martes, 5 de abril de 2011

SÓLO QUEDAN ESTAS TRES Capítulo IV

Una novela de Pamela Aidan


UN TIEMPO INFERNAL

 
—¿Fitzwilliam? —La voz de Georgiana, matizada por un suave timbre de inquietud, flotó a través de la inmensa mesa de la sala del desayuno de Erewile House, remontando la barrera del Morning Post que Darcy había levantado entre él y su hermana y se instaló directamente en la página que Darcy tenía ante él, con vacilante elegancia. El tono de consternación que Darcy advirtió en la voz se veía reflejado en la expresión del rostro de la muchacha durante la noche anterior, cuando habían cenado de nuevo en medio de un silencio regido por la distracción de Darcy. Ya estaba en casa, pero su viaje, más que un regreso a Londres, era una huida de Kent. Había subido los escalones de su casa animado más por el alivio de encontrar un refugio que por la felicidad de reencontrarse con su familia y sus amigos. En realidad, desde aquella humillante tarde en la casa parroquial de Hunsford, lo único que Darcy deseaba era que lo dejaran en paz. No podía tolerar por mucho tiempo ni siquiera la dulce presencia de Georgiana, ni sus discretos esfuerzos por hacerlo sentir cómodo. La rabia hacia sí mismo que le producía el hecho de haber sido tan desconsiderado con su deber y la indignación hacia Elizabeth por haber hecho lo mismo con su honor bullían continuamente en su mente y le oprimían el pecho como si fuera una banda de acero. No, Darcy debía soportar esa angustia solo; además, no era precisamente un asunto que pudiera ser tratado con una hermana pequeña. Tal vez si tardaba el tiempo suficiente en responder, ella entendería la insinuación y no insistiría más.


—¿Hermano? —la voz de Georgiana volvió a insistir suavemente.


Darcy bajó el periódico con reticencia y miró cautelosamente el rostro de su hermana, que estaba sentada a su derecha y lo observaba con una mezcla de dulce preocupación y firme determinación. Ese doble aspecto de Georgiana aparecía con demasiada frecuencia desde que había regresado a casa. A Darcy no le había costado trabajo atribuírselo a la dudosa influencia de Brougham mientras él estaba en Kent, porque desde que Darcy se había bajado del carruaje el sábado por la noche no había oído más que «lord Brougham esto» y «lord Brougham aquello». Ya estaban a miércoles y estaba harto.


—¿Sí, Georgiana? —El tono de irritación de su voz no pasó desapercibido. Habría preferido morirse a tener que ver la expresión de desaliento y retraimiento que nubló los ojos de su hermana. Dejó el periódico a un lado y buscó intencionadamente la mano de Georgiana—. ¡Perdóname! —Suspiró—. Me temo que me he estado portando de manera extraña. —La respuesta de su hermana fue una sonrisa triste y un delicado apretón.


—Sí, querido hermano, no eres el de siempre. —Georgiana lo miró con curiosidad y compasión—. ¿Tía Catherine ha resultado ser muy difícil este año?


—Lady Catherine ha sido… tal como es… —Darcy se movió con nerviosismo mientras soltaba la mano de su hermana y se recostaba contra el respaldo de la silla—. O, tal vez, un poco más «ella misma» de lo normal. Fue buena idea que no nos acompañaras —añadió y luego guardó silencio, mientras otro rostro aparecía en su mente. Rígido por la furia y mirándolo con desdén, Elizabeth le decía: Su arrogancia., su vanidad y su egoísta desdén… Por Dios, ¿cuántas veces había revivido esa mortificante letanía? Cerró los ojos. ¡Gracias a Dios, Georgiana no había sido testigo de eso! Sólo de pensarlo, se le revolvió el estómago. Por primera vez, Darcy experimentó la ardiente sensación de remordimiento con la que había tenido que luchar su hermana una vez que comprendió la traición de Wickham. Al menos Georgiana podía alegar que era muy inocente; mientras que él —¿cómo había dicho Elizabeth?— un hombre de talento y bien educado, que había vivido en el gran mundo, ¡no se podía permitir ese lujo! ¿Cómo pudo estar tan embrutecido, tan ciego? No, Darcy no había sido él mismo y todavía no lo era; y, la verdad, no tenía ninguna certeza de poder volver a conocer ese estado nuevamente.


—¿Fitzwilliam? —La profunda preocupación de Georgiana, que se reflejaba dolorosamente en su voz, casi hizo que Darcy frunciera el ceño. Él sabía que la solicitud de su hermana era una muestra de ternura motivada indudablemente por el amor, pero el hecho de que su manera de actuar hubiese expuesto a la luz lo que sentía, dándole motivos a ella para compadecerlo, lo mortificaba hasta la médula. Acosado por la tentación de rechazar las atenciones de su hermana con otra respuesta poco amable, Darcy se levantó bruscamente de la mesa. ¡Con toda seguridad, aquel día no resultaba una buena compañía para nadie!


—Te ruego que me disculpes —dijo por encima del hombro mientras avanzaba hacia la puerta.


—¡Pero, el señor Lawrence! —le recordó Georgiana. Darcy se detuvo al mismo tiempo que el criado abría la puerta. ¡Maldición! Hoy iban a hacer la última evaluación del retrato de Georgiana. Habían fijado la cita desde antes de que él partiera hacia Kent. Se dio media vuelta.


—A las dos de la tarde, ¿no es así? —Darcy contestó a la respuesta afirmativa de Georgiana con un lacónico gesto de asentimiento—. Te espero a la una y cuarto. —Marcando el final de su conversación con una inclinación, huyó de la mirada de compasión de su hermana, rumbo al refugio de su estudio, donde podría seguir alimentando su ira en paz.


A medida que se acercaba a la puerta del estudio, un furioso arañar seguido de un galopante golpeteo le anunció que iba a ser víctima de un inminente ataque. ¿Tan pronto? ¡Hacía sólo unos días que le había pedido a Hinchcliffe que lo trajera! Disminuyó el paso, se acercó cautelosamente al umbral y se asomó al estudio. Pero en lugar de encontrarse con una bala de cañón de color café, blanco y negro que se abalanzaba sobre él de manera salvaje para saludarlo, sólo encontró a Trafalgar, sentado en perfecto estado de alerta, excepto por la estúpida sonrisa que se dibujaba en su hocico.


—¡Así que ya estás aquí! —La primera sonrisa de verdad en aparecer en el rostro de Darcy durante casi una semana le iluminó los rasgos severos mientras amo y sabueso se miraban con satisfacción—. ¿Y de dónde has sacado esos modales tan finos, monstruo? —Las patas traseras de Trafalgar temblaron un poco, pero lograron mantenerse básicamente donde estaban. Darcy levantó las cejas en señal de admiración ante aquel esfuerzo casi hercúleo, que provocó un gemido que brotó del pecho del animal. El temblor se volvió más intenso.


—¡Por Dios, ten un poco de compasión y acarícialo! —Cuando su mano estaba a sólo unos centímetros de las grandes y sedosas orejas de Trafalgar, Darcy se sobresaltó al ver a Brougham recostado cómodamente contra la chimenea del estudio.


—¡Dy! —Darcy se enderezó, y su voz adquirió un matiz acusador. ¿Cómo había hecho su amigo para burlar la vigilancia de Witcher y entrar sin ser anunciado? Siguiendo la mirada de Darcy, Trafalgar miró fugazmente por encima del hombro a Brougham, pero luego volvió a dirigirse a su amo con los ojos abiertos y suplicantes. El gemido se hizo más fuerte.


Brougham también se enderezó y señaló al perro.


—No me sorprende que tenga modales tan poco respetables. Lo atormentas de manera miserable, Darcy. ¡Me ha costado todo el viaje hasta aquí hacer que se comportara con un poco de decencia!




—¿Tú te has encargado de traerlo hasta aquí? —Darcy miró a su amigo con asombro, pero tras recuperarse añadió—: ¡Y yo no lo atormento! —El gemido de Trafalgar amenazó con convertirse en un aullido intolerable.


—¡Entonces, acaricia a ese pobre animal antes de que haga algo terrible! —dijo Brougham arrastrando las palabras y, sin ser invitado, se arrellanó en uno de los cómodos sillones del estudio.


Después de lanzarle a su amigo una mirada cargada de irritación, Darcy se agachó para acariciar la cabeza de Trafalgar y tirarle suavemente de las sedosas orejas.


—¡Monstruo! —le dijo al perro con afecto. Éste le respondió con un suspiro tembloroso y un lánguido lametón en la mano. Sonriendo, Darcy se levantó y, seguido de cerca por su perro, se sentó frente a Brougham. Cuando su amo tomó asiento, Trafalgar se acomodó tan cerca de las botas de Darcy como era apropiado y levantó la cabeza para mirar a su compañero de viaje con una actitud próxima a un triunfante desprecio.


—¡Ja! —exclamó Brougham al notar la traición de su protegido—. Ya veo que me estás poniendo en mi lugar: ahora desprecias airosamente mi compañía, como si fuera una institutriz cuyos estudiantes son llamados a presentarse ante su padre. ¡Debería darte vergüenza! —Esta última exclamación de Brougham fue respondida con un resoplido de desprecio y su acusación de «¡Ingrato!» provocó un bostezo, mientras el animal se acercaba más a las piernas de Darcy.


—¿Tú lo trajiste desde Pemberley? —repitió secamente Darcy, interrumpiendo el intercambio de insultos—. ¿Por qué demonios decidiste hacer semejante cosa?


—Me pareció lo más apropiado. —La mirada de Brougham se apartó de Trafalgar para concentrarse en Darcy—. Supe por tu carta a la señorita Darcy que regresarías el sábado y supuse que querrías tener un reencuentro privado. Como me vi obligado a suspender una excursión a Escocia que había planeado antes de que tú aplazaras tu regreso de Kent —continuó Brougham, lanzándole a Darcy una curiosa mirada que éste se propuso ignorar—, decidí partir justo antes de que volvieras y le pregunté a tu hermana si había algo que pudiera hacer por cualquiera de vosotros durante mi corta estancia. La señorita Darcy mencionó que seguramente te gustaría que te enviaran a tu sabueso tan pronto como regresaras. Así que, con su ayuda, obtuve la autorización de Hinchcliffe y la promesa de guardar silencio sobre mi sorpresa. Luego me detuve en Derbyshire, de regreso de Escocia, para recoger al inquieto Trafalgar. —Brougham se recostó en el sillón—. Los dos disfrutamos de un viaje muy instructivo. Supongo que sabes que «monstruo» es un nombre bastante apropiado, Darcy. Debido al execrable comportamiento de tu indisciplinado animal, mi reputación en la posada Hart and Swan de la carretera del norte ha sufrido un grave deterioro.


Darcy se mordió el labio, mientras su mano ardía en deseos de darle una caricia de aprobación a la impenitente cabeza de Trafalgar; pero tenía algo más urgente que agradecer y una advertencia que hacer.


—Debo agradecerte la dedicación con que has cuidado a mi hermana. Parece que has cumplido mi encargo con asombrosa diligencia, porque, desde mi regreso, Georgiana no ha hablado más que de ti.


—Ah —respondió Brougham—, ya veo. —Con los codos apoyados sobre los brazos del sillón, entrelazó los dedos debajo de la barbilla y miró a Darcy fijamente—. ¿Tienes alguna objeción con respecto a mis atenciones hacia la señorita Darcy? Pensé que veías con buenos ojos todo lo que yo pudiera hacer por ella para acceder a la vida social.


—Sería un tonto si no lo hiciera —repuso Darcy con tono sereno—, pero ella es muy joven, Dy, y tú haces el papel de galán extremadamente bien.


El rostro de Brougham se ensombreció de repente.


—¿Me estás acusando de burlarme de la gentileza de la señorita Darcy?


—No, no te estoy acusando. —Darcy le lanzó a su amigo una mirada penetrante—. Sólo estoy señalando que ella es muy joven y recordándote la facilidad con que una jovencita puede llegar a creer que está enamorada. —Al oír eso, Brougham se levantó del sillón y, visiblemente agitado, se dirigió hasta el otro extremo del salón. Darcy lo miró con asombro. Dy se quedó quieto durante un instante, dándole la espalda a su amigo; luego se dio la vuelta, con el rostro relajado y la expresión de despreocupación que Darcy veía cada vez que estaban con más gente.


—¡Desde luego, Darcy, es muy apropiado y correcto que me hagas esa advertencia! He tomado nota y me comprometo a que la señorita Darcy nunca tenga razones para creer semejante cosa. Te aseguro que ella está a salvo conmigo y de mí; y aquí tienes mi mano como muestra de la seriedad de esta promesa. —Dy tendió su mano, que Darcy estrechó con alivio, después de ponerse en pie—. Pero creo que es mi deber advertirte también algo a ti, viejo amigo —agregó Brougham.


—¿Sí? —preguntó Darcy con cautela.


—La señorita Darcy posee muchas virtudes admirables. Es muy consciente de tu preocupación y generosidad; pero ella ya no es una niña, amigo mío. Ten cuidado de no tratarla como tal, o de subestimar su inteligencia, porque ella tiene una fuerza interior que todavía no has descubierto.


—¿Ah sí? —replicó Darcy con arrogancia—. ¿Así que ahora resulta que puedes jactarte de enseñarme cómo tratar a mi hermana y a mi perro? —Ante la mención de la palabra «perro» y el gesto que hizo su amo hacia él, Trafalgar también se levantó y, colocándose junto a Darcy, miró a su invitado con la misma actitud altiva.


—¡Ni lo sueñes, viejo amigo! —Dy se rió—. ¡Eso no tendría ningún sentido! —El reloj del estudio dio la hora y los tres se giraron a mirarlo—. Hoy vais a ver el retrato de la señorita Darcy terminado, ¿verdad? —preguntó, cuando se desvaneció el eco del reloj—. Me sentiría honrado si me permitieras acompañaros, porque confieso que me gustaría mucho verlo.




**************




¡Por fin estaba solo! Apoyado contra la puerta que conducía al vestidor, Darcy oyó a Fletcher ultimando los preparativos para la mañana siguiente y cómo se marchaba finalmente a descansar. Cuando oyó cerrarse la puerta de servicio, bajó la guardia que había jurado mantener, con la sensación de alivio de un hombre al que lo liberan del deber de contener el viento. El entusiasmo por aquella súbita liberación fluyó a través de su cuerpo y, durante un breve instante, la tensión del pecho pareció disminuir. Por un momento pudo respirar profundamente y creer que era una noche como cualquier otra. Luego los recuerdos de Elizabeth volvieron a su mente de la misma forma que acudían cada noche desde su regreso de Kent, tan pronto como se quedaba solo; y la virulenta mezcla de rabia y angustia que invadía su corazón y que lograba reprimir durante el día, pudo verse claramente dibujada en cada uno de sus rasgos.


Envolviéndose en su bata, avanzó hacia la chimenea y tomó asiento en el sillón más próximo al fuego. Era un abril bastante frío y todavía era necesario encender el fuego por las noches, así que estiró los pies enfundados en sus zapatillas para disfrutar del calor. Dios sabía que él no tenía ni una gota de calor en el cuerpo. No, según la señorita Elizabeth Bennet, era un villano frío y sin sentimientos, que gozaba haciendo daño a hombres virtuosos y destruyendo las esperanzas de doncellas, allí donde se posara su desdeñosa mirada. Miró al sillón que estaba al otro lado de la alfombra que adornaba el suelo frente a la chimenea y supo que, si cerraba los ojos, podría verla a ella allí, sonriendo. Sonriendo con una actitud de reproche, pensó y sacudió lentamente la cabeza.


—No, señorita Bennet, no la quiero a mi lado para que haga una lista de mis múltiples defectos.


La mirada de Darcy se deslizó hacia la botella de brandy que había junto a él. No, el calor que encontraría allí era tentador, y la inconsciencia que le produciría, todavía más; ¡pero preferiría morirse antes que permitir que Elizabeth lo llevara a beber y a convertir su vida en un melodrama! ¡Su vida! Su vida había ido perfectamente hasta que a Charles Bingley se le había ocurrido la idea de alquilar una casa en el campo y luego había convencido a Darcy para que supervisara su transformación en un miembro de la clase terrateniente. ¿Por qué había tenido que aceptar? ¿Por compasión? ¿Por aburrimiento? Si no hubiese sucumbido a las peticiones de Bingley, no habría llegado a poner un pie en Hertfordshire el otoño anterior. Y así no habría conocido… a Elizabeth. Aquella idea le produjo un agudo dolor en el pecho. Porque, incluso ahora, ¿podría afirmar que nunca habría querido conocer a Elizabeth, la primera y, tal vez, la única mujer que era capaz de atraerlo en cuerpo y alma, que podía colocarse alegremente ante él para desafiarle y aun así despertar su admiración y su deseo?


—Elizabeth —gruñó Darcy, colocando su cabeza entre las manos. En Kent ella había dado muestras aparentes de aceptar sus atenciones. Sus visitas a Rosings habían sido animadas y se había comportado amablemente con él. Sí, a veces lo había molestado, pero él sabía que ésa era su manera de ser. Había recibido con una carcajada escandalizada la observación de que, a veces, se complacía sosteniendo opiniones que, de hecho, no eran suyas, pero no lo había negado. Por la forma de enarcar las cejas, Darcy pensó que ella parecía haber encajado el «golpe». Sus paseos habían transcurrido casi formalmente. Poco se habían dicho, era cierto; pero lo que él pretendía era que ella leyera en sus acciones, y no le había dado razones para creer que estaba equivocado en sus progresos.


Se recostó contra el respaldo del sillón, se frotó los ojos y se pasó una mano por el pelo, mientras luchaba mentalmente por armar todas las piezas del rompecabezas que era Elizabeth Bennet. Al menos ya no podría atacarlo con la historia de Wickham. La carta que él le había escrito debía haber descartado esos cargos. Aunque ella no pudiera soportarlo, al menos él podía encontrar un cierto consuelo en eso. Se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y se quedó mirando fijamente el fuego. Si Elizabeth hubiese sabido la verdad acerca de Wickham, si hubiese interpretado bien su tácita disculpa por despreciarla durante su primer encuentro, ¿habría cambiado la opinión de que él sería el último hombre en el mundo con quien podría casarse? ¡Por Dios, esas palabras todavía lo herían como si fueran un cuchillo! Para ella, él era el último hombre; para él, ella parecía ser la única mujer. ¿Acaso el destino podría haber ideado una ironía más perfecta, o hacerlo sentir más ridículo?


Se levantó del sillón. Las brasas se estaban apagando, lo mismo que los carbones del brasero que estaba calentando la cama. Si no se acostaba pronto, no podría dormirse antes de que todo se congelara. Se quitó la bata, sacó el brasero de la cama y se deslizó entre las sábanas. ¿Habría marcado alguna diferencia el hecho de que Elizabeth supiera la verdad? Darcy cerró los ojos para no pensar en la pregunta, pero enseguida la vio esgrimiendo su otra acusación. No, no habría ninguna diferencia; porque ¿no había sido el culpable de «arruinar la felicidad» de una hermana muy querida? Darcy gruñó, se acostó de lado, agarró una almohada y hundió la cara en ella. ¡Basta… basta por esta noche! La única esperanza de alivio era dormir sin soñar, pero aparentemente lo único que la providencia juzgaba apropiado para él era una miserable noche llena de sobresaltos y pesadillas.


Cuando Fletcher entró a la mañana siguiente para correr las cortinas, Darcy sintió deseos de maldecirlo, por un lado, por despertarlo, y por otro, de darle las gracias por poner punto final a la perturbadora danza de fantasmas que lo había atormentado toda la noche. Decidió no hacer ninguna de las dos cosas porque no supo cuál elegir. En vez de eso, se incorporó con dificultad y puso los pies en el suelo, mientras el reflejo de la luz que entraba a raudales por la ventana le hería los ojos. ¿Cómo podía haber tanto sol? Estaba en Londres, ¿no? Entrecerró los ojos y miró el desorden que había causado en su cama la inquietud de la noche. Las criadas encargadas de arreglarla tendrían mucho que hacer, porque parecía como si Darcy se hubiese enfrentado a alguien en un combate a muerte. Al levantar la mirada, alcanzó a ver a Fletcher contemplando el cataclismo con la boca abierta.


—L-le ruego que me perdone, señor —tartamudeó, cuando se dio cuenta de que Darcy lo estaba mirando—. ¿Desea que lo afeite ahora, señor? —Enseguida desvió la mirada.


—Sí, supongo… —respondió Darcy con un suspiro, pero dejó la frase sin terminar al pensar en el día que le esperaba. El primer reto al que debía enfrentarse con su inestable estado de ánimo sería el desayuno con Georgiana. La cena de la noche anterior había resultado de nuevo excesivamente incómoda, pues sus preocupaciones habían interferido todo el tiempo. Georgiana se había sentado muy quieta y derecha y le había lanzado varias miradas llenas de preocupación, y él apenas había probado bocado. Francamente, no tenía ningún deseo de repetir esa escena—. Fletcher —llamó a su ayuda de cámara que estaba en el vestidor—, pida que suban una bandeja. Esta mañana desayunaré en mi habitación.


—Muy bien, señor —fue la respuesta formal de Fletcher, pero Darcy sabía que la curiosidad que debía de haber despertado esa orden en su ayuda de cámara se multiplicaría en la mente de cada miembro de la servidumbre y que la noticia sería recibida con tristeza por su hermana. Sin embargo, era mejor decepcionarla desde lejos que arriesgarse a lastimar sus sentimientos al estar cerca de ella.


Darcy fue hasta el vestidor arrastrando los pies y se instaló en la silla de afeitado, decidido a no hacer nada más que someterse a los cuidados de Fletcher durante los siguientes quince minutos. El ritual, siempre invariable, no requería ningún esfuerzo, sólo obedecer las instrucciones que su ayuda de cámara le susurraba en voz baja. El efecto calmante de las toallas calientes y aromatizadas sobre su recién afeitado rostro también sería muy apreciado. ¡Por Dios, se sentía horriblemente mal! Cerró los ojos, esperando el regreso de Fletcher. Inquieto, aletargado, desganado, se sentía como un espectro en su propia casa, deambulando de una habitación a otra, incapaz de encontrar alivio en ningún lado. No podía leer, no podía escribir, ni siquiera podía disfrutar de la música de su hermana, sin caer en inútiles reflexiones.


Hastiado aun de aquello que me daba alegrías —murmuró Darcy en voz baja.


—¿Perdón, señor Darcy? —dijo Fletcher. ¿Cómo podía haber sido tan descuidado como para haber repetido la frase en voz alta, mientras su ayuda de cámara estaba oyendo?


—Shakespeare, Fletcher. Con seguridad lo ha oído mencionar —replicó Darcy con tono irónico, mientras levantaba la barbilla para que Fletcher le pasara la brocha de afeitar.


—Sí, señor. El soneto veintinueve, según creo —respondió Fletcher con voz suave y comenzó a aplicar la crema de afeitar sobre la cara y el cuello de su patrón. Darcy cerró los ojos nuevamente, deseando que la rutina de los movimientos absorbiera la atención de Fletcher y lo llevaran a él a un estado de despreocupado olvido.


Entonces… —La palabra quedó suspendida en el aire, solitaria, sin nada que la apoyara. Darcy abrió un ojo y miró a su ayuda de cámara, que estaba buscando el afilador, con la navaja en la otra mano.


—¿Entonces qué? —preguntó con curiosidad, mientras Fletcher comenzaba a afilar la navaja con movimientos rítmicos.


—Entonces… —repitió Fletcher con emoción—. El verso que sigue, señor. —Fletcher levantó la barbilla de Darcy un poco más, la giró y deslizó la navaja—. Entonces, seguido de la expresión más propicia se me ocurre felizmente. Cuando se leen las dos al tiempo, marcan una diferencia, señor. Un gran consuelo.


Sin poder hacer otra cosa que emitir un gruñido evasivo como respuesta a la enigmática observación de Fletcher, Darcy fijó la mirada en el techo. ¿Qué podía hacer aquel día con su vida? Con tono sombrío, el día anterior Hinchcliffe había llamado su atención hacia el montón de correspondencia que permanecía discretamente guardada en la carpeta sobre su escritorio. Darcy había tratado de revisarla varias veces en los días anteriores pero, a pesar de lo mucho que se había esforzado, no había podido concentrarse en su contenido, y tenía que confesar que tampoco le había importado mucho. Podría pasar por Boodle's; no había aparecido por allí desde antes de partir hacia… No, intentar aparentar que estaba interesado por lo que ocurría en su club estaba sencillamente más allá de sus fuerzas. Lo que realmente necesitaba era dar un frenético y enérgico paseo a caballo por un terreno lleno de obstáculos, para llevar su cuerpo y su mente hasta un estado de total agotamiento. ¡Habría que ver si en esas circunstancias el fantasma de la señorita Elizabeth Bennet se atrevía a acechar sus sueños! Pero no había ningún lugar así en Londres, y Nelson, un animal demasiado difícil de controlar para tenerlo en la ciudad, estaba disfrutando de su establo en Derbyshire. Tenía que descartar también aquella posibilidad. ¿No habría nada que pudiera hacer para deshacerse de este, este… ¿Qué? ¿Qué era exactamente lo que padecía?


Cuando, en desgracia con la fortuna y a los ojos de los hombres —las palabras del soneto acudieron de nuevo a su mente—, deploro, solitario, mi triste suerte. ¿En desgracia?, se preguntó para sus adentros, reflexionando sobre la idea antes de descartarla. Bueno, es posible que estuviera en desgracia a los ojos de Elizabeth, pero estar en desgracia a los ojos de ella, o de cualquier persona, no significaba que hubiera caído en desgracia realmente. Después de todo, en el mundo había una infinita cantidad de hombres que eran los mayores idiotas y su opinión no contaba. Sin embargo… Darcy se detuvo al pensar en lo que le había dicho su ayuda de cámara y miró a Fletcher. Sin embargo, la acusación de Elizabeth le pesaba en la conciencia. Si se hubiera comportado de modo más caballeroso. Caer en desgracia con alguien importante; más aún, con la mujer con quien uno había pensado compartir la vida; ya fuera justo o no, esa desgracia era ciertamente un terrible golpe.


Inmediatamente después de admitirlo, Darcy entendió cabalmente el significado del siguiente verso. Mi triste suerte… ¡Sí! Así era como se sentía: como un paria, privado de cualquier posibilidad de felicidad o dicha, rechazado por la buena suerte. Con el deseo de ser semejante al más rico en esperanzas. En ese momento no había nada que le interesara; ninguna cosa le ofrecía en el futuro la esperanza de que aquella situación fuera a cambiar. Cerró los ojos para contener el rugido silencioso que comenzaba a surgir en su pecho y recorría inexorablemente todo su cuerpo. «Esperanzas», esa palabra tan magnífica y plena, tan sonora y significativa, se burló de él. ¿De dónde podría sacar esperanzas? Para aliviar su decepción, su primo sólo tenía que esperar a cruzarse con otra cara bonita. Pero para Darcy, la idea de aventurarse en la vida social para encontrar a alguien que pudiera reemplazar a Elizabeth en su corazón era demasiado abrumadora. Él no podía hacer eso, no. Elizabeth era irremplazable. Darcy lo había descubierto con claridad durante su estancia en el castillo de Norwycke. ¿Más rico en esperanzas? Se mofó de sí mismo. Ya no tenía ninguna.


—¿La toalla, señor? —Fletcher había terminado de afeitarlo.


Darcy asintió, pero detuvo a su ayuda de cámara tan pronto como se volvió, pues la curiosidad que habían despertado en él las palabras de Fletcher superó la reserva que le dictaba el buen juicio. En este punto, cualquier cosa serviría.


—¿Entonces? ¿Qué quiso decir con eso, Fletcher?


Entonces y se me ocurre felizmente, señor. —Fletcher evitó con cuidado la mirada de Darcy, concentrándose en reorganizar los útiles de afeitar sobre la bandeja—. La palabra «entonces» le da un giro al soneto. Antes todo es desesperanza; luego, justamente en medio de las palabras de reproche que el poeta se dirige a sí mismo, aparece de repente la palabra «entonces», que sugiere que todavía puede haber esperanza, que no todo está perdido.


—Hummm —resopló Darcy con disgusto—. Una última esperanza contra toda esperanza: la solución romántica del poeta ante lo que todos los demás vemos como la inexorable nuda veritas de la vida.


—Tendría usted razón es eso, señor —replicó Fletcher—, si no siguiera la expresión se me ocurre felizmente.


—¿Se me ocurre felizmente? ¿Por casualidad? —preguntó Darcy, arrugando el entrecejo.


—Sí, señor, «por un feliz golpe de suerte», si seguimos con la metáfora del poeta —apostilló Fletcher—. La esperanza renace sólo con un pensamiento; pero ese pensamiento es capaz de sacar al poeta de su desgracia y llevarlo a la dicha. Se me ocurre pensar felizmente en ti y luego los lamentos inútiles se convierten en himnos a las puertas del cielo. —Fletcher bajó la voz hasta terminar casi en un susurro.


—Todo eso con un pensamiento —interrumpió Darcy, con evidente descontento y escepticismo.


—No, señor, no con un pensamiento. Con un pensamiento sugerido por un feliz golpe de suerte. ¿Ya quiere la toalla, señor? —Fletcher señaló con la cabeza la toalla humeante, cuya tonificante fragancia estaba comenzando a llegar a la nariz de Darcy. Después de hacer un gesto de asentimiento, el caballero se volvió a recostar en la silla y cerró los ojos, esperando la agradable aplicación de la toalla. Pero ésta cayó de repente sobre su rostro, hirviendo y sin ninguna ceremonia, al tiempo que su ayuda de cámara exclamaba aterrado:


—¡Señorita Darcy!


Con un único y rápido movimiento, el caballero se quitó la toalla de encima y se incorporó.


—¡Georgiana! —Su hermana nunca había entrado en su habitación sin ser invitada. Darcy ni siquiera podía recordar cuándo había sido su última visita; y ciertamente nunca había visto los muros de la habitación antes de que él estuviese vestido apropiadamente.


—T-te ruego que me disculpes, Fitzwilliam —tartamudeó, al ver la mirada de incredulidad de su hermano. Aunque era evidente que estaba nerviosa, le devolvió la mirada sin titubear, distrayéndose solo un momento para observar a Fletcher, que se había quedado junto a la silla de afeitado, con la boca abierta por la sorpresa.


—¿Sucede… sucede algo? —Darcy sentía que la cabeza no le funcionaba correctamente.


—El desayuno —fue la única respuesta de Georgiana. La revelación del propósito que la había impulsado a aparecer en la habitación de su hermano no era menos sorprendente que su misma presencia. Darcy sabía que a ella le causaría una gran desilusión la idea de no desayunar con él. Pero era evidente que había recibido la noticia con algo más que decepción y había decidido enfrentarse valientemente al león en su cueva. Darcy se pasó una mano por las mejillas recién afeitadas, mientras observaba la digna figura de su hermana y la ternura de sus ojos. De repente, ante él apareció la imagen de su madre. Entonces que así sea, pensó para sus adentros y suspiró. ¿Cómo podía negarse ante una imagen tan reveladora de la mujer en que se estaba convirtiendo su hermana?


—Estaré encantado de acompañarte, tan pronto como me vista —accedió—. Diles a los criados que me pongan un cubierto.


—Preferiría desayunar contigo aquí, por favor… en tu habitación. —Era evidente que Georgiana estaba aprovechando la ventaja que le había dado la sorpresa. La voz le había temblado un poco, pero al final había sonado firme. Sin embargo, no había terminado—. Ya he dado instrucciones para nos suban el desayuno a los dos.


—¿Ah, sí? —Darcy miró a su hermana bajo una nueva luz. Se estaba convirtiendo en algo más que lo que había sido. ¿Acaso era aquello una evidencia más de la influencia de Dy, o una prueba de su afirmación de que Georgiana ya no era una niña? Si quería descubrirlo, tendría que someterse a las disposiciones de su hermana. Así que inclinó la cabeza para indicar que acataba sus deseos—. Entonces tendré el placer de acompañarte antes, tan pronto como esté vestido.


La sonrisa de Georgiana fue espléndida.



—Gracias, Fitzwilliam. —Su hermana hizo una reverencia y, después de lanzarle otra mirada de curiosidad a Fletcher, que había seguido con perplejidad toda la conversación, salió del vestidor y cerró la puerta tras ella. Durante un minuto, Darcy y Fletcher no se movieron ni hablaron, absortos en la contemplación de la puerta cerrada.


Finalmente, Darcy carraspeó.


—Bueno, parece que ya tenemos nuestras órdenes, Fletcher.




*******************
Cuando estuvo apropiadamente vestido, Darcy salió por la puerta del vestidor, con paso vacilante. Durante el tiempo que habían durado los preparativos de su ayuda de cámara, estuvo pensando exclusivamente en lo que lo esperaría al otro lado de la puerta. A pesar de lo interesante que resultaba la seguridad que mostraba ahora Georgiana, aquello no auguraba nada bueno en lo que concernía a su deseo de lamerse las heridas en privado. Su hermana le exigiría una explicación para el extraño comportamiento de los últimos días. Darcy se preguntaba cómo abordaría ella el asunto y cómo podría él evitarlo.


Georgiana se encontraba detrás de una de las dos sillas que habían acercado a la mesita auxiliar extensible, que ahora estaba totalmente abierta y repleta de bandejas cubiertas, de las que salían aromas deliciosos, que comenzaron a inundar todos los rincones de la habitación. Involuntariamente, Darcy no pudo evitar que su estómago protestara.


—¡Ah, qué bien, parece que tienes hambre! —le dijo su hermana a modo de saludo. Luego les hizo señas a los criados para que destaparan las bandejas y, mientras Darcy la ayudaba a sentarse, los criados abandonaron la estancia.


Cuando se quedaron solos, Darcy tomó asiento frente a Georgiana y se acercó a la mesa, dirigiéndole una sonrisa llena de desconcierto. Todo aquello resultaba tan extraño que se sentía fuera de juego. Darcy miró la comida. Tenía ante él una tentadora selección de manjares de aromas absolutamente irresistibles. El nudo que tenía en el estómago pareció relajarse mientras cogía un plato. Georgiana sonrió abiertamente cuando vio que lo llenaba, pero no dijo nada sobre la repentina recuperación del apetito que parecía demostrar su hermano y simplemente se ocupó de su propia comida con discreta elegancia. Los músculos de la espalda de Darcy, tensos por la desconfianza, se fueron relajando poco a poco. Tal vez su hermana se sintiera lo suficientemente satisfecha al ver que había vuelto a comer y no quisiera más de él por el momento.


—¿Fitzwilliam? —dijo Georgiana con tono interrogante, cuando él terminó de servirse su primera taza de café—. ¿Es necesario que hagamos una ceremonia formal para descubrir mi retrato?


Preparado para una pregunta sobre un tema muy distinto, el caballero miró a su hermana con sorpresa.


—¿No quieres hacerlo?


—No, no quiero una ceremonia formal —respondió Georgiana de manera tímida—. No es que no me guste el retrato; es muy bonito. Es sólo que… —Georgiana dejó la frase sin terminar. Al ver que su hermana parecía estar buscando las palabras precisas, Darcy esperó y se llevó la taza a los labios. ¿Sería aquello un regreso a la timidez de antes? Se esperaba que toda jovencita a punto de hacer su debut en sociedad mandara hacer su retrato. La ceremonia para descubrirlo era el primer paso en ese proceso tan importante. Georgiana volvió a comenzar—: ¿Cómo te sentiste tú cuando hicieron tu retrato?


Su hermana se refería, claro, al cuadro que estaba colgado en la galería de Pemberley y que había sido pintado con motivo de su vigésimo primero cumpleaños. Darcy recordaba haberse sentido muy incómodo con el retrato e incluso ahora evitaba mirarlo cuando pasaba por allí. En cambio, prefería detenerse en los retratos de sus antepasados, en particular el de su padre, que había sido realizado cuando tenía la misma edad que Darcy, y el de sus dos progenitores, que había sido pintado cuando él contaba con diez años.


—Recuerdo que no me gustó nada la atención y toda la expectación que levantó y también recuerdo haber pensado que el hombre que aparecía en la pintura no podía ser yo de ninguna manera —admitió Darcy.


—¡Sí! —Georgiana se inclinó hacia él—. ¿Cómo que no podías ser tú?


—Ah, supongo que me parecía alguien mayor, mejor persona. Ciertamente más sabia de lo que yo me sentía en ese momento. —O incluso ahora, pensó Darcy con amargura.


—Una imagen idealizada de ti y no de la persona que tú sabías que eras —dijo Georgiana, sonriendo—. Aunque yo siempre he pensado que ese retrato te refleja perfectamente.


Darcy aceptó el elogio de su hermana con una inclinación de cabeza.


—Sin duda, ésa es la perspectiva lógica de una hermana menor —repuso, sonriendo a su vez—. Pero ¿qué tiene que ver eso con tu retrato? Se espera que el día que se descubre sea una ocasión especial. Lawrence se sentiría ofendido si no lo hacemos, y con razón. Lo consideraría una crítica explícita a su talento. —A juzgar por la expresión de su hermana, se veía que eso la mortificaba—. No tenemos que hacer algo muy pomposo. Sólo la familia y amigos cercanos —explicó Darcy—. Es un retrato absolutamente perfecto, Georgiana.


Al oír la descripción de Darcy, Georgiana bajó los ojos; pero cuando los levantó, Darcy vio en ellos una serenidad que el mundo aún no había tocado.


—Sí, absolutamente «perfecto». —Se inclinó para acercarse más y agarró la mano de Darcy con sus delicados dedos—. ¡Pero no soy yo, Fitzwilliam! Yo no soy esa criatura «absolutamente perfecta» que aparece en el cuadro, y no tengo ningún deseo de participar en ese engaño, de pararme junto al retrato y pretender que todo lo que aparece allí reflejado es verdad.


—¿Querrías que Lawrence agregara algunos defectos, tal vez una o dos verrugas? —se burló Darcy, pero en realidad se sentía inquieto y confundido por la reticencia de su hermana—. ¡Georgiana, no hay nada malo en tu retrato!


—No, sólo que no es totalmente honesto mostrar que no soy así. —Se recostó contra el respaldo de la silla, dejando escapar un suspiro—. Fitzwilliam, cuando viste por primera vez tu retrato, esa imagen idealizada de ti, ¿qué más sentiste? ¿Qué pensaste?


Darcy cerró los ojos brevemente para tratar de eludir la intensa mirada de su hermana y respiró profundamente, mientras apretaba la mandíbula. ¿Qué quería Georgiana de él? La verdad, fue la respuesta que Darcy oyó con claridad en su mente, sólo la verdad.


Darcy volvió a abrir los ojos y contestó:


—Le pedí a Dios que algún día pudiera llegar a ser el hombre que aparecía en el cuadro, una persona mejor, más sabia; que no fuera una decepción para mi posición, mi apellido… o para mí mismo —añadió, desviando la mirada. Pero Darcy se había decepcionado a sí mismo. En el castillo de Norwycke había visto las oscuras profundidades que alcanzaba su corazón, que no había sido capaz de eliminar. Siguió hablando, pero comenzó a sentirse cada vez menos seguro de sí mismo—: Que pudiera ser… en todos los aspectos… un caballero de verdad… —Se detuvo al sentir que se le atragantaba en la garganta la palabra que Elizabeth le había echado en cara durante su entrevista, y que lo había golpeado tanto.


Se levantó bruscamente del asiento y abandonó la mesa; pero no parecía haber ningún lugar adonde ir, ningún lugar donde pudiera escapar de lo que se había convertido en una aplastante verdad. Aunque fuera cierto que se portaba como un caballero en el resto de los aspectos de la vida, era evidente que había fallado ante los ojos de la persona que más deseaba que lo admirara. Y si había fallado de una manera tan estrepitosa en el pequeño mundo de Elizabeth, ¿podía decir que alguna vez se había conocido de verdad? Las provocaciones de Sylvanie adquirieron ahora un nuevo significado. ¿Sería posible que ella se hubiese dado cuenta de sus defectos y hubiese tratado de aprovecharlos? Con esa revelación surgió la sospecha de que los otros calificativos de Elizabeth también pudieran ser ciertos: arrogante, vanidoso, con egoísta desdén hacia los sentimientos ajenos. Todos parecían describir el carácter de una especie de monstruo, cuya existencia él había atribuido a la rabia de Elizabeth, y por eso los había desechado rápidamente como si no tuvieran ninguna relación con él. Sin embargo, ¿no llevaba varios días dándoles vueltas a esos mismos calificativos, resentido por la desconsideración con que Elizabeth se los había aplicado? ¿Por qué las palabras de aquella joven no le habían provocado un odio furibundo hacia ella? Porque, a pesar de toda la ira y el resentimiento que sentía, le dolía haberla perdido. Se dirigió hasta la ventana, extendió los brazos y se agarró del marco, mientras miraba la luz del sol que entraba por el cristal. ¿Odiar a Elizabeth? ¿Cómo podría llegar a hacerlo? ¿Cómo podría odiar a la mujer que amaba, por exigirle que fuera el hombre que él mismo siempre había deseado ser?


La suave presión de una mano sobre su brazo lo trajo de nuevo al presente. Bajó la mirada hacia unos ojos llenos de compasión, para ver a su hermana que le tiraba de la manga. Incapaz de negarse, Darcy se inclinó y Georgiana lo besó en la mejilla.


—Querido hermano, cuéntamelo —susurró Georgiana—. Cuéntame qué ocurrió en Rosings.


Al oír la súplica de Georgiana, Darcy la miró a la cara, sintiendo que el corazón dejaba de latirle en el pecho, pero enseguida se recuperó. La amorosa petición de Georgiana y su tierno beso habían llegado al fondo de su alma, tentándolo a relatarle todo el dolor que le había causado el rotundo rechazo de Elizabeth y la amargura que le producía pensar en esa imagen de sí mismo surgida a raíz de su entrevista; pero algo en los ojos de Georgiana le hizo contener la lengua con un súbito e airado ataque de terquedad. ¿Sería posible que ella pudiese comprender su dolor? Sí, Darcy estaba seguro de que lo que Georgiana había experimentado a causa de las manipulaciones de Wickham debía de haber sido igual de devastador, antes de que provocara en ella esos cambios tan inesperados e hiciera surgir esa singular madurez que ahora mostraba. Pero aunque se seguía sintiendo agradecido por el consuelo que ella había encontrado en la religión, él no podía encontrar en los fríos preceptos divinos nada, hasta ahora, ni siquiera la compasiva solicitud de los ojos de Georgiana, que lo arrastrara en esa dirección. La religión siempre le había hecho sentir incómodo y, después de todo lo que había vivido últimamente a causa de los mandatos de la providencia, se sentía decididamente opuesto a ella.


—¿Fitzwilliam? —El tono de la voz de Georgiana le advirtió que su actitud había dejado entrever algo de lo que había pasado en su interior. Fuera lo que fuera —aún no podía darle un nombre—, Darcy sabía que no era algo apropiado para la tierna sensibilidad de su hermana. Hizo un esfuerzo para suavizar su expresión y luego se volvió hacia ella, le tomó la mano y se la llevó a los labios.


—No pasó nada, querida. No te preocupes. —Darcy le acarició la mano con el pulgar, pero no pudo mirarla a los ojos. De repente, su habitación y, de hecho, toda la casa, pareció convertirse en una jaula que lo oprimía y lo limitaba. ¡Sintió que si no salía se iba a ahogar! Soltó la mano de Georgiana—. Te agradezco el desayuno y la compañía, pero ahora tengo que salir. —Fue rápidamente hasta el cordón de la campanilla y le dio un tirón.


—¿Salir? —Georgiana frunció el entrecejo con desconcierto—. ¿Adónde tienes que ir?


—Tengo que salir, querida —replicó Darcy casi con brusquedad, sintiendo que la urgencia por escapar a la aguda observación de su hermana le resultaba casi un peso intolerable.


—P-pero… no hemos terminado de hablar sobre lo que vamos a hacer con el retrato —tartamudeó Georgiana, suplicándole con los ojos que se quedara.


—El retrato —repitió Darcy de manera distraída, sin ganas de mirarla a los ojos—. Me temo que no podemos dejar de hacer algo especial.


—Fitzwilliam, por favor… —protestó Georgiana, pero él la interrumpió.


—Debes hacerte a la idea, Georgiana, y proceder de la manera que se espera y con tanta elegancia como puedas. Te prometo que reduciremos la lista de invitados sólo a la familia y nuestros amigos más cercanos, pero hay que hacer una celebración especial para descubrir el retrato. —Sólo en ese momento se atrevió a mirar a su hermana, pero vio con alivio que ella había dado media vuelta. Un ruido en la puerta del vestidor reclamó su atención.


—¿Señor Darcy? —La formalidad con que Fletcher se inclinó para hacer la reverencia reveló que todavía no se había acostumbrado a la inesperada presencia de la señorita Darcy en la habitación de su patrón.


—Mi abrigo, Fletcher. Voy a salir.


—¿A salir, señor? Pero ¿adónde, señor? —preguntó el ayuda de cámara, desconcertado por el tono brusco de la orden—. ¿Necesita usted el abrigo para dar un paseo, o va a ir en coche…?


—¡Voy a salir! —repitió Darcy, sintiéndose cada vez más irritado mientras se esforzaba por encontrar un destino que pudiera satisfacer al mismo tiempo la curiosidad de sus inquisidores y su propia necesidad de alivio. De pronto se le ocurrió una solución—. Voy a… ¡el club de esgrima!


—Muy bien, señor. —Fletcher volvió a hacer una profunda reverencia, pero su deferencia fue inútil pues, a pesar de la suavidad con que la señorita Darcy cerró la puerta al salir, el ruido resonó en toda la habitación.


*****************


—Sí. —Darcy miró a su alrededor con gesto de aprobación, antes de comenzar sus ejercicios de calentamiento. Había hecho la elección correcta. El ambiente del club de esgrima era exactamente lo que necesitaba para exorcizar los demonios de su cabeza y la tensión corporal que lo había atormentado desde su encuentro con Elizabeth. Echó hacia atrás los hombros y comenzó moverlos y a rotarlos para poder relajar los músculos de la espalda y de los brazos, preparándose para el esfuerzo que iba a exigirles enseguida. Hacía bastante tiempo que no empuñaba una espada o un florete, y aunque le resultaba agradable aquel peso y la necesidad por ponerse en acción era enorme, era consciente de que tenía que hacer una aproximación lenta. Sí, esto era exactamente lo que necesitaba. En aquel lugar sólo le iban a exigir un poco de honestidad, juego limpio y estilo al manejar la espada. Y de eso era tan capaz como cualquier caballero; porque las dos primeras cosas las llevaba en la sangre y, en cuanto a lo último, Darcy sabía que, por lo general, su manejo de la espada era considerado poderoso y elegante.


Con el rabillo del ojo vio a Genuardi, el maestro de esgrima, que le saludó con una ligera inclinación. Ignorando las miradas de envidia que le lanzaron otros espadachines menos aventajados, que soñaban con recibir una atención similar, Darcy hizo una pausa en su calentamiento, le devolvió el saludo y luego regresó a sus ejercicios. Sintió que la sangre comenzaba a correr más rápido por sus venas y que sus músculos y tendones empezaban a calentarse. También notó que la rigidez que había aquejado sus músculos últimamente desaparecía de forma gradual. Sus movimientos se fueron haciendo más rápidos y fluidos, hasta que finalmente fue inundado por esa corriente de poder y control sobre su cuerpo que sabía que podría acometer todo lo que él quisiera. ¡Dios, qué bien se sentía! Fue reduciendo el ritmo de los movimientos, mientras los latidos de su corazón se iban haciendo un poco menos fuertes, y luego se detuvo para limpiarse el sudor de la frente e inspeccionar el salón en busca de un contrincante. Sólo un segundo antes de sentir un golpecito sobre el hombro, oyó unos pasos detrás de él.


—¡Darcy, viejo amigo! ¿Dónde has estado?—Sorprendido por la voz, Darcy se dio la vuelta para quedar frente a lord Tristram Monmouth, que gesticulaba descuidadamente con el florete—. ¿Te gustaría tener un par de asaltos conmigo? —preguntó Tris mientras enarcaba perezosamente las cejas, pero Darcy detectó en la actitud de su antiguo compañero de universidad una cierta tensión nerviosa que no pudo explicar. El hecho de que Monmouth estuviera allí ya le resultó suficientemente extraño. Darcy no podía recordar haberlo visto nunca en el club de esgrima durante los últimos dos años. Tal vez la fascinación por su esposa, lady Sylvanie, había comenzado a menguar.


—Monmouth —contestó Darcy, asintiendo para mostrar que aceptaba el reto; luego se alejó para tomar su posición sobre la pista. La tensión era buena. Hacía que el contrincante actuara con demasiada cautela, o demasiado descuido, y cualquiera de las dos cosas podía convertirse en una ventaja. Mientras afirmaba los pies en el puesto, Darcy levantó la mirada para observar a su oponente y decidió que, en el caso de Monmouth, sería demasiado descuido. Aunque no pudo explicar exactamente por qué, ya que el grito de «¡En garde!» resonó enseguida en sus oídos. El asalto comenzó. En pocos segundos, Darcy se dio cuenta de que estaba en lo cierto. En sus épocas estudiantiles, la habilidad de Tris con la espada solía ser admirable, pero era evidente que se había estancado desde entonces.


El encuentro no fue muy largo y su duración dependió más de la permisividad de Darcy que de la pericia de Tris, ya que en el transcurso del encuentro se vio obligado a bloquear no sólo uno sino dos movimientos no permitidos. Aunque atribuyó el primero al calor del momento, la segunda vez no se sintió tan seguro y prefirió terminar rápidamente el combate, asestándole varios touchés en los siguientes asaltos, con precisión y velocidad. Asombrado por la actitud de Monmouth, Darcy lo miró a la cara mientras intercambiaban el saludo formal con el que terminaba el encuentro, pero Tris se limitó a sonreírle, como si no se hubiese dado cuenta de que había ocurrido algo inapropiado. ¿Sería posible que sólo se hubiese dejado llevar o, tal vez, que hubiese olvidado las reglas con el paso de los años?


Sonriendo todavía, su antiguo compañero avanzó hacia él, con la mano tendida.


—¡Mejor que en la universidad! ¡Que me parta un rayo si no has mejorado, Darcy!


—He practicado. —Darcy estrechó brevemente la mano de Monmouth.


—¡Sin duda! —resopló Monmouth—. Después de tu demostración en casa de Say…, la última vez que nos vimos, Manning apostó a que podrías vencer a cualquiera de los demás, o a todos, en menos de diez minutos. ¡Y bueno, viejo amigo, tú sabes que no puedo resistirme nunca a una apuesta deportiva!


—Espero no haberte causado un daño significativo —replicó Darcy, con una sensación de alivio al comprender la conducta de Monmouth.


—¡No, no! Estoy bien de dinero, gracias a mi esposa —dijo, haciéndole un guiño—. Quien, a propósito, se sentirá muy feliz si tú aceptas la invitación que te envió esta semana para cenar con nosotros y un selecto grupo de amigos. —Monmouth hizo una pausa en espera de la respuesta de Darcy, pero presintiendo la amable negativa que se avecinaba, se apresuró a añadir—: Te prometo una velada muy interesante, Darcy, con gente totalmente distinta a lo usual. «¡Dile que no se aburrirá, ni nadie tratará de cazarlo!», dijo ella y te juro que ¡es verdad! A Sylvanie le encanta tener a gente fascinante a su alrededor: artistas, pensadores, escritores, gente profunda como tú. Permíteme informarle a milady de que aceptas. ¡Vamos, Darcy!


—¡Que aceptas! ¿Qué estás aceptando ahora, mi «viejo amigo» Darcy? —Los dos hombres levantaron la vista con sorpresa y vieron a lord Brougham recostado contra una de las columnas que había en aquella parte del salón. Monmouth se puso tenso al oír la voz, pero cuando vio que se trataba sólo de Brougham, Darcy pudo ver una expresión de alivio en sus facciones. Sin embargo, la sorpresa de Darcy no disminuyó ni un ápice. Nunca había visto a Dy en el club de esgrima de Genuardi, ni tenía conocimiento de que fuera miembro de ningún otro. ¿Qué podía haberlo impulsado a acudir precisamente aquel día? ¿O acaso Georgiana lo había enviado?


—Una invitación a cenar con un grupo de intelectuales aburridos. Nada que te interese, Brougham, te lo aseguro —anunció Monmouth, arrastrando las palabras, mientras miraba de arriba abajo la elegante e imperturbable figura de Brougham—. Nada de juego… bueno, eso realmente es una lástima… Sólo un poco de música y mucha conversación. Filosofía y política, ese tipo de temas.


—Brougham —interrumpió Darcy, avanzando hacia su amigo—. ¿Georgiana?


—En cierta forma, pero no te preocupes… todavía. —Dy levantó una mano para detenerlo y luego miró al acompañante de Darcy con desprecio—. ¿Así que filosofía y política, Monmouth? ¿Las dos en una sola noche? Debo decir que ciertamente será una velada muy selecta y, tienes razón, eso está fuera del alcance de mi pobre cerebro. Pero, dime, milord, ¿con quién vas a hablar tú a lo largo de toda la noche?


El brazo con el que Monmouth sostenía la espada se puso tenso durante un momento, pero Darcy se interpuso rápidamente entre los dos hombres y la tensión cedió.


—¡Lord Brougham y yo tenemos asuntos pendientes que discutir! —declaró, para restarle importancia a la pregunta de Dy, y le lanzó una mirada de censura. Luego volvió a mirar a Monmouth y continuó—: Por favor, dile a lady Monmouth que acepto la invitación.


Al oír la promesa de Darcy, Monmouth cambió su expresión de rabia por una de satisfacción y, tras dirigirle una risita a Brougham, se dirigió a Darcy:


—Milady estará muy complacida. Entonces, ¿mañana a las ocho? ¡Excelente! Hasta entonces, Darcy. —Monmouth hizo una inclinación—. Brougham. —Apenas se detuvo para inclinarse en dirección a Brougham, marchándose hacia los vestuarios a grandes zancadas.


—¡No habrás hablado en serio! ¡No tendrás intención de ir realmente, Fitz! —Brougham hizo una mueca de disgusto, mientras observaba cómo se alejaba Monmouth.


—No querrás que me retracte, ¿o sí? —le preguntó Darcy de manera tajante.


—En este caso en particular, sí me gustaría que te retractaras y con la mayor urgencia —respondió Brougham—. ¡Uno no tiene que cumplir su palabra cuando ha estado hablando con el diablo!


—Estás exagerando un poco, ¿no te parece? —Darcy montó en cólera—. Y yo no habría tenido que dar mi palabra si tú te hubieses contenido y no lo hubieses insultado. ¡Por Dios, Dy, le has llamado poco menos que idiota en su propia cara!


—Te ruego que me perdones, Fitz; tenía la impresión de haber sido más claro. Pero eso es irrelevante. —Brougham descartó la idea de seguir hablando de Monmouth—. Lo que me gustaría saber es por qué, después de todo lo que me he esforzado por evitar un encuentro entre la señorita Darcy y lady Monmouth, tú estas propiciando que eso ocurra.


—Nunca te había visto aquí antes. —Darcy respondió a la incómoda pregunta de su amigo cambiando de tema—. ¿Has venido a practicar, o acaso Georgiana…?


—A practicar, amigo mío; y parece que ya hemos empezado, ¡aunque todavía no estoy adecuadamente vestido! —Brougham comenzó a desabrocharse la levita—. Lo que sucede es que me distraje debido a tu magnífico despliegue de tolerancia. Te has dado cuenta de que Monmouth ha hecho un par de jugadas sucias, ¿no?


—¡Pero eso no lo convierte en el demonio!


—Cierto, Fitz, muy cierto; Monmouth sólo es una serpiente, y una muy rastrera, a decir verdad, que está al servicio del demonio. —En ese momento, uno de los asistentes del salón se acercó para recoger la chaqueta y el chaleco de Brougham, y los dos hombres guardaron silencio. Darcy observó detenidamente cómo su amigo se quitaba las prendas y luego retrocedió, al mismo tiempo que Dy aceptaba el chaleco protector y el florete que le ofrecía el sirviente y comenzaba su propia rutina de estiramientos.


Darcy sacudió la cabeza y dejó escapar un hondo suspiro. Una vez más, Dy había logrado despertar su curiosidad con aquel discurso tan enigmático. Pero sabía perfectamente que hacerle más preguntas o exigirle una explicación sería inútil. Su amigo se limitaría a encogerse de hombros y le respondería con una de esas ingenuas miradas de desconcierto, mientras decía que ya se le había olvidado la estupidez que estaba diciendo y que no había de qué preocuparse. Además, sabía que la aparición de su amigo en el club de esgrima de Genuardi no era accidental, sino que estaba relacionada en cierta forma con Georgiana, y eso le preocupaba más que lo que Dy pudiera pensar de los amigos de Monmouth. Tras unos pocos minutos de ejercicio, Dy dejó caer el brazo que sostenía la espada y miró a Darcy, al tiempo que le decía lacónicamente:


—¿Listo?


—¿Ésa es toda la preparación que necesitas? —Darcy miró a su amigo con incredulidad—. ¿Cuánto tiempo hace, Dy? ¿Has practicado alguna vez desde que salimos de la universidad? No has calentado lo suficiente…


—¿Temes que te decepcione, Fitz? —lo interrumpió Dy—. No temas, amigo mío. He hecho bastantes ejercicios de calentamiento, sobre todo durante la última media hora o más. —Dy avanzó entonces a un lugar vacío en la pista y no dejó a Darcy más alternativa que seguirlo, mientras entrecerraba los ojos con perplejidad. ¿Qué significaba ese comportamiento tan inusual? Si Georgiana lo hubiera enviado porque estaba preocupada, ¿qué necesidad tenía Dy de enfrentarse con él? Su amigo siempre estaba más dispuesto a sugerir una partida de billar en el club, o a presenciar algún evento deportivo, para «quitarte esa tan aburrida cara de contrariedad», como le decía continuamente ante el celo con el que Darcy protegía su intimidad. En los dos años transcurridos desde que había regresado a la ciudad, Darcy no recordaba haber visto a Dy sudando, excepto en el campo de caza. Ocupó su lugar frente a su amigo y, después de hacer el saludo reglamentario, adoptó la posición de guardia con la cual comenzaba el encuentro.


—¡Milord! ¡Señor Darcy! ¡Scusatemi! —gritó el signore Genuardi con tono apremiante, atravesando rápidamente el salón en dirección a ellos—. Perdono, signori, ¿ustedes dos se conocen? ¡Prodigioso! —exclamó el maestro de esgrima, radiante de orgullo, como un maestro que está frente a sus dos mejores alumnos—. Per cortesia —siguió diciendo el maestro de esgrima—, permítanme el placer de ser el juez del encuentro. —Entonces les hizo señas para que volvieran a adoptar la posición de inicio y, con una voz aguda que resonó por encima del murmullo del salón, que ahora estaba pendiente de lo que ocurría, proclamó—: ¡En garde!


—Parece que tenemos público. —Dy detuvo el avance de Darcy, pero no hizo ningún ademán de atacar—. No había previsto que esto despertaría tanto interés. ¡Qué fastidio!


—¿Conoces a Genuardi? —Darcy flexionó la muñeca, lo que hizo que la punta del florete trazara círculos en el aire.


—Todo el mundo conoce a Genuardi.


¡Ay, Darcy detestaba cuando Dy jugaba a hacerse el tonto! La irritación le hizo decidirse. Saltó a la ofensiva y tomó la delantera, obligando a su amigo a retroceder varios pasos antes de poder detener el ataque y defenderse. La respuesta de Brougham fue efectiva pero poco sofisticada, exactamente lo que Darcy esperaba de un buen espadachín que ha estado alejado del deporte varios años. Darcy bloqueó el ataque de Dy, se defendió e insistió en la ofensiva, pero esta vez no logró hacerlo retroceder tanto. Dy hizo una buena maniobra de defensa y la primera parte de su ataque fue un movimiento que ambos habían aprendido y practicado juntos en la universidad. Darcy lo desvió fácilmente, pero su amigo lo volvió a atacar y esta vez acompañó la ofensiva con un nuevo movimiento de la muñeca y el cuerpo, que aumentó su efectividad. Darcy lo evitó por un pelo y tuvo que retroceder uno, no, dos pasos.


—¡Touché! —declaró el maestro de esgrima—. ¡Punto para lord Brougham!


Brougham retrocedió inmediatamente después de obtener su victoria y saludó a Darcy.


—¡Me estás subestimando, Fitz! Lo esperaba de otros, pero no de ti. No he debido ganar ese punto.


—Te prometo que no lo volverás a hacer —replicó Darcy, volviendo a su puesto.


—¡En garde! —gritó Genuardi para llamar la atención de los dos contrincantes. Esta vez Darcy esperó, mientras observaba atentamente todo lo que podía sobre la postura y el estilo de Dy, pero su oponente no le dio ninguna pista, pues se limitaba a sonreír con el florete en alto y una actitud casi despreocupada. Darcy respondió con una sonrisa y se abalanzó con una ferocidad que provocó un despliegue de destreza por parte de los dos, ante el cual los curiosos dejaron escapar varios gritos de admiración, al tiempo que ambos contrincantes intercambiaban ataque y defensa.


—¡Touché! ¡Punto para el signore Darcy! —Darcy sintió que la sangre le zumbaba en las venas, mientras le hacía a su amigo el saludo reglamentario. ¡Su amigo era un rival excelente y eso le hacía sentir… bien!


—¿Ahora sí estoy a tu altura? —le dijo Brougham con sarcasmo, antes de regresar a su sitio.


—Más de lo que esperaba de ti, sí. Bastante bien. —Dy sonrió como siempre, pero cuando dio media vuelta, Darcy tuvo la incómoda y súbita sensación de que su amigo estaba poniendo a prueba algo más que su habilidad con el florete. Era una sensación desagradable y extraña, que había sentido más de una vez en los dos años transcurridos desde que habían retomado su amistad. Volvió a su puesto y, cuando miró a Dy a la cara, se encontró con unos ojos que lo observaban con penetrante intensidad. Darcy levantó el florete.


—¡En garde! —El tercer asalto fue como el anterior: rápido, fuerte y elegante. Darcy descubrió que su amigo le respondía lance por lance y el tiempo del ataque ya casi estaba llegando a su fin cuando la punta del florete de Dy lo tocó justo debajo del corazón—. ¡Touché! ¡Punto para lord Brougham! —A esas alturas todos los que estaban presentes en el club se habían congregado a su alrededor y la ovación fue ensordecedora.


Mientras intercambiaban saludos, Darcy se inclinó hacia su amigo.


—¿Y dónde has estado entrenando sin decir una palabra? Si fueran espadas y un enfrentamiento real…


—Todavía estarías sano y salvo —interrumpió Brougham, con expresión grave, mirándole a los ojos—. Un hombre necesita tener corazón para salir herido con ese lance.


—¿Qué? —Darcy enarcó las cejas con asombro, pero el fuego que había visto en los ojos de su amigo hacía solo un minuto, ya había sido reemplazado por su indiferencia habitual.


—Debes perdonarme, amigo mío, pero sólo puedo concederte otro asalto. Un compromiso urgente, adquirido con anterioridad, ya me entiendes. Este pequeño tête-à-tête —dijo y suspiró— no estaba en mi agenda de hoy. —Dy le hizo una rápida inclinación y volvió a su lugar, dejando que Darcy lo observara, mientras empezaba a comprender. ¡Dy estaba molesto con él! Regresó a su puesto en medio de la confusión, mientras trataba de encontrar una explicación. ¿Por qué? ¿Y qué era esa historia acerca de que él no tenía corazón? Dio media vuelta para quedar frente a su amigo y tomó posición. Los curiosos guardaron silencio ahora que se podía ver que los dos contrincantes estaban listos. Darcy respiró hondo. ¡No tenía modales ni conciencia y ahora resultaba que tampoco tenía corazón! ¿Ve usted lo que ha comenzado, señorita Elizabeth Bennet? Resopló con amargura. ¡Lo único que falta ahora es un coro griego!


—¡En garde! —La orden del signore Genuardi rompió el silencio del salón. Esta vez, Dy no esperó a que su amigo decidiera si aprovechaba la primera oportunidad sino que se le abalanzó directamente, con fuerza y velocidad. No sólo Darcy sino todos los que estaban observando pudieron ver que la espada de Brougham se movía con decisión y Darcy nunca se había sentido tan golpeado. ¡Si así debe ser, que sea!, resolvió el caballero, defendiéndose del ataque de Dy, quitándole el derecho a atacar y tomando la ofensiva. Darcy empleó en su acometida todos los movimientos, las fintas y los giros del cuerpo y la muñeca que sabía hacer y tuvo la satisfacción de hacer retroceder a Dy casi hasta el límite. Aparte de una exquisita precisión que parecía enviar cada golpe exactamente a donde él quería que llegara, Darcy volvió a disfrutar de la excitante sensación de percibir que su cuerpo era un instrumento sensible y bien afinado. Aunque hasta ahora Dy había logrado evitar la punta de su florete, él sabía que lo estaba obligando a poner en práctica todos los conocimientos y habilidades que poseía. Mientras los dos contrincantes atacaban y contraatacaban, los observadores ya no pudieron contener más su admiración. Los gritos de ovación se mezclaron con los de exclamación, cuando el tiempo del asalto acabó sin que ninguno de los dos lograra anotar un punto en medio del frenético despliegue. Pero Darcy, totalmente concentrado en su objetivo, no vio ni oyó el bullicio. De repente aprovechó una oportunidad.


—¡Touché! —La voz de Genuardi apenas se alcanzó a oír, pero los que estaban alrededor se unieron al grito—. ¡Punto para el signore Darcy! —El salón pareció estallar, pero los dos hombres sobre los que había estado centrada la atención se separaron, jadeando al unísono, mientras se observaban mutuamente con extraña cautela. Una reticente sonrisa se abrió paso lentamente en el rostro de Dy, al tiempo que levantaba el florete en señal de saludo.


—¡Bien hecho, viejo amigo! ¡Todavía sabes manejar la espada!


—¡Ja! —se rió Darcy, devolviéndole el gesto—. ¡Lo mismo digo de ti! ¡Dos puntos para cada uno no es un resultado muy decisivo! —Luego miró a su amigo con más seriedad—. ¿Me vas a decir de qué va todo esto?


Dy desvió la mirada. ¿Cuál de los dos irá a responder: el amigo o el idiota?, se preguntó Darcy.


—Pasé esta mañana por Erewile House para ver si ya te habías recuperado de tu viaje a Kent —respondió el amigo, volviéndose para mirarlo directamente—, pero sólo encontré a la señorita Darcy, sola y bastante desanimada. —Hizo una pausa y respiró hondo—. ¡Fitz, sea lo que sea que haya sucedido en Kent, te ruego que no aflijas más a la señorita Darcy! Ella vive preocupada por ti y tú te portas con ella de una manera miserable, dándote aires de superioridad, mientras alimentas las penas de Kent.


—¡Brougham! —rugió Darcy. ¿Quién era él para…?


Ignorando aquella interrupción, Dy continuó, en voz baja pero absolutamente clara.


—Ella no va a decir nada contra ti, ni lo haría aunque se sintiera utilizada, porque siente por ti un enorme respeto. —Sacudió ligeramente la cabeza—. Pero como yo no tengo tantos escrúpulos, me permito decirte que, a pesar de que eres mi amigo, si sigues portándote con la señorita Darcy de una manera tan desconsiderada y sin tener en cuenta sus sentimientos, ¡puede haber muchos más ataques como éste!


—¡Te estás atribuyendo demasiadas responsabilidades! —le advirtió Darcy retrocediendo—. Estás rebasando el límite, Brougham, y estás muy lejos de tu…


—¿Lo estoy, Fitz? —Brougham miró a Darcy con ojos escrutadores—. Entonces, conociéndome como me conoces, tal vez deberías preguntarte por qué decidí, de manera tan extraordinaria, asumir una responsabilidad tan grande en tu nombre. —Y diciendo eso, Dy le entregó el florete a un asistente que estaba esperando y salió del salón.


—¿La zorra está llorando porque las uvas son amargas, Darcy? —Monmouth apareció en ese momento, abriéndose paso entre la multitud de gente que se acercaba a felicitar a los espadachines, e hizo una señal con la cabeza en dirección a Brougham.


—No —contestó Darcy de manera distraída, mirando fijamente hacia el lugar por donde había desaparecido su amigo—. Parece más bien un coro griego.



*******************

En un estado de agitación provocado tanto por la irritación como por la curiosidad, Darcy se marchó un cuarto de hora después que Brougham, tras mostrar su agradecimiento a aquellos que lo habían apoyado durante el encuentro y de recuperar su ropa. Según parecía, Dy había dejado el club enseguida, sin detenerse a refrescarse o a vestirse con la impecabilidad que lo caracterizaba. ¿Adónde habría ido? Después de hacerse un nudo de corbata más o menos presentable, Darcy se abrochó el abrigo apresuradamente, dejó el club de esgrima y tomó un carruaje.


—A Boodle's —le dijo al cochero, mientras se subía al vehículo. Si aquel cuento sobre un compromiso previo era un invento, tal como suponía, era probable que Brougham se hubiese retirado a su club, esperando que Darcy lo siguiera. Si no era así, no tenía intención de perseguir a su amigo por todo Londres. Se divertiría un poco con los caballeros de su club y esperaría otra oportunidad para arrinconar a Dy. Además, admitió para sus adentros, todavía no estaba preparado para regresar a casa.


El viaje hasta Boodle's no fue largo y apenas le dio tiempo para reflexionar sobre el significado de las provocativas palabras de su amigo. Era evidente que Brougham no aprobaba la manera en que Darcy se había alejado de Georgiana, haciéndola sufrir con su comportamiento y llenándola de incertidumbre por su salud y el bienestar de su alma. Pero ¿qué demonios le importaba eso a Brougham? ¡El comportamiento de Dy empezaba a ser sospechosamente parecido al de un enamorado! El caballero se movió con incomodidad, pues le preocupaba que esa idea volviera a aparecer. ¿Acaso Dy no le había estrechado la mano y le había jurado que él no representaba ningún peligro para su hermana? Además, estaba el asunto de la diferencia de edad y de temperamento…


—¡No, eso no puede ser! —se aseguró en voz alta. Tenía que haber otra razón. Debía de ser que, mientras velaba por ella, Dy había llegado a ver a Georgiana como la hermana que nunca había tenido. Su amigo le estaba advirtiendo de que su comportamiento hacia su hermana no era lo que Brougham, en su limitada experiencia, consideraba «fraternal». Darcy se recostó contra el respaldo del asiento. ¡Sí, tenía que ser eso!


Libre ahora para concentrar su atención en el mensaje y no en el mensajero, Darcy no pudo hacer otra cosa que reconocer que Brougham tenía razón; y la verdad es que lo había sabido de inmediato. Era cierto que debía tener más consideración por los tiernos sentimientos de su hermana —¿acaso no lo había hecho siempre?—, sólo que por el momento le costaba trabajo hacerlo. Esa falta de voluntad, al igual que tantos otros pensamientos y emociones que había experimentado esa semana, le parecieron tan poco acordes con su manera de ser que se sintió abrumado. Así que reprimió rápidamente esa idea y miró por la ventanilla hacia las tiendas y los clubes exclusivos de Londres. Las cosas volverían a la normalidad… Con el tiempo, y cuando él se hubiese recuperado y la señorita Elizabeth Bennet no fuese más que un recuerdo lejano, todos podrían volver a ser como antes, y la vida volvería a ser tal como la había planeado antes de perder la razón en el salón de la rectoría de Hunsford.


Cuando estuvo dentro del selecto recinto de Boodle's, Darcy atravesó el vestíbulo de mármol ajedrezado y se dirigió a una de las amplias escaleras hacia los salones del fondo. Una rápida ojeada le reveló que Brougham no se encontraba entre los presentes, aunque sí había otros conocidos y más de un caballero lo saludó con entusiasmo mientras recorría los salones.


—Darcy —lo llamó sir Hugh Goforth, cuando pasaba por una de las salas de billar—. Ese amigo tuyo estaba buscándote.


—Sir Hugh. —Darcy se detuvo e hizo una inclinación—. ¿Brougham?


—No, no… No he visto a Brougham en años. Bingley, creo que era el nombre. Dijo que iba a llevar a su hermana a visitar a tu hermana, o algo así. Supongo que tenía la esperanza de encontrarte por aquí.


Mientras le daba las gracias a sir Hugh por la información, Darcy sintió una oleada de rabia que casi lo hizo sonrojar. Bingley, cuyo impetuoso enamoramiento había dado comienzo a aquel nefasto asunto y cuyos intereses él había logrado salvar del fuego ¡sólo para terminar totalmente quemado él mismo! Dejó escapar un resoplido. Al parecer, Bingley y su hermana habían regresado de su viaje anual a Yorkshire y estaban otra vez en la ciudad. Si Darcy se hubiese tomado la molestia de revisar el montón de tarjetas de visita que Hinchcliffe siempre le dejaba con tanto cuidado sobre el escritorio, es posible que ya hubiera tenido conocimiento de ello, y habría podido enviar una nota anticipándose a cualquier idea que Bingley tuviera de hacer una visita. Sin embargo…


—¡Eh, Darcy! —lo llamó sir Hugh desde el otro lado de la mesa de billar—. El caballo de Devereaux va a correr y él tiene que estar presente. ¿Quieres jugar una partida?


Debería irse a casa. Debería irse a casa, pedirle a Georgiana que lo perdonara y darles la bienvenida a Bingley y a su hermana. Debería irse en aquel mismo instante para comenzar a revisar la montaña de papeles que requerían su atención encima del escritorio, como siempre había sido su costumbre.


Sin embargo, dio media vuelta y estiró el brazo para agarrar un taco.


—Todas las que quieras, Goforth. Tengo toda la tarde.




*******************
La visita de los Bingley no se podía aplazar indefinidamente y, aunque Darcy se las había arreglado para evitarla el día anterior, la tarjeta de Charles volvió a aparecer a la mañana siguiente. Resignado, se reunió con su hermana en el salón, a esperar la llegada de sus visitantes. La noche anterior había hablado sólo brevemente con Georgiana, pues la curiosidad por saber si su hermana tenía alguna información sobre el comportamiento de Brougham lo había impulsado a buscarla, a pesar de haber estado ausente la mayor parte del día. Georgiana contestó con inocencia que sí, lord Brougham había venido a buscarlo, pero sólo habían hablado breves momentos antes de informarle de que él había salido.


—¿Y de qué hablasteis en esos «breves» momentos, Georgiana? —había preguntado Darcy de manera despreocupada, mientras admiraba uno de sus bordados, que estaba colocado en el bastidor. Como todo lo que su hermana hacía, el trabajo era exquisito y preciso. Los hilos de seda representaban una escena del Edén, el jardín invernadero que tenía su madre en Pemberley. Una serie de hilos de diferentes colores que colgaban del bastidor atrajo su atención y, sin pensarlo, Darcy los agarró delicadamente.


—Quiso saber cómo estabas desde tu regreso de Kent, pues no te había visto desde que nos había traído a Trafalgar. Luego preguntó amablemente por la ceremonia para descubrir el retrato.


—¿Nada más? —preguntó Darcy, jugueteando con los hilos, deslizándolos con enorme familiaridad entre sus dedos.


—Hablamos un poco de un libro que él me envió y que me animó a leer. No recuerdo nada más; aunque, por un momento… —Georgiana vaciló y luego lo miró a con curiosidad. Él siguió la mirada de su hermana hasta su propia mano y se sonrojó al ver que se había enredado los hilos en los dedos sin darse cuenta. Rápidamente los desenrolló y los volvió a poner sobre la mesa, con la mayor indiferencia que pudo—. Ah, puedes tomarlos para ponerlos con los otros, si quieres —le aseguró su hermana con una sonrisa rápida.


—Por un momento… ¿qué? —insistió Darcy, dándole la espalda a esa terrible tentación.


—Por un momento… —Georgiana arrugó la frente con perplejidad—. Pareció sentirse mal… pero no exactamente enfermo. No sabría decir qué pasó; sucedió muy rápido. Pero tú lo conoces muy bien. —Georgiana levantó la vista para mirar a su hermano—. ¿Qué pudo haber sucedido?


—Hummm —resopló Darcy—. Sucedió que tomó la decisión de embarcarse en una misión que sabía que era una intromisión y una impertinencia. —Darcy desvió la mirada con un poco de exasperación, confundido por la inexplicable actuación de Dyfed Brougham. ¿Realmente «lo conocía tan bien»? Se inclinó hacia delante y le dio un beso a su hermana en la frente—. Buenas noches, preciosa.


—Lo mismo te deseo, hermano —respondió ella, con una sonrisa matizada por un aire de desconcierto.


Darcy dejó a su hermana para pasar otra noche aciaga en su habitación, sin dormir y desconfiando al mismo tiempo de los sueños que le podría traer la noche. Había desperdiciado la mañana, porque a pesar de lo mucho que se había esforzado en revisar el montón de documentos que Hinchcliffe le había preparado, no pudo avanzar mucho antes de caer en una ensoñación o en un estado de adormecimiento. Después de renunciar a concentrarse, se había estirado sobre el diván de su estudio y había dormido una hora incómodo pero sin sueños, antes de que lo despertara el tímido golpe de Witcher en la puerta para traerle la tarjeta de Bingley.


La mirada de alivio que percibió en la cara de Georgiana cuando apareció en el salón llamó su atención y, mientras le tomaba la mano para besársela, pudo sentir una tensión inusual en su actitud.


—¿Georgiana? —murmuró, mientras vigilaba la puerta que se abriría en segundos para dejar entrar a sus visitantes.


—No es nada, hermano —dijo Georgiana, sonrojándose, y retiró la mano.


—¡Tonterías! —replicó Darcy y añadió con voz suave—: Dime qué sucede.


Georgiana se puso todavía más colorada.


—La señorita Bingley —confesó avergonzada—. Yo… —En ese momento se abrió la puerta del salón, dando paso a la causa de la confusión de su hermana. No hubo tiempo para decir nada más.


Darcy avanzó hacia el frente.


—Señorita Bingley. —Le hizo una reverencia y luego se volvió hacia su hermano y le tendió la mano—. ¡Charles! Así que ya habéis vuelto.


—¡Darcy! ¡Sí! —Bingley le estrechó la mano con fuerza—. Londres, o mejor dicho, la temporada social, ya nos estaba llamando, y Yorkshire no es lugar para nosotros, ¿puedes creerlo? Señorita Darcy. —Bingley dio media vuelta y le hizo una inclinación a Georgiana—. Será un gran placer para nosotros asistir a la ceremonia de descubrimiento la próxima semana.


—¡Charles! La ceremonia durante la cual se descubrirá el retrato de la señorita Darcy, por favor. —La señorita Bingley entornó los ojos—. Esperamos muy ilusionados, señorita Darcy. —Le dirigió una indulgente sonrisa a su interlocutora—. Será la ceremonia más espléndida de la temporada. Según entiendo, el mismo Lawrence va a asistir, ¿no es así? —Sin esperar a recibir una respuesta, miró a Darcy—. Vaya, es el colmo de la buena suerte, ¿verdad, señor Darcy? La presentación en sociedad de su hermana ya se ha convertido en un gran tema de conversación; la presencia de Lawrence garantizará el éxito de la ceremonia. ¡Me imagino que Erewile House se verá inundada de gente que querrá saludarla!


Más que ver, Darcy percibió cómo Georgiana se estremecía ante el exagerado elogio de la señorita Bingley. ¡Era increíble que una mujer que decía apreciarla tanto conociera tan poco el verdadero carácter de su hermana! ¡La trataba como si fuera una muñequita bonita, sin preocuparse lo más mínimo por sus pensamientos o sentimientos! Darcy dejó de prestar atención a la señorita Bingley y se dirigió a su hermano.


—Desde luego que seréis bienvenidos, pero no será tan concurrida como estáis pensando. Hemos decidido invitar sólo a la familia y los amigos más cercanos.


—¡Ay, eso no puede ser cierto! —exclamó la señorita Bingley, llamando la atención de todo el mundo con un chillido estridente mientras tomaba asiento—. Señorita Darcy… —dijo, dirigiéndose a Georgiana.


—Pero lo es —interrumpió Darcy, mirándola con irritación. ¡Estaba muy equivocada si creía que le iba permitir mortificar a Georgiana con ese asunto!—. Eso es lo que Georgiana desea.


—¿Les gustaría tomar algo, señorita Bingley, señor Bingley? —intervino Georgiana con voz suave pero firme. Después de mirarla con una sonrisa de asombro y aprobación, Darcy apoyó la sugerencia.


—Sí, seguramente querrán una taza de té. Estoy seguro de que la señora Witcher tiene algo preparado. —Le señaló a Bingley una silla, invitándolo a sentarse, y tocó la campanilla—. Y ahora, Charles, tienes que contarnos qué has hecho todas estas semanas en Yorkshire.



*****************
Esa noche, mientras Darcy se abrochaba el chaleco delante del espejo, no sabía si sentirse contento por el hecho de que Brougham no hubiese aparecido durante todo el día, o molesto con él por haber mantenido las distancias. Dy era como un fuego fatuo, era cierto; pero ¿qué significaba aquello de acercarse a él como lo había hecho en el club de esgrima y luego, sin la más mínima consideración hacia Georgiana, desaparecer? ¡Eso ya era el colmo! No obstante, si Brougham hubiese venido, ¿qué habría ocurrido? Probablemente habrían tenido una discusión desagradable, que provocaría un distanciamiento entre ambos, porque, en ese mismo momento, Darcy se estaba preparando para la selecta reunión de Monmouth y nada de lo que Dy hubiese dicho habría podido disuadirlo de asistir. De hecho, ya estaba teniendo que soportar suficientes críticas con respecto a la velada de esa noche por parte de su ayuda de cámara, como para añadirle la desaprobación de Brougham. Cuando Darcy había informado a Fletcher la noche anterior de que iba a salir a una reunión formal, su ayuda de cámara se había alegrado mucho y había comenzado a revisar el guardarropa con su acostumbrado entusiasmo. Pero aquella noche, sin embargo, la idea de presentar a su patrón como el máximo exponente de la moda no despertaba en él la misma excitación.


—¿Ha dicho usted lord y lady Monmouth, señor? —había repetido con un poco de incredulidad, al descubrir quiénes serían los anfitriones de su patrón durante la velada—. ¿Está usted seguro, señor? —había preguntado su ayuda de cámara, mientras lo afeitaba por segunda vez ese día.


—Sí, Fletcher. —Darcy lo había mirado con ironía—. Estoy seguro de quién me ha invitado. —Sabiendo que debía de haber algo más detrás de aquella pregunta, continuó—: ¿Por qué?


—¡Para abreviar, el castillo de Norwycke, señor! —respondió Fletcher con una mueca de disgusto—. Y desde entonces lord Monmouth y, en especial, lady Monmouth han sido vistos con una compañía más bien variada, señor.


—Eso me dijo Monmouth. «Filosofía y política» fue la descripción que hizo. ¡Nada parecido a lo que acechaba entre las sombras de Norwycke, Fletcher! —Ante esa observación, el ayuda de cámara sólo había dejado escapar un suspiro de escepticismo.


—Es estupendo saber que podrá uno sonreír y sonreír…, señor —había replicado Fletcher, antes de volver a ocuparse de la navaja.


No dijeron nada más, pero Fletcher le fue pasando a su patrón cada una de las prendas que usaría esa noche con un aire de reticencia y el nudo de la corbata fue un asunto anodino, que no llamaba la atención ni por la creatividad ni por la elegancia.


Más tarde, mientras el cabriolé lo llevaba hasta la casa de Monmouth, la desaprobación de Fletcher combinada con la de Brougham produjo en Darcy una especie de arrepentimiento por haber aceptado la invitación. Pero fue una sensación fugaz, ya que también estaba muy intrigado por ver cómo estaba la antigua lady Sylvanie Sayre, después de los horribles sucesos ocurridos en el castillo de Norwycke. Al mismo tiempo, sentía una enorme curiosidad por conocer el carácter de los intelectuales y artistas que se habían reunido en torno a ella. Esa compañía le otorgaba a la noche un cierto aire de provocación y la perspectiva de experimentar algo provocativo o abiertamente peligroso era infinitamente preferible a lo que lo consumía ahora: la permanente sensación de que su estómago se contraía en un mismo nudo doloroso. Si él iba a… Si Elizabeth iba a… La puerta de la mansión de Monmouth se abrió y el murmullo de una docena de conversaciones inundó la calle, junto a la luz de los candelabros.


Desesperado por escapar del dolor, Darcy se aferró a la invitación que el sirviente le hacía desde adentro y lo siguió, intentando pensar en otra cosa que no fuera el aterrador abismo de su pérdida.


—¡Darcy, bienvenido! —lo saludó lord Monmouth desde lo alto de la magnífica escalera que dominaba el vestíbulo—. ¡No pierdas tiempo ahí abajo! —dijo con voz autoritaria, mientras Darcy le entregaba a un lacayo el sombrero y el abrigo—. ¡Sube, hombre! ¡Lady Sylvanie está ansiosa por verte!


Darcy se abrió paso a través del vestíbulo lleno de gente y alcanzó las escaleras, pero el avance le resultó difícil a causa de la cantidad de invitados que había allí, algunos bajando y otros subiendo, algunos absortos en intensas conversaciones y otros en serios coqueteos en los escalones. Cuando por fin logró subir, Monmouth todavía lo estaba esperando con una sonrisa de oreja a oreja. A Tris siempre le había gustado estar rodeado de mucha gente y, a juzgar por la cantidad de invitados que había allí, Sylvanie había conseguido convertirse en una anfitriona exitosa. Lord Monmouth debía de estar muy complacido. A Darcy todavía le resultaba extraño que Sylvanie deseara retomar su relación. La manera como él había rechazado sus sensuales ofertas en el castillo de Norwycke y la innegable participación que había tenido en el desenmascaramiento y posterior suicidio de su madre seguramente hacían que cualquier contacto entre ellos fuese doloroso o, al menos, excesivamente incómodo. Sin embargo, ella se había empeñado en conocer a Georgiana y establecer con su hermana una relación que lord Brougham había tenido que desalentar, y ahora deseaba verlo a él por encima de todas las cosas.


—Tris. —Darcy hizo una inclinación y luego estrechó la mano que Monmouth le tendía—. ¡Has reunido una asombrosa cantidad de gente para ser lo que me anunciaste como un «selecto grupo» de filósofos y políticos!


—Ah, ellos —dijo Monmouth, haciendo un gesto de desprecio con la mano—. Estos sólo son el escaparate, amigo mío. Los importantes están en el salón verde, donde recibe Sylvanie. ¡Ven! —Monmouth lo condujo a través del corredor, hacia un par de enormes puertas dobles—. ¡Un momento! —dijo sonriendo cuando llegaron y golpeó en una de las puertas. El pomo empezó a girar lentamente hasta que la puerta empezó a abrirse. Rápidamente, Monmouth puso una mano sobre el pomo y empujó la puerta, sorprendiendo al criado que estaba al otro lado y obligándolo a retroceder—. ¡Idiota! —gruñó Monmouth, mientras invitaba a Darcy a entrar en el salón—. ¡Dios, cómo detesto lidiar con criados contratados sólo por un día; nunca parecen asimilar ninguna orden, por pequeña que sea, y ni siquiera logran reconocer al que les está pagando! Pero aquí estamos por fin, ¡el círculo más íntimo! —Detuvo a otro criado y, levantando dos vasos de la bandeja que llevaba, le pasó uno a Darcy—. Primero algo de beber, viejo amigo, y luego, a saludar a lady Sylvanie. ¡Salud! —Monmouth levantó el vaso para brindar y se tomó la mitad de su contenido, antes de que Darcy consiguiera reaccionar. Haciendo un movimiento mecánico, Darcy se llevó el vaso a los labios, pero enseguida lo golpeó el fuerte olor del whisky. Retrocedió y miró a su amigo.


—¿Un ponche de whisky, Monmouth?


—Un ponche de whisky irlandés —contestó desde atrás una voz con marcado acento irlandés. Darcy enarcó una ceja mientras daba media vuelta para descubrir la identidad de su informante.


—Ah, O'Reilly. —Monmouth saludó al hombre—. Permíteme presentarte a un viejo amigo. El señor Fitzwilliam Darcy, de los Darcy de Pemberley, en Derbyshire. Darcy, sir John O'Reilly, del condado de…, Irlanda.


—Su servidor, señor. —Darcy hizo una inclinación.


—Encantado, señor —respondió sir John, y su actitud pareció un poco menos fría—. Entonces, Darcy, ¿viene usted a hablar de filosofía o de política?


—Aún no lo he decidido, sir John, pues soy nuevo en estas «selectas» reuniones de Monmouth —confesó Darcy, haciendo un gesto con la barbilla en dirección a su anfitrión—. Creo que lo más sabio será escuchar y aprender, antes de dar mi opinión en cualquiera de los dos temas.


—Si ésa es su manera de ser, usted no debe de poseer ni una gota de sangre irlandesa —dijo sir John, riéndose—. La falta de conocimiento nunca ha impedido que ninguno de mis compatriotas opine sobre un tema. El hecho de no saber de qué están hablando sólo anima a los irlandeses a ser todavía más elocuentes.


—No sé si debería estar de acuerdo con usted o no, señor. —Darcy se unió a la carcajada que había provocado la mordacidad de sir John entre los que los rodeaban—. Pero supongo que si presto mucha atención, también me daré cuenta de eso.


—Es usted muy diplomático, señor Darcy. —Sir John asintió—. Le irá bien. ¿Tendría usted la bondad de excusarme? Monmouth. —Le hizo un guiño a lord Monmouth y se perdió entre la gente.


—Bebe, Darcy. —Monmouth señaló el ponche de Darcy, que todavía no había probado—. Sylvanie espera. —Darcy enarcó una ceja al mirar su vaso y probó el contenido bajo la mirada burlona de Monmouth. Necesitó de todo su autocontrol para reprimir la sensación de ahogo y contener la tos. No obstante, los ojos se le humedecieron inevitablemente—. ¡Ja! —Monmouth le dio una palmadita en la espalda—. ¡Ya veo que no eres bebedor de whisky!


—No, por lo general no —logró contestar, mientras se secaba las lágrimas de los ojos. Un criado apareció a su lado.


—¿Puedo llevarme esto, señor? —preguntó, al tiempo que hacía una inclinación y le ofrecía luego una bandeja vacía.


—Sí, tome. —Darcy colocó el vaso sin terminar sobre la bandeja.


—Muy bien, señor. —El criado hizo otra inclinación y desapareció.


—Hummm —observó Monmouth—, ¡un camarero contratado que realmente conoce el oficio! Bueno —dijo, sonriendo—, ahora ya estás «bautizado» y puedes vagar libremente, viejo amigo. ¡Ah, sí! —respondió Monmouth al ver la cara de asombro de Darcy—. Si tu aliento no huele a «agua de vida», serás tomado por sospechoso. ¡Ahora todo está arreglado! Pero primero milady. —Con esas palabras, lord Monmouth lo agarró firmemente del brazo y lo condujo con paso seguro hasta el otro extremo del salón. La verdad es que resultó muy conveniente porque, a esas alturas, el whisky ya se le había subido a la cabeza y en aquel momento veía el salón un poco borroso. Se volvieron a cruzar con el criado que se había llevado su vaso y algo en él llamó tanto la atención de Darcy que se detuvo para mirarlo con cuidado—. ¿Qué sucede, Darcy? —preguntó Monmouth.


—El criado, el que se llevó mi vaso.


—¿Sí? —insistió Monmouth con impaciencia.


—Por un momento… me ha resultado conocido —terminó de decir con voz débil.


—Es probable que lo hayas visto sirviendo en otras casas; ya te dije que es un criado contratado por días.


El suave murmullo de unas faldas reemplazó el de las conversaciones que los rodeaban. De repente, entre ellos y su objetivo se abrió un pasillo que mostraba a lady Sylvanie Monmouth en el momento en que se levantaba de su sitio, rodeada por un grupo de hombres y mujeres en cuyos rostros se veía reflejada una intensa pasión por cualquiera que fuera el tema que acababan de dejar en suspenso. Todos se giraron a observarlo con curiosidad y ojos radiantes, mientras lady Sylvanie sonreía y le tendía la mano. Si Darcy había calificado antes a lady Sylvanie como una princesa de las hadas, su metáfora se había quedado corta. La que ahora le sonreía era la reina de las hadas. La espléndida cabellera negra caía en tirabuzones sobre los hombros blancos y, mientras avanzaba hacia él, su vestido verde esmeralda casi transparente dejaba ver más de lo que debería conocer cualquier hombre que no fuese su marido. El recuerdo de lo que Sylvanie le había ofrecido en Norwycke le provocó un estremecimiento.


—¡Señor Darcy, bienvenido! —La voz de Sylvanie resonó en los oídos de Darcy con un tono de calidez e intimidad—. ¡Teníamos muchos deseos de volver a verle!


Darcy no supo si lo que había encendido la calidez que invadía todo su cuerpo había sido Sylvanie o el whisky, pero el maldito nudo que sentía en el pecho desde hacía una semana pareció comenzar a aflojarse. La afabilidad que irradiaba cada movimiento de Sylvanie mientras se acercaban fue como un bálsamo para su orgullo herido que despertó en él una gran curiosidad. Le devolvió la sonrisa, se inclinó y dijo:


—Lady Monmouth. —Luego se levantó para quedar frente a un rostro aún más hermoso, al estar iluminado por un fulgor risueño.


—¿Por qué tan formal, señor Darcy? —replicó ella con una risa discreta—. Usted y yo nos conocemos más íntimamente que eso, ¿no es así? —Le hizo un gesto con la cabeza a Monmouth, que se inclinó con una risita para excusarse y se marchó a otra parte del salón.


— Aquí no nos preocupamos tanto de mantener esas antiguas fórmulas protocolarias. —Lady Monmouth lo agarró delicadamente del brazo y lo llevó hasta donde estaba sentada—. El mundo está cambiando y arde con nuevas ideas en las que no tienen cabida esas cosas del pasado. —Darcy supuso que Sylvanie levantó la vista para juzgar su reacción, pero la deliciosa sensación de calidez que lo invadía desde el interior y acariciaba sus sentidos desde fuera suprimió cualquier impulso de contradecirla—. Aquí yo soy simplemente Sylvanie y usted, Darcy. —Lady Monmouth retomó su puesto en el diván y le hizo señas al caballero para que se sentara junto a ella.


Cuando Darcy ocupó el lugar vacío que había junto a ella, sus admiradores, que se habían dispersado cuando ella los abandonó, regresaron rápidamente y observaron al recién llegado con ojos llenos de interés. Entre ellos, sin embargo, algunos lo miraron con cierta desconfianza y otros con abierta hostilidad. Uno en particular, un caballero de penetrante mirada, cuya actitud parecía revelar que estaba molesto por la posición privilegiada de Darcy, se inclinó hacia Sylvanie y le susurró algo al oído, al tiempo que ella le indicaba a un criado que trajera más bebidas.


—Mi querido Bellingham —respondió ella con voz suave y en voz baja—, ¡todo va bien! —Luego le dirigió una extraña sonrisa a Darcy—. ¡Todos están ansiosos por conocerlo! ¿Me permitirá usted hacer las presentaciones?


Tras asentir con cierta incomodidad, para indicarle a la dama que la autorizaba a presentarlo, Darcy tomó un vaso de vino de la bandeja que un criado le mostró a su lado. Fiel a su palabra, Sylvanie ignoró los títulos nobiliarios y presentó a todo el mundo sólo por el apellido. Sin embargo, Darcy reconoció a varias personas que tenían títulos, aunque menores. Aquellos que gozaban de algún reconocimiento por su arte o sus escritos, fueron anunciados de esa manera, y al presentar a los que tenían aspiraciones políticas, Sylvanie mencionó los nombres de sus contactos. Tal como había anticipado, era un grupo variado, aunque Darcy decidió que radical habría sido un mejor epíteto. Además, muchos de ellos, al igual que la primera persona que había conocido esa noche, eran irlandeses. Aunque Darcy no albergaba prejuicios hacia ese polémico pueblo, no ignoraba los problemas que los radicales irlandeses habían causado al gobierno, en momentos en que se buscaba lanzar una ofensiva conjunta contra Napoleón. Siendo un tory indiferente por nacimiento, Darcy no había ahondado en la filosofía política moderna más que a través de la lectura de Burke. Y como se sentía satisfecho con su manera de cumplir sus obligaciones con el rey, por un lado, y con su propia hacienda, sus colonos y empleados, por el otro, la «cuestión irlandesa» nunca había sido objeto de sus preocupaciones.


Pero si interpretaba bien esta reunión, el tema estaba a punto de irrumpir en su conciencia.


—¿Qué tiene usted en la mano, Darcy? —le preguntó Bellingham, con la vista fija en la cara de Darcy. Este le sostuvo la mirada, enarcando una ceja en señal de advertencia.


—¡Bellingham! —exclamó Sylvanie bruscamente, pero luego continuó con un tono más conciliador—: Todo va bien.


—Es una pregunta muy sencilla. —Bellingham ignoró a Sylvanie, mientras seguía mirando fijamente a Darcy—. ¿Qué tiene usted en la mano?


—Parece una copa de vino. —Darcy se llevó la copa a los labios y se tomó la mitad del contenido, mientras le sostenía la mirada a Bellingham—. Sí, ¡definitivamente es vino! Pero, por favor, señor, ilústreme si usted cree que es algo más. —Le acercó la copa a Bellingham.


Bellingham retrocedió y miró a Darcy con desprecio.


—Eso pensé —dijo. Luego soltó una risita y se volvió hacia su anfitriona—. ¿«Todo va bien», Sylvanie? —le preguntó—. ¡No lo parece! —Y después de hacer una rápida inclinación, se marchó.


Darcy se quedó observándolo con perplejidad, pero cuando su mirada volvió a posarse en los que lo rodeaban, enseguida sintió que el buen espíritu con que lo habían recibido se estaba disipando con la misma rapidez con que Bellingham avanzaba hacia la puerta. ¿Qué era lo que había dicho? Terminó apresuradamente el contenido de su copa.


—No debe preocuparse por Bellingham. —Sylvanie se inclinó sobre Darcy y, pasándole el brazo por delante, agarró la copa que él sostenía en la otra mano. El aroma de su perfume flotó sobre Darcy, un olor a rosas frescas y musgo húmedo por lluvia—. Es un hombre extraño y esta noche está más preocupado que de costumbre. —Le sonrió a Darcy, enarcando sus cejas cuidadosamente delineadas—. No permita que él le arruine la velada. —El caballero no pudo evitar devolverle la sonrisa e inclinar la cabeza en señal de aceptación—. Excelente. —Soltó una risa de complacencia y se levantó de su sitio, tras colocar la copa sobre una mesa—. Entonces, venga; hay gente aquí a quienes creo que le gustará conocer. —Darcy se levantó al oír la invitación de Sylvanie y nuevamente ella agarró su brazo—. Como anfitriona suya, debo asegurarme de que usted esté cómodo —murmuró con tono íntimo— y como debo retirarme dentro de unos minutos, mejor será que lo deje en buena compañía hasta que regrese.



—¿Tiene que retirarse? —preguntó Darcy, molesto por la idea de quedarse solo en un salón lleno de desconocidos. También se dio cuenta de que le gustaba oír la acariciadora voz de Sylvanie y sentir la cálida presión de su mano sobre el brazo.


—Sólo un rato, mientras canto unas cuantas canciones para mis invitados. Esta noche es bastante especial —susurró con tono de conspiración, mientras atravesaban el salón—. ¡Monmouth ha logrado traer a Tom Moore! Accedió a cantar, pero sólo con la condición de que hagamos un dueto y que yo toque para él.


—Un gran honor, ciertamente —admitió Darcy, muy impresionado. Había oído en más de una ocasión al famoso tenor irlandés y siempre en muy buena compañía. El hecho de que Sylvanie hubiera logrado que asistiera a su velada era, de por sí, un triunfo social de primer orden. Y el deseo de Moore de que ella cantara y tocara para él era un inmenso elogio.


—¡Sylvanie, querida! —La exclamación de sir John O'Reilly los hizo detenerse—. ¿Qué va a hacer con Darcy? ¿Lo va a reservar para usted toda la noche?


—¡O'Reilly! —dijo Sylvanie con asombro—. ¿Entonces ustedes dos ya se conocen?


—¡Claro! Monmouth nos presentó cuando llegó. —Hizo una pausa y rozó con los labios la mejilla de Sylvanie—. ¡Tengo el honor de ser su amigo más antiguo aquí! ¿No es verdad, mi querido muchacho? —O'Reilly volvió a hacerle un guiño, moviendo sus pobladas y canosas cejas. Si Sylvanie era la reina de las hadas, O'Reilly era un duende de gran tamaño, aunque Darcy sospechaba que su tesoro residía en su lengua de plata y no en un baúl enterrado y lleno de oro.


Sylvanie soltó una carcajada.


—Entonces tal vez no le moleste encargarse de presentarle a algunos invitados, porque ahora tengo que ocuparme de Moore y de nuestro pequeño espectáculo. Pero espero que lo cuide bien —le advirtió Sylvanie—, porque volveré a reclamarlo cuando termine. —Sylvanie les hizo un gesto de asentimiento, pero obsequió a Darcy con una ligera caricia de sus dedos antes de retirar la mano y abrirse paso con elegancia entre los corrillos de invitados.


—Supongo que eso significa que ella lo querrá encontrar sobrio, ¡qué lástima! —Sir John suspiró con dramatismo—. Ah, bueno, al mal que no tiene cura, ponerle la cara dura. ¡Oiga! —Detuvo a un criado y, tras agarrar dos whiskys de la bandeja, le dio uno a Darcy—. ¡Por la tolerancia! —dijo, haciendo un brindis y bebiendo un buen trago del licor.


—¡Por la tolerancia! —repitió Darcy, levantando también el vaso. Hacía algún tiempo que no bebía una cantidad tan considerable de whisky y el que servían allí era bastante fuerte. El licor le quemó la garganta, pero al menos esta vez no se le inundaron los ojos de lágrimas. Bajó el vaso y posó la mirada en sir John, que sonreía.


—¿Mejor esta vez, no? —Luego hizo un gesto circular hacia el salón, mientras el whisky se sacudía peligrosamente en el vaso—. ¿Conoce a mucha más gente aquí?


—A casi nadie —contestó Darcy—. Monmouth y yo somos amigos desde la universidad. Conocí a Syl… a lady Monmouth mientras visitaba a sus hermanos en Oxfordshire, en enero pasado. A Moore lo he oído cantar antes, claro, pero no lo conozco.


—¿Le gustaría conocer a alguien en particular? —Sir John terminó su vaso y buscó un lugar donde dejarlo.


—No estoy seguro. —Darcy vaciló mientras observaba a la concurrencia, antes de recordar el curioso incidente sucedido unos instantes antes—. Sí, Bellingham. —Darcy miró a sir John y, cuando este comenzó a inspeccionar el salón con la mirada, le dijo—: Ya se ha ido, pero tal vez usted pueda explicarme algo que él ha dicho.


—¿Algo que ha dicho ahora? —El tono de O'Reilly pareció enfriarse—. Me parece que Bellingham dice demasiadas cosas.


—En realidad fue una pregunta, que aparentemente yo no entendí, pues se ofendió mucho al oír mi respuesta.


—¿Qué tiene usted en la mano? ¿Sería ésa la pregunta? —Al ver el gesto de sorpresa y confirmación de Darcy, O'Reilly desvió la mirada y maldijo en voz baja—. ¿Y usted qué le contestó?


—Que tenía una copa de vino… —O'Reilly casi se ahoga al oír su respuesta—. Lo cual era cierto. Pero él estaba esperando algo más, ¿no es así?


—¡Ah, claro! —O'Reilly levantó los ojos al cielo y luego sacudió la cabeza—. Siendo un hombre inteligente, usted habrá observado que la mayor parte de los asistentes a esta reunión son de origen o inclinación irlandesa. Él estaba poniendo a prueba sus simpatías, para ver hacia dónde se dirigían, y «una copa de vino» ¡no era la respuesta correcta!


—Sí, eso lo dejó bien en claro —repuso Darcy—. Pero…


—Ah, ahí está nuestra querida Sylvanie con Moore —interrumpió sir John, llamando la atención de Darcy hacia la puerta. En efecto, allí estaba Sylvanie, encantadora con su arpa en los brazos y el gran Moore a su lado. La multitud se separó para permitirles colocarse en el centro del salón, mientras los aplaudían—. Venga, Darcy. —Sir John depositó su vaso, agarró otro par de vasos de una bandeja y le pasó uno a él. Cuando el caballero miró a su alrededor, vio que los camareros estaban entregándole vasos idénticos a todos los presentes y que todo el mundo se ponía en pie—. ¡Ahora espere a oír el brindis! —Sir John le dio un codazo e hizo un gesto con la cabeza para señalar a su anfitriona y al famoso invitado, mientras el salón quedaba en silencio.


Sylvanie se acomodó el arpa en un brazo, se echó hacia atrás los tirabuzones que caían seductoramente sobre el hombro y aceptó, al igual que Moore, el vaso que le ofrecía un camarero. La expectación que se apoderó del salón despertó la curiosidad de Darcy, mientras toda la atención se centraba sobre ellos. De repente Sylvanie levantó su vaso.


—¿Qué tienes en la mano? —preguntó.


—¡Una rama verde! —respondieron atronadoramente todos los presentes en el salón, levantando a su vez el vaso.


—¿Dónde nació? —dijo Moore, que dio un paso al frente y levantó también el vaso.


—¡En América! —fue la respuesta al unísono. Darcy bajó la mirada hacia su vaso con consternación, sin saber exactamente qué debía hacer. Sintió que debería saberlo, debería tomar una decisión y luego ponerla en práctica; pero no sabía por dónde empezar.


—¿Dónde floreció? —gritó sir John, parado al lado de Darcy.


—¡En Francia! —La respuesta cortó el aire. Luego todo volvió a quedar en silencio y todos los ojos se volvieron hacia la anfitriona.


Sylvanie recorrió lentamente el salón con sus ojos grises. Todos estaban con ella, de eso Darcy no tenía duda. Ella los tenía en la palma de la mano, con delicadeza pero con firmeza, mientras se erguía con salvaje belleza delante de todos. Una expresión de exaltación cruzó lentamente por la cara de la dama, haciendo que Darcy recordara imágenes de su conversación en el castillo de Norwycke. Poder, había dicho ella la última vez que Darcy había visto esa expresión, el poder que se siente al subirse en la cima de la pasión, ésa es la vida que merece la pena vivir. ¿Acaso ella lo había probado con su propia experiencia? Cuando Sylvanie volvió a levantar el vaso, su voz tronó como un rayo súbito en medio del silencio.


—¿Dónde la vas a sembrar?


—¡En la corona de Gran Bretaña! —El rugido recorrió el salón y un centenar de vasos llenos de whisky irlandés se vaciaron al instante.


—¡Ahora, muchacho, ahora! —O'Reilly invitó a Darcy a beber, mientras se secaba los labios con el dorso de la mano—. ¡Ah, una visión magnífica! ¿No?


Darcy asintió con la cabeza.


—Sí, así es. —Darcy levantó el vaso y brindó con ella. Por ti, Sylvanie, dijo para sus adentros, y tu pasión por la vida. En ese momento, un camarero se acercó a sir John con una bandeja sobre la cual el hombre depositó su vaso vacío. Al verlo, Darcy se llevó su bebida a los labios, pero el criado se volvió bruscamente hacia él y le tiró el vaso de la mano. Los tres hombres soltaron una exclamación mientras el pesado vaso caía al suelo con un golpe seco.


—¡Perdón, señor! —El criado bajó la cabeza mientras se disculpaba y luego se agachaba para recoger el vaso. Darcy frunció el ceño al ver la espalda ancha del hombre mientras secaba la alfombra y reconoció que era el mismo criado que le había llamado la atención hacía un rato. El hombre estaba mirando hacia abajo, como le correspondía cuando estaba en presencia de sus superiores, pero Darcy seguía percibiendo algo en él, tal vez sus movimientos, que le resultaba muy familiar. En ese instante, el criado se levantó y, dándole la espalda a Darcy, procedió a atender a sir John, que se estaba limpiando las gotas de whisky que le habían saltado al chaleco.


—¡Tenga cuidado, hombre! —exclamó sir John furioso, contrariado por los inútiles intentos del hombre por remediar la situación.


—Sí, señor —respondió el criado y luego añadió en voz más fuerte—: ¡Excelente consejo, señor!


—¿Qué? —preguntó sir John, anonadado por la impertinencia del hombre, pero el criado ya estaba haciendo una reverencia y luego se perdió con la bandeja entre la multitud—. ¡Sinvergüenza descarado! —le comentó O'Reilly a Darcy, que se quedó inmóvil un momento, mirando al hombre con incredulidad. ¡Esa voz! ¡No podía ser… Darcy se puso de puntillas, tratando de seguir el rastro del hombre a través del salón, pero ni siquiera su estatura le permitió ver con claridad a su presa.


—¡Tendrá usted que disculparme, O'Reilly! ¡Perdón! —balbuceó y dio media vuelta, pero sir John lo agarró del brazo.


—¿Adónde va, muchacho? Sylvanie querrá saberlo —le preguntó.


—No lo sé. —Darcy se giró a buscar al criado con desesperación—. ¡Tendrá que excusarme! —Se zafó y salió corriendo en la misma dirección que había tomado el camarero, esquivando a los otros criados e invitados que se movían por el salón. Por fin alcanzó la puerta y se deslizó al corredor, que también estaba lleno de gente. Mirando por encima de las cabezas de la concurrencia, alcanzó a ver al hombre cuando se metía por un pasadizo que había al fondo del pasillo. El hombre vaciló y luego, como si hubiera tomado una decisión, se dio la vuelta para mirarlo directamente. ¡Confirmado! Darcy no sabía si entregarse a la sensación de triunfo, de rabia o de curiosidad, pues las tres luchaban por apoderarse de él mientras avanzaba hasta la última puerta del corredor. Cuando por fin se libró de la multitud, apresuró el paso, no sólo para alcanzar su objetivo sino también porque el hombre parecía pedirle que lo hiciera.


—¿Qué demo…? —comenzó a decir, pero el supuesto criado lo miró con severidad y tiró de él para que cruzara el umbral; luego cerró la puerta con sigilo. Darcy dio varios pasos dentro de la habitación y se giró bruscamente para mirar al camarero—¡Por Dios! ¿Qué diablos estás haciendo aquí fingiendo que eres un criado, Dy?


—¿Te molestaría hablar en voz baja? ¡Estás gritando como un animal! —Brougham volvió a mirarlo con aire de censura, lo cual hizo que Darcy cruzara los brazos sobre el pecho y le respondiera con una mirada similar. Lord Brougham ignoró aquel gesto y revisó nuevamente la puerta, para asegurarse de que nadie los oyera o los molestara.


—¡Tú me estás siguiendo! —lo acusó Darcy—. De todos…


—No, yo no te estoy siguiendo —replicó Dy rápidamente, luego se retractó y añadió—: No exactamente. Lo que pasa es que ya me había comprometido a venir aquí esta noche, antes de que tú permitieras que Monmouth te obligara a aceptar su invitación; ¡aunque la idea de ponerte un vigilante no es tan mala! ¡Por Dios, Darcy, te advertí que te mantuvieras alejado y tú vas y te metes precisamente en la boca del lobo!


—¿Meterme en qué? ¡Estás diciendo estupideces, Brougham! —repuso Darcy, cada vez más molesto—. Y si tú estabas invitado, ¿por qué querías evitar que yo viniera? ¡Lo que dices no tiene sentido! —Dejó caer los brazos y, señalando el disfraz de Brougham, miró a su amigo con ojos escrutadores—. ¿Y por qué estás vestido de camarero? ¿Es esto algún tipo de travesura o una extraña broma, Dy?


—No, Fitz. —Lord Brougham suspiró y luego alzó los ojos al cielo, antes de devolverle la mirada a su amigo—. Pero es una historia más bien larga, demasiado larga para contártela bajo este techo.


Darcy asintió bruscamente.


—Ya me lo imagino. Ven a mi casa mañana y me la cuentas. Tal vez en ese momento ya sea capaz de verle la gracia. —Hizo ademán de marcharse, pero Brougham se interpuso en su camino.


—¡No puedes regresar ahí! —Agarró a Darcy de los hombros—. Fitz, ¿acaso no te das cuenta de lo que está pasando ahí dentro? Es una traición, viejo amigo… —El resoplido de desdén de Darcy lo interrumpió—. O lo más parecido a eso y no debes mezclarte con ellos.


—¡Dy! —exclamó Darcy con tono de advertencia—. ¿De verdad esperas que crea que Monmouth me invitó aquí para deleitarme con el espectáculo de una traición?


Brougham retuvo el aire que había tomado y se preparó para responderle, pero, en lugar de eso, lo miró con tanta intensidad que Darcy casi empezó a dudar. Cuando finalmente habló, Dy lo soltó y retrocedió.


—No, no para deleitarte, Fitz, para extorsionarte.


—¡Eso es absurdo! —estalló Darcy.


—¿De verdad? Te iban a emborrachar o, si eso fallaba, a drogar para llevarte después a la habitación de lady, Monmouth, donde serías «descubierto» por el marido «ofendido» y otros supuestos testigos. —La voz de Dy sonaba cargada de odio. Luego sacudió la cabeza y continuó con exasperación—: Y, por lo que he visto esta noche entre tú y lady Monmouth, esa eventualidad no levantaría muchas sospechas. ¡Estabas a punto de caer por completo en el juego de lady Monmouth!


—¿En el juego de lady Monmouth? —repitió Darcy, que parecía prestar más atención ahora.


—¡Ay, Fitz! ¡No creerás ni por un momento que Monmouth ha sido capaz de planear todo esto! Yo te dije que él sólo era un mensajero y bastante torpe, por cierto. Sin embargo —dijo Brougham, desechando el tema de Monmouth—, luego te prometerían guardar silencio a cambio de donaciones regulares a cierta obra social destinada a los huérfanos irlandeses. —Dy se rió con cinismo—. Desde luego, los verdaderos beneficiarios serían los revolucionarios irlandeses, porque ésa es la pasión de lady Monmouth. ¡Tú eras la víctima perfecta, Darcy! Rico, a cargo de tu propia fortuna y con una hermana menor que debes proteger. Además, para añadir un poco de picante a esta poción diabólica, lady Monmouth tiene contigo una cuenta pendiente.


—Lady Sayre. —Darcy suspiró pesadamente.


—Sí, lady Sayre —confirmó Dy—. Lady Monmouth te hace responsable de la muerte de su madre. —Hizo una pausa y miró a su amigo con gesto inquisitivo—. ¿Ahora sí me crees, Fitz, o te gustaría ver el vaso que te quité de la mano? —Dy agarró el vaso que había sobre la bandeja y lo levantó para ponerlo bajo la luz del candelabro, de manera que Darcy viera unas diminutas partículas que todavía estaban pegadas al fondo.


—¿O'Reilly? —preguntó Darcy, aunque sabía la respuesta. Dy asintió con la cabeza—. ¡Dios santo! —Pensar en lo cerca que había estado del desastre lo dejó sin aire.


—Bueno, esta vez te ha salvado la providencia, aunque no te lo merezcas —observó Dy secamente—. Ahora, ¿vas a abandonar este nido de víboras o tendré que ordenar que te secuestren? Probablemente lady Monmouth te está buscando mientras hablamos.


—Pero ¿tú cómo has sabido todo esto? —Darcy miró a su viejo amigo con expresión confusa—. ¿Qué es lo que estás…?


—Es una historia demasiado larga —dijo por encima del hombro, mientras se volvía hacia la puerta—. Debes marcharte… ¡ahora mismo! —Dy abrió la puerta y asomó la cabeza—. Bien, todavía hay mucha actividad en el corredor y bajando hacia la puerta. ¿Conoces la taberna Fox and Drake, en la calle Portman? —Darcy asintió—. Nos encontraremos allí dentro de una hora, amigo mío, y responderé a tus preguntas. —Por primera vez en el curso de la noche, Dy sonrió, aunque con sarcasmo—. ¡Bueno, a algunas! Ahora, vete. —Después de darle una palmadita en el hombro, Dy empujó a su amigo—. ¡Y hazlo rápido! —susurró con urgencia y cerró la puerta.


Aunque en el pasillo todavía había muchos invitados de Sylvanie, Darcy se sintió terriblemente solo y, luego, el idiota más grande del mundo. Cuando se recuperó, comenzó a caminar entre la multitud hacia las escaleras. Sería una gran suerte salir sin que nadie lo viera. De esa noche le quedaría el hecho importante de haber abierto los ojos a la realidad política de un país en guerra tanto interna como externa. ¡Eso y una idea totalmente diferente sobre uno de sus viejos amigos! Todavía le daba vueltas la cabeza por la súbita reaparición, a pesar del disfraz de criado, del Dy Brougham que había conocido en la universidad, pero ese enigma tendría que esperar hasta llegar a la taberna. En aquel momento tenía que concentrarse en salir de la mansión de Monmouth y, tal como Dy había recomendado tan tajantemente, ¡rápido!


—¡Darcy! —El grito llegó desde atrás. Sabía que sólo podía ser Monmouth, probablemente enviado por O'Reilly. Vaciló y por un momento sus modales y su educación lo obligaron a seguir las convenciones, pero el segundo grito de Monmouth lo impulsó a continuar hacia las escaleras. Cuando ya las había alcanzado y tenía una mano sobre la barandilla, alguien le agarró el brazo desde atrás—. ¡Darcy! —dijo Monmouth jadeando—. ¡La noche acaba de comenzar! No es posible que ya te marches.


El contacto de Monmouth incitó sus deseos de huir, pero Darcy se controló y se volvió hacia su antiguo compañero de la universidad con una calma increíble.


—Sí, me temo que debo hacerlo. Otro compromiso que no puedo incumplir. Tienes que comprenderlo.


—¡Pero Sylvanie va a cantar en unos momentos! ¡Seguro que tu compromiso puede esperar un poco! —lo instó Monmouth—. Y ella se sentirá tremendamente decepcionada si no te quedas a oírla. Una canción y un trago, ¿qué dices, viejo amigo? —Un pánico soterrado pareció deslizarse bajo aquella tan razonable solicitud, y la expresión cautelosa en el rostro de Monmouth pusieron fin a cualquier duda que Darcy tuviera todavía acerca de la veracidad de las palabras de Dy.


—Imposible, Monmouth —respondió con firmeza—. Ya voy con retraso. Te ruego que me disculpes.


—No mencionaste ningún otro compromiso cuando llegaste —insistió lord Monmouth—. Vamos, si te has sentido ofendido por algo, por favor permíteme corregirlo. Por los viejos tiempos, Darcy.


—¿Por los viejos tiempos, Tris? —Darcy ya no pudo seguir ocultando su disgusto—. ¿Cómo has podido? —le preguntó, soltando el brazo. Cuando Monmouth comenzó a protestar, Darcy le dio la espalda y bajó corriendo las escaleras, mientras le pedía sus cosas al lacayo. Un cierto revuelo le advirtió que no todos los participantes habían renunciado todavía a los planes para atraparlo. Cuando se estaba poniendo el sombrero de copa y tomaba su bastón de manos del lacayo, lady Monmouth apareció en la parte superior de las escaleras.


—¡Darcy! —lo llamó con su voz ronca y sugestiva. Sabía que la buena educación y la cortesía exigían que se girara a mirarla, pero justo en ese momento Darcy sintió que las convenciones sociales se podían ir al demonio. Tomó el bastón con ferocidad y se dirigió bruscamente hacia la puerta, mientras el portero agarraba el pomo y abría.


—Será en otra ocasión, entonces —prometió Sylvanie con una risa llena de rencor—, cuando usted se asuste con menos facilidad ante el mundo que se avecina. —Los que estaban en el vestíbulo y sobre las escaleras soltaron una risita nerviosa.


Darcy se quedó quieto, furibundo y resentido por la burla de Sylvanie y la humillación pública a la que lo había sometido. Echando mano de toda la arrogancia que poseía, dio media vuelta y levantó una mirada fría hacia la hermosa y tentadora dama.


—Nunca, señora —le respondió, pronunciando cada palabra como si fuera un juramento solemne—, ¡nunca en su vida! —Sin dignarse a esperar una respuesta, Darcy se volvió otra vez hacia la puerta y salió con paso firme hacia el frío de la noche.


—Al Fox and Drake, en la calle Portman —le dijo al conductor del primer carruaje que se detuvo junto a la acera.


—Enseguida, patrón. —El cochero se llevó un dedo al ala del sombrero, a manera de saludo.


Una vez que se hubo acomodado en el oscuro interior del coche de alquiler y recorrido varias calles, comenzó a ceder la tensión forjada por la rabia y pudo pensar. ¡Pensar! Arrebatándole a Sylvanie el privilegio de burlarse de sí mismo, comenzó a reprocharse haber sido tan estúpido: ¿Cómo has llegado a desempeñar el papel del idiota más grande del mundo? ¿Cómo es posible que uno de tus amigos más antiguos te haya estado engañando durante años y hayas caído voluntariamente dos veces en la órbita de una mujer inclinada a usarte sabe Dios para qué nefandos propósitos? Que la mujer que amas… Darcy miró por la ventanilla. Las calles de Londres hervían todavía con el bullicio de los ciudadanos más exaltados y así seguirían hasta las primeras horas de la madrugada. Las damas se apoyaban en los brazos de sus caballeros, sonrientes y entusiasmadas, ávidas por disfrutar del brillo y la agitación de las fiestas que tenían lugar en los encumbrados salones de las diferentes salas de baile que prometían las casas señoriales, calle tras calle.


Darcy cerró los ojos para no ver la ciudad, mientras el deseo lo atravesaba como un cuchillo hasta el corazón. Sí, el idiota más grande del mundo. Y lo que el idiota más grande del mundo necesitaba ahora era un trago. Cuando el coche se detuvo, se bajó y le lanzó una moneda al conductor, que la atrapó con pericia.


—¡Buenas noches, patrón! —dijo, asintiendo con la cabeza y guardándose el dinero en el bolsillo.


—Eso todavía está por verse —respondió Darcy. El cochero soltó una carcajada y arreó al caballo para que se pusiera en marcha, dejando a Darcy sumido en la inspección de la fachada de la taberna. Iluminado por una lámpara de la calle, el cartel colgaba resplandeciente, mostrando la imagen de un zorro joven de cuyo hocico colgaba un pato gordo—. Casi —dijo Darcy dirigiéndose al zorro, que sin duda era una zorra—. Pero esta noche el pato ha escapado. —Se inclinó y abrió la puerta de la taberna. Enseguida fue recibido por el dueño.


—¿Qué desea, señor? Tengo un salón disponible —ofreció el hombre animadamente.


—No, un salón no, sólo una mesa tranquila —le respondió Darcy—. ¿Tiene una buena bodega?


—¡Claro, señor!


—¡Bien! Entonces tráigame su mejor brandy. —El hombre sonrió más abiertamente cuando puso una copa sobre una bandeja y comenzó a abrir una botella—. No, usted no me ha entendido bien. —Darcy lo detuvo—. No quiero sólo una copa. Deje también la botella.




Mientras agitaba el resto de su segunda copa de brandy, Darcy pensaba que era curioso ver cómo, cada vez que conseguía controlar sus pensamientos, cuando por fin podía comenzar a albergar la esperanza de dirigirlos por un camino más o menos racional, éstos volvían a caer en un enredo horroroso y melodramático. Se recostó contra el respaldo de la silla y miró por un momento el resplandor del líquido ámbar que estaba atrapado en el cristal que tenía en la mano, luego se lo bebió de un solo trago. ¿Dónde demonios estaba Dy? ¡Si se limitara a cumplir su promesa de venir, ese maldito miserable, ese sinvergüenza! ¡Todos estos años actuando como un auténtico petimetre! Dejó la copa a un lado y sacó su reloj de bolsillo. Las manos le temblaban un poco, pero no tanto como para que al final no pudiera verificar que, en efecto, ya había pasado más de una hora sin que Brougham hiciera acto de presencia. Darcy volvió a guardar el reloj en el bolsillo del chaleco. Bueno, cuando Dy llegara, le iba a decir exactamente lo que pensaba de él. ¡Sí, echarle una buena reprimenda a su amigo le ayudaría a poner fin a aquella tortura infernal!


Con decisión, Darcy agarró la botella de brandy y se sirvió otro trago, pero no acertó a poner la boca de la botella sobre el borde de la copa y el líquido se derramó, extendiéndose sobre la mesa. Lanzó una maldición y movió la copa. Llegó a la conclusión de que había perdido el buen humor mientras estaba sentado en un rincón de aquella taberna, terminándose su segundo trago de brandy. Aunque quisiera negarlo, se vio obligado a reconocer que apenas habían pasado unos instantes en que Elizabeth Bennet no ocupara la mayor parte de sus pensamientos. Nada le había servido para deshacerse completamente de ella: ni la rabia que le provocaban las acusaciones de la muchacha, ni la indignación que le producía la opinión que ella tenía de él, ni el impacto que le había causado que ella hubiese rechazado su propuesta. Él se la imaginaba limpiándose las manos después de haberse librado de él y alardeando de su triunfo al haberlo puesto de rodillas. ¿Acaso ella y su amiga, la señora Collins, se habrían reído juntas de su humillación? Apretó la mandíbula, mientras volvía a agarrar la botella y, esta vez, conseguía llenar la copa. Nada había servido para aliviar o mitigar su desconsuelo. La soledad lo traicionaba, el sueño lo había abandonado, los deportes le ofrecían sólo un alivio temporal y las relaciones sociales… Bueno, había que ver lo que había estado a punto de costarle su incursión en el mundo de las relaciones sociales. Y ahora se encontraba allí solo, en una taberna desconocida, terminando su tercera copa y sin contar ni siquiera con el consuelo de un amigo que le impidiera emborracharse como una cuba. ¿Cómo había llegado a ese estado? Agarró la copa de brandy y la levantó para hacer un brindis en su honor.


—¡Por el idiota más grande del mundo!


—¡Oh, me temo que tendrás mucha competencia para ganar ese título, viejo amigo! —Dy se sentó pesadamente en el asiento que estaba frente a Darcy, con el rostro tenso y agotado.


—¿Por dónde has entrado? —le preguntó Darcy sin levantar la vista y tras tomarse un considerable trago de su brandy.


—Por la puerta trasera —contestó Dy con despreocupación—. Conozco al dueño. Me dijo que estabas bebiendo esto —dijo, colocando otra botella de brandy sobre la mesa—. Pero no caí en la cuenta de que ya tenías una botella. Déjame pedir un poco de cerveza o, mejor aún, un poco de café…


—Esto me vendrá muy bien —lo interrumpió Darcy, agarrando la botella, para ponerla junto a la primera, antes de servirle a su amigo una copa.


Dy le lanzó una mirada de curiosidad.


—Creo que la última vez que hicimos algo así fue cuando nos conocimos.


—Tienes razón. —Darcy levantó su copa.


—Por los viejos amigos. —Dy hizo chocar su copa con la de Darcy y lo acompañó. Luego se recostó contra el respaldo, soltando un suspiro.


—Bueno, «viejo amigo». —Darcy balanceó su copa, mientras observaba cómo se movía el brandy—. ¿Ya has acabado tu trabajo de camarero por esta noche, o dentro de un rato te vas a tener que marchar para servirle de doncella a milady?


—Supongo que me lo merezco, pero esperaba algo más de ti, Fitz —repuso Dy con voz firme—. También pensé que te encontraría lo suficientemente sobrio como para oír mi explicación —añadió.


Darcy lo miró enarcando una ceja, dándole otro sorbo a su copa.


—Estoy lo suficientemente sobrio para oír tus miserables excusas por haberme engañado… por haberme hecho creer que te habías vuelto loco a causa de… ¿de qué? No puedo entenderlo, pero todavía te considero mi amigo. —Para enfatizar su punto, Darcy volvió a llenar las copas de los dos y, tomando la suya, la levantó para hacer un brindis—. Por los viejos amigos.


—Ya hemos brindado por eso —señaló Dy, arrastrando las palabras y con una sonrisa sardónica que relajó la tensión de los músculos de su cara. A pesar de todo, levantó la copa para brindar y cerró los ojos, mientras el licor caldeaba sus sentidos—. ¡Ay, qué noche! —Sacudió la cabeza y luego se inclinó hacia delante, apoyó los codos en la mesa y se puso a examinar a su amigo—. Y ahora tengo algo que discutir contigo. Si estuvieras en plenas facultades, sabría qué hacer; pero después de tres…


—Dos —interrumpió Darcy—. No he llegado a las tres… todavía.


—Absolutamente ebrio —insistió Brougham, dejando escapar un resoplido—. No creo haberte visto borracho desde que nos vimos por primera vez en la universidad. Si mal no recuerdo, esa vez nos emborrachamos por las mujeres y los dos juramos renunciar solemnemente a ellas. —Al pensar en ese recuerdo, Dy se enderezó de repente, con una expresión contrariada en el rostro—. ¡Esto no será por causa de lady Monmouth, espero! —exclamó, señalando la botella medio vacía.


—¿Sylvanie? —Darcy miró fijamente a Brougham para poder enfocarlo bien—. ¡Estás loco!


—¡No eres el primero que lo piensa! —Lord Brougham volvió a adoptar una actitud reflexiva—. Parecías bastante fascinado con ella esta noche y naturalmente se me ocurrió…


—No hay nada «natural» en Sylvanie, te lo aseguro. —Darcy se rió con amargura. Luego siguió hablando, con un tono más pensativo—: ¡Ni en ninguna otra mujer, a decir verdad! No se puede confiar en ellas, ni siquiera en una sola… ¡desde la primera hasta la última!


—Ésa es una acusación bastante generalizada. —Brougham se recostó contra el respaldo y cruzó los brazos sobre el pecho.


—Pero cierta, no obstante. —Darcy se inclinó hacia delante y puso la copa sobre la mesa—. En la infancia aprenden cómo retorcer a los hombres con los dedos, comenzando con sus padres, luego… —Clavó un dedo en la mesa—. Luego comienzan a engatusar a cuanto hombre de corazón sincero se cruza en su camino, ¡convirtiéndolo en un bufón sin cerebro, antes de que él se dé cuenta de lo que sucede!


—¿En serio? —Brougham enarcó las cejas.


—¡En serio! —contestó Darcy y le dio otro sorbo a su brandy. Ahora apenas lo saboreaba, pero el licor parecía fluir hacia sus heridas—. ¡Criaturas ingratas e irritantes! —siguió diciendo, mientras que su amigo se acomodaba—. Diseñadas por la naturaleza para enloquecer al hombre. ¡Te miran con unos ojos que te dejan sin aliento y luego te roban el alma! —Darcy bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Ojos hermosos que prometen un paraíso que sólo tú podrás explorar. —Dejó la copa sobre la mesa con cuidado.


—¿Y luego? —preguntó lord Brougham, tras unos minutos de silencio.


—Luego, cuando el hombre tiene la guardia baja y la mano extendida, le dan la espalda.


—¿Touché? —le dijo Brougham en broma.


—¡Touché y hasta ahí llega el maldito combate! —Darcy se dejó caer sobre el respaldo de la silla y se masajeó las sienes—. ¡Todas son unas traidoras engañosas!


—No hay duda de que tienes razón —convino lord Brougham con indiferencia—. Después de todo, tal vez la regla de Benedick sea la más sabia y los hombres deberían reservarse «el derecho de no fiarse de ninguna».


—Sí, sí —asintió Darcy, levantando la copa y sacudiendo peligrosamente el brandy.


Brougham también levantó su copa.


—¡Por la renuncia a toda la raza de mujeres engañosas… en especial aquellas de Kent!


Darcy bajó el brazo, sonrojado por la confusión.


—¿Kent? ¿Quién dijo algo sobre Kent?


Lord Brougham lo miró con intriga.


—Pues tú; ¿acaso no lo hiciste?


—¿Lo hice? —Darcy frunció el entrecejo con perplejidad por haber perdido el hilo de la conversación—. No, no, allí sólo estaba la trampa… en el parque.


—¿En el parque? —preguntó Brougham, pero luego la cara se le iluminó al recordar—. ¡Ah, sí, el célebre parque de Rosings! La propiedad de tu tía. Bueno, entonces debemos brindar por renunciar a las mujeres engañosas de Londres que van de visita a Kent. ¡Y Dios sabe que coincido totalmente contigo en eso! Por las mujeres engañosas… ¿No? —Brougham suspendió su brindis cuando Darcy comenzó a negar con la cabeza.


—¡Hertfordshire!


—¡Ah, Hertfordshire! —exclamó Brougham con sorpresa—. No puedo decir que sepa mucho sobre las mujeres de Hertfordshire, ¡no lo suficiente como para renunciar a ellas, sin duda! Primero debes instruirme, amigo mío.


Una mirada de absoluto desagrado cruzó por el rostro de Darcy.


—Las crían como conejos en Hertfordshire, ¡al menos cinco por familia! Tienen madres que parecen gatos atigrados, que no hacen otra cosa que dormitar en espera de que aparezca un caballero decente, para caerle encima y casarlo con una de sus hijas, mientras todas ellas retozan a su antojo por el campo, corriendo detrás de cualquier casaca roja.


—¿En Hertfordshire? —preguntó Brougham con asombro—. ¡No tenía ni idea de que fuera un lugar tan interesante!


—¡Interesante! —Darcy puso la copa sobre la mesa con tanta fuerza que el líquido se derramó y le empapó el volante del puño y la manga—. ¡Maldición! —Se alejó de la mesa enseguida, pero no antes de que un poco de brandy cayera sobre sus pantalones. La reacción de Darcy captó la atención de la criada de la taberna, que se apresuró a ayudarlo con un trapo, pero después de examinar de cerca a los clientes, también sacó un pañuelo limpio que le servía de adorno en el corpiño.


—Espera, guapo —le dijo con tono lisonjero a Darcy, mientras le frotaba suavemente la manga con el trozo de lino, que olía a perfume barato—. ¡Así está mejor!


Retrocediendo un poco para evitar las atenciones de la muchacha, Darcy se apoderó del pedazo de tela con un tajante «Gracias, señorita» y se inclinó tambaleándose para secarse el pantalón.


—¡Es un placer! —le dijo la mujer sonriendo, pero como él no levantó la vista, ella se marchó para atender a otros clientes más agradecidos.


Cuando Darcy se volvió a sentar con cuidado, se encontró con la mirada burlona de Brougham.


—Con toda seguridad, tú no debiste de correr ningún peligro en ese ignominioso condado; tu actitud con las mujeres debió de haberte protegido de cualquier lance de esas féminas tan entrometidas y desagradables como las que acabas de describir. —Hizo una pausa. Darcy lo miró con rencor—. ¿O quizá no todas se comportaban tan horriblemente mal, o estaban tan enamoradas de las casacas rojas y las charreteras?


—¡Ja! —resopló Darcy, mientras se guardaba distraídamente el pañuelo en el bolsillo de la chaqueta—. Ponle una casaca roja al peor de los villanos y enseguida lo convertirás en un santo, cuyas mentiras en voz baja reciben más crédito que toda la vida y el carácter de otro hombre.


—¡Ah, una serpiente en el jardín de Hertfordshire! —asintió obedientemente su interlocutor, mientras Darcy volvía a agarrar su copa y, al notar que la mayor parte del brandy se había derramado, estiraba la mano para aferrar la botella. Brougham se le adelantó—. Espera, Fitz, permíteme —dijo arrastrando las palabras y sirviéndole sólo un poco—. Lo suficiente para hacer nuestro brindis —le explicó a Darcy, cuando éste lo miró con disgusto—, que supongo haremos en contra de tu Eva de Hertfordshire. Sí… —dijo lord Brougham con elocuencia, mientras su amigo lo miraba con creciente confusión—. Una metáfora muy apropiada, si lo pensamos bien. Una serpiente en el Edén, Eva en el parque, que no es más que un pequeño Edén, susurros en su oído, Eva figuradamente «muerde» y luego te presenta a ti, nuestro Adán, el corazón de la fruta amarga. ¡Sí, la simetría es casi perfecta!


La copa de Darcy volvió a golpear la mesa.


—¿De qué demonios estás hablando? ¡Nunca he estado en un jardín con una mujer llamada Eva!


—¿Entonces de quién estamos hablando? —preguntó Brougham de manera ingenua.


—¡De Elizabeth, maldito idiota! —le gruñó Darcy—. ¡De Elizabeth!


—¡Ah, entonces ése es el nombre de la engañosa traidora! ¡Elizabeth! —Brougham parecía aliviado—. Entonces ahora sí voy a poder ofrecer mi brindis con pleno conocimiento. —Se puso en pie y levantó la copa, mientras su amigo trataba de agarrar la suya—. Por la renuncia solemne a Elizabeth, ingrata, engañosa traidora…


Darcy bajó su brazo, totalmente confundido. ¿Renunciar a Elizabeth? Ella nunca sería suya, eso lo sabía bien, pero ¿brindar en su contra? ¿Ensuciar incluso su recuerdo? ¡No era ni remotamente posible!


—… una criatura indigna de la más baja calaña…


Darcy miró a su amigo con rabia. ¡Baja calaña! ¿Elizabeth? ¿Qué quería decir Brougham con eso?


—No, de ninguna manera —balbuceó para sus adentros, recordando la imagen de Elizabeth saliendo airosa de las imperiosas exigencias de su tía.


—… ladrona de las esperanzas de los hombres honestos…


—No, no tan mala —dijo en voz un poco más alta, en medio de las carcajadas que estaba provocando en el salón el discurso de Brougham. El brindis de su amigo había atraído la atención de los otros clientes de la taberna, quienes ya animados por la bebida, veían el espectáculo de los aristócratas como una diversión muy especial.


—… y, no nos olvidemos, provocadora, que después de haberlos arrastrado en una embriagadora cacería por el jardín, o mejor, el sendero del Edén…


—¡No! —gritó Darcy, tratando de ponerse en pie. El salón comenzó a agitarse y a aullar de alegría, mientras él empezaba a ver todo borroso.


—Una desgracia para… ¿Qué? —preguntó Brougham de manera pomposa—. Creo que estoy en medio de…


—¡Cómo te atreves! —Finalmente, Darcy logró levantarse, decidido a poner fin al calumnioso discurso de Dy—. ¡Cómo te atreves a ensuciar el nombre de Elizabeth en una taberna y de esa manera tan infame!


—Darcy —comenzó a decir Dy con tono conciliador, pero su amigo no iba a tolerarlo.


—¡Estás hablando de una dama, por favor! —Fue interrumpido por abucheos que venían del otro lado del salón—. ¡Una dama —insistió apasionadamente Darcy por encima de los gritos— de incomparable mérito!


—Darcy. —Interponiéndose entre su amigo y los ruidosos clientes de la taberna, Brougham le puso una mano sobre el brazo—. Me sentiré honrado de brindar a la salud de esa dama… siempre y cuando te sientes, amigo mío.


Mirándolo con un poco de desconfianza, volvió a sentarse lentamente y Brougham hizo lo mismo. Se quedaron un rato en silencio. Darcy trató de leer en el rostro de su amigo en medio de la confusión mental que él mismo había provocado, pero finalmente concluyó que Dy era un personaje tan volátil que su estado de embriaguez realmente no contribuía a la tarea. Con toda la agudeza que fue capaz de reunir, estudió a Dy y lo que vio en la expresión de su antiguo rival y amigo fue una preocupación y una simpatía tan auténticas que era imposible descartarlas como una simple representación. No, la representación había sido ese ridículo brindis, el hecho de hacerse pasar por un criado y, tal vez, toda esa máscara de frivolidad que le había mostrado al mundo durante los últimos siete años. Pero allí estaba ahora el mejor amigo que tenía en el mundo, de vuelta de un largo viaje, y el momento de su llegada era increíblemente oportuno.


Brougham rompió el silencio con un suspiro y luego apoyó los codos sobre la mesa para mirar a su amigo a los ojos, con una sonrisa pícara.


—Creo que lo mejor es que me hables de ella, viejo amigo —sentenció, con voz compasiva pero firme—. Debe de ser, en efecto, una mujer de incomparable mérito para haber conquistado tu corazón de esa manera.


Como tenía por costumbre, Darcy trató de resistirse a la petición de Dy de bajar sus defensas; pero aquella antigua reserva, ese escudo que solía poner entre él y el mundo, ya había sido destruido por una jovencita de Hertfordshire. ¿Por qué, entonces, volver a levantarlo contra su más querido amigo? No le revelaría todo; era demasiado y los detalles ya no tenían importancia. Pero le contaría a Dy algo del asunto, lo suficiente para que pudiera comprenderle.


—Su nombre es Elizabeth —comenzó a decir, mirando más allá del hombro de Dy para conservar aunque fuera algún retazo de algo parecido a la dignidad—, y yo soy el último hombre en la tierra con el que podría casarse.

Continuará...

12 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Lady Darcy!
Soy una nueva austenita que se ha agregado a tus seguidores :D
Me ha gustado mucho encontrar un rinconcito donde poder leer historias que me gustan y con las que paso un buen rato leyendolas ;)
Tu blog me gusta mucho y las citas que tienes a la izquierda son preciosas y muy profundas... y totalmente verdaderas jaja a mi parecer.
Yo también tengo un blog aunque aun es reciente y no tiene muchas entradas.
Espero ponerme al día con tu blog para poder seguirte y no estar un poco perdida :D :D

Saludos!
Susan

princesa jazmin dijo...

Primero que nada, gracias por avisarme que subiste más capítulos, porque si fuera por el señor Blogger no me enteraría nunca.
Esperaba con ansias el momento del reencuentro de los protagonistas en Rosings, sobre todo porque en el original sabemos muy poco de qué pasaba por la cabeza de Darcy al proponérsele a Elizabeth, solo cuando leemos su carta.
Y porque además, Darcy le dice a Lizzie hacia el final de la historia que eran precisamente las cosas que ella le había dicho ese día que lo hicieron cambiar de actitud y caer en cuenta de algunos de sus defectos.
Voy a releerlos con más tranquilidad luego, porque estos cuatro primeros capítulos son imperdibles, ni me imagino lo que será cuando se encuentren en Pemeberley.
Como siempre, gracias totales por tomarte el trabajo de subirlos para nosotros.
Un beso grande!
Jazmín.

J.P. Alexander dijo...

Estoy enanorada de Dy, que lindo que es el amigop de Darcy. Me late que se convertiran en cuñados. Me dio mucha pena como sufre Darcy genial capitulo. Un beso mi Lady y ten una linda semana

Aglaia Callia dijo...

Parece que el señor Blogger se está apiadando de nosotros y nos permite leer de inmediato, una suerte.

Qué delicioso capítulo, muchas gracias por subirlo, me encanta el personaje de Georgiana y me alegra tanto que en esta obra profundizaran tanto en ella.

Tan pronto como me sea posible, lo leeré una vez más, que así creo se disfruta aún mejor.

Besos.

El Drac dijo...

Qué bien escrito este capitulo, sin perder el la trama nos llevas po una descripción de las emociones que muven a los protagonistas de la trama y la reacción del hombre enamorado siempre es un poco más exasperada, como tan bien lo has relatado. Ha sido un gustazo leer este capitulo. Un abrazo

Carm9n dijo...

Hola, lady Darcy! Paso para decirte que tienes un premio en el blog.
Besines,

MariCari dijo...

Voy por la mitad, acaban a afeitar al querido Darcy... ya regreso... ya te digo... ya te cuento... ahora saboreo la mitad...Bss...

AKASHA BOWMAN. dijo...

Me hago cargo completamente de la terrible presión que la "letanía de Elizabeth causa en el ánimo de Fizwilliam, torturándolo cruelmente al acusarlo de vanidoso, arrogante y egoísta. Desde luego mucho le ha dado que pensar a nuestro caballero la negativa de Lizzie, y fue mejor así, pues de ese modo ha podido reflexionar sobre su comportamiento anterior y sus procederes, que desde luego no fueron los acertados.

Me ha encantado ese asunto de que pese a los últimos reproches de Lizzie y a su continuo aire retador siga siendo la única mujer capaz de atraerlo en cuerpo y alma. Por algo esta es una de las más bellas historias de amor ¿no?

"Para ella, él era el último hombre; para él, ella parecía ser la única mujer."

Me gustan los cambios que se aprecian en Georgiana y ese comportamiento resuelto que a veces se vislumbra en ella. El retrato me lo imagino precioso, tal como aparece en la película de 2005 ;)

Me gustó ver a Sylvanie ya convertida en lady Monmouth, teniendo en cuenta que últimamente no me caía demasiado bien esta mujer hoy puedo comprobar que su perfidia todavía continúa.

¡Y Dy! Es un hombre sorprendente, ¡mira que hacerse pasar por un criado! "Excelente consejo, señor" jejejejee. Ha resultado todo un "caballero andante" para Darcy. Me cae bien este hombre.

"—Las crían como conejos en Hertfordshire, ¡al menos cinco por familia! Tienen madres que parecen gatos atigrados, que no hacen otra cosa que dormitar en espera de que aparezca un caballero decente, para caerle encima y casarlo con una de sus hijas, mientras todas ellas retozan a su antojo por el campo, corriendo detrás de cualquier casaca roja." Esto ha sido sublime.

Un capítulo apasionante, amiga, apasionante de veras. Gracias por compartirlo.

Un gran beso

MariCari dijo...

Qué bello relato ha creado Pamela... me gusta, me gusta a rabiar... qué bien se mete en la piel de un hombre, casi sin rozaduras... como un guante a una mano después de varios inviernos con ella... Muchas gracias querida amiga por trascribirla aquí, por esforzarte para que mi tarde haya sido preciosa, maravillosa, saborenado a un Darcy magnífico con la esgrima, magnífico con su hermana, magnífico con su bebida... sobretodo con su bebida, je ,ej...
estoy intrigada por saber cómo resolver ahora una vez pronunciado el nombre de su amada en alto, el que deje de estar presente en su mente... ya veremos...
Bss... y gracias por una tarde preciosa, con café y pastas incluido...

luzyoshie dijo...

que buen cap, me encantooooo, muchas gracias, esperando el prox ^^DD

Fernando García Pañeda dijo...

Bien, bien, milady, es todo un placer para los caballeros mediocres ver cómo ese espejo de los caballeros se pone en ridículo de forma tan notoria. Un inmejorable remate a su lamentable declaración, que con justicia sólo le ha dejado como recuerdo esa mortificante letanía...
«¿La reina de las hadas?» ¡Por el amor de Dios, qué vergüenza! Más que atraído por la belleza femenina se diría que el viejo Fitz se ve impelido, en términos discretos, por un desajuste hormonal masculino.
Qué difícil les resulta a algunos apreciar la verdadera belleza, y no me refiero precisamente a la llamada belleza interior, sino a las formas y tonos que no necesitan llamar la atención por su sencillez y su gracia. Algo que nos favorece a quien no padecemos de esa suerte de miopía.
Lo cierto es que desde el punto de vista literario, personalmente no veo la necesidad de este capítulo, porque no añade nada nuevo (con excepción del extravío de Darcy, claro está). Es una nueva vuelta de tuerca al affaire Sylvanie un tanto forzada, con situaciones poco creíbles como el empeño de Darcy en asistir a la fiesta de los Monmouth sin una justificación razonable o ver a Brougham haciéndose pasar por un criado.
En el cielo, Señora.

Anne Shirley dijo...

Hola! =)
Hace un tiempo largo te dejé un regalito en mi blog, espero que te guste (perdón x no avisar)