miércoles, 30 de junio de 2010

UNA FIESTA COMO ESTA Capítulo IX


Una novela de Pamela Aidan

Capítulo IX

Conocer su carácter


Sobre el campo descendió un tiempo inclemente, que envolvió la tierra en una bruma helada que a menudo se disipaba en forma de lluvia. La señorita Bingley sintió la llegada y la permanencia de ese molesto clima como una ofensa personal a la que tenía que enfrentarse diariamente. Su hermano la miraba con cierta inquietud, temeroso del efecto que tendría sobre la asistencia al baile, pero la satisfacción de Darcy con su aislamiento obligado asombraba a sus acompañantes. Los días que precedieron al baile fueron pasando mientras él y Bingley trabajaban en distintos planes para la mejora de Netherfield y, cuando el tiempo lo permitía, compartían su experiencia al aire libre en los campos de caza. Pasaron varias noches fuera, en casas influyentes de la comarca, y dedicaron algunas tardes a descubrir a ciencia cierta la verdad de las historias sobre la legendaria raza local. A juzgar por las apariencias, Darcy no parecía estar en absoluto interesado en el próximo baile, tal como se había propuesto. Pero, en realidad, se estaba preparando para él con gran dedicación.
Su estrategia era elegante en su sencillez: primero despertaría la curiosidad de Elizabeth ausentándose de todos los lugares en donde podrían encontrarse y luego, en el baile, la convertiría en el objeto de su atención. Darcy esperaba que la sorpresa y la confusión generadas por esa conducta le permitieran reclamar su compañía al menos para algún turno de baile, durante el cual él le ofrecería a la muchacha una disculpa bien elaborada por los reprochables modales que había mostrado durante su primer encuentro. Darcy confiaba en la impredecible inteligencia de la señorita Elizabeth Bennet para inspirar su conversación de ahí en adelante y sorprenderla con el carácter absolutamente imprevisto y deferente de su conducta. El caballero sonrió para sus adentros al imaginarse a la muchacha hermosamente confundida. Quedaría totalmente atrapada y sin recursos. Entonces, señorita Elizabeth Bennet, empezaremos de nuevo.Siendo fiel a su idea, cuando los Bingley le pidieron que les acompañara durante su visita a los Bennet para invitarlos al tan esperado baile, Darcy declinó solemnemente el ofrecimiento, y en lugar de eso, se dedicó a atender la correspondencia con su administrador. Luego pasó más de una productiva hora con Trafalgar en el campo. Darcy evitó con cuidado estar presente en cualquier lugar donde pudiera encontrarse con Elizabeth Bennet, y la única vez que la vio antes del baile fue el domingo en la iglesia de Meryton, pero incluso en esa ocasión no hubo entre ellos más intercambio que un saludo formal por su parte, al que ella respondió de manera fría.
El martes por la mañana, el mismo día del baile, Darcy dio un último tirón a su chaqueta mientras Fletcher, que sostenía con cuidado sus zapatos de baile, regresaba de buscar el champán de la cosecha adecuada para darles un brillo inconfundible. Fletcher había enviado a Erewile House, la casa que Darcy poseía en Londres, a buscar su mejor traje de gala, que ahora colgaba listo en una silla. El ayuda de cámara había recorrido los establecimientos locales en busca de un par de medias blancas aceptables, pero al final se vio obligado a pedirlas también a Londres. Darcy notó que su camisa estaba almidonada e impecablemente planchada, al igual que una selección de corbatas, y que su reloj, sus gemelos, el alfiler de esmeralda y la leontina reposaban sobre la cómoda tan relucientes como la sonrisa de satisfacción que adornaba la cara de Fletcher cuando salió del vestidor, con los zapatos en la mano.
—Listo, señor. —El ayuda de cámara le presentó los zapatos a Darcy para que los inspeccionara—. Tan brillantes como si hubiese encontrado el betún 98, en lugar de tener que usar el 02. —Darcy asintió con la cabeza, pues su mente estaba ocupada en las intricadas sutilezas de la disculpa que todavía estaba tratando de pensar—. Mmm. —Fletcher carraspeó y esperó a que los ojos de su patrón se fijaran en él—. Señor Darcy… acerca del chaleco para esta noche —dijo con cuidado.
Darcy lo miró con suspicacia.
—Sí, ¿qué pasa con el chaleco? Es el de seda negra a juego con los pantalones, ¿no es así?
—Sí, señor, pero estaba pensando… —Fletcher guardó silencio mientras Darcy entrecerraba más los ojos y luego concluyó apresuradamente—: en el chaleco de seda verde esmeralda y oro.
—¡Fletcher!
—Era sólo una sugerencia, señor. Nada más. Será, entonces, el negro. —El ayuda de cámara puso los zapatos en el suelo, al lado del asiento sobre el que estaba el traje cuidadosamente colocado—. Aunque —dijo, suspirando— no puedo explicarme la razón por la cual usted desea desaparecer entre los paneles de madera, eclipsado por los llamativos jovencitos vestidos con vulgares uniformes.
—¡No pretendo «desaparecer entre los paneles de madera» esta noche, Fletcher!
—Aun así, señor.
—¿Qué quieres decir?
—Como usted dice, señor, usted no pretende volverse invisible esta noche.
—Pero usted cree que con el chaleco negro y, a pesar de mis intenciones, ¿voy a desaparecer? —lo desafió Darcy.
—Señor Darcy —respondió Fletcher con paciencia, haciendo uso de sus conocimientos en el arte de la sastrería—, estoy seguro de que su presencia resulta notoria en cualquier lugar al que usted se digne asistir. Pero he observado, señor, que un salón lleno de casacas rojas tiende a distraer a ciertas personas, principalmente a la parte femenina de la raza humana. Las damas, Dios las bendiga, parecen necesitar algo en qué fijarse.
Darcy reflexionó, dudoso, sobre aquella idea, mientras Fletcher sacaba el chaleco en cuestión de la caja que había llegado de Londres. Una vocecita que provenía de lo más profundo de su mente se asombró de que estuviese considerando, aunque fuera durante un segundo, semejante despropósito, pero cuando Fletcher regresó, él mismo no pudo apartar los ojos del suave resplandor que producían los hilos verde esmeralda y oro, que creaban sobre el fondo de seda negra un espléndido diseño geométrico. ¡Tal vez… no haría daño a nadie!—Como quiera, Fletcher. Llévese el negro y deje ése. —Darcy sabía que sería mejor que se fuera, antes de que Fletcher lo convenciera de algo que tendría que lamentar—. Quiero que esté listo a las siete en punto —ordenó tajantemente.
—Muy bien, señor.
Darcy descubrió que, otra vez, estaba saliendo de su habitación con sospechas sobre la expresión de impasibilidad de su ayuda de cámara y se preguntó qué habría sido de su sumiso criado. Ciertamente había comenzado a comportarse de manera muy peculiar.
Al entrar en el comedor del desayuno, Darcy encontró a Bingley sentado a la mesa y le preguntó la razón de esa temprana aparición, mientras se servía su café.
—Oh, la expectativa del baile, supongo —respondió Bingley—. He ofrecido pequeñas fiestas privadas en la ciudad, claro, ¡pero esto! —Hizo un gesto circular con la taza antes de darle un sorbo, vaciando la mitad de su contenido—. Esto está mucho más allá de mis capacidades. Casi no pude dormir anoche preguntándome si habría olvidado algo o si lo que había recordado habría sido apropiadamente realizado.


—La señorita Bingley está satisfecha con tus esfuerzos, sin duda.
—Por el contrario, la señorita Bingley no está satisfecha con nada de todo este asunto. Esa aparente serenidad, me permito informarte, está dirigida sólo a ti. Si no fuera por la felicidad que me produce la expectativa de estar en compañía de cierta dama, ¡no habría querido embarcarme en esta interminable odisea!
—Vamos, vamos, Bingley. Se espera que un hombre de tu posición y dueño de una mansión en el campo ofrezca un baile así todos los años y —agregó Darcy al ver la cara de Bingley— varias reuniones más pequeñas a lo largo del año. Así ocurre en Pemberley y en Erewile House; tú lo sabes.
—Todo funciona tan fácilmente allí; ¡estoy seguro de que no te resulta ninguna molestia! Aquí todo es un desastre y… ¡esta comida está fría! ¿Dónde están los criados? —Bingley arrojó su servilleta sobre la mesa e hizo ademán de levantarse.
—¡Bingley! Calma, hombre. —Darcy lo detuvo agarrándole el brazo—. Un caballero no riñe a sus criados, y tú estás a punto de romper ese sabio principio. —Darcy respondió a la expresión testaruda de Bingley enarcando la ceja.
—¡Ah, maldita sea! Sé que tienes razón, Darcy. —Bingley se desplomó nuevamente sobre la silla—. Me comportaré bien, para que puedas borrar de la cara esa mirada de superioridad y me ayudes a organizar este infernal baile. —Se pasó las manos por el cabello en señal de frustración y luego le lanzó a Darcy una sonrisa ingenua que su amigo conocía muy bien—. Al menos una cosa ha salido bien, y ha sido, de hecho, bastante providencial.
—Por favor, explícate, Charles, para que podamos alegrarnos juntos —dijo Darcy, riendo.
—Ese hombre al que no querías ver. Wickham.
—¿Sí? —Darcy apretó la mandíbula de manera inconsciente.
—Fui a ver al coronel Forster a propósito de él, pero me encontré con el señor Denny antes de poder hablar con el coronel. Fue una suerte. Denny quería que le dijera a Caroline cuántos oficiales podían aceptar la invitación y mencionó específicamente a Wickham.
—¿Lo mencionó en qué sentido, Bingley?
—¡Dijo que no vendría! No podía. Súbitamente recordó algunos asuntos que debía atender en Londres y se fue ayer. No esperan que regrese en varios días. Así que —concluyó Bingley con aire triunfal— no tienes que preocuparte por él.
Mientras asentía con la cabeza al oír la buena noticia que le proporcionaba Bingley, Darcy sintió que comenzaba a disiparse en su pecho una tensión que hasta ese momento no había notado. Decidió interpretarla como la expresión del alivio que le producía el hecho de que Bingley no hubiese tenido que pasar la vergüenza de hacer oficial la exclusión de Wickham del baile. Pero inmediatamente después, la velada se abrió ante él con todas sus posibilidades, y Darcy permitió que su amigo interpretara como quisiera la sonrisa que asomó a sus labios sin que pudiese hacer nada para evitarla.



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—¡Condenada disculpa! —La pastilla de jabón se estrelló contra la pared de la bañera con un golpe seco y se hundió hasta el fondo sin proferir un solo ruido, mientras Darcy se recostaba contra la cabecera de cobre, con un gesto de frustración en el rostro—. Dadme un silogismo que resolver, una epopeya griega que traducir o un indómito caballo para domar, ¡pero no me pidáis que dé un maldito discurso bonito! —La manera precisa en que debía formular aquella disculpa lo había angustiado todo el día. Cada vez que pensaba que la había encontrado, sufría una muerte rápida e ignominiosa al imaginarse dándola.
Darcy soltó un gruñido cuando el reloj de la habitación le hizo darse cuenta de que el tiempo se estaba agotando. Su falta de talento en asuntos relacionados con la capacidad de dar discursos le había traído problemas en el pasado, pero ahora se había convertido en un obstáculo fatal para algo que él realmente deseaba. Tenía que hacerlo bien; ¡todo dependía de eso! Darcy se estiró para tocar la campanilla y llamar a Fletcher y se encogió hacia delante cuando el ayuda de cámara vació una jarra de agua sobre su cabeza. Una toalla caliente fue depositada entre sus manos y con ella se secó el agua y el jabón de los ojos. Se levantó y se puso la bata, y luego salió de la bañera y recibió más toallas calientes para terminar de secarse, antes de que Fletcher regresara con su ropa interior y el instrumental para afeitarlo.
—Señorita Bennet, debe usted permitir… debe excusar… Mi querida señorita Elizabeth, es posible que usted recuerde nuestro primer encuentro… no, precisamente preferiría que no lo recordara… Le ruego que me permitano, rogar no… Señorita Eliza, por favor perdone… ¡Arrrg! Perdóneme por portarme como un perfecto patán. —Darcy arrojó la toalla al otro extremo de la habitación y por poco golpea a Fletcher, que estaba entrando en ese momento.
—Claro, señor. No diga más, señor —dijo Fletcher.
Darcy lo miró de manera amenazadora durante un instante, con un comentario sarcástico a punto de aflorar a sus labios, antes de que la serena actitud de su ayuda de cámara lo hiciera caer en la cuenta del aspecto cómico de la situación. Pero Darcy no se podía reír, el problema era demasiado inminente, aunque sí podía alejarse del abismo del mal humor en el cual estaba a punto de hundirse.
—No me refería a usted, Fletcher —gruñó en un tono más humilde, dándose la vuelta para quitarse la bata húmeda—. Aunque me disculpo por lo de la toalla. No se la arrojé a propósito.
Fletcher le pasó a Darcy su ropa interior y luego sacudió la fina camisa de lino, lista para deslizarse por sus brazos.
—Soy yo, señor Darcy, quien debe disculparse por su ligereza. Ha sido imperdonable, señor, y tomaré medidas…
—No, no Fletcher, está bien. Necesitaba ese tipo de distracción. No obstante —dijo y guardó silencio al tiempo que veía a Fletcher mirando su reflejo en el espejo—, tales despliegues deben ser juzgados con sabiduría.
—Sí, señor. —Fletcher se inclinó para desenrollar las medias de seda y, en medio de un silencio cuidadosamente calculado, se las entregó a su amo. Enseguida siguieron las ligas de seda negra. Todo el proceso de vestirse se convirtió en una actividad difusa para Darcy, cuya mente estaba absorta en lo mal preparado que se sentía para su próximo encuentro con Elizabeth Bennet y en lo mucho que le disgustaban las reuniones sociales multitudinarias. De hecho, ya comenzaba a sentir un nudo en el estómago y se estaba formando una línea de sudor frío sobre sus cejas. ¿Qué voy a decirle?, le preguntó mentalmente a su imagen en el espejo mientras se abotonaba el cuello.
Fletcher revoloteaba en silencio a su alrededor, ayudándolo con todos los detalles, mostrando una preocupación vacilante y benevolente que sólo sirvió para aumentar la inquietud de Darcy. Durante unos momentos de locura, Darcy se sintió tentado a compartir su angustia. Exponer el problema a otra persona y pedir su consejo parecía un dulce alivio. Pero, por supuesto, no podía hacerlo. Desde que su padre había muerto, él no le había confiado sus preocupaciones a nadie, ni siquiera en el más mínimo detalle. ¡No, es una idea ridícula!No hizo ningún esfuerzo para anudarse la corbata y le hizo señas a Fletcher para que se hiciera cargo. Con hábiles movimientos, el ayuda de cámara realizó un exquisito lazo, y después de sujetar el alfiler de esmeralda entre los pliegues, trajo el reluciente chaleco y lo sostuvo para que Darcy se lo pusiera. Cuando el caballero se levantó de la silla, sus miradas se cruzaron. Fletcher abrió la boca para hablar, pero ante la mirada de firme negativa que cubrió el rostro de su patrón, volvió a su lugar. Deslizó el chaleco por encima de los hombros del caballero en silencio y luego agarró la chaqueta.
—Su chaqueta, señor.
—Gracias, Fletcher —dijo Darcy en voz baja. Terminó de abrocharse el último botón del chaleco y luego se puso la chaqueta negra de gala. El ayuda de cámara ajustó las solapas, enderezando las costuras, y revisó la caída de los faldones—. Entonces, ¿qué le parece?
—Excelente, señor. Si usted fuera a presentarse en la corte, nadie podría encontrar ni una falta.
—¿Ni una, Fletcher? —resopló Darcy y luego agregó para sí mismo—: Ahí se equivoca, mi buen amigo. Me temo que hay una.
—La señora protesta demasiado, a mi parecer.
—¿Qué? —le preguntó Darcy con firmeza, asombrado por la audacia del ayuda de cámara.
—Shakespeare, señor. Hamlet.
—Ya sé que es Hamlet, pero ¿qué quiere decir con eso?
—¿Qué quiero decir, señor? Nada, señor Darcy. Es uno de los innumerables versos memorables de esa obra, ¿no cree usted? —Fletcher se inclinó y comenzó a recoger las cosas del baño de su patrón—. Aunque Hamlet no es mi obra favorita, señor.
Darcy tuvo la clara premonición de que no debía proseguir en la dirección que quería su ayuda de cámara, pero al parecer no pudo evitarlo.
—¿Y entonces cuál es su obra favorita?
Fletcher suspendió momentáneamente su tarea y lo miró con seriedad.
—La comedia de las equivocaciones, señor Darcy, La comedia de las equivocaciones.
Tan pronto como Fletcher abrió la puerta de la habitación, llegó hasta ellos el sonido de los músicos afinando sus instrumentos y el ir y venir de los criados. Darcy dio un paso hacia el umbral, pero luego se detuvo y miró hacia su escritorio con indecisión.
—¿Señor Darcy? —preguntó el ayuda de cámara.
—Un momento, Fletcher. —Darcy se dirigió a su escritorio, abrió el cajón de su correspondencia personal y extrajo una hoja doblada, que abrió y comenzó a leer. Una fugaz sonrisa suavizó sus rasgos, mientras volvía a doblar la carta y la deslizaba dentro del bolsillo interior de la chaqueta. Dándose unas palmaditas en el pecho, sobre el lugar donde descansaba la carta, se dirigió a la puerta con determinación.
—Buenas noches, Fletcher. Lo llamaré a eso de las dos, supongo.
—Muy bien, señor. Mis mejores deseos para la velada, señor Darcy.
El caballero asintió en respuesta a las palabras de su ayuda de cámara y se dirigió a la escalera. Los músicos guardaban ahora silencio. Se detuvo un instante en lo alto de las escaleras, y casi pudo sentir a la totalidad de Netherfield conteniendo el aliento, esperando la señal que les permitiría comenzar. El sonido de un carruaje que se acercaba rompió el silencio y, mientras los criados se apresuraban a recibir a los primeros invitados, los músicos tocaron los primeros compases. Darcy respiró profundamente para calmarse, se puso los guantes y comenzó a descender lentamente las escaleras para deslizarse entre el remolino de la sociedad de Hertfordshire. El baile, según parecía, acababa de comenzar.



Los músicos ya llevaban tres cuartos de hora tocando y ellas todavía no habían llegado. Darcy se volvió a poner los guantes, alisándolos sobre sus manos, mientras asentía en respuesta a varios saludos que le habían lanzado al pasar. La tardanza de la familia Bennet lo sorprendía, porque si él hubiese sido jugador, habría apostado a que la señora Bennet sería de las primeras en llegar a un baile que se ofrecía prácticamente a instancias de sus hijas. No obstante, Darcy había ocupado el tiempo cumpliendo con su deber al lado de Bingley, pero se preocupó de hacerlo de manera muy circunspecta, bordeando siempre la periferia del creciente grupo de invitados, mientras esperaba tensamente la llegada de Elizabeth Bennet.
No todos los invitados eran indeseables, claro. El saludo que Darcy le ofreció al coronel Forster y a varios de sus oficiales más antiguos fue respondido con cortesía y verdadero cariño. Y si faltó algo de eso, tal ausencia fue bien subsanada por el squire Justin, cuya respuesta al saludo de Darcy estuvo marcada por una familiar letanía de agudas pero afectuosas observaciones acerca de sus vecinos y salpicada de contagiosas risas. Darcy no logró evitar a la señora Long y a su esperanzada sobrina, y se salvó de hacerles un desplante sólo por la oportuna intervención del vicario y su esposa.
Tras disculparse lleno de gratitud por la manera en que lo habían rescatado, Darcy se retiró a la ventana que daba sobre el camino y miró hacia la noche. ¿Será posible que haya pasado algo? Levantó la barbilla y se acomodó discretamente el nudo de la corbata. Si no llega pronto… Un coche apareció a lo lejos, con sus farolillos balanceándose furiosamente mientras los caballos comenzaban a frenar ante las antorchas que iluminaban el comienzo de las escaleras. Los muchachos de las caballerizas se acercaron corriendo y agarraron el arnés del caballo principal, mientras que un lacayo abría la puerta del carruaje y desplegaba la escalerilla. Darcy se acercó más a la ventana, entrecerrando los ojos por el resplandor de las antorchas. ¡Había llegado!
Se retiró de la ventana y se sumergió en el salón lleno de gente, abriéndose camino hacia el vestíbulo y la fila de recepción conformada por los Bingley y los Hurst. Pero no tuvo suerte en su avance. Cuando llegó a la puerta, Elizabeth y su familia ya habían recorrido toda la fila y se habían dispersado entre la multitud que seguía creciendo. Dio media vuelta con la esperanza de encontrarla en la galería que llevaba al salón de baile. Pero su avance nuevamente fue lento, y estaba maldiciendo en silencio el éxito del pequeño baile de pueblo de Bingley, cuando la vio.
Estaba conversando con uno de los oficiales mientras se dirigían al salón de baile. No pudo verle la cara, pero su figura era inconfundible. Tenía el pelo recogido con delicadas cintas entrelazadas con exquisitas flores y tres magníficos rizos colgaban de manera encantadora alrededor de su cuello. Darcy apresuró el paso, pero fue frenado por unos cadetes que, evidentemente incómodos en sus uniformes, se detuvieron a mirar a su alrededor como si nunca antes hubiesen asistido a un evento social. Darcy logró esquivarlos, decidido a alcanzar a Elizabeth antes de que fuese absorbida otra vez por la multitud. No se había alejado mucho. De hecho, estaba a sólo unos pasos de él, aparentemente escuchando las palabras del oficial, el señor Denny, con la mayor atención.
Los jóvenes oficiales que había dejado atrás volvieron a adelantarle, llevando de la mano a unas jóvenes a quienes Darcy pudo identificar como las hermanas menores de Elizabeth. Los jóvenes rodearon a Elizabeth y a Denny, y después de que una de las muchachas le diera un tirón al oficial, los arrastraron al salón de baile. Elizabeth se dio la vuelta y les dijo adiós con una sonrisa melancólica. Cuando lo hizo, Darcy por fin pudo verla completamente. Y aquella visión lo conmovió en lo más profundo de su ser.





De repente, se volvió doloroso respirar. El rugido de la sangre al circular por sus venas hizo que el mundo que lo rodeaba quedara en silencio.
¡Parte de mi alma, yo te busco!
Reclama mi otra mitad…
¿Dónde había leído eso? Reflexionó mientras se quedaba inmóvil, hipnotizado por la visión que tenía frente a él. «Parte de mi alma…». Trató de mover sus piernas. Dio un paso hacia aquellos maravillosos ojos iluminados con tanta vida. «Yo te busco…». Otro paso y Darcy pensó que sus ojos se encontrarían, pero no pudo ser porque ella se estaba alejando. «Mi alma…».—¡Señorita Elizabeth! —exclamó Darcy con un tono de voz a la vez discreto y eficaz. La muchacha lo oyó porque se detuvo y después de una brevísima vacilación, dio media vuelta.
—Señor Darcy. —Elizabeth le hizo una reverencia, al tiempo que él se inclinaba, pero la actitud con la que se encaró a él no se parecía en nada a la que había obnubilado sus sentidos hacía sólo un momento. La frialdad que Darcy percibió en la inclinación de la barbilla de Elizabeth contrastaba de manera desconcertante con el vigor que reflejaban sus ojos. La señorita Bennet no estaba contenta, saltaba a la vista; pero la causa de esa incomodidad le resultaba esquiva, al igual que los pequeños discursos que había compuesto con la esperanza de obtener el favor de la muchacha. Confundido, prefirió refugiarse en una segura pregunta sobre su estado de su salud.
—Me encuentro bastante bien, señor.
—¿Y su hermana, la señorita Bennet, no ha sufrido ninguna recaída?
—Me complace decir que Jane disfruta de la misma buena salud que yo, señor Darcy.
—Ah, me alegro. —El caballero guardó silencio, pues la contemplación de los encantadores rasgos de la muchacha a punto estuvo de ofuscar sus facultades mentales. Ante la falta de palabras, Elizabeth enarcó una de sus delicadas cejas.
—Así que mi hermana disfrutará de esta velada plenamente. —Elizabeth volvió a hacer una reverencia—. Señor Darcy —se despidió, dejándolo en medio de la galería. La manera fría y brusca que la muchacha acababa de utilizar con él lo sorprendió, pero el placer de ver cómo se alejaba su figura fue suficiente compensación por el momento. Darcy se sacudió ligeramente la parte delantera de su chaqueta y escuchó el ruido de un papel.
¡Milton! Enseguida le vino a la mente el origen de las frases. ¡El libro que ella había estado leyendo en la biblioteca! Darcy sonrió para sus adentros, mientras avanzaba hacia el salón de baile a grandes zancadas. El canto de Adán después de ver por primera vez a Eva. ¡Qué apropiado! Entró en el salón y se colocó en un lugar donde tuviera la mejor vista del baile. Elizabeth estaba a un lado, absorta en una conversación con su amiga la señorita Lucas. «A fin de que permanezcas para siempre a mi lado…». Dejó escapar un suspiro, cambiando de posición y entrelazó las manos enguantadas sobre la espalda. ¡Qué apropiado! ¡Qué cierto!Los músicos tocaron una cuerda para anunciar que el baile estaba a punto de comenzar. Bingley, observó Darcy, ya había pedido la mano de la señorita Bennet y la estaba escoltando ahora a la cabeza de la fila, un honor que no pasaría inadvertido para nadie. Caroline Bingley siguió, del brazo de sir William, con su hermana y su cuñado detrás. Darcy le lanzó una mirada de reojo a Elizabeth, que todavía estaba ocupada con la señorita Lucas, pero su vista se vio obstaculizada por un caballero que le resultaba vagamente conocido y decididamente peculiar. Frunció el ceño al ver que el hombre se inclinaba para besar la mano de Elizabeth y la dama le lanzaba a su amiga una mirada de impotencia. Tomaron su lugar en la fila y Darcy dio una vuelta alrededor, para satisfacer su curiosidad acerca de la identidad del hombre.
Ah, sí. Era su primo de Kent… el pastor. Se rió para sus adentros al ver la manera en que su dulce tormento fruncía los labios y levantaba la barbilla, tratando de aceptar con elegancia el hecho de tener que bailar con su primo. La música comenzó y sólo unos segundos después Darcy tuvo que mirar hacia otro lado para evitar estallar en un inapropiado ataque de risa. ¡El hombre realmente no tenía ni idea de bailar! La parte menos admirable de Darcy volvió a regodearse en la desdicha de Elizabeth. Al siguiente giro de la danza, el hombre tomó la dirección equivocada y luego agravó la confusión creada, ofreciendo profusas disculpas cuando lo único que debía hacer era prestar atención a los pasos. Inmediatamente después estuvo a punto de arrollar a una dama grande y pomposa cuando, con la cabeza inclinada, se lanzó prematuramente a hacer el cruce de parejas, lo que provocó que Elizabeth le murmurara instrucciones mientras se ruborizaba de mortificación. Luego, agarrando las manos de la muchacha, la hizo girar con tanto entusiasmo que Darcy casi llegó a temer por la seguridad de la señorita Elizabeth y de todos los que estaban alrededor de ellos.
Lo único que puede mantener esa sonrisa de indulgencia entre los otros participantes del baile, supuso Darcy mientras observaba muy entretenido, es su atuendo clerical. Es decir, todos menos Elizabeth. El rostro de la muchacha parecía mucho menos benevolente con su primo. La humillación que la invadía era tan completa que cuando Darcy cruzó una imprudente mirada con ella durante un giro, la fuerza de esa sensación lo sacudió. El consiguiente impulso a acudir en su ayuda fue tan poderoso que lo único que lo hizo desistir de dar más de un paso en su dirección fue la duda de que ella tomara a bien su intervención. El paso fue sutilmente reorientado y Darcy cruzó al lado de la fila de bailarines, fingiendo una indiferencia que realmente desearía sentir. Las emociones que Elizabeth Bennet había despertado en él esa noche eran desconocidas y su poder era supremamente perturbador. Era indispensable establecer una cierta distancia.
Se dirigió hasta el otro extremo del salón y dio media vuelta, justo a tiempo para presenciar otro paso en falso del absurdo pariente de Elizabeth. El baile terminó y el hombre abandonó a su pareja y procedió a ofrecerles disculpas a los otros bailarines, dejándola sola y sin compañía para abandonar la pista. De ser posible, la mirada que la muchacha dirigió a la espalda del pastor habría reducido su cuello de clérigo a un anillo de cenizas. ¡Y te lo habrías merecido, estúpido!Darcy reflexionó sobre su plan de sorprenderla para que aceptara concederle un baile. A pesar de la falta de garantías, le pareció la estrategia más viable para su objetivo, pero no todavía. Ahora sólo atizaría el fuego. La dejaría recuperarse del baile con el pastor. Luego… Uno de los tenientes de Forster pasó rápidamente frente a él y avanzó hacia Elizabeth con paso decidido. Darcy esperó hasta que la vio aceptar bailar con él la siguiente pieza, antes de comenzar a buscar a Bingley entre el torbellino de trajes de baile, bruñidos bronces y chalecos llamativos.
—Creo que, con toda seguridad, puedes catalogar tu baile como un éxito, Bingley —le dijo al encontrar a su amigo entre dos bailes—. ¡Tal vez demasiado exitoso!
—¿Demasiado exitoso? Una multitud es lo que realmente quieres decir —le dijo Bingley riéndose—. Para ser sincero, podría prescindir de unos cuantos oficiales que parecen no tener nada mejor que hacer que merodear alrededor de mujeres con las que yo quisiera conversar.
—¿Mujeres? Bingley. —Darcy paseó la mirada a su alrededor—. Por lo que parece, estás bien rodeado de muchas mujeres que estarían encantadas…
—¡Mujer, Darcy! No confundas, ni pretendas malinterpretarme.
—Bingley, te entiendo demasiado bien —dijo Darcy bajando la voz—. Has abierto el baile con ella y habéis bailado juntos varias veces. Si haces otra cosa similar, toda la comarca esperará oír el anuncio de boda el domingo.
—Bueno, al menos yo he bailado, y espero seguir haciéndolo, mientras que tú no has hecho más que pasearte por ahí con cortesía y observar a Elizabeth Bennet. —Bingley hizo una pausa para asentir y sonreír, en respuesta al saludo de alguien que acababa de llegar—. Y no pongas esa cara de póquer, porque no funcionará. Te conozco demasiado bien, amigo mío.
—Tiras flechas, Bingley, tiras flechas sin puntería. De hecho, sí tengo intención de bailar esta noche, cuando llegue el momento apropiado.
—Cuando llegue el momento… ¡Darcy!
—No me hagas preguntas…
—Así no me dirás mentiras. —Bingley sacudió la cabeza con desaliento—. ¿Cuándo será el momento apropiado? ¿Cuando suene la última campanada de medianoche? ¿Qué estás planeando, Darcy?
—Un ataque sorpresa, Bingley, y ya no te diré más. —Se alejó antes de que su anfitrión pudiera vislumbrar algo de sus planes. La música de la danza folclórica que separaba las tandas estaba a punto de terminar y él necesitaba buscar a Elizabeth antes de que otra casaca roja se la arrebatara. Un estremecimiento de inquietud le recorrió la espalda al recordar los temores y las predicciones de su ayuda de cámara sobre la velada, pero luego miró brevemente el chaleco que Fletcher le había insistido en que usara. Bueno, ya veremos, ¿no es así, amigo mío?Cuando la encontró, Elizabeth estaba otra vez con la señorita Lucas y no se dio cuenta de que él se acercaba. Al oír el discreto «Ejem» de la señorita Lucas, Elizabeth dio media vuelta y casi se estrella contra su pecho.
—Señorita Bennet. —Darcy se inclinó rápidamente, y casi sin esperar a que ella contestara a su reverencia, aprovechó la magnífica ventaja que le daba la sorpresa—. ¿Me haría usted el honor de bailar conmigo la siguiente pieza?
Elizabeth abrió la boca y luego la volvió a cerrar; su desconcierto era bastante evidente en todos los aspectos. Se quedó mirándolo y luego dirigió su mirada a su amiga. Darcy esperó pacientemente.






—Yo no… es decir, yo iba a… sentarme… —Elizabeth levantó la vista y la fijó en los ojos de Darcy. Él enarcó una ceja con gesto inquisitivo—. Sí —aceptó ella con voz ahogada. Darcy se inclinó en señal de agradecimiento y se alejó, saboreando la maravillosa confusión que le había causado a la muchacha y la inminente realización de todos sus planes. Justo antes de llegar a su puesto en el borde de la pista de baile, se arriesgó a mirar hacia atrás y con eso toda su satisfacción se evaporó. Elizabeth parecía claramente agitada. Con creciente inquietud, la observó con disimulo, mientras hablaba furiosamente con la señorita Lucas, con la cara encendida y paseando la mirada por todo el salón. Esa visión siguió afectándolo cuando se acercó a tomar su mano para la nueva tanda de baile, ensombreciendo las expectativas que había alimentado durante toda la semana sobre lo placentero que sería ese momento. Darcy se inclinó con rigidez; ella hizo una reverencia. Él extendió la mano; ella puso la suya encima, pero no lo miró a la cara. Cualquier sensación de comodidad que él hubiese sentido alguna vez en compañía de ella lo abandonó por completo, mientras la conducía a la pista y tomaban su puesto.
Aunque era de esperar, teniendo en cuenta las circunstancias, el murmullo de sorpresa que recorrió el salón cuando quedaron frente a frente sólo sirvió para enfatizar en él la idea del ridículo que estaba haciendo, sacando a bailar a una mujer que, incluso en ese momento, lo miraba con indiferencia. Él se la había imaginado agitada, intrigada. Pero en todas sus visiones ella se había convertido rápidamente en una magnífica pareja. Sin embargo, la criatura que tenía ante él no mostraba ninguna de esas agradables inclinaciones. ¿Qué había ocurrido con la adorable y encantadora Eva?El caballero obsequió a Elizabeth con la más formal de las reverencias, inclinándose totalmente. Cuando se incorporó, fijó los ojos en lo que estaba detrás de la mejilla izquierda de la muchacha, pero no sin lanzarle antes una mirada disimulada. «Que permanezcas a mi lado…». Darcy congeló la idea. No había ni una pizca de maleabilidad en la doncella de piedra que tenía enfrente. ¡Vamos, imbécil, termina con esta locura!, gruñó para sus adentros, al sentir esa conocida sensación de frialdad apoderándose de su pecho. Los bailarines unieron las manos y dieron la vuelta, quedando ahora en un extremo del salón de baile. La tensión de la muchacha, que él podía sentir a través de sus dedos, aumentó significativamente cuando se fue acercando el momento de comenzar los pasos de la danza. Aunque no se atrevió a mirar, pudo sentir que ella lo estaba observando. No podía adivinar el propósito de esa mirada, y hasta que no supiera algo de lo que estaba pasando por la cabeza de la muchacha, decidió que el silencio sería su mejor estrategia. Parecía que el único placer que podría derivar del hecho de estar en compañía de la señorita Elizabeth residiría solamente en el embriagador contacto intermitente con sus dedos . Eso debería bastar.


La mano de Elizabeth tembló ligeramente entre su mano.
—Este tipo de danza le debe de parecer más bien anticuado a alguien acostumbrado a St. James, señor Darcy. —Animado y alertado a partes iguales por la súbita decisión de la muchacha de entablar conversación, Darcy bajó los ojos para mirar a su pareja. Parecía dispuesta a pasar por alto cualquiera que hubiese sido la causa de sus reparos frente a él, pero conociéndola tan bien como la conocía, Darcy no estaba seguro del verdadero objetivo de Elizabeth.
—Tal como le dije a sir William, no suelo bailar en St. James y, en consecuencia, no tengo idea de qué se considera el último grito de la moda —respondió Darcy con cautela—. La danza está bien, en mi opinión. —Los pasos de la danza los separaron por unos momentos, pero esa pausa no sirvió para inspirar a Darcy. Volvieron a reunirse en silencio.
—Ahora le toca a usted decir algo, señor Darcy —le advirtió ella con impertinencia—. Yo ya he hablado del baile, y usted debería hacer algún comentario sobre las dimensiones del salón o el número de parejas.
Darcy la miró a la cara con alivio. Allí estaba la Elizabeth que conocía.
—Señorita Bennet, ¡por favor instrúyame! Por mi honor que diré cualquier cosa que usted desee escuchar.
Elizabeth agradeció la galantería de su comentario con un gesto de los labios que se convirtió en una reticente sonrisita.
—Muy bien; esa respuesta servirá por el momento. —Darcy desafió a los devastadores ojos de la muchacha hasta el último segundo, mientras que ella hacía un círculo a su alrededor. Cuando volvió a aparecer del otro lado, fue ella quien lo miró de manera desafiante—. Quizá poco a poco me convenza de que los bailes privados son más agradables que los públicos. —Darcy tomó la mano de Elizabeth al mismo tiempo que los dos volvieron a quedar mirando el extremo del salón—. Pero ahora podemos permanecer callados. —La tensión en sus dedos había disminuido y descansaban más relajados en la palma de Darcy.
Darcy se dio perfecta cuenta de que el gesto de la muchacha de aceptar guardar silencio era, en realidad, una orden para que él retomara el hilo de la conversación.
—¿Acostumbra usted hablar mientras baila? —replicó Darcy, seguro de que la respuesta más certera era acceder al pequeño capricho de la muchacha.
Elizabeth enarcó las cejas al oír eso, y Darcy pensó que había detectado una chispa en sus ojos que contradecía la actitud de severidad que había vuelto a apoderarse de sus labios.
—Algunas veces. —Su instructora hizo una pausa mientras Darcy hacía un círculo a su alrededor—. Es preciso hablar un poco, ¿no cree? —Esta vez fue ella la que buscó agarrarse a la mano de él para dar el siguiente paso—. Sería extraño estar juntos durante media hora sin decir ni una palabra. —Elizabeth lo miró como si estuviera considerando una deducción lógica—. Pero en atención a algunos, hay que llevar la conversación de modo que no se vean obligados a tener que decir más de lo preciso.
¡Esa última afirmación tenía la apariencia de ser una verdad a medias!
—¿Se refiere a usted misma? —se defendió Darcy con delicadeza, si no con elegancia—. ¿O lo dice por mí? —La manera en que su pareja tomó aire al oír sus palabras le demostró que el dardo había dado en el blanco, pero la respuesta se volvió imposible, pues una vez más la danza volvió a separarlos.
—Por los dos —contestó ella, ante el asombro de Darcy, cuando volvieron a reunirse. Y la sensación de sorpresa aún se acrecentaría más—. Pues he encontrado un gran parecido en nuestra forma de ser. Los dos somos poco sociables, taciturnos y enemigos de hablar, a menos que esperemos decir algo que deslumbre a todos los presentes y pase a la posteridad con todo el brillo de un proverbio.


Darcy no sabía si ella estaba tratando de causarle risa o rabia. Nuevamente, hizo un amago de ataque y se puso a la defensiva.
—Estoy seguro de que usted no es así. —Darcy hizo la media inclinación que correspondía a la danza y luego esperó, inmóvil, a que ella diera una vuelta a su alrededor—. En cuanto a mí, no sabría decirle. Pero usted, sin duda, cree que ha hecho un fiel retrato de mi persona.
Elizabeth volvió a su puesto y tomó la mano extendida del caballero.
—No puedo juzgar mi propia obra.
¡Pero yo sí debo juzgarla!, pensó Darcy, mientras seguían bailando, callados ahora por acuerdo mutuo. ¡Qué manera tan extraña de comportarse! ¿Por qué? Darcy la observó repetidas veces mientras ejecutaban los distintos pasos de la danza, buscando alguna indicación de su estado de ánimo. ¿Realmente piensa que soy tan gruñón? ¿O simplemente me ofende por pura diversión? Cuanto más reflexionaba sobre el comportamiento de la muchacha hacia él, más irritado se sentía. ¡Entonces ésta es la venganza por Meryton! ¡Ojo por ojo!Con cierta aspereza, Darcy avanzó hacia su pareja para tomar su mano del caballero que estaba a su derecha, lo cual hizo que el papel que tenía guardado en el bolsillo del pecho crujiera suavemente. ¡La carta de Georgiana! Totalmente olvidado, el contenido de la carta volvió a penetrar en su conciencia y, por el bien del cariño de su hermana, resolvió intentar una vez más atravesar aquella especie de torrente agresivo con que lo trataba Elizabeth.
—Señorita Bennet —comenzó cuando volvió a apoderarse de su mano para el siguiente paso—, Bingley y yo íbamos camino de Longbourn cuando tuvimos la alegría de encontrarnos con ustedes en el pueblo la semana pasada. ¿Usted y sus hermanas suelen ir a Meryton con frecuencia?
—Así es, señor, vamos con frecuencia. —Elizabeth lo miró de cerca—. Cuando nos encontró usted el otro día, acabábamos precisamente de conocer a un nuevo amigo.
¡Wickham! La rabia que Darcy sintió al ver el rostro que tan bien conocía en las calles de Meryton regresó con toda su fuerza: ¡la insolencia de su saludo, la sonrisita de satisfacción en sus labios, la suspicacia de su mirada! Darcy apretó la mandíbula y miró fijamente hacia delante durante unos instantes, sin querer mostrar su contrariedad. Cuando por fin se sintió con el suficiente control de sí mismo para aventurarse a responder, bajó la vista para ver la actitud de su pareja.
—El señor Wickham está dotado de modales tan gratos que ciertamente puede hacer amigos con facilidad. Lo que es menos cierto es que sea igualmente capaz de conservarlos.
—Él ha tenido la desgracia de perder su amistad —contestó Elizabeth de manera enfática—, de modo que sufrirá por ello toda su vida.
Al oír la acusación de la muchacha, a Darcy le empezó a dar vueltas la cabeza. ¡La desgracia de perder su amistad! ¿Qué podría decir él sobre la infame conducta de Wickham? ¿Qué monstruosa falsedad estaría divulgando aquel hombre? Incapaz de detener la creciente rabia que nuevamente lo afligía, Darcy no pudo contestar nada. El resto del baile habría transcurrido en silencio si sir William no hubiese interrumpido sus reflexiones con una muestra de admiración por su talento para bailar.
—Es evidente que pertenece usted a los ambientes más distinguidos, señor Darcy —lo elogió—. Permítame decirle, sin embargo, que su hermosa pareja en nada desmerece de usted, y que espero volver a gozar del placer de verlos bailar, especialmente cuando tenga lugar cierto acontecimiento muy deseado, querida señorita Eliza. —Darcy siguió con la mirada el gesto de sir William y descubrió que estaba observando a Bingley y a la señorita Bennet, que bailaban juntos de nuevo. Darcy cerró los ojos con fuerza, molesto al ver que Bingley había ignorado por completo su advertencia—. Apelo al señor Darcy… Pero no quiero interrumpirle, señor. Me agradecerá que no lo prive más de la cautivadora conversación de esta señorita, cuyos hermosos ojos me están también recriminando.
Al oír la mención a los ojos de su pareja, Darcy volvió en sí y se giró hacia ella, decidido a recuperar el terreno perdido por culpa de Wickham, fuesen cuales fuesen las mentiras que aquel canalla estuviese sugiriendo. Tal vez, si insistía un poco, Elizabeth se las revelaría. Darcy se preparó para atacar.
—La interrupción de sir William me ha hecho olvidar de qué estábamos hablando —confesó con una sonrisa forzada.
—No creo que estuviésemos hablando en absoluto. Sir William no habría podido interrumpir a otra pareja en todo el salón que tuviese menos que decirse —contestó ella con desprecio—. Ya hemos probado con dos o tres temas sin éxito, y no puedo imaginar sobre qué más podemos hablar.
Se niega a continuar con el tema. ¿Y ahora qué? Darcy trató de pensar en algún tópico prometedor, con el cual pudiera atraer su atención y dirigirla hacia él y lejos de Wickham. «Parte de mi alma, yo te busco…».
—¿Qué piensa de los libros? —preguntó Darcy rápidamente, sonriendo al recordar ese día que habían compartido en la biblioteca.
—¡Los libros! ¡Oh, no! Estoy segura de que nuestras preferencias no son las mismas o, por lo menos, no sacamos las mismas impresiones.
Darcy casi se ríe al oír la apresurada negativa de la muchacha.
—Lamento que piense eso; pero si así fuera, de cualquier modo, no nos faltaría tema de conversación. Podríamos comparar nuestras diversas opiniones —insistió él.
—No… No puedo hablar de libros en un salón de baile —contestó ella con voz temblorosa—. Tengo la cabeza ocupada con otras cosas.
—En estos lugares no piensa nada más que en el presente, ¿verdad? —Darcy permitió que una sombra de duda se apreciara en su tono de voz.
—Sí, siempre —afirmó ella, pensando, al parecer, en algo más. Y luego, súbitamente dijo—: Recuerdo haberle oído decir en una ocasión, señor Darcy, que usted raramente perdonaba, que cuando había concebido resentimiento hacia alguien, le era imposible aplacarlo. Supongo, por lo tanto, que será muy cauto a la hora de concebir resentimientos.
¿Qué es esto? Enseguida se despertaron las sospechas en Darcy. Tenía que contestar, si quería descubrir a qué se refería la muchacha.
—Así es —afirmó con decisión.
—¿Y no se deja cegar alguna vez por los prejuicios? —insistió ella.
—Espero que no. —Darcy se sentía cada vez más alarmado con el cariz que estaban tomando las preguntas de Elizabeth.
—Es particularmente importante para aquellos que nunca cambian de opinión asegurarse de hacer un juicio justo desde el principio. —Darcy sintió que la mirada de Elizabeth lo penetraba al separarse de él para saludar a la dama que estaba a su izquierda. Se quedó paralizado, consciente de la trampa que tenía enfrente, pero sin saber cuál era la naturaleza de esa trampa o su objetivo. Sólo estaba seguro de una cosa: Wickham tenía algo que ver en todo aquello. De alguna manera, era obra suya.
—¿Puedo preguntarle cuál es la intención de estas preguntas? —inquirió de manera fría, cuando volvieron a tomarse de la mano.


—Conocer su carácter, sencillamente —respondió ella con una sonrisita forzada—. Estoy intentando descifrarlo. —Se separaron, hicieron sus respectivas inclinaciones y volvieron a unir las manos para moverse cada uno alrededor del otro hasta completar un círculo.
—¿Y a qué conclusiones ha llegado? —preguntó Darcy con los labios apretados.
—A ninguna. —Elizabeth negó con la cabeza y trató de desarmarlo con una sonrisa—. He oído cosas tan diferentes de usted, que no consigo sacar nada en claro.
¡Definitivamente Wickham!—Reconozco que las opiniones acerca de mí pueden ser muy diversas —respondió Darcy, apelando a todas sus reservas para apaciguar el torrente de emociones que amenazaban con destruir su compostura—, y desearía, señorita Bennet, que usted no hiciera un esbozo de mi carácter en este momento, porque tengo razones para temer que el resultado no reflejaría la verdad.
Elizabeth estaba colorada cuando él se volvió hacia ella y agarró delicadamente sus dedos. Darcy no pudo saber si se debía a la rabia que sus palabras habían despertado en ella o a la incomodidad que le habían causado las de ella. Pero para su sorpresa, la muchacha insistió.
—Pero si no lo hago ahora, puede que no tenga otra oportunidad.
¿Realmente creía que él iba a discutir sobre su carácter en medio de un salón de baile? La disposición de Darcy para aceptar las preguntas de la muchacha terminó de manera brusca. Decidido a cerrar esta línea de conversación, se volvió hacia ella con una actitud de profunda arrogancia y respondió de manera gélida:
—De ningún modo desearía impedir cualquier satisfacción suya, señorita Bennet.
No había duda de que su actitud finalmente la había confundido. La muchacha se equivocó al hacer el siguiente movimiento y casi tropieza con el vuelo del vestido. Darcy se movió con rapidez para rescatarla de una caída segura. Elizabeth se zafó de sus manos tan pronto como pudo, murmurando unas confusas palabras de agradecimiento.
—Me complace serle útil, señorita Bennet —le dijo Darcy en voz baja. Ella no dijo nada más y terminaron el baile en silencio y en silencio se alejó después de que Darcy la acompañara hasta donde se encontraba un grupo de amigos. No pudo evitar que sus ojos la buscaran después de ocupar su lugar al otro lado del salón. Se había despedido de sus amigos y parecía absorta en un detallado examen de uno de los ramos de flores que adornaban el lugar. La actitud pensativa de la muchacha fue evidente para Darcy, que se preguntó, con un creciente sentimiento de compasión, qué sería lo que Wickham le había dicho y que le estaba robando la paz.
¡Más fechorías que agregar a su lista, el sinvergüenza! ¿Qué historias puede estar divulgando que han hecho que ella traspase de esa manera los límites de la corrección? ¡Y Forster! Eso podría explicar la frialdad de su saludo esta noche. ¡Wickham! No está aquí, pero de todas maneras está presente. Un diablillo malvado que se cruzó entre… Darcy dejó sin terminar aquel pensamiento. ¡Que ha venido a interrumpir mi tranquilidad!De repente, Darcy sintió la necesidad de un poco de aire fresco y algo de soledad. Tras lanzar una última mirada a Elizabeth, dio media vuelta, se abrió paso a través de la alegre fila de bailarines y buscó la primera salida. El aire frío le golpeó la cara y, tal como había anticipado, comenzó a aclararle la mente. Los hilos dorados y verde esmeralda de su chaleco titilaron con la luz, atrayendo la mirada de Darcy mientras se paseaba por la terraza bajo una luna inclemente. Resopló al recordar la advertencia de Fletcher de que su problema con «la señora» no era más que una comedia de equivocaciones.
Si esto es comedia, Fletcher, no podría soportar sus tragedias. Darcy se detuvo y levantó la mirada hacia la luna. No estoy molesto con ella. Ella no tiene la culpa, ella es… Fue el frío, con seguridad, lo que le provocó un estremecimiento. ¿Mi otra mitad? Darcy negó con la cabeza y, poniéndose los brazos alrededor del cuerpo, apretó las manos contra los costados y movió los pies. Tu estupidez parece haberte seguido hasta aquí. Entonces, ¿qué haces congelándote? Puedes ser igual de tonto sin tener que soportar tanto frío.

sábado, 26 de junio de 2010

UNA FIESTA COMO ESTA Capítulo VIII

Una novela de Pamela Aidan


Capítulo VIII

Su peor enemigo

Darcy se aflojó la corbata, dejándola un poco menos apretada de lo que su ayuda de cámara había juzgado necesario, y luego se miró al espejo mientras Fletcher daba una última sacudida con el cepillo a los hombros de su chaqueta verde.
—Listo, señor. —Fletcher le hizo dar la vuelta, mirándolo con ojo crítico. Se detuvo en el chaleco y, con un preciso movimiento del pulgar, volvió a presionar el doblez de la solapa, asintiendo con la cabeza en señal de satisfacción.
—Entonces ¿tengo su aprobación? —preguntó Darcy un poco exasperado por la extraordinaria atención que Fletcher le había prodigado al arreglar su atuendo para asistir a los servicios religiosos de una mañana cualquiera en la iglesia de Meryton.
—Estará bien, señor.
—¡Bien! Fletcher, confío en que usted no haya perdido la cabeza conmigo. Cuando contraté sus servicios le advertí que no deseaba pasar por un petimetre.
—¡Claro que no, señor! —exclamó Fletcher con dolida presunción—. Ni yo permitiría semejante desatino si alguien tratara de convencerlo de hacer el intento. No es su estilo, señor.
—En eso, al menos, estamos de acuerdo. —Darcy agarró sus guantes, mientras Fletcher abría la puerta de la habitación, con el sombrero de su patrón en la mano.
—Que tenga una buena mañana en el día del Señor, señor —dijo el ayuda de cámara haciendo una inclinación y entregándole a Darcy su sombrero de copa y su libro de oraciones. El gesto de Darcy al salir fue uno de esos movimientos de cabeza lentos y pensativos destinados a recordarle a Fletcher quién era el patrón. Completamente seguro del significado del gesto, el sirviente bajó los ojos con humildad y rápidamente cerró la puerta con firmeza.
Sacudiendo la cabeza por la gracia que le había causado el inexplicable comportamiento de su ayuda de cámara, Darcy descendió las escaleras hasta el vestíbulo principal. Al no ver todavía a nadie dispuesto a salir, sacó su reloj de bolsillo para ver si se había equivocado de hora. Comprobó con el reloj del vestíbulo que indicaba la hora convenida. Con el ceño fruncido, guardó el reloj y comenzó a caminar hacia el comedor del desayuno, pero enseguida se detuvo al oír voces que venían del corredor del piso superior. Darcy dio media vuelta y, volviendo sobre sus pasos, rodeó la pilastra de la escalera y miró hacia arriba, preparado para exigir mayor premura.
—¡Elizabeth! —El nombre de la muchacha escapó de sus labios como un susurro, pero ella pareció oírlo porque levantó los ojos que tenía fijos en el suelo mientras bajaba la escalera para encontrarse con su mirada de admiración. Iba vestida de una manera encantadora, con un traje color crema adornado con delicado encaje blanco, sobre el cual llevaba una chaquetilla amarillo mostaza con ribetes verdes. Los colores le sentaban admirablemente bien, notó Darcy, y teñían su piel de un resplandor dorado. La señorita Elizabeth parecía vacilante, mientras observaba al caballero con una curiosa expresión de sorpresa. Sin pensarlo, Darcy avanzó unos pasos y, cuando llegó al lado de la muchacha, se detuvo y bajó la vista al ver su confusión.
—Señorita Elizabeth —murmuró Darcy y se inclinó hacia delante, teniendo el cuidado necesario debido a la estrechez de la escalera—. ¿Me permite? —Le ofreció el brazo y le señaló los escalones que aún faltaban.
—Señor Darcy… gracias, señor. —La voz de la muchacha tembló un poco cuando tomó el brazo de Darcy y miró afanosamente alrededor del vestíbulo—. Mi hermana viene detrás de mí… Y los demás vendrán enseguida.
—Espero que así sea o llegaremos muy tarde —logró decir Darcy en voz baja y estable, a pesar del temblor interno que le producía el hecho de sentir la ligera presión de la mano de la muchacha sobre su brazo. Era una imagen tan encantadora…; el suave color crema y el amarillo mostaza parecían combinar bien con la manga de su chaqueta. Casi como si…
No, no, ¡Fletcher no podía haberlo sabido! No pudo evitar sentirse invadido por una ligera sospecha. Levantó la vista de su brazo para contemplar el perfil de la mujer que tenía a su lado y luego miró hacia las escaleras detrás de ellos, casi esperando ver a su ayuda de cámara escondido entre las sombras del corredor del segundo piso. Pero, en lugar de eso, apareció el resto del grupo, que estaba a punto de reunirse con ellos.
Deslumbrante con un traje violeta y una capa púrpura con un sombrero a juego adornado con plumas grises, la señorita Bingley comenzó a bajar.
—¡Señor Darcy! Louisa y Hurst ya vienen, pero Charles y la señorita Bennet ya están aquí, como usted puede… —Dejó la frase sin terminar, a medida que se fue acercando, y una mirada de intriga le hizo fruncir el ceño al observar a Darcy.
—¿Señorita Bingley? —dijo él al notar que ella guardaba silencio. Sin pronunciar palabra, la señorita Bingley dejó que sus ojos oscilaran entre Darcy y Elizabeth, mientras los otros se reunían con ellos en el vestíbulo.
—Señorita Elizabeth. —Bingley se acercó a ellos con una sonrisa—. Permítame decirle que tiene un aspecto estupendo esta mañana. Tanto usted como Darcy, en realidad. No podrían haber hecho mejor pareja si lo hubiesen planeado.
Darcy se ruborizó con incomodidad, aunque no estaba seguro de si se debía a la ingenua observación de Bingley o a las sospechas de la complicidad de su ayuda de cámara.
—Sólo una curiosa coincidencia, Charles —se oyó decir a la señorita Bingley, que había recuperado el habla—. Pero no tan notoria como para que merezca comentario alguno.
—¡Coincidencia! —replicó Bingley mientras acompañaba a la señorita Jane Bennet—. Apostaría a que… —La severa expresión con que Darcy lo miró casi le hizo tragarse la lengua—. Apostaría a que es, tal como tú dices, una mera casualidad. ¿Ya está todo el mundo aquí? ¡Bien! No debemos llegar tarde a la iglesia —terminó de decir apresuradamente, y poniéndose el sombrero, escoltó a las damas hacia la puerta.
Darcy decidió viajar con los Hurst y dejar el entretenimiento de las invitadas en las hábiles manos de Bingley. Ciertamente estaba demasiado malhumorado como para tolerar las especulaciones de la señorita Bingley o su grosería con Elizabeth. La somnolienta atmósfera que Hurst era capaz de proyectar era exactamente lo que necesitaba para contener sus emociones y ponerlas bajo control. Con el fin de desalentar a sus compañeros de viaje de establecer una charla trivial, Darcy abrió su libro de plegarias al azar y obligó a su mente a prepararse para la mañana.
Oh Dios, que por Tu espíritu llevas a
los hombres a desear
Tu perfección, a buscar la verdad y a
regocijarse en la belleza:
Ilumínanos y concédenos la inspiración, te rogamos…
Regocijarse en la belleza. Darcy miró distraídamente por la ventanilla del carruaje hacia el campo, pero sólo vio un par de ojos hermosos y una sonrisa encantadora que lo consolaron en medio de la silenciosa y fría mañana de otoño.



Regocijarme en su belleza… ¿Acaso querría tener ese íntimo derecho? Darcy suspiró y dirigió nuevamente su atención al texto. Concédenos la inspiración… Se recostó contra los cojines con la dolorosa convicción de que estaba sufriendo más bien un ataque de inspiración y no la falta de ella. Qué extraño resultaba el hecho de que, después de haber pasado los últimos dos años reencontrándose con los placeres de la sociedad londinense y rodeado por las jóvenes más hermosas, refinadas y deseables de Inglaterra, descubriera en un remoto rincón de Hertfordshire la belleza y la inspiración que le aceleraban el pulso y le hacían perder la compostura.
… para que en todo lo que sea verdadero, puro y hermoso,
Tu nombre sea venerado y venga a la tierra Tu reino;
A través de Jesucristo, nuestro Señor.
Amén.
Darcy cerró el libro con delicadeza. Verdadero… puro… hermoso. Con toda sinceridad, ¿qué mejores requisitos podía tener la mujer con la que uno iba a compartir la vida? Su memoria volvió a oír la larga lista de talentos que había hecho la señorita Bingley para definir a una mujer realmente virtuosa, con la condición adicional de que fuera muy leída. ¿Acaso la encarnación de esa lista le ofrecería una mejor garantía para su futura felicidad que una mujer que fuera verdadera, pura y hermosa?
El carruaje fue disminuyendo la velocidad a medida que el cochero guiaba los caballos hacia el patio de la iglesia y luego se detuvo completamente frente al sendero que llevaba a la puerta principal. Darcy esperó a que Hurst descendiera y le ofreciera la mano a su esposa y luego avanzó hacia la puerta. Con desconsuelo, observó que la señorita Bingley iba detrás de ellos, con la esperanza, sin duda, de sentarse junto a él en el banco. Como era su deber, le ofreció el brazo, el cual ella aceptó con un aire de posesión que dirigió principalmente hacia Elizabeth, pero que incluyó a todo Meryton en general. Mientras Darcy la escoltaba hacia la iglesia, descubrió una sensibilidad artística de la cual no había sido consciente hasta aquel momento y que temblaba ante el terrible contraste que presentaban el púrpura de la señorita Bingley y su propio verde, y nuevamente se preguntó si Fletcher también habría tenido algo que ver con aquella combinación de colores.
Cuando estaba a punto de seguir a la señorita Bingley a través de la puerta, Darcy se detuvo al ver que Elizabeth estaba saliendo, con una sonrisa de disculpa en sus labios. Después de sentarse al final del banco, se inclinó hacia delante y miró a Bingley, que estaba al otro lado, con una ceja levantada en señal de pregunta. Bingley moduló en respuesta la palabra «chal» y se encogió de hombros. El director del coro se levantó en ese momento y les hizo señas a los niños para que comenzaran el himno procesional. El coro de doce miembros inició su solemne procesión por el pasillo, seguido por el vicario y su joven asistente. Unos segundos después, Darcy sintió una corriente de aire cálido y, cuando bajó la vista, vio que Elizabeth estaba a su lado, con un pesado chal de lana en los brazos.
—Por favor, señor, ¿sería usted tan amable de pasarle esto a Jane? —susurró sin aliento. Darcy tomó el chal y se lo pasó a la señorita Bingley, mientras observaba discretamente por el rabillo del ojo cómo Elizabeth vigilaba el avance del chal a lo largo del banco. Darcy supo en qué momento exactamente recibió el chal la señorita Bennet, pues vio la tierna sonrisa que iluminó la cara de su hermana y sintió que él mismo comenzaba a esbozar una sonrisa, cuando el coro terminó el himno y el vicario los invitó a rezar.
Las palabras de la invocación, que resultaban tan familiares para Darcy, fluyeron a través de él, hablándole de un orden superior de grandeza que rara vez dejaba de sobrecogerle, a pesar de que los constantes susurros de la señorita Bingley, que se quejaba del frío y de la duración de la oración, fueron obstáculos enormes. Sonó entonces el «amén», del que hicieron agradecido eco varios de los miembros de su grupo, y se anunció el primer himno. Era un himno que Darcy no conocía, así que prefirió escuchar en lugar de tratar de seguirlo. El hecho de que a su lado se encontrara la dama cuya voz tanto le había gustado la semana anterior fue un mayor estímulo para guardar silencio. Y no se sintió decepcionado; la voz de Elizabeth sobresalía con tono seguro, con un sentimiento y una gracia que lo conmovieron profundamente. En el último verso, Darcy unió su voz de barítono a la voz de soprano de ella, lo cual provocó la risa a un par de jovencitas que estaban delante. Cuando volvieron a sentarse, el caballero sólo tuvo que soportar una vez el examen de las chiquillas, antes de dedicarles una mirada de censura fulminante que sólo sirvió para desatar otro paroxismo de estupidez por parte de las niñas. Para aumentar su indignación, Elizabeth parecía no poder contener la tentación de unírseles, y tuvo que ponerse rápidamente la mano enguantada sobre la boca, mientras lo miraba con gesto travieso. Darcy la ignoró con arrogancia y dirigió su atención al vicario.
Llegó el momento de la confesión dominical. Darcy murmuró la oración de memoria, sin detenerse mucho pues creía que las frases que se referían a la desobediencia y la ingratitud eran de poca aplicación. Cuando llegaron al momento en que se incluía en la lista el pecado del orgullo, Elizabeth se movió junto a él, y con delicadeza, pero claramente, carraspeó. Esto le proporcionó a Darcy la justificación perfecta para hacer énfasis en el siguiente pecado: la obstinación, de una manera que ella no podía pasar por alto.
Cuando se anunció el segundo himno, estaban en un punto muerto y Darcy trató de protegerse de los efectos que tenía la voz de la muchacha sobre sus traicioneros sentidos. Aquel himno sí lo conocía bien. Al girarse ligeramente en dirección a la señorita Bingley, Darcy logró evitar la mirada burlona de Elizabeth, pero con el desafortunado resultado de darle a la otra dama la idea de que podía volver a reclamar su atención. Fue una pésima idea, porque la voz de Elizabeth siguió invadiendo sus sentidos y ahora, además, se vio obligado a lidiar también con los comentarios y las quejas de la señorita Bingley.
—Prepárense para recibir al Señor —pronunció con voz solemne el reverendo Stanley al leer las Escrituras—. Recorran el camino recto a través del desierto hacia nuestro Dios. —Darcy sacó otra vez su libro de oraciones y pasó rápidamente las páginas en busca de esos pasajes.
—¡Tch! —Darcy bajó la mirada al oír el sonido que provenía de la desconsolada actitud de Elizabeth, que se mordía el labio inferior con consternación y contemplaba sus manos vacías. Después de dudar sólo un segundo, puso con galantería el lado izquierdo de su libro entre las manos de ella e inclinó la cabeza para acomodarse de manera que ella también pudiera ver.
—Dios todopoderoso, concédenos la gracia… —leyeron juntos. Inclinado sobre el libro, el aliento de Darcy hacía temblar los rizos que flotaban alrededor de las orejas y las sienes de Elizabeth, distrayéndolo poderosamente de la página que compartían—, para que podamos alejar las obras de la oscuridad y ponernos la armadura de la luz… —Haciendo un gran esfuerzo, Darcy logró concentrarse en el texto y fue capaz de terminar sin que su mente se desviara por peligrosos vericuetos. A su lado, Elizabeth se recostó contra el duro banco, buscando de manera inconsciente una posición cómoda para escuchar el sermón del reverendo Stanley. Los intentos de Darcy por hacer lo mismo fueron totalmente infructuosos. Atrapado como estaba entre dos damas, no se atrevió a permitir que ninguna parte de su cuerpo estuviera demasiado cerca de ellas, así que sus posibilidades quedaron reducidas a sentarse totalmente recto, de una manera que le recordó dolorosamente al pupitre escolar. No había nada que hacer, de modo que Darcy se resignó a su suerte, cruzó los brazos sobre el pecho y fijó la vista en la cara del vicario.
Providencialmente, el señor Stanley era un enérgico predicador, y atrajo el interés de Darcy con la suficiente fuerza como para permitirle olvidarse, durante la mayor parte del tiempo, de la rigidez de sus músculos y la peligrosa consciencia de la inquietante mujer que tenía a la izquierda. Sin embargo, cuando el servicio concluyó y se cantó el último himno, Darcy estaba ansioso por ponerse de pie y buscar en el exterior la oportunidad de aliviar la tensión de su espalda y sacar a la dama de su mente.
—Señor Darcy —se oyeron dos voces, una de cada lado.
—¿Señorita Bingley, señorita Elizabeth? —dijo Darcy y se quedó esperando con curiosidad a ver cuál de las dos le cedería a la otra su atención.
—Por favor, señorita Bingley, usted estaba primero —dijo Elizabeth que, haciendo una ligera reverencia, se alejó y tomó el brazo del squire Justin, a quien le aseguró que su hermana estaba totalmente recuperada. Decepcionado, aunque sin razón, Darcy se volvió hacia la señorita Bingley y le preguntó en qué podía ayudarla. Con una sonrisa triunfal, ella lo tomó del brazo, sin darle la oportunidad de hacer otra cosa que escoltarla por el pasillo lleno de gente.
—No tienen calientapiés, señor Darcy, ¡y con este clima! ¡Es increíble! La próxima semana, se lo prometo, ordenaré que traigan los ladrillos del coche, haya calentadores o no.
—Como desee, señorita Bingley —respondió Darcy de manera distraída, mientras fijaba su atención en un pequeño revuelo que tenía lugar en la parte reservada a los criados.
—Tal vez Charles debería pedirle al sacristán que hiciera algo al respecto. ¿Cómo pueden pretender que uno le preste atención al vicario mientras se congela?
—Mmm —musitó Darcy, que apenas la estaba oyendo. Con cierta curiosidad, Darcy examinó el grupo de criados hasta que localizó el lugar de donde provenía la agitación y se sorprendió al ver en el centro a su propio ayuda de cámara.
—¡Qué de…!
—¡Señor Darcy! —exclamó la señorita Bingley—. ¿Qué estará pasando? —Al no recibir ninguna respuesta, siguió la severa mirada de Darcy hasta el rostro de su ayuda de cámara, que le devolvió la mirada con la misma perturbada altivez, mientras sostenía el brazo de una mujer joven con una mano protectora. Tras ellos había un lacayo más bien alto y corpulento, que los observaba con una cólera que podría haber encendido una llama a veinte pasos de distancia.
—¿No es ése su ayuda de cámara? —preguntó la señorita Bingley. Darcy contestó afirmativamente casi sin voz, mientras apretaba la mandíbula de manera amenazante. Atrapado entre dos fuegos, Fletcher bajó los ojos en señal de deferencia hacia su amo, cuya mirada prometía un futuro ajuste de cuentas. El lacayo, al verse intimidado por un caballero, se echó hacia atrás, alejándose de Fletcher y la muchacha, y salió de la iglesia en la dirección opuesta.
Darcy siguió cruzando el pasillo con la señorita Bingley del brazo.
—Su ayuda de cámara… ¿lleva mucho tiempo con usted? —preguntó ella tras unos instantes de silencio.
—Bastante —contestó Darcy lacónicamente.
—¿Y le presta un buen servicio? ¿Sin arranques de mal genio o problemas con los colores?
—¡Claro que no! Al menos… —Darcy guardó silencio, considerando lo que acababa de presenciar—. Por lo general, es totalmente digno de confianza. Pero, me pregunto cuál es su interés en mi ayuda de cámara, señora.
—Ah, simple curiosidad, señor. Pero, dígame, ¿alguna vez lo ha visto confundir el verde con el gris?
Después de llevar a la señorita Bingley hasta su vehículo a la salida de la iglesia de Meryton, Darcy se dirigió al carruaje de los Hurst para regresar a Netherfield tal como había venido. Las damas estaban subiendo hacia sus habitaciones cuando él se quitó el sombrero y los guantes y se deshizo de su abrigo, a la entrada de Netherfield. Algunas frases acerca del inminente regreso de las hermanas Bennet a Longbourn llegaron hasta sus oídos cuando se detuvo un momento y observó con cierta preocupación la nostalgia con que Bingley las miraba.
—Si quisieras ofrecerme una bebida caliente, viejo amigo, aceptaría encantado —propuso Darcy con cuidado.
Bingley volvió en sí y, sacudiendo la cabeza en señal de disculpa, contestó que pediría algo enseguida.
—¿Un chocolate estaría bien?
—¡Excelente! ¿En la biblioteca? Tienes que oír el relato que leí ayer sobre la caída de las murallas de Badajoz. —Bingley asintió de manera débil y se marchó para ordenar las bebidas, mientras Darcy se dirigía a la biblioteca, ansioso por desaparecer de cualquier lugar que pudiera atraer a las hermanas Bingley o, en particular, a sus invitadas que estaban a punto de marcharse. La prolongada proximidad con Elizabeth en la iglesia lo había perturbado y ciertamente había contrariado su plan de permanecer lejos de ella hasta que se marchara. Darcy sabía que debía emplear bien el poco tiempo que quedaba. Y su mejor alternativa era salvaguardarse de cualquier contacto con ella hasta que la cortesía exigiera su presencia. Si su plan exigía distraer la atención de Bingley de la señorita Jane Bennet, aún mejor.
Darcy y Bingley pasaron una hora muy agradable «tomando» Badajoz desde la comodidad de sus sillones frente a la chimenea de la biblioteca. El relato del autor, lleno de suspense, sumado al talento de Darcy para infundirle a la narración un sentido de cercanía y heroísmo tuvieron completamente fascinado a Bingley. Al levantar la vista del texto, Darcy se sintió feliz de ver cómo la expresión de su amigo fue cambiando gradualmente de un interés puramente cortés a una intensa expectación, así que cuando Stevenson les informó de que las señoritas Bennet estaban a punto de marcharse, Darcy se felicitó al detectar en Bingley una momentánea sensación de decepción por la interrupción.
Al acompañar a su amigo hasta el vestíbulo principal, Darcy tuvo cuidado de quedarse en segundo plano, mientras observaba con indiferencia los movimientos de los participantes en la despedida. El alivio de la señorita Bingley por la partida de las damas era casi palpable, y el de su hermana, apenas un poco menor. Hurst se marchó del vestíbulo tan pronto como se lo permitió la decencia y Bingley se quedó solo, expresándoles a las damas la sincera sensación de pérdida que le producía su partida. Cuando por fin dio un paso al frente, Darcy se inclinó brevemente ante la señorita Jane y le deseó un buen viaje a casa y la continuidad de su buena salud. Luego se volvió hacia su hermana, listo para pronunciar palabras similares, pero casi pierde su estudiada gravedad al percibir con sorpresa la agitación que tenía lugar en los ojos de la señorita Elizabeth.
—¿Señorita Elizabeth? —preguntó.
—Señor Darcy —respondió ella con una voz que requirió que él se acercara un poco más para oírla mejor—. Señor Darcy, le aseguro que no tengo ningún deseo de entrometerme en sus asuntos domésticos o involucrarlo a usted en historias locales. —Se detuvo un momento con evidente incomodidad, pero tras recuperar la compostura, siguió adelante—: Temo que a usted le parezca que esto es una intolerable imposición, pero, por favor, permítame poner en su conocimiento el gran servicio que su criado le hizo esta mañana a la pequeña Annie Garlick.
—El señor Fletcher es muy consciente de la conducta que espero de quienes están a mi servicio —respondió Darcy con arrogancia, pero con curiosidad por el interés de la muchacha en el incidente.
—¡Oh, me alegra tanto oír eso, señor Darcy! —fue el comentario de la muchacha.
¡Lo había vuelto a hacer!, pensó Darcy, sin saber si debía sonreír o fruncir el ceño. Ahora, ¿qué quería exactamente que dijera?
—¿Qué quiere decir con eso, señorita Elizabeth?
—Bueno, sabiendo que cuenta con su total respaldo y sus más altas expectativas para alentarlo, su ayuda de cámara hizo lo que ninguno de los otros sirvientes estaba dispuesto a hacer, ni tampoco ninguno de los caballeros del pueblo.
Darcy decidió dejar de fingir que no entendía.
—El lacayo corpulento —dijo.
—Sí —contestó Elizabeth sonriendo—, ese hombre estaba molestando a la pobre Annie de la manera más vulgar. Su ayuda de cámara se portó con ella como un caballero de brillante armadura.
La imagen de Fletcher vistiendo una armadura y preparado para combatir cruzó por la mente de Darcy y amenazó con causarle un estado de hilaridad que rara vez había disfrutado gracias a una dama. Ocultó su risa aclarándose la garganta.
—Humm, ¡un caballero! Bueno, tendré en mente sus palabras la próxima vez que hable con él. —Se inclinó con elegancia ante ella—. Buenos días.
—Señor Darcy —respondió ella. Luego hizo la respectiva reverencia y se marchó.



Más tarde, cuando Fletcher entró calladamente en la alcoba de su amo para ayudarlo a vestirse para la cena, Darcy se tomó su llegada con mucho más interés del que se imaginaba que su ayuda de cámara quería recibir.
—Fletcher, quisiera hablar con usted acerca de esta mañana —comenzó.
—Sí, señor, un momento, señor —contestó el sirviente, y desapareció en el vestidor. Darcy hizo una pausa, enarcando una ceja, sorprendido. Al ver que Fletcher seguía sin aparecer después de unos instantes, Darcy decidió dirigirse hacia la puerta del vestidor, pero se estrelló contra su ayuda de cámara, haciendo que éste dejara caer al suelo los pantalones de gala negros que llevaba en los brazos. Mientras Darcy se apartaba, Fletcher se agachó para recogerlos y casi lo hace resbalar al tirar de ellos sin darse cuenta de que Darcy tenía una bota encima. El sonido de la tela que se rompía rasgó el aire e hizo que los dos hombres se quedaran inmóviles.
—Señor Darcy. ¡Sus pantalones! —gritó Fletcher. La mirada de horror que se reflejó en el rostro de Fletcher contrastó de manera tan irónica con la imagen de héroe que habían pintado las palabras de Elizabeth, que Darcy no pudo evitar que sus labios se curvaran en una mueca burlona. Rápidamente el esbozo de risa se convirtió en carcajada incontenible mientras Fletcher mostraba los pantalones rotos y miraba a su amo en total estado de confusión. En aquel momento, el caballero sólo pudo desplomarse sobre el sillón más cercano y ponerse una mano sobre los ojos tratando de recuperar la compostura.
—¿Señor Darcy? ¿Señor? —La voz de Fletcher contenía una nota de preocupación, en tanto que su patrón continuaba tratando de ahogar la risa que amenazaba con estallar nuevamente cada vez que miraba a su ayuda de cámara o a los pantalones.
—Señor Fletcher —logró decir finalmente—, recuerdo con claridad que tenía algo importante que discutir con usted, pero le juro que no puedo recordar de qué se trataba. Usted probablemente sabrá mejor que yo lo que debería estar comentando en este momento; así que, si es usted tan amable, ¡considérelo dicho! ¡Y no se preocupe por los pantalones, hombre!
—Sí, señor. Claro… Buscaré otro par enseguida. ¡Gracias, señor! —dijo Fletcher tartamudeando y fue fiel a su palabra.
En un tiempo récord de veinte minutos, Darcy estuvo listo para salir de su habitación. Cuando su ayuda de cámara comenzó a recoger la ropa sucia, Darcy se detuvo un momento. Las maquinaciones de la noche anterior, coronadas por la escena de la iglesia, exigían al menos que demostrara una cierta molestia por su parte. Aunque no tenía pruebas concluyentes de las primeras y, en cuanto a lo segundo… Bueno, el hombre había conseguido los elogios de un importante personaje. Darcy sacó su reloj y jugueteó un poco con la cadena mientras contrastaba la hora con el reloj de la habitación. Finalmente lo volvió a guardar en el bolsillo del chaleco.
—Fletcher, un momento.
—Señor Darcy. —La actitud de Fletcher le confirmó que su ayuda de cámara había recuperado gran parte de su aplomo habitual.
—He mencionado un asunto de importancia, ¿recuerda? —Fletcher se quedó inmóvil y miró a su patrón con inquietud—. No sé por qué ni cómo, pero eso no debe repetirse. ¿He sido lo suficientemente claro? —Fletcher asintió con la cabeza—. La señorita Bingley me transmitió su irritación con toda claridad y no quiero volver a soportarlo otra vez.
—¿La señorita Bingley, señor? ¿Qué le ha hecho Annie a la señorita Bingley? —El desconcierto de Fletcher coincidía con el de Darcy.
—¿Annie y la señorita Bingley? ¡Bueno, nada! —contestó Darcy.
—Entonces, ¿usted no está disgustado por lo de Annie, señor? De verdad, ¿qué más puede hacer un cristiano sino defender a una pequeña inocente de ese enorme…?
—No estoy hablando de la joven, Fletcher, ¡sino de la señorita Bingley! Aunque no puedo decir que me agrade ver a alguien tan íntimamente conectado a mi servicio involucrado en un altercado como ése.
—Señor Darcy, le juro por mi vida que nunca he tenido un altercado con la señorita Bingley —declaró Fletcher aterrado.
—No, no, no con la señorita Bingley. —Darcy estaba a punto de darse por vencido en la tarea de hacerse entender—. Fletcher, escuche… —El reloj de la habitación dio las ocho, lo que significaba que él debía estar en el primer piso justo en ese momento—. Estoy seguro de que usted entiende lo que quiero decir —dijo con frustración— y espero que sepa cumplirlo.
—Por supuesto, señor —dijo Fletcher, inclinándose. Darcy asintió con la cabeza, sin sentirse totalmente satisfecho, y con una ligera sensación de confusión. Después de recibir otro gesto de asentimiento de Fletcher, Darcy se apresuró a bajar al comedor.


La placentera tranquilidad del domingo se convirtió el lunes en un inesperado tedio. El interés de Bingley en las dificultades de la administración de una propiedad fue decayendo y no fue compensado por el despertar de la actividad social de la señorita Bingley después de que se marcharan sus inesperadas huéspedes. Varias de las personalidades locales y sus esposas vinieron a cenar, pero ninguno de ellos fue capaz de traer la chispa a la cual se había acostumbrado Darcy. Por tanto, al día siguiente, cuando Bingley sugirió un paseo a caballo hasta Meryton que terminara en una visita a Longbourn, «para preguntar por la salud de la señorita Bennet por cortesía», Darcy accedió con una celeridad que sorprendió a su amigo.
Las cuatro millas hasta Meryton a través de sinuosos senderos en medio del campo les brindaron a los dos hombres amplia oportunidad de llenar sus pulmones con el aire tonificante de un hermoso día otoñal. Al notar que sus jinetes se mostraban extraordinariamente complacidos con el recorrido, sus inquietas cabalgaduras se identificaron con ese sentimiento y emplearon todas sus habilidades para hacer de la salida un grato paseo, alentados por las risas de sus amos y las afectuosas y divertidas exclamaciones concernientes a sus orígenes hasta que el pueblo apareció en la lejanía. Allí, necesariamente adoptaron de nuevo modales más caballerosos. Mientras avanzaban por la calle principal, Bingley detuvo su caballo y se empinó sobre los estribos, interesado en la escena que tenía enfrente, lo cual intrigó a su amigo.
—¿Qué pasa, Bingley? ¿Qué estás mirando? —preguntó Darcy, examinando él también la calle.
—¿No las ves, Darcy? La familia Bennet, o mejor, sólo las damas y otros caballeros. A la izquierda, cerca de la tienda de telas. —Dirigió la mirada hacia donde señalaba su amigo, y las vio, rodeadas de algunos oficiales y otros dos caballeros, uno de los cuales parecía ataviado con el traje negro de los clérigos.
—¡Qué suerte! Ahora no hay necesidad de seguir hasta Longbourn y, teniendo en cuenta el propósito del viaje, tampoco será necesario detenernos a preguntar en la calle. La señorita Bennet está aquí y parece disfrutar de un excelente estado de salud; en consecuencia, nosotros…
La mirada que le lanzó Bingley fue exactamente la que Darcy esperaba. Apoyó los talones contra los flancos de Nelson y sonrió al gritarle a su amigo por encima del hombro:
—¡Vamos, perdedor! ¿Vienes?
Tan pronto como Bingley lo alcanzó, Darcy disminuyó el paso y se acercaron al grupo. Nadie había notado todavía su presencia, pues el caballero desconocido se interponía entre ellos y las damas. Un aleteo de excitación se agitó libremente en el pecho de Darcy cuando primero la señorita Jane Bennet y luego la señorita Elizabeth se percataron de su llegada.
—¡La señorita Bennet y, sí, todas sus hermanas! ¡Qué maravillosa coincidencia! —saludó Bingley, mientras detenía completamente su montura.
—¡Señor Bingley! ¿Cómo está usted, señor? —contestaron varias de las jovencitas, sonrojadas por la atención de que eran objeto.
—Señores, estábamos precisamente presentando a nuestro primo recién llegado a Meryton y conociendo igualmente a un nuevo amigo —explicó Elizabeth por encima de las risitas de sus hermanas—. ¿Me permiten presentarles a nuestro primo, el señor Collins, de Kent? —Consciente de que el caballero vestido de negro se había dado la vuelta, Darcy apenas fijó sus ojos en él y asintió con la cabeza. El paseo hasta Meryton había conseguido un maravilloso rubor en las suaves mejillas de la señorita Elizabeth, y aunque la felicidad que reflejaban sus ojos no se debía a la presencia de Darcy, de eso estaba seguro, seguía siendo un espectáculo extraordinario. Logró apartar sus ojos de ella cuando la muchacha comenzó la segunda presentación y trató de prestarle atención.
El otro caballero no se giró durante la primera presentación, sino que permaneció dándole la espalda al hombre a caballo. La impresión de que la figura del hombre le resultaba familiar cruzó de manera rápida por la mente de Darcy. ¡No puede ser!
—… presentarle al señor Wickham, que acaba de unirse al regimiento del coronel Forster. —Elizabeth resplandeció cuando el caballero se dio la vuelta e hizo una inclinación, con un solo movimiento.
Darcy se quedó paralizado por la sorpresa y la rabia. Su rostro palideció por completo, excepto por los ojos, que brillaron de manera sombría al ver al nuevo oficial. Sintiendo enseguida la conmoción de su amo, Nelson comenzó a retroceder y levantó la cabeza con creciente agitación. Los hábiles movimientos de Darcy pusieron al animal bajo control, pero su mirada siguió penetrando la cara enrojecida de Wickham.




Incapaz de soportar el furioso escrutinio de Darcy, Wickham frunció el ceño pero ocultó su reacción con el gesto de llevarse la mano al sombrero, a modo de saludo. Con los labios apretados en un implacable gesto, Darcy le devolvió el saludo con la mínima muestra de cortesía y se volvió hacia Bingley, mientras su mente se convertía en un caos total.
Afortunadamente Bingley sólo tardó unos minutos más intercambiando comentarios con las damas y los caballeros y se despidió. A Darcy la entrevista le pareció interminable. Se quedó inmóvil en la silla de montar, sin saber a dónde mirar, mientras la cabeza le daba vueltas.
¿Cómo es posible? ¿Se ha unido al regimiento? ¿Por qué? ¿Cómo? Las preguntas y las sospechas fluían rápidamente. ¿Por qué aquí? ¿Acaso sabía que yo estaría en Hertfordshire… me ha seguido? Su objetivo, ¿cuál puede ser su objetivo? Mientras Darcy se agachaba y fingía ajustar uno de los estribos, una oleada de nauseabundo temor lo sacudió hasta la médula. ¡Georgiana! ¡Dios mío! ¿Le habrá hecho algo a Georgiana y ha venido a restregármelo en la cara? De la misma forma que no podía evitar que el sol se levantara cada mañana, tampoco pudo evitar el estremecimiento de rabia y temor que sacudió su cuerpo. Sus manos temblaron, la calle pareció inclinarse y todo su ser reclamó la oportunidad de saltar sobre el demonio cuya incomodidad de hacía unos instantes había sido reemplazada por un aire de modestia y cordialidad.
—Señorita Bennet, señorita Elizabeth. —La voz de Bingley llegó al conmocionado Darcy como en un sueño—. Por favor presenten mis saludos al señor y la señora Bennet. Señor Collins, señor… ¡Perdón! Teniente Wickham. Encantado de conocerles, señores. —Bingley se quitó el sombrero y, haciendo otra reverencia a las damas, hizo que su montura diera media vuelta. Recordando sus modales, Darcy hizo lo mismo y alcanzó a ver una expresión de curiosidad en el rostro de Elizabeth.
¿Qué le habría parecido todo aquello?, pensó con rencor mientras seguía a Bingley a la salida de Meryton. Conociendo las inclinaciones de la señorita Elizabeth Bennet, Darcy supuso que ella estaría examinando el incidente con peligroso celo. ¿Qué pensará del asunto? ¿Se atreverá Wickham a ofrecerle una explicación? ¡No! No, hacerlo sería ponerse al descubierto y eso es algo que, con seguridad, no se puede permitir, pensó Darcy con amargura. ¿Cuánto costaría un cargo de teniente? ¡No, no creo que se pueda permitir muchos lujos si se ha unido al ejército! Pero ¿qué hay de Georgiana? Darcy volvió a angustiarse, temiendo por su hermana. ¿Acaso Wickham había intentado ponerse en contacto con ella, obligarla a alguna cosa mientras su hermano estaba ausente?
Bingley comenzó a tararear una canción de amor popular y el sonido de su desafinado silbido se enfrentó al torrente de emociones de Darcy, hasta resultar victorioso.
—Tienes toda mi atención, Bingley —dijo Darcy bruscamente, decidiendo que debía enviar un correo urgente a su hermana—. ¡Por favor, no sigas, te lo ruego!
—¿No te gusta la cancioncilla, Darcy? Está de moda, ¿sabes? —dijo Bingley, sonriéndole con expresión imperturbable.
Darcy enarcó una ceja, despectivo.
—¿Una cancioncilla, dices? Creí que estabas llamando a las vacas y esperaba encontrarme rodeado de tus admiradoras de cuatro patas en cualquier momento.
—¡Darcy! ¡Estás exagerando! —La acusación de Bingley fue recibida con un resoplido que negaba la existencia de la tendencia a exagerar—. Bueno, nunca he dicho que tenga talento musical, al menos no para tus oídos, pero con seguridad a un hombre se le puede perdonar que cante en voz alta cuando está inspirado por la belleza que acabo de contemplar. —Darcy creyó haber oído a Bingley suspirando de amor—. ¡Qué suerte haberlas encontrado en el pueblo! Podríamos haber pasado y no haberlas visto.
—Sí, es cierto —respondió Darcy en voz baja, mientras reflexionaba sobre la naturaleza fortuita del encuentro. Es posible que se hubiese encontrado con Wickham en alguna velada social en el pueblo. Los oficiales de Forster parecían estar siempre en todas partes. Era muy probable que Wickham fuese invitado junto a sus compañeros a asistir a una cena o a animar una reunión. ¡En una sociedad tan restringida como la de Hertfordshire, se estarían encontrando continuamente! Darcy hizo rechinar los dientes—. ¡Intolerable!
—¿Cómo has dicho? —Bingley detuvo su caballo y se giró para mirar a su acompañante.
Darcy lo miró desconcertado y luego se dio cuenta de que debía de haber expresado en voz alta la conclusión de sus reflexiones.
—Charles, debo pedirte con toda seriedad que me hagas un gran favor.
Bingley abrió los ojos al oír la solemnidad del tono de su amigo.
—Todo lo que esté a mi alcance, Darcy, cualquier cosa.
Una sonrisa fugaz cruzó el rostro del caballero al oír la buena disposición de Bingley; luego respiró profundamente.
—Te pido que informes al coronel Forster de que su nuevo oficial no será bienvenido en el baile de Netherfield la próxima semana. —La sorpresa y la duda que se reflejaron en el rostro de Bingley lo hicieron apresurarse a seguir—: Soy totalmente consciente de la posición en que esto te coloca y no puedo hacer menos que ofrecerte mis más sentidas excusas. No te puedo dar ninguna explicación, excepto decirte que conozco desde hace mucho tiempo al teniente Wickham, ya que su padre, antes de morir, fue administrador del mío, y que él ha retribuido la generosidad de mi familia de una manera monstruosa, que siempre se interpondrá entre nosotros.
—¡Por Dios, Darcy! ¿Crees que Forster sabrá que ha aceptado como oficial a semejante bandido?
—No dudo de que se enterará a su debido tiempo. Wickham nunca ha dejado de revelar su verdadera naturaleza después de un tiempo, pero su manera de ser parece tan sincera, su capacidad de embaucar es tan extraordinaria, que, por lo general, logra hacer el daño antes de que su víctima lo sepa. —El ceño fruncido de Bingley y su silencio a causa del impacto de aquella afirmación mostraron a Darcy que había logrado su propósito—. Desde luego, en otros aspectos relativos a Wickham debes actuar como te parezca apropiado. Sólo te pido que me concedas el favor de ajustar tu lista de invitados para ese baile. Si tienes que incluirlo o tolerar su compañía en algún evento público, no pienses en mí. Nadie me echará de menos, estoy seguro. —Darcy desvió la mirada, recordando el gesto ceñudo de Elizabeth.
—¿Que nadie te echará de menos? ¡Pamplinas! Ese hombre no cruzará la puerta de mi casa, te lo prometo.
—Gracias —contestó Darcy con sencillez, pero sus palabras parecieron provocar en Bingley un increíble placer—. ¿Bingley?
—¡Ah, no es nada! Sólo que son tan pocas las oportunidades en que te puedo hacer un favor de verdad, que el hecho de que me des las gracias es extraordinario.
Darcy esbozó una media sonrisa.
—Tal vez debería permitirte más oportunidades de éstas, teniendo en cuenta que te hacen tan feliz.
—¡Tal vez deberías! —repitió Bingley y la sinceridad de sus palabras tras la carcajada que las acompañó le dieron a Darcy algo más en qué pensar, mientras dirigían sus cabalgaduras hacia la entrada de Netherfield.
La afirmación de Bingley de que «ese hombre» nunca sería admitido en Netherfield alivió un poco los sombríos sentimientos de inquietud que invadieron a Darcy al descubrir a Wickham en el condado. Pero sus pasadas experiencias con Wickham conspiraban contra esa sensación de alivio; Darcy no descansaría hasta haber confirmado que Georgiana no estaba involucrada de ninguna manera en la aparición del hombre en Hertfordshire. En consecuencia, inmediatamente después de la cena, se disculpó de participar en los entretenimientos que la señorita Bingley había planeado para la noche y se retiró al escritorio que había en el salón. Después de sacar una hoja de papel y encontrar una pluma bien afilada, la mojó en el tintero y la apoyó sobre el papel.

19 de noviembre de 1811
Netherfield Hall
Meryton
Hertfordshire
Querida Georgiana:

Darcy hizo una pausa y se encontró sin saber cómo seguir. ¿Qué debo decir? ¿Cómo debo comenzar a escribir algo que sólo puede traerle dolor? Dejó la pluma en el tintero, se recostó contra el respaldo de la silla delicadamente tallado y se quedó observando la hoja blanca que tenía ante él con la mirada perdida. ¡Piensa, hombre! ¿Acaso no habrías tenido noticias de Georgiana o de su dama de compañía si algo estuviera fuera de lugar? Tú disculpas tu carácter alegando la inquietud que sientes por ella; pero, en realidad, ¿haces bien al buscar tu propia paz a expensas de la de Georgiana, a quien le costó tanto trabajo y tiempo alcanzarla? Darcy cerró los ojos, mientras se masajeaba las sienes con los dedos, para aliviar la tensión que parecía haberse instalado allí para siempre desde el inesperado encuentro de aquella tarde. ¿Cómo debo proceder? Si alguna vez necesitara consejo… Sus ojos se posaron en sus acompañantes.
La señorita Bingley y la señora Hurst estaban absortas en las páginas de Le Beau Monde, mientras que Hurst les leía en voz alta los chismes más apetitosos de Londres que traía un periódico que acababa de llegar. Bingley intentaba ignorar las carcajadas y el escándalo de sus hermanas y concentrarse en Badajoz, pues el libro había captado todo su interés desde su lectura del día anterior. Pero sus esfuerzos no tenían mucho éxito, pues se había visto obligado a levantar la vista repetidas veces porque Hurst insistía en entretenerlo cada dos minutos con los resultados de las carreras y los combates de boxeo de la semana anterior. Darcy suspiró profundamente y se volvió a concentrar en su carta. No podría conseguir mucha ayuda de aquel grupo, estaba seguro.
Un golpecito en la puerta y la entrada de Stevenson con una bandeja de plata en la mano suspendieron toda actividad en el salón. La bandeja, que contenía una única carta, pasó bajo el sorprendido examen de todos los presentes hasta que llegó a Darcy. Al reconocer la letra de la dirección, Darcy la agarró rápidamente y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.
—¿Una carta, señor Darcy? —La pregunta de la señorita Bingley dejó ver la fuerza de su curiosidad.
—Una carta, sí, señorita Bingley. —Darcy se levantó y se inclinó ante sus anfitriones—. Si ustedes me disculpan. No, por favor no te levantes, te lo ruego —le dijo a Bingley, que comenzaba a inclinarse para levantarse de la silla. Darcy salió del salón a grandes zancadas y en unos pocos segundos se encontró en el corredor que conducía a la biblioteca. Tras cerrar la puerta de aquel agradable refugio, se dirigió a la chimenea, atizó los carbones hasta reavivar las brasas y se dejó caer en uno de los sillones que estaban más próximos para recibir un poco de calor. Con dedos torpes encendió una lámpara cercana y sacó la carta del bolsillo.
Aunque la carta reposaba en sus manos, Darcy parecía no poder encontrar fuerza suficiente para romper el sello. Le dio vueltas varias veces, leyendo de nuevo la dirección: «Señor Fitzwilliam Darcy, Netherfield Hall, Meryton, Hertfordshire», escrita con la inconfundible letra de su adorada hermana. ¿Qué encontraría dentro? Querida hermana, ¿estás destrozada? En medio de una terrible agonía, Darcy se inclinó hacia delante, respiró hondo y rompió el sello.

15 de noviembre de 1811
Pemberley
Lambton
Derbyshire

Querido hermano:
Tu carta del día 11 revelaba un carácter tan tierno y divertido que la he guardado entre mis recuerdos para atesorarla siempre, así como atesoro tu preocupación y afecto por una hermana tan problemática como yo. Tu noble y generosa determinación de asumir la responsabilidad de todo lo ocurrido el verano pasado me ha dejado muy afectada. No pretendo contradecirte, pero debes permitirme, querido hermano, hacerme responsable de lo que de verdad me corresponde. Debes saber que la contrición que todo esto produjo fue necesaria; de hecho, fue indispensable para mi recuperación, a diferencia del doloroso incidente entre tú y mi padre que mencionas. (Sí, en efecto recuerdo los golpes y el dolor de nuestro padre, aunque ya hace mucho tiempo olvidé las malas acciones que los causaron). No quisiera que pensaras más en eso. Ya ha terminado y pasado y ha sido olvidado. Yo me encuentro libre del peso de esa historia, excepto como una lección aprendida, y desearía que no te acordaras más de ella. ¡Te aseguro que la señora Annesley y yo estamos trabajando firmemente en eso!

Trabajando firmemente en eso… que no te acordaras más de ella. Los ojos de Darcy volvieron a examinar el párrafo, con el temor de que hubiese pasado algo por alto. No quisiera que pensaras más en eso… libre… una lección aprendida. Darcy se desplomó en la silla, con los ojos cerrados y apretando la carta contra sus labios. Las palpitaciones que sentía en las sienes fueron disminuyendo, a medida que la sensación de alivio se fue deslizando con dulzura por su cuerpo. Wickham no la ha molestado más. Evidentemente, su aparición allí no tenía nada que ver con Georgiana. Durante unos segundos, Darcy saboreó el alivio de sus temores, antes de volverse a preguntar por qué estaba Wickham en Hertfordshire y qué haría él al respecto. Parecían estar destinados a encontrarse con frecuencia, si él prolongaba su estancia en Netherfield.
—Si yo prolongo mi estancia —murmuró Darcy para sus adentros. Nadie cuestionaría que partiera hacia Londres. Siempre existía la excusa de un negocio inesperado. Estaba comprometido a quedarse hasta el baile, pero ¿y después? Un par de ojos totalmente encantadores, sobre una adorable sonrisa que dejaba a la vista un hoyuelo, se colaron sin control en su recuerdo. ¿Debería lamentar su partida? Darcy bajó los ojos hacia la carta que aún no había terminado de leer y volvió a levantarla hacia la luz.

Por favor dale mis recuerdos a la señorita Bingley. Es muy amable por su parte clasificar mis escasos talentos como una muestra de «perfección». Espero poder ser fiel a la precisión de su gusto y sólo puedo sentirme honrada por el hecho de que ella tenga mis esfuerzos en tan alta estima. A tu amigo, el señor Bingley, por favor hazle partícipe de mis felicitaciones por haber adquirido una buena posición.
Contigo como guía, sus esfuerzos sólo podrán ser coronados por el éxito.
Ahora, querido hermano, debo decir que con el resto de tu carta me quedé un poco más sorprendida. No puedo pensar cómo es posible que alguien crea que tú, que has sido conmigo el hermano más considerado y gentil, eres «una persona insensible y prosaica». La señorita Elizabeth Bennet debe de ser, ciertamente, una mujer poco común para haberse defendido de tus argumentos, haberte desdeñado de esa manera y haber pensado que eres un personaje desagradable. ¿Es ella, quizás, una de esas personas que se queda con la primera impresión y la forma en que os habéis conocido, en su opinión, no fue precisamente agradable? No puedo creer que lo que haya provocado ese desacuerdo entre vosotros haya sido un desliz en las buenas maneras. Espero que cuando esta carta llegue a tus manos ya se haya restablecido su buena opinión sobre ti, pues no puedo soportar la idea de que alguien juzgue tan mal tu carácter, siendo tan querido para mí.
Termino con mis fervientes deseos de verte y mis oraciones para que Dios te guarde hasta que te reúnas con nosotros para Navidad. Hay tantas cosas que me habría gustado decir, tantas cosas que he aprendido, pero eso tendrá que esperar hasta que tenga tu querido rostro frente a mí. Como dices que soy el «tesoro» de Pemberley, te recuerdo que tú eres su corazón. ¡Regresa pronto!
Tu hermana que te adora,
Georgiana Darcy

Los ojos de Darcy se detuvieron un rato sobre la elegante firma y luego, lentamente, dobló la carta por los pliegues y se la guardó en el bolsillo interno de la chaqueta. ¡Georgiana, mi niña querida! musitó, entrelazando los dedos y apoyando la barbilla sobre ellos mientras observaba los tizones ardientes de la chimenea. Trató de imaginársela mientras escribía con tanta precisión y sagacidad sobre su situación, pero no pudo hacerlo. Aquella criatura era totalmente distinta a la que él había puesto al cuidado de la señora Annesley hacía sólo cinco meses. Luego sonrió, al pensar en la incapacidad de su hermana para creer que no todo el mundo lo veía a él como ella lo veía, y se sintió halagado por la absoluta fe de la muchacha en su capacidad de recuperar su posición frente a los ojos escépticos de Elizabeth Bennet. ¡Qué cerca había estado de adivinar la verdad! ¡De hecho, la manera en que Elizabeth y él se conocieron no podría haber sido menos favorable!
A pesar de que sabía que era ridículo, la confianza de su hermana en él hizo encender una llama de optimismo en medio del abismo de indecisión en que había caído en los últimos días. La determinación de corregir la consideración de Elizabeth se apoderó de él. Revisó las circunstancias que tenía a su favor: Wickham no estaría presente, habría un intervalo de una semana de ausencia durante el cual podría reunir tópicos de conversación, el buen espíritu que por lo general reinaba en un baile, la distracción que ofrecería la presencia de un grupo numeroso de gente y, finalmente, la sorpresa que provocarían su deferencia y condescendencia.
Aliviado ya del motivo inicial para escribirle a su hermana, Darcy se levantó de su ensoñación frente a la chimenea con energía renovada y regresó a buscar la compañía de sus anfitriones y la carta que había dejado empezada. Más tarde, mientras tomaban brandy y jerez, Darcy se limitó a sonreír cuando la señorita Bingley observó que rara vez había visto a alguien tan entretenido en la redacción de una carta a su familia.