miércoles, 18 de mayo de 2011

Con una sonrisa. SÓLO QUEDAN ESTAS TRES Capítulo VII



Queridos amigos,

Ésta ha sido una entrada programada para el 18 de mayo, me habría gustado escribirla en tiempo real, pero si están leyendo ésto ahora, es porque la bendita cosa funciona, o porque ya no me encuentro en condiciones de estar aquí. Ignoro si vuelva a postear más adelante, mi salud tanto física y emocional  no me permiten adelantarme a un futuro. Escogí un día como éste porque significó para mí cosas muy diferentes una de la otra: La vida y la muerte, la luz y la oscuridad, el hola y el adiós. Incluso esa fotografía ortodoxa, breve y circunstancial, fué tomada un día 18 de agosto en el 2007, algo que sí fué una coincidencia al momento de encontrarla en el baúl de la memoria mientras guardaba recuerdos que nunca más volvería a abrir, y aunque me ví al espejo y quise sonreir de la misma manera, créanme lo que les digo, por el vano intento, el rostro llegó a doler. 

Ahora bien, puedo decir que una de las virtudes dentro de las pocas que tengo o que se puedan ver a simple vista, es que siempre, siempre cumplo lo que prometo, siempre doy lo que ofrezco, o doy lo que tengo, y si no lo tengo, pues lo consigo. Les prometí la trilogía completa y es lo que han de tener. Al momento de programar esta entrada, también programé el resto de la novela para que puedan disfrutarla hasta el final, como fué mi intención desde el inicio de este sueño bloggero.  
No cierro el blog porque se merecen todo mi respeto, y porque alguna vez me dijeron que el azul les gustaba tanto como a mí, junto con la música, aquella música que me hizo tan feliz en su momento, y que de alguna manera _quiero creer_ que les resultó...relajante, y les hizo soñar, tanto como a mí.

Quédense aquí para siempre, leyendo y soñando, este salón es vuestro. Este blog nació por ustedes, creció con ustedes y queda para ustedes. Dejo todo tal y como está, no me llevo nada, sólo el inmenso cariño que recibí en estos casi dos años. La amistad es lo que valoro por encima de todo, y me duele tener que alejarme de esa manera. Se puede perder todo, incluso el amor, pero duele en el alma perder la amistad, es un dolor que destroza el alma, y no lo había experimentado si no hasta ahora; cuando pierdes a un Amigo el alma queda completamente vacía... Por eso me despido como tiene que ser, con una sonrisa aunque sólo sea la de la fotografía.

Agradezco a todos los que alguna vez pasaron por aquí, a los amigos antiguos, los de siempre, a los que conocí y también a los que perdí.
Sé que en el fondo me gustaría decir que volveré, pero ahora ni de eso estoy segura. Si regreso, a la vista estará, con alguna entrada arrebatada,  y escrita desde lo más profundo de mi corazón. Algo que me identifique, y porqué no decirlo también...dispuesta a todo, con ganas de vivir, con una vida por delante. Una vida corta o larga, pero una vida al fin y al cabo. 
Un beso sincero y hasta siempre.

(un día, a principios de mayo, 2011)


Nunca se aparten de ti la misericordia y la verdad;
átalas a tu cuello, escríbelas en la tabla de tu corazón;
y hallarás gracia y buena opinión ante los ojos de Dios y de los hombres.
                                                                                
Proverbios 3,3.


No intentes mal contra tu prójimo que habita confiado en ti.
No tengas pleito con nadie sin razón, si no te han hecho agravio.
Porque Jehová abomina al perverso, más su comunión íntima es con el justo.
Y su maldición estará en casa del impío, mas bendecirá la morada de los justos.

Proverbios 3,29




SÓLO QUEDAN ESTAS TRES

CAPÍTULO VII
                                                                        
Un actor mediocre


—Le aseguro que estaré perfectamente bien. —Darcy miró más allá de la cara larga de su ayuda de cámara, para hacerle un gesto de asentimiento al criado que había aparecido en la puerta de la posada para indicarle que su caballo estaba preparado—. Sólo me adelantaré unas horas, un día a lo sumo.
—Sí, señor —respondió Fletcher, dejando escapar un suspiro casi inaudible. El calor de agosto no había ayudado a que el viaje desde Londres fuera más soportable, pero el hecho de que el nuevo ayuda de cámara del señor Hurst viajara también en la diligencia de la servidumbre había alterado a todos los criados de Darcy, en especial a Fletcher.



—¡Un caradura y un hipócrita! —había llamado Fletcher al ayuda de cámara de Hurst, mientras atendía a Darcy en su primera noche después de dejar la ciudad, y sus informes se fueron volviendo peores a medida que transcurría el viaje. El caballero no dejaba de experimentar un sentimiento de solidaridad con las quejas de su ayuda de cámara, porque la compañía de la señorita Bingley también se hacía cada vez más tediosa, con el paso de las horas interminables confinados en el carruaje. La conversación de Charles ofrecía un poco de alivio, al igual que los intentos de Georgiana por interesarla en un libro o en el paisaje, pero Darcy realmente vio el cielo abierto cuando, al llegar a la última posada antes de Derbyshire, se encontró con una nota urgente de Sherrill, su administrador, en la cual solicitaba su presencia inmediata en Pemberley. La llamada del deber no podría haber sido más dulce y su canto de sirena también llegó a los oídos de Fletcher, pero era imposible que su ayuda de cámara lo acompañara. Y él tampoco deseaba compañía. Darcy deseaba recorrer solo estas últimas millas hasta su casa, acompañado únicamente por sus pensamientos, antes de entrar en la corriente incesante de exigencias que debía atender el dueño y anfitrión de su inmensa propiedad.


Un golpe en la puerta hizo que Darcy diera media vuelta y se encontrara a su hermana parada en el umbral, con una cierta mirada de angustia en el rostro.


—¡Preciosa! —exclamó Darcy suspirando, mientras se dirigía hacia ella—. ¡Siento mucho dejarte de esta forma!


—No creo que lo sientas tanto. —Georgiana le ofreció una sonrisa de reproche pero comprensiva—. Quisiera estar lo suficientemente cerca para poder ir a caballo yo también.


Darcy se inclinó para darle un beso en la frente.


—Cuando llegues a Pemberley…


—Todo irá mejor, ya lo sé —terminó de decir Georgiana—. No estaremos todo el tiempo juntos, en especial cuando lleguen los tíos Matlock y D'Arcy con su nueva prometida y su familia. Espero… —Se detuvo, mordiéndose el labio inferior.


—¿Qué, querida? —Darcy miró con ternura los ojos melancólicos de su hermana.


—Que pueda encontrar una amiga entre la nueva familia que llevará D'Arcy. —Georgiana recostó la cabeza contra el hombro de su hermano—. Mi propia amiga.


—Yo también espero que así sea. —Darcy la abrazó y luego, separándola suavemente, le acarició la barbilla—. Debo irme ahora, pero te prometo que trabajaremos en eso. Tal vez tía Matlock tenga algunas sugerencias.


Darcy se puso los guantes, agarró el sombrero, las alforjas y la fusta, se despidió de su hermana y avanzó hacia la puerta. Al oír que detrás de él se abría una puerta, de la que salían unas voces femeninas, apresuró el paso y bajó las escaleras casi corriendo. Cuando llegó al primer piso, atravesó rápidamente los salones públicos y salió a la luz de lo que prometía ser un caluroso día en Derbyshire.


—¡Darcy! —El grito de Bingley a su espalda lo hizo detenerse. Dio media vuelta y, sonriendo al ver la figura de su amigo, esperó hasta que éste lo alcanzara. Los últimos tres meses no sólo le habían traído un poco de paz después de la terrible experiencia que había vivido en Rosings, sino que habían producido cambios significativos en su amistad con Bingley, y estaba convencido que también en la propia personalidad de su amigo. El hombre que ahora avanzaba decididamente hacia él no era el mismo de hacía un año y ni siquiera de tres meses atrás. Había más confianza en su porte y más seguridad en su manera de actuar.


—¡Bingley! —Darcy sonrió al ver la mirada de reproche que su amigo le lanzó abiertamente—. Te ruego que me perdones por salir sin despedirme, pero realmente tengo que marcharme para no llegar a Pemberley muy tarde.


—No tienes que darme explicaciones. —Bingley estrechó su mano y lo acompañó hasta donde lo estaba esperando el caballo—. Ha sido tan inesperado… sólo desearía poder acompañarte. —Se volvió a mirar el camino y, frunciendo el ceño, miró de nuevo a Darcy y le preguntó—: ¿Será prudente que vayas solo?


—Espero alcanzar dentro de una hora los vehículos que llevan el equipaje y ahí sacaré a Trafalgar. Los dos podremos atravesar los montes de Derbyshire pasando relativamente inadvertidos. —Darcy le dio una palmadita a la pistola que llevaba en la alforja—. Y en caso de que quieran asaltarnos, no estamos desprotegidos.


—Bueno, en ese caso, no te detendré más, excepto para desearte buen viaje y prometerte llevar a la señorita Darcy y a todos mis familiares hasta tu puerta mañana. —Bingley sonrió y volvió a estrechar la mano del caballero con solemnidad—. Cuídate, Darcy.


—Y tú, amigo mío —respondió Darcy, montando en el caballo—. ¡Hasta mañana!


El animal no era Nelson sino un caballo menos impetuoso, que había sido enviado diligentemente desde Pemberley por el administrador de Darcy. No obstante, el corcel tenía carácter, y la distancia entre la posada y los carruajes que llevaban el equipaje fue cubierta en menos tiempo del que Darcy había calculado. Aun así, oyó el desafiante ladrido de Trafalgar, que alternaba con un aullido de súplica, incluso antes de haber avistado los vehículos. Tras ser liberado y dejado al lado de su amo, el sabueso primero se estremeció desde el hocico hasta la cola con una evidente sensación de alegría, y luego, con igual entusiasmo, se revolcó en el polvo del camino, corrió en círculos alrededor del caballo de Darcy, trató de saltar y arañó frenéticamente la bota de su amo.


—¡Abajo, monstruo! —rugió Darcy, tras hacer una mueca al ver la profunda marca que había dejado el animal en su bota derecha. A Fletcher no le iba a gustar nada aquello. El sabueso se sentó obedientemente, pero su cola, que no dejaba de moverse, arruinó el tremendo esfuerzo que había hecho por obedecer. Después de hacerle una señal al encargado de Trafalgar; Darcy arreó su caballo, al tiempo que gritaba «¡Vamos!». Trafalgar salió corriendo, dio una vuelta, repitió la maniobra y finalmente adoptó un trotecito a la retaguardia, con una felicidad tan plena que Darcy no pudo evitar reírse y maravillarse de lo bueno que era estar exactamente donde estaba.


Ahora que iba acompañado por el perro, Darcy disminuyó el paso hasta adoptar un ritmo constante y agradable, que calculó que lo llevaría a casa hacia el final de la mañana. ¡Pemberley! Por un lado estaba impaciente por llegar, por quitarse de encima el polvo del viaje y respirar el aire pacífico y familiar de su amada casa. Incluso sentía una agradable expectación ante la idea de poner en marcha la solución a esos problemas sobre los cuales le había informado su administrador y sumirse en la rutina de las obligaciones que le imponían sus tierras en esa época del año. Por otro lado, sentía que aquellas tres horas de soledad, sin tener que atender ningún deber u obligación que lo distrajera, aquel tiempo de reflexión y consideración era esencial para su bienestar y su futuro. Allí, en aquel camino a través de Derbyshire, ante Dios y cualquier hombre con el que pudiera cruzarse, no era más que un hombre solo con su caballo, su perro y su conciencia.


Después de los terribles días que habían seguido al asesinato del primer ministro, Darcy había sentido la necesidad urgente de acompañar personalmente a Georgiana hasta la seguridad de Pemberley. Al principio, se extendió un rumor frenético que sugería que todo el país estaba al borde de la rebelión. El desconocimiento de lo que estaba pasando en el campo aconsejaba no arriesgar la seguridad en un viaje, así que habían permanecido en Grosvenor, encerrados en su casa hasta tener algún informe fiable sobre la situación. Cuando se había establecido claramente que el gobierno seguía en pie, Londres había retomado el ritmo de sus asuntos en un tiempo impresionantemente corto. Con la seguridad de que el ataque había sido ideado solamente por John Bellingham, toda la población pareció olvidar el incidente con rapidez y retomar la temporada de eventos sociales en el lugar donde se había quedado, de forma que ya no parecía necesario marcharse de la ciudad. Lady Monmouth había desaparecido y su esposo abandonado no sabía dónde estaba; y aunque ya habían pasado casi tres meses, todavía no tenían noticias de lord Brougham. Darcy sospechaba que su amigo había decidido seguir al «un-poco-menos-honorable» Beverly Trenholme hasta América. Si ése era el caso, pasaría algún tiempo antes de que Dy volviera a aparecer en Londres.


En pocas semanas, Darcy había descubierto que su vida había vuelto a su ritmo normal, pero no a su cauce normal. En el transcurso de esa terrible época desde Hunsford, algo había cambiado en él profundamente. Ya no era el mismo hombre que solía ser. Al mirar hacia atrás, al arrogante pretendiente de la primavera anterior, Darcy se vio a sí mismo como si fuera un extraño. Todo parecía haber sucedido hacía mucho tiempo. ¡Ese hombre que había bajado con tanta seguridad las escaleras de Rosings y había recorrido el camino hasta la aldea con paso confiado le parecía ahora todo un personaje! Desde la perspectiva que le daban aquellos tres meses, Darcy vio cómo ese hombre impecablemente vestido que caminaba hacia la rectoría de Hunsford estaba demasiado seguro de sí mismo, demasiado seguro de que sería recibido y de la respuesta que encontraría. Por un momento volvió a sentir el dolor que le produjo la humillación que le esperaba. En pocos minutos, el mundo de ese extraño quedaría patas arriba y cambiaría para siempre.


Con un sentimiento de gratitud, Darcy podía reconocer ahora que había recibido un extraño y valioso presente. Al pedir la mano de una mujer que no entendía ni era capaz de conocer, había obtenido de ella la oportunidad de verse a sí mismo y de convertirse en un hombre mejor. Y él había cambiado. Sabía que lo había hecho. Ya no era el mismo que había regresado furioso a su alcoba en Rosings. ¿Qué le había sucedido en los meses que habían pasado desde entonces? Darcy no estaba seguro; no tenía una explicación clara, pero el hombre que había abierto las puertas de Rosings, preparado para escribir una carta llena de resentimiento, se le antojaba en aquel momento un extraño, un hombre que había estado caminando dormido durante toda su vida. Pero ahora había despertado.


Algunas cosas, como la relación en términos de igualdad que tenía con Bingley, habían cambiado rápidamente. Aunque tenía que admitir que otros asuntos habían requerido más tiempo. Algunos habían sido dolorosos, pues el sincero inventario de sus ofensas se había convertido en una lista alarmante, mientras que otros habían traído a su vida satisfacciones y propósitos nuevos. El resultado había sido que el mundo se había vuelto un lugar mucho más interesante, lleno de compañeros de viaje cuyas dichas y pesares ya no desdeñaba conocer y cuyos defectos se sentía más inclinado a pasar por alto. Darcy sabía que nunca sería una de esas personas bonachonas que atraen inmediatamente el interés y los buenos deseos de todos los que lo conocen, pero ya nunca más se permitiría permanecer aislado, incluso cuando estuviera entre desconocidos. Él se adaptaría, trataría de sentirse a gusto en lugar de exigir en silencio que lo complacieran. A veces le resultaba difícil, pero una recién adquirida compasión, sumada a la práctica decidida, hizo que fuera más fácil vencer sus reservas. Y esperaba que algún día eso pasara a formar parte de su naturaleza.


¿Naturaleza? Darcy miró a su alrededor en busca de Trafalgar; quien armado con increíbles reservas de energía que lo animaban a olfatear incesantemente, había desaparecido hacía rato. Al oír el silbido de su amo, el sabueso regresó corriendo, con todo el aspecto de ser una madeja de espinos, cardos y ramas.


—Según parece, sería conveniente tomar un descanso —comentó Darcy, al ver al jadeante granujilla que se detuvo a su lado. En realidad, el animal presentaba un aspecto lamentable, pero se debía más a sus propias aventuras entre los arbustos que al ritmo del viaje. Darcy frenó su caballo y desmontó. Enseguida hurgó entre las alforjas y sacó una botella con agua—. Toma, monstruo. —Agitó la botella ante los ojos del animal, pero luego se dio cuenta de que no tenía un recipiente en donde echar el agua. Se quitó el guante, hizo un cuenco con la mano y la acercó a la boca de la botella. Enseguida se agachó y comenzó a verter agua lentamente, mientras el sabueso bebía de su mano sin parar—. Listo, eso es suficiente. —Se enderezó, sacudiéndose el agua que había quedado en la mano—. ¡Yo también tengo sed! —protestó, al oír el patético gemido del perro, y luego se tomó de un largo trago lo que quedaba—. ¡Desagradecido! —acusó a Trafalgar, secándose los labios—. Mira a Séneca que no se ha quejado ni un momento, ¡y eso que ha tenido que llevarme durante muchas millas! —Al oír su nombre, el caballo relinchó y movió la cabeza, pero Trafalgar no le prestó ni la más mínima atención, pues seguía con los ojos fijos en la botella.


Darcy se estiró y se llenó los pulmones con el aire de Derbyshire, feliz por haber dejado atrás el ambiente cargado de hollín de la ciudad y de encontrarse sólo a una hora de su casa. Devolvió la botella vacía a la alforja y luego acarició brevemente la espesa crin de Séneca. El animal se detuvo un momento y levantó la cabeza de la mata de hierba que se estaba comiendo para darle un brusco cabezazo, pero Darcy no supo si fue un gesto de cariño o una manera de apartarlo de la hierba que volvió a mordisquear enseguida. Acariciando vigorosamente el lomo del animal, soltó una carcajada al recordar la rabia intensa y el sentimiento de indignación que había alimentado durante esa primera semana negra en Londres. Parecía la experiencia de otro hombre. El rechazo de Elizabeth le resultaba ahora tan distinto.


Un agudo ladrido le recordó la presencia de su perro. Los luminosos ojos de color café de Trafalgar y su inquieta cola le comunicaron la impaciencia que sentía ante la expectativa de llegar a casa.


—No tardaremos mucho. —El caballero se inclinó y acarició las orejas del animal—. Ya casi hemos llegado. —El perro estaba un poco maltrecho a causa de sus incursiones entre los arbustos, pero lo más probable es que la experiencia le hubiese enseñado muchas cosas. Lo mismo que a él, pensó. Sí, en efecto, tenía una deuda con la señorita Elizabeth Bennet. Al rechazarlo con tantos argumentos, no le había hecho daño; al contrario, le había hecho mucho bien. ¡Qué jovencita tan increíble! La desafortunada carta había sido, en parte, una manera de tratar de obtener un poco de su respeto.


Le dio una última palmada a Trafalgar, antes de volverse a montar en Séneca.


—Sólo nos quedan unas cuantas millas y llegaremos al bosque de Pemberley —informó al sabueso—. ¡El lago está detrás y te aconsejo que no desperdicies la oportunidad! No pareces ni hueles como un caballero, y si tú mismo no te ocupas de tu apariencia, algún mozo del establo lo hará.


Fresco y descansado, Darcy tomó las riendas y arreó al caballo, pues la cercanía de sus propias tierras aumentó la nostalgia de su corazón por estar en casa. Con renovada energía, su caballo atravesó el bosque de Pemberley. El sendero, duro y polvoriento a causa de un verano muy seco, serpenteaba por las onduladas colinas de Derbyshire, antes de entrar en el amplio valle a través del cual se abría paso el Ere, hasta el dique que lo convertía en un estanque sobre el cual se reflejaba la enorme mansión. Impulsado por las ganas de llegar, Darcy había dejado atrás a Trafalgar, así que detuvo a Séneca justo cuando atravesaron los árboles que marcaban el comienzo del valle. Esperaron al tercer miembro del grupo, con la respiración acelerada por el esfuerzo. El caballero aflojó las riendas y se inclinó sobre el cuello del caballo para estirar los músculos de la espalda. Cuando se enderezó, sus ojos se sintieron atraídos por el hermoso valle.


Había visto innumerables veces su casa desde lejos, ya fuera desde esa altura privilegiada o desde algún otro lugar. Sin embargo, no pudo evitar recorrer detenidamente con la mirada todos los detalles de la majestuosa estructura, y tampoco pudo contener la alegría que le provocaba la belleza de los jardines o la belleza natural del río y el bosque. Pemberley. Su casa. Esta vez, no obstante, había algo nuevo en esa parte de él que se inflamaba de dicha ante aquella visión. Miró la mansión, estudiando cada línea, hasta que ese algo encontró un nombre. Gratitud. Notó que el pecho se le llenaba de gratitud por lo que le habían dado. Y por primera vez en su vida fue consciente de que podía ser digno de poseer el gran regalo que le había sido confiado.


Un murmullo procedente de los arbustos que tenía a su espalda lo alertó sobre la llegada del perro y, al verlo desde la altura que le proporcionaba su caballo, Darcy soltó una carcajada. Aunque pareciese increíble, Trafalgar venía en un estado todavía más lamentable; jadeando y con la lengua de fuera, se arrojó a los pies del caballo.


—¡No me eches la culpa! —le dijo al agotado animal—. Tal vez la próxima vez decidas no dar rienda suelta a tu curiosidad y te concentres en lo que estás haciendo. —El rayo de risa canina que pareció proyectar Trafalgar al oír el tono de su amo pareció extinguir la posibilidad de que hubiese aprendido la lección—. Está bien, monstruo. —El caballero soltó otra carcajada—. Entonces, ¿vemos quién llega primero a casa? —Al pronunciar la palabra «casa» se produjo una especie de milagro, seguido por un torbellino de movimiento, y al minuto siguiente Trafalgar se había convertido en una mancha que cruzaba el valle volando—. ¡Arre! —le gritó Darcy a Séneca y, después de espolearlo, aflojó las riendas para que saliera a perseguirlo. Darcy atribuyó el hecho de que caballo y jinete pisaran el patio del establo apenas unos pocos metros detrás de Trafalgar a la pérdida de su sombrero. Forzado a detenerse para recogerlo, Darcy no pudo recuperar el tiempo perdido, y no llegó ni siquiera a un empate con el sabueso. Cuando desmontó, casi aterriza sobre su orgulloso oponente, que jugueteaba entre las patas de Séneca—. ¡Sí, has ganado! —concedió Darcy y, después de soportar con resignación el ladrido triunfal de Trafalgar, fue recompensado con un húmedo premio de consolación por su deportividad.


—¡Bienvenido a casa, señor! —El capataz de los establos de Pemberley le hizo una seña al mozo que lo acompañaba para que tomara las riendas de Séneca.


—Gracias, Morley. Es bueno estar en casa. —Darcy asintió con la cabeza y entregó a Séneca—. Que se refresque bien —le gritó al muchacho que se llevaba al animal.


—¿Un viaje difícil, señor? —Morley observó a su joven subalterno mientras llevaba el caballo al establo.


—No, no ha estado mal. ¿Cómo van las cosas por aquí? —Darcy se quitó los guantes y, tras quitarse el engorroso sombrero, los arrojó adentro y le entregó todo a otro muchacho que acababa de llegar a toda prisa, dirigiéndole una fugaz sonrisa. Morley le indicó al chico que llevara todo a la entrada del servicio de la casa y luego alcanzó a su patrón.


—Muy bien, señor. Todo en orden. Todas las crías están creciendo adecuadamente, señor. No hemos tenido ni una sola enfermedad este año. Creo que estará complacido.


—¡Excelente! Entonces, ¿ningún problema? —Darcy dirigió la mirada hacia algo que estaba detrás del capataz del establo: una yunta de caballos que no reconoció y que estaban siendo retirados de un landó desconocido—. ¿Visitas? —Volvió a fijar los ojos en Morley.


—Turistas, señor, han venido a conocer la casa y los jardines. Nos acaban de avisar de la casa de que tienen intención de recorrer los jardines, y tal vez el parque, cuando terminen, y que debíamos desenganchar los caballos.


Darcy frunció el ceño.


—¡Visitantes! Bueno, entonces tomaré el camino más largo. De todas formas, tenía intención de enviar a Trafalgar al lago. El pobre animal necesita un baño con urgencia. —Miró a su alrededor, pero el sabueso no estaba por ningún lado—. ¿Y ahora adónde ha ido? —Silbó y luego gritó—: ¡Trafalgar! ¡Monstruo! —Un ladrido procedente del lago respondió a su llamada.


—Parece que se le ha adelantado, señor Darcy —dijo Morley riéndose.


—Generalmente siempre lo hace. ¡Que tenga un buen día, Morley! —se despidió Darcy. La respuesta de Morley con los mismos buenos deseos lo siguió mientras se encaminaba en busca del sabueso, tanto para estirar los músculos un poco rígidos de sus piernas como para asegurarse de que el animal aprovechaba plenamente los beneficios del lago de Pemberley. Mientras caminaba, Darcy aspiró el aroma de las flores frescas que salía de los jardines y sonrió para sus adentros. Había tenido un tiempo estupendo; todavía era temprano y ya estaba en casa. Miró hacia el edificio. No había señales de los visitantes, cuya intromisión formaba parte de la rutina y las obligaciones de una gran mansión. ¡Bien! Se apresuró a llegar al lago y encontró al perro paseándose nerviosamente por el borde, mirando con angustia por encima del hombro, esperando a que apareciera su amo.


—Aquí estoy, monstruo, pero no tenías que haber esperado. ¡Vamos! —lo instó Darcy. Trafalgar se sentó y gimió—. ¡Anda, échate al agua! —ordenó. El perro lo miró, confundido—. ¡Lánzate! —El caballero señaló el agua, pero el animal parecía no entender su significado. Hummm. —Darcy lo miró fijamente, tratando de descubrir si realmente estaba confundido o sólo estaba oponiendo resistencia. Con astucia, Trafalgar esquivó la mirada de su amo y torció la cabeza hacia el lago y los jardines—. Así que ésas tenemos. —El caballero miró a su alrededor, tomó una rama seca y la partió en dos con la rodilla; luego regresó al borde del lago y vio que había conseguido atraer la atención del sabueso. Se miraron en silencio, pendiente uno de cualquier cambio del otro. De repente, con un rápido movimiento del brazo, Darcy lanzó la rama al centro del lago—. ¡Tráela! —Sin la menor vacilación, el perro saltó al agua y nadó con decisión en busca de su premio.


El caballero rodeó el lago por la orilla, riéndose y animando al perro mientras nadaba, y se volvió a encontrar con él al otro lado, teniendo cuidado de aparecer una vez que Trafalgar hubo salido y se hubo sacudido la mayor parte del agua.


—¡Buen chico! —Darcy agarró la rama de las mandíbulas del sabueso—. Ahora, vamos a la casa. —Después de lanzarle una última mirada a su premio, el animal salió corriendo hacia uno de los jardines, dejando atrás a su amo. Darcy tiró la rama al suelo y se volvió a mirar hacia la mansión. ¡Su casa! La agradable sensación de gratitud que había experimentado hacía un rato regresó, reconfortando su corazón. Volvió a tomar el sendero que comunicaba con las caballerizas, decidido a atravesar el jardín de la parte de abajo y así evitar el vestíbulo, porque no estaba en condiciones de saludar a ningún desconocido después del viaje, y a pesar de que la sensación de euforia permaneció intacta, no había avanzado mucho cuando comenzó a sentir las consecuencias del esfuerzo de la mañana. Le dio un tirón a la corbata para aflojarla, pues sentía el cuello bañado en sudor. Ya se había desabrochado la chaqueta y no tenía deseos de volvérsela a abrochar. Iba sin sombrero y sin guantes, pues los había enviado a la casa, y podía notar el polvo y la tierra adheridos a su ropa rozando su piel. Su cara… Darcy se detuvo para tocarse los ojos y la mandíbula. No, ¡no estaba en condiciones!


Dejó caer la mano y se dirigió a una bifurcación que había en el seto y que marcaba el límite con el prado del jardín inferior, pero se detuvo en seco. ¡Los visitantes! Darcy vaciló al ver a los tres desconocidos que, por fortuna, le daban la espalda mientras observaban la fachada de la mansión, acompañados por el viejo Simon. Se reprochó por la torpeza de haber calculado mal el tiempo, pues los visitantes ya estaban en los jardines. Quizá pudiera volver sigilosamente por el mismo camino por el que había venido. Pero tan pronto dio un paso atrás, una de las damas dio media vuelta y posó sus ojos enseguida sobre él. La luz de aquellos ojos sacudió a Darcy como un rayo. ¡Elizabeth! Dios santo, ¿Elizabeth? El caballero sintió que cada uno de los nervios de su cuerpo se ponía alerta, aunque parecía incapaz de lograr que se movieran. ¡Elizabeth… allí! Aquella imagen lo estremeció, pero su mente se negaba a aceptar semejante coincidencia. ¿Cómo era posible? Pero tenía que ser posible porque allí estaba ella, a no más de veinte metros, con sus adorables ojos abiertos a causa de la sorpresa, antes de volverse con las mejillas encendidas por el rubor. Darcy también sintió un calor que subía a su rostro, mientras buscaba una señal, alguna indicación sobre cómo debería aproximarse a ella. Pero no recibió ninguna y la joven permaneció como una hermosa representación de la confusión. Lo único que el caballero pudo pensar fue que debía rescatarla de aquella situación y ser él quien diera el primer paso. Intentando salir de su estupor, se acercó.


—Señorita Elizabeth Bennet. —Darcy le hizo una reverencia lenta y respetuosa. Apenas pudo oír la respuesta y, al levantarse, descubrió que Elizabeth estaba todavía más colorada y que miraba a todas partes menos a él—. Por favor, permítame que le dé la bienvenida a Pemberley, señorita Elizabeth. —Elizabeth le dio las gracias con voz casi inaudible. Era evidente que se sentía bastante incómoda. Debía tratar de tranquilizarla de alguna manera—. No tenía ni idea de que planeara usted una visita a Derbyshire —se arriesgó a decir. Ella no contestó—. ¿Llevan usted y sus acompañantes mucho tiempo viajando?


—Salimos de Longbourn hace poco más de dos semanas, señor —respondió Elizabeth con voz fuerte, pero ligeramente temblorosa todavía en medio del aire del verano.


—Ah… ¿y su familia se encuentra bien? ¿O se encontraba bien cuando los dejó? —se corrigió Darcy—. ¿Sus hermanas? ¿Ha tenido usted alguna noticia? —Se reprochó mentalmente la confusión y la torpeza de sus frases.


—Sí y no, señor Darcy. —Elizabeth se mordió el labio inferior—. Sí, estaban bien cuando partí, pero no, todavía no he tenido ninguna noticia de ellos.


—Ah, ya veo… Y su viaje, ¿ha sido placentero? —insistió Darcy—. Parece que el tiempo ha sido muy favorable. ¿No le parece? —Elizabeth sonrió brevemente al oír eso, mostrándose de acuerdo en que los días habían sido muy agradables—. Sí, eso me ha parecido —afirmó—, aunque sólo he estado viajando los últimos tres días. ¿Cuánto tiempo lleva usted de viaje?


—Dos semanas, señor.


—Ah, sí, ya me lo había dicho. Dos semanas. ¿Se va a quedar mucho tiempo en Derbyshire? ¿Dónde se hospedan? —¡Por Dios, ésa era una pregunta verdaderamente estúpida!


—En la posada Green Man, en Lambton, señor.


—Ah, sí, Green Man. Garston, el propietario, la regenta muy bien. Pero tenga cuidado con todos sus nietos —respondió Darcy—, en especial cuando él descubra que usted ha estado en Pemberley. Multiplicará sus atenciones. ¿Mencionó usted cuánto tiempo se quedará en la comarca?


—No, no lo he hecho. —Elizabeth miró a lo lejos con nerviosismo, en dirección a sus acompañantes—. Estoy a disposición de las personas que me acompañan. Y todavía no hemos decidido cuándo nos marcharemos.


—Entiendo. —Darcy hizo una pausa. ¿Qué más podía decir?—. ¿Y sus padres? ¿Están bien de salud?


Al oír eso, Elizabeth sonrió abiertamente e incluso lo miró a la cara. La brisa jugueteó con los rizos que rodeaban sus sienes y él no pudo saber si lo que resaltó la hermosura de sus ojos y el resplandor de su rostro fue el color o el estilo del sombrero. ¡Por Dios, era una imagen maravillosa!


—Por lo que sé, sí, señor Darcy. —Fue la contestación de Elizabeth. Él esbozó una sonrisa a modo de respuesta. Ella desvió la mirada. ¿Tendría alguna preocupación que le hizo fruncir el entrecejo? ¿O acaso él había dicho algo malo? Tal vez era su misma presencia, esa apariencia tan descuidada. ¿Acaso no creía en la sinceridad de su recibimiento? ¡Elizabeth nunca debería pensar eso! Si no decía nada más, Darcy debía asegurarle al menos que era bienvenida.


—Es usted bienvenida a Pemberley, señorita Elizabeth, usted y sus acompañantes. —Darcy le hizo una reverencia—. Por favor, dispongan del tiempo que deseen para recorrer el parque y los alrededores. Simon conoce los lugares desde donde se disfruta de la mejor vista y los paseos más agradables. Están ustedes en excelentes manos. Si usted me disculpa, acabo de llegar y debo atender algunos asuntos. —Darcy volvió a inclinarse y esta vez sí pudo oír la despedida de Elizabeth. Pasó junto a ella y avanzó hacia la entrada, mientras la felicidad que sentía en el corazón por tenerla en su casa luchaba con la sensación de vergüenza que le producía la torpeza de su encuentro y, pensó mirando hacia abajo con desaliento, su desaliñado aspecto. ¿Qué pensaría Elizabeth de él? Soltó un gruñido y se apresuró a entrar. ¡Si Fletcher lo hubiese acompañado! Con los cuidados de su ayuda de cámara, podría estar presentable en un cuarto de hora. Pero no había nada que hacer. Subió corriendo las escaleras hasta el vestíbulo, donde sorprendió a la señora Reynolds, que estaba cerrando uno de los salones que se mostraban al público.


—¡Señor Darcy!


—¡Señora Reynolds! He llegado hace poco. —El caballero le dirigió la sonrisa que tan buenos resultados le había dado con ella los últimos veinticuatro años—. ¿Cuánto tiempo tardará en enviarme arriba un poco de agua caliente?


—Quince minutos, señor, a menos que desee usted un baño. —El ama de llaves lo miró con curiosidad.


—No, eso no será necesario. ¡Que sea tibia y en diez minutos, y mándeme a uno de los lacayos para que me ayude a vestir, si es usted tan amable! —ordenó Darcy, dirigiéndose a la escalera. Se detuvo a medio camino y miró otra vez hacia el vestíbulo—. Ah, señora Reynolds, Trafalgar viene conmigo o, mejor dicho, debe de estar en algún lado. Tal vez debería enviar a alguien al jardín a buscarlo.


—Sí, señor. Nos ocuparemos de Trafalgar. —La señora Reynolds miró a Darcy con asombro.


—¡Excelente! ¡Diez minutos, señora Reynolds! —Siguió subiendo las escaleras y poco le faltó para echar a correr por el pasillo hasta su vestidor. Se quitó las prendas cubiertas de polvo del viaje, al mismo tiempo que buscaba entre la ropa perfectamente colgada y ordenada de su armario. ¡Santo Dios! ¿Qué podía ponerse? Nada demasiado imponente. ¿Sería demasiado informal la ropa de caza? ¿Lo consideraría Elizabeth como un insulto? Pasó la mirada por las opciones que tenía ante él—. ¡Fletcher! —resopló en voz alta—. ¿Qué demonios podía…? —Un golpecito en la puerta interrumpió su pregunta—. ¡Entre!


—¡Señor Darcy! ¿Le sucede algo? —El señor Reynolds asomó primero la cabeza y luego, al ver la turbación de su patrón, entró—. Ha pedido un lacayo, señor. ¿El señor Fletcher no está con usted ni está a punto de llegar?


—No, el mensaje de Sherrill me hizo adelantarme y vine a caballo, pero en este momento es muy urgente que atienda a mis invitados.


—¿Invitados, señor? —Reynolds estaba confundido—. Ninguno de sus invitados ha… Ah, se refiere a los visitantes. Pero ellos están fuera en el jardín, señor; usted no tiene por qué molestarse. —En ese momento se escuchó otro golpecito en la puerta.


—¡El agua! —Para sorpresa de Reynolds, Darcy saltó a abrir la puerta—. Entre; eche un poco en la jofaina y ponga el resto allí —le indicó Darcy al corpulento muchacho—. Muy bien; eso es todo. —Darcy volvió a prestarle atención a su asombrado mayordomo—. Es de suma importancia que yo me ocupe de estos visitantes en particular. Si puedo convencerlos de que regresen a la casa, deberán ser tratados con la mayor cortesía. —Una súbita inquietud pareció apoderarse de él—. Confío en que los hayan atendido bien hasta ahora, ¿no es así?


—Sí, señor. La misma señora Reynolds les ha mostrado la casa. La joven dijo que lo conocía —dijo Reynolds.


—Sí, eso es cierto… —Darcy se volvió hacia su armario y se quedó mirando su contenido.


—¿Puedo ayudarle, señor? —Reynolds dio un rápido paso al frente—. Creo que puedo ser tan útil o más que un lacayo.


Sorprendido por ese gesto de amabilidad, Darcy se volvió hacia su mayordomo, al que conocía desde que era pequeño, y vio que Reynolds todavía estaba investido con toda la dignidad de su oficio, pero había una chispa de comprensión en su mirada.


—Sí, por favor, Reynolds. —Darcy hizo un gesto hacia el guardarropa—. Los pantalones de ante hasta la rodilla, creo, el chaleco color bronce y la chaqueta marrón oscuro. Una corbata sencilla, por favor, y una camisa. Las botas con el borde marrón… y ropa interior limpia.


—Muy, bien, señor. Todo estará listo de inmediato. —El anciano echó hacia atrás los hombros ante aquella nueva tarea que tenía por delante.


—Gracias, Reynolds. —Darcy esbozó una sonrisa—. No tardaré.


A pesar de su impaciencia y la sorprendente celeridad de Reynolds con la ropa, transcurrió casi media hora antes de que Darcy bajara las escaleras que llevaban al jardín y saliera al sendero. Mientras terminaba de vestirse, no había dejado de pensar en dónde se encontraría en ese momento Elizabeth en la inmensa extensión del parque. El viejo Simon debía de haberlos llevado por los senderos que normalmente se les mostraban a los visitantes, pero ¿dónde estarían exactamente? Inspeccionó los límites del bosque. Conociendo la energía de Elizabeth, podían estar en cualquier parte, pero Darcy tenía dudas sobre la resistencia de sus acompañantes, que eran personas de cierta edad. Así que limitó su búsqueda. ¡Allí! Un destello de color entre los árboles que rodeaban el sendero que corría paralelo al río le dio una idea del camino que debía seguir. Se dirigió hacia allí y calculó que, a ese paso, tendría al menos un cuarto de hora para prepararse para su encuentro con Elizabeth.


Ya habían tenido una pequeña conversación, pero Darcy no estaba seguro de que hubiera sido del todo satisfactoria. Era muy posible que estuviera yendo al encuentro de una mujer que preferiría que él estuviera en las Antípodas, y no acercándosele para invitarla a su casa. Recordó las emociones que se habían asomado al rostro de la muchacha mientras estaban conversando. Confusión, incomodidad… ambas habían ensombrecido su hermosura, pero no había habido ningún rastro de aversión o de esa fría cortesía que él había temido que marcaría un posible reencuentro. Aunque se recordó que tampoco había habido indicio alguno de que se alegrara de verlo. Bueno, no había nada que hacer. Él no podía mantenerse alejado de ella, no allí, en sus propias tierras, donde tenía la mejor oportunidad de mostrarle a Elizabeth, de expresarle su gratitud por lo que ella había hecho por él. Al pensar en eso, sintió una sensación de plenitud en el corazón y la increíble suerte que representaba el hecho de que ella estuviese visitando Pemberley volvió a apoderarse de él. Siguió avanzando hasta que, al dar la vuelta a un recodo del camino, se encontró con ellos.


Esta vez Elizabeth lo pudo saludar con su habitual compostura. Darcy se estaba levantando de la inclinación que le hizo al saludarla, cuando oyó los epítetos «encantador» y «precioso» aplicados a todo lo que había visto. Esforzándose por mostrar un placer más moderado del que le gustaría, al oír las palabras de la joven, Darcy le dio las gracias. Todos los visitantes solían describir Pemberley con los calificativos de «encantador» y «precioso», pero esos elogios nunca habían sido tan significativos para él. A Elizabeth le parecía que su casa era encantadora y preciosa. Mejor que mejor. Sin embargo, su euforia duró poco, porque tan pronto como el caballero mostró su agradecimiento, ella se sonrojó y se quedó callada. Sin saber a qué se debía el cambio de actitud, él vaciló. Necesitaba hacerla hablar otra vez, intentar establecer una conversación sin incomodidad alguna. ¿Qué podía hacer? ¡Sus acompañantes! ¿Cómo podía haberlos ignorado durante tanto tiempo? Debían pensar que él…


—Señorita Elizabeth, ¿me haría usted el honor de presentarme a sus amigos? —La mirada con que ella respondió a su solicitud fue una curiosa mezcla de sorpresa y risa. Mientras la seguía hasta donde esperaban sus amigos, Darcy se prometió a sí mismo no defraudarla, independientemente de cuáles fueran sus expectativas.


—Tía Gardiner, tío Gardiner, ¿me permitís presentaros al señor Darcy? Señor Darcy, mi tía y mi tío, el señor Edward Gardiner y la señora de Edward Gardiner.


¡Sus tíos! Darcy los miró sorprendido. Debería haberlo adivinado, pero el tranquilo caballero y la dama que tenía ante él no se parecían en lo más mínimo a los otros miembros de la familia que él conocía.


—Es un placer, señor. —Darcy hizo una inclinación.


—El placer es mío, señor —respondió el señor Gardiner—. Llevamos un rato disfrutando de su casa y sus tierras, señor Darcy, y debo decirle en primer lugar que sus sirvientes nos han atendido espléndidamente. Nos hemos sentido mejor acogidos en Pemberley que en cualquier otra mansión de las que hemos visitado durante nuestras vacaciones.


—¡Me alegra oír eso, señor! —Darcy sonrió al notar que el placer que dejaba traslucir la voz del hombre era auténtico—. Nos complace habernos hecho merecedores de semejante cumplido. —Darcy se volvió hacia la dama—. Señora, espero que la visita del parque no haya resultado demasiado agotadora para usted. Es un recorrido bastante largo.


La señora Gardiner le sonrió de manera abierta.


—Le confieso, señor, que estoy un poco cansada, pero rara vez me había sentido tan bien recompensada por el esfuerzo. Pemberley es más hermoso de lo que las palabras pueden describir.


—Gracias, señora. —Darcy hizo otra inclinación—. Si están de acuerdo, por favor, permítanme acompañarlos durante el camino de vuelta, en lugar de Simon. Creo que conozco casi tan bien como él todos estos senderos. —Todos accedieron de inmediato y, tras despedirse del jardinero, que regresó a sus ocupaciones, Darcy se colocó al lado del tío de Elizabeth y empezaron a andar. No necesitó más que unos cuantos minutos para descubrir que el señor Gardiner no sólo era un hombre de una inteligencia y un gusto muy especiales, sino también un aficionado a la pesca. Contento por haber encontrado algo que compartían tan íntimamente, Darcy invitó a su visitante a pescar en el río cuando quisiera e incluso se ofreció a suministrarle aparejos y le aconsejó cuáles eran los mejores lugares para lanzar el anzuelo.


En medio de las historias de pesca de los señores, las damas que iban delante descendieron hasta el río atraídas por la admiración de una curiosa planta acuática. Con una nota de fino humor, el señor Gardiner le recomendó a Darcy que se quedaran en el camino hasta que las damas terminaran su arrebato contemplativo y regresaran. Aunque le habría gustado participar en la corta expedición de Elizabeth, Darcy se quedó con su tío, observando atentamente lo que sucedía para que no ocurriera ningún accidente.


—Querido —dijo la señora Gardiner, dirigiéndose a su esposo, cuando regresaron al sendero—, te ruego que me ofrezcas tu brazo. Me temo que estoy más fatigada de lo que creía.


—Desde luego, querida. —El señor Gardiner avanzó hacia ella rápidamente. Las esperanzas de Darcy aumentaron. Mientras los Gardiner se quedaban un poco rezagados, Darcy se dirigió hacia delante para acompañar a Elizabeth; pero ella acogió esta nueva disposición en medio de un silencio absoluto y el borde de su sombrero se alzó como una especie de barrera entre ellos. Decidido en su empeño, el caballero se preparó para iniciar un nuevo intento.


—Señor Darcy —dijo Elizabeth semioculta por su sombrero—. Parece que su llegada hoy ha sido totalmente inesperada, porque su ama de llaves nos había informado de que usted no llegaría hasta mañana; y antes de salir de Bakewell nos aseguraron que no lo esperaban tan pronto en la zona. De lo contrario, jamás se nos habría ocurrido venir a invadir su privacidad.


—En efecto, ése era mi plan —reconoció Darcy—, pero ayer recibí un mensaje de mi administrador que requería mi presencia cuanto antes, y me adelanté unas cuantas horas al resto del grupo con el que venía. Ellos se reunirán conmigo mañana a primera hora. —Hizo una pausa, mientras se preguntaba cómo recibiría ella aquella información y luego continuó—: Entre ellos hay algunas personas a las que usted conoce y que desearán verla: el señor Bingley y sus hermanas. —Un gesto de asentimiento casi imperceptible le indicó que Elizabeth lo había oído. El caballero miró hacia otro lado, con los labios apretados en señal de desaliento. La conversación se estaba agotando y él no tenía idea de cómo continuar. De hecho, el simple hecho de mencionar a los Bingley podía haberla impulsado a marcharse enseguida de la comarca. ¡Pero ella no podía irse! Al menos no antes de que él le hubiese mostrado que, en efecto, era un hombre distinto de aquel que la había abordado en Hunsford, ni que Georgiana hubiera tenido oportunidad de ver a la persona que tanto había deseado conocer desde que él se la mencionara el pasado otoño. Darcy se aferró a esa idea.


—También hay otra persona en el grupo que tiene un interés particular en conocerla. —Darcy respiró hondo—. ¿Me permitirá usted, o es pedirle demasiado, que le presente a mi hermana mientras están ustedes en Lambton? —Cuando Darcy se inclinó para oír la respuesta de Elizabeth, se encontró con un conjunto de frases titubeantes en las que la joven accedía con gran placer en satisfacer el deseo de la señorita Darcy y que estaría encantada de recibir a la señorita Darcy al día siguiente de su llegada. Cuando Elizabeth terminó, el silencio volvió a descender sobre ellos, pero a él le pareció que era un silencio distinto al que los había acechado antes. Ella estaba complacida, podía notarlo, y estaba contento por ello.


Rápidamente, Elizabeth y Darcy dejaron atrás a sus tíos y se acercaron a la mansión. A medida que se iban aproximando, disminuyeron el paso. Darcy la miró y preguntó:


—Señorita Elizabeth, ¿le apetecería a usted entrar? —El caballero fue recompensado por una fugaz mirada de sus ojos—. Debe de estar deseando tomar algo o descansar, y puede usted esperar dentro a sus tíos con comodidad.


—No, gracias, señor Darcy —respondió Elizabeth—, pero en realidad no estoy cansada. —Hubo otro incómodo silencio. Él la observó con nerviosismo, mientras se preguntaba cómo debería seguir. De repente, Elizabeth comenzó a hablar acerca de las otras mansiones que había visto durante su viaje, y pudieron intercambiar observaciones y opiniones sobre las casas y los jardines de la comarca hasta que llegaron el señor y la señora Gardiner. Darcy volvió a repetir su invitación para que entraran en la casa, pero no tuvo éxito. Se sentían muy halagados, pero había sido un día muy largo y debían regresar a la posada. Enviaron un mozo al patio del establo y en pocos instantes trajeron el landó.


—Señora Gardiner. —Darcy la ayudó a subir el coche con cuidado—. Señorita Elizabeth Bennet. —Se volvió hacia ella y también le ofreció su ayuda, sin preocuparse de que sus familiares notaran la suavidad del tono de su voz o la forma de retener su mano unos instantes más. El caballero retrocedió algunos pasos, pero se quedó mirándolos bastante más tiempo de lo necesario, e incluso entonces avanzó lentamente hacia la puerta. Había hecho un pequeño avance y ella había accedido a recibirlo dentro de dos días. Eso era suficiente.


**************



Más tarde, en la tranquilidad de su estudio, Darcy miraba con insistencia a su alrededor con creciente exasperación. ¿Acaso no había nada que pudiera distraerlo el tiempo suficiente para permitirle a su mente y a su cuerpo volver a adoptar una actitud más racional? ¿Cómo se suponía que iba a ser capaz de enfrentarse al mundo y sus obligaciones, cuando cada parte de él estaba tan pendiente de los acontecimientos de aquella tarde? Una vez que la hermosa mirada de curiosidad que Elizabeth le dirigió desde el landó hubo desaparecido, Darcy se había retirado a su estudio con intención de prepararse para la entrevista con su administrador. Pero cuando la puerta de la estancia se cerró y se encontró a salvo de las miradas indiscretas de la servidumbre, se dio cuenta de que era totalmente incapaz de hacerlo. Ya llevaba quince minutos paseándose de un lado a otro, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera la sorpresa y la dicha de haber descubierto a Elizabeth en Pemberley. Las palabras que habían intercambiado, el tiempo que habían pasado de manera tan íntima, llenaban su mente y su corazón. Abriéndose espacio entre ellos estaba la expectación ante la perspectiva de su próximo encuentro, una cita que le producía una serie de sensaciones perturbadoras en todo su cuerpo. Sólo cuando Reynolds llamó a la puerta para anunciarle la llegada de Sherrill, Darcy se vio obligado a hacer una pausa en la dulce agonía de sus reflexiones para poder pensar en otra cosa.


Las preocupaciones de su administrador hicieron necesario que Darcy volviera a subirse a la silla de montar y lo acompañara para resolver varios casos difíciles entre sus colonos y examinar un obstáculo inesperado en el drenaje de un campo que bordeaba el Ere. Varias horas después, todavía estaban analizando los balances y los cálculos de producción de trigo que tenían extendidos sobre el escritorio de su estudio. Tras hacerle un gesto de asentimiento y dirigirle una sonrisa tranquilizadora, Darcy despidió por fin a su aliviado administrador, para que se fuera a cenar y a poner en práctica las instrucciones que le había dado. Ante las dificultades que había ocasionado su apresurado regreso, Darcy había sugerido soluciones más bien innovadoras, de las que no había sido fácil convencer a Sherrill. Al final, la opinión del caballero había prevalecido, una escena bastante común en el interior de aquellas paredes que habían estado en posesión de la familia Darcy a lo largo de muchas generaciones. Pero cuando miró de nuevo a su alrededor desde su escritorio, los acontecimientos de la tarde volvieron para apoderarse de él, y de repente su silla y su refugio se volvieron extrañamente pequeños para contener todo lo que ahora palpitaba en su corazón. Se levantó y respiró profundamente. Tenía que tranquilizarse y, de alguna manera, conseguir integrar el sentido de sí mismo, que había adquirido con tanto sufrimiento, en aquella oportunidad que le había concedido la providencia. Al poco rato, Darcy se encontró abriendo las puertas del invernadero, el Edén de sus padres.


Nada más entrar, lo envolvieron el aroma de la tierra fértil y las flores del verano. Las puertas se cerraron tras él por voluntad propia. En medio de la penumbra del atardecer, todavía pudo distinguir la silla favorita de su madre entre las exóticas plantas y, cerca de ella, el diván donde su padre había pasado sus últimos días, rodeado por el tributo vivo al arte de su esposa y el profundo afecto que sentían el uno por el otro. Darcy levantó la vista para mirar entre las ramas y el emparrado hacia el cielo que estaba cada vez más oscuro, y donde un grupo de estrellas ya comenzaba a ser visible, y respiró la paz que rodeaba aquel lugar. Elizabeth estaba cerca. Darcy se la imaginó sentada en la mesa con sus tíos, sonriendo pero con aire pensativo en sus adorables ojos brillantes, mientras revisaba su encuentro en la privacidad de su corazón. ¿Estaría esperanzada al pensar en su próxima entrevista? ¿Se sentiría contenta con el resultado como él se había sentido al principio? Eso sería más de lo que él se merecía. ¿O simplemente se había limitado a ser amable, atrapada como estaba en la propiedad de Darcy?


El caballero suspiró, dirigiéndose hacia el fondo del invernadero. ¡Y Georgiana! Sonrió al pensar en ella. ¡Se pondría tan contenta con la noticia! Recordaba lo mucho que su hermana había lamentado no tener la oportunidad de conocer a Elizabeth. Ella, que tanto añoraba tener una amiga del alma, nunca podría encontrar otra más perfecta. Darcy las observaría con cuidado. Si se entendían bien, como esperaba, ¿qué mejor amiga o confidente podría desear para su hermana?


Llegó a los límites del invernadero y se quedó mirando hacia la oscuridad de los jardines que rodeaban al Edén durante unos instantes, antes de dar media vuelta. Por encima de su cabeza, a través del vidrio, podía ver las paredes pálidas y las ventanas iluminadas de Pemberley, brillando en medio de la noche. Elizabeth estaba cerca, al igual que Georgiana, los recuerdos de sus padres, las responsabilidades que tenía desde la cuna y lo que éstas significaban de verdad, según había descubierto recientemente. Allí, en aquel hermoso lugar, sus padres habían cultivado su alma, impulsándola hacia lo más elevado con renovada gratitud y un sentido de paz. Volvió a cruzar el invernadero, con una sonrisa en el rostro. Sí, Georgiana se iba a sentir realmente feliz. Tanto que, tal vez, no quisiera esperar todo un día para conocer a su nueva amiga. ¡Y él esperaba con fervor que así fuera!


**************


—Señor Darcy, ya han divisado el carruaje. —Darcy levantó la vista de su libro y le dio las gracias al lacayo, antes de insertar el marcador de páginas y dejar el volumen a un lado. Había leído poco y había entendido todavía menos, pues el libro era más una forma de enmascarar las expectativas que tenía en lo relativo al día que acababa de comenzar que un objetivo en sí mismo. Se arregló los puños y el chaleco, se dirigió a la puerta y salió al vestíbulo. La enorme puerta principal estaba abierta y por ella entraba la ligera brisa de verano. Al asomarse, alcanzó a ver su propio landó rodando a toda velocidad por el sendero, seguido de cerca por el de Bingley. Los vehículos levantaron tanto polvo que el aire arrastró un poco hacia la puerta, depositando una capa de arenilla sobre la chaqueta de Darcy, justo cuando salía a dar la bienvenida a sus invitados. Se sacudió suavemente para no arruinar los esfuerzos de Fletcher en dejarlo perfecto aquella mañana y se arregló para saludar a su hermana y sus amigos.


Varios mozos de las caballerizas salieron a detener los caballos, mientras un ejército de lacayos abría portezuelas, bajaba escalerillas y recogía los abrigos, baúles y maletas de los invitados. Tal como Fletcher había predicho al llegar en la diligencia de la servidumbre aquella mañana temprano, el cuñado de Bingley fue el primero en salir, con la cara roja y sudando copiosamente, a causa de una corbata demasiado alta y un fajín demasiado apretado para hacer un viaje. Darcy se mordió el labio al ver la apariencia de Hurst, mientras recordaba mentalmente los mordaces adjetivos con que Fletcher había descrito los talentos del nuevo ayuda de cámara de Hurst. Pero no era precisamente Hurst el que más le interesaba en ese momento, ni nadie relacionado con los Bingley. Deseaba ver a su hermana y ardía en deseos de poder comunicarle los felices acontecimientos de la tarde anterior.


—¡Bingley! ¡Bienvenido! —Darcy le tendió la mano a su amigo.


—¡Darcy! —Charles dejó escapar un suspiro de exasperación cuando estrechó la mano de su amigo—. ¡Gracias a Dios que hemos llegado! No te imaginas lo trabajoso que ha resultado soportar a mi familia durante un viaje de apenas tres horas. —Miró con odio la espalda de su cuñado—. ¡Y el único supuesto aliado resultó ser el peor de todos!


—Tienes toda mi solidaridad. —Darcy le dio una palmadita en el hombro—. Y en tu habitación te espera un vaso de algo que tal vez te ayude a recuperarte.


—¡Maravilloso! —Bingley sonrió y avanzó hacia las escaleras principales.


Luego Darcy se dirigió a Hurst.


—Por favor, entre y permita que Reynolds lo atienda, señor. No tiene usted muy buen aspecto. Señoras —saludó, dirigiéndose a la señorita Bingley y a su hermana y haciendo una inclinación.


—Señor Darcy. —La señorita Bingley le tendió la mano—. ¡Por fin estamos en Pemberley! Me ha dado la sensación de que íbamos a estar viajando eternamente.


Darcy apenas rozó los dedos que la dama le ofrecía.


—Son ustedes bienvenidas. Espero que el viaje…


—¡Tedioso a más no poder! —La señorita Bingley alzó los ojos al cielo—. ¡Pero quién no estaría dispuesto a sufrir más y gustosamente, si al final del camino está Pemberley! —Le lanzó una significativa mirada a Darcy—. ¡Tanta perfección! Sólo respirar el aire de aquí es recompensa suficiente. Tiene usted todo el derecho a sentirse orgulloso de dirigir una propiedad tan hermosa, señor.


—¿Orgulloso, señorita Bingley? —Darcy frunció el entrecejo—. ¡Espero que no! —Luego Darcy sonrió al ver el desconcierto de la dama y señaló la puerta—. Por favor, permitan que la señora Reynolds les muestre sus habitaciones. Deben de estar deseando descansar después de un viaje tan tedioso como el que acaban de tener.


El caballero desvió entonces la mirada de la señorita Bingley y su sonrisa se hizo más amplia cuando Georgiana apareció por fin en la puerta del carruaje. Se dirigió hacia ella con rapidez y la ayudó a bajar él mismo.


—¡Preciosa! —La besó en la frente y, metiendo una de las manos enguantadas de Georgiana debajo de su brazo, se inclinó y susurró—: Estaba esperando tu llegada ansiosamente. ¡Ha sucedido una cosa extraordinaria!


—¿Qué puede haber sucedido? —Georgiana sonrió a su hermano—. Debe de ser una cosa realmente maravillosa a juzgar por tu sonrisa.


—Lo es —susurró Darcy—. Ve a refrescarte un poco y luego ven directamente a mi estudio. Trata de pasar inadvertida. —Darcy levantó la barbilla hacia la señorita Bingley y la señora Hurst y, apremiando a su hermana, añadió—: ¡Anda! —Con una risita de entusiasmo, Georgiana obedeció y cayó enseguida entre los brazos de la señora Reynolds, que la esperaba en la puerta para darle la bienvenida. Luego subió corriendo las escaleras. Satisfecho con la reacción de su hermana, Darcy entró en la casa detrás de ella, pero esperó hasta que todos sus invitados estuviesen arriba para enviar un mensaje a las caballerizas y después se dirigió a su estudio. No tuvo que esperar mucho tiempo. Transcurridos apenas quince minutos, Georgiana estaba sentada en el diván, con tal expresión de excitación en su rostro que Darcy no pudo evitar sonreír.


—¿Sí? —Georgiana lo miró con intriga, pero era tanta la curiosidad y la ilusión de la felicidad que esperaba le produjera la noticia, que él no supo como empezar. En vez de eso, echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada—. ¡Fitzwilliam! —Georgiana le tiró de la mano, como solía hacer cuando era una niña—. ¡Dime qué es!


Darcy se dejó caer en el diván junto a ella y, haciendo un gran esfuerzo para controlar la risa, preguntó con la mayor solemnidad:


—¿Te gustaría conocer a la señorita Elizabeth Bennet?


Su hermana abrió los ojos, incrédula.


—¿La señorita Elizabeth Bennet? ¡Fitzwilliam, estás bromeando!


—¡No, te lo juro! —Darcy volvió a reírse—. ¡Está aquí… en Lambton, o mejor, en la posada Green Man!


—Pero ¿cómo…?


—Está haciendo un viaje por Derbyshire con sus tíos. —Darcy se acomodó junto a su hermana, feliz de poder contarle todo por fin—. Su tía es de Lambton y la señora Gardiner quería visitar los lugares de su infancia. La reputación de Pemberley los trajo hasta aquí y, cuando confirmaron que no estábamos en casa, la señorita Bennet accedió a visitarla. Me encontré con ellos en el jardín ayer, cuando venía de las caballerizas.


—¡Cómo se habrá sentido ella al verte! —murmuró Georgiana con un sentimiento de solidaridad hacia Elizabeth—. ¡Y tú! ¡Ay, hermano!


—Me quedé perplejo, sin duda. —Darcy acarició la mano de su hermana—. Casi no recuerdo qué dije, pero más tarde…


—¿Sí? —preguntó ella. Darcy sonrió con cierta vacilación.


—Creo que lo hice mejor. —Respiró hondo—. Le pedí que me permitiera llevarte para que la conocieras.


—¿En serio, Fitzwilliam? —Georgiana le apretó la mano.


—Sí, querida, de verdad. —Darcy volvió a sonreír—. Y ella me dio su consentimiento.


—¿Cuándo? ¿Cuándo voy a conocerla? —Georgiana estaba tan entusiasmada como Darcy deseaba que estuviera.


—Tenía la esperanza —dijo Darcy, mirándola de reojo— de que accedieras a ir a Lambton enseguida.


—¿Ahora? —preguntó Georgiana desconcertada—. ¡Oh!


—Sé que acabas de llegar —se apresuró a explicar Darcy—, pero hay tan poco tiempo para que puedas conocerla con total… privacidad… —Georgiana miró a Darcy con aire de complicidad—. Veo que me entiendes. Vamos, ¿estarías dispuesta a complacerme a mí y a la señorita Elizabeth Bennet? El cabriolé está en camino. —Darcy podía ver que su hermana tenía dudas, que ante la perspectiva de tener un encuentro tan precipitado, una sombra de timidez había vuelto a cubrir su expresión. Así que tomó las manos de Georgiana y las besó—. ¿Sí, Georgiana? Ella te va a encantar; ¡estoy seguro! No podría desear una amiga mejor para ti.


—Claro, Fitzwilliam. —Georgiana retiró una mano y se la llevó al corazón—. Déjame ir a buscar mi sombrero.


—Pide que alguien te lo traiga —susurró Darcy—. Debemos salir sin que nos vean. —Como todavía estrechaba una mano de Georgiana, se levantó y tiró de ella suavemente para ayudarla a ponerse en pie. Riéndose de alegría, Georgiana comenzó a avanzar detrás de él. Darcy la llevó rápidamente hasta la puerta, apoyó una mano en el pomo y la abrió, pero frenó en seco al encontrarse al otro lado con un sorprendido Charles.


—A ver, ¿qué sucede aquí? —Bingley retrocedió y se quedó mirándolos a los dos, parados en el umbral—. ¿Darcy?


—¡Bingley! —Darcy hizo una pausa. ¿Qué podía hacer?—. Mi hermana y yo tenemos que acudir a una cita urgente en Lambton —añadió, al mismo tiempo que todos se volvían a observar el cabriolé que se detenía en ese instante delante de la puerta.


—¿En Lambton? —Bingley enarcó las cejas—. Acabamos de pasar por Lambton.


—Sí, bueno. —Darcy trató de pensar en algo que pudiera satisfacer la curiosidad de Bingley.


—Vamos a encontrarnos con alguien —explicó Georgiana—. Alguien que está de visita.


Bingley volvió a mirar a Darcy.


—¿En serio? Debe de ser alguien realmente muy importante como para hacer viajar de nuevo a la señorita Darcy, cuando acaba de llegar.


Darcy se quedó callado, con la esperanza de que Bingley no insistiera más, pero podía sentir la incomodidad de Georgiana con el interrogatorio de su amigo. Parecía que no le quedaba otra opción que invitar a Bingley.


—Se trata de la señorita Elizabeth Bennet —reveló Darcy en voz baja, agarrando a Bingley del brazo y empujándolo hacia la puerta—. ¡Shhh! ¡No digas nada!


—¡Pero, Darcy! —protestó Bingley en un susurro, mientras su amigo lo sacaba de la casa—. ¿La señorita Elizabeth?


Darcy ayudó a su hermana a subir al carruaje y le entregó su sombrero, que acababan de traer.


—No, sólo la señorita Elizabeth y sus tíos de Londres. Sé que la señorita Bennet se encuentra bien —dijo Darcy, al ver la expresión de decepción de Bingley—, pero eso es todo lo que te puedo decir.


—No obstante, me habría gustado mucho ver a la señorita Elizabeth —insistió Bingley.


—Y lo harás, muy pronto —le aseguró Darcy—. Sólo quería presentar a Georgiana y la señorita Elizabeth en un ambiente más privado que el de Pemberley, con todos mis invitados. —Darcy le lanzó a su amigo una mirada de complicidad.


—Ah, sin que Caroline y Louisa estén presentes, quieres decir. —Bingley sonrió—. No necesitas dar más explicaciones, amigo mío. Lo comprendo perfectamente. —Luego miró a Georgiana—. Me mantendré alejado hasta que ustedes dos se conozcan. Pero te ruego que le preguntes a la señorita Elizabeth si puedo subir después a saludarla. ¿Lo harás, Darcy? —Bingley volvió a mirar a su amigo, que asintió en señal de aceptación—. ¡Muy bien, entonces! Vamos allá —dijo y luego añadió con expresión de felicidad—: ¡Sensacional!


El viaje de seis millas hasta Lambton transcurrió en medio del silencio, aunque cada uno de los ocupantes del vehículo tenía sus propias razones para estar callado. Mientras Georgiana se contemplaba las manos sobre el regazo y observaba el paisaje, Darcy se imaginaba que se estaba preparando para aquella inesperada entrevista, en la cual ella sabía que su hermano había depositado muchas esperanzas. En cuanto a él, se había dejado llevar por la rápida sucesión de los acontecimientos de la mañana, pero a medida que avanzaba hacia Lambton y Elizabeth estaba más cerca, comenzó a sentir una cierta inquietud en el pecho. Había vuelto a tener dudas acerca de que Elizabeth realmente quisiera conocer a su hermana, y esta vez esas dudas venían acompañadas de la perturbadora certeza de que no la habían avisado de que se dirigían a verla. Seguramente ella no se iba a mostrar agradecida ante aquel impulso que sólo podía considerarse como otro ejemplo de un comportamiento insufriblemente autoritario. ¿Acaso había vuelto a equivocarse y había sacado demasiadas conclusiones a partir de su conversación y sus miradas? Estaba seguro de que Elizabeth sería amable con Georgiana. E incluso podría recibir a Bingley con agrado. Pero ¿se comportaría de una forma fría y distante con él?


Como solía suceder, la noticia de que se aproximaba un coche que venía de Pemberley se extendió por Lambton antes de que el vehículo llegara. Darcy estaba casi dispuesto a jurar que tanto Matling, de Black's Head, como Garston, de Green Man, le pagaban a algún chico para que mantuviera una vigilancia permanente, porque cuando entraron en el pueblo los dos se encontraban delante de sus respectivos establecimientos, decididos a ganarle la partida al otro en su competencia personal por atraer la atención del señor más importante de la comarca. En consecuencia, el hecho de que el cabriolé se detuviera en el pueblo delante de Green Man constituyó un gran triunfo para el uno y una gran derrota para el otro. En unos segundos, los numerosos nietos de Garston formaron una guardia de honor desde la escalerilla del carruaje hasta la puerta de la posada, donde el propio Garston los esperaba, casi resplandeciendo de orgullo.


—Esperaré en la taberna —dijo Bingley, mientras se despedía de Darcy y Georgiana, que se preparaban para seguir al posadero escaleras arriba—. Pero, por favor, no te olvides de mí, Darcy.


Darcy agarró a Georgiana del codo para ayudarla a subir las estrechas escaleras de la posada, cuando sintió que ella se resistía a avanzar. Deteniéndose, la miró y le dijo:


—¿Georgiana?


—Siento mucho ser tan tonta, Fitzwilliam, pero tengo tantos deseos de causarle una buena impresión… —explicó, lanzándole una mirada casi de desesperación.


—¡Lo harás! Ella quedará encantada; no temas —le aseguró su hermano con firmeza—. Tú le caerás mucho mejor que yo —añadió con ironía—, ¡te lo prometo! —Georgiana sacudió la cabeza, pero esbozó una sonrisa al oír el comentario de Darcy y fue ella quien dio el primer paso. Segundos después, oyeron que alguien daba un golpecito en una puerta en el piso superior y que el posadero anunciaba que tenían visitas. Aunque su hermana parecía haberse convencido de la seguridad que él había expresado, Darcy sintió que la inquietud que le invadía crecía a cada paso que daba hacia Elizabeth. La puerta se abrió.


—El señor Darcy y la señorita Darcy —proclamó Garston y luego se hizo a un lado para dejar pasar a sus ilustres visitantes ante la presencia de unos huéspedes que, en su estimación, habían ganado una importancia sin precedentes.


Darcy oyó que Georgiana tomaba aire y luego… allí estaba Elizabeth. Tragó saliva con nerviosismo mientras cruzaba el umbral, sin poder quitarle los ojos de encima. La sonrisa de la muchacha, aunque un poco vacilante, estaba matizada por el vivo interés que mostró su mirada, mientras el señor Gardiner se adelantaba a saludarlos.


—Señor Darcy, sea usted bienvenido, señor. —El tío de Elizabeth se inclinó, mientras su esposa y su sobrina hacían sus respectivas reverencias. La actitud serena del hombre y su tono afable hizo que Darcy se tranquilizara un poco. Él y Georgiana entraron en la estancia.


—Señor Gardiner, señoras. —Impulsado por la costumbre, Darcy se inclinó para hacer su reverencia—. Por favor permítanme disculparme por esta intromisión, señor. Hemos venido sin anunciarnos y un día antes de lo previsto.


—No importa, señor —dijo el señor Gardiner, quitándole importancia al asunto—. ¿Acaso nosotros no llegamos a su puerta de manera inesperada? Por favor, permítanos darle la bienvenida a usted y su acompañante.


Aunque las circunstancias no eran comparables, Darcy inclinó la cabeza y, después de lanzarle una mirada a Elizabeth, respondió con una sonrisa.


—Es usted muy amable, señor. Señor Gardiner, señora Gardiner, señorita Elizabeth Bennet, por favor permítanme el placer de presentarles a mi hermana, la señorita Georgiana Darcy. —Retrocedió un poco para colocarse detrás de Georgiana mientras ella hacía su reverencia. El señor y la señora Gardiner respondieron con toda la amabilidad que se podía esperar, pero lo que más le preocupaba era la reacción de Elizabeth. Parecía encontrarse en un estado que oscilaba entre la inseguridad y la curiosidad, esperando que sus parientes aceptaran la presentación. Luego, por fin, dio un paso al frente.


Aunque había intentado protegerse con una coraza de acero, Darcy no pudo evitar que su corazón palpitara apresuradamente al ver cómo se encontraban por primera vez en la vida las dos personas que más quería en el mundo. Georgiana hizo una reverencia y le sonrió con timidez a Elizabeth.


—Señorita Elizabeth Bennet.


—Señorita Darcy, estoy encantada de conocerla. —Elizabeth contestó al saludo con una sonrisa y una voz cálidas, que tranquilizaron el corazón de Darcy. Georgiana sonrió de manera más franca y su hermano pudo soltar el aire que había estado conteniendo.


—Lo mismo digo, señorita Bennet. Es usted muy amable al disculpar nuestro apresuramiento en venir a verla.


—Por favor no piense más en eso, señorita Darcy —declaró Elizabeth—. De verdad, estamos muy contentos con la visita. Pero usted acaba de llegar. —Georgiana miró a su hermano a los ojos, al oír el comentario de Elizabeth; luego Elizabeth hizo lo mismo.


—No ha sido un viaje largo —replicó Georgiana, reclamando la atención de Elizabeth.


—¿Ah, no? —Elizabeth enarcó una ceja de manera provocativa—. Pero, claro, una vez me dijeron que cincuenta millas eran «poca distancia». Tal vez usted sea de la misma opinión que su hermano en estos temas. —Darcy sonrió al oírla citando sus palabras. ¡Ah, cuánto había extrañado el ingenio de Elizabeth!


—¡Cincuenta millas! ¡Para mi hermano eso realmente es poco! —respondió Georgiana con seriedad—. Pero en general yo no diría que es una distancia corta.


—La señorita Elizabeth está bromeando —intervino Darcy—. Te está repitiendo algo que yo le dije hace algunos meses. Sin embargo, señor Gardiner —dijo, dirigiéndose al tío de Elizabeth—, ¿no diría usted que un buen carruaje y un camino en buen estado pueden hacer que cincuenta millas no sean más que una distancia corta?


—Una insignificancia, señor —coincidió el señor Gardiner, pero le lanzó a su sobrina una mirada divertida, ante lo cual todos rieron.


—Entonces somos de la misma opinión tanto en esto como en nuestra afición a la pesca. Y, a propósito, espero que usted acepte ir a pescar mañana, pues hay ahora en Pemberley varios caballeros que comparten nuestra pasión. Con seguridad iremos a pescar por la mañana. —La invitación fue aceptada de inmediato y con tanta gracia que Darcy se sintió motivado a pensar que el hombre era todavía más agradable de lo que le había parecido hasta aquel momento, despertando sus ansias de tener una excursión realmente placentera. Sabía que a Bingley y a Hurst les gustaba pescar, pero Darcy podía percibir que el señor Gardiner era un verdadero apasionado de este deporte. Al pensar en Bingley, Darcy recordó su promesa y, excusándose un momento, se acercó a la puerta y le dio instrucciones al criado que esperaba afuera para que hiciera subir al joven que esperaba abajo.


Al dar media vuelta, Darcy se alegró de ver a Elizabeth y Georgiana en medio de una animada conversación. Elizabeth había tomado las riendas, pero con la delicadeza que trataba a su hermana obtenía respuestas que iban más allá de los buenos modales. La conocía lo bastante bien como para estar seguro de que el vivo interés que manifestaba su actitud y el suave estímulo que reflejaban sus ojos eran auténticos. Habían llegado al tema de la música, según parecía, y Georgiana comenzó a florecer bajo la mirada de Elizabeth, mientras cada una expresaba admiración por los reconocidos talentos de la otra. Luego Georgiana se rió, y aunque Darcy no pudo saber el motivo de esa reacción, al verlas conversar juntas sintió que, dentro de él, surgía un sentimiento nuevo. Hasta aquel instante no había sabido apreciar ni amar a Elizabeth como era debido. Lo que nacía ahora en su pecho no se parecía en nada a sus petulantes deseos de antaño. En vez de eso, Darcy sentía una alegría tan intensa que se sentía impulsado a servir a Elizabeth de cualquier manera que ella quisiera, a construir para ella ese lugar donde su talento y sus virtudes pudieran expresarse totalmente. ¡Ordéname!, susurró su corazón. ¡Ponme a prueba!


Cuando Bingley llamó a la puerta, Darcy recordó sus modales y, tan pronto como entró su amigo, lo presentó también a los Gardiner. Luego siguió una media hora tan agradable para todo el grupo, en medio de una conversación tan fluida, que Darcy tuvo la certeza de que los Gardiner no tendrían objeciones para aceptar una invitación a cenar en Pemberley. Volvió a mirar a Elizabeth. Aunque habían hablado poco, ella no había evitado su mirada. Darcy sintió una cierta incomodidad —¿o sería nerviosismo?— en su actitud hacia él. La joven no había tratado de atraer su atención y había centrado todos sus esfuerzos en Georgiana; sin embargo, de vez en cuando posaba sus ojos en él con una expresión que no podía interpretar. No, las pistas que ella le había dado ese día no eran suficientes para descubrir qué pensaba acerca de su reencuentro. Si Darcy quería descubrirlo antes de que su preciosa y breve estancia en Lambton llegara a su fin, debería propiciar más oportunidades.


—Georgiana. —Darcy apartó suavemente a su hermana de los demás—. ¿Te gustaría que los invitáramos a cenar?


—¡Ay, sí, Fitzwilliam! —exclamó ella y se inclinó hacia él—. ¡La señorita Elizabeth Bennet es maravillosa! Ansío oírla tocar y cantar y… ¡y es tan amable!


Darcy sonrió al ver la expresión jubilosa en el rostro de Georgiana.


—Entonces, haz los honores, querida. ¡Invítalos!


—¿Yo? —Georgiana frunció el ceño.


—Tú eres la señora de Pemberley y ellos no parecen una gente tan horrible como para rechazar tu invitación —dijo Darcy en tono de broma—. Pasado mañana. —Le apretó el hombro para darle ánimos—. ¡Vamos! —susurró.


Con la respiración un poco agitada, Georgiana dijo:


—Señor Gardiner, señora Gardiner, señorita Elizabeth Bennet. —Esperó un momento, temblando un poco, mientras todos se volvían para escucharla—. Mi hermano y yo nos sentiríamos muy honrados si ustedes aceptaran cenar con nosotros en Pemberley. ¿Les resultaría conveniente pasado mañana? —Darcy miró a Elizabeth para calibrar su reacción, pero tan pronto adivinó el propósito de las palabras de Georgiana, la muchacha volvió la cara; ni siquiera su tía pudo ver su expresión. ¿Ésa era, entonces, su respuesta? pensó Darcy. Pero luego volvió a mirar a la señora Gardiner, que tenía una curiosa sonrisa. ¿Acaso sabía algo? ¿Sería la confidente de Elizabeth? Darcy observó cómo la señora miraba a los ojos a su marido y parecían ponerse de acuerdo.


—Señorita Darcy, señor Darcy. —La señora Gardiner dio un paso al frente e hizo una reverencia—. Nos complace mucho aceptar su invitación a cenar en Pemberley.










Darcy movió las riendas y el cabriolé comenzó a avanzar. Tenía que recorrer primero las estrechas calles del pueblo hacia el puente sobre el Ere, pero cuando el caballo adoptó un trotecillo agradable y las ruedas dejaron de estrellarse contra los adoquines, el caballero pudo recrear en su mente los sucesos de la última hora. Todos estaban mucho más contentos al bajar las escaleras de la posada que al subirlas, pensó Darcy. Cuando tomó el brazo de Georgiana para ayudarla a bajar y salir al sol, había sentido lo feliz y tranquila que estaba y, si eso no fuese suficiente, la sonrisa de su rostro había confirmado sus sospechas. En cuanto a él, se había visto obligado a contenerse para mantener una actitud de neutralidad, pues sentía que la sonrisa todavía amenazaba con asomarse a la boca. Tras dirigir el caballo hacia el puente que salía de Lambton, Darcy se sintió más que complacido al notar la mano de su hermana descansando cómodamente en torno a su brazo y el cosquilleo de su respiración contra la mejilla.


—Ay, Fitzwilliam, ¡me ha parecido tan agradable! ¿Crees que…? —Georgiana se detuvo un momento—. ¿Crees que ella piensa lo mismo de mí? Fue tan amable, tan cordial…; parecía utilizar exactamente las palabras adecuadas. Y me escuchó con atención, aunque yo apenas sabía qué decir. Pero luego hablamos de música y sobre la familia y sobre ti… un poquito. —Darcy aguzó el oído al oír esto último, pero no preguntó nada—. Ahí fue más fácil.


—¿Entonces te hace ilusión que vengan a cenar —preguntó Darcy— y no te arrepientes de haberlos invitado?


—¡Claro que no me arrepiento! La señora Gardiner es muy gentil y el señor Gardiner parece un caballero bondadoso y amable, al que sólo una completa tonta le tendría miedo.


Darcy se rió entre dientes al oír el tono de reprimenda con que Georgiana se refería a sus temores de hacía un rato.


—Sí, sólo una completa tonta, eso seguro. —El caballo disminuyó el paso a medida que se preparaba para hacer pasar el carruaje por el punto más alto del arco que formaba el puente. El ruido del río y el golpeteo de los cascos contra los adoquines impidieron que Darcy oyera la respuesta de Georgiana. Ya en el otro lado, miró a su hermana—. Eres consciente de que es posible que la señorita Elizabeth Bennet y la señora Gardiner te devuelvan la visita mañana, ¿verdad? ¿Vas a estar bien? ¿Quieres que regrese pronto de la pesca? —Darcy hizo su oferta con la esperanza de sonar desinteresado, pero en realidad se debatía entre dos deseos igualmente fuertes. Por un lado, debería ausentarse del salón si verdaderamente deseaba apartar del camino cualquier obstáculo que pudiera interferir en la incipiente amistad entre Georgiana y Elizabeth; por otro lado, no era capaz de pensar en cómo iba a hacer para mantenerse alejado, sabiendo que Elizabeth estaba en Pemberley.


—La señorita Bingley y la señora Hurst estarán allí. ¿Acaso no se alegrarán de ver a la señorita Elizabeth?


—Yo no dependería de la alegría de ninguna de esas señoras para que la mañana resultara agradable —respondió Darcy—, pero seguramente la señora Annesley sabrá cómo hacer que tus invitadas se sientan a gusto.


—Claro, la señora Annesley. —Georgiana asintió y luego lo miró de reojo—. Sin embargo, sería estupendo que tú pudieras venir… sólo para estar seguros. ¿Tal vez hacia el final de la visita?


Darcy la miró un instante y luego desvió la mirada. ¿Se trataría de una especie de subterfugio femenino o el resurgimiento de su timidez? Fuese cual fuese, era una puerta abierta que Darcy tendría mucho gusto en cruzar. Tomando las riendas con una sola mano, acarició con la otra los dedos enguantados de su hermana, que estaban enroscados en su brazo.


—Entonces apareceré hacia el final.






****************


El dominio del arte de la pesca que tenía el señor Gardiner era algo digno de ver, pero lo que lo hizo entrar a formar parte del creciente círculo de personas que Darcy respetaba fue, en realidad, su tranquilo y agradable silencio. No era probable que Bingley o Hurst alcanzaran alguna vez la categoría de verdaderos pescadores; las carcajadas de Bingley y los rugidos de Hurst no permitían que ni ellos ni las truchas tuvieran paz para disfrutar de un apacible día. En consecuencia, no pasó mucho tiempo antes de que Darcy y el señor Gardiner se encontraran hombro a hombro, lejos de los lugares a lo largo del Ere que los otros dos caballeros habían elegido para instalarse. Al mirar a Gardiner, Darcy recordó la última excursión de pesca que él y su padre habían hecho a Escocia, durante el verano anterior a su entrada a Cambridge. Aunque en esa época Darcy no igualaba las habilidades de su padre, éste lo había tratado como si así fuera y la tranquila compañía y el buen espíritu de aquella excursión eran muy similares a lo que él sentía en ese momento. Si no fuera por la perturbadora idea de que en esos mismos instantes Elizabeth estaba en el salón de Pemberley y la curiosidad que lo asaltaba por saber lo que allí ocurría, Darcy habría estado dispuesto a declarar que aquélla era una manera satisfactoria de pasar la mañana.


—Señor Darcy, permítame agradecerle nuevamente esta invitación —dijo el señor Gardiner en voz baja—. Hace mucho tiempo que no disfrutaba de este placer y nunca creí que, acompañando a dos damas, podría presentárseme una oportunidad semejante. ¡Ha sido providencial!


—El placer es mío, señor —respondió Darcy, sintiéndose feliz al descubrir que realmente lo sentía—. Espero que no pase usted de largo por Pemberley en un futuro viaje por Derbyshire. Si yo no estoy en casa, Sherrill, mi administrador, tendrá mucho gusto en atenderlo.


—Es usted muy amable, señor. —Pasaron diez minutos de silencio antes de que el hombre tosiera y se aclarara la garganta—. Ah, señor Darcy, le ruego que no se sienta obligado a quedarse conmigo todo el tiempo. Estaré feliz de pasar la próxima hora solo, en comunión con la providencia y las truchas, si usted tiene alguna obligación que atender. —El señor Gardiner lo miró con ingenuidad durante un segundo—. Por favor, no permita que lo entretenga.


¿Acaso había sido tan evidente? Al mirar de cerca al hombre, Darcy no pudo detectar ninguna insinuación subrepticia o sospechosa, sólo la serena dicha de estar justamente donde estaba. ¿Otra puerta abierta? Darcy recogió el anzuelo y puso el aparejo al lado de la cesta que compartían.


—Hay algo que le prometí a la señorita Darcy y que debo atender antes de que sus invitadas se vayan —explicó. La excusa le sonó bastante pobre e insustancial, pero el señor Gardiner asintió con sabiduría, como si la explicación tuviera toda la apariencia de una razón de peso—. Si usted tiene la bondad de disculparme, me ocuparé de ello enseguida. —El señor Gardiner se despidió y, respirando hondo, Darcy se dirigió a la casa, a un paso cada vez más acelerado a medida que se acercaba. Tras obligarse a subir pausadamente las escaleras que hubiese querido saltar de tres en tres, se detuvo sólo lo suficiente para arreglarse el chaleco y la chaqueta, antes de hacerle una seña al lacayo para que abriera la puerta del salón.


Al entrar, todas las conversaciones se detuvieron. Darcy se encontró acechado por la mirada curiosa de muchos ojos femeninos.


—Señoras. —Hizo una inclinación tras saludarlas a todas con una sonrisa cortés—. Espero que disculpen mi intromisión. —Aunque todo su ser estaba pendiente de la presencia de Elizabeth, Darcy se dio cuenta enseguida de que Georgiana estaba un poco tensa. Pudo adivinar rápidamente la fuente de esa tensión, porque la señorita Bingley tenía en su rostro una de las sonrisas más falsas que él había visto jamás. Pero Caroline Bingley era lo que menos le importaba en ese estupendo día, así que pasó de largo, para tomar la mano de Georgiana.


—Vamos, querida —susurró, levantándola del lado de la señora Annesley para llevarla a que se sentara junto a Elizabeth, en uno de los divanes—. Señorita Elizabeth, ¿le ha contado mi hermana acerca del último concierto al que asistimos antes de salir de Londres? —Se detuvo al otro lado de Georgiana y se atrevió a mirar la cara sonriente de Elizabeth. Llevaba puesto un vestido de muselina sencillo, pero que le sentaba muy bien, color amarillo pálido salpicado de delicadas flores que resaltaban toda su belleza. Darcy notó especialmente los rizos de la nuca, que rozaban sus hombros y jugaban de manera encantadora con el encaje del cuello. Le costó un gran trabajo contener el impulso de estirar los dedos y enredarlos en ellos.


—No, no lo ha hecho, señor. —Elizabeth dirigió sus hermosos y sonrientes ojos hacia Georgiana. ¡Por Dios, estaba resplandeciente!—. Por favor, señorita Darcy, debe usted contarme. ¿A qué concierto asistieron?


Georgiana se puso un poco colorada, pero respondió con suficiente soltura y Darcy no podía haber deseado que su hermana recibiera preguntas más amables y exclamaciones más sinceras que las que Elizabeth le hizo para contribuir a la conversación. Darcy podía sentir cómo la tensión de su hermana se iba evaporando a medida que, con la ayuda de Elizabeth o con la de él, la charla iba cambiando de un tema a otro de manera aparentemente natural. En cuanto a Elizabeth, todo parecía indicar que empezaba a sentir un cálido afecto por Georgiana, lo cual hacía que su corazón palpitara de felicidad. No pasó mucho tiempo antes de que Darcy tuviera la satisfacción de asumir sólo el papel de un observador, pues a medida que los intercambios entre las dos se fueron volviendo más animados, él se fue absteniendo de participar, hasta que lo único que tuvo que hacer era contribuir con su sonrisa, que no podía contener.


—Pero, dígame, señorita Eliza. —La voz de la señorita Bingley atravesó el salón de manera imperiosa, suspendiendo toda conversación—. ¿Es verdad que el regimiento del condado de… ya no está en Meryton? Eso debe de haber sido una gran pérdida para su familia.


Darcy se quedó helado, al tiempo que el salón se sumía en un silencio cargado de desconcierto. ¿Qué demonio se había apoderado de la lengua de aquella mujer para atreverse a traer el recuerdo de Wickham a su casa? ¿Cuál podía ser su propósito? ¡Era imposible que Caroline Bingley supiera nada sobre lo que Wickham le había hecho a Georgiana! ¡No, de eso estaba seguro! Darcy miró a Elizabeth, que se había quedado muy quieta al oír su nombre. Sí, a quien quería difamar la señorita Bingley con ese ataque tan abominable era a Elizabeth. Sintió que le hervía la sangre de rabia, pero aun así temía más por su hermana. Al mirar las pálidas mejillas de Georgiana y sus grandes ojos, Darcy vio que el daño estaba hecho, porque al notar su mirada, ella bajó rápidamente la cabeza y apartó la cara, al mismo tiempo que desaparecía de sus ojos toda la animación de hacía un instante. Cada vez más sonrojado por la rabia y la impotencia, el caballero buscó los ojos de Elizabeth. «Está contigo», trató de decirle, a través de la intensidad de su mirada. La señorita Bingley no debía indagar más.


Darcy vio pasar junto a él una chispa de ese gélido resplandor que había precedido a tantos de sus enfrentamientos verbales en el pasado y, con la más enigmática de las sonrisas, Elizabeth levantó la barbilla y respondió airosamente:


—Sí, es cierto; se han trasladado a Brighton, señorita Bingley. Algo indispensable para la milicia y afortunado para aquellos que fuimos relevados de la necesitad de atenderlos.


Darcy no quiso volverse a ver la reacción de la señorita Bingley, para no arriesgarse a que ella percibiera la expresión de gratitud y alivio que sintió asomarse a su rostro. En lugar de eso, se entregó al placer de observar la satisfacción que se había apoderado de los ojos de Elizabeth por el éxito de su contraataque, mientras se preguntaba de qué forma podría agradecerle aquella deferencia. Antes de que pudiera llegar a ninguna conclusión, Elizabeth se inclinó hacía Georgiana y le rozó suavemente la mano. Darcy contuvo el aliento, maravillado al ver la preocupación de Elizabeth por su hermana. En ese momento, ella levantó la cara para mirarlo. No necesitaba ninguna palabra de gratitud, le dijeron los ojos de la muchacha. Elizabeth sabía lo que él sentía acerca de ese asunto y no iba a defraudar la confianza que había depositado en ella.


Con el corazón henchido de emoción, Darcy se sentó frente a ellas y se dirigió directamente a Elizabeth, eligiendo cuidadosamente el tema para complacer a las dos damas.


—Debo decirle, señorita Bennet, que su tío es un verdadero discípulo del señor Walton y posee una excelente habilidad para la pesca. Lo dejé muy animado, al acecho de mis truchas.


—¿En serio? —Elizabeth le correspondió con una sonrisa, y su delicado aroma a lavanda inundó los sentidos de Darcy—. A menudo habla de cómo sus ocupaciones le impiden dedicarle tiempo a lo que alguna vez fue, antes de casarse, una pasión de proporciones considerables. Me alegra que haya tenido la oportunidad de disfrutar de un día de pesca, en especial después de lo bondadoso que ha sido al ponerse a las órdenes de dos mujeres exigentes durante todas sus vacaciones. Le agradezco mucho esta invitación.


—Encantado —logró contestar Darcy y luego tuvo que hacer un esfuerzo para desviar la mirada de ella y dirigirla a Georgiana. Ella permanecía callada, todavía incapaz de recobrarse y participar en una conversación incluso tan trivial como ésa. La pausa que hizo Darcy pareció decidir a Elizabeth, que se levantó de inmediato.


—Me temo que debemos irnos, señor.


Darcy se puso en pie inmediatamente también, con su mente bullendo con miles de razones y propuestas para detenerla; pero trató de contenerse. La señora Gardiner se acercó a su sobrina y dio las gracias por aquella bienvenida y la invitación a su esposo. Darcy hizo una inclinación a modo de respuesta.


—La pericia de su esposo no ha disminuido, señora. Ha sido un auténtico privilegio observarlo. Si usted y la señorita Elizabeth Bennet tienen que marcharse —continuó diciendo—, por favor permítanme acompañarlas al carruaje. —Desde luego, ellas no podían rechazar semejante ofrecimiento y con sonrisas y expresiones de agradecimiento le permitieron escoltarlas hasta la puerta, después de despedirse de su hermana y las otras damas.


Parado en el vestíbulo, Darcy miró a Elizabeth, deleitándose con su espléndido cabello, y se vio asaltado por tantas emociones que apenas pudo distinguirlas, excepto una, que percibió con total claridad. Él la amaba. Era tan sencillo y tan complicado como eso. La sencillez radicaba en la naturaleza de su amor, porque estaba centrado en Elizabeth más que en él mismo o en sus deseos, y surgía del profundo deseo de ser la persona que pudiera gozar del privilegio de cuidarla todos los días de su vida. La complicación radicaba en su interior. Darcy no podía hacer que ella lo amara o disponer que así fuera, como hacía con el resto e las cosas. Sólo podía mostrarle en qué tipo de persona se había convertido y se estaba convirtiendo… y esperar.


Mientras aguardaban a que trajeran el carruaje hasta la entrada, no había tiempo para grandes conversaciones, pero él no quiso desaprovechar ni siquiera aquella pequeña oportunidad.


—La señorita Darcy y yo esperamos con ansiedad su visita de mañana.


—Al igual que nosotras, señor —respondió la señora Gardiner.


Parecía que Elizabeth quería permanecer callada, permitiendo a su tía hacer todos los honores, pero finalmente levantó su rostro y lo miró a los ojos llenos de esperanza, con una sinceridad que lo dejó sin aliento.


—Así es, señor. Por favor, ¿le dirá a la señorita Darcy que nosotras también estamos muy ilusionadas?


—Así lo haré —prometió Darcy, con la esperanza aleteando con fuerza en su corazón. Esperó hasta que el carruaje se detuvo completamente para ayudar a subir a la señora Gardiner y luego se volvió hacia Elizabeth. Esta vez no tuvo que esperar a que ella le diera la mano. Ella se la ofreció gustosa, y tan pronto como su mano se cerró alrededor de los dedos enguantados de Elizabeth, sintió que lo recorría una oleada de felicidad; y como ella dependía de su brazo para ayudarla a subir, le invadió un profundo deseo de protegerla.


—Hasta mañana —se despidió Darcy con voz ronca, a causa de todo lo que estaba sucediendo en su interior, pero Elizabeth alcanzó a oírlo. Le correspondió con una delicada sonrisa, que se mantuvo intacta a medida que el coche se alejaba. Darcy la observó hasta que los árboles del jardín ocultaron el carruaje. Pero incluso en ese momento se sintió reacio a reunirse con las señoras del salón, aunque tenía que volver junto a Georgiana para ver cómo estaba. Entró en la estancia precisamente cuando la señora Hurst estaba diciendo que coincidía con su hermana en cierto asunto, una situación bastante corriente en su relación fraternal, y enseguida fue interpelado por la señorita Bingley a propósito del mismo tema.


—¡Qué mal aspecto tenía Eliza Bennet esta mañana, señor Darcy! Nunca en mi vida había visto a nadie que hubiese cambiado tanto desde el invierno. —La señorita Bingley resopló con incredulidad—. ¡Qué morena y poco refinada se ha puesto! Louisa y yo estábamos diciendo que no la habríamos reconocido.


Darcy sintió que una tremenda aversión hacia Caroline Bingley se apoderaba de él. No sólo sus palabras le resultaban ofensivas, sino también su tono y su actitud. Alguna vez había dicho que ella era «altiva como una duquesa e insensible como una piedra». Pero la verdad es que no sólo no había mejorado lo más mínimo desde entonces sino que, de hecho, se convertía cada vez más en una caricatura de sí misma.


—No he apreciado ningún cambio significativo en ella —respondió Darcy fríamente—, excepto por el hecho de que está más bronceada por el sol. Y eso no resulta extraordinario, después de haber viajado tanto durante el verano.


La señorita Bingley no tenía intención de contener sus comentarios, así que continuó, a pesar del tono de advertencia que habría percibido en la voz de Darcy cualquier mujer más inteligente.


—Por mi parte, debo confesar que nunca me ha parecido guapa. Tiene la cara demasiado delgada, su color es apagado y sus facciones no son nada bonitas. —Darcy hizo rechinar los dientes y apretó la mandíbula, pero la señorita Bingley todavía no había terminado su enumeración—. Su nariz no tiene ningún carácter y no hay nada notable en sus líneas. Tiene unos dientes pasables, pero no son nada fuera de lo común; y en cuanto a sus ojos, que han sido tan alabados a veces —añadió, lanzándole una mirada a Darcy, mientras continuaba, para asombro de éste—, nunca he podido ver que tengan nada extraordinario. Miran de un modo penetrante y severo, que me resulta muy desagradable; y en todo su porte, en fin, hay tanta pretensión y una falta de buen tono que resulta intolerable.


La señorita Bingley dijo esto último cuando Darcy estaba de espaldas, pero luego dio media vuelta y se sentó junto a Georgiana. Su hermana lo miró con asombro, al ver lo que estaba aguantando, y le acarició las manos.


—Recuerdo que la primera vez que la vimos en Hertfordshire nos extrañó que tuviese fama de guapa. —Darcy volvió a apretar la mandíbula. La señorita Bingley había llegado al límite de lo soportable. Sólo la preocupación por el nombre de Elizabeth lo hizo desistir de confirmar las sospechas de Caroline, pidiéndole que se marchara de su casa enseguida—. Y recuerdo especialmente que una noche que habían cenado en Netherfield, usted dijo: ¿Ella una belleza? Antes estaría dispuesto a afirmar que su madre es muy ingeniosa. Pero parece ser que después su opinión sobre ella fue mejorando y creo que la llegó a considerar bonita en una ocasión.


Al oír esta última afirmación, Darcy ya no pudo contenerse más, así que se levantó como impulsado por un resorte y le echó una mirada que habría hecho retroceder a hombres hechos y derechos.


—Sí —respondió Darcy de manera cortante—, pero eso fue cuando empecé a conocerla, porque hace ya muchos meses que considero que es una de las mujeres más hermosas que he visto nunca. —El asombro en el rostro de la señorita Bingley no le produjo ningún placer, como tampoco le gustaban su compañía ni su vanidad. Ya no podía soportarlas, de modo que, con una rápida inclinación, se marchó del salón y su furia lo llevó directamente a la puerta y hacia el río. Con algo de suerte, el señor Gardiner y los aparejos que había dejado antes todavía estarían allí… y seguramente Hurst y Bingley ya se habrían marchado. En este momento en particular, una silenciosa comunión con la naturaleza y el sereno ejemplo del tío de Elizabeth serían la mejor manera de apaciguar su agitado espíritu. Tampoco estaría mal complacer a algunas truchas, pensó.


****************
El señor Gardiner no sólo se quedó el resto de la tarde, sino que las truchas también estuvieron muy colaboradoras y mostraron la suficiente astucia como para representar un desafío, sin dejar de ser lo bastante razonables como para rendirse a lo inevitable, en el momento oportuno. Sólo una frenética cabalgada sobre el lomo de Nelson por un terreno difícil podría haber hecho que Darcy se olvidara totalmente de pensar en el maravilloso hecho de haber tenido ese día el privilegio de contar con la compañía de Elizabeth. Verla en Pemberley, en su casa y en los mismos salones en los que tanto se la había imaginado, era mucho más de lo que él podía esperar después de lo sucedido en Hunsford. Era algo sobre lo que debía reflexionar, y así lo hizo, oscilando entre el placer y la duda, hasta que Georgiana se vio obligada a carraspear varias veces durante la cena, con el fin de rogarle que recordara dónde estaba y tomara conciencia de la presencia de sus invitados.


—Como estaba diciendo —comenzó a decir Bingley otra vez, después de una de tales ocasiones—, el placer de la pesca sigue siéndome esquivo, Darcy.


—Al igual que las condenadas truchas —interrumpió Hurst.


—Bueno, tú has hecho tanto ruido que asustaste a las truchas y éstas se fueron felices a morder el anzuelo de Darcy o Gardiner. —Bingley volvió a dirigirse a su amigo—. A pesar de lo mucho que me gustaría amoldarme a las preferencias del señor Gardiner, espero que nuestra próxima visita al río no sea más exigente que un picnic.


—¡Un picnic! —interrumpió la señora Hurst—. ¡Ay, Caroline! —Se inclinó hacia su hermana—. ¿No te parece que sería estupendo organizar un picnic?


La señorita Bingley enarcó una autoritaria ceja.


—Tal vez —dijo lentamente, buscando la atención de Darcy—. Si usted está de acuerdo, señor, ¿me permitiría relevar a la señorita Darcy de la tarea de organizarlo?


El anfitrión inclinó la cabeza para expresar su aprobación, pero no le ofreció ni siquiera una sonrisa. Había soportado a Caroline Bingley por cortesía a Charles, pero los celos y el insultante desprecio que había mostrado hacia Elizabeth hacían que su presencia le resultara ya totalmente desagradable. Que se mantuviera ocupada dándoles órdenes a sus criados, si eso le producía placer. La experiencia no sería demasiado larga y sus sirvientes podrían tolerarla con buen ánimo, una vez que él se lo pidiera a Reynolds.


—Entonces, mañana —se apresuró a decir la señorita Bingley para aprovechar que Darcy había dado su autorización—. ¡Desayunaremos en el río, al aire libre! ¿Cuántos seremos? Espero que no venga nadie por la mañana, ¿o sí?


—No, nadie, señorita Bingley —afirmó Darcy, sintiéndose cada vez más irritado tanto con la mujer como con su obvia implicación.


—La señorita Elizabeth Bennet y sus tíos vendrán mañana por la noche —le recordó Georgiana a la señorita Bingley con voz suave—. Espero que podamos convencerla de que toque y cante para nosotros. Usted la ha oído en otras ocasiones, ¿no es así, señorita Bingley?


—Sí —respondió la señorita Bingley de manera cortante, pero cuando Georgiana la miró con el entrecejo ligeramente fruncido, logró añadir con torpeza—: Sí, la he oído; todos la hemos oído… donde… Ah, en casa de ese hombre. ¿Cuál era su nombre?


—Sir William Lucas, un caballero muy agradable —apuntó Bingley, mirando a su hermana con un gesto de mayor desaprobación que el de Georgiana—. Según recuerdo, ella tocó y cantó de una forma muy hermosa y fue aclamada por todos, que le rogaron que tocara otra vez. Si usted logra persuadirla de que toque, señorita Darcy, tendremos un placer poco habitual. Así que por favor hágalo, se lo ruego.


Darcy sonrió al oír eso. La confianza de Bingley en sí mismo y las ganas de afirmarse habían crecido enormemente desde aquel día en su estudio de Londres. Su amigo se movía ciertamente con más seguridad entre sus iguales, pero donde se podía apreciar mejor la nueva seguridad de Charles en sí mismo era entre su propia familia. Si era capaz de lograr que su hermana fuera un poco más discreta, era posible que pudiera volver a ser recibida en su casa después de aquella visita. El asunto que le preocupaba ahora, sin embargo, no eran las futuras visitas a Pemberley de la señorita Bingley, sino si se podía esperar que Elizabeth Bennet volviera.


¿Le habría gustado su casa? Tras su primer encuentro, Elizabeth había afirmado que era «encantadora», pero ¿acaso esa opinión no era la de todos los visitantes que se acercaban a conocer la propiedad? Ahora que había venido como invitada, ¿qué pensaría? Darcy cerró los ojos y sacudió ligeramente la cabeza, molesto consigo mismo. Sí, era cierto que deseaba que ella tuviera una buena opinión de Pemberley, pero el verdadero centro de sus especulaciones era si ya había adquirido una buena opinión del dueño de Pemberley. La angustia por saber si había habido algún progreso en la consideración que ella tenía de él consumía todos sus pensamientos, excepto los que eran estrictamente necesarios para mantener una cierta atención a sus invitados. Darcy pasaba de la esperanza a la duda y otra vez a la esperanza con alarmante rapidez. La agilidad con que había respondido a los comentarios de la señorita Bingley, sumada a su silenciosa complicidad para proteger a Georgiana eran alentadoras, al igual que la facilidad con que había aceptado que la ayudara a subir al coche y su delicada sonrisa de despedida. Pero ¿podía darles algún crédito a estos incidentes, o se trataba de simples actos de cortesía?


—¡Ejem! —Sobresaltado, Darcy miró a su hermana, al oírla carraspear de nuevo, con los labios apretados en un gesto de divertido reproche.


—Hermano. —Georgiana le señaló la puerta—. ¿No quisierais tú y los otros caballeros tomaros el brandy ahora?




****************




El misterio de la opinión que Elizabeth podría tener sobre él persiguió a Darcy durante el resto de la velada e incluso hasta su habitación, después de desearles bonne chance en la mesa de billar a Bingley y Hurst. Al día siguiente por la noche ella volvería… posiblemente por última vez. Esa idea le hizo estremecerse. Buscó el cordón de la campanilla. Tal vez sus tíos ya consideraban que habían permanecido demasiado tiempo en Lambton y, deseosos de continuar su viaje, se la llevarían al día siguiente a visitar otra importante propiedad o cualquier hermoso paraje natural. Sintió un enorme y doloroso ¡No! brotar de su pecho. ¡Ella no podía irse! ¡No podía desaparecer, quizá para siempre esta vez, antes de que él pudiera saber con más claridad qué grado de estima había conseguido obtener en el corazón de Elizabeth! Pero ¿cómo? ¿Cómo podía hacer eso? Darcy se dirigió lentamente hacia el vestidor.


—Señor Darcy. —Se sobresaltó al oír la voz de Fletcher.


—¡Por Dios, hombre! ¡Acabo de llamarle! —dijo su patrón rápidamente. Luego, al darse cuenta de que seguramente su ayuda de cámara se encontraba allí desde hacía rato, añadió—: Haga un poco de ruido cuando esté por aquí, ¿quiere?


—Sí, señor. —El hombre se inclinó y se acercó a él—. ¿Puedo ayudarle, señor? —Darcy asintió y comenzó a desabrocharse la chaqueta, dándose media vuelta. Las expertas manos de Fletcher lo liberaron cuidadosamente de la prenda—. La leontina y el reloj, señor.


—¿Qué? —preguntó Darcy, mirándose el chaleco—. Ah, sí, claro. —Sacó los dos objetos del bolsillo y los dejó sobre la mesa. Lo que necesitaba era tiempo, más tiempo, y, sobre todo, tiempo que no fuera interrumpido o restringido por los demás. Tiempo, pensó Darcy, mirando su reloj, mientras Fletcher le quitaba el chaleco; una cosa que, desgraciadamente, no podía dominar ni crear.


—¿Pasa algo con su reloj, señor? —Fletcher lo agarró y lo miró atentamente, antes de sacar su propio reloj para comparar la hora.


—No, Fletcher. Estaba distraído, meditando sobre la inexorabilidad del tiempo. —Darcy dejó escapar un corto suspiro y comenzó a desabrocharse la camisa, dejando que el ayuda de cámara se ocupara del nudo de la corbata.


—¿«Inexorabilidad», señor? —Fletcher le dio un tirón a la corbata de lazo y luego la arrojó sobre una silla.


—Sí. —Darcy se agachó y se quitó los zapatos—. Los hombres necesitamos indudablemente más o menos tiempo, pero no podemos ordenarle que se detenga o que corra más rápido. El tiempo funciona de forma independiente y no se deja dirigir.


—¿En serio? —respondió Fletcher—. ¿Entonces el hombre sólo es el «bufón del tiempo»?


—Está usted citando mal a Shakespeare, Fletcher —lo corrigió Darcy—. Creo que la frase es: «El amor no es el bufón del tiempo».


Fletcher sonrió.


—Perdóneme, señor, como seguramente lo haría Shakespeare. Pero como el único amor que está sujeto al tiempo es el del hombre, es la misma cosa. En cuanto a su «inexorabilidad», es un asunto de perspectiva, ¿no le parece, señor?


—¿A qué se refiere? ¡Sesenta minutos siempre equivalen a una hora!


—Sí, señor. Pero una hora con un dolor de muelas parece una eternidad, mientras que una hora con el ser amado es un instante. —Fletcher bajó la voz. Luego se recuperó y continuó con firmeza—: No, yo creo que el tiempo es perfectamente flexible, si tenemos la inteligencia o el valor de moldearlo o usarlo.


La inteligencia o el valor. Los requisitos de Fletcher para dominar el tiempo quedaron resonando en la cabeza de Darcy, mientras yacía despierto en su cama. El reloj de la chimenea dio la hora. Era la una de la mañana. Tiempo, lo que Darcy necesitaba para descubrir la opinión de Elizabeth era más tiempo, pero no podía contar con más tiempo que el día siguiente. Todo un día, desde la madrugada hasta la noche, era todo lo que podía utilizar; en consecuencia, no le quedaba más remedio que moldear las horas comprendidas en el día siguiente. Si tienes la inteligencia o el valor para hacerlo, se recordó Darcy con solemnidad. Entonces comenzó a revisar frenéticamente las actividades del día siguiente. Descartó de plano la idea de avanzar en su propósito a la hora de la cena. ¡En ese momento habría demasiada gente alrededor para tener la privacidad que deseaba! Además, esperar hasta entonces le dejaba todavía menos tiempo. Lo único que le quedaba, entonces, eran la mañana y la tarde.


De repente, tuvo una idea: ¡el picnic que Caroline Bingley se había ofrecido a organizar con tanta diligencia! Todos sus invitados estarían reunidos en el río para el desayuno al aire libre. En ese momento, él podría enviar sus disculpas con un criado, que les explicaría que había recibido un mensaje urgente y les pediría que por favor continuaran sin él. Ah, sí, ahí estaba la inteligencia, pero ¿qué había del valor? Darcy les haría una visita a Elizabeth y los Gardiner. ¡No había nada raro en eso! Pediría permiso para acompañarla, o a todos ellos, si era necesario, a un paseo por el camino que bordeaba el Ere. Luego, cuando se presentara la oportunidad, le daría las gracias a Elizabeth en privado, por lo amable que había sido con Georgiana. Darcy esperaba que la respuesta de la muchacha, y la conversación que siguiera a partir de ahí, le revelaran algo acerca de la opinión que tenía de él y que podría seguir desarrollando durante la cena por la noche.


Dejó escapar un suspiro cuando el reloj de la chimenea dio la campanada de la una y cuarto. No era un plan muy elaborado. Podría salir mal, pero era lo único que tenía y estaba decidido a ponerlo en práctica.


*************


—No, Fletcher. —Darcy miró la ropa que su ayuda de cámara le mostraba—. Ropa de montar, si es usted tan amable, algo apropiado para hacer una visita. —Terminó de secarse la barbilla y las mejillas recién afeitadas y se pasó una mano por el cabello húmedo.


—¿Ropa de montar, señor? ¡No he sido informado, señor! —Fletcher frunció el ceño con molestia por ese descuido—. ¿Debo avisar a los demás?


—No, sólo yo voy a salir. Los demás van a asistir al desayuno al aire libre de la señorita Bingley. —Hizo una pausa para ver el efecto que causaba en su ayuda de cámara ese anuncio. Fletcher, sin embargo, parecía más preocupado por la nueva tarea que tenía que desempeñar que por lo que la había causado. Aliviado por la falta de interés del sirviente, Darcy cambió de tema, con una pregunta adecuada a su talento—. ¿Cómo va eso… el picnic?


Fletcher entornó los ojos.


—La servidumbre ha tenido que sufrir cuatro cambios en el menú y tres cambios de sitio desde anoche, señor; pero siguen adelante con buen ánimo —informó, dirigiéndose al armario en busca de la ropa requerida.


—¿Buen ánimo? —preguntó Darcy, alzando un poco la voz.


Fletcher volvió con varias prendas en la mano.


—La gente tiene ojos, señor, y oídos, y sabe que usted se preocupa por ellos. —Darcy enarcó una ceja y miró a Fletcher. El ayuda de cámara se aclaró la garganta y continuó—: Discúlpeme, señor, pero nosotros… bueno, la servidumbre, señor, podremos tolerar cualquier exigencia que se le ocurra a la dama durante el corto espacio de tiempo que permanezca aquí.


—Ya veo. —Darcy se dirigió a la ventana y se apoyó en el marco. ¡Cuánta fe tenían todos en él! ¡Cuántas esperanzas había puestas en cada una de sus decisiones! Suspiró e inclinó la cabeza. El futuro feliz que su gente deseaba para él y para todos ellos no se podría lograr tan fácilmente, porque ellos no conocían la ironía que regía sus esperanzas. Sí, el lugar de Elizabeth en su corazón era un hecho seguro, pero ese lugar significaba poco para la mujer que, durante la pasada primavera, había rechazado la oferta de matrimonio y el prestigio de Pemberley sin vacilar ni un instante. Darcy podría hacerle la misma propuesta a Caroline Bingley o casi a cualquier otra mujer en Inglaterra y estar seguro de tener éxito. Sin embargo, allí estaba, decidido a perseguir la única excepción… tal vez por esa misma razón. Sabía lo que Elizabeth valía. Si su opinión sobre él se había suavizado, si ella se inclinaba hacia él de alguna manera, no permitiría que desapareciera de su vida. La seguiría, la cortejaría de la manera apropiada y, si Dios quería, ganaría su respeto y su corazón.


Se dio media vuelta para mirar a su ayuda de cámara y examinar el atuendo que éste le estaba enseñando. Un par de pantalones de ante hasta la rodilla, claro, y unas botas perfectamente bien lustradas ya estaban listos.


—El chaleco gris plata, creo, y esa chaqueta. —Fletcher frunció el entrecejo con aire interrogante—. La verde, sí. —El caballero asintió cuando el ayuda de cámara la levantó—. ¡Ahora, páseme los pantalones… rápido, hombre!




*************


El interior de la posada Green Man estaba oscuro y todavía fresco cuando Darcy se quitó el sombrero de copa y se inclinó a cruzar el umbral de la posada. Por primera vez en su vida adulta, había escapado a las empalagosas atenciones de su propietario y había sido recibido sólo por un criado joven, a quien le transmitió su deseo de ser llevado a las habitaciones que ocupaban los Gardiner.


—¿Los Gardiner, señor? —preguntó el muchacho con cara de pánico, aterrado por no poder complacer los deseos del hombre más apreciado de la comarca—. Los Gardiner han salido a dar un paseo, señor. —La decepción que le causó saber que Elizabeth no estaba disminuyó un poco su ansiedad, pero Lambton no era grande. Podría encontrarlos; lo que lamentaba era tener que perder tanto tiempo.


—¿En qué dirección…? —comenzó a preguntar, pero el criado lo interrumpió.


—La joven todavía está arriba, señor. ¿Le gustaría subir a hablar sólo con ella?


Darcy casi no pudo contener la risa al oír el tono de disculpa del muchacho. ¿Quería subir a hablar sólo con Elizabeth? Darcy sintió que su corazón se ensanchaba. Aquello era perfecto, mucho más apropiado para sus propósitos de lo que habría podido planear o esperar.


—Sí, por favor. —Le sonrió al muchacho y le hizo señas para que siguiera adelante y lo condujera a las escaleras.


El corredor del segundo piso estaba tranquilo, el salón de abajo todavía no se había llenado de clientes y los otros huéspedes de la posada estaban fuera, ocupados en sus asuntos.


El golpeteo de sus botas contra el suelo de madera resonaba en sus oídos, pero no alcanzó a ocultar el ruido de una silla que alguien arrastraba tras la puerta de los Gardiner. ¡Elizabeth! El corazón le dio un vuelco cuando se detuvo detrás del criado y esperó. El sonido de unos pasos ligeros llegó hasta sus oídos. Darcy contuvo la respiración. El criado puso la mano en el pomo y, dando un paso atrás, abrió la puerta.


Elizabeth apareció de repente, con la cara pálida, y lo miró con una expresión de dolor y desesperación. Al ver en todos los rasgos de la muchacha semejante angustia, Darcy se sobresaltó y no supo qué decir.


—Perdóneme, pero tengo que dejarle —dijo Elizabeth, jadeando—. Debo encontrar al señor Gardiner en este mismo momento, para informarle de un asunto que no puede demorarse; no hay tiempo que perder.


—¡Dios mío! ¿De qué se trata? —preguntó Darcy, mientras la expresión de angustia de Elizabeth despertaba no sólo su alarma sino todos los sentimientos de ternura que poseía. ¿Encontrar a los Gardiner? ¡Ella no podría hacerlo en ese estado!—. No quiero entretenerla ni un minuto; pero permítame que sea yo el que vaya en busca del señor y la señora Gardiner, o que mande a un criado. —Darcy tomó el control de la situación tanto como pudo, sin conocer los detalles—. Usted no se encuentra bien; no puede ir en esas condiciones. —El caballero esperaba que ella lo contradijera y se preparó para insistir, pero Elizabeth no dijo nada, lo cual aumentó su preocupación. La muchacha vaciló un momento, mientras temblaba, antes de asentir con la cabeza. Después de llamar al criado y ordenarle que fuera en busca de sus tíos, Elizabeth se desplomó en una silla.


¿Qué debía hacer?, se preguntó. Al mirar el rostro angustiado y la actitud de derrota de los hombros de la muchacha, supo que no podía dejarla. Estiró una mano, aunque todo lo impulsaba a tomarla entre sus brazos y prometerle que todo iría bien, pero tuvo que dejar caer la mano a un lado. No tenía ningún derecho.


—Permítame llamar a su doncella —le dijo con voz suave. Al ver que ella negaba con la cabeza, decidió intentar otra cosa, pero con el mismo tono—. ¿Qué podría tomar para aliviarse? ¿Un vaso de vino? Voy a traérselo. —Elizabeth negó otra vez con la cabeza. El sentimiento de impotencia de Darcy aumentó. ¿Tal vez estaba demasiado angustiada para darse cuenta de su estado?—. Usted está enferma —le dijo Darcy con voz suave.


—No, gracias. —Elizabeth se enderezó un poco—. No se trata de mí. Yo estoy bien. Sólo estoy desolada por una horrible noticia que acabo de recibir de Longbourn. —En ese momento no pudo reprimir el torrente de lágrimas que había permanecido contenido por la angustia y ya no pudo decir más. Darcy sólo supo que la causa de su estado era una noticia que había recibido de su casa. La explicación más probable parecía ser una muerte en su familia. ¿Acaso había habido algún terrible accidente? Sintió que el corazón se le rompía, desesperado por resultar de alguna ayuda, por servir de consuelo a Elizabeth en medio de aquella expresión del más vivo dolor. Por Dios, ¿cuánto tiempo más podría ser capaz de verla así y mantener la compostura? Darcy se agarró al respaldo de la silla que estaba ante ella y se aferró a él con tanta fuerza que los dedos le dolieron.


—Señorita Elizabeth, por favor… permítame ayudarle de alguna manera —insistió él, pero la muchacha siguió llorando desconsoladamente y no había nada más que pudiera decir o hacer, excepto esperar.


—Acabo de recibir una carta de Jane con unas noticias espantosas. —Aunque hablaba de manera entrecortada, Elizabeth finalmente lo miró. Darcy se inclinó sobre ella, con intención de oír cada sílaba—. Esto no puede ocultarse. —Elizabeth tomó aire y luego continuó—: Mi hermana menor ha abandonado a sus amigos; se ha fugado, se ha rendido a los encantos de… del señor Wickham.


El impacto que sufrió el caballero fue mayúsculo. ¡Wickham! ¡Maldito demonio! Pero ¿cómo había sucedido aquello?


—Se han escapado de Brighton —siguió diciendo Elizabeth, de forma inconexa—. Usted conoce a Wickham demasiado bien para comprender lo que eso significa. Ella no tiene dinero, ni contactos, nada que lo haya podido tentar a… —Volvió a sollozar—. Está perdida para siempre.


Al oír el relato de Elizabeth y pensar en sus implicaciones, Darcy sintió que la cabeza comenzaba a darle vueltas, que lo invadía la rabia y se quedaba sin palabras. ¿Acaso aquel hombre no tenía ni una pizca de conciencia? Al menos con Georgiana estaba la motivación de la venganza y obtener algún beneficio, pero ¿cuál había sido su propósito con Lydia Bennet? Elizabeth tenía toda la razón; Lydia no tenía nada que ofrecer para tentarlo a casarse. Sus atractivos eran la juventud, la imprudencia y la promesa de sensualidad. Cuando Wickham se hubiese aprovechado de eso, la abandonaría sin ninguna consideración.


—Cuando pienso que yo habría podido evitarlo. Yo, que sabía cómo era Wickham —se reprochó Elizabeth con amargura—. ¡Si yo hubiese explicado a mi familia sólo una parte, algo de lo que sabía de él! Si hubiesen conocido su manera de ser, esto no habría sucedido. Pero ya es tarde para todo. —Volvió a hundir la cara entre las manos.


Sin poder hacer nada, Darcy miró los hombros agitados de Elizabeth. ¿Qué podía decir o hacer para mitigar el desastre que implicaba este nuevo giro de los acontecimientos? ¡Poco, muy poco!


—Estoy apenado, muy apenado, horrorizado —susurró Darcy—. Pero ¿es cierto, absolutamente cierto?


—¡Ah, sí!, —respondió Elizabeth con una sonrisa amarga—. Huyeron de Brighton el domingo por la noche y pudieron seguirles la pista hasta Londres, pero no más allá; es indudable que no fueron a Escocia.


Por lo menos, tenían algo: ¡una hora y un lugar! La mente de Darcy comenzó a funcionar de manera más racional. ¡Cuándo y dónde!


—¿Y qué se ha hecho, qué han intentado hacer para encontrarla?


—Mi padre ha ido a Londres —respondió Elizabeth, haciendo un gesto de desaliento—. Y Jane escribe solicitando la inmediata ayuda de mi tío; espero que podamos irnos dentro de media hora. Pero no se puede hacer nada, sé muy bien que no se puede hacer nada. —Suspiró con desconsuelo—. ¿Cómo convencer a un hombre semejante? ¿Cómo vamos a encontrarlos? No tengo la menor esperanza. Se mire como se mire, es horrible.


¡Eso puede ser cierto, pensó Darcy para sus adentros, o no!


—¡Ah, si cuando abrí los ojos y descubrí quién era Wickham hubiese hecho lo que debía! —Elizabeth retorció su pañuelo, mientras la rabia desplazaba al dolor—. Pero no me atreví. Temí excederme. ¡Qué desdichado error!


La tristeza de Elizabeth enterneció el corazón de Darcy. Verla allí, llorando, culpándose por el comportamiento imprudente de una hermana a la que se le había permitido demasiada libertad y el pérfido engaño de un experto seductor habría tentado a Darcy a llenarse de rabia, si no lo hubiese golpeado de repente, con terrible ferocidad, la idea de que él también tenía parte de culpa en el asunto. ¿Un error de Elizabeth? No, había sido un error suyo… lo que había permitido que aquel canalla tuviera la libertad de atacar a otras jovencitas había sido el orgullo de Darcy, su negligencia con todo lo que estaba más allá del círculo de su familia. Y ahora el lobo había atacado a otra familia, la familia de la mujer a la que tanto amaba y a quien tanto le debía. Esa revelación amenazó con volverle a provocar el torrente de emociones que había sentido cuando la había visto tan angustiada y había conocido la noticia. ¡Pero no! Si Darcy se permitía caer otra vez en eso, no sería de ninguna ayuda para Elizabeth. Dio media vuelta y comenzó a pasearse por el salón, aferrándose a cada dato que le había transmitido Elizabeth como si fuera la pieza de un rompecabezas. ¿Adónde habría ido Wickham en Londres y quién podría conocer su paradero? De repente, se le ocurrieron varias formas posibles de averiguarlo. ¡Si Dy estuviese en la ciudad! Pero aunque su amigo no estuviese disponible, había que encontrar el rastro de Wickham con la mayor premura, antes de que se cansara de Lydia Bennet y desapareciera en cualquier otro rincón del reino.


En ese momento, Darcy dio media vuelta y observó a Elizabeth. Trataba de contener las lágrimas con el pañuelo, absorta en los terribles hechos de la desgracia de su familia. El caballero tenía miles de razones para quedarse con ella en medio de su angustia, pero no tenía ningún derecho. Tenía que disculparse, pero ¿cómo iba a hacerlo? Vaciló y luego echó mano de una torpe excusa.


—Me temo que hace rato que desea que me vaya y no hay nada que disculpe mi presencia, excepto un verdadero aunque inútil interés. —Elizabeth se enderezó lentamente y lo escuchó con los ojos llenos de lágrimas. ¡Con ayuda de Dios, Darcy esperaba que le creyera!—. ¡Ojalá pudiese decirle o hacer algo que la consolase en semejante desgracia! Pero no quiero atormentarla con vanos deseos que parecerían formulados sólo para que me diese usted las gracias. —Darcy podía ver que ella estaba recuperando la compostura y levantaba ligeramente la barbilla al oír sus palabras—. Me temo que este desdichado asunto va a privar a mi hermana del gusto de verla a usted hoy en Pemberley.


—Ah, sí. —Elizabeth se secó los ojos y suspiró—. Por favor… tenga la bondad de excusarnos ante la señorita Darcy. Dígale que asuntos urgentes nos reclaman en casa sin demora. Ocúltele la triste verdad el mayor tiempo posible —le rogó—, auque sé que no podrá ser mucho.


—Tiene usted mi palabra —le prometió Darcy y la miró a los ojos, pero ella pareció desviar la mirada—. De verdad siento mucho que haya caído semejante desgracia sobre usted y su familia. —Se detuvo, deseando poder ofrecerle un consuelo mejor, pero no se le ocurrió nada—. Y ojalá todavía haya esperanzas de que esto termine mejor de lo que en el momento parece lógico esperar. —Elizabeth lo miró con incredulidad, pero inclinó la cabeza. No había nada más que él pudiera hacer. Respondió el gesto de ella con una reverencia—. Por favor, deles mis saludos a sus tíos y dígales que espero que todos puedan regresar a Pemberley en una época más feliz —ofreció Darcy y, tras lanzarle una última mirada con la que quiso confirmar la sinceridad de sus palabras, salió al pasillo y cerró la puerta suavemente.

continuará...

14 comentarios:

Juan A. dijo...

Queridísima Lady Darcy, sé que te quedas para siempre junto a los que te queremos. Lo sé con certeza.

Te envío un abrazo que diluya la distancia, la nostalgia, la decepción, la melancolía. Y te doy la mano. Siempre.

MariCari dijo...

Leeré el capítulo, claro, cómo no, sabes que me gusta... pero ahora... quiero que sepas que me duele mucho leer que ya no estás aquí cuidando de tu blog, atendiendo tu morada virtual a la que tanto me gusta acercarme... lo sabes muy bien, yo soy a la que le gusta tu color azul hogareño, soy también la que adora tu música y mantiene intacto mi romanticismo y hace que quiera seguir siendo romántica y dama... en apuro.
Ojalá que suceda algo que cambie tu rumbo y vuelvas aquí, a mí...
Ojalá que el cielo y la noche te acompañen cuidando de tu mente y sientas una necesidad impetuosa de volver aquí, a mí...
Ojalá que no puedas estar mucho tiempo sin dar de comer a tu blog, sin llenarlo de ti, para mí...
Ojalá, ojalá que regreses pronto... con esa sonrisa, porque te estaré esperando... con el alma!!!
Bss... Lady Darcy, amiga Rocely, compañera bloguera allende los mares...

MariCari dijo...

Gracias por traer aquí a tu blog este delicioso capítulo, llevo toda la tarde con él... y me ha sabido a poco... Bss...

Lady Jane dijo...

Ohh... Rocely, no puedo creer tus palabras, simplemente no puedo creerlas. Aunque te sea dificil de creer, al leer esta tan emotiva y hermosa entrada me has hecho hacer un nudo en mi garganta. No puedo creer que no te haya dejado más seguidos mis granitos de arena en tu hermoso sitio azul como el cielo, me remuerde y me carcome la consciencia de pensarlo.

La verdad sé que pasaré por tu salón siempre y contemplaré cada detalle de este hermoso sitio y sé que añoraré tu presencia, aunque sé que esta permanecerá en cada singular letra que publicaste y pusiste con tu apreciada paciencia, tu deliciosa escencia permanecerá viva aquí. No obstante, nada de eso se compara a tu seguida y dulce compañia.
Como dice Mari Cari, ojalá cambiaran tus circunstancias, ojalá siguieras compartiendo con nosotros tanto cariño como lo has hecho. Pero siempre estaré aquí esperando que vuelvas a brindarnos ese especial cariño.

No olvides, querida, que los amigos pueden permanecer para siempre si son verdaderos, como tu bien lo dijiste algún día: Todo lo hacemos por pasión y eso es lo que nos une. Aunque estemos lejos, en la mente y el corazón estaremos juntos, todos estaremos junto a tí.

Te dedico este pequeño verso con el corazón, y te doy en mi mente muchos besos y un gigantezo abrazo eterno:
"El amigo verdadero ama en todo tiempo y es como un hermano en tiempo de angustia".
(Proverbios 17:17).

Anónimo dijo...

te he escrito un email, guapísima.

Wendy dijo...

Me he quedado desolada leyendo tus palabras Rocely, claro que me gusta leer los capítulos d ela novela pero lo que más valoro es tu amistad y por lo tanto tu bienestar, me quedo prendada de tu sonrisa, esa que ahora no consigues y me duele, fuistes de las primeras personas que conocí en mi andadura blogger y re recuerdo vivaz y activa, me alentaste mucho y aprendí mucho y bueno de tí, desde hace un tiempo no eres la misma y ese debe de ser tu principal objetivo, si necesitas tiempo para lograrlo tómalo pero, por favor, vuelve a sonreir.
Los que te apreciamos seguiremos a tu lado cuando decidas regresar.
Te dejo todo mi cariño y apoyo.

Unknown dijo...

Qurida Lady Darcy, soy muy nueva en tu blog y aun asi me entristece esta noticia, pues aun cuando no te conozco mucho te he tomado cariño.
Las tribulaciones son la prueba real para permanecer y se que Dios esta cuidando de ti.

ROMANOS 5:3-5

... Y no solo esto, sino que tambien nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba esperanza; y la esperanza no avergüenza; por que el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones...


Dios te bendiga siempre...

J.P. Alexander dijo...

Ay, mi querida lady, me rompiste el corazón con tus palabras: Me da mucha pena que ya vuelvas a publicar tu blog e era uno de mis lugares favoritos. Aprecio mucho tu amistad y voy a extrañarte mucho. Espero que te pongas mejorcita de salud y que las heridas de tu alma cicatricen si necesitas cualquier cosa cuentas conmigo y espero que algun día vuelvas a publicar en tu blog ya que siempre sere tu seguidora cuidate mucho mi niña.

Eliane dijo...

Rocely:te mandé e-mail y por aqui también quiero decirte, que te extrañaré con toda mi alma y mi deseo es que todo mejore en tu vida, tanto, tanto, que decidas volver a este tu blog tan bonito!
Un gran abrazo de todo corazón

Luciana dijo...

Rocely, espero que lo que te aleja del blog de este momento sea pasajero y que pronto estés nuevamente este mundo virtual que nos permite acercarnos y conocernos a la distancia.
Besos.

Eileen dijo...

Qué maravilloso capítulo, qué historia de amor!!!

Quiero continuar leyendo esto....


Pásate por mi blog. He empzado a subir una novela de época, ya???
Para que comentes. La tuya me parece increíble.


http://eileen-blackwood.blogspot.com/

All the love.

MariCari dijo...

Rocely, hermosa... ven al Jardín, quiero contar contigo entre las amigas...
http://caridad65.blogspot.com/2011/06/el-club-de-los-pololos-en-el-jardin.html

Fernando García Pañeda dijo...

«A poca gente quiero de verdad, y de muy pocos tengo buen concepto. Cuanto más conozco el mundo, más me desagrada, y el tiempo me confirma mi creencia en la inconsistencia del carácter humano y en lo poco que se puede uno fiar de las apariencias de bondad o inteligencia». Sin duda, nuestra común amiga tenía un concepto tan severo como cabal, exacto, del género humano.
Ojalá se cumpla siempre la maldición de los Proverbios; sería una justicia consoladora.
Y ojalá pueda compartir el dolor que cueste componer y recuperar esa hermosa sonrisa, milady.
Siempre aquí.

Fernando García Pañeda dijo...

«Sentía una alegría tan intensa que se sentía impulsado a servirla de cualquier manera que ella quisiera, a construir para ella ese lugar donde su talento y sus virtudes pudieran expresarse totalmente. "¡Ordéname!", susurró su corazón. "¡Ponme a prueba!
Palabras como estas, proferidas desde una profunda sinceridad, sirven para reconciliarse con el género humano, y con Fitzwilliam en concreto.
Si, además, se consigue superar esa dulce pero dura prueba del corazón...
Suyo una vez más, mi Señora.