viernes, 23 de octubre de 2009

ORGULLO Y PREJUICIO Capítulos del XXVII al XXXIV

Esta es una entrada muy especial , no sólo por encontrarse uno de mis capítulos favoritos de la novela, sino también porque significó para mi, un minucioso trabajo de fotografía, tratando con ello, de lograr acercarme lo más fiel posible a los acontecimientos de la novela. Espero que lo disfruten.


CAPÍTULO XXVII


Sin otros acontecimientos importantes en la familia de Longbourn, ni más variación que los paseos a Meryton, unas veces con lodo y otras con frío, transcurrieron los meses de enero y febrero. Marzo era el mes en el que Elizabeth iría a Hunsford. Al principio no pensaba en serio ir. Pero vio que Charlotte lo daba por descontado, y poco a poco fue haciéndose gustosamente a la idea hasta decidirse. Con la ausencia, sus deseos de ver a Charlotte se habían acrecentado y la manía que le tenía a Collins había disminuido. El proyecto entrañaba cierta novedad, y como con tal madre y tan insoportables hermanas, su casa no le resultaba un lugar muy agradable, no podía menospreciar ese cambio de aires. El viaje le proporcionaba, además, el placer de ir a dar un abrazo a Jane; de tal manera que cuando se acercó la fecha, hubiese sentido tener que aplazarla.

Pero todo fue sobre ruedas y el viaje se llevó a efecto según las previsiones de Charlotte. Elizabeth acompañaría a sir William y a su segunda hija. Y para colmo, decidieron pasar una noche en Londres; el plan quedó tan perfecto que ya no se podía pedir más.
Lo único que le daba pena a Elizabeth era separarse de su padre, porque sabía que la iba a echar de menos, y cuando llegó el momento de la partida se entristeció tanto que le encargó a su hija que le escribiese e incluso prometió contestar a su carta.
La despedida entre Wickham y Elizabeth fue muy cordial, aún más por parte de Wickham. Aunque en estos momentos estaba ocupado en otras cosas, no podía olvidar que ella fue la primera que excitó y mereció su atención, la primera en escucharle y compadecerle y la primera en agradarle. Y en su manera de decirle adiós, deseándole que lo pasara bien, recordándole lo que le parecía lady Catherine de Bourgh y repitiéndole que sus opiniones sobre la misma y sobre todos los demás coincidirían siempre, hubo tal solicitud y tal interés, que Elizabeth se sintió llena del más sincero afecto hacia él y partió convencida de que siempre consideraría a Wickham, soltero o casado, como un modelo de simpatía y sencillez.
Sus compañeros de viaje del día siguiente no eran los más indicados para que Elizabeth se acordase de Wickham con menos agrado. Sir William y su hija María, una muchacha alegre pero de cabeza tan hueca como la de su padre, no dijeron nada que valiese la pena escuchar; de modo que oírles a ellos era para Elizabeth lo mismo que oír el traqueteo del carruaje. A Elizabeth le divertían los despropósitos, pero hacía ya demasiado tiempo que conocía a sir William y no podía decirle nada nuevo acerca de las maravillas de su presentación en la corte y de su título de "Sir", y sus cortesías eran tan rancias como sus noticias.

El viaje era sólo de veinticuatro millas y lo emprendieron tan temprano que a mediodía estaban ya en la calle Gracechurch. Cuando se dirigían a la puerta de los Gardiner, Jane estaba en la ventana del salón contemplando su llegada; cuando entraron en el vestíbulo, ya estaba allí para darles la bienvenida. Elizabeth la examinó con ansiedad y se alegró de encontrarla tan sana y encantadora como siempre. En las escaleras había un tropel de niñas y niños demasiado impacientes por ver a su prima como para esperarla en el salón, pero su timidez no les dejaba acabar de bajar e ir a su encuentro, pues hacía más de un año que no la veían. Todo era alegría y atenciones. El día transcurrió agradablemente; por la tarde callejearon y recorrieron las tiendas, y por la noche fueron a un teatro.




Elizabeth logró entonces sentarse al lado de su tía. El primer tema de conversación fue Jane; después de oír las respuestas a las minuciosas preguntas que le hizo sobre su hermana, Elizabeth se quedó más triste que sorprendida al saber que Jane, aunque se esforzaba siempre por mantener alto el ánimo, pasaba por momentos de gran abatimiento. No obstante, era razonable esperar que no durasen mucho tiempo. La señora Gardiner también le contó detalles de la visita de la señorita Bingley a Gracechurch, y le repitió algunas conversaciones que había tenido después con Jane que demostraban que esta última había dado por terminada su amistad.
La señora Gardiner consoló a su sobrina por la traición de Wickham y la felicitó por lo bien que lo había tomado.
––Pero dime, querida Elizabeth ––añadió––, ¿qué clase de muchacha es la señorita King? Sentiría mucho tener que pensar que nuestro amigo es un cazador de dotes.
––A ver, querida tía, ¿cuál es la diferencia que hay en cuestiones matrimoniales, entre los móviles egoístas y los prudentes? ¿Dónde acaba la discreción y empieza la avaricia? Las pasadas Navidades temías que se casara conmigo porque habría sido imprudente, y ahora porque él va en busca de una joven con sólo diez mil libras de renta, das por hecho que es un cazador de dotes.
––Dime nada más qué clase de persona es la señorita King, y podré formar juicio.
––Creo que es una buena chica. No he oído decir nada malo de ella.
––Pero él no le dedicó la menor atención hasta que la muerte de su abuelo la hizo dueña de esa fortuna...
––Claro, ¿por qué había de hacerlo? Si no podía permitirse conquistarme a mí porque yo no tenía dinero, ¿qué motivos había de tener para hacerle la corte a una muchacha que nada le importaba y que era tan pobre como yo?
––Pero resulta indecoroso que le dirija sus atenciones tan poco tiempo después de ese suceso.
––Un hombre que está en mala situación, no tiene tiempo, como otros, para observar esas elegantes delicadezas. Además, si ella no se lo reprocha, ¿por qué hemos de reprochárselo nosotros?
––El que a ella no le importe no justifica a Wickham. Sólo demuestra que esa señorita carece de sentido o de sensibilidad.
––Bueno ––––exclamó Elizabeth––, como tú quieras. Pongamos que él es un cazador de dotes y ella una tonta.
––No, Elizabeth, eso es lo que no quiero. Ya sabes que me dolería pensar mal de un joven que vivió tanto tiempo en Derbyshire.
––¡Ah!, pues si es por esto, yo tengo muy mal concepto de los jóvenes que viven en Derbyshire, cuyos íntimos amigos, que viven en Hertfordshire, no son mucho mejores. Estoy harta de todos ellos. Gracias a Dios, mañana voy a un sitio en donde encontraré a un hombre que no tiene ninguna cualidad agradable, que no tiene ni modales ni aptitudes para hacerse simpático. Al fin y al cabo, los hombres estúpidos son los únicos que vale la pena conocer.
––¡Cuidado, Lizzy! Esas palabras suenan demasiado a desengaño.

Antes de separarse por haber terminado la obra, Elizabeth tuvo la inesperada dicha de que sus tíos la invitasen a acompañarlos en un viaje que pensaban emprender en el verano.
––Todavía no sabemos hasta dónde iremos ––dijo la señora Gardiner––, pero quizá nos lleguemos hasta los Lagos.
Ningún otro proyecto podía serle a Elizabeth tan agradable. Aceptó la invitación al instante, sumamente agradecida.
––Querida, queridísima tía exclamó con entusiasmo––, ¡qué delicia!, ¡qué felicidad! Me haces revivir, esto me da fuerzas. ¡Adiós al desengaño y al rencor! ¿Qué son los hombres al lado de las rocas y de las montañas? ¡Oh, qué horas de evasión pasaremos! Y al regresar no seremos como esos viajeros que no son capaces de dar una idea exacta de nada. Nosotros sabremos adónde hemos ido, y recordaremos lo que hayamos visto. Los lagos, los ríos y las montañas no estarán confundidos en nuestra memoria, ni cuando queramos describir un paisaje determinado nos pondremos a discutir sobre su relativa situación. ¡Que nuestras primeras efusiones no sean como las de la mayoría de los viajeros!

CAPÍTULO XXVIII

Al día siguiente todo era nuevo e interesante para Elizabeth. Estaba dispuesta a pasarlo bien y muy animada, pues había encontrado a su hermana con muy buen aspecto y todos los temores que su salud le inspiraba se habían desvanecido. Además, la perspectiva de un viaje por el Norte era para ella una constante fuente de dicha.
Cuando dejaron el camino real para entrar en el sendero de Hunsford, los ojos de todos buscaban la casa del párroco y a cada revuelta creían que iban a divisarla. A un lado del sendero corría la empalizada de la finca de Rosings. Elizabeth sonrió al acordarse de todo lo que había oído decir de sus habitantes.
Por fin vislumbraron la casa parroquial. El jardín que se extendía hasta el camino, la casa que se alzaba en medio, la verde empalizada y el seto de laurel indicaban que ya habían llegado. Collins y Charlotte aparecieron en la puerta, y el carruaje se detuvo ante una pequeña entrada que conducía a la casa a través de un caminito de gravilla, entre saludos y sonrisas generales. En un momento se bajaron todos del landó, alegrándose mutuamente al verse. La señora Collins dio la bienvenida a su amiga con el más sincero agrado, y Elizabeth, al ser recibida con tanto cariño, estaba cada vez más contenta de haber venido.





Observó al instante que las maneras de su primo no habían cambiado con el matrimonio; su rigida cortesía era exactamente la misma de antes, y la tuvo varios minutos en la puerta para hacerle preguntas sobre toda la familia. Sin más dilación que las observaciones de Collins a sus huéspedes sobre la pulcritud de la entrada, entraron en la casa. Una vez en el recibidor, Collins con rimbombante formalidad, les dio por segunda vez la bienvenida a su humilde casa, repitiéndoles punto por punto el ofrecimiento que su mujer les había hecho de servirles un refresco.
Elizabeth estaba preparada para verlo ahora en su ambiente, y no pudo menos que pensar que al mostrarles las buenas proporciones de la estancia, su aspecto y su mobiliario, Collins se dirigía especialmente a ella, como si deseara hacerle sentir lo que había perdido al rechazarle. Pero aunque todo parecía reluciente y confortable, Elizabeth no pudo gratificarle con ninguna señal de arrepentimiento, sino que más bien se admiraba de que su amiga pudiese tener una aspecto tan alegre con semejante compañero. Cuando Collins decía algo que forzosamente tenía que avergonzar a su mujer, lo que sucedía no pocas veces, Elizabeth volvía involuntariamente los ojos hacia Charlotte. Una vez o dos pudo descubrir que ésta se sonrojaba ligeramente; pero, por lo común, Charlotte hacía como que no le oía. Después de estar sentados durante un rato, el suficiente para admirar todos y cada uno de los muebles, desde el aparador a la rejilla de la chimenea, y para contar el viaje y todo lo que había pasado en Londres, el señor Collins les invitó a dar un paseo por el jardín, que era grande y bien trazado y de cuyo cuidado se encargaba él personalmente. Trabajar en el jardín era uno de sus más respetados placeres; Elizabeth admiró la seriedad con la que Charlotte hablaba de lo saludable que era para Collins y confesó que ella misma lo animaba a hacerlo siempre que le fuera posible. Guiándoles a través de todas las sendas y recovecos y sin dejarles apenas tiempo de expresar las alabanzas que les exigía, les fue señalando todas las vistas con una minuciosidad que estaba muy por encima de su belleza. Enumeraba los campos que se divisaban en todas direcciones y decía cuántos árboles había en cada uno. Pero de todas las vistas de las que su jardín, o la campiña, o todo el reino podía enardecerse, no había otra que pudiese compararse a la de Rosings, que se descubría a través de un claro de los árboles que limitaban la finca en la parte opuesta a la fachada de su casa. La mansión era bonita, moderna y estaba muy bien situada, en una elevación del terreno.
Desde el jardín, Collins hubiese querido llevarles a recorrer sus dos praderas, pero las señoras no iban calzadas a propósito para andar por la hierba aún helada y desistieron. Sir William fue el único que le acompañó. Charlotte volvió a la casa con su hermana y Elizabeth, sumamente contenta probablemente por poder mostrársela sin la ayuda de su marido. Era pequeña pero bien distribuida, todo estaba arreglado con orden y limpieza, mérito que Elizabeth atribuyó a Charlotte. Cuando se podía olvidar a Collins, se respiraba un aire más agradable en la casa; y por la evidente satisfacción de su amiga, Elizabeth pensó que debería olvidarlo más a menudo.
Ya le habían dicho que lady Catherine estaba todavía en el campo. Se volvió a hablar de ella mientras cenaban, y Collins, sumándose a la conversación, dijo:

––Sí, Elizabeth; tendrá usted el honor de ver a lady Catherine de Bourgh el próximo domingo en la iglesia, y no necesito decirle lo que le va a encantar. Es toda afabilidad y condescendencia, y no dudo que la honrará dirigiéndole la palabra en cuanto termine el oficio religioso. Casi no dudo tampoco de que usted y mi cuñada María serán incluidas en todas las invitaciones con que nos honre durante la estancia de ustedes aquí. Su actitud para con mi querida Charlotte es amabilísima. Comemos en Rosings dos veces a la semana y nunca consiente que volvamos a pie. Siempre pide su carruaje para que nos lleve, mejor dicho, uno de sus carruajes, porque tiene varios.
––Lady Catherine es realmente una señora muy respetable y afectuosa ––añadió Charlotte––, y una vecina muy atenta.
––Muy cierto, querida; es exactamente lo que yo digo: es una mujer a la que nunca se puede considerar con bastante deferencia.

Durante la velada se habló casi constantemente de Hertfordshire y se repitió lo que ya se había dicho por escrito. Al retirarse, Elizabeth, en la soledad de su aposento, meditó sobre el bienestar de Charlotte y sobre su habilidad y discreción en sacar partido y sobrellevar a su esposo, reconociendo que lo hacía muy bien. Pensó también en cómo transcurriría su visita, a qué se dedicarían, en las fastidiosas interrupciones de Collins y en lo que se iba a divertir tratando con la familia de Rosings. Su viva imaginación lo planeó todo en seguida.
Al día siguiente, a eso de las doce, estaba en su cuarto preparándose para salir a dar un paseo, cuando oyó abajo un repentino ruido que pareció que sembraba la confusión en toda la casa. Escuchó un momento y advirtió que alguien subía la escalera apresuradamente y la llamaba a voces. Abrió la puerta y en el corredor se encontró con María agitadísima y sin aliento, que exclamó:
––¡Oh, Elizabeth querida! ¡Date prisa, baja al comedor y verás! No puedo decirte lo que es. ¡Corre, ven en seguida!

En vano preguntó Elizabeth lo que pasaba. María no quiso decirle más, ambas acudieron al comedor, cuyas ventanas daban al camino, para ver la maravilla. Ésta consistía sencillamente en dos señoras que estaban paradas en la puerta del jardín en un faetón bajo.
––¿Y eso es todo? ––exclamó Elizabeth––. ¡Esperaba por lo menos que los puercos hubiesen invadido el jardín, y no veo más que a lady Catherine y a su hija! ––¡Oh, querida! ––repuso María extrañadísima por la equivocación––. No es lady Catherine. La mayor es la señora Jenkinson, que vive con ellas. La otra es la señorita de Bourgh. Mírala bien. Es una criaturita. ¡Quién habría creído que era tan pequeña y tan delgada!
––Es una grosería tener a Charlotte en la puerta con el viento que hace. ¿Por qué no entra esa señorita?
––Charlotte dice que casi nunca lo hace. Sería el mayor de los favores que la señorita de Bourgh entrase en la casa.
––Me gusta su aspecto ––dijo Elizabeth, pensando en otras cosas––. Parece enferma y malhumorada. Sí, es la mujer apropiada para él, le va mucho.
Collins y su esposa conversaban con las dos señoras en la verja del jardín, y Elizabeth se divertía de lo lindo viendo a sir William en la puerta de entrada, sumido en la contemplación de la grandeza que tenía ante sí y haciendo una reverencia cada vez que la señorita de Bourgh dirigía la mirada hacia donde él estaba.
Agotada la conversación, las señoras siguieron su camino, y los demás entraron en la casa. Collins, en cuanto vio a las dos muchachas, las felicitó por la suerte que habían tenido. Dicha suerte, según aclaró Charlotte, era que estaban todos invitados a cenar en Rosings al día siguiente.

CAPÍTULO XXIX
La satisfacción de Collins por esta invitación era completa. No había cosa que le hiciese más ilusión que poder mostrar la grandeza de su patrona a sus admirados invitados y hacerles ver la cortesía con la que esta dama les trataba a él y a su mujer; y el que se le diese ocasión para ello tan pronto era un ejemplo de la condescendencia de lady Catherine que no sabría cómo agradecer.
––Confieso ––dijo–– que no me habría sorprendido que Su Señoría nos invitase el domingo a tomar el té y a pasar la tarde en Rosings. Más bien me lo esperaba, porque conozco su afabilidad. Pero, ¿quién habría podido imaginarse una atención como ésta? ¿Quién podría haber imaginado que recibiríamos una invitación para cenar; invitación, además, extensiva a todos los de la casa, tan poquísimo tiempo después de que llegasen ustedes?
––A mí no me sorprende ––replicó sir William––, porque mi situación en la vida me ha permitido conocer el verdadero modo de ser de los grandes. En la corte esos ejemplos de educación tan elegante son muy normales.
En todo el día y en la mañana siguiente casi no se habló de otra cosa que de la visita a Rosings. Collins les fue instruyendo cuidadosamente de lo que iban a tener ante sus ojos, para que la vista de aquellas estancias, de tantos criados y de tan espléndida comida, no les dejase boquiabiertos.
Cuando las señoras fueron a vestirse, le dijo a Elizabeth:
––No se preocupe por su atavío, querida prima. Lady Catherine está lejos de exigir de nosotros la elegancia en el vestir que a ella y a su hija corresponde. Sólo querría advertirle que se ponga el mejor traje que tenga; no hay ocasión para más. Lady Catherine no pensará mal de usted por el hecho de que vaya vestida con sencillez. Le gusta que se le reserve la distinción debida a su rango.
Mientras se vestían, Collins fue dos o tres veces a llamar a las distintas puertas, para recomendarles que se dieran prisa, pues a lady Catherine le incomodaba mucho tener que esperar para comer. Tan formidables informes sobre Su Señoría y su manera de vivir habían intimidado a María Lucas, poco acostumbrada a la vida social, que aguardaba su entrada en Rosings con la misma aprensión que su padre había experimentado al ser presentado en St. James.
Como hacía buen tiempo, el paseo de media milla a través de la finca de Rosings fue muy agradable. Todas las fincas tienen su belleza y sus vistas, y Elizabeth estaba encantada con todo lo que iba viendo, aunque no demostraba el entusiasmo que Collins esperaba, y escuchó con escaso interés la enumeración que él le hizo de las ventanas de la fachada, y la relación de lo que las vidrieras le habían costado a sir Lewis de Bourgh.
Mientras subían la escalera que llevaba al vestíbulo, la excitación de María iba en aumento y ni el mismo sir William las tenía todas consigo. En cambio, a Elizabeth no le fallaba su valor. No había oído decir nada de lady Catherine que le hiciese creer que poseía ningún talento extraordinario ni virtudes milagrosas, y sabía que la mera majestuosidad del dinero y de la alcurnia no le haría perder la calma.

Desde el vestíbulo de entrada, cuyas armoniosas proporciones y delicado ornato hizo notar Collins con entusiasmo, los criados les condujeron, a través de una antecámara, a la estancia donde se encontraban lady Catherine, su hija y la señora Jenkinson. Su Señoría se levantó con gran amabilidad para recibirlos. Y como la señora Collins había acordado con su marido que sería ella la que haría las presentaciones, éstas tuvieron lugar con normalidad, sin las excusas ni las manifestaciones de gratitud que él habría juzgado necesarias.
A pesar de haber estado en St. James, sir William se quedó tan apabullado ante la grandeza que le rodeaba, que apenas si tuvo ánimos para hacer una profunda reverencia, y se sentó sin decir una palabra. Su hija, asustada y como fuera de sí, se sentó también en el borde de una silla, sin saber para dónde mirar. Elizabeth estaba como siempre, y pudo observar con calma a las tres damas que tenía delante. Lady Catherine era una mujer muy alta y corpulenta, de rasgos sumamente pronunciados que debieron de haber sido hermosos en su juventud. Tenía aires de suficiencia y su manera de recibirles no era la más apropiada para hacer olvidar a sus invitados su inferior rango. Cuando estaba callada no tenía nada de terrible; pero cuando hablaba lo hacía en un tono tan autoritario que su importancia resultaba avasalladora. Elizabeth se acordó de Wickham, y sus observaciones durante la velada le hicieron comprobar que lady Catherine era exactamente tal como él la había descrito.

Después de examinar a la madre, en cuyo semblante y conducta encontró en seguida cierto parecido con Darcy, volvió los ojos hacia la hija, y casi se asombró tanto como María al verla tan delgada y tan menuda. Tanto su figura como su cara no tenían nada que ver con su madre. La señorita de Bourgh era pálida y enfermiza; sus facciones, aunque no feas, eran insignificantes; hablaba poco y sólo cuchicheaba con la señora Jenkinson, en cuyo aspecto no había nada notable y que no hizo más que escuchar lo que la niña le decía y colocar un cancel en la dirección conveniente para protegerle los ojos del sol.

Después de estar sentados unos minutos, los llevaron a una de las ventanas para que admirasen el panorama; el señor Collins los acompañó para indicarles bien su belleza, y lady Catherine les informó amablemente de que en verano la vista era mucho mejor.
La cena fue excelente y salieron a relucir en ella todos los criados y la vajilla de plata que Collins les había prometido; y tal como les había pronosticado, tomó asiento en la cabecera de la mesa por deseo de Su Señoría, con lo cual parecía que para él la vida ya no tenía nada más importante que ofrecerle. Trinchaba, comía y lo alababa todo con deleite y alacridad. Cada plato era ponderado primero por él y luego por sir William, que se hallaba ya lo suficientemente recobrado como para hacerse eco de todo lo que decía su yerno, de tal modo, que Elizabeth no comprendía cómo lady Catherine podía soportarlos. Pero lady Catherine parecía complacida con tan excesiva admiración, y sonreía afable especialmente cuando algún plato resultaba una novedad para ellos. Los demás casi no decían nada. Elizabeth estaba dispuesta a hablar en cuanto le dieran oportunidad; pero estaba sentada entre Charlotte y la señorita de Bourgh, y la primera se dedicaba a escuchar a lady Catherine, mientras que la segunda no abrió la boca en toda la comida. La principal ocupación de la señorita Jenkinson era vigilar lo poco que comía la señorita de Bourgh, pidiéndole insistentemente que tomase algún otro plato, temiendo todo el tiempo que estuviese indispuesta. María creyó conveniente no hablar y los caballeros no hacían más que comer y alabar.
Cuando las señoras volvieron al salón, no tuvieron otra cosa que hacer que oír hablar a lady Catherine, cosa que hizo sin interrupción hasta que sirvieron el café, exponiendo su opinión sobre toda clase de asuntos de un modo tan decidido que demostraba que no estaba acostumbrada a que le llevasen la contraria. Interrogó a Charlotte minuciosamente y con toda familiaridad sobre sus quehaceres domésticos, dándole multitud de consejos; le dijo que todo debía estar muy bien organizado en una familia tan reducida como la suya, y la instruyó hasta en el cuidado de las vacas y las gallinas. Elizabeth vio que no había nada que estuviese bajo la atención de esta gran dama que no le ofreciera la ocasión de dictar órdenes a los demás. En los intervalos de su discurso a la señora Collins, dirigió varias preguntas a María y a Elizabeth, pero especialmente a la última, de cuya familia no sabía nada, y que, según le dijo a la señora Collins, le parecía una muchacha muy gentil y bonita. Le preguntó, en distintas ocasiones, cuántas hermanas tenía, si eran mayores o menores que ella, si había alguna que estuviera para casarse, si eran guapas, dónde habían sido educadas, qué clase de carruaje tenía su padre y cuál había sido el apellido de soltera de su madre. Elizabeth notó la impertinencia de sus preguntas, pero contestó a todas ellas con mesura. Lady Catherine observó después:
––Tengo entendido que la propiedad de su padre debe heredarla el señor Collins. Lo celebro por usted ––dijo volviéndose hacia Charlotte––; pero no veo motivo para legar las posesiones fuera de la línea femenina. En la familia de sir Lewis de Bourgh no se hizo así. ¿Sabe tocar y cantar, señorita Bennet?
––Un poco.
––¡Ah!, entonces tendremos el gusto de escucharla en algún momento. Nuestro piano es excelente, probablemente mejor que el de... Un día lo probará usted. Y sus hermanas, ¿tocan y cantan también?
––Una de ellas sí.
––¿Y por qué no todas? Todas debieron aprender. Las señoritas Webb tocan todas y sus padres no son tan ricos como los suyos. ¿Dibuja usted?
––No, nada.
––¿Cómo? ¿Ninguna de ustedes?
––Ninguna.
––Es muy raro. Supongo que no habrán tenido oportunidad. Su madre debió haberlas llevado a la ciudad todas las primaveras para poder tener buenos maestros.
––Mi madre no se habría opuesto, pero mi padre odia Londres.
––¿Y su institutriz sigue aún con ustedes?
––Nunca hemos tenido institutriz.
––¡Que no han tenido nunca institutriz! ¿Cómo es posible? ¡Cinco hijas educadas en casa sin institutriz! Nunca vi nada igual. Su madre debe haber sido una verdadera esclava de su educación.
Elizabeth casi no pudo reprimir una sonrisa al asegurarle que no había sido así.
––Entonces, ¿quién las educó? ¿Quién las cuidó? Sin institutriz deben de haber estado desatendidas.
––En comparación con algunas familias, no digo que no; pero a las que queríamos aprender, nunca nos faltaron los medios. Siempre fuimos impulsadas a la lectura, y teníamos todos los maestros que fueran necesarios. Verdad es que las que preferían estar ociosas, podían estarlo.
––¡Sí, no lo dudo!, y eso es lo que una institutriz puede evitar, y si yo hubiese conocido a su madre, habría insistido con todas mis fuerzas para que tomase una. Siempre sostengo que en materia de educación no se consigue nada sin una instrucción sólida y ordenada, y sólo una institutriz la puede dar. ¡Hay que ver la cantidad de familias a quienes he orientado en este sentido! Me encanta ver a las chicas bien situadas. Cuatro sobrinas de la señora Jenkinson se colocaron muy bien gracias a mí, y el otro día mismo recomendé a otra joven de quien me hablaron por casualidad, y la familia está contentísima con ella. Señora Collins, ¿le dije a usted que ayer estuvo aquí lady Metcalfe para darme las gracias? Asegura que la señorita Pope es un tesoro. «Lady Catherine ––me dijo––, me ha dado usted un tesoro.» ¿Ha sido ya presentada en sociedad alguna de sus hermanas menores, señorita Bennet?
––Sí, señora, todas.
––¡Todas! ¡Cómo! ¿Las cinco a la vez? ¡Qué extraño! Y usted es sólo la segunda. ¡Las menores presentadas en sociedad antes de casarse las mayores! Sus hermanas deben de ser muy jóvenes...
––Sí; la menor no tiene aún dieciséis años. Quizá es demasiado joven para haber sido presentada en sociedad. Pero en realidad, señora, creo que sería muy injusto que las hermanas menores no pudieran disfrutar de la sociedad y de sus amenidades, por el hecho de que las mayores no tuviesen medios o ganas de casarse pronto. La última de las hijas tiene tanto derecho a los placeres de la juventud como la primera. Demorarlos por ese motivo creo que no sería lo más adecuado para fomentar el cariño fraternal y la delicadeza de pensamiento.
––¡Caramba! ––dijo Su Señoría––. Para ser usted tan joven da sus opiniones de modo muy resuelto. Dígame, ¿qué edad tiene?
––Con tres hermanas detrás ya crecidas ––contestó Elizabeth sonriendo––, Su Señoría no puede esperar que se lo confiese.

Lady Catherine se quedó asombradísima de no haber recibido una respuesta directa; y Elizabeth sospechaba que había sido ella la primera persona que se había atrevido a burlarse de tan majestuosa impertinencia.
––No puede usted tener más de veinte, estoy segura; así que no necesita ocultar su edad.
––Aún no he cumplido los veintiuno.






Cuando los caballeros entraron y acabaron de tomar el té, se dispusieron las mesitas de juego. Lady Catherine, sir William y los esposos Collins se sentaron a jugar una partida de cuatrillo, y como la señorita de Bourgh prefirió jugar al casino, Elizabeth y María tuvieron el honor de ayudar a la señora Jenkinson a completar su mesa, que fue aburrida en grado superlativo. Apenas se pronunció una sílaba que no se refiriese al juego, excepto cuando la señora Jenkinson expresaba sus temores de que la señorita de Bourgh tuviese demasiado calor o demasiado frío, demasiada luz o demasiado poca. La otra mesa era mucho más animada. Lady Catherine casi no paraba de hablar poniendo de relieve las equivocaciones de sus compañeros de juego o relatando alguna anécdota de sí misma. Collins no hacía más que afirmar todo lo que decía Su Señoría, dándole las gracias cada vez que ganaba y disculpándose cuando creía que su ganancia era excesiva. Sir William no decía mucho. Se dedicaba a recopilar en su memoria todas aquellas anécdotas y tantos nombres ilustres.
Cuando lady Catherine y su hija se cansaron de jugar, se recogieron las mesas y le ofrecieron el coche a la señora Collins, que lo aceptó muy agradecida, e inmediatamente dieron órdenes para traerlo. La reunión se congregó entonces junto al fuego para oír a lady Catherine pronosticar qué tiempo iba a hacer al día siguiente. En éstas les avisaron de que el coche estaba en la puerta, y con muchas reverencias por parte de sir William y muchos discursos de agradecimiento por parte de Collins, se despidieron. En cuanto dejaron atrás el zaguán, Collins invitó a Elizabeth a que expresara su opinión sobre lo que había visto en Rosings, a lo que accedió, sólo por Charlotte, exagerándolo más de lo que sentía. Pero por más que se esforzó su elogio no satisfizo a Collins, que no tardó en verse obligado a encargarse él mismo de alabar a Su Señoría.

CAPÍTULO XXX

Sir William no pasó más que una semana en Hunsford pero fue suficiente para convencerse de que su hija estaba muy bien situada y de que un marido así y una vecindad como aquélla no se encontraban a menudo. Mientras estuvo allí, Collins dedicaba la mañana a pasearlo en su calesín para mostrarle la campiña; pero en cuanto se fue, la familia volvió a sus ocupaciones habituales. Elizabeth agradeció que con el cambio de vida ya no tuviese que ver a su primo tan frecuentemente, pues la mayor parte del tiempo que mediaba entre el almuerzo y la cena, Collins lo empleaba en trabajar en el jardín, en leer, en escribir o en mirar por la ventana de su despacho, que daba al camino. El cuarto donde solían quedarse las señoras daba a la parte trasera de la casa. Al principio a Elizabeth le extrañaba que Charlotte no prefiriese estar en el comedor, que era una pieza más grande y de aspecto más agradable. Pero pronto vio que su amiga tenía excelentes razones para obrar así, pues Collins habría estado menos tiempo en su aposento, indudablemente, si ellas hubiesen disfrutado de uno tan grande como el suyo. Y Elizabeth aprobó la actitud de Charlotte.
Desde el salón no podían ver el camino, de modo que siempre era Collins el que le daba cuenta de los coches que pasaban y en especial de la frecuencia con que la señorita de Bourgh cruzaba en su faetón, cosa que jamás dejaba de comunicarles aunque sucediese casi todos los días. La señorita solía detenerse en la casa para conversar unos minutos con Charlotte, pero era difícil convencerla de que bajase del carruaje.
Pasaban pocos días sin que Collins diese un paseo hasta Rosings y su mujer creía a menudo un deber hacer lo propio; Elizabeth, hasta que recordó que podía haber otras familias dispuestas a hacer lo mismo, no comprendió el sacrificio de tantas horas. De vez en cuando les honraba con una visita, en el transcurso de la cual, nada de lo que ocurría en el salón le pasaba inadvertido. En efecto, se fijaba en lo que hacían, miraba sus labores y les aconsejaba hacerlas de otro modo, encontraba defectos en la disposición de los muebles o descubría negligencias en la criada; si aceptaba algún refrigerio parecía que no lo hacía más que para advertir que los cuartos de carne eran demasiado grandes para ellos.
Pronto se dio cuenta Elizabeth de que aunque la paz del condado no estaba encomendada a aquella gran señora, era una activa magistrada en su propia parroquia, cuyas minucias le comunicaba Collins, y siempre que alguno de los aldeanos estaba por armar gresca o se sentía descontento o desvalido, lady Catherine se personaba en el lugar requerido para zanjar las diferencias y reprenderlos, restableciendo la armonía o procurando la abundancia.
La invitación a cenar en Rosings se repetía un par de veces por semana, y desde la partida de sir William, como sólo había una mesa de juego durante la velada, el entretenimiento era siempre el mismo. No tenían muchos otros compromisos, porque el estilo de vida del resto de los vecinos estaba por debajo del de los Collins. A Elizabeth no le importaba, estaba a gusto así, pasaba largos ratos charlando amenamente con Charlotte; y como el tiempo era estupendo, a pesar de la época del año, se distraía saliendo a caminar. Su paseo favorito, que a menudo recorría mientras los otros visitaban a lady Catherine, era la alameda que bordeaba un lado de la finca donde había un sendero muy bonito y abrigado que nadie más que ella parecía apreciar, y en el cual se hallaba fuera del alcance de la curiosidad de lady Catherine.
Con esta tranquilidad pasó rápidamente la primera quincena de su estancia en Hunsford. Se acercaba la Pascua y la semana anterior a ésta iba a traer un aditamento a la familia de Rosings, lo cual, en aquel círculo tan reducido, tenía que resultar muy importante. Poco después de su llegada, Elizabeth oyó decir que Darcy iba a llegar dentro de unas semanas, y aunque hubiese preferido a cualquier otra de sus amistades, lo cierto era que su presencia podía aportar un poco de variedad a las veladas de Rosings y que podría divertirse viendo el poco fundamento de las esperanzas de la señorita Bingley mientras observaba la actitud de Darcy con la señorita de Bourgh, a quien, evidentemente, le destinaba lady Catherine. Su Señoría hablaba de su venida con enorme satisfacción, y de él, en términos de la más elevada admiración; y parecía que le molestaba que la señorita Lucas y Elizabeth ya le hubiesen visto antes con frecuencia.
Su llegada se supo en seguida, pues Collins llevaba toda la mañana paseando con la vista fija en los templetes de la entrada al camino de Hunsford; en cuanto vio que el coche entraba en la finca, hizo su correspondiente reverencia, y corrió a casa a dar la magna noticia. A la mañana siguiente voló a Rosings a presentarle sus respetos. Pero había alguien más a quien presentárselos, pues allí se encontró con dos sobrinos de lady Catherine. Darcy había venido con el coronel Fitzwilliam, hijo menor de su tío Lord; y con gran sorpresa de toda la casa, cuando Collins regresó ambos caballeros le acompañaron. Charlotte los vio desde el cuarto de su marido cuando cruzaban el camino, y se precipitó hacia el otro cuarto para poner en conocimiento de las dos muchachas el gran honor que les esperaba, y añadió:
––Elizabeth, es a ti a quien debo agradecer esta muestra de cortesía. El señor Darcy no habría venido tan pronto a visitarme a mí.

Elizabeth apenas tuvo tiempo de negar su derecho a semejante cumplido, pues en seguida sonó la campanilla anunciando la llegada de los dos caballeros, que poco después entraban en la estancia.





El coronel Fitzwilliam iba delante; tendría unos treinta años, no era guapo, pero en su trato y su persona se distinguía al caballero. Darcy estaba igual que en Hertfordshire; cumplimentó a la señora Collins con su habitual reserva, y cualesquiera que fuesen sus sentimientos con respecto a Elizabeth, la saludó con aparente impasibilidad.





Elizabeth se limitó a inclinarse sin decir palabra. El coronel Fitzwilliam tomó parte en la conversación con la soltura y la facilidad de un hombre bien educado, era muy ameno; pero su primo, después de hacer unas ligeras observaciones a la señora Collins sobre el jardín y la casa, se quedó sentado durante largo tiempo sin hablar con nadie. Por fin, sin embargo, su cortesía llegó hasta preguntar a Elizabeth cómo estaba su familia. Ella le contestó en los términos normales, y después de un momento de silencio, añadió:




––Mi hermana mayor ha pasado estos tres meses en Londres. ¿No la habrá visto, por casualidad?

Sabía de sobra que no la había visto, pero quería ver si le traicionaba algún gesto y se le notaba que era consciente de lo que había ocurrido entre los Bingley y Jane; y le pareció que estaba un poco cortado cuando respondió que nunca había tenido la suerte de encontrar a la señorita Bennet. No se habló más del asunto, y poco después los caballeros se fueron.

CAPÍTULO XXXI


El coronel Fitzwilliam fue muy elogiado y todas las señoras consideraron que su presencia sería un encanto más de las reuniones de Rosings. Pero pasaron unos días sin recibir invitación alguna, como si, al haber huéspedes en la casa, los Collins no hiciesen ya ninguna falta. Hasta el día de Pascua, una semana después de la llegada de los dos caballeros, no fueron honrados con dicha atención y aun, al salir de la iglesia, se les advirtió que no fueran hasta última hora de la tarde.
Durante la semana anterior vieron muy poco a lady Catherine y a su hija. El coronel Fitzwilliam visitó más de una vez la casa de los Collins, pero a Darcy sólo le vieron en la iglesia.
La invitación, naturalmente, fue aceptada, y a la hora conveniente los Collins se presentaron en el salón de lady Catherine. Su Señoría les recibió atentamente, pero se veía bien claro que su compañía ya no le era tan grata como cuando estaba sola; en efecto, estuvo pendiente de sus sobrinos y habló con ellos especialmente con Darcy–– mucho más que con cualquier otra persona del salón.






El coronel Fitzwilliam parecía alegrarse de veras al verles; en Rosings cualquier cosa le parecía un alivio, y además, la linda amiga de la señora Collins le tenía cautivado. Se sentó al lado de Elizabeth y charlaron tan agradablemente de Kent y de Hertfordshire, de sus viajes y del tiempo que pasaba en casa, de libros nuevos y de música, que Elizabeth jamás lo había pasado tan bien en aquel salón; hablaban con tanta soltura y animación que atrajeron la atención de lady Catherine y de Darcy. Este último les había mirado ya varias veces con curiosidad. Su Señoría participó al poco rato del mismo sentimiento, y se vio claramente, porque no vaciló en preguntar:
––¿Qué estás diciendo, Fitzwilliam? ¿De qué hablas? ¿Qué le dices a la señorita Bennet? Déjame oírlo.
––Hablamos de música, señora ––declaró el coronel cuando vio que no podía evitar la respuesta.
––¡De música! Pues hágame el favor de hablar en voz alta. De todos los temas de conversación es el que más me agrada. Tengo que tomar parte en la conversación si están ustedes hablando de música. Creo que hay pocas personas en Inglaterra más aficionadas a la música que yo o que posean mejor gusto natural. Si hubiese estudiado, habría resultado una gran discípula. Lo mismo le pasaría a Anne si su salud se lo permitiese; estoy segura de que habría tocado deliciosamente. ¿Cómo va Georgiana, Darcy?
Darcy hizo un cordial elogio de lo adelantada que iba su hermana.
––Me alegro mucho de que me des tan buenas noticias ––dijo lady Catherine––, y te ruego que le digas de mi parte que si no practica mucho, no mejorará nada.
––Le aseguro que no necesita que se lo advierta. Practica constantemente.
––Mejor. Eso nunca está de más; y la próxima vez que le escriba le encargaré que no lo descuide. Con frecuencia les digo a las jovencitas que en música no se consigue nada sin una práctica constante. Muchas veces le he dicho a la señorita Bennet que nunca tocará verdaderamente bien si no practica más; y aunque la señora Collins no tiene piano, la señorita Bennet será muy bien acogida, como le he dicho a menudo, si viene a Rosings todos los días para tocar el piano en el cuarto de la señora Jenkinson. En esa parte de la casa no molestará a nadie.

Darcy pareció un poco avergonzado de la mala educación de su tía, y no contestó.
Cuando acabaron de tomar el café, el coronel Fitzwilliam recordó a Elizabeth que le había prometido tocar, y la joven se sentó en seguida al piano. El coronel puso su silla a su lado. Lady Catherine escuchó la mitad de la canción y luego siguió hablando, como antes, a su otro sobrino, hasta que Darcy la dejó y dirigiéndose con su habitual cautela hacia el piano, se colocó de modo que pudiese ver el rostro de la hermosa intérprete. Elizabeth reparó en lo que hacía y a la primera pausa oportuna se volvió hacia él con una amplia sonrisa y le dijo:





––¿Pretende atemorizarme, viniendo a escucharme con esa seriedad? Yo no me asusto, aunque su hermana toque tan bien. Hay una especie de terquedad en mí, que nunca me permite que me intimide nadie. Por el contrario, mi valor crece cuando alguien intenta intimidarme.
––No le diré que se ha equivocado ––repuso Darcy–– porque no cree usted sinceramente que tenía intención alguna de alarmarla; y he tenido el placer de conocerla lo bastante para saber que se complace a veces en sustentar opiniones que de hecho no son suyas.
Elizabeth se rió abiertamente ante esa descripción de sí misma, y dijo al coronel Fitzwilliam:
––Su primo pretende darle a usted una linda idea de mí enseñándole a no creer palabra de cuanto yo le diga. Me desola encontrarme con una persona tan dispuesta a descubrir mi verdadero modo de ser en un lugar donde yo me había hecho ilusiones de pasar por mejor de lo que soy. Realmente, señor Darcy, es muy poco generoso por su parte revelar las cosas malas que supo usted de mí en Hertfordshire, y permítame decirle que es también muy indiscreto, pues esto me podría inducir a desquitarme y saldrían a relucir cosas que escandalizarían a sus parientes.
––No le tengo miedo ––dijo él sonriente.
––Dígame, por favor, de qué le acusa ––exclamó el coronel Fitzwilliam––. Me gustaría saber cómo se comporta entre extraños.
––Se lo diré, pero prepárese a oír algo muy espantoso. Ha de saber que la primera vez que le vi fue en un baile, y en ese baile, ¿qué cree usted que hizo? Pues no bailó más que cuatro piezas, a pesar de escasear los caballeros, y más de una dama se quedó sentada por falta de pareja. Señor Darcy, no puede negarlo.






––No tenía el honor de conocer a ninguna de las damas de la reunión, a no ser las que me acompañaban.
––Cierto, y en un baile nunca hay posibilidad de ser presentado... Bueno, coronel Fitzwilliam, ¿qué toco ahora? Mis dedos están esperando sus órdenes.
––Puede que me habría juzgado mejor ––añadió Darcy–– si hubiese solicitado que me presentaran. Pero no sirvo para darme a conocer a extraños.
––Vamos a preguntarle a su primo por qué es así ––dijo Elizabeth sin dirigirse más que al coronel Fitzwilliam––. ¿Le preguntamos cómo es posible que un hombre de talento y bien educado, que ha vivido en el gran mundo, no sirva para atender a desconocidos?
––Puedo contestar yo mismo a esta pregunta ––replicó Fitzwilliam–– sin interrogar a Darcy. Eso es porque no quiere tomarse la molestia.

––Reconozco ––dijo Darcy–– que no tengo la habilidad que otros poseen de conversar fácilmente con las personas que jamás he visto. No puedo hacerme a esas conversaciones y fingir que me intereso por sus cosas como se acostumbra.
––Mis dedos ––repuso Elizabeth–– no se mueven sobre este instrumento del modo magistral con que he visto moverse los dedos de otras mujeres; no tienen la misma fuerza ni la misma agilidad, y no pueden producir la misma impresión. Pero siempre he creído que era culpa mía, por no haberme querido tomar el trabajo de hacer ejercicios. No porque mis dedos no sean capaces, como los de cualquier otra mujer, de tocar perfectamente.
Darcy sonrió y le dijo:
––Tiene usted toda la razón. Ha empleado el tiempo mucho mejor. Nadie que tenga el privilegio de escucharla podrá ponerle peros. Ninguno de nosotros toca ante desconocidos.
Lady Catherine les interrumpió preguntándoles de qué hablaban. Elizabeth se puso a tocar de nuevo. Lady Catherine se acercó y después de escucharla durante unos minutos, dijo a Darcy:
––La señorita Bennet no tocaría mal si practicase más y si hubiese disfrutado de las ventajas de un buen profesor de Londres. Sabe lo que es teclear, aunque su gusto no es como el de Anne. Anne habría sido una pianista maravillosa si su salud le hubiese permitido aprender.
Elizabeth miró a Darcy para observar su cordial asentimiento al elogio tributado a su prima, pero ni entonces ni en ningún otro momento descubrió ningún síntoma de amor; y de su actitud hacia la señorita de Bourgh, Elizabeth dedujo una cosa consoladora en favor de la señorita Bingley: que Darcy se habría casado con ella si hubiese pertenecido a su familia.
Lady Catherine continuó haciendo observaciones sobre la manera de tocar de Elizabeth, mezcladas con numerosas instrucciones sobre la ejecución y el gusto. Elizabeth las aguantó con toda la paciencia que impone la cortesía, y a petición de los caballeros siguió tocando hasta que estuvo preparado el coche de Su Señoría y los llevó a todos a casa.

CAPÍTULO XXXII

A la mañana siguiente estaba Elizabeth sola escribiendo a Jane, mientras la señora Collins y María habían ido de compras al pueblo, cuando se sobresaltó al sonar la campanilla de la puerta, señal inequívoca de alguna visita. Aunque no había oído ningún carruaje, pensó que a lo mejor era lady Catherine, y se apresuró a esconder la carta que tenía a medio escribir a fin de evitar preguntas impertinentes. Pero con gran sorpresa suya se abrió la puerta y entró en la habitación el señor Darcy. Darcy solo.






Pareció asombrarse al hallarla sola y pidió disculpas por su intromisión diciéndole que creía que estaban en la casa todas las señoras.
Se sentaron los dos y, después de las preguntas de rigor sobre Rosings, pareció que se iban a quedar callados. Por lo tanto, era absolutamente necesario pensar en algo, y Elizabeth, ante esta necesidad, recordó la última vez que se habían visto en Hertfordshire y sintió curiosidad por ver lo que diría acerca de su precipitada partida.






––¡Qué repentinamente se fueron ustedes de Netherfield el pasado noviembre, señor Darcy! ––le dijo––. Debió de ser una sorpresa muy grata para el señor Bingley verles a ustedes tan pronto a su lado, porque, si mal no recuerdo, él se había ido una día antes. Supongo que tanto él como sus hermanas estaban bien cuando salió usted de Londres.
––Perfectamente. Gracias.

Elizabeth advirtió que no iba a contestarle nada más y, tras un breve silencio, añadió:
––Tengo entendido que el señor Bingley no piensa volver a Netherfield.
––Nunca le he oído decir tal cosa; pero es probable que no pase mucho tiempo allí en el futuro. Tiene muchos amigos y está en una época de la vida en que los amigos y los compromisos aumentan continuamente.
––Si tiene la intención de estar poco tiempo en Netherfield, sería mejor para la vecindad que lo dejase completamente, y así posiblemente podría instalarse otra familia allí. Pero quizá el señor Bingley no haya tomado la casa tanto por la conveniencia de la vecindad como por la suya propia, y es de esperar que la conserve o la deje en virtud de ese mismo principio.
––No me sorprendería ––añadió Darcy–– que se desprendiese de ella en cuanto se le ofreciera una compra aceptable.
Elizabeth no contestó. Temía hablar demasiado de su amigo, y como no tenía nada más que decir, determinó dejar a Darcy que buscase otro tema de conversación.
Él lo comprendió y dijo en seguida:
––Esta casa parece muy confortable. Creo que lady Catherine la arregló mucho cuando el señor Collins vino a Hunsford por primera vez.
––Así parece, y estoy segura de que no podía haber dado una prueba mejor de su bondad.
––El señor Collins parece haber sido muy afortunado con la elección de su esposa. ––Así es. Sus amigos pueden alegrarse de que haya dado con una de las pocas mujeres inteligentes que le habrían aceptado o que le habrían hecho feliz después de aceptarle. Mi amiga es muy sensata, aunque su casamiento con Collins me parezca a mí el menos cuerdo de sus actos. Sin embargo, parece completamente feliz: desde un punto de vista prudente, éste era un buen partido para ella.
––Tiene que ser muy agradable para la señora Collins vivir a tan poca distancia de su familia y amigos.
––¿Poca distancia le llama usted? Hay cerca de cincuenta millas.
––¿Y qué son cincuenta millas de buen camino? Poco más de media jornada de viaje. Sí, yo a eso lo llamo una distancia corta.
––Nunca habría considerado que la distancia fuese una de las ventajas del partido exclamó Elizabeth , y jamás se me habría ocurrido que la señora Collins viviese cerca de su familia.
––Eso demuestra el apego que le tiene usted a Hertfordshire. Todo lo que esté más allá de Longbourn debe parecerle ya lejos.
Mientras hablaba se sonreía de un modo que Elizabeth creía interpretar: Darcy debía suponer que estaba pensando en Jane y en Netherfield; y contestó algo sonrojada:
––No quiero decir que una mujer no pueda vivir lejos de su familia. Lejos y cerca son cosas relativas y dependen de muy distintas circunstancias. Si se tiene fortuna para no dar importancia a los gastos de los viajes, la distancia es lo de menos. Pero éste no es el caso. Los señores Collins no viven con estrecheces, pero no son tan ricos como para permitirse viajar con frecuencia; estoy segura de que mi amiga no diría que vive cerca de su familia más que si estuviera a la mitad de esta distancia.
Darcy acercó su asiento un poco más al de Elizabeth, y dijo:

––No tiene usted derecho a estar tan apegada a su residencia. No siempre va a estar en Longbourn. Elizabeth pareció quedarse sorprendida, y el caballero creyó que debía cambiar de conversación. Volvió a colocar su silla donde estaba, tomó un diario de la mesa y mirándolo por encima, preguntó con frialdad:
––¿Le gusta a usted Kent?
A esto siguió un corto diálogo sobre el tema de la campiña, conciso y moderado por ambas partes, que pronto terminó, pues entraron Charlotte y su hermana que acababan de regresar de su paseo. El tête–à–tête las dejó pasmadas. Darcy les explicó la equivocación que había ocasionado su visita a la casa; permaneció sentado unos minutos más, sin hablar mucho con nadie, y luego se marchó.
––¿Qué significa esto? ––preguntó Charlotte en cuanto se fue––. Querida Elizabeth, debe de estar enamorado de ti, pues si no, nunca habría venido a vernos con esta familiaridad.
Pero cuando Elizabeth contó lo callado que había estado, no pareció muy probable, a pesar de los buenos deseos de Charlotte; y después de varias conjeturas se limitaron a suponer que su visita había obedecido a la dificultad de encontrar algo que hacer, cosa muy natural en aquella época del año. Todos los deportes se habían terminado. En casa de lady Catherine había libros y una mesa de billar, pero a los caballeros les desesperaba estar siempre metidos en casa, y sea por lo cerca que estaba la residencia de los Collins, sea por lo placentero del paseo, o sea por la gente que vivía allí, los dos primos sentían la tentación de visitarles todos los días. Se presentaban en distintas horas de la mañana, unas veces separados y otras veces juntos, y algunas acompañados de su tía. Era evidente que el coronel Fitzwilliam venía porque se encontraba a gusto con ellos, cosa que, naturalmente, le hacía aún más agradable. El placer que le causaba a Elizabeth su compañía y la manifiesta admiración de Fitzwilliam por ella, le hacían acordarse de su primer favorito George Wickham. Comparándolos, Elizabeth encontraba que los modales del coronel eran menos atractivos y dulces que los de Wickham, pero Fitzwilliam le parecía un hombre más culto.
Pero comprender por qué Darcy venía tan a menudo a la casa, ya era más difícil. No debía ser por buscar compañía, pues se estaba sentado diez minutos sin abrir la boca, y cuando hablaba más bien parecía que lo hacía por fuerza que por gusto, como si más que un placer fuese aquello un sacrificio. Pocas veces estaba realmente animado. La señora Collins no sabía qué pensar de él. Como el coronel Fitzwilliam se reía a veces de aquella estupidez de Darcy, Charlotte entendía que éste no debía de estar siempre así, cosa que su escaso conocimiento del caballero no le habría permitido adivinar; y como deseaba creer que aquel cambio era obra del amor y el objeto de aquel amor era Elizabeth, se empeñó en descubrirlo.

Cuando estaban en Rosings y siempre que Darcy venía a su casa, Charlotte le observaba atentamente, pero no sacaba nada en limpio. Verdad es que miraba mucho a su amiga, pero la expresión de tales miradas era equívoca. Era un modo de mirar fijo y profundo, pero Charlotte dudaba a veces de que fuese entusiasta, y en ocasiones parecía sencillamente que estaba distraído.
Dos o tres veces le dijo a Elizabeth que tal vez estaba enamorado de ella, pero Elizabeth se echaba a reír, y la señora Collins creyó más prudente no insistir en ello para evitar el peligro de engendrar esperanzas imposibles, pues no dudaba que toda la manía que Elizabeth le tenía a Darcy se disiparía con la creencia de que él la quería.
En los buenos y afectuosos proyectos que Charlotte formaba con respecto a Elizabeth, entraba a veces el casarla con el coronel Fitzwilliam. Era, sin comparación, el más agradable de todos. Sentía verdadera admiración por Elizabeth y su posición era estupenda. Pero Darcy tenía un considerable patronato en la Iglesia, y su primo no tenía ninguno.

CAPÍTULO XXXIII

En sus paseos por la alameda dentro de la finca más de una vez se había encontrado Elizabeth inesperadamente con Darcy. La primera vez no le hizo ninguna gracia que la mala fortuna fuese a traerlo precisamente a él a un sitio donde nadie más solía ir, y para que no volviese a repetirse se cuidó mucho de indicarle que aquél era su lugar favorito. Por consiguiente, era raro que el encuentro volviese a producirse, y, sin embargo, se produjo incluso una tercera vez. Parecía que lo hacía con una maldad intencionada o por penitencia, porque la cosa no se reducía a las preguntas de rigor o a una simple y molesta detención; Darcy volvía atrás y paseaba con ella.






Nunca hablaba mucho ni la importunaba haciéndole hablar o escuchar demasiado. Pero al tercer encuentro Elizabeth se quedó asombrada ante la rareza de las preguntas que le hizo: si le gustaba estar en Hunsford, si le agradaban los paseos solitarios y qué opinión tenía de la felicidad del matrimonio Collins; pero lo más extraño fue que al hablar de Rosings y del escaso conocimiento que tenía ella de la casa, pareció que él suponía que, al volver a Kent, Elizabeth residiría también allí. ¿Estaría pensando en el coronel Fitzwilliam? La joven pensó que si algo quería decir había de ser forzosamente una alusión por ese lado. Esto la inquietó un poco y se alegró de encontrarse en la puerta de la empalizada que estaba justo enfrente de la casa de los Collins.


Releía un día, mientras paseaba, la última carta de Jane y se fijaba en un pasaje que denotaba la tristeza con que había sido escrita, cuando, en vez de toparse de nuevo con Darcy, al levantar la vista se encontró con el coronel Fitzwilliam. Escondió al punto la carta y simulando una sonrisa, dijo:
––Nunca supe hasta ahora que paseaba usted por este camino.
––He estado dando la vuelta completa a la finca ––contestó el coronel––, cosa que suelo hacer todos los años. Y pensaba rematarla con una visita a la casa del párroco. ¿Va a seguir paseando?
––No; iba a regresar.
En efecto, dio la vuelta y juntos se encaminaron hacia la casa parroquial.
––¿Se van de Kent el sábado, seguro? ––preguntó Elizabeth.
––Sí, si Darcy no vuelve a aplazar el viaje. Estoy a sus órdenes; él dispone las cosas como le parece.
––Y si no le placen las cosas por lo menos le da un gran placer el poder disponerlas a su antojo. No conozco a nadie que parezca gozar más con el poder de hacer lo que quiere que el señor Darcy.
––Le gusta hacer su santa voluntad replicó el coronel Fitzwilliam––. Pero a todos nos gusta. Sólo que él tiene más medios ––para hacerlo que otros muchos, porque es rico y otros son pobres. Digo lo que siento. Usted sabe que los hijos menores tienen que acostumbrarse a la dependencia y renunciar a muchas cosas.
––Yo creo que el hijo menor de un conde no lo pasa tan mal como usted dice. Vamos a ver, sinceramente, ¿qué sabe usted de renunciamientos y de dependencias? ¿Cuándo se ha visto privado, por falta de dinero, de ir a donde quería o de conseguir algo que se le antojara?
––Ésas son cosas sin importancia, y acaso pueda reconocer que no he sufrido muchas privaciones de esa naturaleza. Pero en cuestiones de mayor trascendencia, estoy sujeto a la falta de dinero. Los hijos menores no pueden casarse cuando les apetece.
––A menos que les gusten las mujeres ricas, cosa que creo que sucede a menudo.
––Nuestra costumbre de gastar nos hace demasiado dependientes, y no hay muchos de mi rango que se casen sin prestar un poco de atención al dinero.
«¿Se referirá esto a mí?», pensó Elizabeth sonrojándose. Pero reponiéndose contestó en tono jovial:
––Y dígame, ¿cuál es el precio normal de un hijo menor de un conde? A no ser que el hermano mayor esté muy enfermo, no pedirán ustedes más de cincuenta mil libras...

Él respondió en el mismo tono y el tema se agotó. Para impedir un silencio que podría hacer suponer al coronel que lo dicho le había afectado, Elizabeth dijo poco después:
––Me imagino que su primo le trajo con él sobre todo para tener alguien a su disposición. Me extraña que no se case, pues así tendría a una persona sujeta constantemente. Aunque puede que su hermana le baste para eso, de momento, pues como está a su exclusiva custodia debe de poder mandarla a su gusto.
––No ––dijo el coronel Fitzwilliam––, esa ventaja la tiene que compartir conmigo. Estoy encargado, junto con él, de la tutoría de su hermana.
––¿De veras? Y dígame, ¿qué clase de tutoría es la que ejercen? ¿Les da mucho que hacer? Las chicas de su edad son a veces un poco difíciles de gobernar, y si tiene el mismo carácter que el señor Darcy, le debe de gustar también hacer su santa voluntad.
Mientras hablaba, Elizabeth observó que el coronel la miraba muy serio, y la forma en que le preguntó en seguida que cómo suponía que la señorita Darcy pudiera darles algún quebradero de cabeza, convenció a Elizabeth de que, poco o mucho, se había acercado a la verdad. La joven contestó a su pregunta directamente:
––No se asuste. Nunca he oído decir de ella nada malo y casi aseguraría que es una de las mejores criaturas del mundo. Es el ojo derecho de ciertas señoras que conozco: la señora Hurst y la señorita Bingley. Me parece que me dijo usted que también las conocía.
––Algo, sí. Su hermano es un caballero muy agradable, íntimo amigo de Darcy.
––¡Oh, sí! ––dijo Elizabeth secamente––. El señor Darcy es increíblemente amable con el señor Bingley y lo cuida de un modo extraordinario.
––¿Lo cuida? Sí, realmente, creo que lo cuida precisamente en lo que mayores cuidados requiere. Por algo que me contó cuando veníamos hacia aquí, presumo que Bingley le debe mucho. Pero debo pedirle que me perdone, porque no tengo derecho a suponer que Bingley fuese la persona a quien Darcy se refería. Son sólo conjeturas.
––¿Qué quiere decir?
––Es una cosa que Darcy no quisiera que se divulgase, pues si llegase a oídos de la familia de la dama, resultaría muy desagradable.
__No se preocupe, no lo divulgaré.
––Tenga usted en cuenta que carezco de pruebas para suponer que se trata de Bingley. Lo que Darcy me dijo es que se alegraba de haber librado hace poco a un amigo de cierto casamiento muy imprudente; pero no citó nombres ni detalles, y yo sospeché que el amigo era Bingley sólo porque me parece un joven muy a propósito para semejante caso, y porque sé que estuvieron juntos todo el verano.





––¿Le dijo a usted el señor Darcy las razones que tuvo para inmiscuirse en el asunto? ––Yo entendí que había algunas objeciones de peso en contra de la señorita.
––¿Y qué artes usó para separarles?
––No habló de sus artimañas ––dijo Fitzwilliam sonriendo––. Sólo me contó lo que acabo de decirle.
Elizabeth no hizo ningún comentario y siguió caminando con el corazón henchido de indignación. Después de observarla un poco, Fitzwilliam le preguntó por qué estaba tan pensativa.
––Estoy pensando en lo que usted me ha dicho ––respondió Elizabeth––. La conducta de su primo no me parece nada bien. ¿Por qué tenía que ser él el juez?
––¿Quiere decir que su intervención fue indiscreta? ––No veo qué derecho puede tener el señor Darcy para decidir sobre una inclinación de su amigo y por qué haya de ser él el que dirija y determine, a su juicio, de qué modo ha de ser su amigo feliz. Pero ––continuó, reportándose––, no sabiendo detalles, no está bien censurarle. Habrá que creer que el amor no tuvo mucho que ver en este caso.
__Es de suponer ––dijo Fitzwilliam––, pero eso aminora muy tristemente el triunfo de mi primo.

Esto último lo dijo en broma, pero a Elizabeth le pareció un retrato tan exacto de Darcy que creyó inútil contestar. Cambió de conversación y se puso a hablar de cosas intrascendentes hasta que llegaron a la casa. En cuanto el coronel se fue, Elizabeth se encerró en su habitación y pensó sin interrupción en todo lo que había oído. No cabía suponer que el coronel se refiriese a otras personas que a Jane y a Bingley. No podían existir dos hombres sobre los cuales ejerciese Darcy una influencia tan ilimitada. Nunca había dudado de que Darcy había tenido que ver en las medidas tomadas para separar a Bingley y a Jane; pero el plan y el principal papel siempre lo había atribuido a la señorita Bingley. Sin embargo, si su propia vanidad no le ofuscaba, él era el culpable; su orgullo y su capricho eran la causa de todo lo que Jane había sufrido y seguía sufriendo aún. Por él había desaparecido toda esperanza de felicidad en el corazón más amable y generoso del mundo, y nadie podía calcular todo el mal que había hecho. El coronel Fitzwilliam había dicho que «había algunas objeciones de peso contra la señorita». Y esas objeciones serían seguramente el tener un tío abogado de pueblo y otro comerciante en Londres...
«Contra Jane ––pensaba Elizabeth–– no había ninguna objeción posible. ¡Ella es el encanto y la bondad personificados! Su inteligencia es excelente; su talento, inmejorable; sus modales, cautivadores. Nada había que objetar tampoco contra su padre que, en medio de sus rarezas, poseía aptitudes que no desdeñaría el propio Darcy y una respetabilidad que acaso éste no alcanzase nunca.» Al acordarse de su madre, su confianza cedió un poquito; pero tampoco admitió que Darcy pudiese oponerle ninguna objeción de peso, pues su orgullo estaba segura de ello, daba más importancia a la falta de categoría de los posibles parientes de su amigo, que a su falta de sentido. En resumidas cuentas, había que pensar que le había impulsado por una parte el más empedernido orgullo y por otra su deseo de conservar a Bingley para su hermana.
La agitación y las lágrimas le dieron a Elizabeth un dolor de cabeza que aumentó por la tarde, y sumada su dolencia a su deseo de no ver a Darcy, decidió no acompañar a sus primos a Rosings, donde estaban invitados a tomar el té. La señora Collins, al ver que estaba realmente indispuesta, no insistió, e impidió en todo lo posible que su marido lo hiciera; pero Collins no pudo ocultar su temor de que lady Catherine tomase a mal la ausencia de Elizabeth.

CAPÍTULO XXXIV

Cuando todos se habían ido, Elizabeth, como si se propusiera exasperarse más aún contra Darcy, se dedicó a repasar todas las cartas que había recibido de Jane desde que se hallaba en Kent. No contenían lamentaciones ni nada que denotase que se acordaba de lo pasado ni que indicase que sufría por ello; pero en conjunto y casi en cada línea faltaba la alegría que solía caracterizar el estilo de Jane, alegría que, como era natural en un carácter tan tranquilo y afectuoso, casi nunca se había eclipsado. Elizabeth se fijaba en todas las frases reveladoras de desasosiego, con una atención que no había puesto en la primera lectura. El vergonzoso alarde de Darcy por el daño que había causado le hacía sentir más vivamente el sufrimiento de su hermana. Le consolaba un poco pensar que dentro de dos días estaría de nuevo al lado de Jane y podría contribuir a que recobrase el ánimo con los cuidados que sólo el cariño puede dar.
No podía pensar en la marcha de Darcy sin recordar que su primo se iba con él; pero el coronel Fitzwilliam le había dado a entender con claridad que no podía pensar en ella.
Mientras estaba meditando todo esto, la sorprendió la campanilla de la puerta, y abrigó la esperanza de que fuese el mismo coronel Fitzwilliam que ya una vez las había visitado por la tarde y a lo mejor iba a preguntarle cómo se encontraba. Pero pronto desechó esa idea y siguió pensando en sus cosas cuando, con total sobresalto, vio que Darcy entraba en el salón. Inmediatamente empezó a preguntarle, muy acelerado, por su salud, atribuyendo la visita a su deseo de saber que se encontraba mejor. Ella le contestó cortés pero fríamente. Elizabeth estaba asombrada pero no dijo ni una palabra. Después de un silencio de varios minutos se acercó a ella y muy agitado declaró:

––He luchado en vano. Ya no puedo más. Soy incapaz de contener mis sentimientos. Permítame que le diga que la admiro y la amo apasionadamente.






El estupor de Elizabeth fue inexpresable. Enrojeció, se quedó mirándole fijamente, indecisa y muda. El lo interpretó como un signo favorable y siguió manifestándole todo lo que sentía por ella desde hacía tiempo. Se explicaba bien, pero no sólo de su amor tenía que hablar, y no fue más elocuente en el tema de la ternura que en el del orgullo. La inferioridad de Elizabeth, la degradación que significaba para él, los obstáculos de familia que el buen juicio le había hecho anteponer siempre a la estimación. Hablaba de estas cosas con un ardor que reflejaba todo lo que le herían, pero todo ello no era lo más indicado para apoyar su demanda.







A pesar de toda la antipatía tan profundamente arraigada que le tenía, Elizabeth no pudo permanecer insensible a las manifestaciones de afecto de un hombre como Darcy, y aunque su opinión no varió en lo más mínimo, se entristeció al principio por la decepción que iba a llevarse; pero el lenguaje que éste empleó luego fue tan insultante que toda la compasión se convirtió en ira. Sin embargo, trató de contestarle con calma cuando acabó de hablar. Concluyó asegurándole la firmeza de su amor que, a pesar de todos sus esfuerzos, no había podido vencer, y esperando que sería recompensado con la aceptación de su mano. Por su manera de hablar, Elizabeth advirtió que Darcy no ponía en duda que su respuesta sería favorable. Hablaba de temores y de ansiedad, pero su aspecto revelaba una seguridad absoluta. Esto la exasperaba aún más y cuando él terminó, le contestó con las mejillas encendidas por la ira:

––En estos casos creo que se acostumbra a expresar cierto agradecimiento por los sentimientos manifestados, aunque no puedan ser igualmente correspondidos. Es natural que se sienta esta obligación, y si yo sintiese gratitud, le daría las gracias. Pero no puedo; nunca he ambicionado su consideración, y usted me la ha otorgado muy en contra de su voluntad. Siento haber hecho daño a alguien, pero ha sido inconscientemente, y espero que ese daño dure poco tiempo. Los mismos sentimientos que, según dice, le impidieron darme a conocer sus intenciones durante tanto tiempo, vencerán sin dificultad ese sufrimiento.
Darcy, que estaba apoyado en la repisa de la chimenea con los ojos clavados en el rostro de Elizabeth, parecía recibir sus palabras con tanto resentimiento como sorpresa. Su tez palideció de rabia y todas sus facciones mostraban la turbación de su ánimo. Luchaba por guardar la compostura, y no abriría los labios hasta que creyese haberlo conseguido. Este silencio fue terrible para Elizabeth. Por fin, forzando la voz para aparentar calma, dijo:

––¿Y es ésta toda la respuesta que voy a tener el honor de esperar? Quizá debiera preguntar por qué se me rechaza con tan escasa cortesía. Pero no tiene la menor importancia.
––También podría yo replicó Elizabeth–– preguntar por qué con tan evidente propósito de ofenderme y de insultarme me dice que le gusto en contra de su voluntad, contra su buen juicio y hasta contra su modo de ser. ¿No es ésta una excusa para mi falta de cortesía, si es que en realidad la he cometido? Pero, además, he recibido otras provocaciones, lo sabe usted muy bien. Aunque mis sentimientos no hubiesen sido contrarios a los suyos, aunque hubiesen sido indiferentes o incluso favorables, ¿cree usted que habría algo que pudiese tentarme a aceptar al hombre que ha sido el culpable de arruinar, tal vez para siempre, la felicidad de una hermana muy querida?

Al oír estas palabras, Darcy mudó de color; pero la conmoción fue pasajera y siguió escuchando sin intención de interrumpirla. ––Yo tengo todas las razones del mundo para tener un mal concepto de usted ––continuó Elizabeth––. No hay nada que pueda excusar su injusto y ruin proceder. No se atreverá usted a negar que fue el principal si no el único culpable de la separación del señor Bingley y mi hermana, exponiendo al uno a las censuras de la gente por caprichoso y voluble, y al otro a la burla por sus fallidas esperanzas, sumiéndolos a los dos en la mayor desventura.

Hizo una pausa y vio, indignada, que Darcy la estaba escuchando con un aire que indicaba no hallarse en absoluto conmovido por ningún tipo de remordimiento. Incluso la miraba con una sonrisa de petulante incredulidad.
––¿Puede negar que ha hecho esto? ––repitió ella.
Fingiendo estar sereno, Darcy contestó: ––No he de negar que hice todo lo que estuvo en mi mano para separar a mi amigo de su hermana, ni que me alegro del resultado. He sido más amable con él que conmigo mismo.

Elizabeth desdeñó aparentar que notaba esa sutil reflexión, pero no se le escapó su significado, y no consiguió conciliarla.

––Pero no sólo en esto se funda mi antipatía ––continuó Elizabeth . Mi opinión de usted se formó mucho antes de que este asunto tuviese lugar. Su modo de ser quedó revelado por una historia que me contó el señor Wickham hace algunos meses. ¿Qué puede decir a esto? ¿Con qué acto ficticio de amistad puede defenderse ahora? ¿Con qué falsedad puede justificar en este caso su dominio sobre los demás?
––Se interesa usted muy vivamente por lo que afecta a ese caballero ––dijo Darcy en un tono menos tranquilo y con el rostro enrojecido.
––¿Quién, que conozca las penas que ha pasado, puede evitar sentir interés por él? ––¡Las penas que ha pasado! exclamó Darcy despectivamente––. Sí, realmente, unas penas inmensas...
––¡Por su culpa! ––exclamó Elizabeth con energía––. Usted le redujo a su actual relativa pobreza. Usted le negó el porvenir que, como bien debe saber, estaba destinado para él. En los mejores años de la vida le privó de una independencia a la que no sólo tenía derecho sino que merecía. ¡Hizo todo esto! Y aún es capaz de ridiculizar y burlarse de sus penas...
––¡Y ésa es –– gritó Darcy mientras se paseaba como una exhalación por el cuarto –– la opinión que tiene usted de mí! ¡Ésta es la estimación en la que me tiene! Le doy las gracias por habérmelo explicado tan abiertamente. Mis faltas, según su cálculo, son verdaderamente enormes. Pero puede ––añadió deteniéndose y volviéndose hacia ella–– que estas ofensas hubiesen sido pasadas por alto si no hubiese herido su orgullo con mi honesta confesión de los reparos que durante largo tiempo me impidieron tomar una resolución. Me habría ahorrado estas amargas acusaciones si hubiese sido más hábil y le hubiese ocultado mi lucha, halagándola al hacerle creer que había dado este paso impulsado por la razón, por la reflexión, por una incondicional y pura inclinación, por lo que sea. Pero aborrezco todo tipo de engaño y no me avergüenzo de los sentimientos que he manifestado, eran naturales y justos. ¿Cómo podía suponer usted que me agradase la inferioridad de su familia y que me congratulase por la perspectiva de tener unos parientes cuya condición están tan por debajo de la mía?

La irritación de Elizabeth crecía a cada instante; aun así intentó con todas sus fuerzas expresarse con mesura cuando dijo:
––Se equivoca usted, señor Darcy, si supone que lo que me ha afectado es su forma de declararse; si se figura que me habría evitado el mal rato de rechazarle si se hubiera comportado de modo más caballeroso.

Elizabeth se dio cuenta de que estaba a punto de interrumpirla, pero no dijo nada y ella continuó:
––Usted no habría podido ofrecerme su mano de ningún modo que me hubiese tentado a aceptarla.
De nuevo su asombro era obvio. La miró con una expresión de incredulidad y humillación al mismo tiempo, y ella siguió diciendo:








––Desde el principio, casi desde el primer instante en que le conocí, sus modales me convencieron de su arrogancia, de su vanidad y de su egoísta desdén hacia los sentimientos ajenos; me disgustaron de tal modo que hicieron nacer en mí la desaprobación que los sucesos posteriores convirtieron en firme desagrado; y no hacía un mes aún que le conocía cuando supe que usted sería el último hombre en la tierra con el que podría casarme.
––Ha dicho usted bastante, señorita. Comprendo perfectamente sus sentimientos y sólo me resta avergonzarme de los míos. Perdone por haberle hecho perder tanto tiempo, y acepte mis buenos deseos de salud y felicidad.

Dicho esto salió precipitadamente de la habitación, y Elizabeth le oyó en seguida abrir la puerta de la entrada y salir de la casa.
La confusión de su mente le hacía sufrir intensamente. No podía sostenerse de pie y tuvo que sentarse porque las piernas le flaqueaban. Lloró durante media hora. Su asombro al recordar lo ocurrido crecía cada vez más. Haber recibido una proposición de matrimonio de Darcy que había estado enamorado de ella durante tantos meses, y tan enamorado que quería casarse a pesar de todas las objeciones que le habían inducido a impedir que su amigo se casara con Jane, y que debieron pasar con igual fuerza en su propio caso, resultaba increíble. Le era grato haber inspirado un afecto tan vehemente. Pero el orgullo, su abominable orgullo, su desvergonzada confesión de lo que había hecho con Jane, su imperdonable descaro al reconocerlo sin ni siquiera tratar de disculparse, y la insensibilidad con que había hablado de Wickham a pesar de no haber negado su crueldad para con él, no tardaron en prevalecer sobre la compasión que había sentido al pensar en su amor.
Siguió inmersa en sus agitados pensamientos, hasta que el ruido del carruaje de lady Catherine le hizo darse cuenta de que no estaba en condiciones de encontrarse con Charlotte, y subió corriendo a su cuarto.

Escena de la declaración de Darcy
versión de la película del 2005





19 comentarios:

Eliane dijo...

Fantástico como has mechado la historia con las fotos de la pelicula. Lo hace muy entretenido y uno va "viendo" la pelicula otra vez. Felicitaciones Rocely...adelante!
Besos

Melissa V dijo...

Algo que me sucede siempre que leo el libro es imaginarlos con los personajes de la version de la pelicula del 2005, imposible otros Darcy y Lizzie para mi :P.
Geniales las nuevas tomas!, me gusto sobre todo la de la mirada fija de Darcy a Lizzie en la iglesia, ese evento es un chispazo electrico en la pelicula, te hace saltar!jajaja Y la declaracion inntempestuosa ni que decir...o.O
Besotes Lady Darcy!

PD:Estas viendo Candy? Oh!!Que lindo yo hace un tiempo empece a verlo tb x Youtube ,(y con eso me lei el manga y tb un fic llamado Reecuentro en el Vortice)pero me quede en en cap 38 cuando Terry se va del colegio San Pablo...-lagrimas-(hay yo tb amo este dibujito hice un post en mi blog hace poco sobre Candy:D)
Asi que chevre vamos a estar comentando por ahi;)
Ahora si me despido, sorry por la demora en responder, es que no entro ni a mi blog :(.

Byebye***

LADY DARCY dijo...

Hola Eli y hormiguita, me alegra que les guste.
Desde el primer momento en que decidí hacer este Blog, mi meta era que quien leyera esta obra lo hiciera de manera entretenida y fuera soñando y viajando en el tiempo con cada imagen; y me sucedía lo mismo pues no podía imaginarme a otros personajes que no fueran los de la versión del 2005 y harta ya de tanta versiones y tantos Darcys y Lizzys, me propuse llevar a los que para mi gusto y por muchas razones tanto de edad, actuación y química, fueron los verdaderos y mejores Lizzy y Darcy a las páginas de la novela.
Espero que lo sigan disfrutando. Muchos besos.

Guacimara dijo...

Me encanta como estas entrelazando la historia original con las imagenes de la película del 2005.
Es como un sueño hecho realidad!
Sin dejar de admirar y fascinarme la declaración bajo la lluvia de la versión cinematográfica, claro!

Patricia. dijo...

Qué bonito has puesto el blog. Creo que estos son los capítulos favoritos de casi todas. :)
Interesantes las fotos y los montajes. Todo es de ensueño.
Besos.

LADY DARCY dijo...

Hola Guacimara, Hola Patri, que gusto saber de uds. ya se las extrañaba jeje, me alegra que ya no tengan problemas con la compu ni con el internet, así estaremos más en contacto,(como siempre).
Ya se vienen más fotitos inéditas para acompañar los nuevos caps. estoy trabajando poco a poco en ello. un beso grande y gracias por pasar.

Fernando García Pañeda dijo...

Me encanta leer la escena de la declaración de Darcy. No por su romanticismo inverso (tiene muy poco de romántica), sino por ser una creación literaria sin parangón en la historia de la literatura.
Releyéndolo, no sólo disfruto con los impecables dardos verbales de Elizabeth, sino que me resulta divertido el ver cómo él lleva hasta sus últimas consecuencias sus ideas, que salen apaleadas sin piedad.
Besos, milady.

LADY DARCY dijo...

Hola Fernando
Yo he leido el libro decenas de veces y una de las razones es por volver a disfrutar la declaración fallida de Darcy, aunque discrepo un poco contigo, a mi parece una de las declaraciones más románticas de la literatura, precisamente por la manera tan vehemente conque Darcy se declara aún a pesar de todas "sus objeciones" claro está que esa sensación de romanticismo se siente después de la tormenta cuando el mar está en calma. Creo que una declaración romántica no precisa necesariamente de palabras hermosas sino del motivo que te inspira a hacerlo, y como bien dice la novela, Elizabeth habría visto con compasión y agrado el afecto de Darcy de no haber sido por Jane y Wickham,(¿¿¿¿????)en fin, yo debo ser una mujer muy rara porque sólo el hecho de inspirar un amor así a pesar de las objeciones propias de la época, ya me hacen suspirar...
Besos para ti también milord.

Fernando García Pañeda dijo...

Siento discrepar, milady, pero por muy intensas y apasionadas que sean las intenciones del pretendiente, eso de declararse del modo: "mira, estoy perdida y arrebatadamente enamorado de ti, pero no aguanto a tu madre, tu padre no sabe por dónde se anda, a tu hermana mayor la tuve que alejar de mi amigo por el bien de éste y tus hermanas pequeñas son muy ligeras de cascos, no puede sentarle bien a una mujer inteligente y libre, sea del siglo IV adC ó sea del siglo XXII.
El vapuleo que se llevó el bueno de Fitzwilliam le sirvió para hacer las cosas de otro modo.
Muy cierto que una declaración no necesita palabras hermosas. Más aún, a veces, las mejor posible de las declaraciones es la que no utiliza palabras, sino hechos. Y me remito de nuevo a cómo se comportó Darcy cuando tuvo una segunda oportunidad.
Mis admirados respetos.

Melissa V dijo...

Hola Lady Darcy!Cuando publicas de nuevo?

Te esperamos;)

LADY DARCY dijo...

¡¡JAJAJAJA:):):):)!!!me has hecho reir Fernando!! eres lo máximo!!Bueno este tema dá para mucho, lo cierto es que para cualquier mujer que haya leido O&P, Darcy será el hombre perfecto, con metidas de pata y todo, incluso para Elizabeth que ya estaba enamorada de él aún antes de la segunda declaración.
Con el afecto y el cariño de siempre.
LD

LADY DARCY dijo...

Hola Hormiguita
mil disculpas por la demora, estoy hasta el cuello con la falta de tiempo, espero este fin de semana poder subir más caps. y así seguir con estos debates tan interesantes.
un beso grande.

Luciana dijo...

La declaración malograda de Darcy es una de las mejores "escenas" que he leído y visto.
Todo sale tan mal y él está tan equivocado en su postura que llegan a dar lástima.
Menos mal que existe la segunda o nos habríamos perdido de la mejor pareja de la literatura.

LADY DARCY dijo...

Hola Luciana, efectivamente, esa discusión que nace de la torpe declaración de Darcy me eriza la piel, pero a la vez me deja esa sensación de lástima y confusión que al igual que Elizabeth por momentos la hacía dudar, Toda una proeza de la creación literaria.
besos.

Anne Elliot dijo...

Hola Lady Darcy,

Preciosa tu labor de recopilar todos los capítulos de este gran clásico de la literatura. Cabe destacar la manera que supiste seleccionar la imagen adecuada para cada fragmento, además de una maravillosa banda sonora.

Un beso,

Anne Elliot

LADY DARCY dijo...

Bienvenida Anne, gracias por tu comentario tan alentador, será un placer tenerte por acá.
un abrazo.

Guacimara dijo...

Happy Birthday Matthew Macfadyen!
http://mrdarcy.mforos.com/
http://www.youtube.com/watch?v=1VMN9eT4an0

InventandoMiPropioMundo dijo...

Bueno señorita Darcy, paso a hacerle una pequeña visita. Me encantan las nuevas fotos son preciosas( por si no te habías dado cuenta :D ).

Me sumerjo en la historia de nuevo.

Besitos!!

Anónimo dijo...

Muy buen post, estoy casi 100% de acuerdo contigo :)