecían disminuir, sus ven­tajas aumentar, y el bienestar que proporcionaría a ambos parecía re­solver todas las dificultades. ¡Poder tener a su lado a un compañero como aquél en los momentos de inquietud y de desaliento! ¡Un apo­yo como aquél en todos los deberes y cuidados que el tiempo debía irremisiblemente ir haciendo cada vez más penosos!

Su felicidad hubiese sido perfecta de no ser por la pobre Harriet; pero cada una de las dichas que iba poseyendo ella parecían represen­tar un aumento de los sufrimientos de su amiga, a la que ahora debían incluso excluir de Hartfield. La pobre Harriet, como medida de bene­ficiosa prudencia, debía quedar al margen de aquel delicioso ambiente familiar con el que Emma ya soñaba. En todos los aspectos saldría per­diendo. Emma no podía lamentar su futura ausencia como algo. que echaría de menos para su bienestar. En aquel ambiente, Harriet sería siempre como un peso muerto; pero para la pobre muchacha parecía una necesidad demasiado cruel tener que verse en una situación de inmerecido castigo.

Por supuesto que con el tiempo el señor Knightley sería olvidado, mejor dicho, suplantado; pero no era lógico esperar que ello ocurrie­ra en un plazo muy breve. El señor Knightley no podía hacer nada para contribuir a la curación; no podía hacer como el señor Elton. El señor Knightley, siempre tan amable, tan comprensivo, tan afectuo­so con todo el mundo, nunca merecería que se le tributase un culto inferior al de ahora; y realmente era demasiado esperar, incluso dé Harriet, que en un año pudiera llegar a enamorarse de más de tres hombres.

 

 

CAPÍTULO LII

 

PARA Emma fue un gran consuelo ver que Harriet estaba tan de­seosa como ella de evitar encontrarse. Sus relaciones ya eran bas­tante penosas por carta. ¡Cuánto peor hubieran sido, pues, de haber tenido que verse!

Como puede suponerse Harriet se expresaba prácticamente sin ha­cer ningún reproche, sin dar la sensación de que se considerase ofen­dida; y sin embargo Emma creía advertir en su actitud un cierto re­sentimiento o algo que estaba muy próximo a ello, y que aún aumen­taba sus deseos de que no tuvieran un trato más directo... Quizá todo eran imaginaciones suyas; pero ni un ángel hubiese dejado de sentir cierto resentimiento ante un golpe como aquél.

No tuvo dificultades para que Isabella la invitase; y tuvo la suerte de encontrar un pretexto satisfactorio para pedírselo sin necesidad de recurrir a su inventiva. Harriet tenía una muela cariada, y ya hacía tiempo que quería ir a un dentista. La señora John Knightley se ma­nifestó encantada de poder serle útil; toda cuestión relacionada con médicos despertaba en ella el mayor interés... y aunque no era afi­cionada a ningún dentista como al señor Wingfield, se mostró inmedia­tamente dispuesta a aceptar a Harriet en su hogar... Una vez se hubo puesto de acuerdo con su hermana, Emma lo propuso a su amiga, a quien resultó fácil convencer... Harriet iría a Londres; estaba invita­da por lo menos durante dos semanas; y el viaje lo efectuaría en el coche del señor Woodhouse; se hicieron todos los preparativos, se re­solvieron todas las dificultades, y Harriet no tardó en llegar sana y salva a Brunswick Square.

Ahora Emma podía ya gozar tranquila de las visitas del señor Knigh­tley; ahora podía hablar y podía escuchar, sintiéndose verdaderamente feliz, sin el aguijón de aquel sentimiento de injusticia, de culpabilidad, de algo aún más doloroso, que la inquietaba cada vez que recordaba que no muy lejos de ella en aquellos mismos momentos sufría un co­razón por unos sentimientos que ella misma había contribuido a desa­rrollar equivocadamente.

Quizá no era muy lógico que Emma considerase tan distinto el que Harriet estuviera en casa de la señora Goddard o en Londres; pero al pensar que estaba en Londres se la imaginaba siempre distraída por la curiosidad, ocupada, sin pensar en el pasado, sin ocasiones para encerrarse en sí misma.

Emma no quería consentir que ninguna otra preocupación viniera a substituir inmediatamente a la que había sentido por Harriet. Tenía ante sí una confesión que hacer, en la que nadie podía ayudarla... el confesar a su padre que estaba enamorada; pero por el momento no había que pensar en ello... Había decidido aplazar la revelación has­ta que la señora Weston hubiese dado a luz. En aquellos momentos no quería causar aún más preocupaciones a las personas que quería... y hasta que llegase el momento que ella misma se había fijado, no quería amargarse con tristes pensamientos... Disfrutaría por lo me­nos de dos semanas de tranquilidad y de paz de espíritu para paladear aquellos intensos y turbadores goces.

En seguida decidió que, tanto por deber como por gusto, dedicaría media hora de aquellos días de ocio espiritual, a visitar a la señorita Fairfax... Debía ir... y sentía grandes deseos de verla; la semejanza de las situaciones en que ambas se encontraban en aquellos momen­tos, aún daba más valor a todos los demás motivos de buen entendi­miento. Sería como un desagravio secreto; pero indudablemente, el hecho de que ahora los proyectos para el futuro de las dos fueran tan similares, no dejaría de aumentar el interés con que Emma acogería cualquier confidencia que Jane pudiese hacerle.

Y hacia allí se dirigió... últimamente en una ocasión había llamado en vano a aquella puerta, pero no había entrado en la casa desde la ma­ñana del día que siguió al de la excursión a Box Hill, cuando la po­bre Jane se hallaba en un estado tan lastimoso que la había llenado de compasión, a pesar de que entonces ni sospechaba el peor de sus sufrimientos... El miedo a no ser bien recibida la decidió, a pesar de que estaba segura de que la joven estaba en casa, a hacerse anunciar y a esperar en el pasillo... Oyó cómo Patty anunciaba su visita, pero no se produjo ningún revuelo como el que la otra vez la pobre seño­rita Bates hizo tan claramente inteligible... No; sólo oyó la instantá­nea respuesta de: «Haga el favor de decirle que suba...» Y un mo­mento después salió a recibirla a la escalera la propia Jane, adelantán­dose apresuradamente a las demás, como si no hubiese considerado suficiente ningún otro género de acogida... Emma nunca la había vis­to con un aspecto más saludable, tan atractiva, tan bella. Todo en ella era equilibrio, alegría y efusividad; en su porte y en sus modales parecía rebosar de todo lo que hasta entonces le había faltado... Sa­lió a su encuentro tendiéndole la mano; y dijo en voz no muy alta, pero sí muy afectuosa:

-¡Qué amable ha sido usted...! Señorita Woodhouse, no sé cómo expresarle... Espero que me crea... Usted sabrá disculparme, porque ahora no encuentro las palabras...

Emma quedó muy complacida, y no hubiese tardado en encontrar ella las palabras adecuadas, de no contenerse al oír la voz de la seño­ra Elton, que llegó desde el salón, incitándola a resumir todos sus sentimientos de amistad y de gratitud en un cariñosísimo apretón de manos.

La señora Bates estaba conversando con la señora Elton. La seño­rita Bates había salido, lo cual explicaba la falta de revuelo a la lle­gada de la joven. Emma hubiese preferido que la señora Elton estu­viese en cualquier otro lugar menos allí; pero estaba en disposición de tener paciencia con todo el mundo; y como la señora Elton la re­cibió con una deferencia poco habitual en ella, confió en que la con­versación podría discurrir por cauces pacíficos.

Emma no tardó en creer adivinar los pensamientos de la señora Elton, y en comprender por qué también ella estaba de tan buen hu­mor; la causa era la confidencia que acababa de hacerle la señorita Fairfax, ya que creía que ella era la única en saber algo que aún era un secreto para los demás. Emma creyó descubrir inmediatamente in­dicios de esta suposición en la expresión de su rostro. Y mientras prestaba atención a la señora Bates, y aparentaba escuchar las respues­tas de la buena anciana, vio que ella, con una especie de ostentoso misterio, doblaba una carta que al parecer había estado leyendo en voz alta a la señorita Fairfax, y volvía a guardarla en el bolso metá­lico pintado de purpurina que tenía a su lado, mientras decía con significativos movimientos de cabeza:

-Bueno, ya terminaremos cualquier otro día; a nosotras no nos fal­tarán ocasiones; y en realidad ya te he leído lo esencial. Sólo quería demostrarte que la señora S. acepta nuestras disculpas y no se ha ofendido. Ya ves qué maravillosamente escribe... ¡Oh, es una mujer encantadora! Hubieses estado muy bien en su casa... Pero, ni una palabra más. Seamos discretas... Es lo mejor que se puede hacer... ¡Ah! ¿Recuerdas aquellos versos? En este momento no me acuerdo de qué poema son:

 

Cuando a una dama se menta

todo lo demás no cuenta.

 

Y ahora, querida, yo digo: cuando se menta, no a una dama, sino a... Pero... ¡chist! A buen entendedor... Creo que hoy estoy de buen hu­mor, ¿verdad? Pero lo que quiero es tranquilizarte respecto a la seño­ra S... Ya ves que mi mediación la ha apaciguado por completo.

Y, en seguida, cuando Emma se limitó a volver la cabeza para con­templar la labor que estaba haciendo la señora Bates, añadió en un cuchicheo:

-Ya te has fijado que no he citado ningún nombre... ¡Oh, no! Prudente y diplomática como un ministro de Estado. Sé muy bien cómo llevar esas cosas.

A Emma no le cabía la menor duda. Aquello era una ostentosa exhibición, repetida hasta la saciedad en todas las ocasiones posibles, de lo que ella creía un secreto para los demás. Después de que todas hubieran hablado en buena armonía durante un rato, acerca del tiem­po y de la señora Weston, de pronto vio que la señora Elton se di­rigía inesperadamente a ella:

-¿No le parece, señorita Woodhouse, que nuestra pícara amiguita se ha rehecho de un modo prodigioso? ¿No le parece que es una cura­ción que hace mucho honor al señor Perry? -lanzando una significa­tiva mirada de reojo a Jane-. Sí, sí, Perry ha hecho que se repusiera en un tiempo increíblemente corto... ¡Oh! ¡Si la hubiera usted visto, como yo la vi, en los días en que se encontraba peor!

Y cuando la señora Bates dijo algo que distrajo la atención de Emma, añadió en un susurro:

-No, no, no diremos nada de la ayuda que hayan podido prestar a Perry; no diremos nada de cierto médico muy joven de Windsor... ¡Oh, no! Perry se llevará toda la fama.

Y al cabo de unos momentos volvió a empezar:

-Me parece, señorita Woodhouse, que no había tenido el placer de volverla a ver desde la excursión a Box Hill. ¡Qué excursión más agradable! A pesar de todo en mi opinión faltaba algo. Parecía como si... como si hubiera alguien un poco malhumorado... Al menos eso fue lo que me pareció, pero pude muy bien equivocarme... Sin em­bargo, yo creo que salió lo suficientemente bien como para tentarnos a repetir la salida. ¿Qué les parece si volvemos a reunirnos los mis­mos y hacemos otra excursión a Box Hill, mientras dure el buen tiempo? Tienen que venir los mismos, ¿eh? Exactamente los mismos... sin ninguna excepción.

Al poco rato llegó la señorita Bates, y Emma no pudo por menos de sonreír al ver la perplejidad con que respondió a su saludo, in­certidumbre debida, según supuso, a que dudaba de lo que podía de­cir y estaba impaciente por decirlo todo.

-Muchas gracias, señorita Woodhouse... Es usted toda bondad... Yo no sé cómo expresarle... Sí, sí, comprendo perfectamente... los proyectos de nuestra querida Jane... Bueno, río, no es que quiera de­cir... Pero, se ha recuperado de un modo asombroso, ¿verdad? ¿Cómo sigue el señor Woodhouse?... No sabe cuánto me alegro... sí, le ase­guro que no está en mis manos... Ya ve usted la pequeña reunión, tan feliz, que encuentra usted aquí... Sí, sí, desde luego... ¡Qué jo­ven más encantador...! Bueno, quiero decir... ¡qué amable! Me refie­ro al bueno del señor Perry... ¡Tan atento para con Jane!

Y por su efusividad, por sus extraordinarias manifestaciones de gra­titud y de alegría, al ver que la señora Elton les había visitado, Emma dedujo que en la Vicaría se habían mostrado un tanto resentidos por la decisión de Jane, y que ahora se habían allanado los obstáculos. Y tras unos cuantos cuchicheos más, de los que Emma no pudo en­terarse de nada, la señora Elton, hablando en voz más alta, dijo:

-Pues sí, ya ve que aquí estoy, mi buena amiga; y hace ya tanto rato que he venido, que antes que nada considero necesario dar una explicación; pero la verdad es que estoy esperando a mi dueño y se­ñor. Me prometió que vendría a buscarme, y aprovecharía la ocasión para saludarlas.

-¿Qué dice usted? ¿Que vamos a tener el gusto de recibir la visi­ta del señor Elton? Eso sí que se lo agradeceremos... Porque yo ya sé que a los caballeros no les gusta hacer visitas por la mañana, y el señor Elton está tan ocupado...

-Pues sí, le aseguro, señorita Bates, que lo está mucho... En rea­lidad está ocupado todo el día, desde la mañana a la noche... Es in­contable la gente que va a verle por una razón u otra... Magistrados, superintendentes, capilleres, todos quieren pedir su opinión. Parece que no sepan hacer nada sin él. Hasta el punto que yo muchas veces le digo: «Francamente, es mejor que te molesten a ti que a mí; yo sólo con la mitad de todos estos importunos ya no sabría dónde tengo mis lápices ni mi piano...» Aunque la verdad es que no creo que las cosas pudieran ir peor, porque he abandonado completamente, de un modo imperdonable, el dibujo y la música... Me parece que hace dos semanas que no he tocado ni una nota... Sin embargo, va a venir, se lo digo yo; sí, sí, él tiene intención de saludarlas a todas.

Y poniéndose la mano junto a la boca, como para evitar que Emma oyese sus palabras, añadió:

-Es para darles la enhorabuena, ¿saben? ¡Oh, sí! Es algo comple­tamente indispensable.

La señorita Bates se esponjó de felicidad.

-Me prometió que vendría a buscarme tan pronto como terminara de hablar con Knightley; porque él y Knightley han tenido que reu­nirse para asuntos muy importantes... El señor E. es el brazo derecho de Knightley.

Emma no hubiese sonreído por nada del mundo, y se limitó a decir:

-¿Ha ido a pie a Donwell el señor Elton? Pues habrá pasado calor.

-¡Oh, no! La entrevista era en la Hostería de la Corona, una de esas reuniones periódicas; también estarán con ellos Weston y Cole; pero sólo vale la pena hablar de los que lo dirigen... Estoy segura de que tanto el señor E. como Knightley saben muy bien lo que se hacen.

-¿No se equivoca usted de día? -preguntó Emma-. Yo casi es­toy segura de que la reunión de la Corona no se celebrará hasta ma­ñana. El señor Knightley estuvo en Hartfield ayer, y dijo que iba a ser el sábado.

-¡Oh, no! Seguro que la reunión es hoy -fue la brusca respuesta que demostraba la imposibilidad de que la señora Elton cometiese nin­guna equivocación-. Estoy convencida -siguió diciendo- de que tie­ne más conflictos en todo el país. En Maple Grove ni siquiera sabía­mos lo que eran esas cosas.

-Es que su parroquia debía de ser pequeña -dijo Jane.

-Pues mira, querida, eso no lo sé, porque nunca oí hablar de la cuestión.

-Pero se ve por lo pequeña que es la escuela, que según dice us­ted, está dirigida por su hermana y por la señora Bragge; la única escuela que hay, y que sólo tiene veinticinco niños.

-¡Ah! ¡Qué lista eres! Tienes toda la razón. ¡Qué inteligencia más despierta la tuya! Te digo, Jane, que de las dos saldría una mujer perfecta. Con mi vivacidad y tu solidez lograríamos la perfección... Y no es que yo me atreva a insinuar que no haya personas que ya te consideren perfecta... Pero... ¡chist! No añadamos ni una palabra más.

Prudencia que parecía innecesaria; Jane estaba deseando hablar, no con la señora Elton, sino con la señorita Woodhouse, como ésta veía claramente; su voluntad de prestarle más atención, dentro de lo que permitía la cortesía, no podía ser más evidente, aunque en la mayoría de las ocasiones no pudiese manifestarse más que por medio de mi­radas.

Hizo su aparición el señor Elton. Su esposa le recibió con su ca­racterística y chispeante vivacidad.

-¡Vaya, muy bonito! Hacerme venir hasta aquí para que esté mo­lestando a mis amigos, y tú apareces mucho más tarde de lo que me habías dicho que vendrías... ¡Ay! Estás tan seguro de tener una es­posa sumisa... Ya sabías que no iba a moverme hasta que apareciese mi dueño y señor... Y aquí me he estado una hora entera, dando ejem­plo a estas jóvenes de auténtica obediencia conyugal... porque, quién sabe, a lo mejor no van a tardar mucho en tener que practicar esta virtud.

El señor Elton estaba tan acalorado y tan cansado que dio la im­presión de que con él su esposa estaba desperdiciando su ingenio. Antes que nada tenía que saludar a las demás señoras; y luego lo primero que hizo fue lamentarse del calor que había pasado y de la caminata que había hecho inútilmente.

-Cuando llegué a Donwell -dijo- resultó que Knightley no esta­ba allí. ¡Qué raro! ¡No puedo explicármelo! Después de la nota que le envié esta mañana, y de la respuesta que me devolvió diciéndome que estaría seguro en su casa hasta la una.

-¡Donwell! -exclamó su esposa-. Mi querido señor E., tú no has estado en Donwell; querrás decir la Corona; debes de venir de la reunión de la Corona.

-No, no, eso será mañana; y precisamente quería ver a Knightley hoy para hablarle de la reunión... ¡Uf! Esta mañana hace un calor es­pantoso... He ido andando a campo través -hablaba en un tono ofendido- y aún he pasado mucho más calor. ¡Y luego para no en­contrarle en casa! Les aseguro que estoy muy enojado. Y sin dejar ninguna disculpa, ni una nota. El ama de llaves me ha dicho que no sabía que yo tuviera que venir... ¡Qué extraño es todo esto! Y na­die sabía dónde había' ido. Quizás a Hartfield, quizás a Abbey Mill, quizás a los bosques... Señorita Woodhouse, eso no es propio de nuestro amigo Knightley... ¿Usted se lo explica?

Emma se divertía asegurando que realmente era muy raro, y que no sería ella quien intentase defenderle.

-No puedo comprender -dijo la señora Elton, sintiendo la ofen­sa como debía sentirla una buena esposa-, no puedo comprender cómo ha podido hacerte una cosa semejante, precisamente él... La úl­tima persona del mundo que yo hubiese esperado que tuviese un ol­vido así. Mi querido señor E., por fuerza ha tenido que dejarte un recado, estoy segura; ni siquiera Knightley ha podido hacer una cosa tan disparatada; y los criados se han olvidado. Puedes estar seguro de que eso es lo que ha ocurrido; y es muy probable que haya ocurri­do así, por los criados de Donwell, que, según he podido observar muy a menudo, son todos muy torpes y descuidados. Por nada del mundo quisiera yo tener a mi servicio a un criado como Harry. Y en cuanto a la señora Hodges, Wright la tiene en muy mal concepto... prometió a Wright una receta y nunca se la envía.

-Cuando estaba cerca de Donwell -siguió diciendo el señor El­on- encontré a William Larkins, y me dijo que no iba a encontrar su amo en casa, pero yo no le creí... William parecía más bien de mal humor. Me dijo que no sabía lo que le pasaba a su amo en estos últimos tiempos, pero que no había modo de sacarle ni una palabra; o no tengo nada que ver con las quejas de William, pero es que era muy importante que viese hoy mismo al señor Knightley; y por lo tanto es un contratiempo muy serio para mí haber hecho la caminata con este calor, total para nada.

Emma comprendió que lo mejor que podía hacer era volver en se­;uida a su casa. Con toda seguridad, en aquellos momentos alguien e estaba esperando allí. Quizás así pudiera lograrse que el señor Knigh­ley fuera más amable con el señor Elton, si no con William Larkins.

Al despedirse, se alegró mucho de ver que la señorita Fairfax salía con ella de la estancia para acompañarla hasta la misma puerta de la salle; se le ofrecía así una oportunidad que aprovechó inmediatamente para decir:

-Tal vez es mejor que no haya habido ocasión. De no estar en compañía de otros amigos, me hubiese visto tentada a abordar algún asunto, a hacer preguntas, a hablar con más franqueza de lo que qui­zás hubiese sido estrictamente correcto... Comprendo que sin duda subiera sido impertinente...

-¡Oh! -exclamó Jane, ruborizándose y mostrando una incertidumbre que a Emma le pareció que le sentaba infinitamente mejor que toda la elegancia de su habitual frialdad-. No había ningún peligro. El único peligro hubiese sido que yo la aburriese. No podía usted hacerme más feliz que expresando un interés... La verdad, señorita Voodhouse -hablando ya con más calma-, soy muy consciente de lue he obrado mal, muy mal, y por eso mismo me resulta mu­cho más consolador el que aquellos de mis amigos cuya buena opi­nión vale más la pena de conservar, no están enojados hasta el punto le que... No tengo tiempo para decirle ni la mitad de lo que que­ría explicarle. No sabe lo que deseo disculparme, excusarme, decir algo que me justifique. Creo que es mi deber. Pero por desgracia... Sí, a pesar de su comprensión, no puede usted admitir que seamos siendo amigas...

-¡Oh, por Dios! Es usted demasiado escrupulosa -exclamó Emma efusivamente, cogiéndole la mano-. No tiene que darme ninguna ex­cusa; y todo el mundo a quien podría usted pensar que se las debe, está tan satisfecho, incluso tan complacido...

-Es usted muy amable, pero yo sé cómo me he portado con us­ted... ¡De un modo tan frío, tan artificial! Estaba siempre representando mi papel... ¡Era una vida de disimulos! Ya sé que ha tenido que disgustarse conmigo...

-Por Dios, no diga nada más. Yo pienso que todas las excusas debería dárselas yo. Perdonémonos ahora mismo la una a la otra. Y es mejor que lo que tengamos que decirnos lo digamos lo antes posible, y creo que en eso no vamos a perder el tiempo en cumplidos. Supon­go que habrá tenido buenas noticias de Windsor.

-Muy buenas.

-Y las próximas supongo que serán que vamos a perderla, ¿no? Precisamente ahora que empezaba a conocerla.

-¡Oh! De eso todavía no puede pensarse en nada. Me quedaré aquí hasta que me reclamen el coronel y la señora Campbell.

-Quizá todavía no puede decidirse nada -replicó Emma sonrien­do-, pero, si no me equivoco, ya tiene que pensarse en todo.

Jane le devolvió la sonrisa mientras contestaba:

-Sí, tiene razón; ya hemos pensado en ello. Y le confesaré (por­que estoy segura de su discreción) que ya está decidido que el señor Churchill y yo viviremos en Enscombe. Por lo menos habrá tres me­ses de luto riguroso; pero una vez haya pasado este tiempo, espero que ya no haya que esperar nada más.

-Gracias, muchas gracias... Eso es justamente lo que yo quería saber con certeza... ¡Oh! ¡Si supiese usted cuánto me gustan las si­tuaciones francas y claras...! Adiós, adiós...

 

 

CAPÍTULO LIII

 

TODOS los amigos de la señora Weston tuvieron una gran alegría con su feliz alumbramiento. Y para Emma, a la satisfacción de saber que todo había ido perfectamente bien, se añadió la de que su amiga hubiese sido madre de una niña. Ella había manifestado sus preferencias por una señorita Weston. No quería reconocer que era con vistas a una futura boda con alguno de los hijos de Isabella; sino que decía que estaba convencida de que una niña iba a ser mucho mejor tanto para el padre como para la madre. Sería una gran ilusión para el señor Weston, que empezaba a envejecer... y diez años más tarde, cuando el señor Weston tuviera ya una edad más avanzada, vería alegrado su hogar por los juegos y las ocurrencias, los caprichos y los antojos de aquella niña que pertenecería propiamente a la casa; y en cuanto a la señora Weston... nadie podía dudar de lo que iba a significar para ella una hija; y hubiese sido una lástima que una maestra tan buena como ella no hubiese podido volver a enseñar.

-Ha tenido la suerte de haber podido practicar conmigo -decía Emma-, como la baronesa de Almane con la condesa de Ostalis, en Adelaida y Teodora, de Madame de Genlis, y ahora veremos cómo sabe educar mejor a su pequeña Adelaida.

-Ya verá -replicó el señor Knightley- cómo le consentirá in­cluso más de lo que le consentía a usted, y estará convencida de que no le consiente nada. Ésta será la única diferencia.

-¡Pobre criatura! -exclamó Emma-. Entonces, ¿qué va a ser de ella?

-No hay que alarmarse mucho. Es el destino de millares de niños. Durante su niñez estará muy mal criada, y a medida que vaya cre­ciendo se corregirá a sí misma. Ya no soy severo con los niños mima­dos, mi querida Emma. Yo que le debo a usted toda mi felicidad, ¿no sería una ingratitud monstruosa ser severo para con los niños mimados?

Emma se echó a reír y replicó:

-Pero yo tenía la ayuda de todos sus esfuerzos para contrarrestar la excesiva benevolencia de los demás. Dudo que sin usted, sólo con mi sentido común, hubiese llegado a enmendarme.

-¿De veras? Yo no tengo la menor duda. La naturaleza le dotó de inteligencia. La señorita Taylor le inculcó buenos principios. Te­nía usted que terminar bien. Mi intervención tanto podía hacerle daño como beneficiarla. Era lo más natural del mundo que pensara: ¿Qué derecho tiene a sermonearme? Y me temo que era también lo más natural que pensase que yo lo hacía de un modo desagradable. No creo haberle hecho ningún bien. El bien me lo hice a mí mismo al convertirla a usted en el objeto de mis pensamientos más afectuosos. No podía pensar en usted sin mimarla, con defectos y todo; y a fuer­za de encariñarme con tantos errores creo que he estado enamorado de usted por lo menos desde que tenía trece años.

-Yo estoy segura de que me ha hecho mucho bien -dijo Emma-. Muchas veces me dejaba influir por usted... muchas más veces de lo que quería reconocer en aquellos momentos. Estoy completamente con­vencida de que me ha servido de mucho. Y si a la pobre Anna Wes­ton también van a mimarla, haría usted una gran obra de caridad haciendo por ella todo lo que ha hecho por mí... excepto enamorarse de ella cuando tenga trece años.

-¡Cuántas veces, cuando era usted una niña, me ha dicho con una de sus miradas arrogantes: «Señor Knightley, voy a hacer esto y aque­llo; papá dice que me deja»; o «La señorita Taylor me ha dado per­miso»... Algo que usted sabía que yo no iba a aprobar. En estos ca­sos, al intervenir yo le daba dos malos impulsos en vez de uno.

-¡Qué niña más encantadora debía de ser! No me extraña que us­ted recuerde mis palabras de un modo tan cariñoso.

-«Señor Knightley». Siempre me llamaba «señor Knightley»; y con la costumbre dejó de sonar tan respetuoso... Y sin embargo lo es. Me gustaría que me llamara de algún otro modo, pero no sé cómo.

-Recuerdo que una vez, hace unos diez años, en una de mis en­cantadoras rabietas le llamé «George»; lo hice porque creí que iba a ofenderse; pero como usted no protestó nunca más volví a llamarle así.

-Y ahora, ¿no puede llamarme «George»?

-¡Oh, no, imposible! Yo sólo puedo llamarle «señor Knightley». Ni siquiera le prometo igualar la elegante concisión de la señora El­ton llamándole «señor K.»... Pero le prometo -añadió en seguida riéndose y ruborizándose al mismo tiempo-, le prometo que le lla­maré una vez por su nombre de pila. No puedo decirle cuándo, pero quizá sea capaz de adivinar dónde... en aquel lugar en el que dos personas aceptan vivir unidos en la fortuna y la adversidad.

Emma lamentaba no poder hablarle con más franqueza de uno de los favores más importantes que él, con su gran sentido común, hu­biese podido hacerle, aconsejándole de modo que le hubiese evitado incurrir en la peor de todas sus locuras femeninas: su empeño en in­timar con Harriet Smith; pero era una cuestión demasiado delicada; no podía hablar de ella. En sus conversaciones sólo muy raras veces mencionaban a Harriet. Por su parte ello podía atribuirse simplemente a que no se le ocurría pensar en la muchacha; pero Emma se incli­naba a atribuirlo a su tacto y a las sospechas que debía de tener, por ciertos detalles, de que la amistad entre ambas amigas comenzaba a declinar. Se daba cuenta de que en cualquier otra circunstancia era lógico esperar que se hubiesen carteado más, y que las noticias que tuviera de ella no tuviesen que ser exclusivamente, como entonces ocu­rría, las que Isabella incluía en sus cartas. P-1 también debía haberlo advertido. La desazón que le producía el verse obligada a ocultarle algo era casi tan grande como la que sentía por haber hecho desgra­ciada a Harriet.

Las noticias que Isabella le daba acerca de su invitada eran las que cabía esperar; a su llegada le había parecido de mal humor, lo cual le pareció totalmente natural teniendo en cuenta que les estaba es­perando el dentista; pero una vez solucionado aquel contratiempo, no tenía la impresión de que Harriet se mostrara distinta a como ella la había conocido antes... Desde luego, Isabella no era un observador muy penetrante; sin embargo, si Harriet no se hubiera prestado a jugar con los niños, su hermana no hubiese podido dejar de darse cuenta; Emma disfrutaba más de sus consuelos y de sus esperanzas sabiendo que la estancia de Harriet en Londres iba a ser larga; las dos semanas probablemente iban a convertirse por lo menos en un mes. El señor y la señora John Knightley volverían a Highbury en agosto, y la habían invitado a quedarse con ellos hasta entonces para regresar todos juntos.

-John ni siquiera menciona a su amiga -dijo el señor Knightley-. Aquí traigo su contestación por si quiere leerla.

Era la respuesta a la carta en la que le anunciaba su propósito de casarse. Emma la aceptó rápidamente, llena de curiosidad por saber lo que diría de aquello y sin preocuparse lo más mínimo por la no­ticia de que no mencionaba a su amiga.

-John comparte mi felicidad como un verdadero hermano -siguió diciendo el señor Knightley-, pero no es de los que gastan cumpli­dos; y aunque sé perfectamente que siente por usted un cariño au­ténticamente fraternal, es tan poco amigo de los halagos que cualquier otra joven podría pensar que es más bien frío en sus elogios. Pero yo no tengo ningún miedo de que lea lo que escribe.

-Escribe como un hombre muy juicioso -replicó Emma, una vez hubo leído la carta-. Me inclino ante su sinceridad. Se ve claramen­te que opina que de los dos en esta boda el más afortunado voy a ser yo, pero que no deja de tener ciertas esperanzas de que con el tiempo llegue a ser tan digna de mi futuro marido como usted me considera ya. Si hubiese dicho algo que diera a entender otra cosa no le hubiese creído.

-Mi querida Emma, él no-ha querido decir esto. Sólo ha querido decir que...

-Su hermano y yo diferiríamos muy poco en nuestra opinión acer­ca del valor dé nosotros dos -le interrumpió ella con una especie de sonrisa pensativa-, quizá mucho menos de lo que él cree, si pu­diéramos discutir la cuestión, sin cumplidos y con toda franqueza.

-Emma, mi querida Emma...

-¡Oh! -exclamó ella, mostrándose más alegre-, si se imagina us­ted que su hermano es injusto para conmigo, espere a que mi querido padre conozca nuestro secreto y dé su opinión. Puede estar seguro de que él aún será mucho más injusto con usted. Le parecerá que todas las ventajas estarán de su lado; y que yo tengo todas las cualidades. Espero que para él no me convertiré inmediatamente en su «pobre Emma»... Su compasión por los méritos ignorados suele reducirse a eso.

-No sé -dijo él-, sólo deseo que su padre se convenza, aun­ que sólo sea la mitad de fácilmente de lo que John se convencerá, de que tenemos todos los derechos que la igualdad de méritos puede proporcionar para ser felices juntos. Hay una cosa en la carta de John que me resulta divertida. ¿No la ha notado? Aquí, donde dice que mi noticia no le ha cogido del todo por sorpresa, que casi es­taba esperando que le anunciase algo por el estilo.

-Pero si no interpreto mal a su hermano, sólo se refiere a que tuviera usted proyectos de casarse. No pensaba ni remotamente en mí. Parece que esto le haya pillado totalmente desprevenido.

-Sí, sí... pero me resulta divertido que haya sabido ver tan claro en mis sentimientos. No sé qué es lo que puede haberle hecho su­poner eso. No atino qué puede haber visto de distinto en mi modo de ser o en mi conversación como para hacerle pensar que estaba más predispuesto a casarme que en cualquier otra época de mi vida... Pero supongo que algo debió de ver. Me atrevería a decir que ha notado la diferencia estos días que he pasado en su casa. Supongo que no jugué con los niños tanto como de costumbre. Recuerdo una tarde en que los pobres chiquillos dijeron: «Ahora el tío siempre parece que está cansado.»

Había llegado el momento en que la noticia debía comunicarse y ver cómo reaccionaban otras varias personas. Tan pronto como la señora Weston se hubo repuesto lo suficiente como para recibir la visita del señor Woodhouse, Emma, pensando que los persuasivos ar­gumentos de su amiga podían influir favorablemente en su padre, decidió dar primero la noticia en su casa, y luego en Randalls... Pero ¿cómo iba a hacer aquella confesión a su padre? Había resuelto decírselo cuando el señor Knightley estuviera ausente, o cuando su corazón no pudiera guardar por más tiempo el secreto y se viera forzada a revelarlo; entonces preveía la llegada del señor Knightley al poco rato, y él sería el encargado de completar la labor de con­vencimiento iniciada por ella... Tenía que hablar, y hablar además de un modo alegre. No debía emplear un tono melancólico dando la impresión de que era como una desgracia para él. No debía pare­cer que Emma lo considerase como un mal para su padre... Ha­ciéndose fuerte, le preparó pues para recibir una noticia inesperada, y luego en pocas palabras le dijo que si él le concedía su consenti­miento y su aprobación... lo cual no dudaba que él otorgaría sin in­convenientes, ya que aquello no tenía otro objeto que hacerles más felices a todos... ella y el señor Knightley pensaban casarse; de este modo Hartfield contaría con un habitante más, una persona que era la que su padre más quería, como ella sabía perfectamente, después de sus hijas y de la señora Weston.

¡Pobre hombre! De momento tuvo un susto considerable e intentó disuadir a su hija por todos los medios. Le recordó una y otra vez que siempre había dicho que no pensaba casarse, y le aseguró que para ella sería muchísimo mejor quedarse soltera; y le habló de la pobre Isabella y de la pobre señorita Taylor... Pero todo fue en vano. Emma le abrazaba cariñosamente, le sonreía y le repetía que tenía que ser así; y que no podía considerar su caso como el de Isabella y el de la señora Weston, cuyas bodas, al obligarlas a aban­donar Hartfield, habían significado un cambio de vida tan triste; ella no se iría de Hartfield; se quedaría siempre allí; si se introducía algún cambio en la casa era solamente con miras a su bienestar; y estaba completamente segura de que él sería mucho más feliz te­niendo siempre al lado al señor Knightley, una vez se hubiese acos­tumbrado a la idea... ¿No apreciaba mucho al señor Knightley? No podía negar que sí que le apreciaba, estaba segura de ello. ¿Con quién quería siempre consultar las cuestiones de negocios sino con el señor Knightley? ¿Quién le prestaba tantos servicios, quién estaba siempre dispuesto a escribirle sus cartas, quién le ayudaba de tan buen grado en todas las cosas? ¿Quién era más amable, más atento, más fiel que él? ¿No le gustaría tenerle siempre en casa? Sí; ésta era la pura verdad. Nunca se cansaba de recibir las visitas del señor Knightley; le gustaría verle cada día; pero hasta entonces había esta­do viéndole casi cada día... ¿Por qué no podía ser todo igual que hasta ahora?

El señor Woodhouse no se dejó convencer en seguida; pero lo peor ya había pasado, la idea ya estaba lanzada; el tiempo y el insistir continuamente debían hacer lo demás... A los persuasivos argumen­tos de Emma sucedieron los del señor Knightley, cuyos grandes elo­gios de ella contribuyeron a dar una perspectiva más favorable a la proposición; y el señor Woodhouse pronto se acostumbró a que uno y otro le hablaran continuamente del asunto en todas las ocasiones propicias... Ambos contaron con todo el apoyo que Isabella podía prestarles mediante cartas en las que expresaba su más decidida apro­bación; y en la primera ocasión que tuvo la señora Weston para hablarle del asunto no dejó de presentar el proyecto en los términos más favorables... en primer lugar como una cosa ya decidida, y en segundo, como algo beneficioso... ya que era muy consciente de que ambos argumentos tenían casi el mismo valor para el señor Woodhouse... Llegó a convencerse de que no podía ser de otro modo; y todo el mundo por quien solía dejarse aconsejar le aseguraba que aquella boda sólo contribuiría a hacerle más feliz. En su fuero interno casi llegó a admitir aquella posibilidad... y empezó a pen­sar que un día u otro... quizá dentro de un año o de dos... no sería una gran desgracia el que se celebrara aquel matrimonio.

La señora Weston decía lo que pensaba, no tenía que fingir al declararse en favor del proyecto de boda... Al principio había tenido una gran sorpresa; pocas veces la había tenido mayor que cuando Emma le reveló el secreto; pero era algo en lo que sólo veía un aumento de felicidad para todos, y no tuvo ningún reparo en con­vertirse en acérrima defensora del proyecto... Sentía tanto afecto por el señor Knightley que le creía merecedor incluso de casarse con su querida Emma; y en todos los aspectos era una unión tan ade­cuada, tan conveniente, tan inmejorable, y en un aspecto en con­creto, quizás el más importante, tan particularmente deseable, una elección tan afortunada, que parecía como si Emma no hubiese de­bido sentirse atraída por ningún otro hombre, y que hubiese sido la más necia de las mujeres si no hubiera pensado en él y no hu­biera deseado casarse con él desde hacía ya mucho tiempo... ¡Qué pocos hombres cuya posición les hubiera permitido pensar en Emma, hubiesen renunciado a su propia casa por Hartfield! ¡Y quién como el señor Knightley podía conocer y soportar al señor Woodhouse hasta el punto de conseguir que una decisión como aquélla fuese algo hacedero! Los Weston siempre habían tenido que plantearse el pro­blema de lo que debía hacerse con el pobre señor Woodhouse, cuan­do forjaban planes acerca de un posible matrimonio entre Frank y Emma... Cómo conciliar los intereses de Enscombe y de Hartfield había sido siempre uno de los inconvenientes más graves con que ha­bían tropezado... el señor Weston no solía darle tanta importancia como su esposa... pero, con todo, nunca había sido capaz de solu­cionar la cuestión sino diciendo:

-Esas cosas se solucionan solas; ellos ya encontrarán el modo de resolverlo.

Pero en aquel caso no era necesario aplazar ningún conflicto ni ha­cer vagas suposiciones sobre el futuro. Todo resultaba satisfactorio, claro, perfecto. Nadie hacía un sacrificio digno de ese nombre. Era una boda que ofrecía las máximas perspectivas de felicidad, y en la que no existía ninguna dificultad efectiva, razonable para que nadie se opusiese a ella, o para que fuera preciso aplazarla.

La señora Weston teniendo a su hija en el regazo, y pudiendo hacerse todas estas reflexiones, era una de las mujeres más felices del mundo. Y si algo existía que pudiese aumentar aún más su dicha, era el advertir que el primer juego de gorritos no tardaría mucho en venirle pequeño a la niña.

Cuando se difundió la noticia constituyó una sorpresa para todos; y durante cinco minutos el señor Weston fue uno de los más sor­prendidos; pero cinco minutos bastaron para que su viveza mental le familiarizara con la idea... En seguida vio las ventajas de aquella boda, y su alegría no fue inferior a la de su esposa; pero no tardó en olvidar el asombro que le había producido la noticia; y al cabo de una hora casi estaba a punto de creer que él siempre había ima­ginado que acabaría ocurriendo una cosa así.

-Supongo que tiene que ser un secreto -dijo-. Esas cosas siem­pre tienen que ser un secreto, hasta que uno se entera que todo el mundo las sabe. Sólo quiero saber cuándo se puede hablar de la boda... No sé si Jane tendrá alguna sospecha...

Al día siguiente por la mañana fue a Highbury y disipó sus du­das acerca de este punto. Le comunicó las nuevas; ¿no era Jane como una hija suya, una hija ya mayor? Tenía que decírselo; y como la señorita Bates estaba presente, como es lógico, no tardó en enterarse la señora Cole, la señora Perry, e inmediatamente después la señora Elton; era el tiempo que habían previsto los protagonistas del hecho; por la hora en que se enteraron en Randalls, habían calcu­lado lo que tardaría en saberlo todo Highbury; y con gran intuición habían supuesto que aquella noche sólo se hablaría de ellos en todas las familias de los alrededores.

En general todo el mundo aprobó calurosamente el proyecto de boda. Unos pensaron que el afortunado era él, otros que la afortu­nada era ella. Unos aconsejarían que se trasladasen todos a Donwell y que dejaran Hartfield para John Knightley y su familia; y otros auguraban disputas entre los criados de ambas casas; pero en con­junto nadie puso objeciones muy graves, excepto en una habita­ción de la Vicaría... Allí la sorpresa no fue suavizada por ninguna alegría. El señor Elton, en comparación con su esposa, apenas se interesó por la noticia; se limitó a decir que «aquella orgullosa po­día estar ya satisfecha»; y a suponer que «siempre había querido pescar a Knightley»; y sobre el que se instalarán en Hartfield se atre­vió a exclamar: «¡De buena me he librado!»... Pero la señora Elton se lo tomó con mucha menos serenidad... «¡Pobre Knightley! ¡Pobre hombre! ¡Qué mal negocio hace!» Estaba muy apenada porque, aun­que fuese muy excéntrico, tenía muchas cualidades muy buenas... ¿Cómo era posible que se hubiese dejado pescar? Tenía la seguridad de que él no estaba enamorado... no, ni muchísimo menos... ¡Pobre Knightley! Aquello sería el fin de la grata relación que habían teni­do con él... ¡Estaba tan contento de ir a cenar a su casa siempre que le invitaban! Todo esto se habría terminado... ¡Pobre hombre! No volverían a hacerse visitas a Donwell organizadas por ella... ¡Oh, no! Ahora habría una señora Knightley que les aguaría todas las fiestas... ¡Qué lamentable! Pero no se arrepentía en absoluto de ha­ber criticado al ama de llaves de Knightley unos días atrás... ¡Qué disparate vivir todos juntos! No podía salir bien. Conocía a una familia que vivía cerca de Maple Grove que lo había intentado, y habían tenido que separarse al cabo de unos pocos meses.

 

 

CAPÍTULO LIV

 

PASÓ el tiempo. Unos días más y llegaría la familia de Londres. Algo que asustaba un poco a Emma; y una mañana que estaba pen­sando en las complicaciones que podía traer el regreso de su amiga, cuando llegó el señor Knightley todas las ideas sombrías se desva­necieron. Tras cambiar las primeras frases del alegre encuentro, él permaneció silencioso; y luego en un tono más grave dijo:

-Tengo algo que decirle, Emma. Noticias.

-¿Buenas o malas? -dijo ella con rapidez mirándole fijamente.

-No sé cómo deberían considerarse.

-¡Oh! Estoy segura de que serán buenas; lo veo por la cara que pone; está haciendo esfuerzos para no sonreír.

-Me temo -dijo él poniéndose más serio-, me temo mucho, mi querida Emma, que no va usted a sonreír cuando las oiga.

-¡Vaya! ¿Y por qué no? No puedo imaginar que haya algo que le guste a usted y que le divierta, y que no me guste ni me divierta también a mí.

-Hay una cuestión -replicó-, confío en que sólo una, en la que no pensamos igual.

Hizo una breve pausa, volvió a sonreír, y sin apartar la mirada de su rostro añadió:

-¿No se imagina lo que puede ser? ¿No se acuerda...? ¿No se acuerda de Harriet Smith?

Al oír este nombre Emma enrojeció y tuvo miedo de algo, aun­que no sabía exactamente de qué.

-¿Ha tenido noticias de ella esta mañana? -preguntó él-. Sí, ya veo que sí y que lo sabe todo.

-No, no he recibido carta; no sé nada; dígame de qué se trata, por favor.

-Veo que está preparada para lo peor... y realmente no es una buena noticia. Harriet Smith se casa con Robert Martin.

Emma tuvo un sobresalto que no dio la impresión de ser fingi­do... y el centelleo que pasó por sus ojos parecía querer decir «No, no es posible...» Pero sus labios siguieron cerrados.

-Pues así es -continuó el señor Knightley-. Me lo ha dicho el mismo Robert Martin. Acabo de dejarle hace menos de media hora.

Ella seguía contemplándole con el más elocuente de los asombros.

-Como ya esperaba, la noticia la ha contrariado... Ojalá coincidie­ran también en esto nuestras opiniones. Pero con el tiempo coinci­dirán. Puede usted estar segura de que el tiempo hará que el uno o el otro cambiemos de parecer; y entretanto no es preciso que ha­blemos mucho del asunto.

-No, no, no me entiende usted, no es eso -replicó ella domi­nándose-. No es que me contraríe la noticia... es que casi no puedo creerlo. ¡Parece imposible! ¿Quiere usted decir que Harriet Smith ha aceptado a Robert Martin? No querrá decir que él ha vuelto a pedir su mano... Querrá decir que tiene intenciones de hacerlo...

-Quiero decir que ya lo ha hecho... -replicó el señor Knightley sonriendo, pero con decisión- y que ha sido aceptado.

-¡Cielo Santo! -exclamó ella-. ¡Vaya!

Y después de recurrir a la cesta de la labor para tener un pre­texto para bajar la cabeza y ocultar el intenso sentimiento de júbilo que debían de expresar sus facciones, añadió:

-Bueno, ahora cuéntemelo todo; a ver si lo entiendo. ¿Cómo, dón­de, cuándo? Dígamelo todo; en mi vida había tenido una sorpresa igual... pero le aseguro que no me da ningún disgusto... ¿Cómo... cómo ha sido posible...?

-Es una historia muy sencilla. Hace tres días él fue a Londres por asuntos de negocios, y yo le di unos papeles que tenía que man­dar a John. Fue a ver a John a su despacho, y mi hermano le invitó a ir con ellos al Astley aquella tarde. Querían llevar al Astley a los dos mayores. Iban a ir mi hermano, su hermana, Henry, John... y la señorita Smith. Mi amigo Robert no podía negarse. Pasaron a re­cogerle y se divirtieron mucho; John le invitó a cenar con ellos al día siguiente... él acudió... y durante esta visita (por lo que se ve) tuvo ocasión de hablar con Harriet; y desde luego no fue en vano... Ella le aceptó y de este modo hizo a Robert casi tan feliz como merece. Regresó en la diligencia de ayer, y esta mañana después del desayuno ha venido a verme para decirme el resultado de sus gestio­nes: primero de las que yo le había encomendado, y luego de las suyas propias. Eso es todo lo que puedo decirle acerca del cómo, dón­de y cuándo. Su amiga Harriet ya le contará muchas más cosas cuando se vean... Le contará hasta los detalles más insignificantes, ésos a los que sólo el lenguaje de una mujer puede dar interés... En nuestra conversación sólo hemos hablado en general... Pero tengo que confesar que Robert Martin me ha parecido muy minucioso en los detalles, sobre todo conociendo su modo de ser; sin que viniera mucho a cuento, me ha estado contando que al salir del palco, en el Astley, mi hermano se cuidó de su esposa y del pequeño John, y él iba detrás con la señorita Smith y con Henry; y que hubo un mo­mento en que se vieron rodeados de tanta gente, que la señorita Smith incluso se encontró un poco indispuesta...

Él dejó de hablar... Emma no se atrevía a darle una respuesta in­mediata... Estaba segura de que hablar significaría delatar una ale­gría que no era explicable. Tenía que esperar un poco más, de lo contrario él creería que estaba loca. Pero este silencio preocupó al señor Knightley; y después de observarla durante unos momentos, añadió:

-Emma, querida mía, dice usted que este hecho ahora no le re­presenta un disgusto; pero temo que le preocupe más de lo que usted esperaba. La clase social de él podría ser un obstáculo... pero tiene usted que pensar que para su amiga eso no es un inconveniente; y yo le respondo que tendrá cada vez mejor opinión de él a medida que le vaya conociendo más. Su sentido común y la rectitud de sus principios le cautivarán... Por lo que se refiere a él como persona, no podría usted desear que su amiga estuviera en mejores manos; en cuanto a su categoría social, yo la mejoraría si pudiese; y le aseguro, Emma, que ya es decir mucho por mi parte... Usted se ríe de mí porque no puedo prescindir de William Larkins; pero tampoco pue­do prescindir en absoluto de Robert Martin.

Él quería que le mirase y sonriese; y como Emma ahora tenía una excusa para sonreír abiertamente, así lo hizo, diciendo de un modo alegre:

-No tiene usted que preocuparse tanto por hacerme ver los lados buenos de esta boda. En mi opinión Harriet ha obrado muy bien. Las relaciones de ella quizá sean peores que las de él; sin duda en respetabilidad lo son. Si me he quedado callada ha sido sólo por la sorpresa; he tenido una gran sorpresa. No puede usted imaginarse lo inesperado que ha sido para mí... lo desprevenida que estaba... Porque tenía motivos para creer que en estos últimos tiempos estaba más predispuesta contra él que tiempo atrás.

-Debería usted de conocer mejor a su amiga -replicó el señor Knightley-; yo hubiese dicho que era una muchacha de muy buen carácter, de corazón muy tierno, que difícilmente puede llegar a estar muy predispuesta en contra de un joven que le dice que la ama.

Emma no pudo por menos de reírse mientras contestaba:

-Le doy mi palabra de que creo que la conoce usted tan bien como yo... Pero, señor Knightley, ¿está usted completamente seguro de que le ha aceptado inmediatamente, sin ningún reparo? Yo hubiese podido suponer que con el tiempo... pero ¡tan pronto ya...! ¿Está seguro de que entendió usted bien a su amigo? Los dos debieron de estar hablando de muchas cosas más: de negocios, de ferias de ga­nado, de nuevas clases de arados... ¿No es posible que al hablar de tantas cosas distintas usted le entendiera mal? ¿Era la mano de Har­riet de lo que él estaba tan seguro? ¿No eran las dimensiones de al­gún buey famoso?

En aquellos momentos el contraste entre el porte y el aspecto del señor Knightley y Robert Martin se hizo tan acusado para Emma, era tan intenso el recuerdo de todo lo que le había ocurrido recien­temente a Harriet, tan actual el sonido de aquellas palabras que había pronunciado con tanto énfasis -«No, creo que ya tengo de­masiada experiencia para pensar en Robert Martin»-, que esperaba que en el fondo esta reconciliación fuese aún prematura. No podía ser de otro modo.

-¿Cómo puede decir una cosa así? -exclamó el señor Knigh­tley-. ¿Cómo puede suponer que soy tan necio como para no ente­rarme de lo que me dicen? ¿Qué merecería usted?

-¡Oh! Yo siempre merezco el mejor trato porque no me confor­mo con ningún otro; y por lo tanto tiene que darme una respuesta clara y sencilla. ¿Está usted completamente seguro de que entendió la situación en que se encuentran ahora el señor Martin y Harriet?

-Completamente seguro -contestó él enérgicamente- de que me dijo que ella le había aceptado; y de que no había ninguna oscu­ridad, nada dudoso en las palabras que usó; y creo que puedo darle una prueba de que las cosas son así. Me ha preguntado si yo sabía lo que había que hacer ahora. La única persona a quien él conoce para poder pedir informes sobre sus parientes o amigos es la señora Goddard. Yo le dije que lo mejor que podía hacer era dirigirse a la señora Goddard. Y él me contestó que procuraría verla hoy mismo.

-Estoy totalmente convencida -replicó Emma con la más lumi­nosa de sus sonrisas-, y les deseo de todo corazón que sean felices.

-Ha cambiado usted mucho desde la última vez que hablamos de este asunto.

-Así lo espero... porque entonces yo era una atolondrada.

-También yo he cambiado; ahora estoy dispuesto a reconocer que Harriet tiene todas las buenas cualidades. Por usted, y también por Robert Martin (a quien siempre he creído tan enamorado de ella como antes), me he esforzado por conocerla mejor. En muchas oca­siones he hablado bastante con ella. Ya se habrá usted fijado. La ver­dad es que a veces yo tenía la impresión de que usted casi sospe­chaba que estaba abogando por la causa del pobre Martin, lo cual no era cierto. Pero gracias a esas charlas me convencí de que era una muchacha natural y afectuosa, de ideas muy rectas, de buenos principios muy arraigados, y que cifraba toda su felicidad en el ca­riño y la utilidad de la vida doméstica... no tengo la menor duda de que gran parte de esto se lo debe a usted.

-¿A mí? -exclamó Emma negando con la cabeza-. ¡Ah, pobre Harriet!

Sin embargo supo dominarse y se resignó a que le elogiaran más de lo que merecía.

Su conversación no tardó en ser interrumpida por la llegada de su padre. Emma no lo lamentó. Quería estar a solas. Su estado de exaltación y de asombro no le permitía estar en compañía de otras personas. Se hubiera puesto a gritar, a bailar y a cantar; y hasta que no echara a andar y se hablara a sí misma y riera y reflexionara, no se veía con ánimos para hacer nada a derechas.

Su padre llegaba para anunciar que James había ido a enganchar los caballos, operación preparatoria del ahora cotidiano viaje a Ran­dalls; y por lo tanto Emma tuvo una excelente excusa para desa­parecer.

Ya puede imaginarse cuál sería la gratitud, el extraordinario júbilo que la dominaban. Con aquellas halagüeñas perspectivas que se abrían para Harriet su única preocupación, el único obstáculo que se oponía a su dicha desaparecían, y Emma sintió que corría el pe­ligro de ser demasiado feliz. ¿Qué más podía desear? Nada, excepto hacerse cada día más digna de él, cuyas intenciones y cuyo criterio habían sido siempre tan superiores a los suyos. Nada, sino esperar que las lecciones de sus locuras pasadas le enseñasen humildad y prudencia para el futuro.

Estaba muy seria, muy seria sintiendo aquellos impulsos de grati­tud y tomando aquellas decisiones, y sin embargo en aquellos mis­mos momentos no podía evitar reírse. Era forzoso reírse de aquel desenlace. ¡Qué final para todas aquellas tribulaciones suyas de cinco semanas atrás! ¡Qué corazón el de Harriet, Santo Dios!

Ahora le ilusionaba pensar en su regreso... todo le producía ilu­sión. Sentía gran ilusión por conocer a Robert Martin.

Una de las cosas que ahora contribuían a su felicidad era pensar que pronto no tendría que ocultar nada al señor Knightley. Pronto podrían terminar todas aquellas cosas que tanto odiaba; los disimu­los, los equívocos, los misterios. En el futuro podría tener en él una confianza plena, perfecta, que por su manera de ser consideraba como un deber.

Así pues, alegre y feliz como nunca se puso en camino en compa­ñía de su padre; no siempre escuchándole, pero siempre dándole la razón a todo lo que decía; y ya fuera en silencio ya hablando, acep­tando la grata convicción que tenía su padre de que estaba obligado a ir a Randalls todos los días, ya que de lo contrarío la pobre señora Weston tendría una desilusión.

Llegaron por fin... La señora Weston estaba sola en la sala de estar; pero cuando apenas había recibido las últimas noticias sobre la niña y se dio las gracias al señor Woodhouse por la molestia que se había tomado, agradecimiento que él reclamó, a través de los pos­tigos se divisaron dos siluetas que pasaban cerca de la ventana.

-Son Frank y la señorita Fairfax -dijo la señora Weston-. Aho­ra mismo iba a decirles que esta mañana hemos tenido la agradable sorpresa de verle llegar. Se quedará hasta mañana y ha convencido a la señorita Fairfax para que pase el día con nosotros... Creo que van a entrar.

Al cabo de medio minuto entraban en la sala. Emma se alegró mucho de volver a verle, pero ambos quedaron un poco confusos... Por las dos partes había demasiados recuerdos embarazosos. Se es­trecharon las manos sonriendo, pero con una turbación que al prin­cipio les impidió ser muy locuaces; todos volvieron a sentarse y du­rante unos momentos hubo un silencio tal que Emma empezó a du­dar de que el deseo que había tenido durante tantos días de volver a ver a Frank Churchill y de verle en compañía de Jane le procurara algún placer. Pero cuando se les unió el señor Weston y trajeron a la niña, no faltaron ni temas de conversación ni alegría... y Frank Churchill tuvo el valor y la ocasión de acercarse a ella y decirle:

-Señorita Woodhouse, tengo que darle las gracias por unas cari­ñosas frases de perdón que me transmitió la señora Weston en una de sus cartas... confío que el tiempo que ha transcurrido no la ha hecho menos benevolente. Confío en que no se retracte usted de lo que dijo entonces.

-No, desde luego -exclamó Emma contentísima de que se rom­piera el hielo-, en absoluto. Me alegro mucho de verle y de salu­darle... y de felicitarle personalmente.

Él le dio las gracias de todo corazón y durante un rato siguió ha­blando muy seriamente acerca de su gratitud y de su felicidad.

-¿Verdad que tiene buen aspecto? -dijo volviendo los ojos hacia Jane-. Mejor del que solía tener, ¿verdad? Ya ve cómo la miman mi padre y la señora Weston.

Pero no tardó en mostrarse más alegre, y con la risa en los ojos después de mencionar el esperado regreso de los Campbell citó el nombre de Dixon... Emma se ruborizó y le prohibió que volviese a pronunciar aquel nombre delante de ella.

-No puedo pensar en todo aquello sin sentirme muy avergonzada -dijo.

-La vergüenza -contestó él- es toda para mí, o debería serlo. Pero ¿es posible que no tuviera usted ninguna sospecha? Me refiero a los últimos tiempos. Al principio ya sé que no sospechaba nada.

-Le aseguro que nunca tuve ni la menor sospecha.

-Pues la verdad es que me deja sorprendido. En cierta ocasión estuve casi a punto... y ojalá lo hubiera hecho... hubiese sido me­jor. Pero aunque estaba continuamente portándome mal, me portaba mal de un modo indigno y que no me reportaba ningún beneficio... Hubiese sido una transgresión más tolerable el que yo le hubiese revelado el secreto y se lo hubiese dicho todo.

-Ahora ya no vale la pena de lamentarlo -dijo Emma.

-Tengo esperanzas -siguió él- de poder convencer a mi tío para que venga a Randalls; quiere que le presente a Jane. Cuando hayan vuelto los Campbell nos reuniremos todos en Londres y espero que sigamos allí hasta que podamos llevárnosla al norte... pero ahora estoy tan lejos de ella... ¿Verdad que es penoso señorita Woodhou­se? Hasta esta mañana no nos habíamos visto desde el día de la reconciliación. ¿No me compadece?

Emma le expresó su compasión en términos tan efusivos que el joven en un súbito exceso de alegría exclamó:

-¡Ah, a propósito! -Y entonces bajó la voz y se puso serio por un momento-. Espero que el señor Knightley siga bien.

Hizo una pausa... ella se ruborizó y se echó a reír.

-Ya sé -dijo- que leyó mi carta y supongo que recuerda el de­seo que formulé para usted. Permita que ahora sea yo quien la feli­cite... le aseguro que al recibir la noticia he sentido un gran interés y una inmensa satisfacción... es un hombre de quien nunca se podrá decir que se le elogia demasiado.

Emma estaba encantada y sólo deseaba que él siguiese por aquel camino; pero al cabo de un momento el joven volvía a sus asuntos y a su Jane. Y las palabras siguientes fueron:

-¿Ha visto usted alguna vez una tez igual? Esa suavidad, esa de­licadeza... y sin embargo no puede decirse que sea realmente bella... no puede llamársele bella. Es una clase de belleza especial, con esas pestañas y ese pelo tan negro... Un tipo de belleza tan peculiar... Y tan distinguida... Tiene el color preciso para que pueda llamár­sele bella.

-Siempre la he admirado -replicó Emma intencionadamente-; pero si no recuerdo mal hubo un tiempo en que usted consideraba su palidez como un defecto... la primera vez que hablamos de ella. ¿Ya lo ha olvidado?

-¡Oh, no! ¡Qué desvergonzado fui! ¿Cómo pude atreverme...?

Pero se reía de tan buena gana al recordarlo que Emma no pudo por menos que decir:

-Sospecho que en medio de todos los conflictos que tenía usted por entonces se divertía mucho jugando con todos nosotros... Estoy segura de que era así... estoy segura de que eso le servía de con­suelo.

-Oh, no, no... ¿Cómo puede creerme capaz de una cosa así? ¡Yo era el hombre más desgraciado del mundo!

-No tan desgraciado como para ser insensible a la risa. Estoy se­gura de que se divertía usted mucho pensando que nos estaba en­gañando a todos... y tal vez si tengo esta sospecha es porque, para serle franca, me parece que si yo hubiese estado en su misma situa­ción también lo hubiera encontrado divertido. Veo que hay un cierto parecido en nosotros.

Él le hizo una leve reverencia.

-Si no en nuestros caracteres -añadió en seguida con un aire de hablar en serio-, sí en nuestro destino; ese destino que nos llevará a casarnos con dos personas que están tan por encima de no­sotros.

-Cierto, tiene toda la razón -replicó él apasionadamente-. No, no es verdad por lo que respecta a usted. No hay nadie que pueda es­tar por encima de usted, pero en cuanto a mí sí es cierto... ella es un verdadero ángel. Mírela. ¿No es un verdadero ángel en todos sus gestos? Fíjese en la curva del cuello, fíjese en sus ojos ahora que está mirando a mi padre... Sé que se alegrará usted de saber -in­clinándose hacia ella y bajando la voz muy serio- que mi tío piensa darle todas las joyas de mi tía. Las haremos engarzar de nuevo. Es­toy decidido a que algunas de ellas sean para una diadema. ¿Verdad que le sentará bien con un cabello tan negro?

-Le sentará de maravilla -replicó Emma.

Y se expresó con tanto entusiasmo que él, lleno de gratitud, ex­clamó:

-¡Qué contento estoy de volverla a ver! ¡Y de ver que tiene tan buen aspecto! Por nada del mundo me hubiese querido perder este encuentro. Desde luego si no hubiera venido usted yo hubiera ido a visitarla a Hartfield.

Los demás habían estado hablando de la niña, ya que la señora Weston les había contado que habían tenido un pequeño susto pues­to que la noche anterior la pequeña se había sentido indispuesta. Ella creía que había exagerado, pero había tenido un susto y había estado casi a punto de mandar llamar al señor Perry. Quizá debiera avergonzarse, pero el señor Weston había estado tan intranquilo como ella. Sin embargo, al cabo de diez minutos la niña había vuelto a encontrarse completamente bien; esto fue lo que contó; quien se mostró más interesado fue el señor Woodhouse, quien le recomendó que se acordara siempre de Perry y que le mandara llamar, y que sólo lamentaba que no lo hubiese hecho.

-Cuando la niña no se encuentre bien del todo, aunque parezca que no sea casi nada y aunque sólo sea por un momento, no deje de llamar siempre a Perry. Uno nunca se asusta demasiado pronto ni llama demasiado a menudo a Perry. Quizás ha sido una lástima que no viniera ayer por la noche; ahora la niña parece estar muy bien, pero hay que tener en cuenta que si Perry la hubiera visto probablemente se encontraría mejor.

Frank Churchill recogió el nombre.

-¡Perry! -dijo a Emma, intentando que mientras hablaba su mi­rada se cruzase con la de la señorita Fairfax-. ¡Mi amigo el señor Perry! ¿Qué están diciendo del señor Perry? ¿Ha venido esta ma­ñana? ¿Iba a caballo o en coche? ¿Ya se ha comprado el coche?

Emma recordó en seguida y le comprendió; y mientras unía sus risas a las suyas creyó advertir por la actitud de Jane que ella tam­bién le había oído, aunque intentaba parecer sorda.

-¡Qué sueño más raro tuve aquella vez! -exclamó-. Cada vez que me acuerdo de aquello no puedo por menos de reírme... Nos oye, nos oye, señorita Woodhouse. Se lo noto en la mejilla, en la sonrisa, en su intento inútil de fruncir el ceño. Mírela. ¿No ve que en este instante tiene ante los ojos aquel trozo de su carta en el que me lo contó...? ¿No ve que está pensando en aquella torpeza mía que no puede prestar atención a nada más aunque finja escuchar a los otros?

Por un momento Jane se vio obligada a sonreír abiertamente; y aún seguía sonriendo en parte cuando se volvió hacía él y le dijo en voz baja pero llena de convicción y de firmeza:

-¡No comprendo cómo puedes sacar a relucir esas cosas! A veces tendremos que recordarlas aun a pesar nuestro... ¡Pero que seas ca­paz de complacerte recordándolas!

Él contestó aduciendo muchos argumentos en su defensa, todos muy hábiles, pero Emma se inclinaba a dar la razón a Jane; y al irse de Randalls y al comparar como era natural aquellos dos hombres, comprendió que a pesar de que se había alegrado mucho de volver a ver a Frank Churchill y de que sentía por él una gran amistad, nun­ca se había dado tanta cuenta de lo superior que era el señor Knigh­tiey. Y la felicidad de aquel felicísimo día se completó con la satis­factoria comprobación de las cualidades de éste que aquella com­paración le había sugerido.

 

 

CAPÍTULO LV

 

SI en algunos momentos Emma aún se sentía inquieta por Har­riet, si no dejaba de tener dudas de que le hubiera sido posi­ble llegar a olvidar su amor por el señor Knightley y aceptar a otro hombre con un sincero afecto, no tardó mucho tiempo en verse libre de esta incertidumbre. Al cabo de unos pocos días llegó la familia de Londres, y apenas tuvo ocasión de pasar una hora a solas con Harriet quedó completamente convencida, a pesar de que le parecía inverosímil, de que Robert Martin había suplantado por entero al señor Knightley, y de que su amiga acariciaba ahora de nuevo todos sus sueños de felicidad.

Harriet estaba un poco temerosa... Al principio parecía un tanto abatida; pero una vez hubo reconocido que había sido presuntuosa y necia y que se había estado engañando a sí misma, su zozobra y su turbación se esfumaron junto con sus palabras, dejándola sin ningu­na inquietud por el pasado y exultante de esperanza por el presente y el porvenir; porque, dado que en lo relativo a la aprobación de su amiga, Emma había disipado al momento todos sus temores al reci­birla dándole su más franca enhorabuena, Harriet se sentía feliz rela­tando todos los detalles del día que estuvieron en el Astley y de la cena del día siguiente; se demoraba en la narración con el mayor de los placeres. Pero ¿qué demostraban aquellos detalles? El hecho era que, como Emma podía ahora confesar a Harriet, siempre le había gustado Robert Martin; y el hecho de que él hubiera seguido amándole había sido decisivo... Todo lo demás resultaba incomprensible para Emma.

Sin embargo sólo había motivos para alegrarse de aquel noviazgo y cada día que pasaba le daba nuevas razones para creerlo así... Los pa­dres de la joven se dieron a conocer. Resultó ser la hija de un co­merciante lo suficientemente rico para asegurarle la vida holgada que había llevado hasta entonces, y lo suficientemente honorable para ha­ber querido siempre ocultar su nacimiento... Llevaba, pues, en sus venas sangre de personas distinguidas como Emma tiempo atrás había supuesto... Probablemente sería una sangre tan noble como la de muchos caballeros; pero ¡qué boda le había estado preparando al se­ñor Knightley! ¡O a los Churchill... o incluso al señor Elton...! La mancha de ilegitimidad que no podía lavar ni la nobleza ni la fortu­na hubiera seguido siendo a pesar de todo una mancha.

El padre no puso ningún obstáculo; el joven fue tratado con toda liberalidad; y todo fue como debía ser; y cuando Emma conoció a Robert Martin, a quien por fin presentaron en Hartfield, reconoció en él todas las cualidades de buen criterio y de valía que eran las más deseables para su amiga. No tenía la menor duda de que Harriet se­ría feliz con cualquier hombre de buen carácter; pero con él y en el hogar que le ofrecía podía esperarse más, una seguridad, una estabi­lidad y una mejora en todos los órdenes. Harriet se vería situada en medio de los que la querían y que tenían más sentido común que ella; lo suficientemente apartada de la sociedad para sentirse segura, y lo suficientemente atareada para sentirse alegre. Nunca podría caer en la tentación. Ni tendría oportunidad de ir a buscarla. Sería respetada y feliz; y Emma admitía que era el ser más feliz del mundo por haber despertado en un hombre como aquél un afecto tan sólido y perse­verante; o si no la más feliz del mundo, la segunda en felicidad des­pués de ella.

A Harriet, ligada como era natural por sus nuevos compromisos con los Martin, cada vez se la veía menos por Hartfield, lo cual no era de lamentar... la intimidad entre ella y Emma debía decaer; su amis­tad debía convertirse en una especie de mutuo afecto más sosegado; y afortunadamente lo que hubiese sido más deseable y que debía ocu­rrir empezaba ya a insinuarse de un modo paulatino y espontáneo.

Antes de terminar setiembre Emma asistió a la boda de Harriet y vio cómo concedía su mano a Robert Martin con una satisfacción tan completa que ningún recuerdo ni siquiera los relacionados con el se­ñor Elton a quien en aquel momento tenían delante, podía llegar a empañar... La verdad es que entonces no veía al señor Elton sino al clérigo cuya bendición desde el altar no debía de tardar en caer so­bre ella misma... Robert Martin y Harriet Smith, la última de las tres parejas que se habían prometido había sido la primera en casarse.

Jane Fairfax ya había abandonado Highbury, y había vuelto a las comodidades de su amada casa con los Campbell... Los dos señores Churchill también estaban en Londres; y sólo esperaban a que llegase el mes de noviembre.

Octubre había sido el mes que Emma y el señor Knightley se habían atrevido a señalar para su boda... Habían decidido que ésta se cele­brase mientras John e Isabella estuvieran todavía en Hartfield con objeto de poder hacer un viaje de dos semanas por la costa como ha­bían proyectado... John e Isabella, y todos los demás amigos aproba­ron este plan. Pero el señor Woodhouse... ¿Cómo iban a lograr con­vencer al señor Woodhouse que sólo aludía a la boda como algo muy remoto?

La primera vez que tantearon la cuestión se mostró tan abatido que casi perdieron toda esperanza... Pero una segunda alusión pare­ció afectarle menos... Empezó a pensar que tenía que ocurrir y que él no podía evitarlo... Un progreso muy alentador en el camino de la resignación. Sin embargo no se le veía feliz. Más aún, estaba tan tris­te que su hija casi se desanimó. No podía soportar verle sufrir, saber que se consideraba abandonado; y aunque la razón le decía que los dos señores Knightley estaban en lo cierto al asegurarle que una vez pasada la boda su decaimiento no tardaría en pasar también, Emma dudaba... no acababa de decidirse...

En este estado de incertidumbre vino en su ayuda no una súbita iluminación de la mente del señor Woodhouse ni ningún cambio es­pectacular de su sistema nervioso, sino un factor de este mismo sis­tema obrando en sentido opuesto... Cierta noche desaparecieron to­dos los pavos del gallinero de la señora Weston... Evidentemente por obra del ingenio humano. Otros corrales de los alrededores sufrieron la misma suerte... En los temores del señor Woodhouse un pequeño hurto se convertía en un robo en gran escala con allanamiento de mo­rada... Estaba muy inquieto; y de no ser porque se sentía protegido por su yerno hubiese pasado todas las noches terriblemente asustado. La fuerza, la decisión y la presencia de ánimo de los dos señores Knightley le dejaron completamente a su merced... Pero el señor John Knightley tenía que volver a Londres a fines de la primera semana de noviembre.

La consecuencia de estas inquietudes fueron que con un consenti­miento más animado y más espontáneo de lo que su hija hubiese po­dido nunca llegar a esperar en aquellos momentos, Emma pudo fijar el día de su boda... Y un mes más tarde de la boda del señor y de la señora Robert Martin, se requirió al señor Elton para unir en ma­trimonio al señor Knightley y a la señorita Woodhouse.

La boda fue muy parecida a cualquier otra boda en la que los no­vios no se muestran aficionados al lujo y a la ostentación; y la señora Elton, por los detalles que le dio su marido, la consideró como extre­madamente modesta y muy inferior a la suya... «muy poco raso blan­co, muy pocos velos de encaje; en fin, algo de lo más triste... Selina abrirá unos ojos como platos cuando se lo cuente...» Pero, a pesar de tales deficiencias, los deseos, las esperanzas, la confianza y los augu­rios del pequeño grupo de verdaderos amigos que asistieron a la ce­remonia se vieron plenamente correspondidos por la perfecta felicidad de la pareja.