martes, 4 de agosto de 2009

ORGULLO Y PREJUICIO Capítulos del VIII al XVII




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CAPÍTULO VIII






A las cinco las señoras se retiraron para vestirse y a las seis y media llamaron a Elizabeth para que bajara a cenar. Ésta no pudo contestar favorablemente a las atentas preguntas que le hicieron y en las cuales tuvo la satisfacción de distinguir el interés especial del señor Bingley. Jane no había mejorado nada; al oírlo, las hermanas repitieron tres o cuatro veces cuánto lo lamentaban, lo horrible que era tener un mal resfriado y lo que a ellas les molestaba estar enfermas. Después ya no se ocuparon más del asunto. Y su indiferencia hacia Jane, en cuanto no la tenían delante, volvió a despertar en Elizabeth la antipatía que en principio había sentido por ellas.
En realidad, era a Bingley al único del grupo que ella veía con agrado. Su preocupación por Jane era evidente, y las atenciones que tenía con Elizabeth eran lo que evitaba que se sintiese como una intrusa, que era como los demás la consideraban. Sólo él parecía darse cuenta de su presencia. La señorita Bingley estaba absorta con el señor Darcy; su hermana, más o menos, lo mismo; en cuanto al señor Hurst, que estaba sentado al lado de Elizabeth, era un hombre indolente que no vivía más que para comer, beber y jugar a las cartas. Cuando supo que Elizabeth prefería un plato sencillo a un ragout, ya no tuvo nada de qué hablar con ella. Cuando acabó la cena, Elizabeth volvió inmediatamente junto a Jane. Nada más salir del comedor, la señorita Bingley empezó a criticarla. Sus modales eran, en efecto, pésimos, una mezcla de orgullo e impertinencia; no tenía conversación, ni estilo, ni gusto, ni belleza. La señora Hurst opinaba lo mismo y añadió:
––En resumen, lo único que se puede decir de ella es que es una excelente caminante. Jamás olvidaré cómo apareció esta mañana. Realmente parecía medio salvaje.
En efecto, Louisa. Cuando la vi, casi no pude contenerme. ¡Qué insensatez venir hasta aquí! ¿Qué necesidad había de que corriese por los campos sólo porque su hermana tiene un resfriado? ¡Cómo traía los cabellos, tan despeinados, tan desaliñados!
––Sí. ¡Y las enaguas! ¡Si las hubieseis visto! Con más de una cuarta de barro. Y el abrigo que se había puesto para taparlas, desde luego, no cumplía su cometido.
––Tu retrato puede que sea muy exacto, Louisa ––dijo Bingley––, pero todo eso a mí me pasó inadvertido. Creo que la señorita Elizabeth Bennet tenía un aspecto inmejorable al entrar en el salón esta mañana. Casi no me di cuenta de que llevaba las faldas sucias.
––Estoy segura de que usted sí que se fijó, señor Darcy ––dijo la señorita Bingley––; y me figuro que no le gustaría que su hermana diese semejante espectáculo.
––Claro que no.
––¡Caminar tres millas, o cuatro, o cinco, o las que sean, con el barro hasta los tobillos y sola, completamente sola! ¿Qué querría dar a entender? Para mí, eso demuestra una abominable independencia y presunción, y una indiferencia por el decoro propio de la gente del campo.
––Lo que demuestra es un apreciable cariño por su hermana ––dijo Bingley.

––Me temo, señor Darcy ––observó la señorita Bingley a media voz––, que esta aventura habrá afectado bastante la admiración que sentía usted por sus bellos ojos.
––En absoluto ––respondió Darcy––; con el ejercicio se le pusieron aun más brillantes.
A esta intervención siguió una breve pausa, y la señora Hurst empezó de nuevo.
––Le tengo gran estima a Jane Bennet, es en verdad una muchacha encantadora, y desearía con todo mi corazón que tuviese mucha suerte. Pero con semejantes padres y con parientes de tan poca clase, me temo que no va a tener muchas oportunidades.
––Creo que te he oído decir que su tío es abogado en Meryton.
––Sí, y tiene otro que vive en algún sitio cerca de Cheapside.
––¡Colosal! añadió su hermana. Y las dos se echaron a reír a carcajadas.
––Aunque todo Cheapside estuviese lleno de tíos suyos ––exclamó Bingley––, no por ello serían las Bennet menos agradables.
––Pero les disminuirá las posibilidades de casarse con hombres que figuren algo en el mundo ––respondió Darcy.
Bingley no hizo ningún comentario a esta observación de Darcy. Pero sus hermanas asintieron encantadas, y estuvieron un rato divirtiéndose a costa de los vulgares parientes de su querida amiga.
Sin embargo, en un acto de renovada bondad, al salir del comedor pasaron al cuarto de la enferma y se sentaron con ella hasta que las llamaron para el café. Jane se encontraba todavía muy mal, y Elizabeth no la dejaría hasta más tarde, cuando se quedó tranquila al ver que estaba dormida, y entonces le pareció que debía ir abajo, aunque no le apeteciese nada. Al entrar en el salón los encontró a todos jugando al loo, e inmediatamente la invitaron a que les acompañase. Pero ella, temiendo que estuviesen jugando fuerte, no aceptó, y, utilizando a su hermana como excusa, dijo que se entretendría con un libro durante el poco tiempo que podría permanecer abajo. El señor Hurst la miró con asombro.
––¿Prefieres leer a jugar?––le dijo––. Es muy extraño.
––La señorita Elizabeth Bennet ––dijo la señorita Bingley–– desprecia las cartas. Es una gran lectora y no encuentra placer en nada más.
––No merezco ni ese elogio ni esa censura exclamó Elizabeth––. No soy una gran lectora y encuentro placer en muchas cosas.
––Como, por ejemplo, en cuidar a su hermana ––intervino Bingley––, y espero que ese placer aumente cuando la vea completamente repuesta.
Elizabeth se lo agradeció de corazón y se dirigió a una mesa donde había varios libros. Él se ofreció al instante para ir a buscar otros, todos los que hubiese en su biblioteca.
––Desearía que mi colección fuese mayor para beneficio suyo y para mi propio prestigio; pero soy un hombre perezoso, y aunque no tengo muchos libros, tengo más de los que pueda llegar a leer.
Elizabeth le aseguró que con los que había en la habitación tenía de sobra.
––Me extraña ––dijo la señorita Bingley–– que mi padre haya dejado una colección de libros tan pequeña. ¡Qué estupenda biblioteca tiene usted en Pemberley, señor Darcy!
––Tiene que ser buena ––contestó––; es obra de muchas generaciones.
––Y además usted la ha aumentado considerablemente; siempre está comprando libros.
––No puedo comprender que se descuide la biblioteca de una familia en tiempos como éstos.
––¡Descuidar! Estoy segura de que usted no descuida nada que se refiera a aumentar la belleza de ese noble lugar. Charles, cuando construyas tu casa, me conformaría con que fuese la mitad de bonita que Pemberley.
––Ojalá pueda.
––Pero yo te aconsejaría que comprases el terreno cerca de Pemberley y que lo tomases como modelo. No hay condado más bonito en Inglaterra que Derbyshire.
––Ya lo creo que lo haría. Y compraría el mismo Pemberley si Darcy lo vendiera.
––Hablo de posibilidades, Charles.
––Sinceramente, Caroline, preferiría conseguir Pemberley comprándolo que imitándolo.
Elizabeth estaba demasiado absorta en lo que ocurría para poder prestar la menor atención a su libro; no tardó en abandonarlo, se acercó a la mesa de juego y se colocó entre Bingley y su hermana mayor para observar la partida.
––¿Ha crecido la señorita Darcy desde la primavera? ––preguntó la señorita Bingley––. ¿Será ya tan alta como yo?
––Creo que sí. Ahora será de la estatura de la señorita Elizabeth Bennet, o más alta.
––¡Qué ganas tengo de volver a verla! Nunca he conocido a nadie que me guste tanto. ¡Qué figura, qué modales y qué talento para su edad! Toca el piano de un modo exquisito.
––Me asombra ––dijo Bingley–– que las jóvenes tengan tanta paciencia para aprender tanto, y lleguen a ser tan perfectas como lo son todas.
––¡Todas las jóvenes perfectas! Mi querido Charles, ¿qué dices?
––Sí, todas. Todas pintan, forran biombos y hacen bolsitas de malla. No conozco a ninguna que no sepa hacer todas estas cosas, y nunca he oído hablar de una damita por primera vez sin que se me informara de que era perfecta.
––Tu lista de lo que abarcan comúnmente esas perfecciones ––dijo Darcy–– tiene mucho de verdad. El adjetivo se aplica a mujeres cuyos conocimientos no son otros que hacer bolsos de malla o forrar biombos. Pero disto mucho de estar de acuerdo contigo en lo que se refiere a tu estimación de las damas en general. De todas las que he conocido, no puedo alardear de conocer más que a una media docena que sean realmente perfectas.
––Ni yo, desde luego ––dijo la señorita Bingley.
––Entonces observó Elizabeth–– debe ser que su concepto de la mujer perfecta es muy exigente.
––Sí, es muy exigente.
––¡Oh, desde luego! exclamó su fiel colaboradora––. Nadie puede estimarse realmente perfecto si no sobrepasa en mucho lo que se encuentra normalmente. Una mujer debe tener un conocimiento profundo de música, canto, dibujo, baile y lenguas modernas. Y además de todo esto, debe poseer un algo especial en su aire y manera de andar, en el tono de su voz, en su trato y modo de expresarse; pues de lo contrario no merecería el calificativo más que a medias.
––Debe poseer todo esto ––agregó Darcy––, y a ello hay que añadir algo más sustancial en el desarrollo de su inteligencia por medio de abundantes lecturas.
––No me sorprende ahora que conozca sólo a seis mujeres perfectas. Lo que me extraña es que conozca a alguna.
––¿Tan severa es usted con su propio sexo que duda de que esto sea posible?
––Yo nunca he visto una mujer así. Nunca he visto tanta capacidad, tanto gusto, tanta aplicación y tanta elegancia juntas como usted describe.







La señora Hurst y la señorita Bingley protestaron contra la injusticia de su implícita duda, afirmando que conocían muchas mujeres que respondían a dicha descripción, cuando el señor Hurst las llamó al orden quejándose amargamente de que no prestasen atención al juego. Como la conversación parecía haber terminado, Elizabeth no tardó en abandonar el salón.
––Elizabeth ––dijo la señorita Bingley cuando la puerta se hubo cerrado tras ella–– es una de esas muchachas que tratan de hacerse agradables al sexo opuesto desacreditando al suyo propio; no diré que no dé resultado con muchos hombres, pero en mi opinión es un truco vil, una mala maña.
––Indudablemente ––respondió Darcy, a quien iba dirigida principalmente esta observación–– hay vileza en todas las artes que las damas a veces se rebajan a emplear para cautivar a los hombres. Todo lo que tenga algo que ver con la astucia es despreciable.
La señorita Bingley no quedó lo bastante satisfecha con la respuesta como para continuar con el tema. Elizabeth se reunió de nuevo con ellos sólo para decirles que su hermana estaba peor y que no podía dejarla. Bingley decidió enviar a alguien a buscar inmediatamente al doctor Jones; mientras que sus hermanas, convencidas de que la asistencia médica en el campo no servía para nada, propusieron enviar a alguien a la capital para que trajese a uno de los más eminentes doctores. Elizabeth no quiso ni oír hablar de esto último, pero no se oponía a que se hiciese lo que decía el hermano. De manera que se acordó mandar a buscar al doctor Jones temprano a la mañana siguiente si Jane no se encontraba mejor. Bingley estaba bastante preocupado y sus hermanas estaban muy afligidas. Sin embargo, más tarde se consolaron cantando unos dúos, mientras Bingley no podía encontrar mejor alivio a su preocupación que dar órdenes a su ama de llaves para que se prestase toda atención posible a la enferma y a su hermana.



CAPÍTULO IX


Elizabeth pasó la mayor parte de la noche en la habitación de su hermana, y por la mañana tuvo el placer de poder enviar una respuesta satisfactoria a las múltiples preguntas que ya muy temprano venía recibiendo, a través de una sirvienta de Bingley; y también a las que más tarde recibía de las dos elegantes damas de compañía de las hermanas. A pesar de la mejoría, Elizabeth pidió que se mandase una nota a Longbourn, pues quería que su madre viniese a visitar a Jane para que ella misma juzgase la situación. La nota fue despachada inmediatamente y la respuesta a su contenido fue cumplimentada con la misma rapidez. La señora Bennet, acompañada de sus dos hijas menores, llegó a Netherfield poco después del desayuno de la familia.
Si hubiese encontrado a Jane en peligro aparente, la señora Bennet se habría disgustado mucho; pero quedándose satisfecha al ver que la enfermedad no era alarmante, no tenía ningún deseo de que se recobrase pronto, ya que su cura significaría marcharse de Netherfield. Por este motivo se negó a atender la petición de su hija de que se la llevase a casa, cosa que el médico, que había llegado casi al mismo tiempo, tampoco juzgó prudente. Después de estar sentadas un rato con Jane, apareció la señorita Bingley y las invitó a pasar al comedor. La madre y las tres hijas la siguieron. Bingley las recibió y les preguntó por Jane con la esperanza de que la señora Bennet no hubiese encontrado a su hija peor de lo que esperaba.
––Pues verdaderamente, la he encontrado muy mal ––respondió la señora Bennet––. Tan mal que no es posible llevarla a casa. El doctor Jones dice que no debemos pensar en trasladarla. Tendremos que abusar un poco más de su amabilidad.
––¡Trasladarla! ––exclamó Bingley––. ¡Ni pensarlo! Estoy seguro de que mi hermana también se opondrá a que se vaya a casa.
––Puede usted confiar, señora ––repuso la señorita Bingley con fría cortesía––, en que a la señorita Bennet no le ha de faltar nada mientras esté con nosotros.
––Estoy segura ––añadió–– de que, a no ser por tan buenos amigos, no sé qué habría sido de ella, porque está muy enferma y sufre mucho; aunque eso sí, con la mayor paciencia del mundo, como hace siempre, porque tiene el carácter más dulce que conozco. Muchas veces les digo a mis otras hijas que no valen nada a su lado. ¡Qué bonita habitación es ésta, señor Bingley, y qué encantadora vista tiene a los senderos de jardín! Nunca he visto un lugar en todo el país comparable a Netherfield. Espero que no pensará dejarlo repentinamente, aunque lo haya alquilado por poco tiempo.
––Yo todo lo hago repentinamente ––respondió Bingley––. Así que si decidiese dejar Netherfield, probablemente me iría en cinco minutos. Pero, por ahora, me encuentro bien aquí.
––Eso es exactamente lo que yo me esperaba de usted ––dijo Elizabeth.
––Empieza usted a comprenderme, ¿no es así? ––exclamó Bingley volviéndose hacia ella.
––¡Oh, sí! Le comprendo perfectamente.
––Desearía tomarlo como un cumplido; pero me temo que el que se me conozca fácilmente es lamentable.
––Es como es. Ello no significa necesariamente que un carácter profundo y complejo sea más o menos estimable que el suyo.
––Lizzy ––exclamó su madre––, recuerda dónde estás y deja de comportarte con esa conducta intolerable a la que nos tienes acostumbrados en casa.
––No sabía que se dedicase usted a estudiar el carácter de las personas ––prosiguió Bingley inmediatamente––. Debe ser un estudio apasionante.
––Sí; y los caracteres complejos son los más apasionantes de todos. Por lo menos, tienen esa ventaja.
––El campo ––dijo Darcy–– no puede proporcionar muchos sujetos para tal estudio. En un pueblo se mueve uno en una sociedad invariable y muy limitada.
––Pero la gente cambia tanto, que siempre hay en ellos algo nuevo que observar.
––Ya lo creo que sí ––exclamó la señora Bennet, ofendida por la manera en la que había hablado de la gente del campo––; le aseguro que eso ocurre lo mismo en el campo que en la ciudad.
Todo el mundo se quedó sorprendido. Darcy la miró un momento y luego se volvió sin decir nada. La señora Bennet creyó que había obtenido una victoria aplastante sobre él y continuó triunfante:
––Por mi parte no creo que Londres tenga ninguna ventaja sobre el campo, a no ser por las tiendas y los lugares públicos. El campo es mucho más agradable. ¿No es así, señor Bingley?
––Cuando estoy en el campo ––contestó–– no deseo irme, y cuando estoy en la ciudad me pasa lo mismo. Cada uno tiene sus ventajas y yo me encuentro igualmente a gusto en los dos sitios.
––Claro, porque usted tiene muy buen carácter. En cambio ese caballero ––dijo mirando a Darcy –no parece que tenga muy buena opinión del campo.
––Mamá, estás muy equivocada ––intervino Elizabeth sonrojándose por la imprudencia de su madre––, interpretas mal al señor Darcy. Él sólo quería decir que en el campo no se encuentra tanta variedad de gente como en la ciudad. Lo que debes reconocer que es cierto.
––Ciertamente, querida, nadie dijo lo contrario, pero eso de que no hay mucha gente en esta vecindad, creo que hay pocas tan grandes como la nuestra. Yo he llegado a cenar con veinticuatro familias.
Nada, si no fuese su consideración por Elizabeth, podría haber hecho contenerse a Bingley. Su hermana fue menos delicada, y miró a Darcy con una sonrisa muy expresiva. Elizabeth quiso decir algo para cambiar de conversación y le preguntó a su madre si Charlotte Lucas había estado en Longbourn desde que ella se había ido.
––Sí, nos visitó ayer con su padre. ¡Qué hombre tan agradable es sir William! ¿Verdad, señor Bingley? ¡Tan distinguido, tan gentil y tan sencillo! Siempre tiene una palabra agradable para todo el mundo. Esa es la idea que yo tengo de lo que es la buena educación; esas personas que se creen muy importantes y nunca abren la boca, no tienen idea de educación.
––¿Cenó Charlotte con vosotros?
––No, se fue a casa. Creo que la necesitaban para hacer el pastel de carne. Lo que es yo, señor Bingley, siempre tengo sirvientes que saben hacer su trabajo. Mis hijas están educadas de otro modo. Pero cada cual que se juzgue a sí mismo. Las Lucas son muy buenas chicas, se lo aseguro. ¡Es una pena que no sean bonitas! No es que crea que Charlotte sea muy fea; en fin, sea como sea, es muy amiga nuestra.
––Parece una joven muy agradable ––dijo Bingley.
––¡Oh! sí, pero debe admitir que es bastante feúcha. La misma lady Lucas lo dice muchas veces, y me envidia por la belleza de Jane. No me gusta alabar a mis propias hijas, pero la verdad es que no se encuentra a menudo a alguien tan guapa como Jane. Yo no puedo ser imparcial, claro; pero es que lo dice todo el mundo. Cuando sólo tenía quince años, había un caballero que vivía en casa de mi hermano Gardiner en la ciudad, y que estaba tan enamorado de Jane que mi cuñada aseguraba que se declararía antes de que nos fuéramos. Pero no lo hizo. Probablemente pensó que era demasiado joven. Sin embargo, le escribió unos versos, y bien bonitos que eran.
––Y así terminó su amor ––dijo Elizabeth con impaciencia––. Creo que ha habido muchos que lo vencieron de la misma forma. Me pregunto quién sería el primero en descubrir la eficacia de la poesía para acabar con el amor.
––Yo siempre he considerado que la poesía es el alimento del amor ––dijo Darcy.
––De un gran amor, sólido y fuerte, puede. Todo nutre a lo que ya es fuerte de por sí. Pero si es solo una inclinación ligera, sin ninguna base, un buen soneto la acabaría matando de hambre.
Darcy se limitó a sonreír. Siguió un silencio general que hizo temer a Elizabeth que su madre volviese a hablar de nuevo. La señora Bennet lo deseaba, pero no sabía qué decir, hasta que después de una pequeña pausa empezó a reiterar su agradecimiento al señor Bingley por su amabilidad con Jane y se disculpó por las molestias que también pudiera estar causando Lizzy. El señor Bingley fue cortés en su respuesta, y obligó a su hermana menor a ser cortés y a decir lo que la ocasión requería. Ella hizo su papel, aunque con poca gracia, pero la señora Bennet, quedó satisfecha y poco después pidió su carruaje. Al oír esto, la más joven de sus hijas se adelantó para decir algo. Las dos muchachitas habían estado cuchicheando durante toda la visita, y el resultado de ello fue que la más joven debía recordarle al señor Bingley que cuando vino al campo por primera vez había prometido dar un baile en Netherfield.
Lydia era fuerte, muy crecida para tener quince años, tenía buena figura y un carácter muy alegre. Era la favorita de su madre que por el amor que le tenía la había presentado en sociedad a una edad muy temprana. Era muy impulsiva y se daba mucha importancia, lo que había aumentado con las atenciones que recibía de los oficiales, a lo que las cenas de su tía y sus modales sencillos contribuían. Por lo tanto, era la más adecuada para dirigirse a Bingley y recordarle su promesa; añadiendo que sería una vergüenza ante el mundo si no lo mantenía. Su respuesta a este repentino ataque fue encantadora a los oídos de la señora Bennet.
––Le aseguro que estoy dispuesto a mantener mi compromiso, en cuanto su hermana esté bien; usted misma, si gusta, podrá señalar la fecha del baile: No querrá estar bailando mientras su hermana está enferma.
Lydia se dio por satisfecha:
––¡Oh! sí, será mucho mejor esperar a que Jane esté bien; y para entonces lo más seguro es que el capitán Carter estará de nuevo en Meryton. Y cuando usted haya dado su baile ––agregó––, insistiré para que den también uno ellos. Le diré al coronel Forster que sería lamentable que no lo hiciese.
Por fin la señora Bennet y sus hijas se fueron, y Elizabeth volvió al instante con Jane, dejando que las dos damas y el señor Darcy hiciesen sus comentarios acerca de su comportamiento y el de su familia. Sin embargo, Darcy no pudo compartir con los demás la censura hacia Elizabeth, a pesar de la agudeza de la señorita Bingley al hacer chistes sobre ojos bonitos.









CAPÍTULO X



El día pasó lo mismo que el anterior. La señora Hurst y la señorita Bingley habían estado por la mañana unas horas al lado de la enferma, que seguía mejorando, aunque lentamente. Por la tarde Elizabeth se reunió con ellas en el salón. Pero no se dispuso la mesa de juego acostumbrada. Darcy escribía y la señorita Bingley, sentada a su lado, seguía el curso de la carta, interrumpiéndole repetidas veces con mensajes para su hermana. El señor Hurst y Bingley jugaban al piquet y la señora Hurst contemplaba la partida.

Elizabeth se dedicó a una labor de aguja, y tenía suficiente entretenimiento con atender a lo que pasaba entre Darcy y su compañía. Los constantes elogios de ésta a la caligrafía de Darcy, a la simetría de sus renglones o a la extensión de la carta, así como la absoluta indiferencia con que eran recibidos, constituían un curioso diálogo que estaba exactamente de acuerdo con la opinión que Elizabeth tenía de cada uno de ellos.







––¡Qué contenta se pondrá la señorita Darcy cuando reciba esta carta!
Él no contestó.
––Escribe usted más deprisa que nadie. ––Se equivoca. Escribo muy despacio.
––¡Cuántas cartas tendrá ocasión de escribir al cabo del año! Incluidas cartas de negocios. ¡Cómo las detesto!
––Es una suerte, pues, que sea yo y no usted, el que tenga que escribirlas.
––Le ruego que le diga a su hermana que deseo mucho verla.
––Ya se lo he dicho una vez, por petición suya.
––Me temo que su pluma no le va bien. Déjeme que se la afile, lo hago increíblemente bien.
––Gracias, pero yo siempre afilo mi propia pluma.
––¿Cómo puede lograr una escritura tan uniforme?
Darcy no hizo ningún comentario.
––Dígale a su hermana que me alegro de saber que ha hecho muchos progresos con el arpa; y le ruego que también le diga que estoy entusiasmada con el diseño de mesa que hizo, y que creo que es infinitamente superior al de la señorita Grantley.
––¿Me permite que aplace su entusiasmo para otra carta? En la presente ya no tengo espacio para más elogios.
––¡Oh!, no tiene importancia. La veré en enero. Pero, ¿siempre le escribe cartas tan largas y encantadoras, señor Darcy?
––Generalmente son largas; pero si son encantadoras o no, no soy yo quien debe juzgarlo.
––Para mí es como una norma, cuando una persona escribe cartas tan largas con tanta facilidad no puede escribir mal.
––Ese cumplido no vale para Darcy, Caroline ––interrumpió su hermano––, porque no escribe con facilidad. Estudia demasiado las palabras. Siempre busca palabras complicadas de más de cuatro sílabas, ¿no es así, Darcy?
––Mi estilo es muy distinto al tuyo.
––¡Oh! ––exclamó la señorita Bingley––. Charles escribe sin ningún cuidado. Se come la mitad de las palabras y emborrona el resto.
––Las ideas me vienen tan rápido que no tengo tiempo de expresarlas; de manera que, a veces, mis cartas no comunican ninguna idea al que las recibe.
––Su humildad, señor Bingley ––intervino Elizabeth––, tiene que desarmar todos los reproches.
––Nada es más engañoso ––dijo Darcy–– que la apariencia de humildad. Normalmente no es otra cosa que falta de opinión, y a veces es una forma indirecta de vanagloriarse.
––¿Y cuál de esos dos calificativos aplicas a mi reciente acto de modestia?
––Una forma indirecta de vanagloriarse; porque tú, en realidad, estás orgulloso de tus defectos como escritor, puesto que los atribuyes a tu rapidez de pensamientos y a un descuido en la ejecución, cosa que consideras, si no muy estimable, al menos muy interesante. Siempre se aprecia mucho el poder de hacer cualquier cosa con rapidez, y no se presta atención a la imperfección con la que se hace. Cuando esta mañana le dijiste a la señora Bennet que si alguna vez te decidías a dejar Netherfield, te irías en cinco minutos, fue una especie de elogio, de cumplido hacia ti mismo; y, sin embargo, ¿qué tiene de elogiable marcharse precipitadamente dejando, sin duda, asuntos sin resolver, lo que no puede ser beneficioso para ti ni para nadie?
––¡No! ––exclamó Bingley––. Me parece demasiado recordar por la noche las tonterías que se dicen por la mañana. Y te doy mi palabra, estaba convencido de que lo que decía de mí mismo era verdad, y lo sigo estando ahora. Por lo menos, no adopté innecesariamente un carácter precipitado para presumir delante de las damas.
––Sí, creo que estabas convencido; pero soy yo el que no está convencido de que te fueses tan aceleradamente. Tu conducta dependería de las circunstancias, como la de cualquier persona. Y si, montado ya en el caballo, un amigo te dijese: «Bingley, quédate hasta la próxima semana», probablemente lo harías, probablemente no te irías, y bastaría sólo una palabra más para que te quedaras un mes.
––Con esto sólo ha probado ––dijo Elizabeth–– que Bingley no hizo justicia a su temperamento. Lo ha favorecido usted más ahora de lo que él lo había hecho.
––Estoy enormemente agradecido ––dijo Bingley por convertir lo que dice mi amigo en un cumplido. Pero me temo que usted no lo interpreta de la forma que mi amigo pretendía; porque él tendría mejor opinión de mí si, en esa circunstancia, yo me negase en rotundo y partiese tan rápido como me fuese posible.
––¿Consideraría entonces el señor Darcy reparada la imprudencia de su primera intención con la obstinación de mantenerla?
––No soy yo, sino Darcy, el que debe explicarlo.
––Quieres que dé cuenta de unas opiniones que tú me atribuyes, pero que yo nunca he reconocido. Volviendo al caso, debe recordar, señorita Bennet, que el supuesto amigo que desea que se quede y que retrase su plan, simplemente lo desea y se lo pide sin ofrecer ningún argumento.
––El ceder pronto y fácilmente a la persuasión de un amigo, no tiene ningún mérito para usted. ––El ceder sin convicción dice poco en favor de la inteligencia de ambos.
––Me da la sensación, señor Darcy, de que usted nunca permite que le influyan el afecto o la amistad. El respeto o la estima por el que pide puede hacernos ceder a la petición sin esperar ninguna razón o argumento. No estoy hablando del caso particular que ha supuesto sobre el señor Bingley. Además, deberíamos, quizá, esperar a que se diese la circunstancia para discutir entonces su comportamiento. Pero en general y en casos normales entre amigos, cuando uno quiere que el otro cambie alguna decisión, ¿vería usted mal que esa persona complaciese ese deseo sin esperar las razones del otro?
––¿No sería aconsejable, antes de proseguir con el tema, dejar claro con más precisión qué importancia tiene la petición y qué intimidad hay entre los amigos?
––Perfectamente ––dijo Bingley––, fijémonos en todos los detalles sin olvidarnos de comparar estatura y tamaño; porque eso, señorita Bennet, puede tener más peso en la discusión de lo que parece. Le aseguro que si Darcy no fuera tan alto comparado conmigo, no le tendría ni la mitad del respeto que le tengo. Confieso que no conozco nada más imponente que Darcy en determinadas ocasiones y en determinados lugares, especialmente en su casa y en las tardes de domingo cuando no tiene nada que hacer.
El señor Darcy sonrió; pero Elizabeth se dio cuenta de que se había ofendido bastante y contuvo la risa. La señorita Bingley se molestó mucho por la ofensa que le había hecho a Darcy y censuró a su hermano por decir tales tonterías.
––Conozco tu sistema, Bingley ––dijo su amigo––. No te gustan las discusiones y quieres acabar ésta.
––Quizá. Las discusiones se parecen demasiado a las disputas. Si tú y la señorita Bennet posponéis la vuestra para cuando yo no esté en la habitación, estaré muy agradecido; además, así podréis decir todo lo que queráis de mí.
––Por mi parte ––dijo Elizabeth––, no hay objeción en hacer lo que pide, y es mejor que el señor Darcy acabe la carta.




Darcy siguió su consejo y acabó la carta. Concluida la tarea, se dirigió a la señorita Bingley y a Elizabeth para que les deleitasen con algo de música. La señorita Bingley se apresuró al piano, pero antes de sentarse invitó cortésmente a Elizabeth a tocar en primer lugar; ésta, con igual cortesía y con toda sinceridad rechazó la invitación; entonces, la señorita Bingley se sentó y comenzó el concierto.
La señora Hurst cantó con su hermana, y, mientras se empleaban en esta actividad, Elizabeth no podía evitar darse cuenta, cada vez que volvía las páginas de unos libros de música que había sobre el piano, de la frecuencia con la que los ojos de Darcy se fijaban en ella. Le era difícil suponer que fuese objeto de admiración ante un hombre de tal categoría; y aun sería más extraño que la mirase porque ella le desagradara. Por fin, sólo pudo imaginar que llamaba su atención porque había algo en ella peor y más reprochable, según su concepto de la virtud, que en el resto de los presentes. Esta suposición no la apenaba. Le gustaba tan poco, que la opinión que tuviese sobre ella, no le preocupaba.
Después de tocar algunas canciones italianas, la señorita Bingley varió el repertorio con un aire escocés más alegre; y al momento el señor Darcy se acercó a Elizabeth y le dijo:
––¿Le apetecería, señorita Bennet, aprovechar esta oportunidad para bailar un reel?
Ella sonrió y no contestó. Él, algo sorprendido por su silencio, repitió la pregunta.
––¡Oh! ––dijo ella––, ya había oído la pregunta. Estaba meditando la respuesta. Sé que usted querría que contestase que sí, y así habría tenido el placer de criticar mis gustos; pero a mí me encanta echar por tierra esa clase de trampas y defraudar a la gente que está premeditando un desaire. Por lo tanto, he decidido decirle que no deseo bailar en absoluto. Y, ahora, desáireme si se atreve.
––No me atrevo, se lo aseguro.
Ella, que creyó haberle ofendido, se quedó asombrada de su galantería. Pero había tal mezcla de dulzura y malicia en los modales de Elizabeth, que era difícil que pudiese ofender a nadie; y Darcy nunca había estado tan ensimismado con una mujer como lo estaba con ella. Creía realmente que si no fuera por la inferioridad de su familia, se vería en peligro.
La señorita Bingley vio o sospechó lo bastante para ponerse celosa, y su ansiedad porque se restableciese su querida amiga Jane se incrementó con el deseo de librarse de Elizabeth.
Intentaba provocar a Darcy para que se desilusionase de la joven, hablándole de su supuesto matrimonio con ella y de la felicidad que esa alianza le traería.
––Espero ––le dijo al día siguiente mientras paseaban por el jardín–– que cuando ese deseado acontecimiento tenga lugar, hará usted a su suegra unas cuantas advertencias para que modere su lengua; y si puede conseguirlo, evite que las hijas menores anden detrás de los oficiales. Y, si me permite mencionar un tema tan delicado, procure refrenar ese algo, rayando en la presunción y en la impertinencia, que su dama posee.
––¿Tiene algo más que proponerme para mi felicidad doméstica?
––¡Oh, sí! Deje que los retratos de sus tíos, los Phillips, sean colgados en la galería de Pemberley. Póngalos al lado del tío abuelo suyo, el juez. Son de la misma profesión, aunque de distinta categoría. En cuanto al retrato de su Elizabeth, no debe permitir que se lo hagan, porque ¿qué pintor podría hacer justicia a sus hermosos ojos?
––Desde luego, no sería fácil captar su expresión, pero el color, la forma y sus bonitas pestañas podrían ser reproducidos.
En ese momento, por otro sendero del jardín, salieron a su paso la señora Hurst y Elizabeth.
––No sabía que estabais paseando ––dijo la señorita Bingley un poco confusa al pensar que pudiesen haberles oído.
––Os habéis portado muy mal con nosotras ––respondió la señora Hurst–– al no decirnos que ibais a salir.
Y, tomando el brazo libre del señor Darcy, dejó que Elizabeth pasease sola. En el camino sólo cabían tres. El señor Darcy se dio cuenta de tal descortesía y dijo inmediatamente:

––Este paseo no es lo bastante ancho para los cuatro, salgamos a la avenida.
Pero Elizabeth, que no tenía la menor intención de continuar con ellos, contestó muy sonriente:
––No, no; quédense donde están. Forman un grupo encantador, está mucho mejor así. Una cuarta persona lo echaría a perder. Adiós.
Se fue alegremente regocijándose al pensar, mientras caminaba, que dentro de uno o dos días más estaría en su casa. Jane se encontraba ya tan bien, que aquella misma tarde tenía la intención de salir un par de horas de su cuarto.

CAPÍTULO XI

Cuando las señoras se levantaron de la mesa después de cenar, Elizabeth subió a visitar a su hermana y al ver que estaba bien abrigada la acompañó al salón, donde sus amigas le dieron la bienvenida con grandes demostraciones de contento. Elizabeth nunca las había visto tan amables como en la hora que transcurrió hasta que llegaron los caballeros. Hablaron de todo. Describieron la fiesta con todo detalle, contaron anécdotas con mucha gracia y se burlaron de sus conocidos con humor.
Pero en cuanto entraron los caballeros, Jane dejó de ser el primer objeto de atención. Los ojos de la señorita Bingley se volvieron instantáneamente hacia Darcy y no había dado cuatro pasos cuando ya tenía algo que decirle. El se dirigió directamente a la señorita Bennet y la felicitó cortésmente. También el señor Hurst le hizo una ligera inclinación de cabeza, diciéndole que se alegraba mucho; pero la efusión y el calor quedaron reservados para el saludo de Bingley, que estaba muy contento y lleno de atenciones para con ella. La primera media hora se la pasó avivando el fuego para que Jane no notase el cambio de un habitación a la otra, y le rogó que se pusiera al lado de la chimenea, lo más lejos posible de la puerta. Luego se sentó junto a ella y ya casi no habló con nadie más. Elizabeth, enfrente, con su labor, contemplaba la escena con satisfacción.
Cuando terminaron de tomar el té, el señor Hurst recordó a su cuñada la mesa de juego, pero fue en vano; ella intuía que a Darcy no le apetecía jugar, y el señor Hurst vio su petición rechazada inmediatamente. Le aseguró que nadie tenía ganas de jugar; el silencio que siguió a su afirmación pareció corroborarla. Por lo tanto, al señor Hurst no le quedaba otra cosa que hacer que tumbarse en un sofá y dormir. Darcy cogió un libro, la señorita Bingley cogió otro, y la señora Hurst, ocupada principalmente en jugar con sus pulseras y sortijas, se unía, de vez en cuando, a la conversación de su hermano con la señorita Bennet.
La señorita Bingley prestaba más atención a la lectura de Darcy que a la suya propia. No paraba de hacerle preguntas o mirar la página que él tenía delante. Sin embargo, no consiguió sacarle ninguna conversación; se limitaba a contestar y seguía leyendo. Finalmente, angustiada con la idea de tener que entretenerse con su libro que había elegido solamente porque era el segundo tomo del que leía Darcy, bostezó largamente y exclamó:
––¡Qué agradable es pasar una velada así! Bien mirado, creo que no hay nada tan divertido como leer. Cualquier otra cosa en seguida te cansa, pero un libro, nunca. Cuando tenga––una casa propia seré desgraciadísima si no tengo una gran biblioteca.
Nadie dijo nada. Entonces volvió a bostezar, cerró el libro y paseó la vista alrededor de la habitación buscando en qué ocupar el tiempo; cuando al oír a su hermano mencionarle un baile a la señorita Bennet, se volvió de repente hacia él y dijo:
––¿Piensas seriamente en dar un baile en Netherfield, Charles? Antes de decidirte te aconsejaría que consultases con los presentes, pues o mucho me engaño o hay entre nosotros alguien a quien un baile le parecería, más que una diversión, un castigo.
––Si te refieres a Darcy ––le contestó su hermano––, puede irse a la cama antes de que empiece, si lo prefiere; pero en cuanto al baile, es cosa hecha, y tan pronto como Nicholls lo haya dispuesto todo, enviaré las invitaciones.
––Los bailes me gustarían mucho más ––repuso su hermana–– si fuesen de otro modo, pero esa clase de reuniones suelen ser tan pesadas que se hacen insufribles. Sería más racional que lo principal en ellas fuese la conversación y no un baile.
––Mucho más racional sí, Caroline; pero entonces ya no se parecería en nada a un baile.
La señorita Bingley no contestó; se levantó poco después y se puso a pasear por el salón. Su figura era elegante y sus andares airosos; pero Darcy, a quien iba dirigido todo, siguió enfrascado en la lectura. Ella, desesperada, decidió hacer un esfuerzo más, y, volviéndose a Elizabeth, dijo:
––Señorita Eliza Bennet, déjeme que la convenza para que siga mi ejemplo y dé una vuelta por el salón. Le aseguro que viene muy bien después de estar tanto tiempo sentada en la misma postura.
Elizabeth se quedó sorprendida, pero accedió inmediatamente. La señorita Bingley logró lo que se había propuesto con su amabilidad; el señor Darcy levantó la vista. Estaba tan extrañado de la novedad de esta invitación como podía estarlo la misma Elizabeth; inconscientemente, cerró su libro. Seguidamente, le invitaron a pasear con ellas, a lo que se negó, explicando que sólo podía haber dos motivos para que paseasen por el salón juntas, y si se uniese a ellas interferiría en los dos. «¿Qué querrá decir?» La señorita Bingley se moría de ganas por saber cuál sería el significado y le preguntó a Elizabeth si ella podía entenderlo.
––En absoluto ––respondió––; pero, sea lo que sea, es seguro que quiere dejarnos mal, y la mejor forma de decepcionarle será no preguntarle nada.
Sin embargo, la señorita Bingley era incapaz de decepcionar a Darcy, e insistió, por lo tanto, en pedir que les explicase los dos motivos.
––No tengo el más mínimo inconveniente en explicarlo ––dijo tan pronto como ella le permitió hablar––. Ustedes eligen este modo de pasar el tiempo o porque tienen que hacerse alguna confidencia o para hablar de sus asuntos secretos, o porque saben que paseando lucen mejor su figura; si es por lo primero, al ir con ustedes no haría más que importunarlas; y si es por lo segundo, las puedo admirar mucho mejor sentado junto al fuego.
––¡Qué horror! ––gritó la señorita Bingley––. Nunca he oído nada tan abominable. ¿Cómo podríamos darle su merecido?
––Nada tan fácil, si está dispuesta a ello ––dijo Elizabeth––. Todos sabemos fastidiar y mortificarnos unos a otros. Búrlese, ríase de él. Siendo tan íntima amiga suya, sabrá muy bien cómo hacerlo.
––No sé, le doy mi palabra. Le aseguro que mi gran amistad con él no me ha enseñado cuáles son sus puntos débiles. ¡Burlarse de una persona flemática, de tanta sangre fría! Y en cuanto a reírnos de él sin más mi más, no debemos exponernos; podría desafiarnos y tendríamos nosotros las de perder.
––¡Que no podemos reírnos del señor Darcy! ––exclamó Elizabeth––. Es un privilegio muy extraño, y espero que siga siendo extraño, no me gustaría tener muchos conocidos así. Me encanta reírme.
––La señorita Bingley ––respondió Darcy–– me ha dado más importancia de la que merezco. El más sabio y mejor de los hombres o la más sabia y mejor de las acciones, pueden ser ridículos a los ojos de una persona que no piensa en esta vida más que en reírse.
––Estoy de acuerdo ––respondió Elizabeth––, hay gente así, pero creo que yo no estoy entre ellos. Espero que nunca llegue a ridiculizar lo que es bueno o sabio. Las insensateces, las tonterías, los caprichos y las inconsecuencias son las cosas que verdaderamente me divierten, lo confieso, y me río de ellas siempre que puedo. Pero supongo que éstas son las cosas de las que usted carece.
––Quizá no sea posible para nadie, pero yo he pasado la vida esforzándome para evitar estas debilidades que exponen al ridículo a cualquier persona inteligente.
––Como la vanidad y el orgullo, por ejemplo.
––Sí, en efecto, la vanidad es un defecto. Pero el orgullo, en caso de personas de inteligencia superior, creo que es válido.
Elizabeth tuvo que volverse para disimular una sonrisa.
––Supongo que habrá acabado de examinar al señor Darcy ––dijo la señorita Bingley , y le ruego que me diga qué ha sacado en conclusión.
––Estoy plenamente convencida de que el señor Darcy no tiene defectos. Él mismo lo reconoce claramente.
––No ––dijo Darcy––, no he pretendido decir eso. Tengo muchos defectos, pero no tienen que ver con la inteligencia. De mi carácter no me atrevo a responder; soy demasiado intransigente, en realidad, demasiado intransigente para lo que a la gente le conviene. No puedo olvidar tan pronto como debería las insensateces y los vicios ajenos, ni las ofensas que contra mí se hacen. Mis sentimientos no se borran por muchos esfuerzos que se hagan para cambiarlos. Quizá se me pueda acusar de rencoroso. Cuando pierdo la buena opinión que tengo sobre alguien, es para siempre.


––Ése es realmente un defecto ––replicó Elizabeth––. El rencor implacable es verdaderamente una sombra en un carácter. Pero ha elegido usted muy bien su defecto. No puedo reírme de él. Por mi parte, está usted a salvo.
––Creo que en todo individuo hay cierta tendencia a un determinado mal, a un defecto innato, que ni siquiera la mejor educación puede vencer.
––Y ese defecto es la propensión a odiar a todo el mundo.
––Y el suyo respondió él con una sonrisa–– es el interpretar mal a todo el mundo intencionadamente. ––Oigamos un poco de música ––propuso la señorita Bingley, cansada de una conversación en la que no tomaba parte––. Louisa, ¿no te importará que despierte al señor Hurst?
Su hermana no opuso la más mínima objeción, y abrió el piano; a Darcy, después de unos momentos de recogimiento, no le pesó. Empezaba a sentir el peligro de prestarle demasiada atención a Elizabeth.

CAPÍTULO XII

De acuerdo con su hermana, Elizabeth escribió a su madre a la mañana siguiente, pidiéndole que les mandase el coche aquel mismo día. Pero la señora Bennet había calculado que sus hijas estarían en Netherfield hasta el martes en que haría una semana justa que Jane había llegado allí, y no estaba dispuesta a que regresara antes de la fecha citada. Así, pues, su respuesta no fue muy favorable o, por lo menos, no fue la respuesta que Elizabeth hubiera deseado, pues estaba impaciente por volver a su casa. La señora Bennet les contestó que no le era posible enviarles el coche antes del martes; en la posdata añadía que si el señor Bingley y su hermana les insistían para que se quedasen más tiempo, no lo dudasen, pues podía pasar muy bien sin ellas. Sin embargo, Elizabeth estaba dispuesta a no seguir allí por mucho que se lo pidieran; temiendo, al contrario, resultar molestas por quedarse más tiempo innecesariamente, rogó a Jane que le pidiese el coche a Bingley en seguida; y, por último, decidieron exponer su proyecto de salir de Netherfield aquella misma mañana y pedir que les prestasen el coche.
La noticia provocó muchas manifestaciones de preocupación; les expresaron reiteradamente su deseo de que se quedasen por los menos hasta el día siguiente, y no hubo más remedio que demorar la marcha hasta entonces. A la señorita Bingley le pesó después haber propuesto la demora, porque los celos y la antipatía que sentía por una de las hermanas era muy superior al afecto que sentía por la otra.
Al señor de la casa le causó mucha tristeza el saber que se iban a ir tan pronto, e intentó insistentemente convencer a Jane de que no sería bueno para ella, porque todavía no estaba totalmente recuperada; pero Jane era firme cuando sabía que obraba como debía.
A Darcy le pareció bien la noticia. Elizabeth había estado ya bastante tiempo en Netherfield. Le atraía más de lo que él quería y la señorita Bingley era descortés con ella, y con él más molesta que nunca. Se propuso tener especial cuidado en que no se le escapase ninguna señal de admiración ni nada que pudiera hacer creer a Elizabeth que tuviera ninguna influencia en su felicidad. Consciente de que podía haber sugerido semejante idea, su comportamiento durante el último día debía ser decisivo para confirmársela o quitársela de la cabeza. Firme en su propósito, apenas le dirigió diez palabras en todo el sábado y, a pesar de que los dejaron solos durante media hora, se metió de lleno en su libro y ni siquiera la miró.
El domingo, después del oficio religioso de la mañana, tuvo lugar la separación tan grata para casi todos. La cortesía de la señorita Bingley con Elizabeth aumentó rápidamente en el último momento, así como su afecto por Jane. Al despedirse, después de asegurar a esta última el placer que siempre le daría verla tanto en Longbourn como en Netherfield y darle un tierno abrazo, a la primera sólo le dio la mano. Elizabeth se despidió de todos con el espíritu más alegre que nunca.











La madre no fue muy cordial al darles la bienvenida. No entendía por qué habían regresado tan pronto y les dijo que hacían muy mal en ocasionarle semejante contrariedad, estaba segura de que Jane había cogido frío otra vez. Pero el padre, aunque era muy lacónico al expresar la alegría, estaba verdaderamente contento de verlas. Se había dado cuenta de la importancia que tenían en el círculo familiar. Las tertulias de la noche, cuando se reunían todos, habían perdido la animación e incluso el sentido con la ausencia de Jane y Elizabeth.
Hallaron a Mary, como de costumbre, enfrascada en el estudio profundo de la naturaleza humana; tenían que admirar sus nuevos resúmenes y escuchar las observaciones que había hecho recientemente sobre una moral muy poco convincente. Lo que Catherine y Lydia tenían que contarles era muy distinto. Se habían hecho y dicho muchas cosas en el regimiento desde el miércoles anterior; varios oficiales habían cenado recientemente con su tío, un soldado había sido azotado, y corría el rumor de que el coronel Forster iba a casarse.

CAPÍTULO XIII

Espero, querida ––dijo el señor Bennet a su esposa; mientras desayunaban a la mañana siguiente–, que hayas preparado una buena comida, porque tengo motivos para pensar que hoy se sumará uno más a nuestra mesa.
––¿A quién te refieres, querido? No tengo noticia de que venga nadie, a no ser que a Charlotte Lucas se le ocurra visitarnos, y me parece que mis comidas son lo bastante buenas para ella. No creo que en su casa sean mejores.
––La persona de la que hablo es un caballero, y forastero.
Los ojos de la señora Bennet relucían como chispas.
––¿Un caballero y forastero? Es el señor Bingley, no hay duda. ¿Por qué nunca dices ni palabra de estas cosas, Jane? ¡Qué cuca eres! Bien, me alegraré mucho de verlo. Pero, ¡Dios mío, qué mala suerte! Hoy no se puede conseguir ni un poco de pescado. Lydia, cariño, toca la campanilla; tengo que hablar con Hill al instante.
––No es el señor Bingley ––dijo su esposo––; se trata de una persona que no he visto en mi vida. Estas palabras despertaron el asombro general; y él tuvo el placer de ser interrogado ansiosamente por su mujer y sus cinco hijas a la vez.
Después de divertirse un rato, excitando su curiosidad, les explicó:
––Hace un mes recibí esta carta, y la contesté hace unos quince días, porque pensé que se trataba de un tema muy delicado y necesitaba tiempo para reflexionar. Es de mi primo, el señor Collins, el que, cuando yo me muera, puede echaros de esta casa en cuanto le apetezca.
––¡Oh, querido! ––se lamentó su esposa––. No puedo soportar oír hablar del tema. No menciones a ese hombre tan odioso. Es lo peor que te puede pasar en el mundo, que tus bienes no los puedan heredar tus hijas. De haber sido tú, hace mucho tiempo que yo habría hecho algo al respecto.
Jane y Elizabeth intentaron explicarle por qué no les pertenecía la herencia. Lo habían intentado muchas veces, pero era un tema con el que su madre perdía totalmente la razón; y siguió quejándose amargamente de la crueldad que significaba desposeer de la herencia a una familia de cinco hijas, en favor de un hombre que a ninguno le importaba nada.
––Ciertamente, es un asunto muy injusto ––dijo el señor Bennet––, y no hay nada que pueda probar la culpabilidad del señor Collins por heredar Longbourn. Pero si escuchas su carta, puede que su modo de expresarse te tranquilice un poco.
––No, no la escucharé; y, además, me parece una impertinencia que te escriba, y una hipocresía. No soporto a esos falsos amigos. ¿Por qué no continúa pleiteando contigo como ya lo hizo su padre?
––Porque parece tener algún cargo de conciencia, como vas a oír:
«Hunsford, cerca de Westerham, Kent, 15 de octubre.
»Estimado señor:
»El desacuerdo subsistente entre usted y mi padre, recientemente fallecido, siempre me ha hecho sentir cierta inquietud, y desde que tuve la desgracia de perderlo, he deseado zanjar el asunto, pero durante algún tiempo me retuvieron las dudas, temiendo ser irrespetuoso a su memoria, al ponerme en buenos términos con alguien con el que él siempre estaba en discordia, tan poco tiempo después de su muerte. Pero ahora ya he tomado una decisión sobre el tema, por haber sido ordenado en Pascua, ya que he tenido la suerte de ser distinguido con el patronato de la muy honorable lady Catherine de Bourgh, viuda de sir Lewis de Bourgh, cuya generosidad y beneficencia me ha elegido a mí para hacerme cargo de la estimada rectoría de su parroquia, donde mi más firme propósito será servir a Su Señoría con gratitud y respeto, y estar siempre dispuesto a celebrar los ritos y ceremonias instituidos por la Iglesia de Inglaterra. Por otra parte, como sacerdote, creo que es mi deber promover y establecer la bendición de la paz en todas las familias a las que alcance mi influencia; y basándome en esto espero que mi presente propósito de buena voluntad sea acogido de buen grado, y que la circunstancia de que sea yo el heredero de Longbourn sea olvidada por su parte y no le lleve a rechazar la rama de olivo que le ofrezco. No puedo sino estar preocupado por perjudicar a sus agradables hijas, y suplico que se me disculpe por ello, también quiero dar fe de mi buena disposición para hacer todas las enmiendas posibles de ahora en adelante. Si no se opone a recibirme en su casa, espero tener la satisfacción de visitarle a usted y a su familia, el lunes 18 de noviembre a las cuatro, y puede que abuse de su hospitalidad hasta el sábado siguiente, cosa que puedo hacer sin ningún inconveniente, puesto que lady Catherine de Bourgh no pondrá objeción y ni siquiera desaprobaría que estuviese ausente fortuitamente el domingo, siempre que hubiese algún otro sacerdote dispuesto para cumplir con las obligaciones de ese día. Le envío afectuosos saludos para su esposa e hijas, su amigo que le desea todo bien,
William Collins.»
––Por lo tanto, a las cuatro es posible que aparezca este caballero conciliador ––dijo el señor Bennet mientras doblaba la carta––. Parece ser un joven educado y atento; no dudo de que su amistad nos será valiosa, especialmente si lady Catherine es tan indulgente como para dejarlo venir a visitarnos.
––Ya ves, parece que tiene sentido eso que dice sobre nuestras hijas. Si está dispuesto a enmendarse, no seré yo la que lo desanime.
––Aunque es difícil ––observó Jane–– adivinar qué entiende él por esa reparación que cree que nos merecemos, debemos dar crédito a sus deseos.
A Elizabeth le impresionó mucho aquella extraordinaria deferencia hacia lady Catherine y aquella sana intención de bautizar, casar y enterrar a sus feligreses siempre que fuese preciso.
––Debe ser un poco raro ––dijo––. No puedo imaginármelo. Su estilo es algo pomposo. ¿Y qué querrá decir con eso de disculparse por ser el heredero de Longbourn? Supongo que no trataría de evitarlo, si pudiese. Papá, ¿será un hombre astuto?
––No, querida, no lo creo. Tengo grandes esperanzas de que sea lo contrario. Hay en su carta una mezcla de servilismo y presunción que lo afirma. Estoy impaciente por verle.
––En cuanto a la redacción ––dijo Mary––, su carta no parece tener defectos. Eso de la rama de olivo no es muy original, pero, así y todo, se expresa bien.
A Catherine y a Lydia, ni la carta ni su autor les interesaban lo más mínimo. Era prácticamente imposible que su primo se presentase con casaca escarlata, y hacía ya unas cuantas semanas que no sentían agrado por ningún hombre vestido de otro color. En lo que a la madre respecta, la carta del señor Collins había extinguido su rencor, y estaba preparada para recibirle con tal moderación que dejaría perplejos a su marido y a sus hijas.
El señor Collins llegó puntualmente a la hora anunciada y fue acogido con gran cortesía por toda la familia. El señor Bennet habló poco, pero las señoras estaban muy dispuestas a hablar, y el señor Collins no parecía necesitar que le animasen ni ser aficionado al silencio. Era un hombre de veinticinco años de edad, alto, de mirada profunda, con un aire grave y estático y modales ceremoniosos.


A poco de haberse sentado, felicitó a la señora Bennet por tener unas hijas tan hermosas; dijo que había oído hablar mucho de su belleza, pero que la fama se había quedado corta en comparación con la realidad; y añadió que no dudaba que a todas las vería casadas a su debido tiempo. La galantería no fue muy del agrado de todas las oyentes; pero la señora Bennet, que no se andaba con cumplidos, contestó en seguida:
––Es usted muy amable y deseo de todo corazón que sea como usted dice, pues de otro modo quedarían las pobres bastante desamparadas, en vista de la extraña manera en que están dispuestas las cosas.
––¿Alude usted, quizá, a la herencia de esta propiedad?
––¡Ah! En efecto, señor. No me negará usted que es una cosa muy penosa para mis hijas. No le culpo; ya sabe que en este mundo estas cosas son sólo cuestión de suerte. Nadie tiene noción de qué va a pasar con las propiedades una vez que tienen que ser heredadas.
––Siento mucho el infortunio de sus lindas hijas; pero voy a ser cauto, no quiero adelantarme y parecer precipitado. Lo que sí puedo asegurar a estas jóvenes, es que he venido dispuesto a admirarlas. De momento, no diré más, pero quizá, cuando nos conozcamos mejor...
Le interrumpieron para invitarle a pasar al comedor; y las muchachas se sonrieron entre sí. No sólo ellas fueron objeto de admiración del señor Collins: examinó y elogió el vestíbulo, el comedor y todo el mobiliario; y las ponderaciones que de todo hacía, habrían llegado al corazón de la señora Bennet, si no fuese porque se mortificaba pensando que Collins veía todo aquello como su futura propiedad. También elogió la cena y suplicó se le dijera a cuál de sus hermosas primas correspondía el mérito de haberla preparado. Pero aquí, la señora Bennet le atajó sin miramiento diciéndole que sus medios le permitían tener una buena cocinera y que sus hijas no tenían nada que hacer en la cocina. El se disculpó por haberla molestado y ella, en tono muy suave, le dijo que no estaba nada ofendida. Pero Collins continuó excusándose casi durante un cuarto de hora.



CAPÍTULO XIV

El señor Bennet apenas habló durante la cena; pero cuando ya se habían retirado los criados, creyó que había llegado el momento oportuno para conversar con su huésped. Comenzó con un tema que creía sería de su agrado, y le dijo que había tenido mucha suerte con su patrona. La atención de lady Catherine de Bourgh a sus deseos y su preocupación por su bienestar eran extraordinarios. El señor Bennet no pudo haber elegido nada mejor. El señor Collins hizo el elogio de lady Catherine con gran elocuencia. El tema elevó la solemnidad usual de sus maneras, y, dándose mucha importancia, afirmó que nunca había visto un comportamiento como el suyo en una persona de su alcurnia ni tal afabilidad y condescendencia. Se había dignado dar su aprobación a los dos sermones que ya había tenido el honor de pronunciar en su presencia; le había invitado a comer dos veces en Rosings, y el mismo sábado anterior mandó a buscarle para que completase su partida de cuatrillo durante la velada. Conocía a muchas personas que tenían a lady Catherine por orgullosa, pero él no había visto nunca en ella más que afabilidad. Siempre le habló como lo haría a cualquier otro caballero; no se oponía a que frecuentase a las personas de la vecindad, ni a que abandonase por una o dos semanas la parroquia a fin de ir a ver a sus parientes. Siempre tuvo a bien recomendarle que se casara cuanto antes con tal de que eligiese con prudencia, y le había ido a visitar a su humilde casa, donde aprobó todos los cambios que él había hecho, llegando hasta sugerirle alguno ella misma, como, por ejemplo, poner algunas repisas en los armarios de las habitaciones de arriba.
––Todo eso está muy bien y es muy cortés por su parte ––comentó la señora Bennet––. Debe ser una mujer muy agradable. Es una pena que las grandes damas en general no se parezcan mucho a ella. ¿Vive cerca de usted?
––Rosings Park, residencia de Su Señoría, está sólo separado por un camino de la finca en la que está ubicada mi humilde casa.
––Creo que dijo usted que era viuda. ¿Tiene familia?
––No tiene más que una hija, la heredera de Rosings y de otras propiedades extensísimas.
––¡Ay! ––suspiró la señora Bennet moviendo la cabeza––. Está en mejor situación que muchas otras jóvenes. ¿Qué clase de muchacha es? ¿Es guapa?
––Es realmente una joven encantadora. La misma lady Catherine dice que, haciendo honor a la verdad, en cuanto a belleza se refiere, supera con mucho a las más hermosas de su sexo; porque hay en sus facciones ese algo que revela en una mujer su distinguida cuna. Por desgracia es de constitución enfermiza, lo cual le ha impedido progresar en ciertos aspectos de su educación que, a no ser por eso, serían muy notables, según me ha informado la señora que dirigió su enseñanza y que aún vive con ellas. Pero es muy amable y a menudo tiene la bondad de pasar por mi humilde residencia con su pequeño faetón y sus jacas.
––¿Ha sido ya presentada en sociedad? No recuerdo haber oído su nombre entre las damas de la corte.
––El mal estado de su salud no le ha permitido, desafortunadamente, ir a la capital, y por ello, como le dije un día a lady Catherine, ha privado a la corte británica de su ornato más radiante. Su Señoría pareció muy halagada con esta apreciación; y ya pueden ustedes comprender que me complazco en dirigirles, siempre que tengo ocasión, estos pequeños y delicados cumplidos que suelen ser gratos a las damas. Más de una vez le he hecho observar a lady Catherine que su encantadora hija parecía haber nacido para duquesa y que el más elevado rango, en vez de darle importancia, quedaría enaltecido por ella. Esta clase de cosillas son las que agradan a Su Señoría y me considero especialmente obligado a tener con ella tales atenciones.
––Juzga usted muy bien ––dijo el señor Bennet––, y es una suerte que tenga el talento de saber adular con delicadeza. ¿Puedo preguntarle si esos gratos cumplidos se le ocurren espontáneamente o si son el resultado de un estudio previo?
––Normalmente me salen en el momento, y aunque a veces me entretengo en meditar y preparar estos pequeños y elegantes cumplidos para poder adaptarlos en las ocasiones que se me presenten, siempre procuro darles un tono lo menos estudiado posible.
Las suposiciones del señor Bennet se habían confirmado. Su primo era tan absurdo como él creía. Le escuchaba con intenso placer, conservando, no obstante, la más perfecta compostura; y, a no ser por alguna mirada que le lanzaba de vez en cuando a Elizabeth, no necesitaba que nadie más fuese partícipe de su gozo.



Sin embargo, a la hora del té ya había tenido bastante, y el señor Bennet tuvo el placer de llevar a su huésped de nuevo al salón. Cuando el té hubo terminado, le invitó a que leyese algo en voz alta a las señoras. Collins accedió al punto y trajeron un libro; pero en cuanto lo vio ––se notaba en seguida que era de una biblioteca circulante–– se detuvo, pidió que le perdonaran y dijo que jamás leía novelas. Kitty le miró con extrañeza y a Lydia se le escapó una exclamación. Le trajeron otros volúmenes y tras algunas dudas eligió los sermones de Fordyce. No hizo más que abrir el libro y ya Lydia empezó a bostezar, y antes de que Collins, con monótona solemnidad, hubiese leído tres páginas, la muchacha le interrumpió diciendo:
––¿Sabes, mamá, que el tío Phillips habla de despedir a Richard? Y si lo hace, lo contratará el coronel Forster. Me lo dijo la tía el sábado. Iré mañana a Meryton para enterarme de más y para preguntar cuándo viene de la ciudad el señor Denny.

Las dos hermanas mayores le rogaron a Lydia que se callase, pero Collins, muy ofendido, dejó el libro y exclamó:
––Con frecuencia he observado lo poco que les interesan a las jóvenes los libros de temas serios, a pesar de que fueron escritos por su bien. Confieso que me asombra, pues no puede haber nada tan ventajoso para ellas como la instrucción. Pero no quiero seguir importunando a mi primita.
Se dirigió al señor Bennet y le propuso una partida de backgammon. El señor Bennet aceptó el desafío y encontró que obraba muy sabiamente al dejar que las muchachas se divirtiesen con sus frivolidades. La señora Bennet y sus hijas se deshicieron en disculpas por la interrupción de Lydia y le prometieron que ya no volvería a suceder si quería seguir leyendo. Pero Collins les aseguró que no estaba enojado con su prima y que nunca podría interpretar lo que había hecho como una ofensa; y, sentándose en otra mesa con el señor Bennet, se dispuso a jugar al backgammon.

CAPÍTULO XV

El señor Collins no era un hombre inteligente, y a las deficiencias de su naturaleza no las había ayudado nada ni su educación ni su vida social. Pasó la mayor parte de su vida bajo la autoridad de un padre inculto y avaro; y aunque fue a la universidad, sólo permaneció en ella los cursos meramente necesarios y no adquirió ningún conocimiento verdaderamente útil. La sujeción con que le había educado su padre, le había dado, en principio, gran humildad a su carácter, pero ahora se veía contrarrestada por una vanidad obtenida gracias a su corta inteligencia, a su vida retirada y a los sentimientos inherentes a una repentina e inesperada prosperidad. Una afortunada casualidad le había colocado bajo el patronato de lady Catherine de Bourgh, cuando quedó vacante la rectoría de Hunsford, y su respeto al alto rango de la señora y la veneración que le inspiraba por ser su patrona, unidos a un gran concepto de sí mismo, a su autoridad de clérigo y a sus derechos de rector, le habían convertido en una mezcla de orgullo y servilismo, de presunción y modestia.
Puesto que ahora ya poseía una buena casa y unos ingresos más que suficientes, Collins estaba pensando en casarse. En su reconciliación con la familia de Longbourn, buscaba la posibilidad de realizar su proyecto, pues tenía pensado escoger a una de las hijas, en el caso de que resultasen tan hermosas y agradables como se decía. Éste era su plan de enmienda, o reparación, por heredar las propiedades del padre, plan que le parecía excelente, ya que era legítimo, muy apropiado, a la par que muy generoso y desinteresado por su parte.
Su plan no varió en nada al verlas. El rostro encantador de Jane le confirmó sus propósitos y corroboró todas sus estrictas nociones sobre la preferencia que debe darse a las hijas mayores; y así, durante la primera velada, se decidió definitivamente por ella. Sin embargo, a la mañana siguiente tuvo que hacer una alteración; pues antes del desayuno, mantuvo una conversación de un cuarto de hora con la señora Bennet. Empezaron hablando de su casa parroquial, lo que le llevó, naturalmente, a confesar sus esperanzas de que pudiera encontrar en Longbourn a la que había de ser señora de la misma. Entre complacientes sonrisas y generales estímulos, la señora Bennet le hizo una advertencia sobre Jane: «En cuanto a las hijas menores, no era ella quien debía argumentarlo; no podía contestar positivamente, aunque no sabía que nadie les hubiese hecho proposiciones; pero en lo referente a Jane, debía prevenirle, aunque, al fin y al cabo, era cosa que sólo a ella le incumbía, de que posiblemente no tardaría en comprometerse.»
Collins sólo tenía que sustituir a Jane por Elizabeth; y, espoleado por la señora Bennet, hizo el cambio rápidamente. Elizabeth, que seguía a Jane en edad y en belleza, fue la nueva candidata.
La señora Bennet se dio por enterada, y confiaba en que pronto tendría dos hijas casadas. El hombre de quien el día antes no quería ni oír hablar, se convirtió de pronto en el objeto de su más alta estimación.


El proyecto de Lydia de ir a Meryton seguía en pie. Todas las hermanas, menos Mary, accedieron a ir con ella. El señor Collins iba a acompañarlas a petición del señor Bennet, que tenía ganas de deshacerse de su pariente y tener la biblioteca sólo para él; pues allí le había seguido el señor Collins después del desayuno y allí continuaría, aparentemente ocupado con uno de los mayores folios de la colección, aunque, en realidad, hablando sin cesar al señor Bennet de su casa y de su jardín de Hunsford. Tales cosas le descomponían enormemente. La biblioteca era para él el sitio donde sabía que podía disfrutar de su tiempo libre con tranquilidad. Estaba dispuesto, como le dijo a Elizabeth, a soportar la estupidez y el engreimiento en cualquier otra habitación de la casa, pero en la biblioteca quería verse libre de todo eso. Así es que empleó toda su cortesía en invitar a Collins a acompañar a sus hijas en su paseo; y Collins, a quien se le daba mucho mejor pasear que leer, vio el cielo abierto. Cerró el libro y se fue.
Y entre pomposas e insulsas frases, por su parte, y corteses asentimientos, por la de sus primas, pasó el tiempo hasta llegar a Meryton. Desde entonces, las hermanas menores ya no le prestaron atención. No tenían ojos más que para buscar oficiales por las calles. Y a no ser un sombrero verdaderamente elegante o una muselina realmente nueva, nada podía distraerlas.
Pero la atención de todas las damiselas fue al instante acaparada por un joven al que no habían visto antes, que tenía aspecto de ser todo un caballero, y que paseaba con un oficial por el lado opuesto de la calle. El oficial era el señor Denny en persona, cuyo regreso de Londres había venido Lydia a averiguar, y que se inclinó para saludarlas al pasar. Todas se quedaron impresionadas con el porte del forastero y se preguntaban quién podría ser. Kitty y Lydia, decididas a indagar, cruzaron la calle con el pretexto de que querían comprar algo en la tienda de enfrente, alcanzando la acera con tanta fortuna que, en ese preciso momento, los dos caballeros, de vuelta, llegaban exactamente al mismo sitio. El señor Denny se dirigió directamente a ellas y les pidió que le permitiesen presentarles a su amigo, el señor Wickham, que había venido de Londres con él el día anterior, y había tenido la bondad de aceptar un destino en el Cuerpo. Esto ya era el colmo, pues pertenecer al regimiento era lo único que le faltaba para completar su encanto. Su aspecto decía mucho en su favor, era guapo y esbelto, de trato muy afable. Hecha la presentación, el señor Wickham inició una conversación con mucha soltura, con la más absoluta corrección y sin pretensiones. Aún estaban todos allí de pie charlando agradablemente, cuando un ruido de caballos atrajo su atención y vieron a Darcy y a Bingley que, en sus cabalgaduras, venían calle abajo.


Al distinguir a las jóvenes en el grupo, los dos caballeros fueron hacia ellas y empezaron los saludos de rigor. Bingley habló más que nadie y Jane era el objeto principal de su conversación.




En ese momento, dijo, iban de camino a Longbourn para saber cómo se encontraba; Darcy lo corroboró con una inclinación; y estaba procurando no fijar su mirada en Elizabeth, cuando, de repente, se quedaron paralizados al ver al forastero. A Elizabeth, que vio el semblante de ambos al mirarse, le sorprendió mucho el efecto que les había causado el encuentro. Los dos cambiaron de color, uno se puso pálido y el otro colorado. Después de una pequeña vacilación, Wickham se llevó la mano al sombrero, a cuyo saludo se dignó corresponder Darcy. ¿Qué podría significar aquello? Era imposible imaginarlo, pero era también imposible no sentir una gran curiosidad por saberlo.
Un momento después, Bingley, que pareció no haberse enterado de lo ocurrido, se despidió y siguió adelante con su amigo.





Denny y Wickham continuaron paseando con las muchachas hasta llegar a la puerta de la casa del señor Philips, donde hicieron las correspondientes reverencias y se fueron a pesar de los insistentes ruegos de Lydia para que entrasen y a pesar también de que la señora Philips abrió la ventana del vestíbulo y se asomó para secundar a voces la invitación.
La señora Philips siempre se alegraba de ver a sus sobrinas. Las dos mayores fueron especialmente bien recibidas debido a su reciente ausencia. Les expresó su sorpresa por el rápido regreso a casa, del que nada habría sabido, puesto que no volvieron en su propio coche, a no haberse dado la casualidad de encontrarse con el mancebo del doctor Jones, quien le dijo que ya no tenía que mandar más medicinas a Netherfield porque las señoritas Bennet se habían ido. Entonces Jane le presentó al señor Collins a quien dedicó toda su atención. Le acogió con la más exquisita cortesía, a la que Collins correspondió con más finura aún, disculpándose por haberse presentado en su casa sin que ella hubiese sido advertida previamente, aunque él se sentía orgulloso de que fuese el parentesco con sus sobrinas lo que justificaba dicha intromisión. La señora Philips se quedó totalmente abrumada con tal exceso de buena educación. Pero pronto tuvo que dejar de lado a este forastero, por las exclamaciones y preguntas relativas al otro. La señora Philips no podía decir a sus sobrinas más de lo que ya sabían: que el señor Denny lo había traído de Londres y que se iba a quedar en la guarnición del condado con el grado de teniente. Agregó que lo había estado observando mientras paseaba por la calle; y si el señor Wickham hubiese aparecido entonces, también Kitty y Lydia se habrían acercado a la ventana para contemplarlo, pero por desgracia, en aquellos momentos no pasaban más que unos cuantos oficiales que, comparados con el forastero, resultaban «unos sujetos estúpidos y desagradables». Algunos de estos oficiales iban a cenar al día siguiente con los Philips, y la tía les prometió que le diría a su marido que visitase a Wickham para que lo invitase también a él, si la familia de Longbourn quería venir por la noche. Así lo acordaron, y la señora Philips les ofreció jugar a la lotería y tomar después una cena caliente. La perspectiva de semejantes delicias era magnífica, y las chicas se fueron muy contentas. Collins volvió a pedir disculpas al salir, y se le aseguró que no eran necesarias.
De camino a casa, Elizabeth le contó a Jane lo sucedido entre los dos caballeros, y aunque Jane los habría defendido de haber notado algo raro, en este caso, al igual que su hermana, no podía explicarse tal comportamiento.
Collins halagó a la señora Bennet ponderándole los modales y la educación de la señora Philips. Aseguró que aparte de lady Catherine y su hija, nunca había visto una mujer más elegante, pues no sólo le recibió con la más extremada cortesía, sino que, además, le incluyó en la invitación para la próxima velada, a pesar de serle totalmente desconocido. Claro que ya sabía que debía atribuirlo a su parentesco con ellos, pero no obstante, en su vida había sido tratado con tanta amabilidad.

CAPÍTULO XVI

Como no se puso ningún inconveniente al compromiso de las jóvenes con su tía y los reparos del señor Collins por no dejar a los señores Bennet ni una sola velada durante su visita fueron firmemente rechazados, a la hora adecuada el coche partió con él y sus cinco primas hacia Meryton. Al entrar en el salón de los Philips, las chicas tuvieron la satisfacción de enterarse de que Wickham había aceptado la invitación de su tío y de que estaba en la casa.
Después de recibir esta información, y cuando todos habían tomado asiento, Collins pudo observar todo a sus anchas; las dimensiones y el mobiliario de la pieza le causaron tal admiración, que confesó haber creído encontrarse en el comedorcito de verano de Rosings. Esta comparación no despertó ningún entusiasmo al principio; pero cuando la señora Philips oyó de labios de Collins lo que era Rosings y quién era su propietaria, cuando escuchó la descripción de uno de los salones de lady Catherine y supo que sólo la chimenea había costado ochocientas libras, apreció todo el valor de aquel cumplido y casi no le habría molestado que hubiese comparado su salón con la habitación del ama de llaves de los Bourgh.
Collins se entretuvo en contarle a la señora Philips todas las grandezas de lady Catherine y de su mansión, haciendo mención de vez en cuando de su humilde casa y de las mejoras que estaba efectuando en ella, hasta que llegaron los caballeros. Collins encontró en la señora Philips una oyente atenta cuya buena opinión del rector aumentaba por momentos con lo que él le iba explicando, y ya estaba pensando en contárselo todo a sus vecinas cuanto antes. A las muchachas, que no podían soportar a su primo, y que no tenían otra cosa que hacer que desear tener a mano un instrumento de música y examinar las imitaciones de china de la repisa de la chimenea, se les estaba haciendo demasiado larga la espera. Pero por fin aparecieron los caballeros. Cuando Wickham entró en la estancia, Elizabeth notó que ni antes se había fijado en él ni después lo había recordado con la admiración suficiente. Los oficiales de la guarnición del condado gozaban en general de un prestigio extraordinario; eran muy apuestos y los mejores se hallaban ahora en la presente reunión. Pero Wickham, por su gallardía, por su soltura y por su airoso andar era tan superior a ellos, como ellos lo eran al rechoncho tío Philips, que entró el último en el salón apestando a oporto.



El señor Wickham era el hombre afortunado al que se tornaban casi todos los ojos femeninos; y Elizabeth fue la mujer afortunada a cuyo lado decidió él tomar asiento. Wickham inició la conversación de un modo tan agradable, a pesar de que se limitó a decir que la noche era húmeda y que probablemente llovería mucho durante toda la estación, que Elizabeth se dio cuenta de que los tópicos más comunes, más triviales y más manidos, pueden resultar interesantes si se dicen con destreza.
Con unos rivales como Wickham y los demás oficiales en acaparar la atención de las damas, Collins parecía hundirse en su insignificancia. Para las muchachas él no representaba nada. Pero la señora Philips todavía le escuchaba de vez en cuando y se cuidaba de que no le faltase ni café ni pastas.
Cuando se dispusieron las mesas de juego, Collins vio una oportunidad para devolverle sus atenciones, y se sentó a jugar con ella al whist.
––Conozco poco este juego, ahora ––le dijo––, pero me gustaría aprenderlo mejor, debido a mi situación en la vida.
La señora Philips le agradeció su condescendencia, pero no pudo entender aquellas razones.
Wickham no jugaba al whist y fue recibido con verdadero entusiasmo en la otra mesa, entre Elizabeth y Lydia. Al principio pareció que había peligro de que Lydia lo absorbiese por completo, porque le gustaba hablar por los codos, pero como también era muy aficionada a la lotería, no tardó en centrar todo su interés en el juego y estaba demasiado ocupada en apostar y lanzar exclamaciones cuando tocaban los premios, para que pudiera distraerse en cualquier otra cosa. Como todo el mundo estaba concentrado en el juego, Wickham podía dedicar el tiempo a hablar con Elizabeth, y ella estaba deseando escucharle, aunque no tenía ninguna esperanza de que le contase lo que a ella más le apetecía saber, la historia de su relación con Darcy. Ni siquiera se atrevió a mencionar su nombre. Sin embargo, su curiosidad quedó satisfecha de un modo inesperado. Fue el mismo señor Wickham el que empezó el tema. Preguntó qué distancia había de Meryton a Netherfield, y después de oír la respuesta de Elizabeth y de unos segundos de titubeo, quiso saber también cuánto tiempo hacía que estaba allí el señor Darcy.
––Un mes aproximadamente ––contestó Elizabeth.
Y con ansia de que no acabase ahí el tema, añadió:
––Creo que ese señor posee grandes propiedades en Derbyshire.
––Sí ––repuso Wickham––, su hacienda es importante, le proporciona diez mil libras anuales. Nadie mejor que yo podría darle a usted informes auténticos acerca del señor Darcy, pues he estado particularmente relacionado con su familia desde mi infancia.
Elizabeth no pudo evitar demostrar su sorpresa.
––Le extrañará lo que digo, señorita Bennet, después de haber visto, como vio usted probablemente, la frialdad de nuestro encuentro de ayer. ¿Conoce usted mucho al señor Darcy?
––Más de lo que desearía ––contestó Elizabeth afectuosamente––. He pasado cuatro días en la misma casa que él y me parece muy antipático.
––Yo no tengo derecho a decir si es o no es antipático ––continuó el señor Wickham––. No soy el más indicado para ello. Le he conocido durante demasiado tiempo y demasiado bien para ser un juez justo. Me sería imposible ser imparcial. Pero creo que la opinión que tiene de él sorprendería a cualquiera y puede que no la expresaría tan categóricamente en ninguna otra parte. Aquí está usted entre los suyos.
––Le doy mi palabra de que lo que digo aquí lo diría en cualquier otra casa de la vecindad, menos en Netherfield. Darcy ha disgustado a todo el mundo con su orgullo. No encontrará a nadie que hable mejor de él.
––No puedo fingir que lo siento ––dijo Wickham después de una breve pausa––. No siento que él ni nadie sean estimados sólo por sus méritos, pero con Darcy no suele suceder así. La gente se ciega con su fortuna y con su importancia o le temen por sus distinguidos y soberbios modales, y le ven sólo como a él se le antoja que le vean.
––Pues yo, a pesar de lo poco que le conozco, le tengo por una mala persona.
Wickham se limitó a mover la cabeza. Luego agregó: ––Me pregunto si pensará quedarse en este condado mucho tiempo.
––No tengo ni idea; pero no oí nada de que se marchase mientras estuvo en Netherfield. Espero que la presencia de Darcy no alterará sus planes de permanecer en la guarnición del condado.
––Claro que no. No seré el que me vaya por culpa del señor Darcy, y siempre me entristece verle, pero no tengo más que una razón para esquivarle y puedo proclamarla delante de todo el mundo: un doloroso pesar por su mal trato y por ser como es. Su padre, señorita Bennet, el último señor Darcy, fue el mejor de los hombres y mi mejor amigo; no puedo hablar con Darcy sin que se me parta el alma con mil tiernos recuerdos. Su conducta conmigo ha sido indecorosa; pero confieso sinceramente que se lo perdonaría todo menos que haya frustrado las esperanzas de su padre y haya deshonrado su memoria.


Elizabeth encontraba que el interés iba en aumento y escuchaba con sus cinco sentidos, pero la índole delicada del asunto le impidió hacer más preguntas.
Wickham empezó a hablar de temas más generales: Meryton, la vecindad, la sociedad; y parecía sumamente complacido con lo que ya conocía, hablando especialmente de lo último con gentil pero comprensible galantería.
––El principal incentivo de mi ingreso en la guarnición del condado ––continuó Wickham–– fue la esperanza de estar en constante contacto con la sociedad, y gente de la buena sociedad. Sabía que era un Cuerpo muy respetado y agradable, y mi amigo Denny me tentó, además, describiéndome su actual residencia y las grandes atenciones y excelentes amistades que ha encontrado en Meryton. Confieso que me hace falta un poco de vida social. Soy un hombre decepcionado y mi estado de ánimo no soportaría la soledad. Necesito ocupación y compañía. No era mi intención incorporarme a la vida militar, pero las circunstancias actuales me hicieron elegirla. La Iglesia debió haber sido mi profesión; para ella me educaron y hoy estaría en posesión de un valioso rectorado si no hubiese sido por el caballero de quien estaba hablando hace un momento.
––¿De veras?
––Sí; el último señor Darcy dejó dispuesto que se me presentase para ocupar el mejor beneficio eclesiástico de sus dominios. Era mi padrino y me quería entrañablemente. Nunca podré hacer justicia a su bondad. Quería dejarme bien situado, y creyó haberlo hecho; pero cuando el puesto quedó vacante, fue concedido a otro.
––¡Dios mío! ––exclamó Elizabeth––. ¿Pero cómo pudo ser eso? ¿Cómo pudieron contradecir su testamento? ¿Por qué no recurrió usted a la justicia?
––Había tanta informalidad en los términos del legado, que la ley no me hubiese dado ninguna esperanza. Un hombre de honor no habría puesto en duda la intención de dichos términos; pero Darcy prefirió dudarlo o tomarlo como una recomendación meramente condicional y afirmó que yo había perdido todos mis derechos por mi extravagancia e imprudencia; total que o por uno o por otro, lo cierto es que la rectoría quedó vacante hace dos años, justo cuando yo ya tenía edad para ocuparla, y se la dieron a otro; y no es menos cierto que yo no puedo culparme de haber hecho nada para merecer perderla. Tengo un temperamento ardiente, soy indiscreto y acaso haya manifestado mi opinión sobre Darcy algunas veces, y hasta a él mismo, con excesiva franqueza. No recuerdo ninguna otra cosa de la que se me pueda acusar. Pero el hecho es que somos muy diferentes y que él me odia.
––¡Es vergonzoso! Merece ser desacreditado en público.
––Un día u otro le llegará la hora, pero no seré yo quien lo desacredite. Mientras no pueda olvidar a su padre, nunca podré desafiarle ni desenmascararlo.
Elizabeth le honró por tales sentimientos y le pareció más atractivo que nunca mientras los expresaba.
––Pero ––continuó después de una pausa––, ¿cuál puede ser el motivo? ¿Qué puede haberle inducido a obrar con esa crueldad?
––Una profunda y enérgica antipatía hacia mí que no puedo atribuir hasta cierto punto más que a los celos. Si el último señor Darcy no me hubiese querido tanto, su hijo me habría soportado mejor. Pero el extraordinario afecto que su padre sentía por mí le irritaba, según creo, desde su más tierna infancia. No tenía carácter para resistir aquella especie de rivalidad en que nos hallábamos, ni la preferencia que a menudo me otorgaba su padre.
––Recuerdo que un día, en Netherfield, se jactaba de lo implacable de sus sentimientos y de tener un carácter que no perdona. Su modo de ser es espantoso.
––No debo hablar de este tema repuso Wickham––; me resulta difícil ser justo con él.
Elizabeth reflexionó de nuevo y al cabo de unos momentos exclamó:
––¡Tratar de esa manera al ahijado, al amigo, al favorito de su padre!
Podía haber añadido: «A un joven, además, como usted, que sólo su rostro ofrece sobradas garantías de su bondad.» Pero se limitó a decir:
––A un hombre que fue seguramente el compañero de su niñez y con el que, según creo que usted ha dicho, le unían estrechos lazos.
––Nacimos en la misma parroquia, dentro de la misma finca; la mayor parte de nuestra juventud la pasamos juntos, viviendo en la misma casa, compartiendo juegos y siendo objeto de los mismos cuidados paternales. Mi padre empezó con la profesión en la que parece que su tío, el señor Philips, ha alcanzado tanto prestigio; pero lo dejó todo para servir al señor Darcy y consagró todo su tiempo a administrar la propiedad de Pemberley. El señor Darcy lo estimaba mucho y era su hombre de confianza y su más íntimo amigo. El propio señor Darcy reconocía a menudo que le debía mucho a la activa superintendencia de mi padre, y cuando, poco antes de que muriese, el señor Darcy le prometió espontáneamente encargarse de mí, estoy convencido de que lo hizo por pagarle a mi padre una deuda de gratitud a la vez que por el cariño que me tenía.
––¡Qué extraño! ––exclamó Elizabeth––. ¡Qué abominable! Me asombra que el propio orgullo del señor Darcy no le haya obligado a ser justo con usted. Porque, aunque sólo fuese por ese motivo, es demasiado orgulloso para no ser honrado; y falta de honradez es como debo llamar a lo que ha hecho con usted.
Es curioso ––contestó Wickham––, porque casi todas sus acciones han sido guiadas por el orgullo, que ha sido a menudo su mejor consejero. Para él, está más unido a la virtud que ningún otro sentimiento. Pero ninguno de los dos somos consecuentes; y en su comportamiento hacia mí, había impulsos incluso más fuertes que el orgullo.
––¿Es posible que un orgullo tan detestable como el suyo le haya inducido alguna vez a hacer algún bien? ––Sí; le ha llevado con frecuencia a ser liberal y generoso, a dar su dinero a manos llenas, a ser hospitalario, a ayudar a sus colonos y a socorrer a los pobres. El orgullo de familia, su orgullo de hijo, porque está muy orgulloso de lo que era su padre, le ha hecho actuar de este modo. El deseo de demostrar que no desmerecía de los suyos, que no era menos querido que ellos y que no echaba a perder la influencia de la casa de Pemberley, fue para él un poderoso motivo. Tiene también un orgullo de hermano que, unido a algo de afecto fraternal, le ha convertido en un amabilísimo y solícito custodio de la señorita Darcy, y oirá decir muchas veces que es considerado como el más atento y mejor de los hermanos.
––¿Qué clase de muchacha es la señorita Darcy?
Wickham hizo un gesto con la cabeza.
––Quisiera poder decir que es encantadora. Me da pena hablar mal de un Darcy. Pero ahora se parece demasiado a su hermano, es muy orgullosa. De niña, era muy cariñosa y complaciente y me tenía un gran afecto. ¡Las horas que he pasado entreteniéndola! Pero ahora me es indiferente. Es una hermosa muchacha de quince o dieciséis años, creo que muy bien educada. Desde la muerte de su padre vive en Londres con una institutriz.
Después de muchas pausas y muchas tentativas de hablar de otros temas, Elizabeth no pudo evitar volver a lo primero, y dijo:
––Lo que me asombra es su amistad con el señor Bingley. ¡Cómo puede el señor Bingley, que es el buen humor personificado, y es, estoy convencida, verdaderamente amable, tener algo que ver con un hombre como el señor Darcy? ¿Cómo podrán llevarse bien? ¿Conoce usted al señor Bingley?
––No, no lo conozco.
––Es un hombre encantador, amable, de carácter dulce. No debe saber cómo es en realidad el señor Darcy.
––Probablemente no; pero el señor Darcy sabe cómo agradar cuando le apetece. No necesita esforzarse. Puede ser una compañía de amena conversación si cree que le merece la pena. Entre la gente de su posición es muy distinto de como es con los inferiores. El orgullo no le abandona nunca, pero con los ricos adopta una mentalidad liberal, es justo, sincero, razonable, honrado y hasta quizá agradable, debido en parte a su fortuna y a su buena presencia.
Poco después terminó la partida de whist y los jugadores se congregaron alrededor de la otra mesa. Collins se situó entre su prima Elizabeth y la señora Philips. Esta última le hizo las preguntas de rigor sobre el resultado de la partida. No fue gran cosa; había perdido todos los puntos. Pero cuando la señora Philips le empezó a decir cuánto lo sentía, Collins le aseguró con la mayor gravedad que no tenía ninguna importancia y que para él el dinero era lo de menos, rogándole que no se inquietase por ello.
––Sé muy bien, señora ––le dijo––, que cuando uno se sienta a una mesa de juego ha de someterse al azar, y afortunadamente no estoy en circunstancias de tener que preocuparme por cinco chelines. Indudablemente habrá muchos que no puedan decir lo mismo, pero gracias a lady Catherine de Bourgh estoy lejos de tener que dar importancia a tales pequeñeces.
A Wickham le llamó la atención, y después de observar a Collins durante unos minutos le preguntó en voz baja a Elizabeth si su pariente era amigo de la familia de Bourgh.
Lady Catherine de Bourgh le ha dado hace poco una rectoría ––contestó––. No sé muy bien quién los presentó, pero no hace mucho tiempo que la conoce. ––Supongo que sabe que lady Catherine de Bourgh y lady Anne Darcy eran hermanas, y que, por consiguiente, lady Catherine es tía del actual señor Darcy. ––No, ni idea; no sabía nada de la familia de lady Catherine. No tenía noción de su existencia hasta hace dos días.
––Su hija, la señorita de Bourgh, heredará una enorme fortuna, y se dice que ella y su primo unirán las dos haciendas.
Esta noticia hizo sonreír a Elizabeth al pensar en la pobre señorita Bingley. En vano eran, pues, todas sus atenciones, en vano e inútil todo su afecto por la hermana de Darcy y todos los elogios que de él hacía si ya estaba destinado a otra.
––El señor Collins ––dijo Elizabeth–– habla muy bien de lady Catherine y de su hija; pero por algunos detalles que ha contado de Su Señoría, sospecho que la gratitud le ciega y que, a pesar de ser su protectora, es una mujer arrogante y vanidosa.
––Creo que es ambas cosas, y en alto grado ––respondió Wickham––. Hace muchos años que no la veo, pero recuerdo que nunca me gustó y que sus modales eran autoritarios e insolentes. Tiene fama de ser juiciosa e inteligente; pero me da la sensación de que parte de sus cualidades se derivan de su rango y su fortuna; otra parte, de su despotismo, y el resto, del orgullo de su sobrino que cree que todo el que esté relacionado con él tiene que poseer una inteligencia superior.
Elizabeth reconoció que la había retratado muy bien, y siguieron charlando juntos hasta que la cena puso fin al juego y permitió a las otras señoras participar de las atenciones de Wickham. No se podía entablar una conversación, por el ruido que armaban los comensales del señor Philips; pero sus modales encantaron a todo el mundo. Todo lo que decía estaba bien dicho y todo lo que hacía estaba bien hecho. Elizabeth se fue prendada de él. De vuelta a casa no podía pensar más que en el señor Wickham y en todo lo que le había dicho; pero durante todo el camino no le dieron oportunidad ni de mencionar su nombre, ya que ni Lydia ni el señor Collins se callaron un segundo. Lydia no paraba de hablar de la lotería, de lo que había perdido, de lo que había ganado; y Collins, con elogiar la hospitalidad de los Philips, asegurar que no le habían importado nada sus pérdidas en el zvhist, enumerar todos los platos de la cena y repetir constantemente que temía que por su culpa sus primas fuesen apretadas, tuvo más que decir de lo que habría podido antes de que el carruaje parase delante de la casa de Longbourn.

CAPÍTULO XVII

Al día siguiente Elizabeth le contó a Jane todo lo que habían hablado Wickham y ella. Jane escuchó con asombro e interés. No podía creer que Darcy fuese tan indigno de la estimación de Bingley; y, no obstante, no se atrevía a dudar de la veracidad de un hombre de apariencia tan afable como Wickham. La mera posibilidad de que hubiese sufrido semejante crueldad era suficiente para avivar sus más tiernos sentimientos; de modo que no tenía más remedio que no pensar mal ni del uno ni del otro, defender la conducta de ambos y atribuir a la casualidad o al error lo que de otro modo no podía explicarse.
––Tengo la impresión ––decía–– de que ambos han sido defraudados, son personas, de algún modo decepcionadas por algo que nosotras no podemos adivinar. Quizá haya sido gente interesada en tergiversar las cosas la que los enfrentó. En fin, no podemos conjeturar las causas o las circunstancias que los han separado sin que ni uno ni otro sean culpables.
––Tienes mucha razón; y dime, mi querida Jane: ¿Qué tienes que decir en favor de esa gente interesada que probablemente tuvo que ver en el asunto? Defiéndelos también, si no nos veremos obligadas a hablar mal de alguien.
––Ríete de mí todo lo que quieras, pero no me harás cambiar de opinión. Querida Lizzy, ten en cuenta en qué lugar tan deshonroso sitúa al señor Darcy; tratar así al favorito de su padre, a alguien al que él había prometido darle un porvenir. Es imposible. Nadie medianamente bueno, que aprecie algo el valor de su conducta, es capaz de hacerlo. ¿Es posible que sus amigos más íntimos estén tan engañados respecto a él? ¡Oh, no!
––Creo que es más fácil que la amistad del señor Bingley sea impuesta que el señor Wickham haya inventado semejante historia con nombres, hechos, y que la cuente con tanta naturalidad. Y si no es así, que sea el señor Darcy el que lo niegue. Además, había sinceridad en sus ojos.
––Es realmente difícil, es lamentable. Uno no sabe qué pensar.
––Perdona; uno sabe exactamente qué pensar.
Las dos jóvenes charlaban en el jardín cuando fueron a avisarles de la llegada de algunas de las personas de las que estaban justamente hablando. El señor Bingley y sus hermanas venían para invitarlos personalmente al tan esperado baile de Netherfield que había sido fijado para el martes siguiente. Las Bingley se alegraron mucho de ver a su querida amiga, les parecía que había pasado un siglo desde que habían estado juntas y continuamente le preguntaban qué había sido de ella desde su separación. Al resto de la familia les prestaron poca atención, a la señora Bennet la evitaron todo lo que les fue posible, con Elizabeth hablaron muy poco y a las demás ni siquiera les dirigieron la palabra. Se fueron en seguida, levantándose de sus asientos con una rapidez que dejó pasmado a su hermano, salieron con tanta prisa que parecían estar impacientes por escapar de las atenciones de la señora Bennet.
La perspectiva del baile de Netherfield resultaba extraordinariamente apetecible a todos los miembros femeninos de la familia. La señora Bennet lo tomó como un cumplido dedicado a su hija mayor y se sentía particularmente halagada por haber recibido la invitación del señor Bingley en persona y no a través de una ceremoniosa tarjeta. Jane se imaginaba una feliz velada en compañía de sus dos amigas y con las atenciones del hermano, y Elizabeth pensaba con deleite en bailar todo el tiempo con el señor Wickham y en ver confirmada toda la historia en las miradas y el comportamiento del señor Darcy. La felicidad que Catherine y Lydia anticipaban dependía menos de un simple hecho o de una persona en particular, porque, aunque las dos, como Elizabeth, pensaban bailar la mitad de la noche con Wickham, no era ni mucho menos la única pareja que podía satisfacerlas, y, al fin y al cabo, un baile era un baile. Incluso Mary llegó a asegurar a su familia que tampoco a ella le disgustaba la idea de ir.
––Mientras pueda tener las mañanas para mí ––dijo––, me basta. No me supone ningún sacrificio aceptar ocasionalmente compromisos para la noche. Todos nos debemos a la sociedad, y confieso que soy de los que consideran que los intervalos de recreo y esparcimiento son recomendables para todo el mundo.
Elizabeth estaba tan animada por la ocasión, que a pesar de que no solía hablarle a Collins más que cuando era necesario, no pudo evitar preguntarle si tenía intención de aceptar la invitación del señor Bingley y si así lo hacía, si le parecía procedente asistir a fiestas nocturnas. Elizabeth se quedó sorprendida cuando le contestó que no tenía ningún reparo al respecto, y que no temía que el arzobispo ni lady Catherine de Bourgh le censurasen por aventurarse al baile.
––Le aseguro que en absoluto creo ––dijo–– que un baile como éste, organizado por hombre de categoría para gente respetable, pueda tener algo de malo. No tengo ningún inconveniente en bailar y espero tener el honor de hacerlo con todas mis bellas primas. Aprovecho ahora esta oportunidad para pedirle, precisamente a usted, señorita Elizabeth, los dos primeros bailes, preferencia que confío que mi prima Jane sepa atribuir a la causa debida, y no a un desprecio hacia ella.
Elizabeth se quedó totalmente desilusionada. ¡Ella que se había propuesto dedicar esos dos bailes tan especiales al señor Wickham! ¡Y ahora tenía que bailarlos con el señor Collins! Había elegido mal momento para ponerse tan contenta. En fin, ¿qué podía hacer? No le quedaba más remedio que dejar su dicha y la de Wickham para un poco más tarde y aceptar la propuesta de Collins con el mejor ánimo posible. No le hizo ninguna gracia su galantería porque detrás de ella se escondía algo más. Por primera vez se le ocurrió pensar que era ella la elegida entre todas las hermanas para ser la señora de la casa parroquial de Hunsford y para asistir a las partidas de cuatrillo de Rosings en ausencia de visitantes más selectos. Esta idea no tardó en convertirse en convicción cuando observó las crecientes atenciones de Collins para con ella y oyó sus frecuentes tentativas de elogiar su ingenio y vivacidad. Aunque a ella, el efecto que causaban sus encantos en este caso, más que complacerla la dejaba atónita, su madre pronto le dio a entender que la posibilidad de aquel matrimonio le agradaba en exceso. Sin embargo, Elizabeth prefirió no darse por aludida, porque estaba segura de que cualquier réplica tendría como consecuencia una seria discusión. Probablemente el señor Collins nunca le haría semejante proposición, y hasta que lo hiciese era una pérdida de tiempo discutir por él.
Si no hubiesen tenido que hacer los preparativos para el baile de Netherfield, las Bennet menores habrían llegado a un estado digno de compasión, ya que desde el día de la invitación hasta el del baile la lluvia no cesó un momento, impidiéndoles ir ni una sola vez a Meryton. Ni tía, ni oficiales, ni chismes que contar. Incluso los centros de rosas para el baile de Netherfield tuvieron que hacerse por encargo. La misma Elizabeth vio su paciencia puesta a prueba con aquel mal tiempo que suspendió totalmente los progresos de su amistad con Wickham. Sólo el baile del martes pudo hacer soportable a Catherine y a Lydia un viernes, sábado, domingo y lunes como aquellos.