miércoles, 1 de junio de 2011

SÓLO QUEDAN ESTAS TRES Capítulo VIII

Lo que el amor trazó en mudos instantes





El regreso a Pemberley le llevó quizá un cuarto de hora o más; Darcy no fue capaz de precisarlo. Lo único que recordaba era que había montado a Séneca en la puerta de la posada y ahora se encontraba de vuelta, recobrando la conciencia de lo que lo rodeaba, gracias al golpeteo de los cascos del caballo sobre los adoquines del patio de su propio establo.


Cuando sacó el reloj de bolsillo, después de que un mozo del establo se llevaba su caballo, abrió los ojos con asombro al ver lo que le mostraban las manecillas. ¡Una hora! Miró al caballo mientras lo conducían a la caballeriza, moviendo lentamente la cola. Realmente debía agradecer a Séneca el haberlo traído a casa, pues no tuvo noción del tiempo transcurrido ni del paisaje que había pasado ante sus ojos en el camino de vuelta. Una hora. Con algo de suerte, los demás todavía debían de estar soportando el desayuno al aire libre de Caroline Bingley y él podría continuar, sin que nadie lo interrumpiera, las reflexiones que había comenzado tan pronto como había visto el angustiado rostro de Elizabeth.


¿Qué debía hacer? Esa pregunta lo había atormentado durante todo el viaje de regreso. Darcy había decidido rápidamente lo que podía hacer. Sus recursos, los contactos que tenía, el hecho de conocer personalmente los gustos y las costumbres de Wickham lo predisponían a pensar que era la persona que tenía más posibilidades de encontrar a la pareja desaparecida, o dirigir a otros hacia el paradero de Lydia Bennet. Pero lo que Darcy podía hacer no era el factor decisivo en lo que dictaba el sentido del deber. Ése era el punto clave, porque hasta este momento su éxito al elegir lo que debía hacer había sido más que lamentable. De hecho, los errores que había cometido en aquel asunto eran el origen de la crisis que contemplaba en ese preciso momento. Con un estremecimiento, volvió a sentir el peso de la culpa.


La ayuda de un desconocido en un asunto familiar tan delicado como aquél podría ser muy mal recibida. Darcy sabía bien hasta dónde podía llegar una familia para protegerse. Antes de establecer el destino final de su hija —ya fuese por medio de un matrimonio honorable, el aislamiento o la desgracia eterna—, uno de los propósitos principales de la familia de Elizabeth sería involucrar en el asunto a la menor cantidad de gente posible. Además, la familia Bennet no tenía ningún tipo de relación con él que pudiera impulsarlos a solicitar su ayuda o que justificara el hecho de que él la ofreciera. ¡Presuntuoso… entrometido… indeseable! Se quitó los guantes y se golpeó con ellos la pierna, movido por la irritación que le provocó la frustrante pero precisa calificación que podría recibir cualquier ayuda o gestión que él pudiera ofrecer. Parecía como si lo único aceptable que pudiera hacer fuera cumplir la promesa que le había hecho a Elizabeth de guardar silencio.


Al entrar en su estudio, cerró rápidamente la puerta y se dejó caer en la silla. Frunció el ceño mientras repasaba mentalmente la situación. ¡Guardar silencio! Desde luego que cumpliría su palabra en lo que tenía que ver con la sociedad en general; pero todo su ser se rebelaba contra la falta de acción que exigían las normas sociales. ¡Era todo tan absurdo! Darcy sabía por dónde comenzar, adonde ir, a quién pedirle ayuda. Tenía los recursos para comprar cualquier información que pudiera necesitar con el fin de lograr resolver aquel desastre de manera aceptable, y además estaba, sin duda, suficientemente motivado para lograrlo. El recuerdo de la imagen de Elizabeth inconsolable volvió a sacudirlo otra vez con dolorosa claridad. ¡Ay, nunca olvidaría ese encuentro! La impotencia y el dolor de Elizabeth le causaban tanto sufrimiento que toda su fortuna parecía un pequeño precio por aliviar la pena de la muchacha.


—¡Wickham! —gruñó Darcy, golpeando el escritorio con el puño y levantándose de la silla. Se pasó una mano por el pelo y comenzó a pasearse. ¿Cuál sería el resultado si él no intervenía? ¡Un desastre! Era muy poco probable que un hombre de temperamento provinciano y recursos tan limitados como el señor Bennet pudiera lograr encontrar a su hija en los barrios bajos de Londres. El esfuerzo podría llevarlo a la bancarrota y emplearía muchos meses. E incluso si llegaba a tener éxito, la reputación de la muchacha y, por tanto, de toda la familia, ya estaría hecha añicos. Con toda seguridad nadie en Hertfordshire olvidaría el escándalo y la desgracia perseguiría a las otras hermanas aunque se trasladaran a otro sitio de Inglaterra. ¡El escándalo! Darcy sacudió la cabeza. ¡Cuánto poder y temor podía evocar esa palabra! Sin embargo, sus efectos afectaban a la sociedad de manera tan desigual. Lo que despertaba exclamaciones de admiración y risa en el caso de algunas personas —pensó en las tremendas demostraciones públicas de lady Caroline Lamb— representaba la ruina de familias enteras en otras.


Se detuvo frente a una ventana para mirar los jardines perfectamente ordenados de Pemberley. El temor al escándalo le había obligado a guardar silencio antes. Sí, había salvado a Georgiana y había protegido celosamente el apellido Darcy, pero se había contentado con eso. Él conocía a Wickham, sabía el tipo de hombre en que se había convertido, y si había podido utilizar así a Georgiana, no tendría ningún problema en seducir a otras muchachas ¿Quién sabía a qué otras jovencitas había engañado o seducido aquel canalla? Pero Darcy se había sentido satisfecho con defender lo suyo y no se había preocupado por defender lo de los demás. ¡Y aquél era el resultado! La familia de Elizabeth sólo era el caso más reciente, pero el hecho de que la perjudicada fuera la familia de la mujer que él amaba y a quien le debía tanto hizo que su negligencia pareciera incluso peor. Respiró profundamente. El único camino posible para resolver el asunto a favor de los Bennet era el matrimonio. Una solución menos satisfactoria sería recluir a la muchacha en un lugar respetable pero apartado y la cárcel o un regimiento en el extranjero para Wickham. Y cualquiera de las dos soluciones requeriría recursos financieros y contactos mucho más amplios que los del padre o el tío de Elizabeth podrían poseer.


¡Y luego estaba Elizabeth! Darcy sintió que se le cortaba la respiración. La cabeza y el corazón se le llenaron de tanta nostalgia que se sintió a punto de perder la razón. Las posibilidades de que Elizabeth contrajera un matrimonio ventajoso siempre habían sido escasas. Pero ahora las perspectivas eran nulas. La idea de verla como la esposa de otro hombre siempre había sido muy difícil de contemplar, pero ahora era improbable que le esperara algún tipo de felicidad en el futuro. Cerró los ojos para no pensar en los deseos del pasado, que la envolverían entre sus brazos protectores. ¡Debía pensar con claridad!


Tanto ella como sus hermanas, se dijo Darcy, obligándose a retomar el tema que lo ocupaba, se verían forzadas a casarse con hombres de clase inferior, si es que lograban casarse y podían encontrar hombres respetables que aceptaran pasar por alto la desgracia de la familia. Sin poder controlarse, se imaginó a Elizabeth como la esposa de algún granjero o empleado pobre, luchando diariamente, con una existencia difícil que acabaría con toda su vivacidad. Hizo rechinar sus dientes, reclinando la frente contra el frío cristal de la ventana. Trató de deshacerse de esa imagen con un rugido, pero la visión permaneció en su mente, convirtiendo a Elizabeth en la sombra de la mujer que podría haber sido. ¡Eso casi le hizo enloquecer! Y también lo impulsó a tomar una decisión. Dio media vuelta y observó el estudio como si todo Pemberley estuviera ante sus ojos. ¡No, no iba a desentenderse de la desgracia de Elizabeth! Si con su fortuna podía conseguir una solución aceptable y darle a ella una oportunidad de ser feliz, quizá pudiera usar su prestigio con el hombre adecuado —pensó enseguida en el tío de Elizabeth— para superar las objeciones a su participación.


Con renovada energía, regresó al escritorio y abrió su agenda. Pasó el dedo por las páginas para revisar sus compromisos, tomó nota de sus citas y sacó papel y tinta. Su administrador se quedaría perplejo al leer su mensaje, pero no había nada que hacer. Sherrill era un buen hombre y podría enfrentarse perfectamente a las responsabilidades que Darcy estaba a punto de darle. Lo que importaba ahora era la celeridad. Debía estar en Londres lo antes posible, aunque eso significase incluso no descansar o viajar en domingo. Con una letra que reflejaba la premura, estampó su firma en una segunda carta, que debía ser enviada a la ciudad delante de él, y sopló suavemente sobre la tinta húmeda, mientras pensaba en todo lo que tenía que hacer antes de partir. Luego dobló la carta, se dirigió a la puerta y le entregó las dos misivas al primer lacayo que encontró, con instrucciones sobre sus destinatarios. El ruido de voces procedente del vestíbulo principal le advirtió de que sus invitados estaban regresando del picnic. No tenía tiempo que perder en convenciones sociales ni defendiéndose de las pequeñas tretas y estratagemas de Caroline Bingley. Se dio la vuelta hacia las escaleras, que subió de dos en dos, y cuando llegó a su habitación, tocó con insistencia la campanilla para llamar a su ayuda de cámara.


—¡Fletcher! —Darcy se acercó antes de que el hombre tuviera tiempo de recuperar el aliento, tras ser llamado de forma tan apresurada y subir corriendo dos pisos—. Salimos mañana para Londres. Haga el equipaje sólo con lo necesario, pues no voy a asistir a ninguna velada social en la ciudad, ni desempeñaré las actividades normales.


—¿Londres, señor? —Fletcher resolló con sorpresa—. ¿Mañana? ¡Dios nos proteja, señor!


—Ojalá así sea y Dios nos proteja. —Darcy guardó silencio mientras contemplaba la cara de desconcierto de Fletcher y se preguntaba si sería prudente confiar en su ayuda de cámara—. Vamos al rescate de una jovencita, Fletcher —añadió finalmente, con una especie de sonrisa—, una actividad en la que usted y su prometida tienen alguna experiencia, si mal no recuerdo.


—S-sí, señor —respondió el ayuda de cámara de manera vacilante—. ¿Cuándo quiere partir, señor?


—A las seis como más tarde. Eso será todo… No, espere. —Darcy detuvo al hombre antes de que pudiera hacer la inclinación—. No se lo cuente a nadie hasta esta noche; luego puede divulgarlo entre la servidumbre. Yo informaré al señor Reynolds, pero mis invitados no deben saberlo hasta que yo se lo diga.


—Sí, señor. —El sirviente hizo una reverencia.


—Y envíe a un criado en busca de la señorita Georgiana. Quiero hablar con ella enseguida.


—¡Inmediatamente, señor Darcy! —Fletcher hizo otra rápida inclinación y desapareció por la puerta de servicio. Durante un momento, el caballero se quedó mirando la puerta cerrada, oyendo cómo se desvanecían los pasos de su ayuda de cámara. Con la conciencia tranquila, por el hecho de haber tomado una decisión sobre la que podía tener alguna influencia y sentir que estaba haciendo lo correcto, Darcy se sintió invadido por una dulce sensación de libertad.




****************




—¿Fitzwilliam? —Cuando Darcy le ordenó entrar, Georgiana apareció en el umbral. Levantó la vista de su maleta justo a tiempo para alcanzar a ver cómo se desvanecía la sonrisa del rostro de su hermana y se convertía en una expresión de desconcierto—. ¿Qué estás haciendo? ¿El equipaje? —Georgiana lo miró con asombro.


—Sí, preciosa, me marcho mañana a primera hora. —Darcy soltó lo que tenía en la mano y fue a su encuentro.


—Pero, nuestros invitados… —Georgiana lo miró, al tiempo que él la agarraba de las manos—. ¿Y la señorita Elizabeth?


Darcy miró a su hermana a los ojos y se sorprendió de ver la tranquila seguridad que vio en ellos. La cualidad de la clemencia… Sí, eso fue lo que Darcy vio en los ojos de Georgiana, los efectos de la clemencia y la sabiduría que ésta le había traído. Sentía la necesidad urgente de comunicarle sus planes. Georgiana, más que nadie, entendería lo que él estaba a punto de hacer.


—Es por el bien de la señorita Elizabeth que debo dejarte aquí sola para que atiendas a nuestros invitados y viajar a Londres no sé por cuánto tiempo.


—¡Londres! ¿Por el bien de la señorita Elizabeth? —Darcy podía ver la batalla que libraban en el interior de Georgiana la curiosidad, la preocupación y el sentido de la discreción.


—Sí. Elizabeth… La señorita Elizabeth ha recibido una terrible noticia por correo justo minutos antes de que yo fuera a verla. Estaba tan conmocionada que me confió el contenido de la carta de la forma más natural. —Hizo una pausa—. Curiosamente, es un asunto que tiene cierta relación con nuestra familia, razón por la cual pienso que lo que yo pueda hacer será extraordinariamente significativo. —Miró directamente a los ojos de su hermana—. Le prometí a Elizabeth que guardaría silencio, pero es algo que tiene que ver con Wickham, querida. —Georgiana se quedó sin respiración y, por un momento, volvió a cruzar por sus delicados rasgos una mirada de dolor y vergüenza, pero esas emociones fueron rápidamente reemplazadas por la preocupación.


—¿Wickham y la señorita Elizabeth? ¡Debes decirme de qué se trata, Fitzwilliam! —exigió Georgiana, apretando las manos de Darcy y mirándolo con intensidad.


—Wickham ha… ha comprometido la reputación de la hermana pequeña de la señorita Elizabeth…


—¡No! —susurró Georgiana con voz ahogada.


—Me temo que sí. —Darcy la miró con inquietud, pero ella asintió y le hizo señas para que continuara—. Se la ha llevado a Londres y han desaparecido. En la carta era requerida la presencia de la señorita Elizabeth en su casa en Hertfordshire, al igual que la de su tío para que ayude al padre en la búsqueda. Supongo que ya se han marchado. Georgiana —Darcy suspiró—, no puedo dejar de pensar en que si yo hubiese hecho público el peligro que representaba Wickham, esto no habría sucedido. Tal vez estoy equivocado, pero en este momento no puedo más que sentirme culpable de comportarme de forma tan desconsiderada, sin pensar en la protección de nadie más allá de nuestra propia familia.


—¿Entonces te vas a Londres a ayudar en la búsqueda? —Georgiana terminó por él—. Ellos no querrán que tú intervengas.


—No, no querrán; así que no les ofreceré mi ayuda sino que usaré mis propios medios en secreto. Lo que me lleva al siguiente asunto. —Darcy la miró a los ojos—. No debes decirle nada a nadie y debes quedarte aquí sola. ¿Podrás hacerlo? —Darcy levantó la cabeza. Le estaba pidiendo demasiado a su hermana menor, pero cuando puso sus manos sobre los delgados hombros de Georgiana, sintió que estaban preparados asumir la tarea que depositaba sobre ellos.


—Claro que puedo; es lo menos que debo hacer. —Georgiana lo miró directamente a la cara—. Tú guardaste silencio por mí, Fitzwilliam. Debemos corregir ese error y ayudar a la señorita Elizabeth.


Darcy sonrió al oírla hablar en plural y le acarició la mejilla.


—Te has convertido en una damita tan íntegra que ya no me atrevo a llamarte «mi niña». Lord Brougham me advirtió que así era y creo que tenía razón en eso, como en tantas otras cosas. —La besó en la frente—. Ahora debo terminar de hacer el equipaje. Durante la cena anunciaré mi partida, no antes; ¡y tú debes planear tu propia estrategia, señorita Darcy!






**************


La profunda consternación de sus invitados cuando fueron informados de que Darcy iba a dejarlos solos habría representado una enorme satisfacción para la vanidad de un hombre menos virtuoso, pero después de agradecer rápidamente su decepción, Darcy se negó a contemplar más caras largas o malhumoradas. En vez de eso, comenzó a insistir en que durante su ausencia sus invitados se sintieran en Pemberley como en su propia casa y terminó con la única advertencia de que cualquier entretenimiento de gran alcance fuese discutido antes con su hermana.


—¡Qué contrariedad! —exclamó Bingley al oír la noticia de aquella inesperada emergencia—. ¡Qué mala suerte! Y todo había sido tan agradable… más que agradable —murmuró—. ¿Cuándo regresarás, Darcy?


—No lo sé. El asunto está totalmente en manos de la providencia. —Darcy adoptó una expresión sombría—. Pero creo que será un asunto de varias semanas.


—Entonces tal vez deberíamos pensar en seguir hacia Scarborough. —Las palabras de Bingley fueron recibidas por un nuevo coro de exclamaciones de decepción por parte de sus hermanas, pero éste las ignoró por completo—. A menos —dijo, mirando a Darcy—, a menos de que haya alguna manera en que yo pueda ser útil. —El solícito ofrecimiento de Bingley resultaba muy gratificante, pues no hacía mucho jamás se habría atrevido a pensar en que podía prestarle algún servicio a su amigo.


—No, te lo agradezco. —Darcy lo miró a los ojos—. Si hubiese alguna forma de que pudieras ayudarme, no dudaría en aceptar tu oferta de inmediato; pero tal como están las cosas… —Dejó la frase en suspenso.


Bingley asintió con la cabeza.


—Bueno, entonces acompañaremos a la señorita Darcy. —Le hizo un guiño a su amigo—. Y, entretanto, daremos buena cuenta de tus truchas. No se me ocurre ninguna otra cosa que pueda acelerar tus asuntos en la ciudad.


—Así es. —Darcy sonrió—. Pero después de haber observado tu habilidad con el anzuelo y la caña, no creo que deba preocuparme en lo más mínimo por la salud o la seguridad de mis truchas.


Tras despedirse de sus invitados y retirarse al refugio de su habitación, Darcy encontró a su ayuda de cámara en el vestidor, con todo listo. Un solo baúl, cerrado pero todavía sin atar, esperaba discretamente en un rincón a que él lo inspeccionara. Fletcher le hizo una solemne reverencia, cuando Darcy lo sorprendió absorto en los preparativos de la noche, que sólo terminarían una vez que su patrón lo mandara a descansar.


—Buenas noches, Fletcher. —Darcy miró el baúl—. ¿Todo dispuesto?


—Sí, señor. Eso creo, señor. —El ayuda de cámara hizo un gesto hacia el baúl—. ¿Quiere usted…?


—No, tengo plena confianza en que está todo lo que necesitamos para nuestros propósitos. Mándelo abajo con mi maleta, si es tan amable. —Fletcher hizo una inclinación, se acercó al cordón de la campanilla y le dio un tirón. Luego se agachó para atar y cerrar el baúl definitivamente.


Cuando terminó, se volvió hacia su patrón, todavía con la misma actitud solemne.


—¿Si usted me permite, señor? —El caballero asintió con la cabeza para autorizar a Fletcher a satisfacer la curiosidad que sabía había contenido con gran esfuerzo durante toda el tiempo, antes de dar media vuelta para comenzar a desnudarse—. ¿Puedo conocer algún detalle más de nuestra misión? —Retiró la chaqueta de los hombros del caballero y la puso sobre una silla—. ¿Una dama en apuros, si he entendido bien?


—¡Sí, pero espere! —Se oyó un golpecito en la puerta de servicio y los dos hombres se pusieron alerta—. ¡Adelante! —gritó Darcy—. Ahí —le dijo al lacayo que acababa de entrar, señalándole el baúl—. Llévelo abajo para que esté listo para mañana, por favor; y recuérdele a Morley que el carruaje debe estar preparado a primera hora. Gracias.


—Sí, señor. —El lacayo levantó el baúl hasta sus hombros y volvió a salir por la puerta de servicio. Darcy esperó hasta que el sonido de sus pasos se perdiera en el silencio, antes de volverse hacia su ayuda de cámara.


—Sí. —Se desabrochó el chaleco—. Eso es correcto, o casi correcto. —Fletcher frunció el ceño—. Es posible que la dama todavía no se haya dado cuenta de que está en apuros, pero sin duda lo está. ¡De eso no cabe duda! —Se inclinó hacia el ayuda de cámara, para entregarle el chaleco—. Usted debe ser consciente de que su discreción en este asunto es extremadamente importante.


—Sí, señor. —Los ojos de Fletcher se iluminaron cuando Darcy lo miró con intensidad.


—Está relacionado con la familia Bennet.


El entusiasmo de Fletcher se convirtió en horror.


—No, señor… no se tratará de la señorita Eliz…


—¡No! No se preocupe por eso. —Darcy comenzó a aflojarse la corbata—. Pero se trata de una de sus hermanas, la más joven. Se ha fugado con la esperanza de casarse, pero yo estoy seguro de que no será así. Conozco el carácter del hombre —explicó con amargura—. Es George Wickham.


—¿Wickham? ¿Uno de los tenientes del coronel Forster? —preguntó Fletcher—. «Un mentiroso y un oportunista», era lo que decía de él la servidumbre en Hertfordshire, señor. Pero creía que el regimiento del coronel estaba acantonado en Brighton.


—Y así es, pero la esposa del coronel quería contar con la compañía de la señorita Lydia Bennet. Así que ella también se fue a Brighton, sin que la acompañaran sus padres ni ningún otro pariente o acompañante.


—Qué imprudencia, señor. —El ayuda de cámara sacudió la cabeza.


—Como se puede ver ahora —coincidió Darcy, entregándole la corbata—. Llegué junto a la señorita Elizabeth Bennet sólo momentos después de que hubiese recibido esa noticia. Estaba lógicamente muy conmocionada y me contó más de lo que me habría dicho en otras circunstancias, estoy seguro. Usted sabe lo que eso significa, Fletcher.


—Sí, señor. Desgracia con la fortuna y a los ojos de los hombres, condena para todos los allegados, a menos de que los jóvenes sean encontrados y obligados a casarse. —Los rasgos del ayuda de cámara adoptaron un aire tan sombrío como los de su amo, recordándole a Darcy que la perfidia de Wickham también afectaba directamente a las esperanzas de matrimonio de Fletcher. Hasta que Elizabeth se casara, la prometida de Fletcher, Annie, no consideraría la idea de dejar a su señora para seguir adelante con sus propios planes de boda.


—Así es. —Darcy asintió con la cabeza y le pasó la camisa al sirviente—. Hay que encontrarlos o convencerlos con dinero de que partan a una especie de exilio. No puedo pensar en otra solución aceptable que proteja a la familia, a las otras jóvenes, de la «triste suerte» que describe su soneto. Y tal como están las cosas, la respetabilidad del asunto será tan frágil como un velo, aunque tengamos éxito. —Se detuvo delante del espejo, dispuesto a lavarse con el agua caliente que había en la jofaina—. ¡Tan frágil, tan terriblemente frágil, Elizabeth! —susurró, antes de echarse agua en la cara. Luego se volvió a dirigir nuevamente a Fletcher—: Pero tal vez eso sea todo lo que se necesite. Ciertamente la sociedad ha aguantado escándalos mayores sin alterarse. Esperemos que éste sea uno de esos casos.


—Ruego con devoción que así sea, señor. —Fletcher apretó la mandíbula, mientras le alcanzaba la bata a Darcy y se la deslizaba por los hombros—. ¿Y cómo puedo yo ayudarle, señor? Estoy a sus órdenes más que nunca.


—Todavía no lo sé, pero tengo la convicción de que voy a necesitar su gran capacidad de observación y su increíble habilidad para recabar información cuando se requiere, que desplegó usted tan bien en el castillo de Norwycke el invierno pasado. —Fletcher esbozó una sonrisa fugaz—. Por no mencionar que espero tener un horario muy irregular, y que no debemos permitir que eso alarme al resto de la servidumbre. Será una tarea muy arriesgada, Fletcher.


—Sí, señor. —El ayuda de cámara recogió la ropa que Darcy se acababa de quitar—. Pero permítame observar que el teniente, a pesar de lo despreciable que es, no se aproxima a la clase de demonio que eran lady Sayre o su hija. No apostaría ni un centavo a favor de que vaya a zafarse de usted, señor.


—Esperemos que eso resulte cierto. Ahora, descansemos un poco. —Darcy despidió a Fletcher con un gesto—. Salimos a las seis; lo espero a las cinco y media.


Fletcher hizo una reverencia desde la puerta de servicio.


—No tengo ninguna duda sobre su éxito, señor —contestó al levantarse y, durante un extraño segundo, miró a Darcy directamente a la cara—. Ninguna duda. Buenas noches, señor. —Inclinó la cabeza una vez más y cerró la puerta.


*************


Dos noches más tarde, Darcy se encontraba en Erewile House, sólo con los sirvientes necesarios para cocinar y hacer la limpieza que se requería en medio de las extraordinarias circunstancias que lo rodeaban. Como medida de precaución añadida, había dado instrucciones al mayordomo para que dejara entrar únicamente a quienes aparecían en una selecta lista y les dijera a todos los demás criados que la familia no estaba en casa. Al oír semejantes instrucciones, el señor Witcher enarcó sorprendido sus cejas pobladas y canosas durante un instante, pero la confianza en su joven patrón, y el afecto que le tenía, desvanecieron enseguida todas las preguntas y el viejo mayordomo se limitó a asentir con la cabeza, como señal de que entendía las extrañas órdenes.


Lo primero era localizar a Wickham en algún lugar de los barrios bajos de Londres. Cuando Darcy terminó de dar las últimas instrucciones a sus sirvientes y mandó a Fletcher a hacer una diligencia, se recostó, agotado, contra la silla de su escritorio, estiró las piernas y se frotó los ojos. En la ciudad había montones de barriadas miserables que podrían albergar a una pareja anónima y él no conocía ninguno de esos distritos. Y aunque se introdujera en alguno de ellos para llevar a cabo alguna investigación, la gente lo identificaría enseguida como un forastero y cerrarían la boca. Los sobornos servirían para conseguir alguna información, sin duda, pero la noticia de su presencia se extendería por todas partes y los tórtolos podrían volar del nido antes de que él llegara.


Darcy había llegado a la conclusión de que sólo había dos caminos hacia el mundo subterráneo de Londres que podrían resultar prometedores: el contacto de Dy en la iglesia de St. Dunstan y la red de ayuda desplegada por la Sociedad para devolver a las jovencitas del campo a sus familias, de la que tenía conocimiento a través de Georgiana. Primero, debía enviar una nota al presidente de la Sociedad de inmediato. Luego, como no había tenido noticias de Dy desde el día del asesinato del primer ministro, tendría que encontrarse personalmente con el sacristán de St. Dunstan y, si fuera posible, esa misma noche. Darcy tomó una hoja de papel, destapó el tintero y buscó una pluma.



Apreciado señor, escribió. Me he enterado del caso de una jovencita de una familia respetable que ha sido engañada y solicito la ayuda de la Sociedad.


Una hora después, el coche de alquiler que Darcy había contratado para llevarlos a él y a Fletcher se detuvo detrás de una iglesia en penumbra. St. Dunstan no era una construcción muy grande, pero parecía una estructura más sólida en medio de un barrio que parecía sostenerse en pie únicamente por la suciedad y la pobreza. El calor del verano hacía más intensos los olores que recorrían las fétidas calles y los callejones que, a pesar de lo avanzado de la hora, todavía eran un hervidero con las idas y venidas de sus miserables habitantes.


Después de bajarse, Darcy le lanzó una moneda al cochero, que el hombre agarró con habilidad en el aire y mordió enseguida.


—Recuerde. —Darcy puso una mano en las riendas—. Regrese dentro de media hora y vuélvame a conducir sano y salvo hasta mi residencia y recibirá el doble de esa cantidad.


—Sí, patrón; el viejo Bill y yo estaremos aquí esperándolo. —El cochero asintió con la cabeza. Darcy soltó las riendas cuando el hombre las sacudió—. Arre, Bill. —El carruaje se perdió entre la oscuridad. Al verlo partir, Darcy agarró con firmeza su bastón, el más pesado que tenía. Por desgracia, también era el más llamativo y contrastaba poderosamente con el sencillo atuendo que Fletcher había accedido a prepararle, después de mucha insistencia.


—Veo una luz, señor. —El ayuda de cámara señaló una pequeña ventana en la esquina del segundo piso—. Debe de ser la habitación del sacristán.


—Bien, ahora busquemos la puerta. —Los dos hombres comenzaron a caminar, pero enseguida fueron abordados por una mujer que les pidió una moneda para comprar algo de comer. Antes de terminar su cantinela, aparecieron otros dos mendigos, casi unos niños. La mujer los espantó a patadas. En segundos, la calle se llenó de pilluelos y vagos, algunos de los cuales sólo estaban interesados en la pelea, pero otros observaban con atención a los dos forasteros que habían causado el incidente—. No se le ocurra demostrar que tiene miedo —le siseó Darcy a Fletcher— y sígame. —Luego caminaron a lo largo de la pared de la iglesia, teniendo cuidado de dejar bien a la vista el bastón.


—He encontrado la puerta, señor —informó Fletcher jadeando—. ¡Está cerrada!


—¡Llame, hombre! —Darcy esgrimió la empuñadura de bronce sólido ante la multitud, que ahora estaba abucheándolos y gritándoles insultos y súplicas. Más que los golpes de Fletcher, lo que probablemente atrajo la atención del sacristán fue el ruido, porque, de pronto, la puerta se abrió y dos fuertes manos los agarraron de los hombros y los hicieron entrar en la iglesia, para encontrarse con un hombre de asombrosas proporciones. Decepcionada, la multitud lanzó un alarido.


—¡Eh, no hagáis eso! —gritó el gigante con un acento popular bastante pronunciado—. ¿Así tratáis a los forasteros? ¡Venga! Largaos a casa; pedidle perdón al señor. ¡Largo de aquí! —Después de tronar aquellas palabras, el hombre cerró la puerta, se volvió hacia ellos y levantó la vela para iluminarles la cara—. ¿Quién? —fue la única palabra de su sencilla pregunta.


—Darcy. Soy amigo de lord Brougham.


—¿Lordt Brougham? —El gigante parecía totalmente desconcertado.


—Lord Dyfed Brougham —intentó Darcy de nuevo.


—¡Ah, el señor Dyfedt! —Un destello de alivio brilló en su cara—. Sí, conozco al señor Dyfedt, pero no conozco a lordt Brougham. ¿Hermano, tal vez?


Darcy sonrió.


—Tal vez. —¡Debía haber imaginado que Dy no iba a usar allí su nombre real! ¿En qué estaba pensando?— El señor Dyfed me dijo que lo buscara a usted si llegaba a necesitarlo. ¿Puede usted avisarle?


El sacristán dio un paso atrás.


—Nombre, otra vez, por favor.


—Darcy… y éste es mi criado, Fletcher. El señor Dyfed nos conoce a los dos —dijo el caballero, sacando el pedazo de papel que Dy le había dado—. Aquí está la prueba de lo que le digo.


El sacristán tomó el papel y lo arrimó a la luz de la vela. Asintió con la cabeza y se lo devolvió a Darcy.


—Sí, el señor Dyfedt.


—¿Puede usted hacerle llegar una nota?


El gigante negó con la cabeza.


—Ah, no. ¿Algún negocio?


Darcy sacudió la cabeza con un poco de desaliento.


—No, una jovencita en peligro. Él conoce a gente aquí que podría ayudarme a encontrarla y devolverla a su familia.


—¿Una jovencita? Hummm. —El hombre frunció el ceño—. ¿No negocio?


—No, no se trata de un negocio; es un asunto personal en el cual estoy seguro de que a él le gustaría ayudar. —Darcy suspiró.


—Entonces tal vez pueda hacer algo por ustedes —contestó el hombre con una pronunciación perfecta. Tanto Darcy como Fletcher se quedaron mirando al gigante, que estaba sonriendo—. Pero primero permítanme ofrecerles algo de beber, caballeros. Creo que han tenido una noche difícil.


Darcy retrocedió y miró los ojos de su salvador, mientras agarraba nuevamente el bastón con empuñadura de bronce que había blandido delante de la multitud embravecida que los había seguido hasta la puerta. La estruendosa carcajada que soltó el gigante como respuesta rebotó contra las paredes circulares de piedra de la escalera.


—Por favor, señor, suba. Si el señor Dyfed lo ha enviado a verme, usted no tiene nada que temer en mi compañía. Por favor… —El hombre señaló los escalones. Sin estar muy seguro todavía de si sería prudente aceptar, Darcy le lanzó una mirada a Fletcher, pero su ayuda de cámara estaba concentrado en otra cosa.


—¿Tyke? ¿Tyke Tanner? —Fletcher avanzó hacia el gigante, que lo miró enseguida con sorpresa.


—¿Quién…? —comenzó a decir y luego se detuvo, con los ojos a punto de salirse de las órbitas—. ¿Lem? ¿Lemuel Fletcher? ¡No puede ser! —Estirando una mano gigantesca, el hombre le dio una fuerte palmada en la espalda al ayuda de cámara de Darcy—. ¿Cuánto hace? ¿Diez años? ¡Increíble! —Esa observación también resumió los sentimientos de Darcy. ¿Cómo era posible que su ayuda de cámara conociera a aquel hombre?—. ¡Y tus padres! ¿Cómo están el señor Farley y la señora Margaret? ¡Me imagino que todavía trajinando en las tablas! —¿En las tablas? Darcy se volvió hacia su ayuda de cámara, con las cejas levantadas, esperando la respuesta de Fletcher con bastante interés.


—Ah, no. —Fletcher le lanzó una mirada nerviosa a su patrón—. Están retirados y viven en Nottingham. —Carraspeó—. Pero ¿cómo has llegado hasta aquí y te has convertido en sacristán de una iglesia? No es precisamente la clase de tarea a la que estabas acostumbrado, Tyke.


La mirada de Tanner se fijó por un segundo en Darcy y vaciló.


—Tal vez tu patrón sí acepte ahora esa bebida y una silla donde disfrutarla, Lem. Señor. —Hizo una reverencia a Darcy—. Estoy totalmente a sus órdenes.


El caballero asintió, no completamente satisfecho con lo que acababa de suceder frente a sus ojos, pero la razón de que estuviera en aquella extraordinaria situación era demasiado urgente como para tratar de comprenderlo en aquel momento.


—Adelante. —Tanner bajó la cabeza con cortesía y comenzó a subir la escalera de caracol. En el segundo piso había una puerta parcialmente abierta. El hombre se detuvo y esperó a que ellos entraran primero en la habitación. Darcy miró a Fletcher, con una ceja enarcada con aire interrogante. La sonrisa segura del ayuda de cámara no concordaba exactamente con la cautela de su mirada, pero era algo que había que tomar en consideración. No podían hacer otra cosa que confiar en las instrucciones de Dy y en los contactos que éstas le ofrecían. En realidad, teniendo en cuenta lo que sabía ahora de su amigo, no debía sorprenderse por la extraña naturaleza de sus contactos. ¡Darcy miró otra vez los ojos de su guía y le pidió al cielo que éste no fuera tan extraño como increíblemente grande!


Con decisión, Darcy pasó frente al gigante y entró en la estancia, con Fletcher siguiéndolo de cerca, y detrás su anfitrión. Tanner se detuvo para cerrar la puerta y tuvo la precaución de atrancarla. Al darse la vuelta, les sonrió a sus invitados y se apresuró a poner a calentar agua sobre las brasas. Luego comenzó a buscar una taza limpia. En un instante, la inmensa figura del hombre adquirió un carácter más cómico que amenazante, mientras se afanaba por cumplir sus funciones de anfitrión dentro de los estrechos límites de aquella habitación de techo inclinado que le servía de cocina, salón y alcoba, al tiempo que se disculpaba por el desorden.


—Por favor, señor, tome asiento. —Limpió apresuradamente una vieja silla—. El agua estará lista en un segundo. Lem, ¿puedes echarme una mano? —Fletcher miró a Darcy. Este asintió con la cabeza y el ayuda de cámara siguió a Tanner hasta una mesa que estaba dedicada, por lo que podía verse, a varias funciones. Evidentemente, Darcy y Fletcher habían interrumpido la cena de su anfitrión, porque en un extremo de la mesa había un enorme trozo de asado, mientras que el otro extremo estaba cubierto por una montaña de papeles, plumas y un tintero. En pocos instantes, Tanner colocó una taza de té delante de Darcy. Después de darle otra a Fletcher, el hombre se detuvo frente al caballero y volvió a inclinarse—. ¿Señor? ¿En qué puedo ayudarlo?


—Tanner. —Darcy levantó la vista hacia los curiosos ojos de aquel hombre—. El señor Dyfed me dijo que cuando necesitara encontrarlo, debía venir aquí, pero usted dice que no está disponible.


—No, señor, y no sé cuándo lo estará. No puedo decir más, señor. —Tanner apretó la mandíbula con fuerza. Era evidente que no iba a dar más información sobre el asunto—. Pero tal vez yo mismo o algún otro de los amigos del señor Dyfed podamos ayudarle. —Tanner no se dejó intimidar por el intenso examen de Darcy y tampoco parecía sentirse incómodo en medio de su humildad. El caballero pensó en las opciones que tenía. Todo parecía indicar que Dy confiaba en ese hombre. ¿Y acaso Darcy podía decir que necesitaba contar con mayor discreción que Dy?


—Es un asunto personal que requiere la mayor confidencialidad y discreción —comenzó a decir lentamente—. La reputación de una muchacha, y la de toda su familia, dependen de que la encontremos rápidamente y la rescatemos de las manos de un miserable. Toda la información que tengo se reduce a que ella y el hombre llegaron a Londres hace una semana y han desaparecido en los barrios bajos de la ciudad.


—¿Un secuestro, señor? —La cara fornida de Tanner se endureció.


—No. —Darcy negó con la cabeza—. La joven se fue voluntariamente y es posible que todavía esté enamorada y no desee que la rescaten. Pero hay que encontrarla y hacerla entrar en razón para arrebatársela a ese hombre. —Darcy tomó aire y fijó sus ojos en los de su anfitrión—. Sólo deseo que me ayuden a buscarla. Yo me encargaré del resto. ¿Puede usted ayudarme?


Tanner miró por un segundo a Fletcher y luego volvió a mirar a Darcy.


—Sí, señor, puedo ayudarle; y lo haré. —El hombre dejó escapar un silbido de rabia—. Es una historia bastante común, aunque todavía me hace hervir la sangre, si usted me perdona, señor.


Darcy rechazó la disculpa levantando una mano.


—El nombre del hombre es Wickham, George Wickham, y el de la dama Lydia. Me reservaré el apellido. Lydia será suficiente. Ella es una jovencita de baja estatura, tiene sólo dieciséis años y procede de una buena familia, aunque no noble. Wickham tiene el rango de teniente y se fugó sin permiso del regimiento…, destacado en Brighton. Él tiene poco dinero y pocos amigos. Es un hombre más o menos de mi estatura, pelo negro, delgado. Tiene debilidad por el juego. —Darcy sacó un pequeño paquete del bolsillo de la chaqueta—. Aquí encontrará un retrato bastante aproximado. —Se lo entregó a Tanner.


—¡Ah, esto será de gran ayuda! —exclamó el gigante, mientras desenvolvía el paquete y acercaba la miniatura a la luz de la vela—. ¿Cómo podré ponerme yo en contacto con usted, señor? Como se imaginará, no debe volver aquí.


Darcy asintió con la cabeza.


—Dele los mensajes a uno de mis cocheros, Harry, en el callejón que conduce a los establos de Erewile House, en Grosvenor Square. Harry no tiene ni idea de este asunto, pero hará llegar oportunamente lo que le entreguen.


—Así lo haré, señor. Haya noticias o no, le mandaré recados por la mañana, por la tarde y por la noche, para informarle de lo que se ha hecho y lo que se ha descubierto.


—¡Excelente! —Darcy se puso en pie—. ¡No puedo pedir más! —Volvió a mirar a su alrededor, sintiendo una enorme curiosidad por aquel hombre que probablemente sabía más que él sobre el verdadero Dy Brougham. Posó su mirada en el montón de papeles que había sobre la mesa, algo bastante inusual, sin duda—. Ésa es una cantidad considerable de papeles. No tenía ni idea de que un sacristán… —Darcy guardó silencio, dándose cuenta de que su curiosidad había superado toda precaución—. Si eso es realmente lo que usted es.


Tanner sonrió con cautela.


—Ah, yo soy el sacristán, señor, cuando hay tiempo. Pero la gente no molesta al sacristán en un lugar como éste, en especial a uno que habla tan mal.


—¿Cómo has llegado hasta aquí, Tyke? —Fletcher se reunió con ellos—. Mi padre me escribió cuando te fuiste hace ocho años, y desde entonces no ha tenido noticias tuyas.


Tanner suspiró.


—Lem, fue la peor decisión que he tomado en mi vida y, sin embargo, la mejor, teniendo en cuenta la forma en que terminó. Dejé el grupo de tu padre y seguí a otra compañía hasta aquí, hasta Londres, atraído por las promesas de fama y fortuna del director. Nunca nos presentamos en un teatro respetable y pronto la situación fue tan difícil que había que elegir entre robar o morirse de hambre. Cuando dije que prefería morirme de hambre, me abandonaron. Luego contraje una neumonía. No tenía ningún sitio adonde ir y estaba enfermo como un perro y débil como un gatito. —A Tanner se le nublaron los ojos—. El pastor de esta iglesia me encontró en la calle y me recogió. Me cuidó con sus propias manos y fue recompensado contagiándose él mismo la enfermedad. —Tanner se secó las lágrimas y suspiró—. Perdóneme, señor —le dijo a Darcy—. Peter Annesley… —Al oír ese nombre, Fletcher se sobresaltó, pero enseguida Darcy lo miró y el ayuda de cámara guardó silencio—. Peter Annesley resultó ser la mejor persona del mundo. Él me presentó al señor Dyfed, y entre ambos… Bueno, muchas cosas han cambiado en mi vida. Señor Darcy… —Tanner se dirigió otra vez al caballero—. ¿Se quedará usted aquí mientras le busco un carruaje? Lo más probable es que la calle esté vacía, tan vacía como puede estar una calle en esta parte de Londres; pero ya ha podido comprobar usted la rapidez con la que un hombre de su apariencia puede llamar la atención.


—Le pedí al coche en el que vinimos que volviera a buscarnos. No debe de faltar mucho para que llegue —afirmó Darcy con más convicción de la que tenía.


Tanner lo miró con incredulidad.


—Bueno, puede ser, señor; pero yo prefiero dar una vuelta y asegurarme, antes de que usted se aventure a salir. Si tiene la bondad, señor —añadió, en tono conciliador, a pesar de que los dos sabían que Darcy tenía el privilegio de hacer lo que quisiera.


Darcy asintió.


—Como quiera, pero nosotros lo acompañaremos hasta la puerta. Fletcher —dijo por encima del hombro.


—Aquí estoy, señor. —Fletcher dejó su taza de té enseguida, se alisó las arrugas de la chaqueta y se presentó de inmediato ante su patrón. Tanner retiró la tranca de la pesada puerta y la abrió con un ligero crujido para que pudieran dirigirse a la entrada en silencio.


—Tenga la bondad de esperar aquí un momento, señor. —Las palabras de Tanner resonaron ligeramente autoritarias. Y antes de que Darcy pudiera contestar, ya había salido cerrando la puerta detrás de él. Molesto por el tono del gigante, Darcy se volvió hacia Fletcher, que desvió la mirada tan pronto como sintió encima los ojos de su patrón. Ah, sí… Fletcher. Entusiasmado con ese nuevo misterio, Darcy centró toda su atención en su ayuda de cámara.


—Fletcher, ¿tendrá usted la bondad de explicarme de qué conoce exactamente este hombre? —Darcy cruzó los brazos y retrocedió un paso, con las cejas enarcadas—. Le aseguro que estoy ansioso por oírlo.


—Ah… bueno, señor —comenzó a decir el ayuda de cámara, pero luego se quedó callado—. Ya sabe usted, señor Darcy…


—No, no sé; ésa es la razón por la cual usted me va lo a contar… ¡Quiero la verdad! Según he podido entender, Tanner formaba parte de una compañía de actores antes y después de haber dejado a su familia. —Darcy miró a su ayuda de cámara con ojos inquisitivos.


Después de soltar un pesado suspiro, Fletcher asintió con la cabeza, encogiéndose de hombros.


—Sí, señor. Ésa es la verdad, señor. Mis padres son, o mejor, eran… actores.


—Supongo que actores shakespearianos. —Darcy esperó la confirmación que ya conocía de antemano. ¡Aquello explicaba muchas cosas! Con razón Fletcher citaba a Shakespeare como si fuera su hijo: ¡había sido criado con sus obras!


—Sí, señor Darcy, aunque nunca fueron lo que uno podría decir «famosos». El grupo sólo se presentaba en pueblos pequeños o medianos, nunca en Londres y ni siquiera en York o Birmingham. Pero conocían a Shakespeare, señor, todas las comedias y algunas otras obras. Ahora están retirados. —Fletcher enfatizó la palabra «ahora»—. Eran respetables a su manera, señor. Nunca engañaron a un cliente ni robaron. —Se puso dolorosamente rígido—. Pero comprenderé perfectamente que usted decida prescindir de mis servicios.


—No diga tonterías, Fletcher —protestó Darcy, resoplando—. Estoy seguro de que su origen no tiene ninguna influencia sobre su posición actual. Eso podrá explicar su extravagante actitud con respecto a las corbatas y su capacidad para citar a Shakespeare con increíble facilidad, pero no hay ninguna razón para que lo despida. Y —concluyó— no tengo duda de que sus padres son personas excepcionales.


—Gracias, señor Darcy. —Fletcher relajó los hombros.


El pomo de la puerta giró y Tanner deslizó su impresionante cuerpo a través del umbral.


—El coche está esperando, señor. Debe usted irse enseguida, antes de que llame la atención.


—Gracias, Tanner. —Darcy le tendió la mano al sorprendido gigante, que la tomó con aire asombrado—. Confío en usted. Todos los gastos en los que incurra serán cubiertos, desde luego; así que no tema gastar lo que sea necesario para conseguir lo que quiero.


—Sí, señor, no se preocupe. Ahora, ¡debe irse! Pronto tendrá noticias mías. —Tanner abrió la puerta y los acompañó hasta el coche—. Grosvenor Square y ¡mucho cuidado, Jory! —le rugió al cochero—. Es amigo del señor Dyfed. ¡Nada de trucos!



 **********

 
El lunes por la mañana, Darcy se encontraba en el estudio de lord***, exponiéndole el caso de Lydia Bennet, en calidad de presidente de la Sociedad para devolver a las jovencitas del campo a sus familias. Su señoría escuchó con atención y tomó notas, mientras Darcy le explicaba todos los detalles que podía, sin poner en peligro la identidad de la hermana de Elizabeth.


—Un caso difícil, en verdad —dijo su señoría con un suspiro, dejando a un lado la pluma—. Desgraciadamente, no es el único. Al contrario, es bastante frecuente. Una muchacha se encuentra con un deslumbrante oficial mundano y rebosante de excitantes promesas, y no hay manera de evitar el desastre que se produce. Usted se da cuenta —miró a Darcy con seriedad— de que es probable que ella no desee dejar al oficial todavía. Dependiendo de lo directo que sea él, puede pasar algún tiempo antes de que se produzca la desilusión o hasta que él se canse de ella.


—Sí, milord, me doy cuenta.


—Me temo que si la jovencita es tan imprudente como usted dice, Darcy, sólo hay dos realidades que podrán hacerla entrar en razón. Lo mejor es que el oficial ya se haya quedado sin dinero o esté a punto de hacerlo. La otra, mucho menos deseable —dijo, bajando momentáneamente los ojos antes de volverlos a fijar en Darcy—, es que él haya sido cruel con ella.


Darcy asintió con resignación.


—Estoy preparado para las dos eventualidades, pero le agradezco la advertencia.


—Entonces haré circular esta información entre nuestra gente. —Su señoría se puso en pie y le tendió la mano a Darcy—. Tendrá noticias mías tan pronto como sepa algo. Ellos tendrían que estar muy bien escondidos en Londres para escapar a la vigilancia de la Sociedad, señor, muy bien escondidos. Los encontraremos.



Darcy apartó el resto de una cena ligera, se levantó de su escritorio y recogió las notas de Tanner, que estaban diseminadas entre los platos, y el primer borrador de una nota que le había enviado a su primo Richard. Con gesto cansado, sacó su reloj de bolsillo y lo comparó con el reloj del estudio. Las tres y veinte. La entrevista de esa mañana con el presidente de la Sociedad parecía haber tenido lugar hacía siglos, pero la hora del reloj de mesa y el de bolsillo estaba perfectamente sincronizada y cada movimiento de las manecillas marcaba otro momento que pasaba sin poder avanzar en el alivio de la desgracia de Elizabeth. La escena en la posada de Lambton, el rostro avergonzado y desesperado de Elizabeth y las lágrimas que se habían deslizado por sus mejillas estaban siempre en la mente de Darcy, alentándolo a seguir. Sin embargo, el tiempo arrastraba los pies de manera perversa, haciendo aumentar su ansiedad.


Se oyó un golpecito en la puerta.

—¡Adelante! —ordenó Darcy. Sobre la bandeja que Witcher puso encima del escritorio había otra nota de Tanner.

—De Harry, señor. —El mayordomo suspiró—. Otra vez. ¿Qué puede ser tan importante para estar enviando notas toda la mañana…? —Witcher contuvo sus quejas al ver la cara expectante de su patrón.

—Gracias. —Darcy tomó la nota. Lo que leyó hizo que llamara al mayordomo, que ya se estaba retirando—. Witcher, espere un momento.

—¿Sí, señor?

—Voy a salir y no tengo ni idea de la hora a la que regresaré. Por favor dígale a su buena esposa que me deje algo en la cocina esta noche. Ya me encargaré yo de ir a buscarlo cuando regrese.

—Se lo diré, señor. —Witcher levantó las cejas de manera amenazante—. Pero no le va a gustar, señor, sobre todo después de su forma de comportarse en los últimos días y esos horarios en los que sale.

Darcy se rió por primera vez en varios días.

—¡Dígale que pronto podrá mimarme con su cocina! —Levantó la nota mientras hablaba con el mayordomo—. Esto puede llevarme a lo que he venido a buscar a Londres. —Se la metió en el bolsillo del chaleco—. Mande a un criado a que me consiga un coche, Witcher. Debo salir enseguida.

Media hora después, el cochero abría la portezuela de su vehículo con una inclinación, al ver la sobria elegancia de Darcy.

—¿Adónde lo llevo, señor?

—Calle Edward —dijo por encima del hombro, mientras subía la escalerilla—. Sí —afirmó, cuando el hombre abrió los ojos y lo miró—, calle Edward, tan rápido como sea posible.

La nota de Tyke Tanner era un ejemplo de brevedad. Señora Younge. 815 de la calle Edward. —Darcy estiró las piernas tanto como se lo permitió el coche de alquiler. Le había dado a Tanner el nombre de la antigua dama de compañía de Georgiana, aunque no podía saber si la dama y Wickham habían seguido en buenos términos desde su complot contra él en Ramsgate. Por su complicidad con Wickham, había sido despedida sin derecho a referencias. Era muy posible que estuviera resentida por haber perdido una posición muy bien remunerada. Pero si los ladrones eran tan buenos amigos como decía el dicho, tal vez ella tendría noticias de aquel canalla o incluso lo habría visto.

Se recostó contra los cojines del coche alquilado y se fijó en cómo avanzaba a través de Mayfair, luego por el barrio de las oficinas estatales hasta llegar a la parte este de Londres. Agarró su bastón con empuñadura de bronce. No conocía la calle Edward, pero se imaginaba que no debía de estar en la mejor zona de la ciudad. En consecuencia, cuando el coche se detuvo en un vecindario de clase trabajadora, pero no tan pobre, Darcy se sintió, en cierta forma, aliviado al pensar que el bastón que llevaba no tendría más función que aquella para la que estaba destinado, un complemento de distinción.

—Calle Edward, señor —gritó el cochero—. ¿Alguna dirección en particular?

—No, déjeme aquí —indicó Darcy—. Quiero caminar. —El cochero bajó del pescante y abrió la portezuela. Darcy le pagó la carrera y le dio dos chelines de propina—. Dé un par de vueltas a la manzana hasta que yo termine. Le prometo que no perderá su tiempo.

—A sus órdenes, señor. —El cochero hizo una inclinación—. Mi yegua y yo tomaremos un poco el aire, por decirlo de alguna manera.

Darcy asintió y, metiéndose el bastón bajo el brazo, comenzó a recorrer la calle. Parecía un vecindario respetable. Si Wickham y Lydia Bennet se habían refugiado allí, al menos le daría a Wickham el crédito de haberla protegido de los ambientes más duros de la ciudad. No todos los edificios tenían número, pero el 815 se veía muy bien, pues el número estaba pintado artísticamente en la puerta, debajo de la ventana que daba al oeste. Darcy se preparó para la confrontación, subió los escalones de lo que parecía una pensión y golpeó en la puerta con el bastón. Le abrió una criada joven.

—Lo siento, señor, pero no hay habitaciones disponibles. Inténtelo en la posada que hay más abajo. —Señaló un carruaje que bajaba por la calle—. Sólo siga ese coche, señor, y lo verá.

—Gracias —respondió Darcy por la forma servicial en que le había atendido la muchacha—, pero he venido a ver a la señora Younge. Me han dicho que vive aquí.

—¿La señora? —La muchacha lo miró, mientras calculaba la calidad de la chaqueta y su porte—. Nadie me ha dicho que la señora estuviese esperando a un caballero. —Miró con cautela la tarjeta de visita que él le entregó, sobre la cual Darcy había puesto delicadamente un chelín. Más rápidamente que un ladronzuelo de Covent Garden, la muchacha hizo desaparecer la moneda, escondiéndosela en el escote, mientras agarraba la tarjeta—. ¿Sería tan amable de seguirme, señor? —Se retiró de la puerta y lo dejó entrar.

En lugar de pedirle que esperara mientras ella subía a informar a la señora Younge de que tenía visita, la muchacha siguió avanzando por el corredor hasta una habitación del fondo y llamó a la puerta.

—El señor Darcy ha venido a verla, señora. —Le hizo una inclinación a la ocupante del cuarto y rápidamente retrocedió para hacerlo pasar. Desde el interior llegó un grito ahogado.

—No… ¡Oh! ¡Niña estúpida! ¡Cierre la puerta! —Darcy se detuvo en el umbral, para ver a su antigua empleada que se levantaba del escritorio, claramente agitada. Blanca como el papel, la mujer se quedó mirando a Darcy como si fuera un fantasma—. ¡S-señor Darcy!

—Señora Younge. —Darcy le dirigió una burlona inclinación, mientras ella le hacía una reverencia.

—Espero… que usted se encuentre bien, señor. —La mujer lo examinó con discreción y era evidente que estaba luchando por recuperar la compostura.

—Estoy bien, señora Younge, al igual que mi hermana. La señorita Darcy está muy bien, de hecho. —Miró fijamente a la mujer a los ojos—. Pero no la he interrumpido para intercambiar cortesías.

—No me puedo imaginar…

—¿De verdad, señora? Piense un poco, se lo ruego. —La mujer le dio rápidamente la espalda, pues no quería o no podía sostenerle la mirada—. ¿Qué relación puede existir todavía entre nosotros que me haya forzado a venir hoy hasta su establecimiento?

La mujer se volvió lentamente hacia Darcy, con una mirada de cautela mezclada con algo de astucia.

—Wickham. —Estuvo a punto de sonreír, pero se contuvo—. ¿La señorita Darcy…?

—Está muy bien, como le he dicho, y no tiene ninguna relación con lo que me ha traído hoy hasta aquí.

—Ya veo. —La mujer se dejó caer en la silla, detrás del escritorio—. Y, entonces, ¿cuál es su asunto con Wickham, señor Darcy?

—¿Así que usted lo ha visto? —se apresuró a decir Darcy, haciendo conjeturas sobre las palabras de la mujer.

Un cierto temblor en la comisura de los labios de la señora Younge dejó traslucir la molestia que le había causado su imprudencia.

—Tal vez. —La mujer reorganizó los papeles que tenía sobre el escritorio, delante de ella, y luego levantó la vista hacia Darcy—. ¿Qué quiere usted de él, señor? ¿Lo está buscando como amigo o enemigo?

—Eso dependerá enteramente de Wickham, señora. Si alguien puede hacerle ver rápidamente qué es lo que más le conviene, puede que al final se alegre de que lo hayan encontrado.

—¿En serio? —Ahora la codicia se había sumado claramente a la astucia—. ¿Hasta dónde puede llegar la alegría?

—Eso es un asunto entre Wickham y yo. —Darcy se inclinó sobre ella y le clavó una mirada penetrante e inflexible—. Dígame, señora —preguntó—, ¿sabe usted dónde está Wickham? ¿Está aquí?

La mujer apretó los labios, devolviéndole la mirada con descaro.

—No puedo ayudarlo.

—¿No puede o no quiere? —respondió el caballero en voz baja y luego miró alrededor de la pequeña estancia—. Me imagino que, como mujer de negocios que es usted, sólo invierte en aquellas causas que pueden traerle algún tipo de ganancia.

La mujer inclinó la cabeza como señal de que admitía las palabras de Darcy y esbozó una sonrisa.

—Cuando fui despedida de su casa, perdí una posición muy buena. Tuve suerte de sobrevivir. Hace mucho tiempo aprendí que debo velar por mis propios intereses, de cualquier forma que se presenten.

Darcy recordó de repente la manera en que aquella mujer había engañado a Georgiana. El descaro aquellas afirmaciones despertó una oleada de rabia, pero aquél no era momento para eso. Los dos debían medir cada palabra.

—Eso me quedó muy claro el verano pasado en Ramsgate, señora —respondió Darcy, con el mismo tono de serenidad—. Usted no permite que el futuro de nadie interfiera con sus intereses.

La señora Younge se atrevió a encogerse de hombros.

—Así es la vida, señor Darcy, tanto en su mundo como en el mío.

—No, así no es todo el mundo, señora Younge. —Darcy se enderezó y dio un paso atrás—. Recompensaré bien a quien pueda llevarme hasta Wickham. —Hizo ademán de marcharse, pero dio media vuelta en la puerta—. Debe saber, señora, que usted no es mi único recurso. Otras personas, que no tienen más interés personal que hacer el bien, también lo están buscando. Si yo fuera usted, no esperaría mucho para decidirme a colaborar. Ellos pueden encontrarlo primero y eso, según creo, no le convendría a usted. Ya sabe adonde enviar un mensaje. —Darcy hizo una inclinación—. Que tenga un buen día, señora.

Atravesó rápidamente el corredor, le hizo un gesto con la cabeza a la criada y salió. El coche estaba dando la vuelta para volver a subir la calle, cuando él salió a la acera y levantó el bastón. El cochero detuvo el caballo delante de él. Estaba a punto de poner un pie en la escalerilla, cuando notó un movimiento con el rabillo del ojo y, al mirar por encima del hombro, alcanzó a ver a un chiquillo de no más de ocho años, que desaparecía lentamente por el callejón que separaba el número 815 de la calle Edward y la casa vecina.

—Espere un momento —le ordenó al cochero y se metió por el oscuro pasadizo.

—No se preocupe, patrón —lo saludó una voz joven desde el fondo del callejón. Darcy se detuvo y entrecerró los ojos para ver mejor en la penumbra. Apenas alcanzó a divisar la cara de su presa, cuando el niño se asomó entre un montón de barriles y cajas—. Váyase a casa —siguió diciendo la voz—. Estaré vigilando a la vieja y le mandaré razón si hace algún movimiento. —El chico inclinó la cabeza—. Saludos del señor Tanner, señor.

—Lo mismo para él —respondió Darcy y dio media vuelta, hacia el coche que lo esperaba.


*******************

—¡Fitz! ¿Qué demonios pasa? —Richard entró en el estudio de Darcy antes de que Witcher tuviera oportunidad de anunciarlo—. ¡La aldaba no está en la puerta, instrucciones para que no diga que estás en la ciudad y la imperiosa solicitud de presentarme a la mayor brevedad!

—¿Te pareció imperiosa? Te ruego que me disculpes, primo. —Richard enarcó las cejas con asombro al oír la disculpa de Darcy, pero no dijo nada—. Atribúyelo a la urgencia del asunto en que necesito que me ayudes —siguió diciendo Darcy.

—¿Mi ayuda? —El asombro se convirtió en perplejidad. Richard se dejó caer en una silla—. ¡Habla!

—Necesito tu ayuda o, mejor, la de tus conexiones, para encontrar a Wickham.

—¡Wickham! ¡Por Dios, no será que Georgiana…! —Comenzó a levantarse de su asiento.

—No… no, algo totalmente distinto, pero sobre lo cual no puedo hablar. Ha huido de su regimiento y tengo razones para creer que está aquí, en Londres. ¿Dónde podría esconderse un hombre así de las autoridades militares? ¿Hay algún lugar o gente a la que pudiera recurrir?

—Tal vez… probablemente. En todo caso, sé por dónde empezar a indagar. —El coronel miró a su primo con curiosidad y preocupación—. ¿No puedes decirme nada? Tratándose de Wickham, no dudo de que se trate de alguna perfidia, ¡esa maldita comadreja! Ya nada podría sorprenderme.

Darcy hizo una mueca para mostrar que estaba de acuerdo, pero negó con la cabeza.

—No, lo siento, pero no puedo decir nada más. Involucra a otras personas que no puedo nombrar. —Se sentó en el sillón que estaba frente a su primo—. No quiero que hagas otra cosa que averiguar dónde está; yo haré el resto. ¿Entiendes?

—Sí… y no —dijo Richard lentamente—. Pero haré lo que me pides. —Se quedó callado un momento y miró a su primo con el ceño fruncido—. ¿Te has dado cuenta de lo cansado que pareces? ¿Cuándo llegaste a la ciudad?

—Ayer por la noche.

—¿Tarde?

—Tarde… y, antes de que preguntes, salí de Pemberley por la mañana.

—¡Por Dios, Fitz! Entonces esto debe de ser extremadamente importante.

—Lo es. —Darcy suspiró, mientras se frotaba los dedos de manera distraída contra los brazos del sillón—. Debo encontrarlo tan pronto como sea posible. —Miró la cara de preocupación de Richard. Darcy sólo quería que su primo se dedicara enseguida a la tarea que le había encomendado, pero las normas de cortesía y el hecho de que fuera tan tarde exigían mostrar un poco de hospitalidad—. Pero creo que estoy libre por el resto de la noche. ¿Ya has cenado?

—¡No si se trata de la cocina de la señora Witcher! —exclamó Richard sonriendo.

—¿Una partida de billar después?

—Una. Esta noche tengo que supervisar un nuevo grupo de ingenuos oficiales jóvenes. ¡Qué digo oficiales! ¡Niños! —resopló Richard—. Pero comenzaré mis averiguaciones mañana mismo y te enviaré un aviso si descubro algo.

—Gracias, Richard. —Darcy se puso en pie y estrechó vigorosamente la mano de su primo.

—De nada, primo —dijo Richard, sonriendo—. Pero más que tu gratitud, preferiría un poco del pastel de ciruela de la señora Witcher. ¿La cena estará lista pronto?

*****************
Con una sensación de satisfacción más bien triste, Darcy observó la tarjeta que había llegado por la mañana, mientras estaba desayunando. Desde luego, era de la señora Younge. La tarjeta llevaba impreso el nombre de la pensión de su propiedad y en el reverso había nota sencilla y directa: 11 en punto. 300 £. Sí, pensó Darcy con el ceño fruncido, guardándose la tarjeta en el bolsillo del chaleco; la mujer sabía lo que le convenía y eso no incluía ser demasiado reservada a la hora de traicionar a un antiguo compinche. Había tardado tres días en llegar a la extravagante suma de trescientas libras, pero había que empezar por alguna parte y el tiempo era precioso para los dos. Cuanto más tiempo pasara la hermana de Elizabeth sin la compañía de un pariente durante su estancia en Londres, más difícil sería controlarla, si es que todavía era posible.

Sólo tardó unos minutos en liquidar aquel asunto, y enseguida Darcy se encontró de nuevo en un coche de alquiler, con una segunda tarjeta en la mano, que esta vez tenía anotada la dirección de un lugar completamente distinto de la ciudad. Cuando Darcy le dio la dirección al cochero, el hombre pareció más que sorprendido, pero luego se encogió de hombros, cerró la portezuela del vehículo, se subió al pescante y arreó el caballo.



Mientras el coche arrancaba, Darcy se recostó contra los ajados cojines y meditó sobre la tarea que tenía ante sí. Tal como había planeado durante el trayecto entre Pemberley y Londres, hablaría inicialmente con la hermana de Elizabeth. La respuesta que obtuviera de ella decidiría el siguiente paso que daría. Si Lydia Bennet se mostraba testaruda, tal como había sugerido lord***, de la Sociedad, entonces el éxito de su misión residiría totalmente en su negociación con Wickham. Darcy sabía que lo más probable es que tuviera que enfrentarse a lo segundo. Tendría que comprar a Wickham, y comprarlo con mucho dinero, para poder lograr que accediera a las condiciones que permitirían recuperar la reputación de todas las personas que había arrastrado a la desgracia. Pero lo que más le preocupaba no era la cantidad de dinero que iba a necesitar. Lo que le inquietaba era que se trataba de Wickham, pensó, mientras apretaba la mandíbula.

El coche fue avanzando lentamente por calles cada vez más sórdidas, hasta que el conductor se detuvo y, tras dar un golpe en la puerta, anunció que no podría llevarlo más allá. Darcy agarró con firmeza el bastón con empuñadura de bronce y descendió del coche; le dio dinero al cochero para comprar su tiempo y arrancarle la promesa de esperarlo hasta que regresara y se encaminó hacia su destino, siguiendo las vagas instrucciones del hombre. Después de caminar durante unos momentos por un verdadero laberinto de calles rodeadas de construcciones desconchadas y miserables, se sintió totalmente perdido y tuvo que detenerse a pedir indicaciones.



Sí, el elegante caballero estaba en el barrio correcto, sólo que una calle más allá de la dirección que buscaba y, sí —Darcy vio que le tendían una mano—, unos cuantos chelines serían muy apreciados. Hurgó en su bolsillo y dejó caer unas monedas sobre la sucia palma de la niña. ¡Por Dios!, pensó, reanudando continuaba su camino, ¿en qué clase de lugar se ha refugiado Wickham? La idea de ver a la hermana de Elizabeth en semejante sitio le asqueó. ¡Elizabeth estaría horrorizada! Darcy sólo podía esperar que Lydia Bennet tuviera al menos un poco de la sensatez de su hermana. Tal vez estuviera ansiosa de que alguien la rescatara.

La pensión que correspondía a la dirección que llevaba en la tarjeta era una construcción algo menos deteriorada que sus vecinas, aunque no era precisamente una maravilla. Darcy observó el fallido intento de blanquear las paredes y el patio interior. Todo eso era señal de que había habido tiempos mejores, antes de sufrir una decadencia que corría pareja al resto del barrio. Volvió a mirar la tarjeta. Con toda seguridad, aquél era el lugar. Darcy respiró hondo y sus pulmones se llenaron con el aire rancio del triste lugar. Había llegado la hora. Sintió que el corazón se le encogía. No, no… ¡debía contener las viejas emociones! Se obligó a relajarse. La felicidad a la que Elizabeth tenía derecho, la que él deseaba para ella con tanta vehemencia, dependía de la manera de enfocar aquella entrevista.

Al entrar en el patio interior, observó las pequeñas ventanas del piso superior que rodeaba el patio. En una de ellas alcanzó a ver un rápido movimiento y al fijar la mirada a través del cristal opaco vio una cara de rasgos delicados que lo miraba desde arriba. Sintió que el corazón dejaba de palpitarle. Era Lydia Bennet, pero el parecido con Elizabeth fue suficiente para estremecerlo. La cara de Lydia desapareció. Tenía que actuar rápidamente. Darcy saltó hacia la puerta. Bajó la cabeza al entrar, atravesó la taberna con paso veloz y subió las estrechas escaleras corriendo, hasta el pasillo al que se abrían las habitaciones.

—Wickham. —Al llegar al corredor, Darcy pronunció el nombre con un tono que esperaba respuesta. Durante varios minutos reinó el silencio, pero, de repente, se abrió una puerta y allí estaba Wickham, con la corbata floja y sucia, pero la cabeza erguida.

—Darcy —lo saludó con una sonrisita afectada, abrochándose el chaleco.

El caballero avanzó hacia él.

—He venido a buscar a la señorita Lydia Bennet. —Se detuvo frente a Wickham, mirándolo directamente a los ojos—. Sé que ella está ahí.

Una sombra cautelosa cruzó el rostro de Wickham, pero luego desapareció.

—¿Ella es la razón de que estés aquí? —preguntó con tono de incredulidad. Wickham se enderezó y echó los hombros hacia atrás, intentando tapar la visión a Darcy—. ¿Y qué puedes querer tú de ella?

—En este momento, el asunto que debo solventar es contigo, pero también deseo hablar con ella, a solas. Espero que no pongas objeción. —Miró a Wickham con indiferencia, tratando de dejar traslucir los menos sentimientos posibles a través de su expresión o de su voz.

—Desde luego que no tengo objeción… si se trata de negocios —respondió Wickham. Se apartó y gritó—: ¡Lydia! Tienes una visita. —Luego se volvió hacia Darcy con una mirada interrogante.

El rostro ruborizado de Lydia con los ojos muy abiertos apareció junto al hombro de Wickham.

—El señor Darcy… ¿quiere verme a mí? —La muchacha lo miró con incredulidad.

Darcy le hizo una inclinación.

—Señorita Lydia Bennet, ¿puedo hablar con usted unos momentos? —preguntó y luego, lanzándole una mirada a su acompañante, añadió—: En privado. —Al ver el gesto de asentimiento de la jovencita, Darcy se inclinó y le dijo a Wickham—: Entonces, ¿bajamos?

Wickham se encogió de hombros y se abrochó el chaleco.

—Si quieres… —Tras besar fugazmente a Lydia en la mejilla, a modo de despedida, dio media vuelta y comenzó a avanzar por el corredor, sin mirar hacia atrás, mientras Darcy lo seguía.

Wickham bajó la cabeza para entrar en la taberna y luego se enderezó, señaló una mesa un poco aislada, junto a la pared del fondo, y miró a Darcy con una ceja levantada. Darcy asintió secamente y avanzó hacia la mesa, mientras Wickham informaba al posadero de que necesitaría lo mejor de la casa.

—Pero yo quiero saber quién va a pagar por eso —gruñó el hombre—. Porque hasta ahora no he visto ni una moneda…

—Mi acompañante pagará, no tema —lo interrumpió Wickham—. Dos vasos de lo mejor que tenga, y mantenga los vasos llenos. —Se volvió hacia Darcy con una sonrisita—. Mantener a Lydia no es barato y sé que esto no te va a importar. —Se sentó a la mesa y guardó silencio, mirando cómo el posadero llevaba los vasos llenos y los ponía bruscamente sobre la mesa.

—Primero el dinero —exigió. Darcy sostuvo la beligerante mirada del hombre, buscó en el bolsillo de su chaleco y dejó unas monedas en la mesa—. Bien. —El hombre tomó las monedas con su manaza. Se las puso en la palma, mirándolas atentamente durante un momento, antes de asentir para mostrar que estaba satisfecho y dejarlos solos.

Darcy se volvió hacia Wickham y alcanzó a verlo mientras éste lo estudiaba con cautela. Inmediatamente, Wickham bajó la mirada hacia la bebida que tenía delante y agarró el vaso para darle un largo trago. Darcy hizo lo mismo, pero sin quitarle los ojos de encima a su viejo enemigo. Los dos pusieron el vaso sobre la mesa casi al mismo tiempo.

—George —le dijo Darcy, dirigiéndose a él por el nombre de pila, como solía hablarle en la infancia.

Wickham levantó la vista al oírlo. Luego se limpió la boca y se recostó contra el respaldo.

—Darcy —respondió, con la voz un poco tensa—, tal vez ahora tengas la bondad de decirme por qué estás aquí. Debe de haberte costado trabajo encontrarme. ¿Vienes en nombre del coronel Forster? Yo pensé que él estaría contento de deshacerse de un oficial tan mediocre como yo.

—¿En serio no puedes adivinar la razón por la que he venido? —Darcy miró a Wickham con una mezcla de asombro y disgusto que tuvo que ocultar—. ¡La razón es, desde luego, la jovencita que está arriba! ¿En qué demonios estabas pensando para jugar con tanta despreocupación con una muchacha tan joven y de buena familia?

—¡Yo no tengo la culpa! —protestó Wickham indignado—. O al menos, no toda. ¡Ella quiso venir conmigo! ¡Chiquilla estúpida!

—¿Por qué dejaste el regimiento, entonces, si no fue para aprovecharte de ella?

—¡Tú sabes muy bien por qué! —Wickham hizo una mueca de rabia—. Resulta que estoy horriblemente endeudado. Mi honor fue puesto en duda por ciertos mocosos malcriados, cuya renta trimestral me daría para vivir un año entero. Poco después exigieron el cumplimiento inmediato de mis obligaciones. Naturalmente, ¡tuve que huir!

Darcy apretó los labios para contener un profundo suspiro. Siempre sucedía lo mismo con George Wickham.

—¿Y ahora qué, George? ¿Cuáles son tus planes?

—¡Todavía no tengo la menor idea! —Wickham hizo una pausa para beberse el resto del contenido de su vaso y luego golpeó la mesa con la palma de la mano, para llamar la atención de la desaliñada mujer que estaba tras la barra—. Otra ronda, por favor. —Pero en lugar de la mujer, un chiquillo flacucho salió con una jarra de la espumosa bebida desde atrás del mostrador oscurecido por el humo y llenó con cuidado los vasos.

—¿Todo bien, patrón? —preguntó lentamente e hizo un guiño que sólo Darcy pudo ver.

—Sí, así está bien. —Darcy reconoció al pilluelo que Tyke Tanner había mandado seguirlo. Bien, pensó, así Wickham no podrá desaparecer. El chico hizo una inclinación y se retiró al otro extremo de la taberna.

—Voy a renunciar, claro, pero todavía no sé adónde voy a ir o de qué voy a vivir. —Wickham puso cara de preocupación y le dio un sorbo a la espuma que amenazaba con desbordar el vaso.

—¿Y la joven que está arriba? —insistió Darcy—. ¿Por qué no te has casado con ella todavía? ¡Aunque no se puede decir que su padre sea rico, podría hacer algo por ti!

—¿Casarme con Lydia? ¡Por Dios! —Wickham miró a Darcy con fingido horror.

—Debes de sentir algo por ella, para haber conquistado su afecto hasta ahora y haberla convencido de que huyera contigo.

—Te aseguro que no fue necesario persuadirla de nada. —Le dio un sorbo a la cerveza—. Estaba muy entusiasmada con la idea de tener una aventura.

—¡Aventura! ¡Wickham, ella es una muchacha de buena familia! Después de esto, no podrá volver a su vida de antes sin casarse.

—Yo no le prometí más que un poco de diversión y la oportunidad de molestar a aquellos que no apreciaban la vivacidad de su carácter. —Wickham se inclinó sobre la mesa, agarrando con fuerza su cerveza—. Su alocado comportamiento es el único responsable de las consecuencias. —Al ver que Darcy guardaba silencio, se recostó contra el respaldo y dio otro sorbo—. ¡Nunca pensé en casarme con esa chiquilla! —gruñó—. Su familia apenas tiene dinero para satisfacer mis exigencias. Créeme, Darcy. —Levantó el vaso como si fuera a brindar—. Finalmente, he comprendido mis limitaciones. Mi única salida es casarme bien, muy bien, y no es probable que eso ocurra en esta parte del país, con mis deudas ensombreciendo el camino. No, tendré que ir a algún otro lado. Escocia, tal vez, o tengo entendido que hay americanos extremadamente ricos que piensan que un yerno inglés es lo que necesitan para garantizar la respetabilidad de su apellido.

—Sabes que estamos en guerra con ellos.

Wickham se encogió de hombros.

—Entonces Sudamérica, o la hija de un rico hacendado de la India. Me da igual.

—Ya veo. —Darcy lo miró fijamente y se preparó para lanzar el anzuelo—. ¿Qué pasaría si hubiese una manera más inmediata de solucionar tu situación actual? No tan magnífica como la heredera de una plantación, claro, pero una solución cómoda.

La chispa de la codicia brilló en los ojos de Wickham, tal como Darcy esperaba.

—Podría dejarme persuadir, si la solución es adecuadamente «cómoda», como dices. —Hizo una pausa, miró a Darcy con astucia y luego preguntó—: Pero, vamos, Darcy, ¿cuál es tu interés en esto? ¿Por qué estás involucrado?

Allí estaba la pregunta que estaba esperando. Se inclinó lentamente sobre la mesa, siempre con los ojos fijos en los de Wickham.

—¿Interés? Mi interés es sencillamente éste: que dejes de ser una amenaza para las jovencitas inocentes. Guardé silencio con respecto a la forma en que sedujiste a Georgiana y, al hacerlo, permití que te aprovecharas de otras jóvenes. Si yo hubiese hablado, la muchacha que está arriba, y posiblemente también otras, habrían estado a salvo de tu desconsiderado comportamiento. Pero no dije nada y tu indiferencia ante las consecuencias de tus apetitos ha echado por tierra la respetabilidad de una familia que conozco. Haré todo lo que esté en mi mano para corregir lo que mi silencio ha ocasionado.

—¿Qué propones? —Wickham no se había sentido intimidado ni lo más mínimo ante aquel discurso, pero se inclinó hacia delante movido por la expectativa que anunciaban aquellas palabras. Darcy se recostó y esperó un momento, dejando que aquel canalla cargara con el peso de comenzar la negociación—. Supongo que se espera que haya una boda —dijo Wickham con cautela.

Darcy se levantó. Tenía la atención de Wickham y eso era todo lo que quería garantizar por el momento. Dejaría que se desesperara un poco, en medio de la incertidumbre.

—Ahora quisiera hablar con la señorita Lydia, si tienes la bondad.


******************


—¿Puedo entrar? —preguntó Darcy con voz suave, mientras Lydia Bennet dejaba de mirar a Wickham, que se marchaba, y dirigía hacia él la mirada con expresión confusa. Era tan joven… ¿Cómo habían permitido que esto pasara? Negligencia, respondió su conciencia, una negligencia no muy distinta a la tuya—. Le aseguro de la manera más solemne —siguió diciendo— que no tengo intención de hacerle daño, pero no quisiera que sus vecinos escucharan nuestra conversación.

—Si es necesario… —contestó ella y se apartó para que Darcy pudiera entrar en la estrecha habitación. En el interior sólo había una cama diminuta, una mesa y una lámpara, bastante deterioradas, y una silla inestable. El lugar estaba lleno de ropa, botellas y platos desperdigados por todos lados, en un desorden total. Cuando se volvió a mirar a la muchacha, parecía tan tensa que Darcy recordó la afirmación de Georgiana de que su presencia era intimidante incluso para aquellos que lo amaban. En un lugar tan estrecho, su estatura no podía más que resultar amenazante para una jovencita en esas circunstancias. Se sentó con cuidado en la silla, trató de poner una expresión afable y estudió a su protegida.

Era bastante obvio que Wickham no se había esforzado mucho en ofrecerle comodidades. El vestido que llevaba estaba arrugado y manchado y tenía el pelo enredado. Parecía como si hubiese huido con lo puesto. Se podría decir que parecían un par de indigentes. Darcy se sintió más esperanzado acerca del resultado de su entrevista.

—Señorita Lydia, por favor, tranquilícese. No he venido a insultarla —le aseguró Darcy—. Vengo en calidad de… de un desinteresado conocido, a pedirle que reconsidere la situación en la que se ha visto envuelta y a ofrecerle una forma de regresar al seno de su familia, de la manera más honrosa posible. Ellos están muy angustiados.

Lydia abrió los ojos todavía más.

—¿Qué? —dijo ella, con una expresión de asombro absoluto—. ¿Está usted bromeando?

—Le aseguro que no —respondió Darcy, sorprendido por la reacción de la muchacha, pero sin perder la compostura.

—Yo me voy a casar —le informó ella de forma petulante—. Seré la honorable esposa de George Wickham, para que lo sepa.

—¿Y ya han fijado la fecha? —preguntó Darcy, mirándola fijamente.

—N-no —admitió Lydia, desviando la mirada—. Tenemos que esperar hasta poder pagarle una suma ridícula a cierta gente horrible que tiene envidia de George. —Sus palabras no eran más que la repetición de una excusa que debía de haberle oído a Wickham. ¡Pobre chiquilla, realmente creía a aquel canalla!—. ¡En serio, una cosa totalmente injusta! —dijo de repente, dirigiéndose a Darcy—. ¿Por qué la gente tiene que ser tan cruel con mi pobre Wickham? —Lydia lo miró con ojos acusadores—. Y usted, el primero. ¡George me lo contó!

—Mi relación con Wickham es una historia larga y complicada, señorita Lydia. —Darcy cambió de postura, pues el asiento amenazaba con tirarlo al suelo—. Mi presencia aquí no tiene nada que ver con eso, ni con ninguna historia de privaciones o sufrimientos que le haya contado él. —Al oír esas palabras, Lydia levantó la barbilla de una forma tan parecida a Elizabeth que a Darcy casi se le paraliza el corazón. Así que insistió—: Por favor, escúcheme. Su familia está muy angustiada por su seguridad. Teniendo en cuenta que Wickham no puede proponerle matrimonio en este momento, tal como usted acaba de admitir, ¿por qué no regresa junto a su familia hasta que él pueda ir a pedir su mano de la forma apropiada?

—No le llevará tanto tiempo —protestó ella— y yo no me quiero ir. —La actitud de mujer próxima a casarse se disolvió en un berrinche infantil bajo la penetrante mirada de Darcy—. ¡Ay! —gritó y golpeó el suelo con los pies—. ¿Por qué ha tenido que venir usted a decirme esas cosas? —Una terrible idea debió de cruzar entonces por su cabeza, porque de pronto se puso rígida y lo miró con alarma—. ¿Mi padre está esperando abajo?

Darcy dejó transcurrir unos minutos en silencio para separar su respuesta de la rabieta de la muchacha. Era importante que ella entendiera lo que tenía que decirle.

—No, su padre no está aquí. No estoy aquí a petición ni solicitud de nadie.

—Ah. —La muchacha volvió a respirar y se estremeció ligeramente—. Bueno. —Un instante después, se tapó la boca con la mano y luego se rió y se abrazó—. Lo he hecho, ¿no? ¡Ay, todos deben de estar verdes de envidia, todo el mundo! ¡Y cómo me voy a reír!

—¿Se va a reír de la angustia de su familia y de todos los que se preocupan por usted? Porque eso es lo que sucede, señorita Lydia. Ellos no la envidian sino que se encuentran angustiados por lo que le pase a usted y se culpan a sí mismos. —Darcy buscó la mirada de la muchacha, esperando ver una chispa de sentido común, pero era evidente que había perdido el tiempo.

—Pero eso me va a importar un comino cuando regrese a casa como una mujer casada —le informó con altivez y se volvió hacia la ventana.

—¿Usted cree que no? Sería muy extraño que así fuera y yo le aseguro que sus hermanas, la señorita Bennet y la señorita Elizabeth, no ven el asunto con los mismos ojos. —Esa declaración pareció conmoverla un poco, porque dio media vuelta para mirarlo otra vez—. Usted no querría vivir con la desaprobación de dos de sus hermanas, cuyas oportunidades de tener un buen futuro podrían verse considerablemente reducidas por su comportamiento.

Lydia hizo una mueca, mientras desviaba la mirada.

—¡Mis hermanas! A mis hermanas les va a ir muy bien, o les iría muy bien si… —Dejó la frase sin terminar, mientras volvía a fijar los ojos en él, brillantes y recelosos—. ¿Y cómo conoce usted la opinión de mis hermanas, o todo este asunto, en primer lugar? Usted ni siquiera le cae bien a Lizzy; ni a nadie, por lo que sé, excepto al señor Bingley.

El dardo, que había sido lanzado con tanta torpeza, poseía, de todas formas, un cierto veneno. Darcy se levantó de la silla con irritación, molesto con él y con la muchacha, y se acercó a ella. Aquella jovencita era totalmente egocéntrica, peligrosamente negligente y desalentadoramente ingenua. ¿Cómo podía hacerle ver la realidad de su situación? Miró por un momento hacia la diminuta ventana cubierta de suciedad y luego se volvió hacia ella.

—Debe usted saber que su hermana estaba de viaje con sus tíos.

—Sí, un aburrido viaje por el norte —dijo, suspirando con desdén—. Nada de fiestas ni bailes, ni picnics. Sólo la tía y el tío Gardiner hablando sin parar.

—Durante su viaje —continuó Darcy— se detuvieron para conocer mi propiedad en Derbyshire. Fue allí donde su hermana recibió la noticia de que usted le había entregado su futuro a Wickham. En medio de la angustia por semejante noticia, su hermana confió en mí. Ella y sus tíos salieron enseguida hacia Longbourn, para que su tío pudiera ayudar a su padre a buscarla. —Hizo una pausa. Ahora venía la parte difícil—. Mi larga relación con Wickham me ponía en una posición más ventajosa para encontrarlos; en consecuencia, decidí hacerlo y sin que ellos lo supieran, para no despertar falsas esperanzas en caso de no tener éxito.

—Todavía no puedo entender por qué tenía usted que molestarse —respondió Lydia de manera ácida—. Nos casaremos… dentro de un tiempo. Mis amigos se alegrarán por mí. No hay nada tan terrible en eso para que usted haya tenido que venir aquí a decirme que debo dejar a George.

—¿Acaso usted no ve la precaria posición en que esta situación ha puesto la respetabilidad de su familia? Se convertirán en la comidilla del vecindario, si es que no lo son ya.

—¡Ah, los vecinos! —Lydia volvió a taconear—. ¡Viejos entrometidos y maliciosos, que no se saben divertir! ¿A quién le importan? ¡A mí no!

—Pero sus hermanas…

—Ya veré cómo les consigo marido, ¿sabe? ¡Porque me voy a casar y antes que todas ellas!

Darcy guardó silencio cuando la muchacha terminó de hablar. No había manera de razonar con Lydia Bennet, o de apelar a la vergüenza para convencerla de dejar a su amante. No parecía entender las consecuencias de sus actos ni la forma en que la afectarían a ella y a su familia, y tampoco le preocupaba descubrir lo que su comportamiento les costaría a todos ellos. Darcy bajó la mirada hacia el sombrero y los guantes que tenía en la mano, con el fin de esconder la sombría naturaleza de sus pensamientos. A diferencia de Lydia Bennet, Georgiana sí sabía lo que estaba haciendo y se había arrepentido, aunque fuera en el último minuto. Esta chiquilla —Darcy observó a la niña desaliñada y desafiante que tenía ante él—, por cuyas venas corría la misma sangre que la mujer que él amaba, no tenía esa ventaja. ¿Cómo podía convencerla de renunciar a su peligroso juguete? Sólo le quedaba un recurso y, por fortuna, tenía autorización para usarlo. Sin embargo, lo emplearía con discreción.

—Señorita Lydia, ¿cambiaría usted de parecer si supiera que no es la primera jovencita a quien George Wickham ha convencido de huir con él?

—¿A qué se refiere?

—Me refiero a que conozco personalmente el caso de otra jovencita que se dejó engañar por los halagos y las promesas de Wickham y accedió a fugarse con él. Quedó muy claro que las razones que Wickham tuvo para cortejarla, sin contar con el conocimiento o el consentimiento de sus parientes, fueron dictadas no por la pasión sino por el interés económico. Ella era una heredera y Wickham necesitaba dinero.

Lydia abrió los ojos como platos.

—¿Qué tiene que ver con esto la señorita King? George nunca… ¡Ah! —Lydia volvió a golpear el suelo con los pies y avanzó hacia Darcy—. ¡Puede que yo no sea una heredera, pero sé que George me ama!

—Señorita Lydia. —Darcy se inclinó con insistencia—. Wickham siempre necesita dinero. No tiene profesión. Ha tratado de vivir de sus encantos y su astucia, pero ha fallado en ambas cosas. Tiene que casarse por dinero; no tiene opción. —Una oleada de compasión inundó el corazón de Darcy, mientras observaba el joven rostro de la muchacha—. Usted está en lo cierto, no es una heredera —continuó Darcy con voz suave—, y tanto si la ama de verdad o no, por esa sencilla razón no se casará con usted, tiene que creerme.

Una sombra de duda cruzó por el rostro de Lydia y, por un instante, los ojos le brillaron, anegados en lágrimas. ¿Sería suficiente? Pero la duda se desvaneció enseguida. La muchacha se secó los ojos y levantó la barbilla con testarudez, en una actitud que se asemejaba mucho a la de su madre.

—¡George se casará conmigo y eso es todo! Ahora, creo que debe usted marcharse.

Darcy suspiró, hizo una inclinación en señal de aceptación y dio media vuelta para marcharse.

—Señorita Lydia. —Se giró para mirarla desde el umbral—. ¿Puedo dejarle mi tarjeta en caso de que cambie de opinión? —La muchacha se encogió de hombros, gesto que Darcy interpretó como afirmativo y, después de dejar la tarjeta sobre la mesa, hizo otra ligera reverencia y salió. Había ocurrido lo que se temía. No había podido disuadir a la muchacha. Debería tratar entonces con Wickham.

Continuará...

6 comentarios:

J.P. Alexander dijo...

Me alegro mucho que vuelvas a publicar espero que estés bien y un poco más animada. Me fascina como se rencuentran Darcy y Elizabeth y como cambian las cosas entre ellos. Te mando un beso y te me cuidas mucho.

AKASHA BOWMAN. dijo...

Me alegra contar con una nueva entrega de esta obra tan hermosa de la señora Aidan, pero más me gustaría saber que te encuentras bien y que disfrutas escribiéndola lo mismo que nosotros leyéndola.

He adorado el momento en que Darcy en su estudio decide asumir la desgracia de Lizzie como la suya propia, odiando y barajando la posibilidad de imaginársela en una vida vacía y gris capaz de mermar y consumir su eterna viveza.

“Vamos al rescate de una jovencita, Fletcher…” ¡Con qué renovados aires de caballero andante se aparece Darcy ante mis ojos, obrando en secreto pero manteniendo la nobleza de su corazón con el ánimo de salvaguardar la felicidad… no de la inconsciente Lydia, sino de su querida Elizabeth!

Y me ha encantado conocer de tu mano la conversación mantenida entre George y Darcy en la cual el oficial se muestra altivo como si el mango de la sartén estuviera en exclusiva en su poder (quizás así era). ¡Qué necio, qué cabeza loca, tanto le da irse a la India que embaucar a algún americano, lo que importa es asentarse cómodamente y darse a la buena vida!

Lydia me parece una insensata, una niña inconsciente y falta de moral que ni siquiera tiene la buena fe de mostrarse avergonzada de su comportamiento ante un caballero como el señor Darcy. A contrario, se muestra empecinada y orgullosa, ególatra y déspota. ¡Lástima que algunos de sus procederes le recuerden al caballero a su querida Elizabeth y ello le inspire compasión por la insensata! Creo que no se merece otra suerte que la acontecida, mas las cosas deben arreglarse por el bien de la familia y sobretodo de las hermanas mayores.

Bueno, encantada con esta entrega y deseando leer cómo se van resolviendo las intrigas.

Un beso y cuídate

MariCari dijo...

Hola mi niña... qué tal estás??? Espero que sigas bien y un poquito más animada que en nuestra última conversación... eso espero!
Te has propuesto acabar de contarnos la novela y te lo agradezco, es muy necesaria esta parte, el relato de la historia vista por él, por nuestro romeo... y la estoy disfrutando, ya lo sabes!!!
Pero como tú dices... la historia va llegando a su fin y a medida que voy avanzando en la lectura y noto que se aproxima el momento... me va entrando algo de desasosiego... porque no sé si querrás mantener luego tu blog activo o no... y ¿podías comenzar de nuevo? je ,je... a mi no me importa, lo sabes bien... me tiro varias horas leyéndote y comiendo pipas... sabes que tengo debilidad por tu música y las pipas y paso unos momentos estupendos...
Muchas gracias por trasladarnos la vida de Darçy... muchos besos amiga... muchos...

anabl dijo...

espero te encuentres bien, yo disfrutando de la lectura que nos compartes, y contenta de leerte
un saludo y un gran abrazo en la distancia

Coco! dijo...

Hola, hace mucho no me perdía por un blog con tanto gusto... yo recíen regreso después de muchos años ausente y encontré por casualidad tu blog, ha sifo un verdadero deleite.
gracias!

Fernando García Pañeda dijo...

Qué deliciosamente gratificante es retomar esta lectura, milady...
Y también ver al viejo Fitz dejar de hacer el ridículo con sus lagunas en su faceta afectiva y verle actuar en el medio en que sabe desenvolverse con soltura y obrar con diligencia. Y también le sonríe la suerte, porque esos asuntos no sólo los va a resolver con eficacia (sin arredrarse por andar en los bajos fondos o combinar la diplomacia con los sobornos), sino con la fuerza que da el amor. No todos los caballeros (y los que no lo son) tienen la suerte de volcar sus capacidades por la causa del desvelo de su corazón.
Qué gran suerte, sin duda, dilapidar facultades y fortuna por entrega a un amor verdadero.
A su absoluta disposición, mi Señora.