martes, 16 de noviembre de 2010

DEBER Y DESEO. Capítulo III


Una novela de Pamela aidan

Los frutos de la adversidad


Recostado en el asiento del escritorio de su estudio, mordisqueándose el labio inferior, Darcy revisaba una vez más las cartas de referencia que tenía en la mano. Satisfecho tras memorizar todos los detalles de la primera, la dejó a un lado y procedió a tomar la segunda, cuando el reloj barroco que había sobre la chimenea marcó las ocho y media. Con precisión milimetrada, en ese mismo instante se abrió la puerta del estudio y entró el señor Reynolds, acompañado de un lacayo que traía una bandeja con el café matutino y una tostada para su patrón.
—Reynolds —Darcy levantó la vista de su lectura y le hizo señas al lacayo para que dejara la bandeja sobre el escritorio—. Espere un momento, por favor.
—Sí, señor. ¿En qué puedo servirle? —El anciano le indicó al lacayo que podía marcharse y le pidió que cerrara la puerta al salir.
El caballero dejó el resto de las cartas sobre el escritorio y levantó la vista para observar fijamente al miembro más antiguo de la servidumbre de Pemberley. El conocimiento que Reynolds tenía sobre los detalles de la vida de la casa no lo poseía nadie más, y durante y después de la enfermedad del antiguo señor Darcy, su infalible orientación en todas las cosas relacionadas con la mansión había sido tan necesaria para Darcy como la de Hinchcliffe en el ámbito de los negocios. En resumen, Reynolds era un hombre que respetaba el apellido Darcy tanto como el propio Darcy y éste tenía en él absoluta confianza.
—Me parece que voy a ponerle en una posición terriblemente incómoda, Reynolds, pero el asunto es de tanta importancia que debo pedirle toda su comprensión y ayuda.
—¡Desde luego, señor! —afirmó Reynolds, deseoso de mostrar su buena disposición, aunque en su rostro apareció reflejada una cierta sorpresa al oír el preámbulo de su patrón.
Darcy apartó la mirada de su amable empleado, sintiéndose muy molesto al tener que hacer aquella petición.
—Bueno, no hay una manera delicada de plantear esto, así que iré directo al grano —dijo, volviendo a clavar los ojos en Reynolds—. ¿ Qué puede decirme de la dama de compañía de la señorita Darcy, la señora Annesley?
—¿La señora Annesley, señor? —Reynolds enarcó las cejas. Se balanceó lentamente sobre las puntas de los pies, antes de responder—: Bueno, señor... Ella es una señora muy amable, señor, discreta y honorable.
—¿Y... ? —insistió Darcy, tan incómodo por tener que presionar a Reynolds para que le diera más respuestas como éste por tener que darlas.
—¿Y qué, señor?
—La mujer lleva cuatro meses aquí —observó Darcy de manera tajante, contrariado por la aparente falta de comprensión del mayordomo—. ¡Debe de haber más cosas que pueda decirme sobre ella!


Reynolds frunció el entrecejo, arrugando sus pobladas cejas blancas, al tiempo que se colocaba el cuello con un dedo. Tardó algunos segundos más en aclararse la garganta. Luego se enderezó todo lo que pudo y se dirigió a Darcy con un tono cargado de desaprobación.
—Como usted bien sabe, no me gustan los chismes, señor Darcy. No les presto atención y tampoco los propago —entornó los ojos para escrutar la actitud de su joven patrón y, al ver la insatisfacción que ésta reflejaba, agregó con cuidado—: Todo lo que diré es que ella no se siente superior y que es amable con todos los criados, desde el de mayor rango hasta el más humilde, señor —se movió un poco bajo la inquisitiva mirada de Darcy antes de añadir—: La señorita Darcy la quiere mucho —el hombre buscó un gesto que lo liberara de la obligación de decir más, pero al no encontrar ninguno, pareció luchar un poco consigo mismo antes de confesar, por fin—: Y yo la bendigo, señor Darcy, la bendigo a todas horas por lo que ha hecho por la señorita. Y eso, señor, es todo.
—Entonces eso será suficiente, Reynolds —Darcy despachó al mayordomo y torció la boca ante lo que era, para Reynolds, una inspirada defensa de la dama. La señora Annesley tenía la aprobación de Reynolds y eso significaba mucho. Tal vez ahora podía concederle un poco más de credibilidad a toda la admiración que surgía de esas referencias que tenía delante de él y que tenían que ver con la señora en cuestión. Estiró los brazos hacia la bandeja y sirvió un poco de leche fresca en la taza; luego la llenó hasta el borde con la aromática bebida, antes de volver a tomar las otras dos cartas y buscar la tercera. Se llevó la taza a los labios y sopló con suavidad mientras memorizaba los detalles de la tercera misiva. El contenido de las cartas no le resultaba desconocido. Las había leído con el mismo cuidado el mismo día que llegaron, cinco meses atrás, cuando estaba buscando frenéticamente una nueva dama de compañía para Georgiana de la que pudiera fiarse. Pero esta vez trataba de averiguar algo más revelador sobre la dama, aparte de sus impecables referencias y los testimonios normales de sus anteriores patrones. Pero ese «algo» todavía no lo había encontrado.


Dejó las cartas sobre la mesa y se levantó con la taza en la mano para contemplar la plácida vista que ofrecía la ventana. Antes de que su padre muriera, ese estudio solía ser su refugio privado; con las paredes revestidas madera, había sido un lugar misterioso durante su infancia y un sitio relacionado con los juiciosos dictámenes de su padre ya en la adolescencia. Era una habitación íntima que había servido de archivo para los libros de la propiedad hasta que, tres cuartos de siglo antes, los planes de su bisabuelo para mejorar Pemberley incluyeron una enorme y elegante biblioteca. Aunque ahora seguía albergando preciados tesoros de los patriarcas de la familia, el estudio servía principalmente para alojar la colección personal de libros de Darcy y guardar los papeles y documentos en que se registraban los negocios y estados financieros de la propiedad desde que se tenía memoria escrita.


Aparte de la decoración típicamente masculina representada por pesadas sillas y mesas, una exhibición de armas exquisitamente repujadas y grabados de caza, las numerosas ventanas del estudio ofrecían una soberbia vista. Con el hombro apoyado contra el marco, Darcy se quedó mirando el jardín diseñado por su abuela muchos años atrás. Estaba cubierto por un resplandeciente manto de nieve y su prístina blancura contrastaba delicadamente con la variedad de árboles de hojas perennes que lo adornaban y el sendero de ladrillos rojos que serpenteaba con gracia entre ellos.


A pesar de la hermosura del paisaje, éste fue desplazado rápidamente por las imágenes de Georgiana durante la cena de la noche anterior. Ella la había ordenado y resultó más que satisfactoria, pues constaba de muchos de sus platos favoritos y un buen vino que lo complementaba todo. La mesa estaba dispuesta de forma exquisita con un bonito arreglo de flores y ramas que ella misma había preparado, según supo Darcy cuando preguntó por ello. Georgiana se había sonrojado un poco al ver el gesto de aprobación de su hermano y le había agradecido el cumplido con una gracia que él nunca antes había visto en ella.


La conversación giró alrededor de asuntos locales: los niños que habían nacido en las familias de sus arrendatarios, las muertes ocurridas en el pueblo, la fiesta de la cosecha en Lambton y el servicio anual de acción de gracias en la iglesia de St. Lawrence celebrada el mes anterior. Durante toda la velada, Darcy la había observado, sorprendiéndose a cada instante de la magnitud de los cambios que apreciaba en la nueva criatura en que se había convertido su hermana. Todavía hubo momentos de timidez y vacilación. Georgiana había respondido ocasionalmente a algunas de sus bromas con miradas de desconcierto, pero, en general, había contestado a todas sus preguntas sobre los arrendatarios y vecinos con un tono seguro y amable, y un sentimiento de compasión recientemente adquirido que cubría su semblante cuando hablaba. Al final de la cena, Darcy se había limitado a contemplarla, maravillándose con lo que veía.


Georgiana se había levantado cuando retiraron el último plato para dejarlo disfrutar tranquilamente de una copa de oporto, pero él había declinado el ofrecimiento declarando que, después de todos esos meses y varias cartas que daban constancia de su dedicación, seguramente ella debía de tener alguna pieza que interpretar. La muchacha se había reído, animada por la verdadera felicidad que le producía el hecho de estar en compañía de su hermano, y había dejado que la condujera de nuevo al salón de música, donde ella tocó para él durante media hora. Luego Darcy había recuperado su abandonado violín y se unió a ella en el piano para tocar duetos hasta que los dedos le dolieron.




El caballero bajó los ojos para examinar la mano izquierda y la flexionó con dolor, pero un ruido en la puerta lo hizo levantar la cabeza. Apretó los labios con determinación. La dama había llegado antes de tiempo, pero tanto mejor. Tal vez ahora podría obtener algunas respuestas.


—Entre —dijo, pero la única respuesta fue un ruido como si alguien estuviese manipulando la manija de la puerta y un extraño golpeteo—. ¡Entre! —repitió, y la manija giró lo suficiente como para permitir que la puerta se abriera un poco. Confundido, Darcy se enderezó y avanzó un paso—. ¿Qué es lo que está... ?
De repente, la puerta giró sobre los goznes y una enorme sombra de colores café, negro y blanco se abalanzó dentro del estudio. Darcy corrió al escritorio y dejó la taza sobre la mesa antes de que el remolino pudiera alcanzarlo.
—¡Trafalgar, siéntate! —gritó Darcy, preparándose para el impacto, pero tan pronto las palabras salieron de su boca, las patas traseras del sabueso se asentaron sobre el brillante suelo de madera. El animal resbaló varios metros, mientras trataba desesperadamente de frenar con las patas delanteras, antes de chocar contra la bota de Darcy. Una inmensa lengua rosada lamió la punta negra de la bota, antes de que el animal levantara, contento, los ojos hacia la cara de su amo.
—¡Señor Darcy! ¡Ay, señor...! ¡Lo lamento mucho, señor! —cuando Darcy apartó la vista de la mueca de burla que tenía su impetuoso animal, vio a uno de los mozos de cuadra más jóvenes, parado en el umbral, balanceándose mientras retorcía una gorra entre las manos—. Estaba trayéndolo, tal como usted ordenó, señor Darcy. Pero se me escapó, señor. Es muy astuto.
Darcy bajó la vista hacia Trafalgar, que mientras tanto había girado la cabeza para observar al mozo. Si no supiera que era imposible, habría jurado que el perro se estaba riendo. Darcy sacudió la cabeza.
—Puede dejarlo conmigo, Joseph, pero si se le vuelve a escapar, llévelo otra vez a la entrada de servicio en lugar de dejarlo entrar en mi estudio. Hay que obligarle a que aprenda algunos modales, por lo menos —Darcy se inclinó, agarró el hocico del sabueso y lo levantó hasta la altura de sus ojos—. Eso es, si quieres seguir siendo el perro de un caballero —Trafalgar gimió un poco al oír el tono de su amo, pero luego ladró para mostrar su acuerdo, que selló con un ligero lametazo a la mano de Darcy.
—¡Pero, señor Darcy, yo no lo dejé entrar!
—¿No abrió usted la puerta, Joseph?
—No, señor. De ninguna manera, señor. El ya estaba en su estudio cuando yo di la vuelta a la esquina.
Los dos hombres miraron con curiosidad al sabueso, que por el momento estaba totalmente concentrado en mostrar un comportamiento apropiado para el animal del más distinguido de los caballeros.
—¿Me está diciendo que él ha abierto la puerta por sí mismo? —preguntó Darcy con incredulidad.
El joven mozo volvió a retorcer la gorra y se encogió de hombros.
—Discúlpeme, pero es bastante posible que el perro haya abierto la puerta él solo —dijo de repente una voz femenina, modulando suavemente cada palabra—. Ya he visto ese truco, aunque primero hay que entrenar al animal.
El mozo se apartó de la puerta y se inclinó ante la dama, mientras ella se detenía a su lado. La mujer sonrió, haciendo un gesto de asentimiento antes de volverse hacia Darcy y hacer una reverencia.
—Señor Darcy.
—¡Señora Annesley!
Darcy miró el reloj de reojo. Mostraba que, en efecto, eran las nueve y había llegado la hora de su cita con la dama de compañía de Georgiana. No era así precisamente como había previsto que comenzara aquella entrevista. Pero Darcy ocultó hábilmente cierta molestia que le causaba el hecho de haber sido atrapado fuera de lugar
—Por favor, entre señora. —Darcy dio un paso atrás y señaló una silla.
La dama inclinó la cabeza y entró en el estudio, pasando con elegancia junto al mozo de cuadra. Trafalgar la miró con interés y se levantó para realizar una investigación, pero el impulso fue reprimido por la mirada de su amo. Entonces se echó a los pies de Darcy con el hocico sobre las patas delanteras y los ojos oscilando entre uno y otro, a la expectativa.

Al observar a la señora Annesley, Darcy tuvo la misma impresión que había tenido cinco meses atrás, excepto, tal vez, por la chispa divertida que aparecía en sus ojos cada vez que miraba a Trafalgar, que en aquel momento se ocupaba en cuidar las botas de su amo. El verano anterior, Darcy no estaba buscando un corazón alegre sino alguien de carácter sereno, cuya comprensión maternal y firmes principios pudieran rescatar a Georgiana del profundo dolor y las recriminaciones en las que se había sumido tras el asunto de Ramsgate. Aparentemente la dama poseía esas cualidades, además de los otros requerimientos, y había obtenido un gran éxito, superando todas sus expectativas. Cualquiera que fuera su método, pensó Darcy, estaba preparado para ser extremadamente generoso.
—Señora Annesley —comenzó a decir Darcy, mirándola desde el otro lado del escritorio— ¿debo entender, entonces, que usted cree que este miserable ha aprendido a abrir puertas ?
—Es bastante posible, señor Darcy —contestó ella con una sonrisa—. Mis hijos le enseñaron al perro todo tipo de trucos; abrir puertas era uno de ellos. Aunque —bajó la vista para observar al perro— creo que en este caso podemos pensar que tal vez la última persona que salió de su estudio no cerró bien la puerta. Pero después de este éxito, no me cabe duda de que un animal inteligente como Trafalgar continuará probando suerte.
—Temo que tiene usted razón —Darcy echó una ojeada al «miserable» con una ceja levantada, mientras el animal bostezaba y miraba con inocencia a su amo—. Ha mencionado a sus hijos —continuó Darcy—. ¿Están estudiando?
—Mi hijo menor, Titus, está en la universidad, señor. Fue admitido en el Trinity el año pasado, bajo el patrocinio de un amigo de su fallecido padre. Román, mi hijo mayor, ya se graduó y está trabajando en una parroquia en Weston-super-Mare. Si usted está de acuerdo, señor, espero pasar la Navidad allí con los dos.
La señora Annesley miró a Darcy directamente y aquella manera abierta de plantear su solicitud hizo que el caballero se inclinara enseguida a concedérsela y, aún más, a ofrecerle transporte hasta el lugar.
—Es usted muy amable, señor Darcy —respondió ella, y la luz de sus ojos almendrados brilló con afecto antes de inclinar la cabeza.
—Es lo menos que puedo hacer por usted, señora Annesley —Darcy se levantó de la silla y se dirigió a la ventana, mientras movía la mandíbula tratando de buscar la manera de llevar la entrevista hacia donde él quería—. Estoy en deuda con usted, señora. Mi hermana... —la garganta pareció cerrársele al recordar la dicha de su regreso a casa. Volvió a empezar—: ¡Mi hermana está tan maravillosamente cambiada que apenas puedo creerlo! Ya sabe en qué estado se encontraba cuando usted llegó a Pemberley, tan afectada... —Darcy se giró hacia la ventana, decidido a mantener su dignidad— Pero incluso antes de ese horrible asunto, era una chiquilla reservada y tímida. Sólo lograba expresarse libremente a través de su música. Sin embargo, ahora... —volvió a dar media vuelta para mirarla—. ¿Cómo lo ha conseguido, señora? —Darcy miró fijamente a la señora Annesley mientras su voz cobraba fuerza— Mi primo y yo hicimos todo lo que estaba a nuestro alcance, todo lo que se nos ocurrió, para animar a Georgiana. Pero fue inútil. ¡Usted triunfó donde nosotros fracasamos y yo quisiera saber cómo lo ha hecho!
La dama tardó unos segundos en contestar, pero la expresión compasiva que adoptó le indicó a Darcy que no se había ofendido por el tono autoritario de sus palabras.
—Querido señor —comenzó a decir en voz baja—, estoy segura de que usted hizo todo lo que pudo para ayudar a la señorita Darcy. Pero, señor, las penas de su hermana eran profundas, más profundas de lo que usted pensaba, más profundas de lo que estaba en su poder remediar. No debe usted reprenderse por el fracaso de sus esfuerzos.
Darcy tomó aire sorprendido. ¿Cómo se atrevía aquella mujer a subestimarlo de esa manera? ¡Que no estaba en su poder! Darcy se acercó a la dama, que parecía pequeña al estar sentada.
—Entonces, señora, debo preguntar de qué poder se valió usted para descender hasta las profundas penas de mi hermana y sacarla de allí —replicó Darcy con voz seca y los labios torcidos en una mueca sarcástica—. ¿Acaso debo esperar encontrar amuletos y pociones entre los sombreros y los bolsos de la señorita Darcy?
La señora Annesley abrió brevemente los ojos al oír el tono de sus palabras, pero no perdió la compostura. Le devolvió la mirada de forma directa, sin ser descortés.
—No, señor, no encontrará ninguna de esas cosas —contestó con voz firme—. El corazón humano no se puede dominar con tanta facilidad. Los hechizos y los encantos no pueden hacerlo cambiar de dirección.




El semblante de Darcy se ensombreció y frunció el ceño con contrariedad.
—¿Usted se refiere a sus sentimientos por... —dudó un momento y luego escupió las palabras—: el hombre que la sedujo?
La dama ni siquiera se inmutó al oír la franqueza de Darcy, pero le respondió con la misma moneda.
—No, señor Darcy, no me refiero a eso. La melancolía de la señorita Darcy nunca tuvo nada que ver con la pena de amor que le causó ese hombre. Cuando usted los encontró en Ramsgate y se enfrentó al señor Wickham, la señorita Darcy vio la verdadera naturaleza del carácter de ese hombre. Ella no ha pasado todos estos meses lamentando su pérdida.
Mientras la señora Annesley hablaba, Darcy volvió a sentarse en la silla del escritorio, con los labios apretados en una mueca de disgusto.
—Usted ha hablado de cuáles no eran los pensamientos de la señorita Darcy. En lo que a eso concierne, me siento aliviado. Pero aún no me ha dicho cuáles eran esos pensamientos, o qué hizo para ponerles remedio. Vamos, señora Annesley —insistió Darcy con arrogancia—, necesito respuestas.
Las cejas de la dama temblaron un poco al devolverle la mirada y apretó los labios como si estuviese considerando la posibilidad de no ceder a las exigencias de Darcy. Sorprendido por la actitud vacilante de la señora Annesley, de repente, Darcy tuvo dudas de que la mujer que tenía en frente estuviese dispuesta a cumplir sus deseos. Y junto a ese pensamiento surgió la convicción de que ese corazón alegre que había detectado antes bien podía latir sobre una estructura de acero.
—Señor Darcy, ¿cree usted en la providencia? —el hecho de que la dama le hubiese contestado con una pregunta lo sorprendió tanto como la propia pregunta.
—¿La providencia, señora Annesley? —Darcy se quedó mirándola, mientras su reciente insatisfacción con los designios del Juez Supremo endurecía sus rasgos. ¿ Qué tiene que ver con esto la providencia?
—¿Cree usted que Dios dirige los asuntos de los hombres?
—Soy totalmente consciente del significado de la palabra, señora Annesley. Tuve una buena educación religiosa cuando era niño —replicó Darcy con frialdad—. Pero no veo...
—Entonces, señor, ¿qué dice el catecismo? ¿Lo recuerda usted?
Darcy entrecerró los ojos con furia ante el desafío de la dama, y apretando los dientes, recitó rápidamente el pasaje del catecismo:
—«Dios, el creador de todas las cosas, sostiene, dirige, dispone y gobierna todas las criaturas, las acciones y las cosas, desde la mayor hasta la menor, mediante su sabiduría y la divina providencia». Había olvidado, señora, que usted es la viuda de un clérigo. Sin duda está acostumbrada a ver todo lo que sucede a su alrededor como el resultado directo de la mano del Todopoderoso, a diferencia de la mayoría de nosotros, que debemos luchar en el mundo de los hombres.
El sarcasmo de Darcy pareció pasar inadvertido para la señora Annesley, porque ella se limitó a sonreír con amabilidad al oír sus palabras.
—Muy bien, señor Darcy. Lo ha recitado a la perfección —se levantó de la silla y su movimiento volvió a atraer el interés de Trafalgar. El sabueso también se levantó, se sacudió desde la cabeza hasta la cola y miró a Darcy, expectante.
—Señora Annesley —Darcy frunció el ceño al mismo tiempo que se ponía de pie—. Aún no me ha dado ninguna respuesta satisfactoria. Ciertamente estoy en deuda con usted, pero no estoy acostumbrado a que mis empleados sean tan testarudos. Insisto en que me dé una respuesta directa, señora.
—Cuando mi esposo murió de una neumonía que contrajo debido a su trabajo como párroco, señor Darcy, dejándome con dos hijos que educar y sin medios para proporcionarnos un techo, quedé sumida en una profunda pena, parecida a la de la señorita Darcy —la señora Annesley inclinó la cabeza un momento, pero Darcy no supo si su intención era recuperar la compostura o escapar de su mirada de desaprobación. Cuando levantó la cabeza, continuó hablando con gran sentimiento—: Un amigo me hizo recordar los designios de la providencia a través de dos verdades convergentes. La primera, tomada de las Sagradas Escrituras, dice: Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman —miró directamente a los ojos de Darcy, mientras los recuerdos parecían iluminarle la cara—. La segunda proviene de Shakespeare: Dulces son los frutos de la adversidad;  semejantes al sapo, que, feo y venenoso, lleva, no obstante, una joya preciosa en la cabeza. Usted me pregunta qué hice por su hermana, señor Darcy, y debo decirle que yo no hice nada, nada más de lo que mi amigo hizo por mí. No estaba en su poder ni en el mío consolar a la señorita Darcy y hacerla pasar de la pena a la dicha. Para eso, señor, debe usted buscar en otra parte; y el lugar por donde comenzar es la propia señorita Darcy.
¡Definitivamente es de acero! Darcy bajó los ojos y los clavó en el semblante impasible de la diminuta mujer. Después de todo, ella tenía razón. Las respuestas que él quería obtener sólo podían proceder de Georgiana, aunque aquella mujer hubiese hecho magia o se limitase a citarle las Escrituras. Fuese cual fuese el caso, Darcy tendría que poner a prueba la solidez de la recuperación de su hermana. La idea le produjo un estremecimiento.
—Según veo, es usted muy clara cuando llega por fin al meollo de la cuestión, señora Annesley —dijo Darcy arrastrando las palabras, saliendo de detrás de su escritorio—. Seguiré su consejo en lo que se refiere a la señorita Darcy, aunque debo admitir que no me siento muy inclinado a molestarla con ese tema hasta que esté totalmente convencido de su recuperación —Darcy se detuvo frente a la señora e inclinó la cabeza—. Le agradezco de todo corazón la influencia que ha tenido sobre mi hermana, sea cual sea, señora. Llegó usted con excelentes recomendaciones de sus anteriores patrones y mis propios criados me han hablado muy bien de usted —Darcy había comenzado a hablar con un tono seco, pero a medida que la verdad de sus palabras fue penetrando en su pecho, su voz se fue suavizando—. Por favor, acepte mi sincero agradecimiento.


La señora Annesley sonrió al oír las palabras del caballero y le hizo una reverencia, antes de volver a clavar sus brillantes ojos en él.
—Recibo su gratitud con alegría, señor Darcy. La señorita Darcy es la jovencita más encantadora que he tenido el placer de conocer y no tengo duda alguna de que se convertirá en una noble mujer. Por favor, desista de interrogarla, como ha dicho, pero ofrézcale su tiempo y su amor. Ella florecerá y ahí usted lo descubrirá todo.
—Que sea como usted dice, señora —Darcy inclinó la cabeza para indicar que la entrevista había llegado a su fin.
La dama respondió de igual manera y dio media vuelta para marcharse, pero se detuvo casi al llegar a la puerta y se volvió de nuevo hacia el caballero.
—Perdóneme, señor Darcy.
—¿Sí, señora Annesley?
—¿Desea usted que Trafalgar deambule libremente por la casa ahora que está de vuelta?
—Ésa es mi costumbre, señora Annesley. Aunque, por lo general, permanece a mi lado —Darcy miró alrededor del estudio, pero el sabueso no estaba por ninguna parte—. ¿Acaba usted de abrir la puerta?
—No, señor Darcy, ya estaba abierta. Creo que Trafalgar se impacientó un poco con nuestra conversación.


Más allá de la puerta se oyó un agudo aullido, seguido del golpeteo de unas patas sobre el suelo de madera de las escaleras y luego por el corredor.
—¡Retroceda, señora Annesley! —le advirtió Darcy justo en el momento en que Trafalgar doblaba la esquina y entraba disparado por la puerta. Al ver a su amo, el perro disminuyó la velocidad y se le acercó con un trotecito suave, esquivándolo y parándose luego detrás de sus piernas—. ¿Y ahora qué has hecho, monstruo? —Darcy suspiró. Trafalgar lamió delicadamente su chuleta, mientras el cocinero llegaba sin aliento hasta la puerta del estudio.



**************
Toda intención de poner a prueba el consejo de la señora Annesley quedó postergada hasta nueva orden, pues Darcy tuvo que dedicar el resto de la primera semana en casa a atender asuntos de la propiedad. Al haber estado ausente durante la cosecha anual, tenía mucho trabajo por delante para concentrarse en las condiciones de las numerosas granjas e intereses de Pemberley. Su administrador estaba ansioso por presentarle los informes y reclamaba su atención para detallarle la exitosa aplicación durante la temporada de los principios de la Nueva Agricultura del señor Young. Darcy nunca había formado parte del grupo de terratenientes que se contentaban sólo con ver las cuentas; así que pasó más de una tarde inspeccionando las tierras y discutiendo con trabajadores y arrendatarios sobre los resultados del trabajo de la estación. Luego, claro, estaba la señora Reynolds, con quien tenía que hablar sobre la administración la casa, y Reynolds, con quien tenía que discutir acerca de la servidumbre y los gastos de la mansión, y una cantidad de empleados que había que entrevistar para los preparativos de la recuperación de la tradicional celebración de Navidad en Pemberley, y los arreglos que había que hacer para la visita de sus tíos, los Fitzwilliam.


El sábado por la noche Darcy estaba exhausto y la cabeza le daba vueltas, llena de datos, cifras y los innumerables detalles que necesitaba tener en cuenta para tomar las decisiones que llevarían a Pemberley y a su gente hacia un próspero futuro. Después de la última cita con el administrador de las caballerizas, Fletcher se le adelantó y le preparó, convenientemente, un baño relajante, tras lo cual lo ayudó a vestirse cómoda pero correctamente para cenar con su hermana. Cenaron en medio de un clima de tranquilidad, pero la seguridad y la sencilla elegancia con la cual Georgiana se comportó en la cena provocaron que Darcy se hiciera más preguntas, que clamaban por salir por encima de todas las demás que también esperaban solución. Georgiana advirtió su distracción, tan grande que Darcy apenas contribuyó con unas pocas sílabas a la conversación. Con una amorosa sonrisa en el rostro, asumió la responsabilidad de dirigir la charla y lo entretuvo con relatos sobre acontecimientos ocurridos en Pemberley durante su ausencia, hasta que, al notar su fatiga, le ofreció con dulzura tocar un poco para él al final de la cena.


Sentado en el diván del salón de música, con los ojos cerrados, Darcy pensó durante un instante en la seguridad que su hermana había demostrado en la mesa y en ese rasgo tan femenino de preocuparse por su bienestar. El amable interés de Georgiana por su estado de ánimo y la necesidad de tener un poco de diversión parecían nuevas evidencias de la eficacia de esa fuerza sobre la cual la señora Annesley sólo le había dado unas ligeras pinceladas. Hizo un fugaz intento por analizar un poco el asunto antes de rendirse a la música y permitir que ésta invadiera su espíritu como un bálsamo consolador. No pasó mucho tiempo antes de darse cuenta de que se estaba abandonando en ese estadio seductor que se apodera de las personas cuando bajan la guardia y quedan atrapadas entre la vigilia y el sueño. Demasiado cansado para alejarse de los límites de ese mundo, Darcy dejó que la música envolviera sus agotados sentidos y comenzara a jugarle bromas. La figura sentada al piano pareció transformarse de manera curiosa, desvaneciéndose una de las personas más cercanas a su corazón para convertirse en otra que le era más querida, pero cuya evocación no se permitía en momentos de mayor lucidez. Sin embargo, en aquel momento esa tierna intimidad parecía razonable, y el caballero saludó su aparición con una lánguida sonrisa y un suspiro profundo.


La alegría que le produjo el hecho de sentir la presencia de Elizabeth en su casa, la tranquilidad con que ella estaba sentada al piano tocando para él y esa sensación de soledad acompañada hizo cosquillear su cuerpo con los mismos efectos de un buen brandy.


Darcy estaba seguro de que si movía un poco el pie, tropezaría con la cesta de bordar, y que si tenía la energía para deslizar la mano a lo largo del diván, encontraría su chal perfumado de lavanda, colgando despreocupadamente del respaldo. Con los ojos todavía cerrados, Darcy giró la cabeza y tomó aire lentamente. Volvió a sonreír; podía percibir el recuerdo de ella flotando hacia él desde los pliegues sedosos del chal.


La música siguió surgiendo de la mano de Elizabeth, deslizándose suavemente hacia él y buscando todos los lugares vacíos para llenarlos con una sensación de nostalgia por lo que sólo ella podía brindarle.
—Elizabeth —dijo suspirando y en voz baja, al tiempo que reconocía el poder que ella ejercía sobre el. La música vaciló y luego continuó la íntima exploración de las emociones de Darcy.


Él sabía que estaba hechizado, tal como había estado en casa de sir William y durante el baile de Netherfield. Lo sabía, pero en lugar de rechazar esa sensación, la saludó con una alegría que ahora sabía que se reflejaba también en los ojos de ella. Estaban paseando por el invernadero, el Edén de sus padres, rebosante de flores, mientras ella le susurraba algo al oído y él tenía que inclinarse.
—Fitzwilliam.
Oír su nombre en labios de Elizabeth, tan cerca de su oído que el aliento de la muchacha le acarició la mejilla, fue la sensación más agradable. La forma en que su sangre pareció deslizarse más rápido por las venas al oír la voz de Elizabeth lo ayudó a reunir el valor para buscar su mano.
—Elizabeth —murmuró Darcy, devolviéndole el susurro con el mismo sentimiento.
—¿Fitzwilliam? —la pregunta que resonó en el aire no era la que él estaba esperando, y aquél tampoco era el timbre de la muchacha— ¿Hermano?


Darcy abrió los ojos de repente, mientras recuperaba la consciencia con un sobresalto y regresaba a la realidad de ver a Georgiana sentada en el borde del diván, tratando valerosamente de reprimir un torbellino de risas que amenazaban con esparcirse por encima de unos dedos fuertemente apretados contra los labios. Darcy parpadeó varías veces al verla, sin comprender que lo que había sentido de manera tan real, tanto que su corazón aún seguía palpitando con fuerza, había sido sólo un sueño. Miró con desesperación a su lado en el diván, pero allí no había ningún chal ni tampoco una cesta de bordar a sus pies.
—Hermano, ¿qué es lo que buscas? ¿Puedo ayudarte? —Georgiana logró calmarse, pero la risa todavía jugueteaba en sus ojos y tenía el labio inferior apretado, por la gracia que le causaba ver el estado de su hermano.

Darcy la miró con repentino horror. ¿Qué había dicho mientras estaba soñando? ¿Cómo había permitido que sucediera algo semejante? Una vaga sensación de calidez se apoderó de su cuerpo, al recordar la fuerza de la tentación que había soportado hasta que la fatiga había derribado sus defensas. Pero si quería recuperar lo que había perdido, debía atacar enseguida. No obstante, la réplica murió antes de llegar a sus labios, mientras observaba a su hermana bajo una nueva luz. ¿Cuándo se había atrevido Georgiana a reírse de esa manera? ¿Cuándo había sido la última vez que él se había portado con ella como un hermano y no como un padre-guardián?
La mirada de asombro de Darcy fue demasiado para Georgiana, que ya no pudo contener más la risa y estalló en una carcajada que hizo aparecer lágrimas en sus ojos. Cuando Darcy esbozó una sonrisa de arrepentimiento como respuesta, Georgiana se desplomó contra el respaldo del diván.
—¡Ay, Fitzwilliam! —logró decir finalmente— Te ruego que me perdones, pero ¡nunca te había visto así!
—Sí, bueno... creo que me he quedado dormido —dijo Darcy con incomodidad, enderezándose y abandonando la traicionera posición que había propiciado su indiscreción.
—Profundamente dormido... y estabas soñando, me imagino —respondió ella, mirándolo intensamente con ojos brillantes a causa de las lágrimas. Luego añadió con voz suave—: ¿Me contarás ahora alguna cosa sobre la señorita Elizabeth Bennet, hermano?

Darcy examinó el rostro sincero y serio de su hermana durante unos instantes, antes de desviar la mirada. Cuéntaselo, lo instó una voz interior. En realidad, ¿qué puedes decir? Discutimos, establecimos una tregua y bailamos y volvimos a discutir. ¡Fin! Darcy volvió a mirar el rostro esperanzado de su hermana y enseguida abandonó la idea de ofrecerle un relato tan insulso. No serviría de nada y tampoco era completamente cierto.
—¿Cómo es ella, hermano? ¿Me gustaría conocerla? —la sonrisa de Georgiana se volvió un poco melancólica mientras lo presionaba.
Darcy sintió que su reticencia se disipaba y su corazón se ensanchaba al contemplarla.
—Son muchas preguntas, querida —murmuró mientras agarraba su mano—. ¿De verdad quieres que responda a todas?
Georgiana movió la mano dentro de la de Darcy y le dio un apretón.
—He tratado de respetar tus deseos de privacidad, Fitzwilliam, y no presionarte. Pero te veo distraído con tanta frecuencia. A veces tienes una mirada que noto que estás pensando en ella —Georgiana se sonrojó al ver que él se sobresaltaba—. Al menos, eso creo.
—¿Distraído? ¿A qué te refieres? Estoy seguro de que estás equivocada —negó rápidamente Darcy, pero no logró disuadirla.
—¿Acaso no estabas soñando ahora mismo con la señorita Elizabeth?
Darcy sabía que estaba atrapado. Georgiana le estaba pidiendo que confiara en ella, le pedía que la pusiera a prueba. Ese cambio en su hermana despertó al mismo tiempo su admiración y su alarma. Esa nueva actitud tan madura era más de lo que había deseado; pero no podía entenderla ni lograba decidirse a interrogarla al respecto. Tampoco podía, por miedo a la fragilidad de su recién adquirida seguridad, negarle la solicitud de algo que claramente podía brindarle. Sin duda era un jaque mate. ¿Y cómo podía no ser sincero con este tesoro que le había sido confiado por el cielo y por su padre?
Darcy respiró hondo para calmarse.
—Te diré lo que quieres saber hasta donde me lo permiten mis conocimientos —levantó una mano en señal de advertencia al ver la sonrisa de su hermana—. Pero te advierto que todo el asunto te va a parecer más bien decepcionante. No soy un romántico. Aunque no pretendo afirmar que conozco la manera de pensar de la dama en cuestión, estoy seguro de que ella estaría de acuerdo en eso —hizo una pausa para ver el efecto que había tenido su advertencia, pero el hoyuelo de la mejilla de Georgiana se hizo más profundo. Así que suspiró con resignación—. ¿Por dónde quieres que empiece?
—¡Cuéntame cómo es ella! La señorita Elizabeth Bennet debe ser una dama muy especial para haberse ganado tu admiración —Georgiana se acomodó en el diván, aguardando la respuesta de Darcy, de la misma forma que solía esperar las historias que él le leía cuando niña.
—La señorita Elizabeth Bennet es... —Darcy frunció el ceño mientras pensaba. Nunca había tratado de describirla. Ella no pertenecía propiamente a ninguno de los grupos de mujeres que había conocido. Ella era... ¡Elizabeth!— La señorita Elizabeth Bennet es una mujer que desafía las clasificaciones tradicionales de la sociedad —volvió a fruncir el ceño—. Es decir, es una mujer inusual. Pero —se apresuró a añadir— no debes imaginarte que es un adefesio, o una de esas espantosas mujeres poco convencionales —sonrió para sus adentros—. Uno de sus vecinos, un squire, se refirió a ella como una mujer de «buen sentido poco común, todo envuelto en un paquete tan hermoso como podría desearse». Esa descripción no le hace justicia, pero no está lejos de ser acertada.
—¿Entonces es bonita? ¿Hermosa? —insistió Georgiana.


¿Ella, una belleza? Antes estaría dispuesto a afirmar que su madre es muy ingeniosa. Darcy se estremeció al recordar sus imprudentes palabras y se preguntó cómo era posible que alguna vez hubiera pensado semejante cosa.
—No me pareció así al comienzo, pero eso se debe a que su figura no tiene el corte clásico y yo no tuve inteligencia suficiente para apreciarla —Darcy descubrió que se animaba a hablar mientras se concentraba en responderle a su hermana con la verdad—. Sin embargo, a medida que fui conociéndola, me pareció muy agradable. ¡Muy agradable, de verdad! Creo que lo que primero atrajo mi atención fueron sus ojos. Son muy expresivos y, cuando levanta las cejas, dicen muchas cosas a aquellos que pueden...
Una risita interrumpió su soliloquio.
—Perdóname, hermano —se disculpó Georgiana de corazón—. Por favor, sigue.
—Ella es hermosa, sí. Eso es lo que pienso, en todo caso —concluyó Darcy bruscamente—. ¿Qué más quieres saber?
—¿Es amable además de hermosa? —la voz de Georgiana tembló un poco.
Consciente de la inquietud de su hermana, Darcy se sintió agradecido al pensar su respuesta.
—La señorita Elizabeth Bennet es una joven muy inteligente y decidida —admitió—, pero también una mujer muy tierna. Nunca desfalleció en sus atenciones para con su hermana, cuando se puso enferma en Netherfield. La señorita Bennet no recibió ningún cuidado ni atención que no realizara la propia señorita Elizabeth —al recordar otras escenas, Darcy continuó—: La vi tranquilizar a militares viejos y gruñones y llenar de seguridad a chiquillas tímidas y a jóvenes campesinos casi al mismo tiempo —se rió al recordar los acontecimientos de aquella velada y luego se puso serio—. Pero debo decir que ella no tolera a los tontos ni adula a aquellos que pueden ser o no sus superiores. Es amable, desde luego, pero sabe mantener la dignidad. ¡Mi propia experiencia es testimonio de ello!
—Sí —respondió su hermana con énfasis—. ¿Y pudiste recuperar su buena opinión?
Darcy volvió a fruncir el ceño mientras apretaba los labios y reflexionaba sobre la pregunta de Georgiana. ¿Qué podría decir? ¿Cuál era la verdad?
—En realidad no lo sé, querida —confesó—. Aceptó concederme un baile, o mejor accedió por cortesía, y durante un momento pareció que nos entendíamos; pero luego, por distintas razones, el equilibrio que habíamos alcanzado comenzó a desmoronarse. Después, los acontecimientos posteriores demostraron que ella no habría tolerado más mi presencia de ninguna manera.
Las agradables sensaciones que las preguntas de Georgiana habían despertado en su pecho se desvanecieron cuando la historia llegó al punto del estado actual de su relación. El lugar que ocupaban esas sensaciones quedó vacío, dejándolo solo con su deber y el dolor que le causaban los deseos frustrados. No debía permitirse estos recuerdos, se dijo Darcy con severidad. ¿Acaso no era él mismo el culpable de haber acabado con cualquier inclinación en esa dirección? Aquello no le llevaba a ninguna parte, e iba en contra de toda lógica que él se atormentara de esta manera.
—No la he visto ni he hablado con ella desde esa noche —siguió diciendo bruscamente—, y como Bingley ya se ha recuperado del enamoramiento por su hermana, no parece razonable esperar que ella vuelva a cruzarse en mi camino. Y eso, mi querida hermana, es el fin de la historia.
—¿No tratarás de volver a verla? —Georgiana lo miró con una mezcla de sorpresa y pesar—. ¿No conservarás su amistad?
—No —contestó Darcy, que prefirió responder con la verdad sincera, en lugar de darle una respuesta adornada.
—¿Entonces nunca la voy a conocer? —preguntó Georgiana con tristeza.
El abatimiento que cubrió el rostro de su hermana al oír su respuesta hizo que Darcy se contuviera un poco.
—Yo no diría que nunca, querida —dijo—, pero es bastante improbable. Su familia tiene poco dinero . Ella no se mueve en los mismos círculos de la sociedad en que nos movemos nosotros.
—Aun así me gustaría conocerla, hermano —susurró Georgiana.
—Creo que a mí también me gustaría que la conocieras, Georgiana —contestó Darcy—. Aunque no sé por qué ni con qué propósito, excepto que creo que no podrías encontrar una amiga más sincera —la idea encendió en él una luz de consuelo—. Tal vez eso sea suficiente —Darcy se inclinó y besó a su hermana en la frente—. Ahora, si me disculpas, debo irme a la cama. Sherril casi me mata haciéndome trepar montañas de sacos de grano y subiendo y bajando las escaleras de graneros, y no quiero volver a quedarme dormido en público otra vez.


Darcy se levantó mientras Georgiana lo observaba con una expresión pensativa en el rostro. Cuando llegó a la puerta, volvió a mirar hacia atrás para dedicarle una última sonrisa; pero ella ya no estaba mirándolo. Estaba inclinada en una actitud tan contemplativa que, al verla, Darcy sintió un estremecimiento de inquietud. ¿Cuál había sido el efecto de sus palabras? ¿Acaso había preocupado a su hermana o la había decepcionado de alguna manera? Tal vez sólo estaba fatigada. En realidad, él había estado tan concentrado en los asuntos de Pemberley que no se había preocupado por el bienestar ni la felicidad de su hermana. ¡Más bien era ella la que se había encargado de entretenerlo! Se dirigió a sus aposentos y tocó la campanilla, recriminándose por su negligencia. Al día siguiente se dedicaría a complacer a Georgiana, se juró mientras esperaba a Fletcher. Y como era domingo, los asuntos de Pemberley bien podían esperar.
Decidido a poner en práctica la decisión de ponerse a las órdenes de su hermana, Darcy se despertó a la mañana siguiente más temprano de lo acostumbrado. Mientras estaba acostado entre las almohadas y las mantas desordenadas, se preguntó si realmente habría dormido. Las evocaciones que había experimentado mientras Georgiana tocaba para él se habían reavivado y, peor aún, habían dejado expuesta esa parte de su corazón que él pensaba que ya había logrado controlar. En realidad, ya se había reconciliado con el hecho de que admiraba a Elizabeth Bennet. El marcapáginas de hilos de seda que guardaba entre su libro atestiguaba la veracidad de esa admiración. Pero el hecho de «verla» en su casa y el grado de satisfacción que esa imagen había despertado en él le hicieron darse cuenta de que su estado de indefensión era terriblemente peligroso para su paz futura.

—Muy peligroso —dijo en voz alta, como si quisiera reprender a su desbordante imaginación, demasiado evidente para Georgiana. Al menos parte de su distracción sí tenía origen en las fantasías relacionadas con Elizabeth, en la medida en que él había empezado a mirar todo lo que le resultaba familiar, todo lo que formaba parte de Pemberley, con los ojos de lo que se imaginaba que ella pensaría—. ¡Eso no está bien, señor!


Un ruido de cajones que se abrían y cerraban, procedente del vestidor, le hizo incorporarse de golpe. ¿Qué?¿Por qué anda Fletcher por ahí tan temprano?


Decidido a levantarse, apartó las mantas saltó de la cama y atravesó la habitación en silencio. Al abrir la puerta del vestidor, se encontró a su ayuda de cámara organizando su ropa, mientras una jarra de agua aromatizada con sándalo lo esperaba.
—¡Fletcher! —rugió Darcy, poniéndose la bata— ¡Pues sí que se ha levantado usted temprano hoy! —Hizo una pausa mientras reprimía un bostezo— Sé que siempre está pendiente de sus obligaciones, pero esto va más allá de una demostración de escrupulosa atención.
—¡Ejem! —Fletcher carraspeó y se puso colorado como un tomate— Sí, señor. Con todo... Mmm...gusto, señor Darcy.
—¡Con todo gusto! ¿Esta usted enfermo, hombre? ¡Dígamelo enseguida! No quiero que esté aquí atendiéndome, si debería estar en cama. Cualquier otro puede ayudarme.
A pesar de que hacía un segundo estaba rojo como un tomate, la cara de Fletcher palideció de repente.
—¡Oh, no, señor! ¡Estoy perfectamente bien!
Darcy lo miró con escepticismo.
—No lo parece. ¡Vamos, hombre, vaya a buscar algún remedio a la botica y no le dé más vueltas!
El consejo de Darcy hizo palidecer aún más a Fletcher.
—Le aseguro, señor, que no estoy enfermo y que la última mujer que quiero ver en el mundo es a Molly.
Aquella información hizo que Darcy enarcara las cejas enseguida.
—Pensé que usted y la mujer de la botica tenían cierto asunto entre ambos, Fletcher.
Fletcher suspiró.
—Molly tiene la misma opinión, señor, pero yo nunca le di mi palabra —Fletcher se giró a mirar sus instrumentos de afeitado y los sumergió en el agua hirviendo—. ¡Ni le he hecho nada malo! —añadió de manera enfática— ¡Nunca estuvimos solos, señor!
—Pero las cosas han cambiado, ¿no es así? —Darcy cruzó los brazos sobre el pecho, con una sensación de disgusto por el hecho de que ese tipo de cosas sucedieran entre sus empleados. Las peleas de enamorados entre los criados causaban tensiones que terminaban filtrándose al resto de la casa.
—Sí, señor, han cambiado.
—¿Y qué significa esta excesiva atención a sus obligaciones ?
—Es «el monstruo de ojos verdes», señor —Fletcher suspiró—. A todas partes donde voy me encuentro con la rabia de Molly, con sus amigos que me cantan las cuarenta o con otra mujer que sugiere que intimemos ahora que estoy libre. ¡No tiene usted ni idea, señor Darcy!
—Creo que puedo imaginármelo —Darcy resopló al tiempo que se sentaba en la silla para que Fletcher lo afeitara—. ¿Qué piensa que se puede hacer?
—Si me lo permite, señor Darcy, me gustaría irme de vacaciones un poco antes este año. Me gustaría viajar un poco antes de ir a ver a mis padres —Fletcher miró a Darcy de manera furtiva, mientras le ponía unas toallas calientes alrededor del cuello.
—¿La generosidad de lord Brougham le está abriendo un hueco en el bolsillo, Fletcher?
Fletcher se volvió a poner colorado.
—No, señor. En absoluto, señor —tomó la brocha de cerdas de jabalí y la agitó vigorosamente en la taza—. Estoy pensando más bien en invertirla, señor.
Darcy frunció los labios pero no pudo seguir interrogando al ayuda de cámara, pues este comenzó a aplicarle la crema de afeitar sobre la cara. Mientras Fletcher afilaba la navaja, Darcy pensó si debería presionarlo más para conocer la razón de los extraños cambios de color en su semblante y su críptica respuesta.
—¿Tiene usted la bondad de levantar la barbilla, señor? —Fletcher se volvió hacia él con la navaja en la mano, listo para comenzar. Darcy se arrellanó en la silla, levantó la barbilla y, en tales circunstancias, decidió dejar el asunto como estaba.

12 comentarios:

Wendy dijo...

Hola Rocely,
LLevo un buen rato leyendo y cada vez me gusta más Dacrcy, sabe tratar con respeto y cariño a su servicio, se muestra muy solícito con su hermana a la que quiere proteger evidenciando todo el cariño que le tiene.
Me disfrutado con Trafalgar, que perro más listo, espero que le dejen ser tal cula es y no le impongan excesiva disciplina :)
Darcy sueña con Elisabeth y por fin decide compartir sus sentimientos con su hemana, estoy segura que ella sabrá aconsehjarle bien.
Muchos besos querída.

AKASHA BOWMAN. dijo...

He disfrutado mucho de este capítulo, querida, y desde luego estoy muy contenta de haberme esperado a leer esta maravillosa obra de la señora Aidan de tu mano, pues siempre es un placer visitarte deleitándose con la música de fondo y la belleza de las imágenes que seleccionas.

Sin duda el propio Darcy está sorprendido del cambio acaecido en Georgiana pues si bien él deseaba que dejara atrás esa etapa de niña desvalida encontrarla ahora tan madura y meditabunda lo turba enormemente.
¡Qué hermoso deleitarme escuchando los acordes al piano de la joven señorita Darcy y el dueto que su hermano le hizo con el violín, aunque luego le dolieran los dedos jejejejej!

La conversación con la dama de compañía de la señorita me pareció un tanto... mística. Es una mujer extraña, sin duda, comparto los pensamientos de Darcy, aunque si con ello ha conseguido arrancar a Georgiana de esas brumas siniestras que la perturbaban habrá que concederle el beneficio de la duda.

¿Sabes? En toda narración me encanta que se cuide el detalle, que el autor sea minucioso con las escenas, las expresiones de los protagonistas, el decorado de las estancias... Pamela Aidan lo consigue satisfactoriamente. De veras que es un placer leer cada semana estos hermosos capítulos.

¡y ese Trafalgar! ¡qué perro más gracioso y astuto! No sé por qué me recordó al perro de Darcy (Colin Firth) en la miniserie de la BBC. ¿Recuerdas la escena en que Lizzie juega con él en el jardín mientras el caballero lo observa desde la ventana?

¡Qué decir de la ensoñación de Darcy, imaginándose en la figura de su propia hermana a esa otra mujer que él adora! Está irremediablemente perdido y lo sabe..

Comparto esas risitas con Georgiana al sorprender a su hermano susurrando por Elizabeth ejjejejejej
El detalle del chal perfumado de violetas... sublime.

Gracias por deleitarnos, lady Darcy, eternamente a tus pies, amiga.

J.P. Alexander dijo...

hola mi Lady espero que estes mejor te mando un gran beso. Luego amo a Dacy me encanta como la autora le da vida al personaje hasta hacerlo más real genial capitulo. Un beso mi nena y que tengas una linda semana

Fernando García Pañeda dijo...

Además del cuidado de los detalles, como bien señala Akasha Bowman, me gusta mucho la capacidad que tiene la señora Aidan de combinar el sentido del humor con una gran dosis de tenura y unas pizcas de melancolía, cocinado todo a fuego muy lento.
Lo que más me llama la atención en este capítulo es el interés de Georgiana por Elizabeth. Sin duda, las cartas que escribió su hermano durante su estancia en Hertfordshire fueron mucho más reveladoras de lo que él mismo pretendía. Un sentimiento tan fuerte no se puede ocultar. No, al menos, para quien conozca bien a esa persona sometida a tan intensa agitación; o a quien haya experimentado bajo su piel lo que significa ese sentimiento y sabe reconocerlo. Y creo que es natural que un sentimiento aflore en una persona sensible, aun contra su voluntad, cuando se ve rodeado o alcanzado de lleno por dicho sentimiento con personas o en circunstancias distintas. El amor llama al amor. Por eso tampoco es extraño que Georgiana, que quiere y admira tanto a su hermano, quiera conocer a esa mujer que ha sido capaz de embrujarle hasta esos extremos. Y sepa abrirle ese corazón cerrado como una ostra asustada.
Permítame regalarle un 18 de noviembre, milady. Quizá menos bello que otros, pero igual o más valioso. Suyo, siempre.

princesa jazmin dijo...

Mi querida Lady Darcy, estoy disfrutando tanto de esta maravillosa historia que leo cada entrega y es como estar viendo un capítulo de una miniserie. Como mis preferencias más arraigadas van para el lado de la versión del 95, no puedo evitar imaginarme todas estas situaciones representadas allí dentro de mi mente.
Como soy una romántica incurable adoré la ensoñación de Darcy y me produjo un sinfin de suspiros,y el hecho de que el caballero hable por primera vez con alguien real sobre Lizzie y todo lo que en Hertfordshire ocurrió me gustó mucho también.
Las escenas con Trafalgar son súper divertidas, y Georgiana es una chica de una sensiblidad extraordinaria, la Señora Annesley es un personaje sumamente interesante.
Aunque debo decir que en su charla con Darcy salieron a la luz esos aspectos algo reprochables de la personalidad del caballero,como la creencia firme en su superioridad y su arrogancia.
A pesar de que conocemos bien la historia, se plantean muchos interrogantes sobre qué pasará hasta el momento de ir a Rosings.
Gracias de nuevo y te deseo mucha salud y suerte.
Besos,jazmín.

princesa jazmin dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Dubois dijo...

Por fin vuelvo a la lectura! Apasionante relato! Mme

César dijo...

Saludos Lady Darcy. Empezaré a seguir la novela que nos presentas. El modo de publicar me hace recordar a las grandes novelas decimonónicas, publicadas en periódicos por entregas.

Hasta pronto, que estés bien.

César dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
MariCari dijo...

¡Hola niña! Espero que estés mejor y que la recuperación sea pronta...
Qué bien has planteado la situación... pero ya sabes que cuando comienzo a leerte me meto en la situación y la vivo... a veces... suena el teléfono o creo que suena porque no me interesa nada y para nada hasta que no acabo de leer tu relato... es entonces cuando estoy para el resto del mundo... ;-)
Bss. mi escritora de Orgullo y Prejuicio con puntos y comas...

Juan A. dijo...

Querida amiga Rocely:

Tus letras son impagables, como tu amistad. Delicioso este capítulo y cautivadora la atmósfera que de algún modo nos pertenece. Es nuestra época, no es así, querida amiga?

Si lo permites, deambularé aún un poco por los salones en los que aún resuena el eco de un melancólico dueto.

Te envío un beso.

Anónimo dijo...

Hola, una preguntota!! Ya tienes el tercer libro???