viernes, 22 de abril de 2011

SÓLO QUEDAN ESTAS TRES Capítulo VI

Una novela de Pamela Aidan

INCLINADO A LOS PIES DE LA CULPA


La próxima vez que tú y Brougham decidáis enfrentaros, espero que me aviséis. —Sir Hugh Goforth usó su reina de tréboles para levantar las cartas de la jugada que acababa de ganar—. ¡He oído que fue una espléndida demostración de destreza con la espada!


—Nunca habría imaginado que ese petimetre pretencioso y frívolo supiera qué extremo de la espada es el que se empuña —señaló lord Devereaux, arrastrando las palabras, mientras arrojaba sus cartas al centro de la mesa—. Aunque les aseguro que, como jinete, vuela como un rayo. Creo que acabó con su caballo en Melton el año pasado. Tuvo que matarlo de un disparo.


Atrapado entre el deseo de defender a su amigo y el temor de revelar algo que no debería divulgar, Darcy reunió los naipes y se limitó a barajarlos. Había pasado más de una semana desde su enfrentamiento en el club de esgrima de Genuardi, y hasta ese día no se había acercado a Boodle's, donde la ausencia de los dos había levantado algunos comentarios.


Sir Hugh fue tomando las cartas que Darcy le repartió una a una y las fue organizando en su mano, mientras Devereaux y el cuarto jugador de la partida las agarraban todas juntas, antes de comenzar a ordenarlas. Darcy volvió a mirar por encima de la mesa a su inesperado compañero de juego. Lord Manning respondió a su mirada inquisitiva enarcando una ceja en señal de burla.


—Si hubieras estado en Cambridge y no en Oxford, Devereaux —observó Manning—, no tendrías una idea tan equivocada. Brougham es, o era, en aquel entonces, un excelente espadachín. Cuando él y Darcy no estaban compitiendo por los premios académicos, estaban midiéndose con la espada.


—¡Ah, información confidencial! —Sir Hugh cerró el abanico de cartas—. Las apuestas están a favor de Darcy por el momento. Y tú, Manning, ¿apuestas por Brougham o por Darcy?


—Ah, por Darcy —afirmó Manning con una risita—, pero sólo para molestarlo. Él odia ser objeto del interés público. ¿No es así, Darcy?


—¿Jugamos, caballeros? —Darcy eludió la pregunta de Manning—. Tu apuesta, Devereaux. —Una vez que su señoría hizo su apuesta, el juego y la noche siguieron su curso sin que hubiese ninguna otra mención sobre un posible encuentro en el futuro, pero Manning se encargó hábilmente de mostrar que tenía razón con un movimiento de los hombros. La aparición de su viejo antagonista en los salones del club había sorprendido a Darcy, porque aunque Manning era socio de Boodle's, también lo era de White's y había demostrado su preferencia por este último mediante la ausencia prolongada del primero. Darcy no lo había visto desde los horribles acontecimientos del castillo de Norwycke. No había ninguna explicación acerca de la razón por la cual Manning había decidido súbitamente honrar Boodle's con su presencia, excepto por el perverso placer que sentía en molestar a Darcy, tal como hacía en aquel momento. Con ese objetivo en mente, se había apresurado a ofrecerse como su compañero de partida cuando, después de recibir una nota urgente, Sandington había tenido que abandonar el juego.


Aunque no disfrutaba de su compañía, Darcy no podía negar que el hombre jugaba bien. Manning era tan hábil con las cartas como en el arte de provocar y sabía desbaratar la estrategia de sus oponentes con la misma destreza con que destruía la reputación de los otros miembros del club que pasaban a su lado. Tanto Goforth como Devereaux bufaban divertidos al oír los comentarios de Manning, mientras Darcy parecía ser el único al que le molestaba el pasatiempo del barón y deseaba estar en otro lado. Terminaron la noche triunfantes, pero Darcy no pudo alegrarse de haber ganado y tampoco le gustó la grosera expresión de satisfacción de Manning. Tras hacer un gesto de asentimiento como respuesta al parco elogio de su compañero, Darcy se levantó de la mesa con el propósito de volver a casa, cuando Manning se interpuso en su camino.


—¿Tienes un momento? —El tono de la solicitud era casi cortés.


—Por supuesto —respondió Darcy de forma neutra, tratando de ocultar su irritación. Manning le señaló una pequeña mesa que estaba un poco apartada. Después de sentarse, quedaron nuevamente el uno frente al otro.


—¿Qué sucede, Manning? —preguntó Darcy sin preámbulos—. Me marcho a casa y no tengo deseos de entretenerme mucho más.


—Quisiera hablar contigo… acerca de un asunto de carácter personal. —La arrogante voz de su señoría pareció quebrarse, al tiempo que desviaba la mirada de los ojos de Darcy—. Sé que debe de sonar absurdo. ¡Imaginarme a mí pidiéndote algo a ti! Pero te aseguro que sólo la más apremiante necesidad me ha impulsado a buscarte. ¡Maldición! —Manning se dejó caer sobre el respaldo de la silla, sumido en lo que parecía ser una gran lucha interna. Darcy se sintió tentado a levantarse y marcharse, pero algo en el aspecto de Manning lo hizo quedarse. Se recostó y esperó a que el barón continuara—. Se trata de Bella; ¿recuerdas a mi hermana? —El barón volvió a mirarlo a los ojos.


—Espero que la señorita Avery se encuentre bien. —Darcy enarcó las cejas. ¿Qué podría querer Manning de él, a propósito de su hermana?


—Sí… ¡y no! No está enferma, en el sentido literal de la palabra —dijo Manning, frunciendo el ceño—. Pero ¡ya sabes cómo es! Siempre como un ratoncito asustado. ¡Y con ese endemoniado tartamudeo! —Darcy frunció el entrecejo. Sí, conocía de sobra la opinión que Manning tenía de su hermana menor y el desprecio con que la trataba. Al mirar al barón con intención de comunicarle su desaprobación, se sintió complacido al ver que tenía la decencia de sonrojarse y suspender sus quejas.


—El asunto es el siguiente, Darcy —dijo, bajando la voz—. He conseguido comprender que a Bella le ha faltado la orientación apropiada. Nuestros padres murieron antes de que ella cumpliera ocho años. La institutriz que ha tenido desde entonces ha sido adecuada, pero no muy inspirada. Y yo nunca he sabido qué hacer con ella. —Volvió a levantar la voz con irritación—. Y Dios sabe que mi hermana, lady Sayre, nunca mostró el más mínimo interés, incluso antes del enojoso asunto de enero pasado. Ya he desperdiciado una temporada de presentación en sociedad y este año parece que va a ocurrir lo mismo.


—Entiendo a tu hermana y la aprecio…


—¡Sí! —Lo interrumpió Manning—. Eso me imaginaba. Tú actuaste con ella muy bien en Norwycke. Esa es la razón por la que decidí recurrir a ti. —Darcy lo miró sin comprender—. Soy consciente de que tú estás muy unido a tu hermana.


—Sí, tengo ese honor. —Darcy miró a Manning con suspicacia.


—He notado el extraordinario afecto que sentís el uno por el otro, y Bella también lo ha notado.


—¿Cuándo…?


—Os vimos juntos en el teatro el lunes pasado, en el recital de lady Lavinia el jueves, aunque llegasteis tarde y os fuisteis pronto, y en la ópera el sábado —dijo Manning, contando con los dedos las ocasiones—. En resumen, el asunto es éste: Bella os admira mucho a ti y a la señorita Darcy. —El rencor del barón resultaba innegable—. Y para ser franco, aunque tú eres insufriblemente correcto en todas las cosas, es obvio que haces algo más que soportar la compañía de tu hermana. Un hombre de tu inteligencia… —Darcy enarcó las cejas, fingiendo algo más de asombro del que realmente sentía al recibir el primer cumplido auténtico que Manning le hacía en la vida—. Sí, reconozco todos tus talentos y virtudes —aceptó Manning—. Un hombre de tu inteligencia y carácter no sería tan atento con su hermana menor si ella fuera una jovencita bulliciosa y díscola, por un lado, o una condenada sabihonda, por el otro. A Bella le sentaría muy bien adquirir algo de la moderación e inteligencia de tu hermana. —Manning guardó silencio cuando un criado se acercó con una bandeja—. Camarero, ¿qué lleva usted ahí?


—Brandy, milord. —El hombre se inclinó y les acercó la bandeja.


—¡Excelente! ¡Estoy seco después de toda esta parrafada! —Manning agarró un vaso—. ¿Darcy?


—No, gracias —rechazó Darcy, mirando al barón que intentaba aliviar la incomodidad que le producía la desagradable posición en que se encontraba.


—A pesar de nuestra larga relación antagónica, ¿permitirías que la señorita Darcy conociera a Bella, propiciarías una amistad entre ellas? —La mirada orgullosa del barón, que había abandonado sólo por un instante, regresó en ese momento y desafió a Darcy a adoptar una actitud compasiva o triunfante.


Darcy se quedó inmóvil, mientras trataba de recuperarse de la sorpresa que le había causado la solicitud de Manning. ¿Cómo podía responderle? Había muchas cosas en juego: años de lo que Manning había descrito con tanta precisión como una «relación antagónica», durante los cuales Darcy había soportado la peor parte; el hecho de imponerle a Georgiana una «amiga» que ella no había elegido y el mayor contacto con Manning que implicaría dicha relación. ¡Eso sin mencionar que los parientes del barón de la familia Sayre habían caído en total desgracia social y financiera, y que una de las damas de la familia estaba metida hasta su adorable cuello en un caso de sedición! Entrecerrando los ojos para estudiar al hombre que tenía al otro lado de la mesa, Darcy trató de buscar en él algo que indicara que albergaba algún sentimiento por las dificultades de su hermana, que no fuese la irritación y el deseo de deshacerse de sus responsabilidades hacia ella. El hecho de que aquel hombre hubiese recurrido a él en busca de ayuda era extraordinario en sí mismo y hablaba en favor de algo más que la preocupación por el efecto que tenía su hermana sobre su fortuna, pero la dureza de la mirada y la arrogancia de la actitud de Manning mientras esperaba la respuesta de Darcy reducía la posibilidad de que existiera un sentimiento más profundo o delicado. Si aceptaba, parecería que ignoraba el desprecio que Manning sentía por él, un desprecio que Darcy nunca había entendido, ni tampoco la razón que lo había provocado. Si hubiese un poco de justicia en el mundo, debería aprovechar esta oportunidad para…


Aunque pidas justicia… rogamos para solicitar clemencia. Cuando Darcy apretó la mandíbula para expresar su negativa, recordó de repente la delicada promesa de Georgiana de ser su Porcia, su abogada. Para ser justos, ¿qué otra cosa podría exigir Darcy en este caso que vengarse por las afrentas contra su orgullo herido? Pero en su propia lucha, ¿lo que le había permitido salir adelante no había sido precisamente la clemencia de Georgiana y la manera en que Dy lo había ayudado a recuperarse?


—¿Y bien? —le ladró Manning, preparándose para torcer la boca en una risita sarcástica al escuchar la negativa.


—¿Le vendría bien a la señorita Avery un encuentro el jueves por la mañana? —preguntó Darcy—. ¿Tal vez a las once? —Al decir esto, descubrió que la cara de asombro que puso Manning compensaba totalmente el esfuerzo de rendirse a los ángeles de la clemencia.


—¿Estás de acuerdo? ¡Que el diablo me lleve! —Manning se dejó caer sobre el respaldo de la silla, perplejo—. ¡Eso es muy amable por tu parte, Darcy! —logró decir, después de varios minutos sin conseguir articular palabra—. No esperaba que… Bueno, eso no tiene importancia. Sí, a las once el jueves; Bella estará encantada. —Se levantó y le tendió la mano de manera torpe—. Gr-gracias.


—De nada. —Darcy estrechó la mano del barón. Había hecho lo correcto; ahora estaba seguro. Pero esa convicción no implicaba pasar más tiempo con Manning del que fuera estrictamente necesario—. Ahora, me voy a casa. ¿Puedo dejarte en algún lado, Manning?


—No, no —respondió rápidamente el barón, que evidentemente se sentía tan incómodo como Darcy con aquel nuevo giro que había dado su relación—. Pasaré un rato por White's y luego mi bailarina me estará esperando… —Dejó la frase en el aire y se encogió de hombros—. Hasta el jueves.


—Hasta el jueves. —Darcy asintió, luego se alejó de Manning y salió del club. Cuando llegó a la acera a grandes zancadas, sonrió al ver cómo Harry saltaba del coche y se apresuraba a abrir la portezuela y bajar la escalerilla.


—Buenas noches, señor Darcy. —El hombre hizo una respetuosa inclinación.


—Buenas noches, Harry —le respondió el caballero, subiendo la escalerilla—. Dígale a James que nos lleve a casa. Ya he tenido suficiente por esta noche.


—Espero que haya tenido una buena velada, señor.


—¡Ah, ha sido una velada extraordinaria, Harry! Incluso se puede decir que he obtenido una prueba de su afirmación.


—¿A qué afirmación se refiere, señor?


—Que, a veces, la alta sociedad tiene unas extrañas costumbres. —Darcy le recitó a Harry la aguda observación que le había hecho una vez.


—Hummm —resopló Harry—. ¡No se necesita prueba de eso! —El hombre hizo ademán de cerrar la portezuela, pero luego se detuvo en seco y bajó la cabeza, aparentemente escandalizado por la libertad con que había hablado—. ¡Espero que me disculpe, señor Darcy!


—Cierre la puerta, Harry.


—Sí, señor.


La puerta se cerró enseguida, pero Darcy esperó a que Harry se subiera al pescante para reírse de la acertada filosofía del sirviente. El calificativo de «extraño» ciertamente describía con precisión el hecho de que Manning lo hubiese buscado esa noche y el curioso giro que había dado su relación.




**************


—No tengo palabras para describirle el alivio que supone para mí estar de regreso en Londres. —La señorita Bingley aceptó una taza de té de manos de Georgiana y se acomodó en su asiento—. Las tiendas y los teatros de Scarborough son insignificantes, ¡a pesar de lo que diga mi tía! Usted no se puede ni imaginar, Georgiana, cuánto anhelaba volver a la civilización.


Darcy observó cómo su hermana respondía con una sonrisa cortés, antes de llenar la taza de Bingley.


—No ha sido tan espantoso. —Bingley levantó la vista y miró a Darcy—. Aunque tengo que admitir que me siento más a gusto aquí, en Londres, que entre nuestros parientes y los antiguos conocidos de nuestros padres en Scarborough. Me temo que nos hemos alejado demasiado de ellos. Parece que llevamos una vida completamente distinta —concluyó con un tono pensativo, pero luego volvió a animarse—. ¡Han pasado varias semanas desde la última vez que estuvimos aquí! ¿Cómo fue tu viaje a Kent, Darcy? Me imagino que más caluroso que el nuestro al norte.


—Sí… más caluroso —respondió Darcy con una voz ligeramente ahogada. Georgiana lo miró a los ojos, dirigiéndole una sonrisa de apoyo. Su hermano asintió con la cabeza en señal de gratitud—. Pero no fue muy largo. Tanto Fitzwilliam como yo nos alegramos de volver a la ciudad.


—Y su retrato, Georgiana. —La voz de la señorita Bingley llenó el silencio que amenazó con instalarse entre ellos—. Me mortifica tanto pensar que hemos regresado demasiado tarde para verlo. ¿Fue muy concurrida la ceremonia de presentación? —Hizo una pausa y luego soltó una risa ronca—. Seguramente que así fue, así que mejor debería haber preguntado quién asistió. ¡Vamos, puede usted hacer alarde de su triunfo ante nosotros!



¡Vaya invitación! Darcy miró a la hermana de Bingley con un gesto de reprobación, mientras se preguntaba otra vez cómo era posible que entendiera tan poco a Georgiana. Malinterpretando la mirada de Darcy, la señorita Bingley le dirigió una sonrisa que sugería una conspiración secreta, en la cual Darcy se negó a participar.


—Se equivoca usted, señorita Bingley. Accedí a los deseos de mi hermana y no enviamos invitaciones. El retrato fue exhibido sólo ante la familia y ahora mismo va camino a Pemberley.


—¿En serio? —La señorita Bingley miró a Darcy y a su hermana con total incredulidad.


—Ése era mi deseo, señorita Bingley, y mi hermano tuvo la gentileza de concedérmelo. —Georgiana le alcanzó una taza de té a Darcy con una sonrisa tierna—. Él es muy bueno conmigo, ¿verdad?


Con los labios apretados en una sonrisa de desconcierto, la señorita Bingley asintió con la cabeza.


—¿Y qué planes tenéis ahora que habéis vuelto? —Darcy dirigió la conversación hacia un tema que no tuviera que ver con él—. Londres pronto se convertirá en un frenesí de actividad y tendréis muchas invitaciones.


—Aún no hemos decidido nada. —Bingley bajó la taza—. Ya tengo el escritorio inundado de invitaciones y mensajes.


Darcy asintió para mostrar que entendía la situación.


—Debes tratar de mantener el control de las riendas, Bingley, y no dejarte llevar por el vértigo de la sociedad. De otra manera, amigo mío, terminarás muy mal.


Bingley hizo una mueca.


—Tendré en cuenta tu advertencia. Apenas está comenzando…


—A propósito de eso, he hablado con Hinchcliffe.


—¡Hinchcliffe! —exclamó su amigo, y una luz de esperanza iluminó su rostro.


—El mismo. —Darcy sonrió al ver la expresión de cautela que cruzó por el rostro de Bingley al oír mencionar el nombre de su temible secretario—. Dice que, si estás de acuerdo, cree que su sobrino podría comenzar a trabajar a tu servicio como secretario, encargado de los asuntos sociales.


—¿De acuerdo? ¡Por supuesto que sí!


—Entonces, está hecho. ¿Que tal si se entrevista contigo mañana?


—¡Mañana… Sí, claro! ¡Puede venir esta misma noche! Le mandaré una nota ahora mismo, si tú me lo permites.


—¡Desde luego! —Darcy señaló la puerta y luego se volvió hacia su hermana—. Con el permiso de las damas.


Cuando estuvieron en su estudio, deslizó una hoja de papel sobre el escritorio y destapó el tintero, mientras Bingley tomaba asiento.
—Esto no podría haber llegado en mejor momento. —Bingley sonrió, agarrando la pluma que Darcy le ofrecía y mordiéndose el labio con expresión de seriedad. Luego mojó la pluma en el tintero y se dispuso a escribir. Darcy se recostó contra el respaldo del asiento para observar cómo Bingley garabateaba un mensaje, contento al pensar en la utilidad de la ayuda que había podido ofrecer a su amigo y en el placer con que éste había aceptado—. Listo —exclamó Bingley, al tiempo que colocaba el punto de la «i» de su apellido y le pasaba la nota a Darcy—. Dime si te parece bien. No quisiera arriesgarme a causarle una mala impresión a Hinchcliffe, con un mensaje que tuviera algún error.


Darcy leyó la corta nota rápidamente, pero cuando volvió a mirar a Bingley con un gesto de confirmación, lo sorprendió en una actitud que sólo se podría calificar de desaliento, con los ojos fijos en el vacío y una sonrisa postiza en el rostro. Incluso mientras él observaba, Bingley dejó caer los hombros y arrugó la frente. Darcy dirigió de nuevo la mirada rápidamente hacia la nota, sintiendo cómo se evaporaba su sensación de satisfacción. La receta que tenía en su mano para alivio de las obligaciones sociales de Bingley no podía hacer nada para curar el dolor que todavía albergaba el corazón de su amigo. Mientras fijaba los ojos en la nota, notó cómo lo envolvía una oleada de aflicción. ¡Qué pareja tan lamentable formaban él y Bingley! Unidos ahora por algo más que la amistad, cada uno había encontrado su alma gemela en una de las hermanas Bennet; y, como consecuencia de la intervención de Darcy, los dos padecían por la certeza de tener que pasar el resto de sus días sintiéndose medio vivos. Sí, Charles amaba a Jane Bennet tal como Darcy amaba a Elizabeth. Ahora podía apreciarlo. Pero era peor en el caso de Bingley, porque Jane Bennet sí le correspondía, según le había dicho Elizabeth; y él la creía. ¡Qué despreciable acto de vanidad había sido constituirse en arbitro del amor! Había sido injusto con su amigo, le había hecho daño de una manera imperdonable y violenta y en un asunto que el corazón de Charles debería haber resuelto por sí solo, libre de su influencia o injerencia. ¿Cómo podría compensarlo por ese terrible error? Incluso aquel acto de gentileza tenía un cierto sabor a condescendencia y superioridad.


—¡Ejem! —Darcy carraspeó y se arregló el chaleco para dar a su amigo tiempo a recuperarse. Cuando Bingley levantó la cabeza, le devolvió la nota por encima del escritorio—. Es perfecta. ¿Quieres enviarla?


—Sí, por favor —respondió Bingley con una sonrisa rápida y fugaz—. No quisiera aceptar las invitaciones equivocadas. —Tomó la nota y la dobló lentamente en tres partes iguales, mientras Darcy lo observaba con un sentimiento de desaliento ocasionado por lo que acababa de decir. ¿Acaso Charles tenía realmente tan poca fe en su propio juicio? ¿O quizá el intento de Darcy de actuar como su mentor lo había convencido de que era más seguro poner su vida en las manos de otras personas que él creía que eran más sabias que él mismo? Si ése era el caso, Darcy le había causado a Bingley un daño todavía mayor.


—Debes tomar las recomendaciones del joven Hinchcliffe sólo como sugerencias, Charles. La última palabra la tienes tú, tanto en esto como en todos tus asuntos. Si algún día te encuentras en un lugar en el que descubres que preferirías no estar, tú sabrás qué hacer. En todas las ocasiones en que te he visto, siempre has sabido cómo comportarte.


—¿Tú crees? —El rostro de Bingley se iluminó fugazmente—. ¿Es eso un cumplido, Darcy? —El desconcierto de Charles sacudió fuertemente al caballero. ¿Cuándo había adquirido la costumbre de tratar a su amigo como menos que un igual? ¿Cómo había podido tolerar Bingley semejante actitud de superioridad?


—No, en serio, Charles. —Darcy lo miró directamente a los ojos—. Si más gente poseyera tu buen carácter innato, tu capacidad de hacer que los que te rodean se sientan bien y tu buena disposición hacia el mundo, la sociedad no sería ni la mitad de difícil de lo que es. —Hizo una pausa para observar el efecto de sus palabras. El rostro de Bingley había pasado del entusiasmo al rubor, pero la sonrisa de sus labios le aseguró a Darcy que ese cambio era producto del placer y no de la rabia o la incomodidad—. ¡Dios sabe que a mí me sentaría muy bien un poco de tu talento! —Suspiró a causa de la verdad que contenía su confesión, y también por el alivio que le produjo ver que Bingley volvía a recuperar su forma de ser—. ¡Tal vez debería pedirte que me dieras unas clases!


—¡Clases! —Bingley soltó una carcajada y se levantó de la silla—. ¿Acaso el maestro y el alumno van a intercambiar los papeles?


—No. —Darcy negó con la cabeza y se levantó—. ¡Tú ya te graduaste, Bingley! Ha sido un error alentarte a que permanezcas en el aula. Preferiría que fuéramos dos amigos que acuden a ayudarse mutuamente. —Le ofreció la mano, que Bingley tomó rápidamente, aunque con un poco de sorpresa—. Dos iguales que están dispuestos a ayudarse el uno al otro a lo largo del camino.


—¡Por supuesto, Darcy, por supuesto! —exclamó Charles con aire radiante.


Darcy asintió con la cabeza y estrechó la mano de su amigo con más fuerza.


—He sobrepasado el límite, amigo mío. Y prometo rectificar lo que pueda. Te lo aseguro.




miércoles, 13 de abril de 2011

SÓLO QUEDAN ESTAS TRES Capítulo V

Una novela de Pamela Aidan

A PESAR DE TU PERJURIO




—¡Darcy! —El susurro inquieto de Brougham penetró a través de su conciencia como el disparo de un rifle, mientras trataban de subir la escalinata de entrada a Erewile House. Darcy frunció el ceño al sentir el dolor en su cabeza y volvió a tratar de poner un pie delante del otro y, sin embargo, mantenerse erguido. Para ser absolutamente honestos, Dy era el que estaba a cargo de todo desde que habían salido de la taberna, hacía media hora. El aire frío de la noche no había servido para despejar a Darcy, totalmente ofuscado por el brandy, de manera que Dy se había encargado de la ingrata tarea de acompañarlo a su casa hasta dejarlo en las hábiles manos de Fletcher. Si Darcy no hubiera tenido ya el rostro enrojecido a causa del licor, se habría puesto colorado como un tomate por la terrible vergüenza que debía de estar sintiendo. No le cabía la menor duda de que, por la mañana, se sentiría mortificado.


Al llegar al último escalón, Brougham apoyó a su amigo contra la puerta y lo sostuvo con un hombro, mientras agarraba el pomo.


—¡Está cerrada! —le siseó a Darcy—. Como debe estar, ¡pero eso es un maldito inconveniente para nosotros! ¿Tienes la llave? —Darcy rebuscó bajo su chaqueta, en el bolsillo del chaleco y, tras algunos minutos de tensión, sacó una llave, para alivio de Brougham—. ¡Gracias al cielo! Ahora, si logramos no hacer mucho alboroto cuando entremos… —Brougham se inclinó para meter la llave en la cerradura y trató de abrir, pero la puerta siguió cerrada—. ¿Otra cerradura? —Dy miró a Darcy.


Darcy refunfuñó.


—Sí… lo olvidé. La mandé instalar antes de partir… hacia Kent.


—¿Y también se te olvidó pedir la llave? —preguntó Brougham con exasperación. Al oír que su amigo mascullaba una respuesta afirmativa, Brougham se enderezó y comenzó a buscar algo en los bolsillos de su chaqueta. Un suave «¡Ajá!» le informó a Darcy de que había encontrado lo que estaba buscando y volvió a inclinarse sobre la cerradura. En unos instantes, la segunda cerradura se abrió y la puerta de Erewile House giró sobre sus goznes unos centímetros.


Darcy miró a su amigo con asombro.


—¿Cómo has hecho eso?


—Práctica —respondió Dy. El amanecer apenas estaba comenzando a invadir las calles londinenses, pero había suficiente luz para que Darcy alcanzara a ver la sonrisa pícara de su amigo—. Más tarde te hablaré sobre eso —susurró—, cuando estés sobrio y la cabeza no se te esté partiendo en dos. Pero ahora tenemos que lograr que entres y, Dios nos ayude, llevarte arriba, a tu habitación, sin despertar a todo el mundo.


—Georgiana —musitó Darcy, asintiendo con la cabeza para indicar que estaba de acuerdo, pero enseguida deseó no haberlo hecho. El movimiento le produjo un intenso dolor, dándole la sensación de que su cráneo se balanceaba de un lado a otro.


—Sí, la señorita Darcy. —Brougham reiteró la identidad de la persona a la que los dos más querían evitar encontrarse, con Darcy en semejante estado, y le ofreció el hombro para que se apoyara—. ¡Ahora, entra! —Darcy se recostó lleno de agradecimiento y levantó un pie que puso de manera vacilante sobre el umbral, mientras Dy empujaba la puerta hacia atrás.


Con otro empujón y un gruñido, se introdujeron en la casa y se quedaron parados allí durante un instante, como un par de escolares fugados, inspeccionando el vestíbulo, que estaba vacío y silencioso—. ¡No hay nadie! ¡Qué suerte! —Brougham miró a su alrededor y luego condujo a su amigo hacia las escaleras—. Vamos, viejo amigo —lo animó, pero Darcy se limitó a hacer una mueca, pues cada escalón que subía le producía un doloroso estallido en el cerebro.




Cuando llegaron finalmente arriba, estaba bañado en sudor por el esfuerzo y tuvo que recostarse pesadamente contra el hombro de su compañero para mantenerse en pie. Por fortuna, Dy conocía bien Erewile House y Darcy no tuvo necesidad de guiarlo hasta su habitación. Sin embargo, apenas pudo contener su agradecimiento cuando por fin estuvieron ante su puerta.


—¡Ya casi llegamos, amigo mío! —Lord Brougham agarró el pomo y lo giró lentamente para minimizar el ruido—. ¡Hay una vela, Fitz! —le advirtió, pero Darcy ya había dado un paso atrás y cerrado los ojos para evitar la luz.


—Fletcher —susurró, sin atreverse a abrir los ojos todavía—. Es probable que esté dormido en el vestidor. Llévame a una silla. ¡Necesito sentarme! —farfulló, pero Brougham no se movió ni un ápice—. ¿Dy?


—Eso va a ser un poco difícil —respondió lord Brougham lacónicamente—. Buenos días, señorita Darcy.


—¡Georgiana! —Darcy abrió los ojos de repente, levantando la cabeza con sorpresa—. ¡Aaayy! —se quejó, cuando la luz del candelabro que su hermana tenía en la mano lo cegó.


—¡Fitzwilliam! —El caballero percibió el miedo en la voz de su hermana y no sólo oyó sino que sintió cuando ella dejó apresuradamente el candelabro de plata sobre la mesa que estaba junto a la silla—. Milord —dijo Georgiana, dirigiéndose a Brougham—, ¿Fitzwilliam está herido? ¡Ay, hermano! —Volvió a centrar su atención en Darcy, agarrándolo de los brazos suavemente—. ¡Siéntelo aquí, en el sillón! —le dijo a Brougham—. ¿O debería acostarse? ¿Milord?


—Sí, por favor. —Darcy sólo pudo suspirar, mientras volvía a cerrar los ojos. ¡Que Georgiana lo viera así era espantoso!


—Creo que el sillón es lo mejor, señorita Darcy —decidió lord Brougham—. Fletcher puede ayudarlo a acostarse después. —Dy lo llevó hasta el sillón donde su hermana lo había estado esperando y lo ayudó a sentarse, ahorrándole la indignidad de desplomarse, como probablemente se merecía. Georgiana se arrodilló enseguida y lo tomó de las manos.


—Pero ¿él está herido, milord? ¿Debo llamar a un médico? —Georgiana lo miró con nerviosismo. Darcy se arriesgó a abrir los ojos justo en el momento en que la angustia de Georgiana era reemplazada por una mirada de sospecha, que luego daba paso a una de asombro. La mortificación que lo recorrió fue peor de lo que se había imaginado—. ¡Pero él está…! ¡Fitzwilliam, no es posible…! —Levantó la vista para mirar a Brougham con una cara que suplicaba que lo negara, mientras su hermano se ponía colorado de vergüenza. Buscó algo en su bolsillo con que secarse el sudor de la frente y su mano encontró un pañuelo, pero sus esfuerzos por arreglarse un poco produjeron una exclamación de perplejidad por parte de su hermana y un compasivo resoplido de burla de parte de Dy.


—¿Qué sucede? —preguntó Darcy, mientras miraba a sus dos acompañantes, confundido ante su reacción. Dy le señaló la mano, de la cual colgaba un pañuelo de lino lleno de encajes. Darcy se puso como un tomate, mientras se apresuraba a guardar el pañuelo en el bolsillo.


—Me temo que tiene usted razón, aunque sólo en la primera conjetura, señorita Darcy —respondió lord Brougham con suavidad—, pero le ruego que no se preocupe y lo pase por alto, como sé que usted puede hacerlo. Su hermano ha estado nadando en aguas profundas últimamente y creo que esta noche ha sido una aberración, cuya naturaleza nunca querrá repetir.


Georgiana agarró las manos de Darcy con fuerza y, con más compasión de la que él tenía derecho a reclamar, le sonrió con los ojos anegados en lágrimas.


—Sí, comprendo, milord, mejor de lo que usted cree.


—Muy bien. —Brougham suspiró y dio un paso atrás—. Despertaré a Fletcher, que sin duda sabrá exactamente qué hacer, y ahora los dejaré para que se ocupen de sus asuntos. ¿Puedo pasar a visitarte a ti y a la señorita Darcy esta noche? —le preguntó a un Darcy muy callado.


—Sí —respondió Darcy con gratitud—, cuando quieras. Dy…


—Lo sé, amigo mío —le aseguró lord Brougham—. Y también está la confesión que te debo y para la cual nunca encontramos ni el tiempo ni las circunstancias apropiadas. Hasta esta noche, entonces. —Hizo una pronunciada inclinación—. Señorita Darcy, Fitz. —Salió por la puerta del vestidor.


—Un amigo de verdad —murmuró Darcy cuando la puerta se cerró. Luego miró a su hermana con ojos cautelosos.


—Sí, lo es —dijo, girándose hacia él con una expresión melancólica—. Y sólo desea tu bien. Eso lo sé. —Luego adoptó un aire de desaliento y desconcierto—. Pero nunca imaginé que él… que tú… Ay, ¿qué te ha sucedido, Fitzwilliam? ¿Acaso no puedes decírmelo?


—¡Ejem! —Desde el vestidor les llegó un carraspeo extraordinariamente fuerte y, justo diez segundos después, Fletcher asomó la cabeza. Darcy casi suspiró con alivio.


—Más tarde —le prometió a su hermana, notando que la cabeza le iba a estallar—, te contaré lo que necesitas saber; pero en este momento, y me temo que durante varias horas más, estaré sufriendo las consecuencias que padece todo hombre lo suficientemente estúpido como para buscar consuelo en una botella. Por favor. —Se encogió por el dolor que le causaba el esfuerzo que estaba haciendo para levantarse—. Ve a acostarte, preciosa, y deja que Fletcher me lleve a mi cama.


—Como quieras —respondió Georgiana, aunque su valerosa sonrisa no alcanzaba a borrar la sombra de preocupación que cubría su rostro—, pero hasta entonces, te tendré presente en mis pensamientos y mis oraciones, hermano. —Georgiana se puso de puntillas y le dio un fugaz beso en la mejilla, mirándolo de manera amorosa; luego lo dejó al cuidado de su ayuda de cámara.


—¡Fletcher, ayúdeme, por favor! —dijo Darcy jadeando, tan pronto como la puerta se cerró detrás de su hermana.


—¡Señor! —El ayuda de cámara dejó algo sobre la mesa y en unos segundos estuvo al lado de su patrón.


—Creo que voy a vomitar.


—¡Aguante, señor! —Fletcher logró llevarlo hasta la cama, donde Darcy se desplomó con alivio, pero enseguida le puso en las manos un vaso con una bebida repugnante—. Beba esto, señor Darcy. Le sentará bien para el estómago y le ayudará a aclarar la cabeza, señor.


—O acabará para siempre con todos mis sufrimientos. —Darcy miró el vaso con asco—. ¿De dónde lo ha sacado?


—Es una receta que le resulta efectiva incluso a su alteza real el príncipe. —Fletcher pareció sentirse incómodo de repente—. Aunque debo añadir que no hay punto de comparación, señor.


Darcy logró enarcar una ceja.


—¡Espero que no! —Olisqueó la bebida con desconfianza y la apartó con una mueca.


—Le ayudará a dormir, señor —añadió su ayuda de cámara, antes de contener un bostezo.


Deja de portarte como un chiquillo y tómate la medicina, se reprendió para sus adentros. ¡No te mereces ni la mitad de la comprensión o el consuelo que has recibido esta, noche! Se tragó el brebaje, que era tan asqueroso como había imaginado.


—Listo, señor. —Fletcher recogió el vaso, lo puso sobre la mesa y comenzó a quitarle la chaqueta y el chaleco, luego le desabrochó la camisa—. Acuéstese. —El caballero se dejó caer sobre las almohadas y subió las piernas a la cama lentamente. Fletcher le quitó los zapatos con habilidad, los puso con el resto de la ropa y regresó a ponerle una manta encima.


—Gracias, Fletcher —jadeó Darcy, con los ojos cerrados—. Lo llamaré cuando sea capaz.


—Muy bien, señor. —El ayuda de cámara recogió la ropa sucia y se dirigió a la puerta.


—¡Fletcher!


—¿Sí, señor?


—En el bolsillo de mi chaqueta.


—¿Sí, señor?


—¿Ha encontrado algo?


—Sí, señor. —El tono neutro de Fletcher, dada su profesionalidad, no reveló nada acerca de la naturaleza de su hallazgo.


—Cuando esté lavado, envíelo a la taberna Fox and Drake junto a media corona, por favor.


—Muy bien, señor. Buenas noches, señor.


Darcy oyó que la puerta se cerraba y después ya no sintió nada más, porque cayó de inmediato en un sopor maravillosamente profundo y sin sueños, por primera vez durante semanas.


El dolor de cabeza con que se despertó al día siguiente no fue tan intenso como había temido e incluso pasó pronto, gracias a los polvos que Fletcher le había dejado junto al vaso de agua, en algún momento a lo largo de la mañana. Apoyándose sobre un codo, estiró el brazo desde la cama, echó la medicina en el agua y se quedó mirando el vaso, mientras el sol del comienzo de la tarde hacía brillar las partículas que descendían y se disolvían en el líquido. Que descendían y se disolvían… al igual que él, reflexionó. Se bebió el remedio de un trago, volvió a tumbarse sobre las almohadas y cerró los ojos. Había hecho todo y más de lo que se esperaba de acuerdo con su posición social y su educación. Después de la muerte de su padre, se había propuesto ser como él: el mejor hombre posible en todo lo que hacía, ya fuera en su papel de propietario, patrón, hermano o amigo. Era escrupulosamente honesto en los negocios y extremadamente prudente en los asuntos sociales. Sin embargo, al mirar ahora los altísimos principios de los cuales bebía y todas las expectativas de cuyo cumplimiento se enorgullecía, Darcy vio que no era más que un simple espectador de la vida, una criatura dominada por las convenciones y las normas sociales. Nunca había permitido que lo tocara ese mundo que estaba más allá de su familia inmediata. De hecho, había sido criado y educado dentro de esa perspectiva. Como un maestro de ajedrez, había ordenado su vida de acuerdo con los innumerables prejuicios y vanidades de su clase social, felicitándose por seguirlos al pie de la letra y pensando que todo lo que no se ajustaba a ellos era indigno de su consideración… hasta que había encontrado a Elizabeth.


Sintió que su corazón se estremecía cuando el nombre de Elizabeth le recordó toda la frustración y la nostalgia que ella había despertado en él. Elizabeth, la contradicción de todas sus expectativas. ¿Cómo habría podido prever que una decisiva noche en un pueblecito de Hertfordshire, en medio del grupo de gente menos refinada que había tenido que soportar en la vida, se iba a encontrar al mismo tiempo con su Némesis y su Eva y comenzaría la disolución de su existencia cuidadosamente calculada? La cual terminaría poco después, se recordó Darcy con un resoplido, en un nido de intrigas políticas y sociales y en el fondo de una botella de brandy, en una taberna desconocida. Se sonrojó a causa de la vergüenza y la contrariedad que le producía el recuerdo de su comportamiento la noche anterior. ¡Gracias a Dios, Dy había estado allí! Debido a las peculiares excentricidades de su amigo, Darcy sólo había logrado quedar en ridículo. Habría podido ser mucho peor, pero eso no disminuía la sensación de vergüenza y repugnancia que sentía al pensar en la forma de manifestar sus debilidades en aquella noche aciaga.


Abrió los ojos y se quedó mirando fijamente el techo. Tenía que levantarse y enfrentarse al día y reflexionar con cuidado sobre todo lo sucedido y qué revelaba sobre su carácter. No era una perspectiva muy prometedora. Él ya sabía cuánto había disminuido su propio aprecio por sí mismo. ¿Qué pensaría de él, entonces, su adorada hermana? ¿Su estado de ebriedad de anoche le habría hecho perder el respeto que sentía por él? ¿Y después de confesarle sus debilidades, no se hundiría todavía más? Aquella posibilidad lo hirió como una puñalada. ¿Cómo iba a cuidar y orientar a su hermana si ya no le inspiraba respeto, si cada decisión que tomara iba a ser recibida con desconfianza y suspicacia? Por otra parte, ¿cuánta confianza tenía todavía él en sí mismo? Tratando de alejar aquel aterrador pensamiento, se incorporó lentamente y, después de detenerse un instante para comprobar su equilibrio, bajó las piernas y se sentó en el borde de la cama. El dolor de cabeza era bastante tolerable, gracias a los polvos de Fletcher y, posiblemente, a ese brebaje que había tomado. Al menos había dormido.


El reloj de la chimenea dio las tres, anunciando que el día pasaba aceleradamente y pronto tendría lugar su encuentro con Dy. Sentía una enorme curiosidad por oír lo que Brougham tenía que contarle acerca de su extraño comportamiento y el cambio de personalidad que había sufrido en aquellos años después de salir de la universidad, pero también lo asaltaba una aterradora incertidumbre al tratar de imaginar qué pensaría Dy sobre la confesión que él le había hecho la noche anterior, impulsado por su estado de embriaguez, y, más aún, qué podría hacer con esa información. Se puso tenso al pensar en eso. ¿Qué había confesado exactamente? Luego trató de recordar cómo había transcurrido la velada una vez que él y Dy se volvieron a sentar en la taberna.


Creo que lo mejor es que me hables sobre ella, viejo amigo —había dicho Dy, clavándole una mirada compasiva que no contenía ni un ápice de lástima sino preocupación sincera de un viejo amigo. Lentamente, Darcy había abierto por fin la boca y su pena más íntima pareció salir a borbotones: el interés inicial, la resistencia y la actitud cautelosa y luego la total fascinación, el deseo y el amor.


Tu semejante, el equivalente que te conviene; será tu otro yo, exactamente conforme a todo lo que desea tu corazón —había citado Dy para sus adentros con aire distraído, cuando Darcy terminó, y luego soltó un silbido—. Por Dios, Fitz, te conozco bien, amigo mío, y habiendo dicho eso, debo decir que tu Elizabeth debe de ser una jovencita extraordinaria para haberte atrapado de esa manera.


—No es mi Elizabeth, pero tienes razón —había dicho Darcy con un suspiro—, es una mujer extraordinaria.


—Ya veo. Ahora bien, perdóname la insistencia, pero, dejando de lado el comienzo que tuvisteis, ¿le propusiste matrimonio finalmente, a pesar de tus múltiples reservas y dudas?


—Sí —había afirmado Darcy—. Después de haberme propuesto olvidarla, nos encontramos por casualidad en Kent. Su amiga más íntima se había casado con el párroco de mi tía unos meses antes y Elizabeth había ido a visitarla, sin saber que yo estaría en casa de lady Catherine. Puedes imaginarte la impresión que me causó encontrarla allí, alojada muy cerca de la casa de mi tía y convertida en una especie de favorita de lady Catherine.


—¿Impacto? ¡Yo más bien diría pánico! ¡Estabas en una posición imposible! Enamorado a pesar de lo que te dictaba el buen juicio, habiéndote propuesto olvidarla hacía sólo poco tiempo y ¡te la encuentras! —Brougham sacudió la cabeza—. ¡Y tan cerca!


En ese momento se había producido un largo silencio, pero no fue incómodo. Dy se había limitado a asentir con la cabeza con actitud compasiva y había desviado la mirada, mientras las arrugas de cansancio de su rostro se volvían más profundas y parecía sumergirse en sus propias reflexiones. Transcurrido un rato, se levantó y llamó a la camarera para pedirle una jarra de café fuerte y tazas. Luego volvió a su lugar y se dirigió otra vez a su amigo con una pregunta lacónica:


—¿Y después?


Darcy respiró profundamente.


—Después, tras muchas noches de luchar contra el deber que tenía para con mi apellido y mi posición, contra la perspectiva de la justificada desaprobación de mi familia y de la sociedad, y las consecuencias de vincularme y vincular a Georgiana con una familia de sospechosa decencia, sucumbí. La vida, el futuro sin ella, parecía imposible. Parte de mi alma, ya que estamos citando a Milton. —Dy había asentido—. Comencé a cortejarla, o al menos eso fue lo que pensé que estaba haciendo. En ese momento, creí que la parquedad de sus respuestas obedecía a la modestia y al reconocimiento de la disparidad de posiciones; pero en eso, como en tantas otras cosas, estaba totalmente equivocado. —Darcy se rió con tristeza—. Había decidido pedir su mano, pero me resultaba difícil llegar finalmente a ese punto, ya me entiendes. De repente se presentó una oportunidad y yo la aproveché en el acto. Ella se encontraba sola en la rectoría y fui a verla.


El propio dueño de la taberna había venido a traer el café y le había lanzado una interrogante mirada a Dy, mientras ponía las tazas sobre la mesa. Brougham había respondido con una sonrisa cansada.


—Yo cerraré por usted. —Después de despachar al tabernero, había servido café para los dos. Estaban casi solos, pues la hora de cerrar había pasado hacía rato—. Fuiste a verla —insistió Dy.


—Y ella me rechazó —respondió Darcy con gesto sombrío.


—¡Pero hay más! —dijo Dy.


Su amigo había cerrado los ojos y había apretado la mandíbula. La escena que había recordado con tanta frecuencia revivía con facilidad incluso en medio de su embriaguez.


—¿Más? Ah, claro que hay más —había respondido con amargura—. Le confesé mi amor de la manera más clara y le relaté, todavía con más vigor, todos los combates que había tenido que librar antes de aparecer en su puerta a proponerle matrimonio.


—Tus combates —repitió Dy lentamente—. Perdóname, pero ¿te he oído bien? ¿Le expusiste todas las razones por las cuales tú no debías estar proponiéndole matrimonio? —Brougham había dejado la taza sobre la mesa y lo había mirado con asombro. Pero tras un instante de reflexión, había comenzado a esbozar una sonrisa, sacudiendo la cabeza para constatar aquella afirmación—. Sí, sí, ése tenía que ser el estilo Darcy, ¿verdad? No era necesario pensar en la sensibilidad de la dama, ¿no es cierto? —dijo con sarcasmo—. ¡Sus atractivos habían prevalecido sobre el inflexible código Darcy, y qué podía resultar más natural que anunciarle la increíble suerte que había tenido, y lo poco que se la merecía! —Dy se había reído con cinismo al ver la mirada penetrante de Darcy y había dado un golpe en la mesa, haciendo que las tazas tintinearan—. Sí, sólo tú, amigo mío, podías ser capaz de convertir la falta de requisitos de la dama en el tema principal de una propuesta de matrimonio. ¡Por favor, ilústrame! ¿Cuál de tus escrúpulos te llevó a hacer semejante confesión?


—La honestidad… el honor… el orgullo… ¡Llámalo como quieras! —había respondido Darcy con rabia.


—Sin duda fue uno de ellos, pero es a ti a quien te corresponde decidir, no a mí. —Dy había vuelto a agarrar su taza y se había recostado contra la silla—. Por favor, sigue. ¿Cuál fue la reacción de la dama?


Darcy había vacilado, atrapado bajo el ojo mordaz de Brougham, pero la convicción de que relatar aquellos dolorosos sucesos le serviría para aliviar la confusión que le oprimía el alma y el cuerpo, lo había impulsado a seguir.


—Ella guardó un silencio absoluto. —Darcy había cerrado los ojos mientras hablaba, pues el recuerdo de la escena todavía estaba vivo en su memoria—. Sonrojada, sin mirarme ni responder a mi oferta. Yo me quedé perplejo ante esa respuesta —continuó Darcy, levantando la vista para observar las vigas grisáceas del techo de la taberna—. No era ni remotamente lo que esperaba. Pensé que tal vez no me había creído o quizá aquella perspectiva era demasiado para ella. —Darcy volvió a mirar a su amigo—. Insistí en mi ofrecimiento, con el deseo de que ella supiera que había considerado nuestra unión durante meses, desde todos los ángulos posibles; que mi propuesta de matrimonio no era el resultado del capricho de un escolar sino una proposición bien pensada, que había tenido en cuenta la diferencia de nuestras situaciones en la vida.


Brougham había silbado en voz baja y había sacudido la cabeza.


—¡Caramba! Me atrevería a decir que no hay muchas mujeres en toda Inglaterra que se atrevan a rechazar tu oferta de convertirse en dueñas de Pemberley, sin importar la pomposidad de tu propuesta o la falta de sensibilidad al hacerla. Sin embargo, con todo eso ante ella, al alcance de su mano, la muchacha se quedó muda. ¡Extraordinario! —Dy había esperado un momento para que los dos tuvieran tiempo de pensar en eso, antes de concluir
— Y luego, a pesar de las innumerables ventajas que ella y su familia podrían obtener, ¡te rechazó! Supongo que estaba muy ofendida por algo, ¿no es así?


Darcy se había reído con amargura.


—¡No sólo estaba muy ofendida sino que inició un contraataque! Mi carácter fue puesto en duda a causa de las mentiras que Wickham le había contado meses antes y luego…


—¡Wickham! ¿El hijo del administrador de tu padre? —había preguntado Dy con sorpresa—. ¡Qué extraño que haya vuelto a aparecer después de todo este tiempo y en Hertfordshire! ¿Acaso él es el casaca roja…? Pero por supuesto que sí. ¿Ahora se dedica a la vida militar? —Darcy había asentido y bebido un poco de café—. Sigue —lo había animado su amigo.


—Luego me atacó a causa de su hermana y Bingley.


—¡Ah, entonces aquí es donde entra Bingley! ¿La inadecuada señorita de Hertfordshire a propósito de la cual pediste mi ayuda en casa de lady Melbourne es la hermana de tu Elizabeth? —Darcy había asentido de nuevo y luego esperó a que Brougham se riera, pero no lo hizo—. Ella te culpa por haber acabado con las esperanzas de su hermana —afirmó Dy con claridad.


—Y tiene razón al hacerlo, aunque recibí bastante ayuda de las hermanas del propio Bingley. Ellas no querían tener ninguna relación de ese tipo con la gente de Hertfordshire, y yo no pude sino estar de acuerdo… en ese momento.


—Lo recuerdo —había dicho Brougham. Luego se incorporó en su asiento y siguió diciendo—: Es muy desafortunado que ella haya descubierto tu participación en ese asunto. Supongo que eso significó la muerte de tus esperanzas.


—¿La muerte de mis esperanzas? ¡En absoluto! —había gritado Darcy—. Ella me expuso la opinión que tenía de mí desde nuestro primer encuentro, que le había hecho llegar a la conclusión de que, de todos los hombres del mundo, yo era la suma de la arrogancia y la vanidad. Ese encantador bosquejo de mi personalidad fue su primera objeción y sirvió de base para su resumen posterior: soy un monstruo insensible, que goza destruyendo a los hombres por capricho y acabando con las ilusiones de doncellas virtuosas.


—¡Cuánta animadversión! ¿Y tú nunca sospechaste nada? —Dy había fruncido el entrecejo.


—¡No, porque soy un idiota! —había exclamado Darcy, desplomándose sobre el respaldo—. Tal como estaba diciendo cuando entraste, «el Idiota más grande del mundo».


—Bueno… bueno —había repetido Brougham con un suspiro—. Creo que es suficiente por esta noche. Necesitas ir a casa. ¡Yo necesito ir a casa! Han sido un día y una noche muy largos, amigo mío, y están entre las más interesantes de mi vida. Pero necesitas ir a casa —enfatizó otra vez. Darcy se mostró de acuerdo. Cuando trató de levantarse de la silla, se tambaleó y parpadeó hasta que Brougham estiró los brazos para sostenerlo. Logró caminar hasta la puerta, pero mientras esperaba a que su amigo cerrara la taberna como había prometido al dueño, el aire de la noche lo golpeó como un puñetazo en la cabeza y vomitó.


—Esto sí que me recuerda los días de la universidad —había señalado Dy con sarcasmo, antes de salir de entre las sombras para parar un carruaje que pasaba.


—¿Adónde, patrón? —había preguntado el cochero, añadiendo al ver a Darcy—: ¿Su amigo está bien? ¡Les cobraré más si tengo que limpiar después el coche!


—Él estará bien —había respondido Dy, mientras ayudaba a Darcy a subirse—. A Grosvenor. Pero tome las curvas con cuidado y ¡le pagaré el doble!




****************




Con movimientos lentos y precisos, Darcy se guardó el reloj en el bolsillo del chaleco y ajustó la leontina. Fletcher pasó el cepillo por los hombros de su levita. Los dos guardaron silencio ante el espejo del vestidor, como habían hecho en innumerables ocasiones, mientras Fletcher lo preparaba para enfrentarse al mundo como un caballero. Todo estaba en su sitio: el reloj, el sello personal, un pañuelo —esta vez el suyo propio— guardado en el bolsillo de la chaqueta. La ropa se ajustaba perfectamente a su cuerpo, llevaba en el cuello un nudo de corbata modesto pero artístico, sus zapatos relucían, la barbilla estaba suave. Tenía el aspecto adecuado hasta que se atrevió a mirar la imagen que le devolvía el espejo. Demacrado y con los ojos enrojecidos, su rostro reflejaba a los cuatro vientos la falsedad de su pose. Desvió rápidamente la mirada, pero no antes de alcanzar a ver el reflejo de la cuidadosa imperturbabilidad de Fletcher por detrás de su hombro. Hoy no había habido ninguna impertinencia, ninguna cita de Shakespeare relacionada con su estado de la noche anterior, sólo un servicio perfecto, ejecutado con el mínimo de actividad y casi en absoluto silencio. Aunque Darcy agradeció la consideración, eso le mostraba la sensación de inquietud que había despertado entre la servidumbre al abandonar sus hábitos de manera tan inesperada.


Ya eran las cuatro y media, o eso decía el reloj de bolsillo. Darcy apenas podía creerlo; nunca se había levantado tan tarde. Realizar a media tarde toda la rutina de la mañana era una experiencia absolutamente desconcertante. A eso había que añadir la extraña sensación que tenía en el estómago y el lento proceso de poner en orden su mente, que conferían al momento un aire extraño y fantástico, que a Darcy no le gustó en absoluto.


—¿Señor Darcy? —El caballero miró a su ayuda de cámara con una expresión que lo invitaba a continuar—. ¿Desea alguna cosa más, señor?


—¡Ah, multitud de cosas! —Darcy esbozó una sonrisa cuando vio que la ironía de su tono hacía volver una chispa de humor en los ojos de Fletcher, pero siguió diciendo de manera sombría—: Pero sobre todo poder recuperar las últimas veinticuatro horas, para emplearlas de un modo más provechoso. Debí haber seguido su consejo.


Fletcher se puso colorado al oír ese elogio y desvió la mirada. Darcy se tiró de los puños y de los extremos del chaleco.


—¿Estoy listo para la señorita Darcy?


—Sin duda, señor. —Fletcher hizo una inclinación y, al ver el gesto de asentimiento de Darcy, se marchó.


Darcy regresó a la alcoba y se encontró con Trafalgar, que parecía aburrido y no dejaba de bostezar. Aunque la puerta del vestidor no era ningún obstáculo para él, el perro había adquirido un cierto respeto por el ayuda de cámara de su amo y la opinión que el hombre tenía acerca de la presencia de animales dentro de la esfera de su actividad artística. En consecuencia, a pesar de todo lo fascinantes que pudieran resultar las actividades de su amo en ese lugar sacrosanto, Trafalgar mantenía una cierta distancia y esperaba pacientemente al otro lado de la puerta a que Darcy saliera. Al verlo aparecer por fin, el perro se levantó con los ojos anhelantes y miró a su amo a la cara.


—No, hoy no, monstruo. —Darcy tuvo que acabar con las sencillas esperanzas caninas de Trafalgar—. Tengo que ver a la señorita Darcy… —El animal dejó caer las orejas, mientras su amo se agachaba a acariciárselas y, con un resoplido, se dirigió hasta la puerta, la abrió con el hocico y dejó al caballero mirando cómo se marchaba. ¡Le dio la sensación de que, incluso para su perro, había resultado ser una triste decepción!


Siguiendo los pasos ofendidos de Trafalgar, Darcy atravesó el corredor y luego bajó las escaleras de la mansión, que parecían congeladas en medio del silencio. El sonido de sus pasos en los escalones perturbó de tal manera el silencio sobrenatural de la casa que hizo que Witcher se asomara al vestíbulo, dispuesto a soltar una reprimenda al que había ignorado sus órdenes, antes de antes de darse cuenta de que era su señor.


—¡Ah! ¡Es usted, señor! ¡Le ruego que me perdone, señor! —El viejo mayordomo abrió los ojos avergonzado, al darse cuenta de que había estado a punto de reñirle a su patrón.


Cuando ambos eran más jóvenes, el mayordomo había reprendido ocasionalmente a Darcy, pero de eso hacía ya muchos años. La rígida imperturbabilidad de Witcher apareció de nuevo al hacerle una reverencia mientras le decía que estaba a sus órdenes durante lo que quedaba de aquel día tan extraño.


Darcy le restó importancia a la ofensa haciendo un gesto con la mano.


—Hágame el favor de levantar la prohibición de hacer ruido, Witcher, y supongo que eso también será un alivio para la servidumbre. —Darcy buscó entonces algo, cualquier cosa, que tuviera el sabor de su vida normal. Cuanto más pronto volviera la normalidad a la casa, antes se olvidaría su aberración—. Y tráigame café al saloncito, por favor —ordenó.


—Sí, señor, enseguida —respondió el mayordomo, pero luego continuó—: Señor Darcy, lord Brougham vino temprano y dejó una tarjeta para usted pidiéndole que leyera una nota que le ha escrito. La he dejado sobre su escritorio, señor.


—¿A qué hora ha sido eso? —preguntó Darcy con sorpresa. ¿Ya había venido y se había ido?


—A las dos de la tarde, señor. La señorita Darcy pasó por el vestíbulo y habló con él un momento, pero su señoría no se quedó más de diez minutos, señor, tal como corresponde.


—Gracias, Witcher. —Darcy giró en dirección a su estudio, con curiosidad—. Y envíeme ese café, si es tan amable.


—Muy bien, señor.


Libre ahora para satisfacer la curiosidad por la misteriosa visita de Dy, Darcy entró en su estudio y, pasando delante del retrato de Georgiana que reposaba allí en un caballete hasta el día en que sería descubierto, se dirigió hasta el escritorio, donde encontró una elegante tarjeta de visita con bordes dorados, sobre una bandeja de plata. La tomó, se sentó en su silla y la abrió rápidamente.


Fitz,


Volveré más tarde y vendré a cenar.; pues la señorita Darcy me ha invitado esta noche. Te aconsejo que hoy te quedes en casa. Confía en que tu hermana conocerá la verdad de una forma correcta. ¡Ella también es una joven excepcional!


Dy


Darcy se estremeció al leer el mensaje, sintiendo una oleada de calor que le subía por el cuello. ¡Una joven excepcional! Sí, no había duda de que anoche en la taberna había hablado sin restricciones. Con sagacidad y simpatía, Dy había logrado sacarle todos los detalles importantes, excepto la peligrosa información sobre la identidad de Elizabeth. Suspiró, dejó la nota sobre el escritorio y se recostó en la silla, mientras se masajeaba las sienes con los dedos. Al contar por fin toda la crónica de ese desgraciado asunto se había sentido aliviado; pero la discrepancia entre el recuerdo de las respuestas de su amigo y la percepción que él tenía sobre los acontecimientos perturbaba su tranquilidad.


Sí, sí, ése tenía que ser el estilo Darcy, ¿verdad? El sarcasmo de Dy le había tocado hasta lo más hondo. Sólo tú, amigo mío, podías ser capaz de convertir la falta de requisitos de la dama en el tema principal de una propuesta de matrimonio. Darcy frunció el ceño. ¿Acaso era eso lo que había hecho? Repasó una vez más los primeros minutos de esa horrible entrevista. ¿Qué había dicho en esa desafortunada propuesta que había resultado ser tan contraproducente? ¡Santo Dios! ¡Lo recordaba ahora con tanta claridad! Se había sumergido directamente en un examen de los ignominiosos defectos de condición e importancia que presentaba la familia de Elizabeth. Había hablado de degradación y censura social, y a continuación había hecho una acalorada descripción de los indudables perjuicios que le causaría a su familia como resultado del hecho de sucumbir a su inclinación amorosa. En resumen, había hablado sólo de él mismo, de su familia y su importancia y de lo «inadecuada» que era ella, y ¡luego se había justificado afirmando que aborrecía la mentira y el engaño! Darcy tomó aire. La había insultado de una manera abominable y luego había disculpado sus tan preciados escrúpulos alegando que eran naturales y justos. Cerró los ojos y recordó el fuego que había visto en los ojos de Elizabeth cuando rechazó su insolente propuesta.


¿Naturales y justos? ¿Acaso había pensado durante un instante en los sentimientos de Elizabeth? ¡No! Se pasó una mano por el pelo y luego hundió la cara entre las manos. A pesar de todos los indicios de buen carácter que Elizabeth le había mostrado desde el comienzo, a pesar de todo el ingenio y la vivaz honestidad que la caracterizaban, y que eran lo que lo habían conquistado, a pesar incluso del profundo deseo de Darcy de tener un matrimonio fundado en el amor y la amistad, la había tratado con una inexcusable insensibilidad y superioridad. ¿Por qué? ¿Por qué lo había hecho? ¡Por favor, ilústrame!, le había dicho Dy. ¿Cuál de tus escrúpulos te llevó a hacer semejante confesión? Darcy por fin lo vio con claridad. Había sido el orgullo familiar, su orgullo, que toda la vida lo había empujado a despreciar a cuantos estaban fuera de su círculo e incitado invariablemente a tener una pobre opinión de la inteligencia y el valor del resto del mundo. Elizabeth lo había sentido y lo había llamado por su nombre, por el nombre que le daría cualquier persona fuera de su entorno y que incluso Dy había visto con claridad: orgullo, un orgullo del cual daban fe su arrogancia intelectual, su vanidad de clase y un egocentrismo que se negaba a reconocer los justos sentimientos de los demás.


Clavó la barbilla en el pecho, al sentir que la verdad caía como un martillo sobre su débil conciencia. ¡Lo que había dirigido todo este asunto, desde el principio hasta el final, había sido el orgullo y no un refinado conjunto de escrúpulos! Golpeó el escritorio con el puño, se levantó y comenzó a pasearse agitadamente por el estudio. ¿Qué había dicho o hecho en la vida que no hubiese sido dictado por el orgullo, o cuyos motivos no se pudieran rastrear hasta ese sentimiento? Dio media vuelta y fijó la mirada en el retrato de Georgiana. Avanzó lentamente hacia la hermosa imagen de su hermana y se detuvo ante el cuadro, para examinarlo bajo una nueva perspectiva. Sí, de manera involuntaria, su hermana le había dado la clave aquella mañana en que le había preguntado por su propio retrato. Georgiana había expresado la incomodidad que le causaba la mentira que, según ella, mostraba su retrato. Le pedí a Dios que algún día pudiera llegar a ser el hombre que aparecía en el cuadro, le había respondido Darcy, mientras su fracaso a los ojos de Elizabeth había desgarrado como una cuchilla afilada su progreso hacia ese objetivo.


Ese día, Darcy había admitido para sus adentros, con un poco de dolor, que todavía no era el hombre del cuadro; pero ahora, cuando volvía a pensar en ese retrato, la acusación de Elizabeth lo golpeó con renovada intensidad. Si se hubiera comportado de modo más caballeroso… Hirviendo de ira y autocompasión desde el día en que Elizabeth le dijo esas palabras, Darcy se había refugiado en la irascibilidad; sin embargo, no había sido capaz de obligarse a maldecir el recuerdo de Elizabeth por la sencilla razón de que, con esas palabras, ella le había exigido ser como el hombre representado en el retrato. Horrorizado, Darcy se daba cuenta ahora de que su fracaso a ese respecto no había sido solamente una cuestión de rango, o estaba relacionado con algunos aspectos concretos y aislados, o únicamente vinculado a Elizabeth, sino que tenía que ver con cosas esenciales, que llegaban hasta el corazón mismo de la persona que creía ser.


Con apabullante certeza, Darcy se dio cuenta de que, desde el comienzo mismo, todo el esfuerzo por llegar a su objetivo había estado plagado de errores que habían distorsionado y perturbado todo lo sucedido posteriormente. El orgullo no era un defecto, le había dicho a Elizabeth con arrogancia, cuando estaba bajo el dominio de una inteligencia superior. ¡Por Dios, qué petulancia! Pero eso lo explicaba todo: su aislamiento de los demás, la reputación que tenía entre la sociedad, su sofocante odio por Wickham, su atracción por Sylvanie, su intromisión en la felicidad de Bingley y, lo peor, la lucha que había tenido que librar contra sus propios deseos y el amor que sentía por una extraordinaria mujer de un nivel social inferior. Era una verdad tan penetrante que amenazó con abrumarlo. ¿Así que aborrecía el engaño? Pues, en realidad, era un maestro del engaño, ¡porque había logrado engañarse a sí mismo totalmente!


Tras diez minutos de reproches difíciles y humillantes dirigidos contra sí mismo, Darcy se dirigió al saloncito de Erewile House y encontró a su hermana cómodamente recostada en un diván, sumergida en un libro. Los restos del té reposaban sobre una mesita auxiliar que tenía ante ella. Al oír sus pasos, Georgiana levantó la vista y su rostro se le iluminó de alivio al ver que por fin había aparecido.


—¡Fitzwilliam! —exclamó. Todavía un poco insegura, moderó su expresión y se disculpó—: Lo siento, llegas tarde ya al té; seguramente ya está frío. ¿Quieres que pida más?


—No, gracias, Witcher va a traer café. —Darcy le sonrió y, tras retirarle los pies del diván, se sentó junto a ella—. Pero antes hay algo que quiero decir.


—¿Sí, hermano? —Georgiana se sentó muy recta, adoptando una expresión de solemnidad.


—Mi niña… —Darcy tomó sus manos y se las llevó al pecho con una mano, mientras que con la otra le acariciaba la barbilla—. No me he portado como debería hacerlo un hermano mayor y, por ello, te he hecho sufrir y te he negado lo que te corresponde. —Respiró trabajosamente—. No puedo revelarte todo lo que ha ocasionado mi mal comportamiento, porque eso involucra a otras personas; pero te diré lo que debes saber. —Darcy inclinó la cabeza y apretó las manos de su hermana—. He venido a suplicar tu perdón, Georgiana, y debo implorarte que me perdones porque no he hecho nada para merecer tanta clemencia.


En ese momento, una lágrima furtiva se deslizó por las mejillas de Georgiana, yendo a caer en la mano de Darcy.


—Querido hermano. —Georgiana soltó un pequeño suspiro—. ¡Te perdono voluntariamente y con todo mi corazón!


—¿Así de rápido? —Darcy se mordió el labio y miró las brillantes trenzas de su hermana—. ¿No me impondrás ninguna penitencia?


—Ninguna proeza ni ninguna penitencia —respondió Georgiana, sacudiendo la cabeza—. La clemencia no necesita esas cosas. —Sonrió con júbilo—. Preferiría contarte una historia. ¿Querrías oírla?


—La oiré con atención, preciosa. —Un golpe en la puerta indicó que su café había llegado. Después de que Georgiana le sirviera una taza de café y él tomara el primer alimento sólido del día, se sentó en el diván, tan cómodamente como pudo—. Ahora, tu historia —dijo—, pero luego te ruego que me permitas explicarte algo acerca de mi reciente conducta y de lo que viste anoche. ¿Te parece bien?


—Sí, perfecto. —Georgiana asintió y metió la mano entre el brazo de Darcy. Luego aceptó la invitación de su hermano de apoyar la cabeza contra su hombro y tomó aire—. Había una vez una jovencita tonta que, de no ser por la misericordia de Dios, casi arruina a su familia y a su amado hermano mayor, al haberse dejado convencer por un hombre malvado…