miércoles, 31 de marzo de 2010

ORGULLO Y PREJUICIO Capítulo LIV

CAPÍTULO LIV



En cuanto se marcharon, Elizabeth salió a pasear para recobrar el ánimo o, mejor dicho, para meditar la causa que le había hecho perderlo. La conducta de Darcy la tenía asombrada y enojada. ¿Por qué vino ––se decía–– para estar en silencio, serio e indiferente?»



No podía explicárselo de modo satisfactorio.
«Si pudo estar amable y complaciente con mis tíos en Londres, ¿por qué no conmigo? Si me temía, ¿por qué vino? Y si ya no le importo nada, ¿por qué estuvo tan callado? ¡Qué hombre más irritante! No quiero pensar más en él.»
Involuntariamente mantuvo esta resolución durante un rato, porque se le acercó su hermana, cuyo alegre aspecto demostraba que estaba más satisfecha de la visita que ella.

––Ahora ––le dijo––, pasado este primer encuentro, me siento completamente tranquila. Sé que soy fuerte y que ya no me azoraré delante de él. Me alegro de que venga a comer el martes, porque así se verá que nos tratamos simplemente como amigos indiferentes.
––Sí, muy indiferentes ––contestó Elizabeth riéndose––. ¡Oh, Jane! ¡Ten cuidado!
––Lizzy, querida, no vas a creer que soy tan débil como para correr ningún peligro.
––Creo que estás en uno muy grande, porque él te ama como siempre.
No volvieron a ver a Bingley hasta el martes, y, entretanto, la señora Bennet se entregó a todos los venturosos planes que la alegría y la constante dulzura del caballero habían hecho revivir en media hora de visita. El martes se congregó en Longbourn un numeroso grupo de gente y los señores que con más ansias eran esperados llegaron con toda puntualidad. Cuando entraron en el comedor, Elizabeth observó atentamente a Bingley para ver si ocupaba el lugar que siempre le había tocado en anteriores comidas al lado de su hermana; su prudente madre, pensando lo mismo, se guardó mucho de invitarle a que tomase asiento a su lado. Bingley pareció dudar, pero Jane acertó a mirar sonriente a su alrededor y la cosa quedó decidida: Bingley se sentó al lado de Jane.
Elizabeth, con triunfal satisfacción, miró a Darcy. Éste sostuvo la mirada con noble indiferencia, Elizabeth habría imaginado que Bingley había obtenido ya permiso de su amigo para disfrutar de su felicidad si no hubiese sorprendido los ojos de éste vueltos también hacia Darcy, con una expresión risueña, pero de alarma.
La conducta de Bingley con Jane durante la comida reveló la admiración que sentía por ella, y aunque era más circunspecta que antes, Elizabeth se quedó convencida de que si sólo dependiese de él, su dicha y la de Jane quedaría pronto asegurada. A pesar de que no se atrevía a confiar en el resultado, Elizabeth se quedó muy satisfecha y se sintió todo lo animada que su mal humor le permitía. Darcy estaba al otro lado de la mesa, sentado al lado de la señora Bennet, y Elizabeth comprendía lo poco grata que les era a los dos semejante colocación, y lo poco ventajosa que resultaba para nadie. No estaba lo bastante cerca para oír lo que decían, pero pudo observar que casi no se hablaban y lo fríos y ceremoniosos que eran sus modales cuando lo hacían. Esta antipatía de su madre por Darcy le hizo más penoso a Elizabeth el recuerdo de lo que todos le debían, y había momentos en que habría dado cualquier cosa por poder decir que su bondad no era desconocida ni inapreciada por toda la familia.
Esperaba que la tarde le daría oportunidad de estar al lado de Darcy y que no acabaría la visita sin poder cambiar con él algo más que el sencillo saludo de la llegada. Estaba tan ansiosa y desasosegada que mientras esperaba en el salón la entrada de los caballeros, su desazón casi la puso de mal talante. De la presencia de Darcy dependía para ella toda esperanza de placer en aquella tarde.
«Si no se dirige hacia mí ––se decía–– me daré por vencida.»
Entraron los caballeros y pareció que Darcy iba a hacer lo que ella anhelaba; pero desgraciadamente las señoras se habían agrupado alrededor de la mesa en donde la señora Bennet preparaba el té y Elizabeth servía el café, estaban todas tan apiñadas que no quedaba ningún sito libre a su lado ni lugar para otra silla. Al acercarse los caballeros, una de las muchachas se aproximó a Elizabeth y le dijo al oído:
––Los hombres no vendrán a separarnos; ya lo tengo decidido; no nos hacen ninguna falta, ¿no es cierto?
Darcy entonces se fue a otro lado de la estancia. Elizabeth le seguía con la vista y envidiaba a todos con quienes conversaba; apenas tenía paciencia para servir el café, y llegó a ponerse furiosa consigo misma por ser tan tonta.
«¡Un hombre al que he rechazado! Loca debo estar si espero que renazca su amor. No hay un solo hombre que no se rebelase contra la debilidad que supondría una segunda declaración a la misma mujer. No hay indignidad mayor para ellos.»
Se reanimó un poco al ver que Darcy venía a devolverle la taza de café, y ella aprovechó la oportunidad para preguntarle:

––¿Sigue su hermana en Pemberley?
––Sí, estará allí hasta las Navidades.
––¿Y está sola? ¿Se han ido ya todos sus amigos?
––Sólo la acompaña la señora Annesley; los demás se han ido a Scarborough a pasar estas tres semanas.
A Elizabeth no se le ocurrió más que decir, pero si él hubiese querido hablar, ¡con qué placer le habría contestado! No obstante, se quedó a su lado unos minutos, en silencio, hasta que la muchacha de antes se puso a cuchichear con Elizabeth, y entonces él se retiró.
Una vez quitado el servicio de té y puestas las mesas de juego, se levantaron todas las señoras. Elizabeth creyó entonces que podría estar con él, pero sus esperanzas rodaron por el suelo cuando vio que su madre se apoderaba de Darcy y le obligaba a sentarse a su mesa de whist. Elizabeth renunció ya a todas sus ilusiones. Toda la tarde estuvieron confinados en mesas diferentes, pero los ojos de Darcy se volvían tan a menudo donde ella estaba, que tanto el uno como el otro perdieron todas las partidas.



La señora Bennet había proyectado que los dos caballeros de Netherfield se quedaran a cenar, pero fueron los primeros en pedir su coche y no hubo manera de retenerlos.
––Bueno, niñas ––dijo la madre en cuanto se hubieron ido todos––, ¿qué me decís? A mi modo de ver todo ha ido hoy a pedir de boca. La comida ha estado tan bien presentada como las mejores que he visto; el venado asado, en su punto, y todo el mundo dijo que las ancas eran estupendas; la sopa, cincuenta veces mejor que la que nos sirvieron la semana pasada en casa de los Lucas; y hasta el señor Darcy reconoció que las perdices estaban muy bien hechas, y eso que él debe de tener dos o tres cocineros franceses. Y, por otra parte, Jane querida, nunca estuviste más guapa que esta tarde; la señora Long lo afirmó cuando yo le pregunté su parecer. Y ¿qué crees que me dijo, además? «¡Oh, señora Bennet, por fin la tendremos en Netherfield!» Así lo dijo. Opino que la señora Long es la mejor persona del mundo, y sus sobrinas son unas muchachas muy bien educadas y no son feas del todo; me gustan mucho.
Total que la señora Bennet estaba de magnífico humor. Se había fijado lo bastante en la conducta de Bingley para con Jane para convencerse de que al fin lo iba a conseguir. Estaba tan excitada y sus fantasías sobre el gran porvenir que esperaba a su familia fueron tan lejos de lo razonable, que se disgustó muchísimo al ver que Bingley no se presentaba al día siguiente para declararse.
––Ha sido un día muy agradable ––dijo Jane a Elizabeth––. ¡Qué selecta y qué cordial fue la fiesta! Espero que se repita.
Elizabeth se sonrió.
––No te rías. Me duele que seas así, Lizzy. Te aseguro que ahora he aprendido a disfrutar de su conversación y que no veo en él más que un muchacho inteligente y amable. Me encanta su proceder y no me importa que jamás haya pensado en mí. Sólo encuentro que su trato es dulce y más atento que el de ningún otro hombre.
––¡Eres cruel! ––contestó su hermana––. No me dejas sonreír y me estás provocando a hacerlo a cada momento.
––¡Qué difícil es que te crean en algunos casos!
––¡Y qué imposible en otros!
––¿Por qué te empeñas en convencerme de que siento más de lo que confieso?
––No sabría qué contestarte. A todos nos gusta dar lecciones, pero sólo enseñamos lo que no merece la pena saber. Perdóname, pero si persistes en tu indiferencia, es mejor que yo no sea tu confidente.


jueves, 18 de marzo de 2010

ORGULLO Y PREJUICIO Capítulo LIII

CAPÍTULO LIII


Wickham quedó tan escarmentado con aquella conversación que nunca volvió a exponerse, ni a provocar a su querida hermana Elizabeth a reanudarla. Y ella se alegró de haber dicho lo suficiente para que no mencionase el tema más.
Llegó el día de la partida del joven matrimonio, y la señora Bennet se vio forzada a una separación que al parecer iba a durar un año, por lo menos, ya que de ningún modo entraba en los cálculos del señor Bennet el que fuesen todos a Newcastle.
––¡Oh, señor! ¡No lo sé! ¡Acaso tardaremos dos o tres años!
––Escríbeme muy a menudo, querida.
––Tan a menudo como pueda. Pero ya sabes que las mujeres casadas no disponemos de mucho tiempo para escribir. Mis hermanas sí podrán escribirme; no tendrán otra cosa que hacer.
El adiós de Wickham fue mucho más cariñoso que el de su mujer. Sonrió, estuvo muy agradable y dijo cosas encantadoras.
––Es un joven muy fino ––dijo el señor Bennet en cuanto se habían ido––; no he visto nunca otro igual. Es una máquina de sonrisas y nos hace la pelota a todos. Estoy orgullosísimo de él. Desafío al mismo sir William Lucas a que consiga un yerno más valioso.
La pérdida de su hija sumió en la tristeza a la señora Bennet por varios días.

––Muchas veces pienso ––decía–– que no hay nada peor que separarse de las personas queridas. ¡Se queda una tan desamparada sin ellas!
––Pues ya ves, ésa es una consecuencia de casar a las hijas ––observó Elizabeth––. Te hará más feliz que las otras cuatro sigamos solteras.
No es eso. Lydia no me abandona porque se haya casado, sino porque el regimiento de su marido está lejos. Si hubiera estado más cerca, no se habría marchado tan pronto.
Pero el desaliento que este suceso le causó se alivió en seguida y su mente empezó a funcionar de nuevo con gran agitación ante la serie de noticias que circulaban por aquel entonces. El ama de llaves de Netherfield había recibido órdenes de preparar la llegada de su amo que iba a tener lugar dentro de dos o tres días, para dedicarse a la caza durante unas semanas. La señora Bennet estaba nerviosísima. Miraba a Jane y sonreía y sacudía la cabeza alternativamente.
––Bueno, bueno, ¿conque viene el señor Bingley, hermana? ––pues fue la señora Philips la primera en darle la noticia––. Pues mejor. Aunque no me importa. Tú sabes que nada tenemos que ver con él y que no quiero volver a verlo. Si quiere venir a Netherfield, que venga. ¿Y quién sabe lo que puede pasar? Pero no nos importa. Ya sabes que hace tiempo acordamos no volver a decir palabra de esto. ¿Es cierto que viene?
––Puedes estar segura ––respondió la otra––, porque la señora Nicholls estuvo en Meryton ayer tarde; la vi pasar y salí dispuesta a saber la verdad; ella me dijo que sí, que su amo llegaba. Vendrá el jueves a más tardar; puede que llegue el miércoles. La señora Nicholls me dijo que iba a la carnicería a encargar carne para el miércoles y llevaba tres pares de patos listos para matar.
Al saber la noticia, Jane mudó de color. Hacía meses que entre ella y Elizabeth no se hablaba de Bingley, pero ahora en cuanto estuvieron solas le dijo:


––He notado, Elizabeth, que cuando mi tía comentaba la noticia del día, me estabas mirando. Ya sé que pareció que me dio apuro, pero no te figures que era por alguna tontería. Me quedé confusa un momento porque me di cuenta de que me estaríais observando. Te aseguro que la noticia no me da tristeza ni gusto. De una cosa me alegro: de que viene solo, porque así lo veremos menos. No es que tenga miedo por mí, pero temo los comentarios de la gente.
Elizabeth no sabía qué pensar. Si no le hubiera visto en Derbyshire, habría podido creer que venía tan sólo por el citado motivo, pero no dudaba de que aún amaba a Jane, y hasta se arriesgaba a pensar que venía con la aprobación de su amigo o que se había atrevido incluso a venir sin ella.
«Es duro ––pensaba a veces–– que este pobre hombre no pueda venir a una casa que ha alquilado legalmente sin levantar todas estas cábalas. Yo le dejaré en paz.»
A pesar de lo que su hermana decía y creía de buena fe, Elizabeth pudo notar que la expectativa de la llegada de Bingley le afectaba. Estaba distinta y más turbada que de costumbre.
El tema del que habían discutido sus padres acaloradamente hacía un año, surgió ahora de nuevo. ––Querido mío, supongo que en cuanto llegue el señor Bingley irás a visitarle.
––No y no. Me obligaste a hacerlo el año pasado, prometiéndome que se iba a casar con una de mis hijas. Pero todo acabó en agua de borrajas, y no quiero volver a hacer semejante paripé como un tonto.
Su mujer le observó lo absolutamente necesaria que sería aquella atención por parte de todos los señores de la vecindad en cuanto Bingley llegase a Netherfield.

––Es una etiqueta que me revienta ––repuso el señor Bennet––. Si quiere nuestra compañía, que la busque; ya sabe dónde vivimos. No puedo perder el tiempo corriendo detrás de los vecinos cada vez que se van y vuelven.
––Bueno, será muy feo que no le visites; pero eso no me impedirá invitarle a comer. Vamos a tener en breve a la mesa a la señora Long y a los Goulding, y como contándonos a nosotros seremos trece, habrá justamente un lugar para él.
Consolada con esta decisión, quedó perfectamente dispuesta a soportar la descortesía de su esposo, aunque le molestara enormemente que, con tal motivo, todos los vecinos viesen a Bingley antes que ellos. Al acercarse el día de la llegada, Jane dijo:
––A pesar de todo, empiezo a sentir que venga. No me importaría nada y le veré con la mayor indiferencia, pero no puedo resistir oír hablar de él perpetuamente. Mi madre lo hace con la mejor intención, pero no sabe, ni sabe nadie, el sufrimiento que me causa. No seré feliz hasta que Bingley se haya ido de Netherfield.
––Querría decirte algo para consolarte ––contestó Elizabeth––, pero no puedo. Debes comprenderlo. Y la normal satisfacción de recomendar paciencia a los que sufren me está vedada porque a ti nunca te falta.
Bingley llegó. La señora Bennet trató de obtener con ayuda de las criadas las primeras noticias, para aumentar la ansiedad y el mal humor que la consumían. Contaba los días que debían transcurrir para invitarle, ya que no abrigaba esperanzas de verlo antes. Pero a la tercera mañana de la llegada de Bingley al condado, desde la ventana de su vestidor le vio que entraba por la verja a caballo y se dirigía hacia la casa.
Llamó al punto a sus hijas para que compartieran su gozo. Jane se negó a dejar su lugar junto a la mesa. Pero Elizabeth, para complacer a su madre, se acercó a la ventana, miró y vio que Bingley entraba con Darcy, y se volvió a sentar al lado de su hermana.


––Mamá, viene otro caballero con él ––dijo Catherine––. ¿Quién será?
––Supongo que algún conocido suyo, querida; no le conozco.
––¡Oh! –– exclamó Catherine––. Parece aquel señor que antes estaba con él. El señor... ¿cómo se llama? Aquel señor alto y orgulloso.
––¡Santo Dios! ¿El señor Darcy? Pues sí, es él. Bueno; cualquier amigo del señor Bingley será siempre bienvenido a esta casa; si no fuera por eso... No puedo verle ni en pintura.



Jane miró a Elizabeth con asombro e interés. Sabía muy poco de su encuentro en Derbyshire y, por consiguiente, comprendía el horror que había de causarle a su hermana ver a Darcy casi por primera vez después de la carta aclaratoria. Las dos hermanas estaban bastante intranquilas; cada una sufría por la otra, y como es natural, por sí misma. Entretanto la madre seguía perorando sobre su odio a Darcy y sobre su decisión de estar cortés con él sólo por consideración a Bingley. Ninguna de las chicas la escuchaba. Elizabeth estaba inquieta por algo que Jane no podía sospechar, pues nunca se había atrevido a mostrarle la carta de la señora Gardiner, ni a revelarle el cambio de sus sentimientos por Darcy. Para Jane, Darcy no era más que el hombre cuyas proposiciones había rechazado Elizabeth y cuyos méritos menospreciaba. Pero para Elizabeth, Darcy era el hombre a quien su familia debía el mayor de los favores, y a quien ella miraba con un interés, si no tan tierno, por lo menos tan razonable y justo como el que Jane sentía por Bingley. Su asombro ante la venida de Darcy a Netherfield, a Longbourn, buscándola de nuevo voluntariamente, era casi igual al que experimentó al verlo tan cambiado en Derbyshire.
El color, que había desaparecido de su semblante, acudió en seguida violentamente a sus mejillas, y una sonrisa de placer dio brillo a sus ojos al pensar que el cariño y los deseos de Darcy seguían siendo los mismos. Pero no quería darlo por seguro.
«Primero veré cómo se comporta ––se dijo–– y luego Dios dirá si puedo tener esperanzas.»
Se puso a trabajar atentamente y se esforzó por mantener la calma. No osaba levantar los ojos, hasta que su creciente curiosidad le hizo mirar a su hermana cuando la criada fue a abrir la puerta. Jane estaba más pálida que de costumbre, pero más sosegada de lo que Elizabeth hubiese creído. Cuando entraron los dos caballeros, enrojeció, pero los recibió con bastante tranquilidad, y sin dar ninguna muestra de resentimiento ni de innecesaria complacencia.


Elizabeth habló a los dos jóvenes lo menos que la educación permitía, y se dedicó a bordar con más aplicación que nunca. Sólo se aventuró a dirigir una mirada a Darcy. Éste estaba tan serio como siempre, y a ella se le antojó que se parecía más al Darcy que había conocido en Hertfordshire que al que había visto en Pemberley. Pero quizá en presencia de su madre no se sentía igual que en presencia de sus tíos. Era una suposición dolorosa, pero no improbable.
Miró también un instante a Bingley, y le pareció que estaba contento y cohibido a la vez. La señora Bennet le recibió con unos aspavientos que dejaron avergonzadas a sus dos hijas, especialmente por el contraste con su fría y ceremoniosa manera de saludar y tratar a Darcy.
Particularmente Elizabeth, sabiendo que su madre le debía a Darcy la salvación de su hija predilecta de tan irremediable infamia, se entristeció profundamente por aquella grosería.
Darcy preguntó cómo estaban los señores Gardiner, y Elizabeth le contestó con cierta turbación. Después, apenas dijo nada. No estaba sentado al lado de Elizabeth, y acaso se debía a esto su silencio; pero no estaba así en Derbyshire. Allí, cuando no podía hablarle a ella hablaba con sus amigos; pero ahora pasaron varios minutos sin que se le oyera la voz, y cuando Elizabeth, incapaz de contener su curiosidad, alzaba la vista hacia él, le encontraba con más frecuencia mirando a Jane que a ella, y a menudo mirando sólo al suelo.



Parecía más pensativo y menos deseoso de agradar que en su último encuentro. Elizabeth estaba decepcionada y disgustada consigo misma por ello.
«¿Cómo pude imaginarme que estuviese de otro modo? se decía––. Ni siquiera sé por qué ha venido aquí.»
No tenía humor para hablar con nadie más que con él, pero le faltaba valor para dirigirle la palabra. Le preguntó por su hermana, pero ya no supo más qué decirle.
––Mucho tiempo ha pasado, señor Bingley, desde que se fue usted ––dijo la señora Bennet. ––Efectivamente ––dijo Bingley.
––Empezaba a temer ––continuó ella–– que ya no volvería. La gente dice que por San Miguel piensa usted abandonar esta comarca; pero espero que no sea cierto. Han ocurrido muchas cosas en la vecindad desde que usted se fue; la señorita Lucas se casó y está establecida en Hunsford, y también se casó una de mis hijas. Supongo que lo habrá usted sabido, seguramente lo habrá leído en los periódicos. Salió en el Times y en el Courrier, sólo que no estaba bien redactado. Decía solamente: «El caballero George Wickham contrajo matrimonio con la señorita Lydia Bennet», sin mencionar a su padre ni decir dónde vivía la novia ni nada. La gacetilla debió de ser obra de mi hermano Gardiner, y no comprendo cómo pudo hacer una cosa tan desabrida. ¿Lo vio usted?
Bingley respondió que sí y la felicitó. Elizabeth no se atrevía a levantar los ojos y no pudo ver qué cara ponía Darcy.
––Es delicioso tener una hija bien casada ––siguió diciendo––, pero al mismo tiempo, señor Bingley, es muy duro que se me haya ido tan lejos. Se han trasladado a Newcastle, que cae muy al Norte, según creo, y allí estarán no sé cuánto tiempo. El regimiento de mi yerno está destinado allí, porque habrán usted oído decir que ha dejado la guarnición del condado y que se ha pasado a los regulares. Gracias a Dios tiene todavía algunos amigos, aunque quizá no tantos como merece.
Elizabeth, sabiendo que esto iba dirigido a Darcy, sintió tanta vergüenza que apenas podía sostenerse en la silla. Sin embargo, hizo un supremo esfuerzo para hablar y preguntó a Bingley si pensaba permanecer mucho tiempo en el campo. El respondió que unas semanas.
––Cuando haya matado usted todos sus pájaros, señor Bingley ––dijo la señora Bennet––, venga y mate todos los que quiera en la propiedad de mi esposo. Estoy segura que tendrá mucho gusto en ello y de que le reservará sus mejores nidadas.
El malestar de Elizabeth aumentó con tan innecesaria y oficiosa atención. No le cabía la menor duda de que todas aquellas ilusiones que renacían después de un año acabarían otra vez del mismo modo. Pensó que años enteros de felicidad no podrían compensarle a ella y a Jane de aquellos momentos de penosa confusión.
«No deseo más que una cosa ––se dijo––, y es no volver a ver a ninguno de estos dos hombres. Todo el placer que pueda proporcionar su compañía no basta para compensar esta vergüenza. ¡Ojalá no tuviera que volver a encontrármelos nunca!»
Pero aquella desdicha que no podrían compensar años enteros de felicidad, se atenuó poco después al observar que la belleza de su hermana volvía a despertar la admiración de su antiguo enamorado. Al principio Bingley habló muy poco con Jane, pero a cada instante parecía más prendado de ella. La encontraba tan hermosa como el año anterior, tan sensible y tan afable, aunque no tan habladora. Jane deseaba que no se le notase ninguna variación y creía que hablaba como siempre, pero su mente estaba tan ocupada que a veces no se daba cuenta de su silencio.


Cuando los caballeros se levantaron para irse, la señora Bennet no olvidó su proyectada invitación. Los dos jóvenes aceptaron y se acordó que cenarían en Longbourn dentro de pocos días.
––Me debía una visita, señor Bingley añadió la señora Bennet––, pues cuando se fue usted a la capital el último invierno, me prometió comer en familia con nosotros en cuanto regresara. Ya ve que no lo he olvidado. Estaba muy disgustada porque no volvió usted para cumplir su compromiso.
Bingley pareció un poco desconcertado por esa reflexión, y dijo que lo sentía mucho, pero que sus asuntos le habían retenido. Darcy y él se marcharon.
La señora Bennet había estado a punto de invitarles a comer aquel mismo día, pero a pesar de que siempre se comía bien en su casa, no creía que dos platos fuesen de ningún modo suficientes para un hombre que le inspiraba tan ambiciosos proyectos, ni para satisfacer el apetito y el orgullo de otro que tenía diez mil libras al año de renta.



lunes, 1 de marzo de 2010

ORGULLO Y PREJUICIO Capítulo LII


CAPÍTULO LII

Elizabeth tuvo la satisfacción de recibir inmediata respuesta a su carta. Corrió con ella al sotillo, donde había menos probabilidades de que la molestaran, se sentó en un banco y se preparó a ser feliz, pues la extensión de la carta la convenció de que no contenía una negativa.



«Gracechurch Street, 8 de septiembre.


»Mi querida sobrina: Acabo de recibir tu carta y voy a dedicar toda la mañana a contestarla, pues creo que en pocas palabras no podré decirte lo mucho que tengo que contarte. Debo confesar que me sorprendió tu pregunta, pues no la esperaba de ti. No te enfades, sólo deseo que sepas que no creía que tales aclaraciones fueran necesarias por tu parte. Si no quieres entenderme, perdona mi impertinencia. Tu tío está tan sorprendido como yo, y sólo por la creencia de que eres parte interesada se ha permitido obrar como lo ha hecho. Pero por si efectivamente eres inocente y no sabes nada de nada, tendré que ser más explícita.

»El mismo día que llegué de Longbourn, tu tío había tenido una visita muy inesperada. El señor Darcy vino y estuvo encerrado con él varias horas. Cuando yo regresé, ya estaba todo arreglado; así que mi curiosidad no padeció tanto como la tuya. Darcy vino para decir a Gardiner que había descubierto el escondite de Wickham y tu hermana, y que les había visto y hablado a los dos: a Wickham varias veces, a tu hermana una solamente. Por lo que puedo deducir, Darcy se fue de Derbyshire al día siguiente de habernos ido nosotros y vino a Londres con la idea de buscarlos. El motivo que dio es que se reconocía culpable de que la infamia de Wickham no hubiese sido suficientemente conocida para impedir que una muchacha decente le amase o se confiara a él. Generosamente lo imputó todo a su ciego orgullo, diciendo que antes había juzgado indigno de él publicar sus asuntos privados. Su conducta hablaría por él. Por lo tanto creyó su deber intervenir y poner remedio a un mal que él mismo había ocasionado. Si tenía otro motivo, estoy segura de que no era deshonroso... Había pasado varios días en la capital sin poder dar con ellos, pero tenía una pista que podía guiarle y que era más importante que todas las nuestras y que, además, fue otra de las razones que le impulsaron a venir a vernos.
»Parece ser que hay una señora, una tal señora Younge, que tiempo atrás fue el aya de la señorita Darcy, y hubo que destituirla de su cargo por alguna causa censurable que él no nos dijo. Al separarse de la familia Darcy, la señora Younge tomó una casa grande en Edwards Street y desde entonces se ganó la vida alquilando habitaciones. Darcy sabía que esa señora Younge tenía estrechas relaciones con Wickham, y a ella acudió en busca de noticias de éste en cuanto llegó a la capital. Pero pasaron dos o tres días sin que pudiera obtener de dicha señora lo que necesitaba. Supongo que no quiso hablar hasta que le sobornaran, pues, en realidad, sabía desde el principio en dónde estaba su amigo. Wickham, en efecto, acudió a ella a su llegada a Londres, y si hubiese habido lugar en su casa, allí se habría alojado.



Pero, al fin, nuestro buen amigo consiguió la dirección que buscaba. Estaban en la calle X. Vio a Wickham y luego quiso ver a Lydia. Nos confesó que su primer propósito era convencerla de que saliese de aquella desdichada situación y volviese al seno de su familia si se podía conseguir que la recibieran, y le ofreció su ayuda en todo lo que estuviera a su alcance. Pero encontró a Lydia absolutamente decidida a seguir tal como estaba. Su familia no le importaba un comino y rechazó la ayuda de Darcy; no quería oír hablar de abandonar a Wickham; estaba convencida de que se casarían alguna vez y le tenía sin cuidado saber cuándo. En vista de esto, Darcy pensó que lo único que había que hacer era facilitar y asegurar el matrimonio; en su primer diálogo con Wickham, vio que el matrimonio no entraba en los cálculos de éste. Wickham confesó que se había visto obligado a abandonar el regimiento debido a ciertas deudas de honor que le apremiaban; no tuvo el menor escrúpulo en echar la culpa a la locura de Lydia todas las desdichadas consecuencias de la huida. Dijo que renunciaría inmediatamente a su empleo, y en cuanto al porvenir, no sabía qué iba a ser de él; debía irse a alguna parte, pero no sabía dónde y reconoció que no tenía dónde caerse muerto.
»El señor Darcy le preguntó por qué no se había casado con tu hermana en el acto. Aunque el señor Bennet no debía de ser muy rico, algo podría hacer por él y su situación mejoraría con el matrimonio. Pero por la contestación que dio Wickham, Darcy comprendió que todavía acariciaba la esperanza de conseguir una fortuna más sólida casándose con otra muchacha en algún otro país; no obstante, y dadas las circunstancias en que se hallaba, no parecía muy reacio a la tentación de obtener una solución inmediata.
»Se entrevistaron repetidas veces porque había muchas cosas que discutir. Wickham, desde luego, necesitaba mucho más de lo que podía dársele, pero al fin se prestó a ser razonable.
»Cuando todo estuvo convenido entre ellos, lo primero que hizo el señor Darcy fue informar a tu tío, por lo cual vino a Gracechurch Street por vez primera, la tarde anterior a mi llegada. Pero no pudo ver a Gardiner. Darcy averiguó que tu padre seguía aún en nuestra casa, pero que iba a marcharse al día siguiente. No creyó que tu padre fuese persona más a propósito que tu tío para tratar del asunto, y entonces aplazó su visita hasta que tu padre se hubo ido. No dejó su nombre, y al otro día supimos únicamente que había venido un caballero por una cuestión de negocios.
»El sábado volvió. Tu padre se había marchado y tu tío estaba en casa. Como he dicho antes, hablaron largo rato los dos.
»El domingo volvieron a reunirse y entonces le vi yo también. Hasta el lunes no estuvo todo decidido, y entonces fue cuando se mandó al propio a Longbourn. Pero nuestro visitante se mostró muy obstinado; te aseguro, Elizabeth, que la obstinación es el verdadero defecto de su carácter. Le han acusado de muchas faltas en varias ocasiones, pero ésa es la única verdadera. Todo lo quiso hacer él por su cuenta, a pesar de que tu tío ––y no lo digo para que me lo agradezcas, así que te ruego no hables de ello–– lo habría arreglado todo al instante.
»Discutieron los dos mucho tiempo, mucho más de lo que merecían el caballero y la señorita en cuestión. Pero al cabo tu tío se vio obligado a ceder, y en lugar de permitirle que fuese útil a su sobrina, le redujo a aparentarlo únicamente, por más disgusto que esto le causara a tu tío. Así es que me figuro que tu carta de esta mañana le ha proporcionado un gran placer al darle la oportunidad de confesar la verdad y quitarse los méritos que se deben a otro. Pero te suplico que no lo divulgues y que, como máximo, no se lo digas más que a Jane.
»Me imagino que sabrás lo que se ha hecho por esos jóvenes. Se han pagado las deudas de Wickham, que ascienden, según creo, a muchísimo más de mil libras; se han fijado otras mil para aumentar la dote de Lydia, y se le ha conseguido a él un empleo. Según Darcy, las razones por las cuales ha hecho todo esto son unicamente las que te he dicho antes: por su reserva no se supo quién era Wickham y se le recibió y consideró de modo que no merecía. Puede que haya algo de verdad en esto, aunque yo no dudo que ni la reserva de Darcy ni la de nadie tenga nada que ver en el asunto. Pero a pesar de sus bonitas palabras, mi querida Elizabeth, puedes estar segura de que tu tío jamás habría cedido a no haberle creído movido por otro interés.
»Cuando todo estuvo resuelto, el señor Darcy regresó junto a sus amigos que seguían en Pemberley, pero prometió volver a Londres para la boda y para liquidar las gestiones monetarias.
»Creo que ya te lo he contado todo. Si es cierto lo que dices, este relato te habrá de sorprender muchísimo, pero me figuro que no te disgustará. Lydia vino a casa y Wickham tuvo constante acceso a ella. El era el mismo que conocí en Hertfordshire, pero no te diría lo mucho que me desagradó la conducta de Lydia durante su permanencia en nuestra casa, si no fuera porque la carta de Jane del miércoles me dio a entender que al llegar a Longbourn se portó exactamente igual, por lo que no habrá de extrañarte lo que ahora cuento. Le hablé muchas veces con toda seriedad haciéndole ver la desgracia que había acarreado a su familia, pero si me oyó sería por casualidad, porque estoy convencida de que ni siquiera me escuchaba. Hubo veces en que llegó a irritarme; pero me acordaba de mis queridas Elizabeth y Jane y me revestía de paciencia.
»El señor Darcy volvió puntualmente y, como Lydia os dijo, asistió a la boda. Comió con nosotros al día siguiente. Se disponía a salir de Londres el miércoles o el jueves. ¿Te enojarás conmigo, querida Lizzy, si aprovecho esta oportunidad para decirte lo que nunca me habría atrevido a decirte antes, y es lo mucho que me gusta Darcy? Su conducta con nosotros ha sido tan agradable en todo como cuando estábamos en Derbyshire. Su inteligencia, sus opiniones, todo me agrada. No le falta más que un poco de viveza, y eso si se casa juiciosamente, su mujer se lo enseñará. Me parece que disimula muy bien; apenas pronunció tu nombre. Pero se ve que el disimulo está de moda.
»Te ruego que me perdones si he estado muy suspicaz, o por lo menos no me castigues hasta el punto de excluirme de Pemberley. No seré feliz del todo hasta que no haya dado la vuelta completa a la finca. Un faetón bajo con un buen par de jacas sería lo ideal.
»No puedo escribirte más. Los niños me están llamando desde hace media hora.
»Tuya afectísima,
M. Gardiner.»El contenido de esta carta dejó a Elizabeth en una conmoción en la que no se podía determinar si tomaba mayor parte el placer o la pena. Las vagas sospechas que en su incertidumbre sobre el papel de Darcy en la boda de su hermana había concebido, sin osar alentarlas porque implicaban alardes de bondad demasiado grandes para ser posibles, y temiendo que fueran ciertas por la humillación que la gratitud impondría, quedaban, pues, confirmadas. Darcy había ido detrás de ellos expresamente, había asumido toda la molestia y mortificación inherentes a aquella búsqueda, imploró a una mujer a la que debía detestar y se vio obligado a tratar con frecuencia, a persuadir y a la postre sobornar, al hombre que más deseaba evitar y cuyo solo nombre le horrorizaba pronunciar. Todo lo había hecho para salvar a una muchacha que nada debía de importarle y por quien no podía sentir ninguna estimación. El corazón le decía a Elizabeth que lo había hecho por ella, pero otras consideraciones reprimían esta esperanza y pronto se dio cuenta de que halagaba su vanidad al pretender explicar el hecho de esa manera, pues Darcy no podía sentir ningún afecto por una mujer que le había rechazado y, si lo sentía, no sería capaz de sobreponerse a un sentimiento tan natural como el de emparentar con Wickham. ¡Darcy, cuñado de Wickham! El más elemental orgullo tenía que rebelarse contra ese vínculo. Verdad es que Darcy había hecho tanto que Elizabeth estaba confundida, pero dio una razón muy verosímil. No era ningún disparate pensar que Darcy creyese haber obrado mal; era generoso y tenía medios para demostrarlo, y aunque Elizabeth se resistía a admitir que hubiese sido ella el móvil principal, cabía suponer que un resto de interés por ella había contribuido a sus gestiones en un asunto que comprometía la paz de su espíritu. Era muy penoso quedar obligados de tal forma a una persona a la que nunca podrían pagar lo que había hecho. Le debían la salvación y la reputación de Lydia. ¡Cuánto le dolieron a Elizabeth su ingratitud y las insolentes palabras que le había dirigido! Estaba avergonzada de sí misma, pero orgullosa de él, orgullosa de que se hubiera portado tan compasivo y noblemente. Leyó una y otra vez los elogios que le tributaba su tía, y aunque no le parecieron suficientes, le complacieron. Le daba un gran placer, aunque también la entristecía pensar que sus tíos creían que entre Darcy y ella subsistía afecto y confianza.
Se levantó de su asiento y salió de su meditación al notar que alguien se aproximaba; y antes de que pudiera alcanzar otro sendero, Wickham la abordó.
––Temo interrumpir tu solitario paseo, querida hermana ––le dijo poniéndose a su lado.
––Así es, en efecto ––replicó con una sonrisa––, pero no quiere decir que la interrupción me moleste.
––Sentiría molestarte. Nosotros hemos sido siempre buenos amigos. Y ahora somos algo más.
––Cierto. ¿Y los demás, han salido?
––No sé. La señora Bennet y Lydia se han ido en coche a Meryton. Me han dicho tus tíos, querida hermana, que has estado en Pemberley.
Elizabeth contestó afirmativamente.
––Te envidio ese placer, y si me fuera posible pasaría por allí de camino a Newcastle. Supongo que verías a la anciana ama de llaves. ¡Pobre señora Reynolds! ¡Cuánto me quería! Pero me figuro que no me nombraría delante de vosotros.
––Sí, te nombró.
––¿Y qué dijo?
––Que habías entrado en el ejército y que andabas en malos pasos. Ya sabes que a tanta distancia las cosas se desfiguran.


––Claro ––contestó él mordiéndose los labios.
Elizabeth creyó haberle callado, pero Wickham dijo en seguida:
Me sorprendió ver a Darcy el mes pasado en la capital. Nos encontramos varias veces. Me gustaría saber qué estaba haciendo en Londres.
––Puede que preparase su matrimonio con la señorita de Bourgh ––dijo Elizabeth––. Debe de ser algo especial para que esté en Londres en esta época del año.
––Indudablemente. ¿Le viste cuando estuviste en Lambton? Creo que los Gardiner me dijeron que sí.
––Efectivamente; nos presentó a su hermana.
––¿Y te gustó?
––Muchísimo.
––Es verdad que he oído decir que en estos dos últimos años ha mejorado extraordinariamente. La última vez que la vi no prometía mucho. Me alegro de que te gustase. Espero que le vaya bien.
––Le irá bien. Ha pasado ya la edad más difícil.
––¿Pasaste por el pueblo de Kimpton?
––No me acuerdo.
––Te lo digo, porque ésa es la rectoría que debía haber tenido yo. ¡Es un lugar delicioso! ¡Y qué casa parroquial tan excelente tiene! Me habría convenido desde todos los puntos de vista.
––¿Te habría gustado componer sermones?
––Muchísimo. Lo habría tomado como una parte de mis obligaciones y pronto no me habría costado ningún esfuerzo. No puedo quejarme, pero no hay duda de que eso habría sido lo mejor para mí. La quietud y el retiro de semejante vida habrían colmado todos mis anhelos. ¡Pero no pudo ser! ¿Le oíste a Darcy mencionar ese tema cuando estuviste en Kent?
––Supe de fuentes fidedignas que la parroquia se te legó sólo condicionalmente y a la voluntad del actual señor de Pemberley.
––¿Eso te ha dicho? Sí, algo de eso había; así te lo conté la primera vez, ¿te acuerdas?
––También oí decir que hubo un tiempo en que el componer sermones no te parecía tan agradable como ahora, que entonces declaraste tu intención de no ordenarte nunca, y que el asunto se liquidó de acuerdo contigo.
––Sí, es cierto. Debes recordar lo que te dije acerca de eso cuando hablamos de ello la primera vez.
Estaba ya casi a la puerta de la casa, pues Elizabeth había seguido paseando para quitárselo de encima. Por consideración a su hermana no quiso provocarle y sólo le dijo con una sonrisa:
––Vamos, Wickham; somos hermanos. No discutamos por el pasado. Espero que de ahora en adelante no tengamos por qué discutir.
Le dio la mano y él se la besó con afectuosa galantería, aunque no sabía qué cara poner, y entraron en la casa.